La izquierda y la España que dejó de ser problema

El otro relato olvidado de una transición ejemplar.

Al principio fue una aspiración colectiva: ser como ellos, poner fin a una historia de guerras civiles, de golpes de Estado y de una dictadura eterna. España era el problema y Europa la solución. Fue la consigna, se malinterpretó a Ortega, pero no importaba. Sutilmente, el acento se puso en Europa: ella nos salvaría. Nuestro europeísmo fue una huida de España y de sus problemas. La nueva generación política que llegó al gobierno con Felipe González fue más lejos: España no era capaz de autogobernarse, tendría que hacerlo un Mercado Común que pretendía ir hacia una mayor y superior integración europea.

Ni el ingreso en el Mercado Común ni la integración en la OTAN eran elementos de una política exterior a la altura de los tiempos. Era algo más profundo, más sustancial. Puesto que no éramos capaces de autogobernarnos; puesto que, de una u otra forma, llevamos siglos intervenidos por las grandes potencias, era necesario un anclaje en estructuras de poder externas que consolidaran el poder de las clases económicamente dominantes en España y que impidieran, de una u otra forma, que la correlación real de fuerzas fuese cuestionada. Las bases norteamericanas no bastaban, había que alinearse claramente con una potencia hegemónica que estaba derrotando al “imperio del mal”. La OTAN era la definición precisa de donde y con quién estábamos. Lo del Mercado Común era algo más complejo; les pasaba igual a todas las economías del sur de Europa: problemáticas económicamente, ingobernables socialmente y con aspiraciones políticas demasiado avanzadas.

El Tratado de Maastricht fue la salvación: perder soberanía a cambio de ganar estabilidad macroeconómica para disciplinar a un movimiento obrero demasiado fuerte; subordinar a unas izquierdas que no habían interiorizado que el muro cayó y que el tiempo del reformismo terminó. Fue la “gran audacia” del PSOE de González: gobernar la globalización neoliberal e impulsarla sin reservas en estrecha alianza con los grandes poderes. Con un poco de suerte y algo de habilidad se podría conseguir que los trabajadores alemanes terminaran financiando nuestro incipiente y débil Estado de Bienestar.

España, por fin, dejaba de ser un problema. Su futuro ya no dependía de ella. Estaba sólidamente determinada por una alianza política armada y por una integración europea que empezaba a dirigir de facto nuestra política económica. El futuro de España era dejar de ser un Estado y convertirse en una “comunidad autónoma” de una forma-dominio político esencialmente no democrática y bajo el control de unas élites que conseguían institucionalizar las reglas jurídico-económicas neoliberales. Eso sí -paradoja de las paradojas- bajo la hegemonía del poderoso Estado alemán.

La otra parte del relato se empezó a escribir desde aquí. La vieja cuestión nacional-territorial que siempre estuvo ahí, volvió a emerger. Las burguesías nacionalistas vasca y catalana -Galicia siempre fue otra cosa- acompañaron entusiásticamente el diseño de unas políticas que, de una u otra forma, garantizaban la economía capitalista, la democracia liberal y, sobre todo, la integración supranacional militar, económica y política. La idea era simple pero clara: puesto que el Estado español era una entidad a desaparecer en el marco de una Europa federal, había que apostar decididamente por su desmantelamiento y por una Cataluña y una Euskadi, primero regiones y luego Estados. Más Europa significaba menos España soberana e –inevitablemente- menos España democrática. El demos decidía muy poco en la política real y la democracia se cuarteaba entre la impotencia y la dictadura de una oligarquía omnipresente. El 15M fue la consecuencia, en gran parte fallida, de todo esto.

La operación era, al menos, curiosa. Se negaba el concepto de soberanía como antigualla en un mundo felizmente globalizado. A la vez, se reafirmaba la soberanía originaria de Euskadi y Cataluña y, finalmente, se apostaba por una Europa estatalmente organizada. Por decirlo de otro modo, se reconocía como hecho positivo que España era una democracia limitada; se aceptaba que la UE era el futuro y, coherentemente, se apostaba por su desmantelamiento. Lo que decían realmente los nacionalistas vascos y catalanes es que preferían ser regiones de la UE que comunidades autónomas de un Estado español condenado a la extinción. El paso al independentismo fue su consecuencia lógica. Algunos creyeron que se podía romper el Estado español sin que nada pasase y con el apoyo de una Unión Europea todopoderosa. Los resultados están a la vista: ruptura de la comunidad política catalana, emergencia de un nacionalismo español de masas y giro a la derecha en los aparatos del Estado en un proceso de automatización todavía no desvelado del todo, pero que se deja sentir cada vez con más fuerza.

Hablar de izquierda en serio: veracidad y radicalidad

De nuevo se habla de (re) fundar la izquierda. De abrir un debate de masas sobre su futuro, de escuchar mucho e iniciar una conversación sincera entre política y ciudadanía, entre política y clases trabajadoras en un mundo que cambia y no sabemos muy bien hacia dónde. Yo quisiera contribuir a este dialogo desde la realidad, intentando que esta no sea ocultada en los frondosos bosques de la retórica y, mucho menos, negada en el cotidiano quehacer del gobierno.   Por eso he querido comenzar por este “otro relato” conocido y casi siempre eludido: España es una democracia limitada, parte del dispositivo político-militar norteamericano en Europa, que no decide, desde hace años, sobre su política de seguridad y defensa; parte de la Unión Europea, que no decide, desde hace años, sobre su política monetaria, económica y fiscal. La que ya no tiene “derecho a decidir” es España. El otro lado de la contradicción es la crisis del Estado español; es decir, su cuestionamiento sustancial por dos movimientos nacionalistas que hacen del independentismo identidad y programa, en un proceso ampliado de desintegración y desarticulación espacial puesto en evidencia por las demandas de eso que se ha dado en llamar oblicuamente la “España vaciada”.

Quizás la primera cosa que habría que reivindicar es una visión crítica del pasado reciente. Venimos de una refundación y vamos hacia otra en apenas cinco años. ¿Qué se hizo mal?; ¿qué se hizo bien?; ¿dónde poner los acentos y qué instrumentos reivindicar? Además, se está gobernado: ¿algún balance?; ¿cambió la Unión Europea de paradigma? Los fondos europeos, ¿se orientan a transformar realmente el modelo productivo? ¿Este gobierno está reforzando efectivamente el Estado social, democratizando la economía, asegurando el futuro de las pensiones y poniendo freno al poder omnímodo empresarial en la relaciones colectivas e individuales del trabajo?

Las personas cuentan. Pablo Iglesias combinaba radicalidad verbal al servicio de un reformismo a ras del suelo. La agresividad cobarde de las derechas; unos medios de comunicación controlados por los poderes económicos, construyeron una figura-símbolo que concitaba grandes rechazos y significativos consensos. Decidió que había que aliarse con el PSOE de Pedro Sánchez para poder gobernar; es decir, con su principal rival electoral y, él lo sabía muy bien, con el auténtico partido del Régimen. La clave, según él, era dejar atrás a una izquierda que teme gobernar, que no está en disposición de asumir riesgos y mancharse las manos con la política de cada día; una izquierda que prefiere la comodidad de la oposición al duro quehacer para mejorar la vida de las gentes. Se aceptó como inevitable la pérdida de más de millón y medio de votos y la reducción a la mitad del grupo parlamentario. Menos fuerza social y electoral, pero más poder; las cuentas salían o lo parecía. Gobernar desde el BOE y gestionar con pericia las relaciones con los medios, esa era la política ganadora.

Había que ser realista. Negociar un programa de gobierno de verdad no era posible dadas las diferencias (reales o imaginarias) entre el PSOE y UP. La dirección de la coalición lo que hizo fue presentar una plataforma social y económica acompañada con sus mecanismos de financiación, centrando sobre ella la negociación. Los llamados “temas de Estado” nunca estuvieron en la agenda, solo declaraciones generales. Se dejaron en manos del PSOE la definición y la gestión exclusiva de todo lo referente a la política exterior, defensa y seguridad en momentos donde los cambios geopolíticos se aceleraban y, hay que subrayarlo, la crisis político-militar entre los EEUU y China se hacía presente con toda su importancia. Se aceptó que Pedro Sánchez se responsabilizara de todo lo referente a una Unión Europea obligada a diseñar nuevas políticas y se fue asumiendo la idea de que esta estaba cambiando de paradigma. Los fondos europeos eran la señal inequívoca de las nuevas orientaciones que, se decía, ponían fin a las etapas de austeridad.

Lo más sorprendente fue que nada se propusiese realmente para intentar resolver los variados problemas de la llamada “crisis territorial” más allá de las conocidas apelaciones al diálogo, a las buenas formas y a los consensos democráticos básicos. Cuestiones decisivas como democratización sustancial de la justicia, la reforma en profundidad de las administraciones públicas o de la urgente necesidad de organizar y diseñar nuevas estructuras para la gestión estatal de las políticas sociales, fueron dejadas prudentemente a un lado. La transición energética y ecológica, tema central, se asumió al modo PSOE; es decir, respetando el control del sector que tienen los grandes oligopolios. Se podía continuar. O se aceptaba este tipo de acuerdo o no habría gobierno de coalición posible. De camino, se clausuraban debates esenciales y se eludían otros: OTAN, bases militares, la Unión Europea del euro y el alineamiento férreo con los EEUU en su lucha existencial para mantener su orden y poder contra una China cada vez más fuerte, en alianza con Rusia, devenida, una vez más, en el “Imperio del mal”.

La salida de Pablo Iglesias del gobierno y, por ahora, de la política hubiese sido un buen momento para hacer un balance de los resultados de la coalición PSOE-UP. No se hizo así y lo que es peor, nombró a una “heredera” que, como era natural, hizo todo lo posible por separarse de quien le designó. ¿Qué tenemos? Un gobierno de coalición que no es capaz de dar un mensaje en positivo de cambio, una oposición hegemonizada por el discurso de la extrema derecha y un bloque que hizo posible el gobierno de Pedro Sánchez compuesto por nacionalistas e independentistas catalanes, vascos y gallegos que no acaban de sintonizar con las políticas que se promueven. En pocos días habrá elecciones en Castilla y León y parece que en primavera llegarán las andaluzas. Todo esto en un contexto presidido por la pandemia y una recuperación que arranca con menos fuerza de lo esperado y con una inflación que amenaza el crecimiento económico futuro.

La esperanza se ha ido depositando en Yolanda Díaz. Por ahora los medios la tratan bien. Su estilo reposado, dialogante y educado sintoniza con una parte significativa de la ciudadanía. Su gestión está bien valorada y sus políticas han significado, no sin una fuerte discusión, avances en determinados aspectos laborales y en mejoras económicas. Desde fuera se tiene la impresión que hay una complicidad personal fuerte entre ella y Pedro Sánchez que periódicamente tiene que ser renovada ante los conflictos recurrentes en el gobierno. El debate sobre la reforma laboral sigue abierto. Aquí, como en otros temas, los grandes calificativos acaban por oscurecer los avances reales. Más allá de las palabras, ¿se ha conseguido derogar la reforma laboral del PP? A mi juicio, no. ¿Los avances son positivos? Sí. Entre otras cosas porque la reforma laboral del PP estaba relacionada íntimamente con la reforma previa del PSOE. Queda por ver si la “reforma de la (contra)reforma” produce o no el fortalecimiento del poder contractual de las clases trabajadoras que siempre fue la clave de la negociación. De ello depende la mejora de los salarios, el fortalecimiento del sindicalismo y la estabilidad en el empleo. Veremos.

No me equivoco mucho, creo, si afirmo que el proyecto de la vicepresidenta segunda del gobierno tiene un carácter fundacional; es decir, pretende abrir una página nueva más allá de lo que hoy es Unidas Podemos. No habría que dejarse confundir: todo proyecto nuevo, en cierto sentido, es transversal ya que pretende ir más allá de los alineamientos políticos establecidos y crear un mapa electoral sustancialmente diferente al actual. La palabra clave es autonomía: político-programática frente al PSOE y estratégico-organizativa frente a los partidos políticos que componen Unidas Podemos. Esta última cuestión no será fácil. Sin las organizaciones que componen Unidas Podemos no es posible construir algo nuevo; con ellos puede haber dificultades. La clave es gobernar el proceso, crear dispositivos que amplíen las alianzas, que sumen colectivos sociales, personas independientes, cuadros y militantes.

Habría que aprender de errores pasados. La forma dominante actual de hacer política no creo que pueda servir para construir una fuerza alternativa de la izquierda. Lo normal hoy es que una fuerte personalidad política se reúna con un grupo de notables y se relacione con la población a través de los medios de comunicación. Luego viene la construcción de un grupo parlamentario homogéneo y, desde ahí, disputar el gobierno. Esto no ha funcionado ni creo que funcione en el futuro, insisto, para una fuerza que pretende ser alternativa; es decir, comprometida con la defensa de los derechos sociales, la democracia económica, el fortalecimiento del poder de las clases trabajadoras y la defensa intransigente de la soberanía popular.

No se debería confundir a una ciudadanía cansada de engaños y falsas promesas. Una cosa es construir una fuerza alternativa de la izquierda y otra, digamos que diferente, un partido bisagra aliado estratégico del PSOE y con la misión de hacerlo girar a la izquierda. Para esto no haría falta construir algo nuevo; basta con tirar con lo que hay, potenciar la imagen de la vicepresidenta y fomentar relaciones públicas ampliadas y desarrolladas. Para una fuerza alternativa con voluntad de mayoría y de gobierno, la esperanza tiene que ser organizada, convertida en compromiso político, sólidamente enraizada en el territorio, en los lugares donde se trasforma el sentido común y se potencia imaginarios críticos y rebeldes. La condición previa es la POLÍTICA entendida como proyecto de país, con mayúsculas y a lo grande.

Una propuesta nada modesta

Tres conceptos: proceso, consenso y programa en sentido fuerte. Repito lo ya dicho, una fuerza alternativa de la izquierda no se puede construir con las mismas formas y métodos que las de derechas. Hace falta dispositivos políticos que fomenten la (auto) organización, la pertenencia y la identidad. Los viejos partidos de integración de masas tienen que ser reformulados, adaptados a un tipo de sociedad que ha cambiado radicalmente para cumplir un papel imprescindible: crear poderes sociales, movilizar a la población y organizar la participación política.

Proceso para ir de menos a más, consenso en torno a los métodos organizativos y programa como construcción de un proyecto de país. Lo primero, definir una dirección política del proceso. No quiero entrar en temas delicados. Hace falta un núcleo político-organizativo que dirija el proceso, que tome decisiones y que promueva la idea de equipo, de colectivo dirigente. Se es grande cuando se cabalga a hombros de gigantes. Lo segundo, preparar a fondo una conferencia que apruebe un manifiesto-político dirigido al país y, lo tercero, ir a una constituyente para una nueva formación política.

Me quiero centrar en el tipo de conferencia política. El objetivo es aprobar un manifiesto que exprese un análisis veraz de las grandes transformaciones en curso y un conjunto de ideas-fuerza que promuevan un imaginario alternativo que dé cuenta de un proyecto de país. Lo normal sería un decálogo claro, preciso, transformador que impulse el debate público, el compromiso político y la organización. Programa, sujeto y organización están muy unidos. El método podría ser en dos fases: una conferencia que aprobara un borrador de manifiesto político; este sería discutido territorial y sectorialmente en un debate público lo más amplio posible que podría durar tres o cuatro meses. En la segunda fase se aprobaría y se convertiría en la base del programa de una nueva fórmula electoral.

Este manifiesto político tendría que definirse y decidir sobre algunas cuestiones fundamentales mal resueltas en Unidas Podemos y que fundamentarían una propuesta autónoma formulada en positivo. Estas deberían ser las siguientes: a) posición sobre los cambios geopolíticos y caracterización del orden multipolar en gestación. b) Plantearse con rigor una política de defensa y seguridad que supere a la OTAN y que consolide una política internacional al margen de la dependencia de EEUU. c) Caracterización de la UE, de su política económica centrada en el euro; su relación con la soberanía popular y el constitucionalismo social. d) Definición de lo que se entiende aquí y ahora por Estado federal en el marco de una propuesta constituyente. e) La democracia económica como consolidación y ampliación del Estado social, como democratización de los poderes económicos y revitalización el poder de las clases trabajadoras.

Se podría continuar. Esta (in)modesta proposición trata de propiciar el debate y la polémica. No acepta que la conversación con los ciudadanos sea solo a través de los medios de comunicación y eludiendo los debates básicos. Hay que aprender de las derechas y de las derechas extremas. Esperanza Aguirre, la señora Ayuso y el señor Abascal hacen de lo que ellos llaman el debate cultural, el núcleo duro. Cada día hablan más de ideología, proyecto, programa. La respuesta usual de la izquierda es eludir la ideología y centrarse en las medidas concretas; es decir, oponen tecnocracia a la política. Esta estrategia es perdedora, les deja la iniciativa a las derechas, sitúan a la izquierda a la defensiva y se entra en el territorio de la post verdad. La clave es la de siempre: ideas, proyecto que suscite compromiso político y que promueva la organización y la movilización social.

Madrid, 29 de enero de 2022

Manolo Monereo es analista político y exdiputado de Unidas Podemos.

Editorial: Yolanda Díaz: ¿Laborismo español?

Hace algunas semanas, a través de una tribuna publicada en El País, Daniel Bernabé lanzó la envoltura ideológico-programatica que, según él,  ha de tener el proyecto político que está construyendo y va a liderar Yolanda Díaz. Las aspiraciones y características de ese proyecto han aparecido en medios diversos y con diferentes perspectivas, con firmas como las de Manolo Monereo, Esteban Hernández o Pedro Vallín.

En su artículo, Bernabé etiqueta ese proyecto como “laborismo” y hace una analogía con el laborismo inglés de la segunda posguerra mundial, con una alusión a la película de Ken Loach El espíritu del 45 para mentar un supuesto “espíritu de 2020”. Hace también una alusión al PCE como la organización política (junto a los sindicatos UGT y CCOO, sobre todo estos últimos) que debe ser la columna vertebral organizativa de este “laborismo”. De paso, rescata el eurocomunismo de los años setenta para salvar lo que él denomina “realismo reformista”, el cual, a su juicio, debe caracterizar al PCE actual como gran apoyo del proyecto de Díaz.

La analogía entre los “espíritus” de 1945 y 2020

Bernabé quiere mostrar que ahora, como entonces, estamos en una coyuntura parteaguas, en donde un orden estaría mutando a otro siendo la pandemia de la Covid-19 una oportunidad para que la clase trabajadora, con sus necesidades materiales, vuelva al centro de la agenda al tiempo que el Estado se refuerza frente al mercado. Todo ello, elaborado sobre la analogía de la experiencia británica tras la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazi-fascismo, que fue la espoleta para el triunfo laborista de 1945.

A nuestro juicio, las diferencia entre los dos momentos espacio-temporales se nos antojan muy grandes. Primero, porque el Reino Unido que salía de la guerra necesitaba una reconstrucción económica fruto de los destrozos mucho más grandes que los que tiene España con la pandemia; durante la guerra hubo un gobierno de coalición entre conservadores y laboristas que preparó el camino de las políticas que Attlee desarrolló durante su mandato y que fueron mantenidas por los conservadores hasta la irrupción de Margaret Thatcher. En España, la polarización política ha aumentado y se ha multiplicado. El patriotismo generalizado y transversal fruto de la guerra y de las necesidades de reconstrucción después de la misma en la Gran Bretaña del 45 no se ven en una España donde los nacionalismos periféricos cada vez aprietan más frente a una izquierda que, desde el gobierno, cede ante ellos por necesidad, oportunismo o convicción, y una derecha que patrimonializa la bandera y la nación española ante la dejadez y el abandono de las mismas por la izquierda. Por último, y no menor, el Reino Unido del 45 no solo no tenía una UE que le dictaba y limitaba el camino, sino que tenía en las limes de la Europa Oriental los tanques soviéticos, que posiblemente hicieron más por la aparición del “espíritu del 45” (o del Plan Marshall, etc.) que cualquier otra cosa.

Eso sí, para nosotros sí hay otra analogía entre el “espíritu del 45” y el “espíritu de 2020”, y también entre el “tradeunionismo” (que diría Lenin) del laborismo inglés y el supuesto “laborismo” yolandista, algo de lo que hablaremos más adelante. Ahora vamos con el “realismo reformista”.

“Realismo reformista”, eurocomunismo, y el PCE

El “realismo reformista” del PCE tiene su origen en un debate crucial a mediados de los sesenta entre Fernando Claudín y Santiago Carrillo. En esa polémica, Claudín, de una manera realista y marxista, analiza acertadamente el desarrollismo franquista como un exitoso proceso de acumulación capitalista y desarrollo de las fuerzas productivas, el cual estaba poniendo a España en la senda de las estructuras económicas y sociales de los demás países capitalistas occidentales. La diferencia estaba únicamente en la estructura política-jurídica-ideológica dictatorial franquista respecto a aquellas de las democracias liberales. Claudín, también acertadamente, veía que una parte del régimen tendería a cambiar esa estructura política-jurídica-ideológica hacía la democracia liberal, y que el papel “realista reformista” del PCE debría ser, en ausencia de alternativa real, el de pactar ese cambio desde una posición de fuerza. Podríamos recurrir aquí a la noción gramsciana de “revolución pasiva” para explicar la paradoja a la que se enfrentaba la organización. El PCE podría participar en ella con la finalidad de asegurar que los cambios políticos derivaran en la instalación de una democracia para así, después, siguiendo la estela del PCI en Italia, acumular fuerzas para participar en la “guerra de posiciones” de cara a una posible siguiente fase, en la que ahí sí se pudiera poner el socialismo encima de la mesa o pasar a una “guerra de movimientos”.

Claudín fue expulsado, pero su tesis realista-reformista fue la que Carrillo y el PCE adoptaron bajo la etiqueta de “eurocomunismo” en los años setenta y en la transición. Pero eso sí, sin llegar a un escenario italiano y, por lo tanto, sin un PCE potente acumulando fuerzas para cuando se dieran condiciones, pasados los años, para ir hacía el socialismo. No, lo que vino fue, y es, el “régimen del 78”.

Pero cuidado, ese “realismo reformista” eurocomunista de Claudín y Carrillo (a la izquierda y a la derecha, respectivamente, aunque con el tiempo ambos convergieron en los alrededores, o ya dentro, del PSOE) era un proyecto en construcción de un marxismo y un socialismo sui géneris (no era una socialdemocracia disfrazada) con una nueva clase emergente como sustento. Paradójicamente, ese socialismo terminó desarrollándose en Oriente y por medios políticos diametralmente opuestos a los que defendía el eurocomunismo en Europa (quizás precisamente por eso). Así, al igual que el eurocomunismo a la inglesa fue el canto del cisne del laborismo como prólogo a Thatcher, el eurocomunismo continental, el programa común francés o hasta los fondos de asalariados suecos fueron, todos ellos, el canto del cisne de las izquierdas socialdemócratas y comunistas en un punto de inflexión.

“Espíritu de 2020”, “realismo reformista” y “laborismo español” yolandista

Para la economista neoschumpeteriana Carlota Pérez, el capitalismo se desarrolla en sucesivas revoluciones tecnológicas con fases descendentes y ascendentes (muy similares a las de Kondratieff) de “destrucción creativa” y “construcción creativa”, respectivamente, con un turning point en medio de ambas que sería una suerte de Rubicón en donde se define la correlación de fuerzas que va a construir un “entorno socio-institucional” que llevará a una nueva “edad de oro” y a un nuevo “paradigma tecnoeconómico”. El “espíritu del 45”, y, más allá, todo el consenso socialdemócrata y democristiano fue el entorno “socio-institucional” que llevó a la “edad del oro” del “paradigma tecnoeconómico” del keynesianismo-fordismo en Occidente. Ahora (y desde el 2002-2003) estamos en un nuevo turning point, en donde la Covid-19 y sus efectos a todos los niveles (económicos, políticos y geopolíticos) podría llevarnos a un “espíritu de 2020” y un nuevo consenso, fruto de una nueva correlación de fuerzas hacia una nueva “edad de oro”. Biden en Estados Unidos, los fondos Next Generation en la Unión Europea, la nueva coalición “semáforo” en Alemania… podrían abrir un nuevo “entorno socio-institucional” para una nueva fase de acumulación capitalista adaptada a, y desarrolladora de, las nuevas fuerzas productivas. Eso podría ser el “Estado emprendedor” de la también neoschumpeteriana Mazzucato y el “Estado inversor social”, basado en unas políticas sociales activas keynesianas de la oferta (no pasivas y de la demanda) o predistributivas (y no redistributivas).

Ese es el ambiente en el que entra el “laborismo” yolandista, un “estado emprendedor” fomentado por los PERTE de los fondos europeos y un “Estado inversor social”, del que ya podemos ver la patita en lo que posiblemente será la flexisegura reforma laboral u otras políticas y leyes flexiseguras, que como la anterior vienen muy marcadas por las condicionalidades de los fondos europeos. Es decir, lo que desde La Casamata alcanzamos a ver es un “laborismo” yolandista que, como mucho, estaría ligeramente más a la izquierda del sanchismo como proyecto ideológico-programático, en un tradeunionismo que responda a una conciencia de clase básica que busca un reformismo realista (explicitado perfectamente en estas declaraciones del secretario general del PCE) dentro de los límites del capitalismo en su posible nueva cara.

Conciencias de clase básicas tradeunionistas, las de una base social que, como mucho, sería la compuesta por los laboratores de la clase obrera del radio de influencia (afiliados y simpatizantes) de lo que queda de industria, las administraciones públicas y las grandes empresas privadas de los dos grandes sindicatos (UGT y CCOO) junto a los laboratores más juveniles y precarizados, carne estos de OPE (oferta pública de empleo) y pertenecientes a la fracción sociocultural de la clase profesional y directiva asalariada (profesorado, periodistas, artistas y, en general, licenciados de humanidades y ciencias sociales) e, incluso, una parte de los laboratores precarizados y no sindicalizados del proletariado de servicios (hostelería, comercio, trabajadoras del hogar, limpieza, riders y conductores de VTC) que mejoren algo su situación con las leyes y acción del Ministerio de Trabajo. Una coalición de clases como base social que, si Yolanda Diaz consigue llegar a formar ese frente transversal, a lo Manuela Carmena o el primer Podemos errejoniano, o el también errejoniano Más Madrid, podría llevarla, quizás, a tener un éxito electoral similar al que han tenido todos esos ejemplos, y siempre en detrimento del PSOE, aunque también puede quedarse como mínimo a medio camino en construir esa coalición de clases y simplemente mantener, con quizás alguna mejora, los resultados electorales de la Unidas Podemos de 2019.

Volviendo a la polémica Claudin-Carrillo y el “reformismo realista”, podríamos concluir que si, Claudín primero y Carrillo después, proponían una estrategia defensiva o de “guerra de posiciones” hacía una “revolución pasiva” en una primera fase para, pasado el tiempo, y con mejor correlación de fuerzas y condiciones objetivas, ir hacía una estrategia ofensiva o “guerra de movimiento” hacía el socialismo… el “laborismo” yolandista sería, como mucho, una estrategia defensiva que no llegaría ni a “guerra de posiciones”. Una nueva iniciativa que se limitaría a ubicarse ligeramente a la izquierda del socio-liberalismo en el eje material (claramente a la derecha de la socialdemocracia “tradeunionista” del laborismo inglés del “espíritu del 45” y, también, claramente a la derecha del eurocomunismo setentero) y totalmente dentro de la diversidad identitaria, de perfil posmoprogre en el eje cultural. Hablamos de una estrategia adaptativa, sin objetivos maximos, solo mínimos, al nuevo posible consenso o “entorno socio-institucional” o “revolución pasiva” para lanzar una nueva fase de acumulación capitalista en Occidente: la de un capitalismo semáforo (22) a la española. Todo ello empaquetado, eso sí, con el envoltorio de los giros históricos a los que nos tienen acostumbrados los dirigentes de la nueva política.

Editorial: El derogador que derogue buen derogador será

Althusser decía que el materialismo era no contarse cuentos. La Casamata tiene como subtítulo Arma de la crítica, una crítica materialista a los cuentos, mitos, ideas-fuerza que, al modo de la caverna de Platón, se proyectan como imágenes invertidas de la realidad. Uno de esos cuentos que en las últimas semanas nos bombardean desde nuestra particular caverna platónica (tertulias, prensa, redes, etc…) es el de la “derogación” de la reforma laboral del 2012.

El acuerdo de gobierno de coalición anunciaba la derogación de la reforma laboral del 2012. Leyendo ese acuerdo se veía rápidamente que no era así. En el último congreso del PSOE, Pedro Sánchez también anunció que se iba a derogar la reforma laboral hasta que unas semanas después hablo de “actualizar”. La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, también habló de derogar hasta que en declaraciones televisivas dijo que “no era técnicamente posible”, todo ello pocas horas después de haberse firmado un pacto en el Gobierno de coalición en donde se volvía decir que se derogaba la reforma laboral.

Pero ese acuerdo que, al parecer, cerraba las supuestas desavenencias en el gobierno de coalición, en realidad volvía al punto cero del acuerdo de coalición en donde también hablaban sobre derogar y en realidad sólo era las llamadas “partes lesivas” de la reforma laboral del 2012, como la prevalencia del convenio de empresa sobre el sectorial o la anulación de la ultraactividad de los convenios (aunque de facto los llamados “agentes sociales”, patronal y sindicatos, han ido acordando y aplicando esa derogación medio pensionista en puntos “lesivos” como esos y desde hace años).

A estas alturas de la película es fácil ver que el juego con el verbo “derogar” ha sido, es y será un arma retórica cuenta cuentos, un juego del escondite, un vende humos entre los dos socios de coalición de cara a futuras elecciones generales, pero en la realidad asistiremos a un cambio en determinadas partes de la reforma laboral del 2012 (la del 2010 de ZP ya ni se nombra aunque abre el camino para la del 2012, y eso por no seguir marcha atrás hasta los años ochenta con Felipe González) que superen los vetos y exigencias de la UE por un lado y de la CEOE por otro.

Todo esto podemos empezar a resumirlo en “flexiseguridad a la española” resumida en dos puntos: la simplificación de los contratos sin llegar al único (unos tres), y una limitación de la temporalidad a la carta de cada sector económico. Una flexiseguridad adaptada a nuestro modelo productivo de bajo valor añadido y baja productividad, una flexiseguridad pues con muchos fijos discontinuos y despido barato (la ministra de Trabajo ha dejado claro que esa sigue siendo una parte al parecer “no lesiva” de la reforma laboral de 2012 que se va a quedar intacta).

Queremos detenernos en este punto del llamado “modelo productivo”. La flexiseguridad o la simplificación de contratos incluso llegando al “contrato único” no es algo necesariamente malo. La clave está en la estructura económica que moldea eso. Con la estructura económica actual en España, la flexiseguridad es sinónimo de más de lo mismo pero recubierto con papel de celofán. Con otra estructura económica, una con un Estado más protagonista y realmente “emprendedor” (es decir, con un gran sector público empresarial en sectores estratégicos, competitivo y productivo, que busque y arroje beneficios), con un sector privado capitalista con un peso de industrias hightech, de servicios de alto valor añadido, de posibilidad real de la aparición de “burgueses emprendedores schumpeterianos”, la flexiseguridad y la simplificación de contratos llegando incluso al “contrato único” no serían una precariedad generalizada aún con papel de celofán, sino lo contrario. Para qué hablar sobre que, además de fomentar o recuperar convenios sectoriales (y si son nacionales más que regionales o provinciales, mejor) sobre los de empresa, en esa otra estructura económica se diera la posibilidad de que la fuerza de trabajo asalariada pudiera llegar a decidir junto a los propietarios de los medios de producción (ya sea el Estado o la empresa privada capitalista) sobre la plusvalía que esa fuerza de trabajo asalariada produce y, por lo tanto, no sólo sea el reparto de rentas (salarios y beneficios) o las condiciones de trabajo, sino el qué, cómo y dónde se invierte el excedente por ellos producido.

Pero esa estructura económica ni está ni se espera en nuestro país, entre otras cosas, porque esa estructura económica presupone una jerarquía de relaciones de producción (y, así, de modos de producción) y por lo tanto una correlación de fuerzas a lo interno y a lo externo que el actual Gobierno de coalición ni se plantea, ni busca, ni quiere por ninguna de sus dos partes.

Esta “derogación” medio pensionista que se nos viene encima, junto al uso que se va a dar a los fondos europeos y las “reformas” que van con ellos, llevan, como mucho, a la versión española del “capitalismo semáforo”. Es decir, el papel que para España está asignado en el IV Reich o UE; es decir, lo de los últimos 40 años pero, como hemos dicho, con parches multicolor y mucho papel celofán.