Algunas consideraciones sobre Estados Unidos y la reconfiguración del sistema mundial

Un cambio de época

En su contribución al estudio Panorama Estratégico 2023, que publica el Instituto Español de Estudios Estratégicos, Emilio Lamo de Espinosa subraya que estamos asistiendo a una transformación que no tiene parangón desde la Revolución Industrial y que, comparada con ésta, presenta mayor extensión, más profundidad y ritmo más veloz. Según Lamo de Espinosa, la Revolución Industrial se habría focalizado principalmente en el área noratlántica, en lo que respecta a las transformaciones antropológicas más sustanciales, la creación de centros de producción tecno-industrial. Aunque hay que puntualizar que el capitalismo habría creado un sistema mundial interconectado por mediación de los circuitos mercantiles y de la conquista y dominación colonial, cuyas estructuras dependían de la primacía occidental.

Ahora, estaríamos asistiendo a un proceso de alcance verdaderamente mundial, por el crecimiento sin parangón de China e India, pero también de algunos países africanos. Estaría afectando a las instituciones sociales y a las formas de vida, con un crecimiento sostenido de mega urbes que ha hecho que, en 2007, por primera vez en la historia, la población urbana superase a la población rural, previéndose por parte de Naciones Unidas que, hacia 2050, el 70% de la población mundial vivirá en grandes urbes. Ello arrastrará, presumiblemente, una convergencia de hábitos y estructuras sociales.

Si la propia Revolución Industrial y la producción capitalista ya crearon un mundo dominado por una pulsión constante de cambio y dinamismo, la velocidad de las transformaciones se vuelve cada vez mayor. Para Lamo de Espinosa, entre toda la panoplia de factores a considerar, habría dos fundamentales: la divergencia demográfica del Este con el Oeste, y la convergencia tecnológica. Se estima que la población mundial superará los 9.000 millones en 2050 y la gran mayoría de esa población no es occidental. Pero, además, los países occidentales han perdido el monopolio tecnocientífico e incluso se han desprendido de buena parte de su tejido productivo e industrial, convirtiéndose en sociedades dependientes, como quedó patente durante la pandemia del coronavirus, cuando los países europeos tuvieron que importar de Asia productos sanitarios básicos. Se trata de una contradicción paradójica, engendrada por los intereses de los poderes económicos y financieros que auspiciaron la globalización neoliberal, propiciando que los gobiernos de EEUU y los países de la UE se aplicasen en desarrollar políticas que socavaron su primacía geopolítica, económica y tecnológica.

 

Sobre la Trampa de Tucídides

El politólogo estadounidense Graham T. Allison enunció en un artículo para el Financial Times en 2012, que luego desarrollaría en su ensayo de 2017, Destined for War, una tesis histórica que denominó Trampa de Tucídides. El nombre hace alusión al autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso y, en concreto, a una reflexión con la que arranca esa obra, según la cual fue el ascenso de Atenas y el temor que infundió a Esparta lo que habría ocasionado aquella guerra de la Antigüedad.

En virtud de la Trampa de Tucídides, cuando una potencia emergente desafía el estatus, el poder económico y militar, y disputa las áreas de influencia de una potencia ya consolidada, o que da muestras de decadencia, se produce una tendencia hacia la guerra abierta.

La tendencia hacia el conflicto puede articularse a través de paulatinas reorganizaciones de la hegemonía, que van definiéndose en diferentes ámbitos, desde el diplomático al tecnológico, económico y militar. Puede que la potencia en decadencia retenga su hegemonía y sea capaz de anular o contener el ascenso de su rival; puede que la nueva potencia resulte triunfadora, desplazando o acogotando a su antagonista; puede que se logre una nueva distribución de las áreas de influencia, las redes de supremacía y dependencia por una vía más o menos pacífica, o desplazándose los conflictos bélicos a las periferias de las grandes potencias. O puede, también, como ocurrió con Atenas y Esparta, que ambas se enzarcen en una guerra, más o menos prolongada, que precipite el languidecimiento de los contendientes.

Allison estudia diferentes casos históricos, como la pugna entre España y Portugal en el siglo XV, entre Inglaterra y EEUU a finales del siglo XIX y la propia Guerra Fría. Observa que la guerra no siempre es inevitable y que entran en juego parámetros subjetivos e ideológicos, además de los puramente económicos y geoestratégicos.

Ahora estaríamos adentrándonos en la Segunda Guerra Fría, denominación que va cuajando entre los analistas políticos para referirse al choque entre EEUU y China ¿Culminará con un enfrentamiento armado o se canalizará por vías diplomáticas? ¿Cómo se reposicionarán los diferentes actores políticos de segundo nivel? ¿Creará la tensión creciente un nuevo sistema de gobernanza internacional, acaso actualizando el entramado de Naciones Unidas o estimulando nuevos instrumentos multilaterales o bilaterales?

Es habitual que el pretendido Realismo Político se abone a lecturas mecanicistas que atienden a los intereses materiales de los estados, de las élites económicas y políticas, y de los diversos grupos sociales, en conjunción con aspectos geopolíticos, como los factores que actúan por detrás de los procesos históricos y de los conflictos, pero desdeñan el peso de la ideología, las cosmovisiones, el tejido jurídico administrativo de las sociedades, las particularidades culturales y las corrientes de pensamiento en que se inscriban las poblaciones, los grandes decisores políticos o las propias élites.  Ahora bien, si las relaciones sociales y los condicionantes materiales actúan efectivamente como el marco en el que los sujetos y actores políticos desarrollan la Historia, y ciertamente las voluntades humanas no pueden sustraerse a su corsé, los condicionantes materiales de la economía, la producción, y todas las contradicciones que se engendran en la vida material no pueden operar sino es a través de las categorías, conceptos y sistemas de pensamiento que vertebran la comprensión de la realidad. La superestructura, como ya había advertido Marx en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, aporta las instancias políticas, jurídicas, institucionales e ideológicas por mediación de las cuales las contradicciones del “ser social” se les hacen patentes a los sujetos, permitiéndoles cobrar conciencia de las mismas.

La evolución de los acontecimientos, incluyendo la posibilidad misma de la guerra entre China y EEUU, no se rige por un destino inexorable, sino que está sujeta a una pluralidad de factores causales, incluyendo elementos subjetivos, que pueden interaccionar de formas diversas y sólo parcialmente predecibles.

 

Las fases del sistema internacional tras la disolución de la URSS

Esther Barbé, en su manual Relaciones Internacionales (capítulo VI. “La sociedad internacional desde el final de la Guerra Fría: constitución, transición y contestación del orden internacional”), ha dibujado el cuadro de la evolución del Sistema Internacional y del desarrollo de la hegemonía estadounidense en las últimas décadas. Para ello, ha considerado la interacción, entre las redes de poder y dependencia, las instituciones internacionales y transnacionales, y las ideologías de los diferentes actores. El entrelazamiento dialéctico de estos tres factores, muchas veces conflictivo, y sus mutaciones respectivas permitiría diferenciar tres periodos en la evolución del Sistema Internacional tras la Guerra Fría.

Tras el colapso de la URSS, entre 1989 y 2001 se iría configurando un Orden Internacional unipolar, marcado por la hegemonía absoluta de EEUU. Washington pudo hacer valer esta posición hegemonizando el Consejo de Seguridad y otras estructuras de las Naciones Unidas, concitando en torno suyo amplias coaliciones de países para proteger sus intereses geoestratégicos o promover tratados y regulaciones favorables. Ejemplos de esto serían la intervención en la Guerra del Golfo de 1991, bajo mandato de Naciones Unidades, o la intervención en la Guerra de los Balcanes. George Bush senior verbalizaría esta capacidad hegemónica afirmando que EEUU había superado el Síndrome de Vietnam.

En el plano de las instituciones internacionales, iría cuajando un internacionalismo liberal que daría lugar a una efervescencia normativa que habría desbordado ocasionalmente las propias directrices estadounidenses. Las normas que pretendían regular las relaciones entre los estados se volvieron más densas, definiéndose protocolos contra el Cambio Climático (Protocolo de Kioto), justicia internacional a través de la Corte Penal Internacional o convenciones contra la proliferación de armas químicas y minas antipersonas.

La dimensión ideológica instauraría la idea, al menos a nivel retórico, de que los estados deben subordinar su soberanía al cumplimiento de los Derechos Humanos, pero también a directrices económicas. Se iría perfilando el Consenso de Washington, ampliando a escala global la ofensiva ideológica ultraliberal de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Fundaciones, académicos, medios de comunicación y otros agentes ideológicos se afanaron en instalar la idea de que el mercado auto-regulado es el asignador eficiente de recursos y que la privatización de los servicios públicos, la contención de las deudas públicas, la flexibilización de los derechos laborales y el recorte del Estado Social eran la clave para el desarrollo económico y el progreso.
Bajo el impulso estadounidense, la Globalización Neoliberal, la deslocalización de los centros productivos desde los países occidentales hacia áreas con menores costes laborales y menores regulaciones medioambientales, unida a los recortes, privatizaciones y a la financiarización de la economía, se iría implementando.

La segunda fase identificada por Barbé iría de 2001 a 2008. Dos hechos la marcarían. De una parte, los atentados yihadistas del 11s de 2001 darían pie a acciones unilaterales del gobierno de George Bush junior, en contraste con el ropaje multilateralista del periodo Clinton. La intervención militar en Irak, que tanta contestación tuvo en España y donde resultó obvio que la lucha contra el yihadismo o inutilizar las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein eran una pantalla para controlar los recursos petrolíferos de la zona, sería el ejemplo por antonomasia.

Por otro lado, en 2001 tuvo lugar la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio. Se suponía que China, que había pasado a ser la gran fábrica del mundo merced a los procesos de deslocalización, iría mutando, abandonando su carácter socialista y su sistema político dominado por el PCCH, para convertirse un estado más del orden liberal. La convergencia económica en el marco de una economía globalizada iría abatiendo la gran muralla doctrinal y política del sistema chino. La convergencia económica arrastraría a una convergencia en las formas y valores del estado demo-liberal. Eso se creía. Sin embargo, China fue capaz de administrar su inclusión en ese entramado liberal internacional y proseguir con su modelo de economía planificada y subordinada a directrices estatales, combinada con aspectos de libre mercado, al tiempo que se iba convirtiendo en una potencia científica y tecnológica de primer nivel.

Las instituciones de la gobernanza neoliberal seguían siendo promocionadas a diferentes niveles, pero la acción unilateral de la potencia hegemónica y la reticencia creciente de los ideólogos y élites políticas estadounidenses ante el auge de China comenzaban a precipitar al sistema internacional a la siguiente fase.

La última fase definida por Barbé habría empezado en 2008, con la crisis que se desató con la quiebra de Lehman Brothers y el estallido de la burbuja inmobiliaria, y llegaría hasta la actualidad, pasando por las administraciones de Obama, Trump y la actual presidencia de Biden.

El orden internacional se ha tornado una disputa entre China y EEUU por sus espacios de poder e influencia, al tiempo que otras potencias regionales y emergentes tratan de consolidar sus intereses estratégicos. India, Brasil, Turquía o Sudáfrica, por su parte, contienen un gran potencial demográfico y económico. La UE, sin embargo, si bien sigue siendo una gran área económica, pierde peso, carece de cohesión por el conflicto de intereses entre sus miembros; se debate entre la sujeción a EEUU y buscar una autonomía diplomática y estratégica, y tiene a la demografía en contra.

 

Las administraciones estadounidenses ante los desafíos del presente

Se suelen subrayar las diferencias entre las administraciones demócratas y republicanas en EEUU. Mientras que en la época de Obama se buscó recuperar la acción multilateral, concitando apoyos internacionales para hacer valer los proyectos estadounidenses, conduciéndose casi siempre bajo la apariencia de salvaguardar las instituciones de Naciones Unidas y marcando distancias con las actuaciones unilaterales de la era Bush, Trump abogó por confrontar con la ideología globalista, planteando un retraimiento respecto de las instituciones internacionales e incluso declarando la obsolescencia de la OTAN. Ello recordaba a las posiciones aislacionistas que se habían opuesto a la participación de EEUU en la I y en la II Guerra Mundial. Se les reprochaba a los países de la Europa Occidental haberle endosado sus gastos de defensa a EEUU, y se los instaba a corresponsabilizarse e incrementar su inversión militar.

Trump se perfiló como aspirante a la presidencia cargando contra la élite política tradicional, presentándose como un hombre hecho a sí mismo, ajeno a los gerifaltes al uso del partido Republicano. Esa clase política tradicional es la que habría propiciado el auge de China y el eclipse de la supremacía estadounidense y occidental, al impulsar la desindustrialización y las deslocalizaciones, destruyendo el tejido económico, desprotegiendo a los productores americanos y condenando al desempleo y a la precarización a las clases trabajadoras. Pero, aunque este diagnóstico pueda parecer atinado en este punto, se conjuga con una demonización de la inmigración (a la que se acusa de ser el instrumento de una sustitución étnica), un ataque a los derechos civiles, ultraconservadurismo y negacionismo del cambio climático y los problemas medioambientales inherentes a la producción capitalista.

El trumpismo, al igual que la retórica de las nuevas derechas populistas, denuesta los elementos de la democracia representativa y los sistemas constitucionales, al tiempo que denuncia las imposiciones de una pretendida élite globalista. En la conceptuación del globalismo que se hace desde el trumpismo y sus epígonos, las ideas progresistas, las evidencias científicas sobre el cambio climático y los protocolos para paliarlo son identificadas con una agenda oculta de una élite mundial que pretendería derruir el poder occidental, debilitando su estructura productiva y desnaturalizando su cultura y sus tradiciones.

Biden anunció su intención de dar carpetazo a los planteamientos trumpianos proclamando, en su primer discurso como presidente electo, en el Queen Theatre de Wilmington, en Delaware, el 24 de noviembre de 2020, que EEUU estaba de regreso. El nacionalismo unilateralista de su antecesor sería sustituido por el multilateralismo y se regresaría a los acuerdos sobre el cambio climático.

Sin embargo, por debajo de las diferencias apreciables entre las diversas administraciones estadounidenses, hay puntos de continuidad que vienen dados por los condicionantes geopolíticos. Y es que la decadencia del poder de EEUU, el temor al auge chino y el intento de contenerlo se plasmaron, ya en la época de Obama, en el desplazamiento de los recursos militares y la atención hacia el área indo-pacífica.

En esa clave puede leerse el acuerdo AUKUS (Australia, United Kingdom y United States), anunciado en septiembre de 2021. Este tratado le da acceso a Australia a tecnología avanzada de defensa, que le permitirá dotarse de submarinos de propulsión nuclear, en el marco de un acuerdo de cooperación en seguridad y defensa que militariza la relación con China en la región. También tiene una importante dimensión económica, al suponer contratos cuantiosos para la industria armamentística estadounidense.

Este acuerdo supuso un desaire a Francia, dado que Australia canceló un contrato de fabricación de submarinos convencionales con el país galo. Ello revela que la Administración Biden considera a los países europeos socios menos confiables y de segundo nivel respecto al núcleo duro anglosajón; pero, sobre todo, que prioriza la estrategia de contención de China por encima del ascendiente sobre los principales países de la UE. También cabe suponer que los estrategas estadounidenses tienen presente la involucración comercial de los grandes países de la UE con China, de tal manera que su sujeción a las directrices estadounidenses puede verse comprometida por sus propios intereses. Y en esta cuestión, uno de los ejes fundamentales de la política exterior, vemos que la presidencia de Biden sigue un curso de acción similar al de Trump.

Finalmente, hay que referirse a la Guerra de Ucrania, que comenzaría como tal con la invasión rusa del 24 de febrero de 2022, tras años de tensiones que se retrotraen a los disturbios del Euromaidán, suscitados por la suspensión de la firma de los acuerdos de anexión Ucrania a la UE.

La invasión rusa ha supuesto una revitalización de la OTAN, con el ingreso de Finlandia y con EEUU impulsando sanciones económicas. Se organizan envíos de armas, apoyo militar y respaldo diplomático al ejército ucraniano. EEUU ha presionado para que Alemania prescinda del gas y el petróleo rusos. Cabe recordar en este punto el sabotaje del gasoducto Nordstream; según la información publicada por el premio Pulitzer Seymour Hersh, habrían sido buzos de la armada estadounidense, durante unas maniobras de la OTAN, quienes instalaron artefactos explosivos que, posteriormente, el 26 de septiembre de 2022, serían detonados por la marina noruega utilizando una boya hidroacústica.

Con la guerra ahora enquistada, y los países de la Europa del Este pidiendo más implicación y dureza en el conflicto, existe el peligro constante de una escalada e incluso del uso de armamento nuclear.

Rafael Poch, en su opúsculo la Invasión de Ucrania, nos recuerda que tras la disolución del Pacto de Varsovia y la caída del Telón de Acero, EEUU bloqueó la construcción de una seguridad europea integrada y de los planteamientos de distensión. En la Cumbre de la OTAN en Roma, 1991, los documentos manifestaban la voluntad de expandirse hacia el Este y posicionarse en las áreas de influencia de la extinta URSS, incluyendo Ucrania. Sin menoscabo de denunciar la violación de la soberanía ucraniana que ha perpetrado Putin, Poch nos insta a no olvidar que la expansión de la OTAN creó la condiciones para posteriores conflictos, dado que Rusia estaba viendo atacados sus intereses geopolíticos. Henry Kissinger y George Kennan se han manifestado contrarios a esta expansión, precisamente porque suponía ir cebando un posterior conflicto.

Los gobiernos de EEUU acabaron pugnando por la ampliación de la OTAN al Este, ante la perspectiva de que la construcción de una seguridad europea sin el paraguas atlantista, buscando una entente y una distensión con Rusia, les supusiese perder influencia.

En la cumbre de la Alianza Atlántica en Madrid, celebrada en junio de 2022, se definió un nuevo Concepto Estratégico para los próximos diez años, orientado a la contención de Rusia y la disuasión, apelando explícitamente a la posibilidad de una confrontación nuclear, y situando también al Indo-Pacífico como una zona de conflicto estratégico.

 

Conclusión

La pugna entre EEUU y China está ya definiendo nuestro presente. Hemos entrado de lleno en la II Guerra Fría, y la Guerra de Ucrania, si bien tiene que ver la disputa de áreas de influencia en los viejos territorios del Bloque Soviético, ha forzado a los países europeos a reactivar su compromiso atlantista, al menos mientras la guerra continúe.

La fuerza de la demografía, el desarrollo económico y la convergencia tecnológica han creado un sistema multipolar donde las potencias emergentes, en la medida en que sean capaces de contener sus problemáticas sociales y lograr cierta cohesión interna, se prevé que reforzarán su peso e influencia, actuando como actores de segundo nivel tras las dos grandes hiperpotencias.

La pugna con China, a nivel diplomático, económico y tecnológico, la contención de una Rusia que busca recuperar su tradicional área de influencia, y las relaciones con otros actores regionales definen hoy la agenda exterior estadounidense. En el trasfondo, la gran crisis ecológica condiciona todas estas dialécticas geopolíticas, y éstas, a su vez, condicionan y limitan la capacidad de hacer frente a este desafío global.

Referencias

Aguirre, Mariano, Guerra Fría 2.0. Claves para entender la nueva política internacional, Icaria, 2023.

Barbé, Esther, Relaciones Internacionales, Tecnos, 2020.

Poch, Rafael, La invasión de Ucrania, CTXT (colección ¡Movilizaos!), 2022.

OTAN, Concepto Estratégico, NATO Review, 2023. www.nato.int/docu/review/es/articles/2022/06/02/el-concepto-estrategico-de-madrid-y-el-futuro-de-la-otan.

Instituto Español de Estudios Estratégicos, Panorama Estratégico, 2023. www.ieee.es/publicaciones-new/panorama-estrategico.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de Filosofía en el IES Universidad Laboral de Gijón.

Tres tesis sobre la UE

Como objeto político no identificado se ha llegado a definir a la Unión Europea, una agrupación supranacional de estados-nación que ve la luz como una evolución de la Comunidad Económica Europea a la luz de sucesivos tratados con el objetivo de una mayor integración de los mercados, en muy primer lugar, y a nivel social, fiscal, político, jurídico y geopolítico de manera más secundaria.

Parece fuera de toda duda que, de cara a pintar algo, la escala geo-económica-política-demográfica de nuestro presente ha de tener un nivel continental. Fuera de grandes Estados como Estados Unidos, Rusia, India o China, la gran mayoría del resto de Estados deben agruparse para conseguir esa escala. No cabe duda que es la UE el proyecto más avanzado en ese sentido de los que hay en todo el planeta. Sin embargo, esa realización cuenta con una serie de contradicciones estructurales que la hacen un gigante con pies de barro. En las próximas tres tesis intentaré explicarlas.

Tesis 1: La UE no tiene demos (o la UE es una jungla, no un jardín)

El proceso de construcción de Estados nacionales en Europa occidental vino espoleado a través de dos vías paralelas que terminaron convergiendo: la revolución industrial de origen británico y la revolución francesa más las guerras napoleónicas. Todo el siglo XIX es el resultado de las ondas de éstas dos explosiones, las cuales dieron lugar, a través de revoluciones activas, pasivas o mezcla de las dos, a la construcción de estos Estados nacionales. Pero estos no venían de la nada; los demos de ciudadanos eran el resultado de la transformación de Estados anteriores del antiguo régimen, unas naciones históricas construidas, a su vez, en un proceso de siglos bajo las monarquías, primero autoritarias y luego absolutas, en el largo periodo de transición del feudalismo al capitalismo.

La Unión Europea parte, pues, de unos Estados nacionales con trayectorias históricas muy anteriores; y no solo dispares, sino enfrentadas entre sí. Se trata de un proceso en el que las diferentes naciones europeas dibujan una relación histórica entre ellas, similar a la de una biocenosis que, como estas, se mantiene porque unos se comen a otros continuamente. Es decir, que si ha habido históricamente alguna unidad entre los pueblos europeos ha sido la unidad de la guerra de todos contra todos. Ucrania es el último episodio de esta dinámica.

La Unión Europea, supuestamente el culmen de un proceso de aprendizaje que empezó tras la Segunda Guerra Mundial y la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, a través del cual ese pasado de siglos de guerra continua habría sido superado bajo las notas de la Oda a la Alegría, no es más que el triunfo momentáneo de un reunificado Estado-nación alemán tras el resquebrajamiento del imperio soviético. Esa pax alemana intenta, siempre bajo el manto del Tío Sam, volver a levantar un Imperio (o IV Reich), algo que por su propia esencia depredadora, por un lado, y sumisa al Imperio norteamericano, por otro, está destinado al fracaso. Nada más lejos de un jardín.

Un detalle final de la falta de un demos europeo es que la lengua franca en la torre de babel europea ni siquiera es el alemán, sino la del Estado que abandonó la Unión.

Tesis 2: La UE es un cementerio de imperios creado por el Imperio USA (al que estarán siempre subordinados)

La historia de Europa no solo es la historia de continuas guerras, sino también la historia de los imperios europeos que han acabado dando forma al mundo. Precisamente, imperios que han guerreado entre sí y que se vieron ya totalmente desmembrados tras el final de la Segunda Guerra Mundial y décadas posteriores.

Si la guerra de los treinta años significó el principio del fin de la hegemonía de la Monarquía Católica Hispánica de los Austrias y el comienzo del orden westfaliano, el fin de la Segunda Guerra Mundial, sumado a los resultados de la primera y su ínterin, puede considerarse una segunda guerra de los treinta años expandida a nivel global (precisamente por los imperios europeos combatientes) que trajo consigo, en la parte occidental europea, la entrada en escena del victorioso imperio norteamericano como antídoto para frenar al, en aquel momento, pujante imperio soviético. Para ello, llevó a cabo el Plan Marshall (European Recovery Act), que contribuyó a la estabilización económica y social a la Europa Occidental y que, a través de OECE (Organización Europea para la Cooperación Económica, hoy la OCDE (14)) puso las primeras piedras para lo que serían los tratados e instituciones que dieron forma a los cimientos de la actual UE (La Comunidad Económica del Carbón y del Acero, la Comunidad Económica Europea y EUROATOM). La propia UE, nacida en el Tratado de Maastrich de 1992, es una criatura que vio luz tras la caída de la URSS y su bloque; es decir, consustancial al nuevo orden mundial unipolar de la globalización feliz estadounidense.

A todo ello hay que sumar las muchas bases estadounidenses en territorio de países europeos y el hecho de que casi todos los países de la UE pertenecen a la OTAN (organización militar hegemonizada por USA) y están sometidos la estrategia estadounidense frente a Rusia y, cada vez más, frente a China. Por ello, toda la cháchara sobre la “autonomía estratégica” de la UE frente a Estados Unidos no es más que eso, un brindis al sol o la carta a los Reyes Magos. Y ello es así porque la Unión Europea, desde sus semillas hasta la actualidad, es en buena medida creación y protectorado del imperio estadounidense.

Tesis 3: La UE no puede ser un Imperio (o el imposible imperio alemán)

Alemania ha intentado hasta en dos ocasiones anteriores convertirse en una gran potencia imperial. De hecho, las dos guerras mundiales del siglo XX pueden entenderse como el momento de la crítica de las armas en la pugna de la Alemania los II y III Reich para suceder cono hegemonía global al decadente Imperio Británico. Concretamente, el III Reich nazi puede verse como otro antecedente de una Unión Europea bajo el imperio alemán hitleriano, y de hecho estaba en sus planes y programas en caso de haber vencido. La continuidad puede ser ilustrada a través de la evolución del jurista nazi Walter Hallstein, que terminó presidiendo la Comisión Europea.

La derrota del nazismo dividió Alemania, pasando su lado oriental a la órbita soviética y la occidental la estadounidense. Los Estados Unidos mimaron especialmente a la nueva República Federal de Alemania con el Plan Marshall. Ese Estado, junto a los del Benelux, Italia y Francia, puso las semillas de los tratados e instituciones de lo que hoy es la UE.

Tras la derrota y fragmentación de la URSS y su imperio, Alemania se reunificó (mejor dicho, el oeste absorbió al este) y se lanzó a velocidad de crucero a dar otra vuelta de tuerca a la integración europea, con el Tratado de Maastrich que básicamente elevaba el canón ordoliberal alemán a el nivel europeo, además de una moneda común que era, algo así, como elevar el marco a moneda europea.

Esa Alemania, completamente insertada en la globalización unipolar estadounidense del cambio de siglo, podía construir, siempre bajo el protectorado norteamericano, otra unidad europea bajo el mando del imperio alemán, como buscó el III Reich, pero ahora no en nombre de la raza aria, sino de la economía social de mercado, el IV Reich. Este último, con consecuencias devastadoras por todos conocidas en el sur de Europa o en los Balcanes, por ejemplo. Su punto álgido llegó con el largo mandato de Angela Merkel, tanto por su machaque a países como España o Grecia tras la crisis del 2008 como por el intento de equilibrio junto a su lugarteniente francés entre su hinterland nórdico/centroeuropeo (su patio trasero industrial del este de Europa) y la periferia sur-europea para poder parir los llamados fondos europeos con los que salvar el mercado europeo y, por lo tanto, su propia economía.

Pero cuando con la solución de los fondos europeos el IV Reich parecía poder tomar un nuevo rumbo, estalló la invasión rusa a Ucrania y la consiguiente guerra que ha puesto de nuevo encima de la mesa dos cosas. La primero, como vengo diciendo, es que este nuevo imperio alemán tiene, en última instancia, un patrón al otro lado del Atlántico al que se sigue, aunque sea a cambio de tiros en el pie. La segunda, que la propia Alemania pone todo su potencial económico para salvarse sin pensar en sus socios, incluyendo Francia, aunque a la vez les pida solidaridad energética.

Una situación, la que tenemos encima, que muy bien podría ser la de la tercera derrota de Alemania en su tercer intento de construirse como potencia imperial, que, si es así, tendría consecuencias para la propia UE.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

Leyendo la Brújula Estratégica con Sun Tzu: transformaciones de la fracción bruselense de la clase dominante europea

Este texto fue realizado conjuntamente con Branislav Radeljić.

La llamada Brújula Estratégica (BE), adoptada por el Consejo Europeo en marzo de 2022, es el documento de seguridad más reciente de la Unión Europea (UE). Como tal, cumple con lo esperado en un texto de esta naturaleza, en la medida en que contiene una identificación de una cosa que merece la pena proteger, las amenazas que se ciernen sobre ella y los medios con los que debe contar para conjurar estas últimas. Alrededor de ella giran las demás cuestiones, y estas, a su vez, terminan hablándonos de la consideración que le tiene el redactor del documento sobre la cosa y sobre sí mismo. De este modo, el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), a cargo de la elaboración de la BE, inserta los valores e intereses de la UE en lo que se denomina “orden internacional basado en normas” (una formulación que no está necesariamente relacionada con el Derecho internacional). A renglón seguido, define sus “amenazas multidimensionales” desde la inestabilidad en su vecindario, los “actos agresivos y revisionistas” de Rusia a corto plazo y la “asertividad” de China en el largo plazo. Finalmente, el extenso documento (el número de páginas de la versión final en alemán, 47, más que triplica el mandato inicial) llama a expandir el complejo de la política exterior y de seguridad común incluyendo el ámbito de las capacidades militares. El mundo ya no es lo que era, o, como ha señalado Josep Borrell con una de sus irreverentes metáforas, “no podemos ser herbívoros en un mundo de carnívoros”. Al fin y al cabo, Europa, dice el alto representante, es un “jardín francés” rodeado por una jungla, y la defensa de Europa requiere un enfoque diferente al que se ha venido utilizando.

Aunque aprobada después de la intervención militar rusa en Ucrania, y actualizada en consecuencia durante los meses de febrero y marzo de 2022, la BE nació ya obsoleta a pesar de su ambición, como señalan desde algunos centros de pensamiento afines a la burocracia bruselense. La ambición de la “autonomía estratégica”, el eslogan que sintetiza la idea de que la UE tiene unos intereses propios que ha de defender por sí misma, ha quedado subsumida en los plazos (la culminación de las metas se prevén para 2030), en unos precedentes poco halagüeños y, sobre todo, en el cierre de filas con el aliado norteamericano en el marco de la guerra. El mero hecho de tener que recalcar que la UE, en palabras de Borrell, ha de tener “la capacidad de pensar por [sí misma] y de actuar de acuerdo con [sus] propios valores e intereses” es sintomática de la fragilidad de esa comunión de intereses, valores y determinación, una dinámica que la guerra no ha hecho sino agudizar.

El repliegue con el aliado transatlántico tras la invasión rusa de Ucrania ha parecido automático gracias al hecho de que la “autonomía estratégica”, más allá de las escenificaciones de Borrell y la ampulosidad de este tipo de planteamientos, es un concepto contestado desde dentro. Dentro de la fracción político-institucional de la clase dirigente europea parece existir una contradicción acerca de qué camino emprender. En un significativo artículo publicado en Politico.eu a finales de 2020, la entonces ministra de defensa alemana afirmaba con rotundidad que “las ilusiones de autonomía estratégica europea deben llegar a su fin: los europeos no podrán sustituir el papel crucial de Estados Unidos como proveedor de seguridad”. La política de Olaf Sholz, más allá de la retórica, y más allá de los matices derivados de la dependencia energética alemana, no se sale de ese marco. En una línea aún más dura están algunos miembros del este, que no ocultan su desprecio por esa idea y prefieren el trato directo con los norteamericanos, sin, incluso, tener pasar por el intermediario de la OTAN. El secretario general de esta parecía dar un sentido más realista a la “autonomía estratégica” en enero de 2020, respondiendo a una pregunta al respecto en audiencia en el Parlamento Europeo:

Yo apoyo un mayor esfuerzo más esfuerzos de la UE en defensa. Creo que… ¿por qué no iba a apoyarlo? La OTAN lleva años pidiendo más esfuerzos de la UE en defensa. Así que, si ustedes, si la Unión Europea, empieza a invertir más en nuevas capacidades, a aumentar el gasto en defensa, a abordar la fragmentación de la industria europea de defensa, no haremos otra cosa que aplaudirlo. No habrá ningún problema. Al mismo tiempo, lo único que también quisiera transmitir o es que – y que es exactamente lo mismo que, por ejemplo, expresó Ursula von der Leyen en su discurso ante el Parlamento Europeo [ciertamente, la presidenta de la Comisión Europea evitó utilizar esa expresión en el discurso del estado de la Unión de diciembre de 2021] – no se trata de establecer una alternativa a la OTAN, ni de competir con la OTAN.

¿Hasta qué punto son significativas estas divergencias en torno al concepto de “autonomía estratégica”? Ciertamente existe una opinión favorable en esa dirección que cuenta con el apoyo de la burocracia bruselense y con el aval de todo un Consejo Europeo. Pero, tras el inicio de la guerra, a las primeras de cambio, la mera idea es lo único que parece sobrevivir, como señala la analista del ECFR Ulrike  Franke.

Para aproximarnos a entender el porqué de esto merece la pena analizar la BE y su contexto, más por su carácter sintomático sobre quién está a cargo de la(s) política(s) exterior(es) europea(s) que por su capacidad real de articular un planteamiento unificado. Ello sugiere que la dirección política europea está a cargo de un grupo más dominante que dirigente, el cual puede colapsar en cuanto sus respectivos intereses nacionales se puedan ver servidos de una manera más efectiva a través del trato directo con Estados Unidos. Para observar estas dinámicas a través de la BE se puede recurrir a El Arte de la Guerra, atribuido a Sun Tzu, en el que se especifica que el general que domina los cinco factores fundamentales de la guerra gana, y el que no, es vencido.

La “influencia moral”

El primer factor, denominado “influencia moral”, hace referencia a “aquello que hace que el pueblo esté en armonía con sus dirigentes, de forma que los seguirá a la vida y a la muerte, sin temor de poner en peligro su vida” (utilizo en esta ocasión la edición de Martínez Roca de 1999). La “Europa geopolítica” intenta insertarse en su contexto político y social a través de una definición de sus valores y normas que parece cada vez menos adecuada para definir a la Europa real. Las fracturas sociales, políticas, económicas y de orientación estratégica son evidentes. Perry Anderson lo sintetiza afirmando que “la Unión se suele presentar ahora como un modelo para el resto del mundo, a pesar de que sus ciudadanos cada vez confían menos en ella”. José Antonio Sanahuja, en su análisis sobre la Estrategia Global de 2016, apuntaba que esta “puede verse como una nueva narrativa securitaria para la UE […] en un escenario de amplia desafección ciudadana ante la crisis social y la erosión de los derechos económicos y sociales, la creciente inseguridad laboral, la incertidumbre ante el cambio socio-económico y el temor, agitado por fuerzas de extrema derecha, ante el terrorismo o las migraciones”.

Sin embargo, hay una continuidad histórica en la relación entre los planificadores y ejecutores políticos en Bruselas y las sociedades europeas. Aquí cabe tomar en cuenta la vocación tecnocrática y elitista que el proceso de integración europea ha tenido desde sus orígenes. En las últimas décadas, esto se manifiesta de manera especial en la expansión burocrática de la política exterior de la UE a través del desarrollo relativamente autónomo de un “espacio transnacional” en el que cargos electos, académicos, medios de comunicación, actores económicos y think tanks han ido europeizando los debates sobre política exterior y en la proyección de la UE como “potencia normativa” especializada en la exportación de valores.

Otra actualización de una continuidad histórica radica en la existencia de dos fracciones de la burocracia político-institucional. Si el relato canónico sobre la integración europea hace referencia al papel que, en su día, jugaron la socialdemocracia y la democracia cristiana para sacar adelante la integración institucional (acompañados, dependiendo del contexto, por liberales y eurocomunistas), en la actual UE se identifican dos campos políticos que cumplen una función similar: el social-liberal y la derecha nacionalista. A pesar de las batallas culturales, ambos bloques terminaron sacando adelante la BE en el Consejo Europeo.

De un modo más fundamental, más allá de la política exterior, vivimos una fase de transición en cuanto a los enfoques de política económica dominantes que podría terminar con ambas fracciones abrazando el nuevo dogma de la escuela neoschumpeteriana, la cual, más allá de la retórica y de sus referentes políticos (entre los que se cuentan los presidentes Gabriel Boric y Gustavo Petro o la representante estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez), va camino de convertirse en una nueva ortodoxia económica. El miedo que parece inspirar la principal representante de esa escuela, Mariana Mazzucato, tiene más con ambiciones desmedidas a corto plazo y las dificultades de adaptación de algunos actores políticos que con su propuesta económica real, que nada tiene que ver con el socialismo. La ventaja con la que cuenta esta escuela es su capacidad para insertarse en la actual fase histórica de transformaciones tecnológicas, la cual parece solaparse con un nuevo ciclo hegemónico de Arrighi. En ese marco, como señala Carlota Pérez, otra importante representante de esa escuela:

[…] cada revolución tecnológica trae consigo, no sólo la reorganización de la estructura productiva sino, eventualmente, también una transformación tan profunda de las instituciones gubernamentales, de la sociedad, e incluso de la ideología y la cultura que se puede hablar de la construcción de modos de crecimiento sucesivos y distintos en la historia del capitalismo.

Del mismo modo que la socialdemocracia y la democracia cristiana navegaron exitosamente la fase de maduración de la “época del petróleo, el automóvil y la producción en masa” en la post-Segunda Guerra Mundial a través de la política económica keynesiana, hoy los campos social-liberal y nacional-conservador, a pesar de las resistencias (incluyendo aquí la reforma del mercado laboral de Meloni o el ataque de Isabel Díaz Ayuso a la sanidad pública en Madrid), terminarán cohabitando en torno a un nuevo programa de intervención estatal construido sobre la base de la ortodoxia económica en retirada, cuyo principal representante, Mario Draghi, dio su aval a la presidenta italiana. La nueva ortodoxia, a su vez, había avalado al primero en el Foro de Davos de 2022. Así, a una pregunta sobre si el gobierno del exbanquero era bueno para Italia, Mazzucato respondió:

Sin comentarios. Sin comentarios. Definitivamente. Definitivamente mejor que los anteriores, porque el problema es que tiene una situación muy difícil, como muchos países, cuando tienes coaliciones en las que básicamente no puedes hacer nada. Pero definitivamente ha traído estabilidad y eso en Italia es algo genial.

Desde luego, este planteamiento parece ser desmentido por las batallas políticas a corto plazo y las guerras culturales de estos años, que afectan a diferentes sectores de la población y transmiten una imagen de polarización irreconciliable. Pero sucede que, ensimismados en esta coyuntura (agria por momentos), podemos llegar a olvidar que los años de la Guerra Fría en Europa Occidental fueron bastante más duros en muchos aspectos. La imagen idílica de los hombres (como los Monnet, Schumann, Adenauer o De Gasperi) que promovieron la integración europea gracias a una mezcla de pragmatismo y generosidad, impulsando así los milagros económicos apoyados por el amigo americano, queda inmediatamente empañada por un panorama caracterizado por el terrorismo de Estado, la incorporación de cuadros provenientes del nazi-fascismo a las nuevas estructuras estatales y organizaciones internacionales, las guerras coloniales, la privación de los derechos más elementales para las mujeres, etc.

La tecnocracia bruselense, a cargo de la redacción de la BE, cuenta, potencialmente, con apoyos políticos para mantener su idea a flote, aunque solo dentro de su espacio transnacional. Moviéndose en un terreno ambiguo, en el que se conjugan ampulosidad discursiva de inclinación federalista con objetivos muy limitados, el documento puede sobrevivir a la espera de tiempos mejores (para ellos).

Las condiciones meteorológicas

El segundo factor, las condiciones meteorológicas, nos habla, en términos de Sun Tzu, de “los efectos del frío en invierno y el calor en verano, así como la dirección de las operaciones militares de acuerdo con las estaciones”.

De seguir la tónica de los años previos a la guerra, este elemento se observaría a través del enfoque de la “guerra híbrida” de Rusia contra Occidente, y nos hablaría de la capacidad de ese país y de otras potencias, como China, de aprovechar sus consecuencias (en forma de desplazamientos masivos de población y situaciones de inseguridad alimentaria) en su propio beneficio. Como reflejo de los discursos existentes desde hace tiempo en Bruselas, la BE contiene decenas de referencias a las “amenazas híbridas” y al desarrollo de capacidades para contrarrestarlas. Pero el retorno de la guerra clásica a Europa ha notablemente el ruido generado por el discurso de la guerra híbrida (el clima está siendo un elemento fundamental en el desarrollo de las operaciones bélicas), algo a lo que también colabora el reconocimiento de que la influencia rusa en las elecciones norteamericanas de 2016 fue nula.

Por otro lado, el efecto bumerán de las sanciones aplicadas por la UE contra Rusia también invalida ese razonamiento. Los decisores europeos se han puesto en pie de guerra instrumentalizando la energía en el conflicto y, en consecuencia, movilizando a su población para ello. Es sintomático, en este sentido, el planteamiento del plan preparado por la Comisión Europea y la Agencia Internacional de la Energía (una organización cuya membresía no representa la vocación universal de su denominación, ya que a ella pertenecen solo 31 Estados, todos ellos aliados occidentales), titulado “Poniendo de mi parte: Cómo ahorrar dinero, reducir la dependencia de la energía rusa, apoyar a Ucrania y ayudar al planeta”.

Los planificadores europeos parecen haberse sobrepuesto ante los peligros que se cernían sobre este invierno gracias a las altas temperaturas y a la disponibilidad de reservas suficientes. A partir de aquí quedan pendientes tres cuestiones. La primera tiene que ver con las previsiones a medio y largo plazo. Ya se advierte sobre el hecho de que, el próximo invierno, la situación será diferente al actual como consecuencia de la reducción de las reservas, la recuperación económica china (que absorberá parte de la demanda europea de GNL) y la posibilidad de que se detenga el comercio de gas con Rusia en su totalidad. Todo esto se deriva de la incapacidad de formular una alternativa a la dependencia energética de Rusia, aunque/que siempre será en un contexto de dependencia, dada la pobreza energética de Europa. Las alternativas con las que se trabaja, dejando a un lado las importaciones de GNL, son todas a largo plazo, y  el corredor del hidrógeno verde, publicitado con optimismo por la maquinaria propagandística local, no estará activo antes de 2030. Curiosamente, ese año es el mismo que se propone el redactor de la BE para culminar las iniciativas de refuerzo de la política de seguridad de la UE.

La segunda cuestión tiene que ver con las consecuencias que este asunto en particular está teniendo en el proceso de integración europea y su proceder. Como señala Adam Tooze, un europeísta convencido:

Europa tiene un historial de grandes crisis con grandes facturas. Pero ésta es especialmente complicada. Tras las crisis bancarias de finales de la década de 2000, Alemania no quiso pagar la factura de un fondo común de seguro bancario para apoyar a los bancos más débiles de Italia y España. Pero al menos los esfuerzos de esos países para apoyar a sus propios bancos en dificultades hicieron que los bancos alemanes estuvieran más, y no menos, seguros. Precisamente lo contrario ocurre con las subvenciones energéticas. La acumulación descoordinada de gas por parte de los consumidores más ricos deja fuera del mercado a los consumidores más pobres en beneficio de los especuladores. En este sentido, las medidas adoptadas hasta ahora para hacer frente a la crisis se asemejan al nacionalismo de vacunas o a las políticas proteccionistas para acaparar los limitados suministros de equipos de protección individual.

Pero como el propio Tooze señala, la respuesta a la COVID se basó en un acuerdo entre Francia y Alemania, mientras que hoy las relaciones entre esas dos potencias están a muy bajo nivel como consecuencia de las divergencias en torno al suministro y la seguridad energética y la política de defensa. El eje franco-alemán no parece gozar de buena salud ni en relación a la política energética (existen divisiones sobre la limitación de los precios del gas o la instalación de nuevos gasoductos) ni sobre política de defensa. A este respecto, la “autonomía estratégica” puede ser vista como uno de esos “significantes vacíos”: a falta de un contenido real, a París le sirve como paraguas para defender su industria de defensa y sus propias prioridades de política exterior (a través de artefactos como la Iniciativa Europea de Intervención) y a Berlín como fórmula para ganar unos meses en su particular batalla contra el tiempo.

El tercer aspecto está relacionado con la credibilidad de la política exterior de la UE (y de la de sus Estados miembros), manifestada en los vaivenes de su aproximación hacia Venezuela y su escenificación. Da la impresión de que, si el redactor del documento hubiese tenido la oportunidad, o prestado más atención, quizás habría preferido borrar el siguiente párrafo en las últimas revisiones de la BE:

La fragilidad de América Central y la persistencia de la crisis en Venezuela favorecen las fracturas regionales y generan fuertes presione migratorias, lo que alimenta la aparición de nuevos retos en materia de delincuencia organizada relacionada con las drogas y pone en peligro la labor de pacificación en Colombia.

En parte por lo erróneo del planteamiento. La BE, ciertamente, fue aprobada meses antes de la reconciliación colombo-venezolana, que, entre otras cosas, ha permitido que Venezuela, que ya había acompañado el diálogo entre el gobierno colombiano y las FARC-EP, acoja ahora las conversaciones con el ELN. Entra en juego también el problema de la oportunidad: en el nuevo escenario abierto por la guerra en Ucrania, los intentos de restablecer los lazos con Venezuela se han acelerado. Dirigentes como Emmanuel Macron o Antonio Costa se aseguraron de que su saludo al presidente Nicolás Maduro fuera captado por las cámaras en la COP-27, celebrada en noviembre del año pasado en Sharm el-Sheij. Esto contrasta con aquella instantánea filtrada en enero de 2019 en la que Pedro Sánchez, caminando por la nueva de Davos, hablaba por teléfono con el diputado Juan Guaidó, que, en un gesto extravagante, se acababa de investir presidente a sí mismo en una manifestación opositora. Cuatro años después, el economista Ricardo Hausmann recuerda que fue en Davos donde se concertó el desconocimiento del gobierno venezolano por parte de los países occidentales y señala, con dolor, cómo los “líderes del mundo” (así llama a los asistentes al evento) se encuentran decepcionados con la disolución del gobierno paralelo.

El terreno

El tercer factor, de acuerdo con El Arte de la Guerra, tiene que ver con “las distancias y la facilidad o la dificultad en recorrerlas […] y las oportunidades de vida y de muerte que ofrece”. Olvidar este aspecto fundamental es dañino a corto plazo. Los grandes medios de comunicación lo sufren cada día, con los vaivenes de la guerra, extasiados con las ofensivas ucranianas y descompuestos con los avances estratégicos de Rusia, no les queda más remedio que seguir los acontecimientos como hinchas en un partido de fútbol.

A medio plazo, lo que parece hacer la Unión Europea es tensionar al máximo la situación (la confirmación del envío de los blindados alemanes ‘Leopard’ no hace sino confirmar está dinámica) para, llegado el momento, congelar el escenario y vivir de espaldas a su vecino por un largo período de tiempo. Este panorama, buscado de manera más o menos consciente, anula de raíz la idea de “autonomía estratégica” entendida como capacidad de operar de igual a igual frente a las demás grandes potencias, o, en términos de Borrell:

¿Qué es lo contrario de la autonomía? La dependencia. ¿No? Uno es autónomo o es dependiente. ¿Alguien quiere ser dependiente? Yo creo que no. Una entidad política como quiere ser Europa no debiera pretender ser dependiente sino ser autónoma

El mantenimiento de esa gran frontera fortificada con Rusia, la principal potencia nuclear del planeta, requiere algo más que blindados alemanes y un paraguas nuclear francés no solicitado por los países del este de Europa.

Para observar la situación de dependencia de la UE con respecto de Estados Unidos se puede acudir a la noción de códigos geopolíticos, o representaciones del mundo contenidas en los documentos de seguridad que contiene los principios operativos que guían el desarrollo de las políticas de seguridad de los actores políticos. En concreto, “dicho código debe incorporar una definición de los intereses del Estado, una identificación de las amenazas externas a esos intereses, una respuesta planeada a dichas amenazas y una justificación para esa respuesta”, además de una “evaluación de los lugares” más allá de las fronteras en función de su importancia estratégica a nivel local (en relación a los vecinos), regional (más allá del vecindario inmediato) y global.

Aunque existen tantos códigos geopolíticos como actores, estos no dejan de ser susceptibles a dinámica de las alianzas político-militares. La Brújula Estratégica no ofrece un código geopolítico original, sino que se inserta, con pocos matices, en el de los Estados Unidos y su proyección en la OTAN. En todos los tres casos, China y Rusia protagonizan la definición de los códigos geopolíticos a nivel global, con la excepción del Concepto Estratégico de la OTAN, que, después de centrarse en Rusia y antes de abarcar China, menciona el terrorismo, la inestabilidad en el Medio Oriente y el Norte de África y la violencia contra los civiles en los conflictos armados. En relación al gigante asiático, la Brújula Estratégica desarrolla la idea de que China “es un socio para la cooperación, un competidor económico y un rival sistémico” con el cual se pueden tratar temas de mutuo interés, como el cambio climático, en un marco de “creciente preocupación” derivada de la “asimetría en la apertura de nuestros respectivos mercados”. Ello encuentra una réplica en la definición norteamericana, aunque esta es más precisa en las cuestiones estratégicas; así, después de señalar su principal preocupación – la capacidad de China de transformar el orden internacional y crear una gran área de influencia en el Indo-Pacífico –, señala áreas de interés común, como el cambio climático o la salud pública global, que se enlazan con la aspiración a una “coexistencia pacífica” y “contribuir al progreso humano” de manera conjunta.

Las diferencias entre las estrategias norteamericana y europea son un reflejo de una “falta de previsión estratégica” desde el lado europeo, que, a pesar de compartir la evaluación de las amenazas con los estadounidenses, al infravalorar los desarrollos en el Indo-Pacífico devienen en, como mucho, un aspirante a potencia regional (Blockmans et al., 2022). La solución al problema de cómo gestionar las relaciones de su entorno podría llegar, gracias al paso del tiempo, a través de la política de hechos consumados: “lo más probable es que, como de costumbre, los europeos esperen que los Estados Unidos les digan qué hacer, al tiempo que ellos se centran en el Pacífico”. Las alternativas implicarían el desarrollo de una política basada en la diplomacia con la finalidad de detener la escalada bélica y armamentística, aunque ello requiera un alejamiento de las posiciones más belicistas en Washington.

La amenaza rusa, aunque similar en gravedad para todos estos actores, está subordinada a la china para los norteamericanos y ocupa el primer lugar en el caso de los europeos, lo cual apuntala la inclinación de la Brújula Estratégica como documento de orientación regional dentro de un plano estratégico dominado por Estados Unidos. Para la Alianza Atlántica, se trata de “la amenaza más significativa y directa a la seguridad de los aliados y a la paz y la estabilidad en el área euroatlántica”. Los Estados Unidos también se refieren a la amenaza que esa potencia representa hacia la seguridad internacional, recurriendo a acusaciones de “política exterior imperialista” y de violar los principios fundamentales de la Carta de Naciones Unidas en relación al “respeto de la soberanía, la integridad territorial y la prohibición de adquirir territorio a través de la guerra”. Después de hacer un repaso regional de la política exterior rusa en la última década, incidiendo en su “empeño en establecer ‘esferas de influencia’”, la Brújula Estratégica se refiere a una “amenaza directa y a largo plazo para la seguridad europea, a la que seguiremos haciendo frente con determinación”. Al abordar la invasión rusa de Ucrania, no hay alternativa al apoyo a la resistencia ucraniana – “junto a nuestros aliados y socios, América está contribuyendo a convertir la guerra de Rusia contra Ucrania en un fracaso estratégico”; “Al apoyar a Ucrania frente a la agresión militar de Rusia, estamos demostrando una determinación sin precedentes de restablecer la paz en Europa junto con nuestros socios” – ni a su inserción euroatlántica – “Es vital una Ucrania fuerte e independiente para la estabilidad del área euroatlántica”. Y, sobre todo, no hay una rendija abierta a la diplomacia. Como mucho, los norteamericanos conceden que se podrán valorar otros escenarios tras un cambio político en Rusia. Pero en el caso europeo hay una contradicción fundamental entre la intención de lanzar a la UE como participante en una “política basada en las relaciones de poder en un mundo multipolar disputado” sin plantear una alternativa para lidiar con su vecino más poderoso. Estos planteamientos asientan un marco para que los eventuales arreglos que se alcancen tras el final de la guerra en Ucrania solo puedan llegar a tener un carácter transitorio.

La doctrina

El factor de la doctrina se refiere a la “organización, la autoridad, la promoción de los oficiales al rango conveniente, la vigilancia de las vías de aprovisionamiento y el cuidado de atender las necesidades esenciales del ejército”. El despliegue de la política exterior de la UE es coherente con su naturaleza tecnocrática. Aunque carece de humildad en la justificación de sus acciones – los valores europeos tienen la característica de la infalibilidad –, hay una correspondencia entre el desarrollo político y el burocrático-institucional, lo cual, sumado a los demás factores, nos habla de una organización más centrada en su propia reproducción que en la tarea de protección encomendada.

La Brújula Estratégica hace repetidas referencias a sus “valores y principios”, tanto como objeto referente, o la cosa a defender – “exponemos una visión estratégica común […] para proteger nuestros intereses y defender nuestros valores” –, como en su capacidad de herramienta para alcanzar los objetivos – en el caso de la política hacia los Balcanes Occidentales, por ejemplo, en la BE se afirma que “es necesario que sigan produciéndose avances tangibles en lo que respecta al estado de Derecho y a las reformas basadas en los valores […] europeos”. Además, es en nombre de esos valores y principios que se ensayan las posibilidades de expansión burocrática a través del planteamiento de una serie de objetivos de la política de seguridad y defensa de la UE para 2030, que se reflejan en el documento a través de diversas y múltiples referencias a la mejora (43 menciones), desarrollo (53 menciones), innovación (25 menciones), fomento (8 menciones), optimización (6) y modernización (3 menciones) de capacidades (111 menciones). Todo ello se refleja en la extensión del documento, fruto del trabajo del Servicio Europeo de Acción Exterior.

A pesar de su extensión y lista de propósitos, la Brújula Estratégica proyecta una ambición que puede resultar engañosa. Los objetivos más destacados se encuentran a una gran distancia de las amenazas identificadas y cuentan con precedentes que no han sido aprovechados. Tal es el caso de la propuesta de crear una “capacidad de despliegue rápido” de una fuerza de hasta 5.000 soldados (Consejo Europeo, 2002: 14), que se quiere poner en marcha a pesar de la existencia de los escasamente aprovechados grupos de combate de 1.500 soldados, lo cual hace que “no parece haber una razón obvia para que los europeos, o nadie más, se tome en serio esta nueva iniciativa”. Otra de las propuestas estrella del documento es, más bien, una declaración de intenciones sobre la necesidad de decidir sobre la aplicación del artículo 44 del Tratado de la Unión Europea. Ello sucede cinco años después del arranque de la Cooperación Estructurada Permanente, cuyos proyectos van acumulando ya retrasos de varios años, y en un contexto de extrañeza entre los aliados franceses y alemanes en torno a la iniciativa de los segundos de poner en marcha un sistema de defensa antimisiles junto con algunos aliados del este de Europa.

La Brújula Estratégica también hace referencia al refuerzo de “nuestra conciencia situacional basada en la inteligencia y las capacidades de la UE pertinentes, principalmente en el marco de la Capacidad Única de Análisis de Inteligencia y del Centro de Satélites de la UE”. A falta de una mayor concreción sobre lo que significa reforzar la “conciencia situacional”, cabe indicar que los precedentes demuestran que las capacidades existentes han permitido proporcionar análisis valiosos a los decisores y que los problemas han surgido por la ausencia de decisiones acordes con el nivel de material proporcionado. Es el caso de las consecuencias derivadas de las Primaveras Árabes, que el entonces Centro de Situación Conjunto (Renombrado como Centro de Inteligencia y de Situación de la UE – EU INTCEN – en 2012) había advertido en su análisis sobre las implicaciones potenciales de una crisis en el Medio Oriente, incluyendo el aumento de la amenaza terrorista, el incremento de los flujos de refugiados y migrantes a la UE y la extensión de dinámicas de desintegración política y social como alternativas a los regímenes autoritarios de la región.

Todo ello responde a una dinámica de expansión funcional contextualizada en el conglomerado de instituciones occidentales especializadas en la intervención internacional para la estabilización y el state-building, o construcción del Estado, que se han expandido funcional y burocráticamente a partir de sus propias necesidades a la hora de afrontar las crisis en las periferias relevantes. La BE representa un ejemplo claro de esta tendencia. A través de su análisis geográfico – que abarca al vecindario oriental y meridional, los Balcanes Occidentales, África, Asia y América Latina – se observa una valoración neoimperialista de tintes racistas de las periferias que se sintetizan bien con la “jungla” evocada por Josep Borrell como antinomia a su “jardín”. Así, la BE señala:

La UE está hoy rodeada de inestabilidad y conflictos y ha de hacer frente a una guerra en sus fronteras. Nos encontramos ante una peligrosa combinación de agresiones armadas, anexiones ilegales, Estados frágiles, potencias revisionistas y regímenes autoritarios. Este entorno es un caldo de cultivo de múltiples amenazas para la seguridad europea, desde el terrorismo, el extremismo violento y la delincuencia organizada hasta los conflictos híbridos y los ciberataques, la instrumentalización de la migración irregular, la proliferación de armas y el debilitamiento progresivo de la arquitectura de control de armamentos. La inestabilidad financiera y las diferencias sociales y económicas extremas pueden exacerbar aún más esa dinámica y tener repercusiones cada vez mayores en nuestra seguridad. Todas esas amenazas comprometen la seguridad de la UE en nuestras fronteras meridionales y orientales y en lugares más lejanos. Allí donde la UE no promueva sus intereses activa y eficazmente, otros ocuparán su lugar.

Para terminar: el contexto del mando

Las consideraciones sobre el mando, o autoridad, permiten delinear una conclusión. Este factor de El Arte de la Guerra se refiere a “las cualidades de sabiduría, equidad, humanidad, coraje y severidad del general”. En tiempos como el actual, la actitud de Josep Borrell, como general, responde no solo a su propio carácter e ideas, sino que refleja las perspectivas de la fracción burocrática federalista y neofuncionalista, a quienes puede agradar el idealismo del que emerge la noción de “autonomía estratégica”. La redacción del documento, precisamente, es una tarea de esa fracción, que condiciona definiciones, valores y predicciones a sus propios sesgos y aspiraciones. Ciertamente, su influencia social es muy limitada, pero son capaces de dirigir a través de las instituciones y los aparatos ideológicos del complejo Estado-UE (entre los que destacan los medios de comunicación, devenidos meros replicantes de mensajes emitidos por burócratas, militares y servicios de inteligencia). La vertiente federalista se sintetiza, en esta Europa ensimismada y provinciana, con las perspectivas más inclinadas hacia la confrontación con Rusia, cuyo mensaje es sentido común en Bruselas desde hace una década.

Desde la perspectiva de la “autonomía estratégica”, incluso la confrontación con Rusia requeriría dosis de prudencia y humildad (características ausentes en el general actual), ya que, pase lo que pase a corto y medio plazo, la relación con Rusia deberá restablecerse de un modo u otro. Para compensar esta contradicción, los defensores de esa idea la presentan como parte de una corriente histórica según las cual las dificultades son fuerzas motrices detrás de soluciones creativas (“Europa se forjará en las crisis”, decía Jean Monnet), pero con un voluntarismo que termina siendo útil para poco más que el autoconvencimiento, en la medida en que proporciona explicaciones ad hoc a la disonancia entre los desarrollos políticos en los Estados, la deriva de la sociedad europea y la evolución paralela de acontecimientos institucionales como la aprobación de la BE. Así, el foco de la voluntad política, naturalmente, suele ser dirigido a la acción de los entramados político-burocráticos con vocación disciplinaria, mientras que, en lo que respecta a las sociedades, se hacen guiños a su capacidad de resiliencia y a su confianza en las instituciones, por más que esta esté cayendo en picado (Eurostat, 2022). Paradójicamente, como señala Anderson, “la Unión se suele presentar ahora como un modelo para el resto del mundo, a pesar de que sus ciudadanos cada vez confían menos en ella”.

La BE es una mezcla de ampulosidad formal y deseos materiales imposibles. A lo primero responde el general, obligado por las circunstancias (y por su propio carácter) a amplificar el mensaje. Lo segundo responde al factor que, en términos de Althusser, sobredetermina el desarrollo de la política exterior realmente existente de la UE: la transformación del imperio norteamericano, que necesita delegar, que no ceder, sus competencias de seguridad en Europa.

“Todo el arte de la guerra está basado en el engaño”, afirma el texto atribuido a Sun Tzu. El redactor de la BE se engaña a sí mismo si asume su propio mensaje y que los aspectos fundamentales de su seguridad vengan de una potencia – Estados Unidos – que tiene sus propias prioridades, tanto domésticas como estratégicas, y que ha demostrado a lo largo del tiempo que no tiene socios, sino súbditos. También cabe la posibilidad de que el redactor no se esté engañando a sí mismo, y que, a sabiendas, el objeto del engaño, y, por lo tanto, de la guerra, sean los pueblos de la UE.

Este texto fue realizado conjuntamente con Branislav Radeljić, catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de los Emiratos Árabes Unidos.

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha y secretario de la Asociación La Casamata.

La izquierda después de Syriza

En los próximos meses, Grecia volverá a las urnas después de una legislatura convulsa, marcada por graves escándalos de corrupción y espionaje ilegal. La deriva autoritaria del Gobierno heleno, en manos de Nueva Democracia (miembro del Partido Popular Europeo), se completa con un asfixiante control sobre los medios de comunicación, tradicionalmente vinculados a las oligarquías locales y dependientes de la financiación estatal.

El asesinato sin resolver del cronista Girgios Karavaiz y el acoso a una periodista crítica con la política migratoria del primer ministro griego llevaron recientemente a Reporteros sin Fronteras a situar a Grecia en el lugar 108 de su lista global de la libertad de prensa, entre Burundi y Zambia.

Si bien las encuestas auguran que Nueva Democracia seguirá siendo el partido más votado en las próximas elecciones, la adopción de un sistema electoral proporcional abre la puerta a que Syriza recupere el Gobierno griego de la mano de su otrora rival PASOK. Al menos, este parece ser el deseo de la familia socialista europea, en cuyas reuniones Tsipras es desde hace tiempo un invitado habitual. Alternativamente, Nueva Democracia no descarta alianzas con la extrema derecha con el fin de mantenerse en el Gobierno, por lo que el voto a Syriza representa también un voto en defensa de las maltrechas instituciones del país heleno.

Las diferencias con la primera victoria de Tsipras resultan ilustrativas de la transformación vivida por el conjunto de la izquierda europea. Hace una década, el avance de Syriza se sustentaba en la descomposición del centroizquierda tradicional, cuya receta de políticas económicas liberales a cambio de mayor gasto social resultó inútil ante la crisis de 2008. Atenas era el espejo en el que se miraban partidos de tradición anticapitalista y movimientos de nuevo cuño nacidos de las protestas contra la austeridad, unidos en la lucha contra un modelo económico profundamente desigual.

La historia de esa experiencia es conocida. La especulación en los mercados de deuda pública de la Eurozona había forzado el rescate de la economía griega a cambio de duros recortes de derechos laborales y sociales; medidas que con su victoria en 2015, Syriza se había comprometido a revertir. En sus negociaciones con la Troika, el nuevo Gobierno heleno planteaba lo siguiente: las medidas impuestas estaban alargando la crisis económica iniciada en 2008, al deprimir el consumo de las familias y el gasto público; un estancamiento que se prolongaría en el futuro ya que la caída en la demanda reduciría también la inversión y el crecimiento a medio plazo de la economía.

El Ministerio de Finanzas, liderado entonces por Yanis Varoufakis, avisaba además de un posible efecto dominó sobre las economías de otros países periféricos y el sistema financiero de la Eurozona, dado la elevada exposición de la banca europea a su deuda pública.

Por su parte, la Troika formada por la Comisión Europea, el BCE y el FMI priorizaba la reducción de los desequilibrios externos (el exceso de importaciones sobre exportaciones) que había caracterizado a las economías periféricas (España, Portugal, Grecia…) durante la década de los 2000. Para ello, la recesión económica era un instrumento con el que reducir los costes salariales y aumentar la competitividad de las economías rescatadas, aun a costa de empobrecerlas y hacerlas más desiguales. En lenguaje marxista, el objetivo último era disciplinar a la clase trabajadora, sacrificando incluso el crecimiento económico.  Los riesgos financieros que esta decisión implicaba (el supuesto “as en la manga” de la negociación de Varoufakis) no se consideraban inasumibles: un cálculo acertado, como se demostró una vez el BCE empezó a inundar los mercados de liquidez.

No sabremos en qué momento preciso Tsipras y su entorno empezaron a dudar de la viabilidad de llegar a un acuerdo con sus acreedores europeos, pero parece claro que nunca hubo una estrategia alternativa, a pesar de las voces en el partido y el Parlamento que defendían prepararse, llegado el caso, para una salida del euro. Para cuando el fracaso de las negociaciones resultó evidente, la única posibilidad asumida era la capitulación. Tsipras intentó evitar el coste político de esta decisión trasladándola al pueblo griego con una consulta, en la que éste votó masivamente (61,3%) contra las políticas neoliberales impuestas por la Unión Europea. Pero la incapacidad de responder a este mandato llevó al Gobierno de Syriza a aprobar en el Parlamento heleno, con los votos de la oposición, una nueva ronda de medidas de austeridad.

Tsipras sería reelegido poco después en un ambiente de resignación diametralmente opuesto al de su primera elección, descontento que abriría el paso al retorno de Nueva Democracia en 2019. Cuatro años después, la campaña de Syriza tiene otra música para su proyecto: salvar las instituciones griegas de su secuestro por parte de una derecha corrupta, nacionalista y reaccionaria. Con menos ilusión, pero idéntica gravitas, Syriza y su posible alianza con el PASOK son hoy el símbolo de la recomposición del centroizquierda de antaño a través de su oposición a una derecha radicalizada. Un deslizamiento del debate político hacia la dicotomía entre democracia y autoritarismo en sintonía con el realineamiento producido en el tablero político global y europeo (y, por ende, en nuestro propio país).

A priori, parecería difícil alistar a la UE del lado de las democracias: no sólo por la experiencia de los años de la austeridad, sino también por el propio entramado institucional europeo, cuyos Tratados (que sólo pueden ser revisados por unanimidad) anteponen las libertades económicas a los derechos sociales y garantizan la primacía de los órganos ejecutivos frente al Parlamento Europeo, única institución elegida por la ciudadanía europea.

Pero Bruselas se ha pasado la última década enfrentándose a la derecha nacionalista, de los conservadores post-Brexit a los Gobiernos iliberales del este de Europa y ahora, de la mano de la OTAN, contra Putin. Es una confrontación retórica y selectiva: basta que los otrora enemigos de la democracia juren su fidelidad a las instituciones europeas y atlánticas (véase la reconciliación con Polonia tras su apoyo incondicional a la escalada bélica en Ucrania) para devolverles su estatus de socios aceptables para el bloque europeo. Aun así, es indudable que Bruselas ha recobrado, entre la opinión pública, algo de la legitimidad política perdida en los años de la Troika.

Este proceso de relegitimación tiene también una vertiente económica. La UE ha capitalizado la respuesta a la crisis de la pandemia, suspendiendo las reglas fiscales que encorsetan habitualmente la acción pública de los Estados miembros y aprobando de paso un presupuesto extraordinario ligado a inversiones en medio ambiente y digitalización (NGEU), con las que compensar el retraso de Europa frente a otros bloques económicos (EEUU y China). Obviando el carácter excepcional de estas medidas, parecen haberse establecido las bases para una reconciliación del campo progresista y las instituciones europeas, que convergen en un programa de liberalismo político y mejoras sociales.

Para la izquierda, la primera parte de esta fórmula debería resultar poco creíble, por los motivos antes esbozados, pero en tiempos de derrota es habitual explorar las posibilidades que la UE “realmente existente” ofrece para hacer avanzar las ideas progresistas. Existe, por lo tanto, la tentación de acomodarse a un europeísmo banal en una era en el que la UE parece prometer el retorno a alguna especie de keynesianismo, capaz de mejorar las circunstancias de las clases populares en Europa. Una tentación, cabe suponer, tanto más fuerte ante el fracaso de la estrategia de confrontación seguida en la década anterior por Syriza y sus aliados.

No es la primera vez que se anda este camino, aunque con distintos protagonistas. Durante los años ‘70 y ’80, distintos gobiernos europeos de la familia socialista (Callaghan en el Reino Unido o Mitterrand en Francia) sufrieron en sus carnes el agotamiento de las políticas keynesianas en el marco nacional, toda vez que el entonces incipiente proceso de integración económica ya impedía usar los instrumentos fiscales y monetarios tradicionales sin despertar los ataques del capital financiero global. Para ellos, el proceso de construcción europea (hegemonizado en lo económico, ayer como hoy, por la potencia más conservadora del continente: Alemania) ofrecía la promesa de reedificar las instituciones de política económica características del keynesianismo, esta vez sobre una base supranacional.

En una especie de etapismo inconsciente, se confiaba en que el proceso de creación de las instituciones de la actual UE a partir de la antigua CEE (el Mercado Único, la Moneda Única… instituidos en el Tratado de Maastricht) albergara en su seno el germen de una Europa con una fiscalidad común y potentes mecanismos redistributivos, del mismo modo que, históricamente, las instituciones económicas de los Estados liberales (configurados, precisamente, a través de la creación de mercados, moneda y economías nacionales homogéneas) había precedido a los Estados intervencionistas característicos de la  época keynesiana.

Subyace en esta visión la idea que las formas económicas keynesianas se impusieron sobre sus antecedentes liberales por su mayor racionalidad y que, por lo tanto, lo mismo sucedería de modo inevitable en el marco europeo. Ecos de este argumento se encuentran cuando se expone, con evidente satisfacción, que el giro actual de las políticas europeas se debe a que esta ha aprendido (¡por fin!) de los “errores” o el “fracaso” de las políticas del pasado.

Sin embargo, la formación del estado keynesiano no hubiera sido posible sin la experiencia histórica de la Primera Guerra Mundial, las crisis económicas del periodo de entreguerras y la competencia con el modelo soviético; experiencias que resultan, en nuestro tiempo, extraordinariamente lejanas.

Nadie en las élites europeas duda hoy de la capacidad del capitalismo para reproducirse sin subordinar el conflicto de clases a la mediación de un tercer agente (el Estado) o teme su sustitución por un sistema socialista: miedos que sin duda atormentaron a generaciones políticas anteriores. En plena continuidad con los años álgidos del neoliberalismo, el capital europeo puede plantear sus demandas a sabiendas que nadie discute de su rol director en la configuración de la política económica europea. En tiempos de pandemia, esto se concretó en un apoyo fiscal prácticamente ilimitado. Superada la pandemia, los debates que se producen vuelven a la época anterior.

Así, el actual debate sobre la reforma de las reglas fiscales, cuya suspensión acaba en 2023, está lejos de proponer ninguna reforma en profundidad. En las propuestas lanzadas hasta el momento se mantiene la obligación que el gasto público no crezca a mayor ritmo que la economía en el medio plazo, lo que en la práctica implica que el incremento del gasto público se ve limitado por el crecimiento de la productividad en el sector privado. Esto implica que difícilmente podrá darse continuidad a las políticas fiscales que han funcionado para sostener el empleo durante la pandemia, salvo en circunstancias excepcionales, incluso en aquellos países donde las tasas de desempleo siguen siendo elevadas. Y menos aun cuando se mantiene la obligación de adaptar la política fiscal para que la deuda pública caiga  hasta el 60% del PIB, cuando la deuda de la Eurozona supera ampliamente el 90% del PIB.

Es cierto que la Comisión Europea propuso, el pasado noviembre, eliminar algunas de las exigencias relativas al ritmo de reducción de esta deuda o al automatismo de las sanciones monetarias para los Estados que incumplieran las reglas fiscales. Pero se trata de exigencias y sanciones jamás implementadas, mientras que se propone reforzar otros mecanismos ya existentes, tales como fijar condiciones políticas parar recibir fondos europeos.

Para países que combinan altos niveles de deuda pública y elevados compromisos de gasto social (por la existencia de poblaciones envejecidas y altos niveles de desempleo) las reformas fiscales supondrán, con certeza, futuros recortes a los mecanismos de protección social existentes (véase, una nueva vuelta de tuerca al sistema de pensiones, como lleva tiempo planteándose en varios Estados miembros) o límites a una expansión sustancial del gasto público en otras partidas.

Los efectos de esta gobernanza fiscal podrían suavizarse si se implementaran políticas de transferencias entre los países más ricos y más pobres de la UE. No en vano, se ha planteado convertir en permanente el actual fondo NGEU, que ha servido para incrementar el gasto inversor en los países más afectados por la pandemia (en términos absolutos: Italia y España).

Sin embargo, está posibilidad parece vetada por la oposición de Alemania y otros países a mantener este programa, financiado con deuda europea, al considerar que el mismo supone un subsidio a los países receptores a costa del contribuyente (nor)europeo. Y esta oposición tiene el tiempo a su favor, toda vez que el NGEU caduca en 2026 y su continuidad requeriría un voto unánime de los Estados miembros.

En aparente contrapartida, Alemania y Francia apoyan una relajación de las reglas de competencia para subsidiar a las industrias estratégicas, en una propuesta conjunta lanzada el pasado diciembre. De implementarse, esta petición podría garantizar la competitividad de la industria europea en el mercado global, especialmente antes las medidas proteccionistas tomadas por otros países (véase, de nuevo, China y EEUU) y el retraso relativo de la UE en algunos sectores: un objetivo que comparte con el actual NGEU. Pero de implementarse sin relajar las reglas fiscales, esta propuesta conduciría a que sólo los países más ricos o aquellos más dispuestos a sacrificar el gasto público social en favor del apoyo a la empresa privada llevaran a cabo este tipo de programas, en una nueva fuente de dumping y desigualdad territorial entre países europeos. Un efecto que no cabe considerar como indeseado, vista la oposición de Alemania a cualquier mutualización de las inversiones.

Al retorno de la ortodoxia fiscal se le suma el retorno de la ortodoxia monetaria. Como respuesta a la actual espiral de precios, los tipos de interés del BCE empezaron a subir en julio hasta el 2,5% de estos momentos y se encuentran actualmente en niveles no vistos desde 2008, después de años de tipos nulos. El mensaje de Lagarde es que los tipos de interés seguirán subiendo hasta que la inflación caiga en la Eurozona hasta el 2% (como referencia, 2022 cerró con una inflación del 9,2%). Prueba de esta determinación es que el mismo 15 de diciembre, el BCE confirmó que empezaría a revertir sus programas de compras masivas de bonos a partir de marzo de 2023, lo que previsiblemente acelerará el incremento de los costes de financiación de la deuda de empresas y Estados, planteando dificultades adicionales a estos para cumplir con las reglas fiscales.

Este incremento supone, ya en la actualidad, un grave problema para las familias con hipotecas y créditos a tipo variable, en modo inversamente proporcional a su nivel de ingresos. El BCE opta por redistribuir la renta de abajo a arriba, lo que, además de empobrecer a las personas directamente afectadas, contribuirá en no poca medida a reducir la actividad económica en su conjunto.

Una vez más, el objetivo último es que el menor crecimiento del PIB discipline a la clase trabajadora y que la misma renuncie a incrementos salariales con los que recuperar el poder adquisitivo perdido, de modo que sean ellos (y no las empresas y sus márgenes de beneficios) quienes asuman los costes de reducir la actual tasa de inflación.

La combinación de estos factores no es halagüeña. La Comisión Europea preveía en octubre que la economía de la UE y la Eurozona creciera un +0,3% en 2023 (un +1,0% en el caso de España) y seguiría por debajo de la media pre-pandemia en 2024. Por otro lado, parece claro que la actual ronda de inflación está afectando desproporcionadamente la cesta de la compra de las clases populares (por su mayor gasto proporcional en alimentación y energía), que sufren además la erosión del valor de sus salarios. Un empobrecimiento que es probable que el nuevo rumbo de la política monetaria (y, en el medio plazo, la política fiscal) exacerbe.

Bajo crecimiento económico y mayor desigualdad es una combinación que parece incompatible con la estabilización del actual tablero político. Para aquellos situados en los estratos económicos medios, el miedo al desclasamiento favorece su captura por discursos reaccionarios: lo que facilita su adhesión al bloque conservador y la derechización del mismo.

Paradójicamente, movilizar a las clases populares en oposición a este bloque no es tarea sencilla: pues la falta de perspectivas de mejora económica se convierte en un poderoso factor de desmovilización y de participación social, así como de distanciamiento de las instituciones existentes. Y más si estas instituciones, como la UE, se encuentran en pleno retorno al orden. Por ello, es necesario combinar la defensa directa de los intereses populares con mensajes que capturen su indignación subterránea con el sistema.

La izquierda debería poder aspirar a gestionar el presente sin dejar de hacer ruido, porque la oposición a las políticas e ideologías que generan y justifican la desigualdad no pueden aislarse de la impugnación del marco en que las mismas se reproducen. Syriza fracasó en su asalto a las instituciones europeas, pero es este un camino al que no deberíamos renunciar.

Ramon Boixadera (1988) es doctorando en economía aplicada en la UIB. Ha colaborado en distintas publicaciones de economía crítica. Fue  asesor del GUE/NGL en el Parlamento Europeo durante la IX legislatura.

Crisis global y transformaciones políticas en la Unión Europea

Grabación del debate entre Pedro Chaves Giraldo y Carlos González-Villa realizado el pasado 23 de noviembre gracias a la colaboración entre las asociaciones Isegoría y La Casamata.

¿Qué futuro, Unión?

Panorama general

Permacrisis es la palabra del año 2022 acuñada por el diccionario Collins y cuyo significado no es otro que el de periodo extendido de inestabilidad e inseguridad. El Centro Internacional de Asuntos Internacionales de Barcelona (CIDOB), en un interesante estudio publicado recientemente, reflexiona colectivamente sobre cómo el conflicto de Ucrania ha puesto en evidencia la obsolescencia de unos marcos de seguridad colectivos, tanto en términos de regulación como en sistemas de protección, que han impactado de lleno en la ciudadanía, europea en un primer momento, pero también mundial.

Que el mundo se encuentra en un profundo escenario de modificación en al ámbito geopolítico es indudable. La crisis financiera del 2008 primero, el Covid-19 después y el conflicto bélico, sin duda han influido en el marco económico global. La hiperglobalización de los años 90 ha llegado a su fin, o en eso coinciden las voces expertas. La pandemia puso de manifiesto la debilidad de un sistema demasiado dependiente del exterior en lo económico—recordemos la pugna inicial por la obtención de mascarillas provenientes de China—y unos sistemas sanitarios insuficientes en términos de inversión en numerosos Estados miembros. El conflicto bélico después ha provocado y sigue provocando tensión en las cadenas de suministro por ausencia de materias primas o por las disrupciones del transporte marítimo. Los objetivos de la Unión Europea en torno a la transición ecológica y digital tienen importantes escollos. Algunos Estados soberanos responden a la crisis energética quemando carbón, a pesar de la urgencia climática que nos asola. El impacto del carbono resultante del tráfico digital y, como consecuencia, en el cambio climático es enorme superando incluso a la industria aérea en términos de niveles de impacto, por no hablar del consumo de agua y energía producidos por los centros de datos.

Dónde vas Europa

Las sucesivas crisis a las que ha hecho frente la Unión Europea, agudizadas desde la crisis económica del 2008 primero y del bréxit después, hicieron temblar los cimientos de lo que hasta ahora conocemos como Europa. Una Europa que nació como un proyecto para preservar la paz y la seguridad de un continente devastado tras 1945 firmando, en 1951, el Tratado del Carbón y el Acero, un precedente del Tratado de Roma de 1957 que posibilitaba el comercio de mercancías entre países con aranceles comunes y cuyo resultado, con la firma de tratados posteriores, sería el de un mercado común con intercambio de bienes, servicios y capitales.

No es momento de un análisis profundo en el proceso de configuración de la Unión Europea, pero sí resulta necesario preguntarse acerca de un proyecto construido al margen de la opinión ciudadana, en el que el peso del Consejo y de la Comisión ha estado por encima del Parlamento Europeo, cámara de la soberanía popular europea, en el que figuran inscritos, según la estadística del año 2021 un total de 6.941 lobistass. En 2023, casi 12.000 organizaciones se encuentran registradas como tal. Su presupuesto anual combinado es de 1.800 millones de euros.

Por si fuera poco, el periódico Le Soir sacó a la luz el asunto Qatargate , un escándalo de corrupción en el que también se encontraría Marruecos implicado y que es de una magnitud tan grande como para provocar la encarcelación y consecuente cese de la ya exvicepresidenta socialista italiana Eva Kaili.

A este respecto, la aparente intención del Parlamento Europeo es la de implementar una política de puertas giratorias, de mejora de rendición de cuentas y control de los lobbies así como quienes representan a terceros. Habrá que ver si esto resulta suficiente como para no dañar aún más una institución que, en apariencia de quienes tienen una firme vocación europeísta, resultaba ser el vínculo directo con una ciudadanía europea descontenta con la clase política, en medio del surgir de tantos peligrosos movimientos nacionalistas de ultraderecha, que amenazan con destruir el proyecto europeo tal y como lo conocemos en la actualidad.

Construyendo la casa por el tejado

Alba Rico nos recuerda que la UE está constituida por dos almas diferentes: una de origen federalista y republicana, plasmada en el manifiesto Ventotene escrito por el comunista Altiero Spinelli, y otra de origen franco-alemán, inspirada más en el sentido pragmático y comercial que fue configurándose como la opción predominante en los sucesivos tratados.

El artículo 3 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea no viene sino a definir al mercado interior europeo en el contexto de una economía social de mercado altamente competitiva, tendente al pleno empleo y al progreso social, en un nivel elaborado de protección y mejora del medio ambiente. Se entiende que dicho concepto debía asumir un alto valor simbólico en el ordenamiento jurídico comunitario y, por lo tanto, debiera interpretarse en el sentido de que el mercado interno no es un fin en sí mismo del proceso de integración comunitaria sino un simple instrumento para alcanzar finalidades de naturaleza política y social.

Por otro lado, el fin de la Guerra Fría y la Caída del Muro de Berlín supusieron, en opinión de Thomas Piketty, un incremento de las desigualdades y una aceleración en la imposición del modelo neoliberal que ponía en cuestión el Estado del bienestar e implantaba las tesis del laissez-faire del mercado. Si hasta entonces el Estado nación se encargaba de la articulación de las relaciones sociales y, por ende, del equilibrio en el proceso de correlación de fuerzas, a partir de ese momento se produjo una reorganización del orden internacional que favorecía el flujo de capitales, con la consiguiente apertura de los mercados nacionales; la reestructuración flexible de las empresas y la liberalización de numerosas empresas estatales con la entrada de capital privado en las mismas.

Mientras tanto, las instituciones de la Unión Europea ya mencionadas, aceleraron el proceso de integración europea y, a pesar del fracaso de la Constitución Europea tras el no de Holanda y Francia, avanzaron hacia la creación del euro en el año 2000. Una moneda que carecía de un sistema de integración bancario y de una política fiscal común que imponía, a todo coste, la integración de la economía, del mercado y de la política a pesar de las numerosas voces economistas que planteaban el error de dicha decisión.

Y llegó la crisis financiera del 2008, también denominada Gran Recesión (2008-2014) que azotó con especial virulencia a los países de la zona euro y provocó el fortalecimiento de la disciplina fiscal, a través del Tratado de Estabilidad, coordinación y gobernanza con el que se introdujeron reglas de oro en las constituciones de los Estados soberanos que impiden a los mismos endeudarse por encima de un 3% del PIB. La rigidez normativa impuesta por Alemania, que en ningún momento apostó por la condonación de la deuda, tuvo graves consecuencias sociales de sobra conocidas y una pérdida del tejido productivo de aquellos países (fundamentalmente del Sur) cuyas industrias fueron desplazadas a lo largo de estos años en pro de sectores de bajo valor añadido (sector servicios).

Ni que decir tiene que el conjunto de medidas adoptadas durante este periodo tuvo un marcado carácter político. El periodo que vino después hasta la denominada “senda de recuperación” (como gusta a cierto tipo de economistas) reflejó las debilidades estructurales de un sistema errático que evidenció el carácter multidimensional de la crisis que asolaba Europa.

En medio de esta situación, llegó la crisis de los refugiados, como han venido a denominar, y en ese momento los valores relacionados con la solidaridad de los países comenzaron a fraguar. El papel de las instituciones europeas en su gestión llegó tarde y mal, se erigieron vergonzosos muros contra personas que huían de la guerra de Siria y el chantaje turco devino en la entrega de miles de millones de euros al dictador Erdogan para “contener” el éxodo sirio, habiéndose aprobado paquetes de miles de millones de euros con ese fin.

Cambio de política frente a la COVID

En diciembre del 2019, la recién elegida presidenta de la Comisión Europa, Ursula Von der Leyen, establecía una serie de prioridades a poner en marcha hasta el siguiente proceso legislativo: un pacto verde europeo, una Europa adaptada a la era digital, economía dedicada al servicio de las personas, promoción del modo de vida europeo e impulso a la democracia europea. En pleno debate con el Parlamento Europeo sobre el significado de la aprobación de dicho plan llegó la pandemia. Quizás fue el aprendizaje de lo vivido en épocas anteriores.

Al comienzo de la pandemia, la respuesta de la Unión Europa tuvo un carácter un tanto fragmentado en la que el Banco Central Europeo (entidad tecnocrática) ofreció rápidamente una respuesta a la crisis al mutualizar los riesgos a través del despliegue del Programa de Compras de Emergencia ante la Pandemia. Consistió en un importe de 750.000 millones de euros ampliados a 1.350.000 millones de euros que fue prorrogado hasta finales de 2021. Por otro lado, la Comisión Europea interrumpió el pacto de Estabilidad y Crecimiento alejando el principio de disciplina fiscal de la Unión Europea, quizás conscientes de que una actuación errónea habría supuesto la desintegración europea.

Hubo un importante momento de fricción entre los Estados miembros, con posturas enfrentadas: por un lado, España, Italia y Francia plantearon la mutualización de las deudas soberanas para poder hacer frente a la crisis y, por otro, la postura de Alemania y Holanda que, tras un proceso de negociaciones, rechazaron tal planteamiento.

Así las cosas, el Eurogrupo aprobó un paquete de medidas en forma de respuesta europea. Una de ellas fue el SURE, un programa de préstamos de la Comisión cuya finalidad era la de mitigar los riesgos del desempleo producido y que en España se tradujo en ERTES. Por otro lado, se aprobó un programa del Banco Europeo de Inversiones que respaldó los préstamos a pequeñas y medianas empresas. El acuerdo SURE podría considerarse como uno de los principales resultados tangibles que utilizaría la Comisión para gestionar el impacto de la crisis y para otorgar credibilidad a las instituciones de la Unión Euoropea. Posteriormente, se presentó el plan NextGenerationEU, propuesta con un fondo de recuperación de 750.000 millones de euros vinculado al Marco Financiero Plurianual, combinando así los préstamos y las subvenciones.

Ahora bien, es importante señalar que el éxito del plan se ha debido al acuerdo por parte de los Estados miembros, por lo que, en cierto sentido, la respuesta política a la crisis ha estado basada en un modelo intergubernamental más que en un desplazamiento del centro político hacia las instituciones europeas y, en cierto sentido, a una reconsideración por parte del todavía gobierno de Ángela Merkel de la necesidad de sostener la Unión Europea.

De forma paradójica, este fondo Next Generation que incluye el Plan de Recuperación y Resiliencia estaría acelerando los objetivos de la Comisión Europea en torno a la transformación de las sociedades a una economía verde y digital. O eso pensábamos porque, como ya hemos mencionado anteriormente, la crisis energética producida como consecuencia del incremento del precio del gas por la guerra ruso-ucraniana, está revirtiendo las tendencias que sostienen la necesidad de ser, en el año 2050, una economía libre de carbono.

¿Se desarrollarán los derechos sociales de forma activa?

De esta reflexión surgen muchas preguntas: ¿estamos realmente ante un Green Washing o lavado verde? ¿No existen posturas enfrentadas entre el New Green Deal y la necesidad de decrecer, como sostiene el movimiento ecologista progresista? ¿Avanzamos hacia una gobernanza más federal o seguiremos manteniendo un modelo de gobernanza multinivel en el marco de la Unión Europea? ¿Dónde queda en todo este panorama el desarrollo de los derechos sociales que antes mencionábamos?

Merece la pena dedicar algo más de tiempo a este ámbito y ver qué avances en materia de derechos sociales, si bien tímidos e insuficientes, al menos todavía, se están produciendo.

La Comisión Europea, en la todavía Comisión Juncker, aprobó el Pilar Europeo de Derechos Sociales en 2017. Hay que recordar que Jean Claude Juncker es un defensor de la economía social de mercado, es decir, la Unión Europea defendería en realidad lo que algunos conciben como “capitalismo social”. Sin embargo, la Unión Europea adolece, todavía, de un verdadero desarrollo de dichos derechos a pesar de que la Carta Social Europea fuese aprobada en 1961 y posteriormente revisada.

La Confederación Europea de Sindicatos, durante la celebración de su congreso en 2015, apostó por la necesidad de forzar a la Unión Europea a la adopción de unas bases que la dotasen de esa dimensión social que tanto ha venido exigiendo el movimiento sindical internacional. En la práctica, solo había sido desarrollada por una incipiente jurisprudencia en el campo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea nacida de unos jueces, tras la Segunda Guerra Mundial, que quizás tenían más marcado en su carácter la necesidad de un auténtico desarrollo de los mismos, y no los golpes que la clase trabajadora ha ido sufriendo con sentencias como Viking y Laval, que dan carta blanca al desarrollo del dumping social entre países.

El modelo social europeo hace referencia al patrimonio común en torno a la cohesión social y económica. En cierto sentido se refiere al rol del Estado del bienestar como una institución de integración y corrección de las desigualdades sociales. La dimensión social de la Unión Europea tendría que estar basada en el respeto a los derechos sociales fundamentales y a la mejora de las condiciones de vida y trabajo de sus gentes. Así, por ejemplo, se ha venido afirmando que:

La unidad de reglas en lo comercial no se corresponde con la dispersión de reglas en lo social, existiendo una clara subordinación del acervo social a las exigencias de las normas comerciales y de mercado, y una tendencia que puede calificase de natural, a la consideración de las reglas sociales como barreras u obstáculos para el desarrollo de la libre competencia y el libre mercado.

Todavía, en 2023, queda mucho camino por recorrer para establecer realmente dicho pilar y las acciones a él vinculadas. El primer escollo se ha encontrado con la aprobación de la Directiva sobre unos salarios mínimos adecuados en la Unión Europea por la oposición de Suecia y Dinamarca a los mismos. No ha sido hasta diciembre de 2022 cuando Suecia retiró su oposición a la normativa a cambio de que ambos países queden excluidos de cualquier tipo de imposición de un salario mínimo en sus países, lo que hace reflexionar nuevamente, no solo sobre el principio de subsidiariedad de los países, sino en la dificultad de llenar realmente de contenido y capacidad cualquier iniciativa legislativa (bien en forma de Directiva, bien en forma de Reglamento) en el área de lo social. Y aquí el movimiento sindical europeo debería estar atento para evitar la aprobación de normas descafeinadas o que, en la práctica, sirvan para maquillar y lavar de nuevo la cara al capitalismo.

En la denominada Declaración de Oporto, de mayo de 2021, se comprometían a lo siguiente:

Tal como establece la Agenda Estratégica de la UE 2019-2024, estamos decididos a seguir profundizando en la implementación del Pilar Europeo de Derechos Sociales a nivel nacional y de la UE, con el debido respeto por las competencias respectivas y los principios de subsidiariedad y proporcionalidad. El Plan de Acción presentado por la Comisión el 4 de marzo de 2021 proporciona una guía útil para la implementación del Pilar Europeo de Derechos Sociales, incluso en las áreas de empleo, habilidades, salud y protección social.

Por último, hay que recordar que en mayo de 2022 tuvo lugar la conferencia sobre el Futuro de Europa, que fue desarrollada durante muchos meses y cuyo objetivo era escuchar a la ciudadanía haciéndoles expresar su opinión sobre el futuro de Europa a través de unos diálogos dirigidos por la propia ciudadanía y cuya conclusión ha dado pie a 49 propuestas que tendrán que implementarse. Los temas sobre los que versó la conferencia fueron nueve: cambio climático y medio ambiente; salud; una economía más fuerte, justicia social y empleo; la Unión en el mundo; valores y derechos, Estado de derecho y seguridad; transformación digital; democracia europea; migración; educación, cultura, juventud y deporte. Las conclusiones han sido incorporadas al trabajo programático de la Comisión.

Dichos cambios deberían plasmarse también con una necesaria reforma del Tratado de Lisboa, consideración que va tomando voz y fuerza, no solo desde la celebración de la conferencia, sino también tras la pandemia o ahora con el conflicto.

Habrá que esperar, y a pesar de la oposición de los países nórdicos, existen voces que subrayan el respaldo a la postura de crear una Comunidad Política Europea vinculada a cuestiones como el comercio, el Estado de derecho y la democracia.

Lo que está claro es que todo se encuentra en el aire y, dada la volatilidad del momento en el que nos encontramos, está por ver si realmente quienes ostentamos una profunda convicción europeísta, veremos algún día cumplido el sueño de Spinelli de una Europa realmente libre y unida.

Filóloga, aprendiz de jurista. Máster en Derecho de la Unión Europea. Ha trabajado durante quince años en el entorno de las Instituciones Europeas, desarrollando diversos proyectos en el marco del diálogo social tanto a nivel europeo como a nivel mundial de la mano del movimiento sindical. Conoce de primera mano el funcionamiento de las Instituciones Europeas. Sindicalista de CCOO. Interesada de primera mano en el desarrollo de los derechos sociales de la Unión Europea. Sigue creyendo que otro mundo es posible.

Crisis de legitimidad, resiliencia y cambio institucional en la Unión Europea

Introducción

El objeto de este artículo es la Unión Europea(UE) e intentaré explicar dos procesos diferentes que operan en este entramado institucional y que pueden ayudarnos a entender mejor las dinámicas de toma de decisiones y de conflictos.  En primer lugar, la paradoja entre una politización creciente del proceso político decisional en la UE en un marco institucional pensado para, precisamente, excluir la política. En segundo lugar, la evidencia de una desafección en aumento respecto al modo en que se está construyendo el proceso de integración al tiempo que éste necesita, cada vez más, de la legitimación y consentimiento de las poblaciones.

Y es mi pretensión tratar de ofrecer estas explicaciones enmarcando estas paradojas en el contexto de las respuestas de la Unión Europea a los existenciales desafíos a los que ha hecho frente en la última década. Especialmente, en lo que se refiere a la crisis del euro a partir de 2010 y la respuesta a la pandemia por Covid19 desde 2020 hasta, prácticamente nuestros días. Durante este período de tiempo, se han sucedido otras crisis que han creado una situación singular y única a la que se ha denominado policrisis y a la que nos referiremos más adelante.

Por último, justo durante la entrega de este capítulo finalizaba la Conferencia sobre el Futuro de Europa[1], una iniciativa que tenía como objetivo dar voz a la ciudadanía europea para realizar propuestas en todos los órdenes y que podrían, eventualmente, convertirse en una agenda de cambio para las instituciones europeas. Como veremos, la Conferencia ha estado muy lejos de satisfacer los ambiciosos objetivos que se proponía y suministra información adicional que me permite afirmar, anticipando una conclusión, que el impulso para el cambio en el contexto institucional de la UE, sólo puede venir desde fuera de la propia dinámica institucional.

La UE ha mostrado una resiliencia sorprendente y, en parte, inesperada, pero que necesita cambios sustanciales para mejorar su eficiencia y capacidad de respuesta en un entorno crecientemente complejo. En este punto, la legitimidad de las decisiones es una condición para que el desempeño de estas se realice con más eficacia. En mi opinión, este punto puede interesar en relación con las reflexiones sobre la Inteligencia estratégica.

Confío en que estas reflexiones puedan ayudar a las personas expertas en el tema de la Inteligencia a dimensionar este elemento considerando la realidad de una institución multinivel y compleja como la Unión Europea.

Algunas ideas sobre instituciones y proceso político en la UE

La Unión Europea es una institución construida entre lo que Van Middelaar ha llamado la política de la norma y la política del acontecimiento, una tensión permanente entre el respeto a los criterios y reglas establecidas y la necesidad de ofrecer respuestas flexibles y ad hoc a problemas no previstos (Van Middelaar, 2018).

Este autor ve la construcción europea como el resultado de tres proyectos de construcción en disputa y que producen una articulación institucional frágil y contingente. Estos tres proyectos serían: la despolitización, la parlamentarización y la aportación de los presidentes de gobierno (Van Middelaar, 2018, p.21). Lo interesante de este enfoque es que nos ofrece una explicación del modo en que cada una de las instituciones que forman parte del triángulo institucional de la UE se comportan en los diferentes proyectos, a saber: la Comisión, el Parlamento Europeo, el Consejo de la Unión y el Tribunal de Justicia.

Otros autores defienden también esta condición contingente y variable de la Unión, de manera que las instituciones características de la UE “son el producto de relaciones de fuerza y dinámicas de poder”[2] (Lequesne, Surel, 2004, p.79).

En general, podríamos decir que la UE descansa sobre tres elementos principales que nos ayudan a comprender su dinámica e interacciones, sus límites y los problemas no resueltos y acumulados.

En primer lugar, la UE sorprende por la densidad de interacciones entre las diferentes instituciones y por la diversidad de niveles comprometidos en la toma de decisiones. Esto es el resultado de formas de cooperación interestatal cuya red institucional y cuadro jurídico son originales. En este sentido, la UE no tiene parangón internacional y, a día de hoy, debe ser considerado un sistema político sui generis pero con todos los atributos de esta condición.

En segundo lugar, la UE se articula según dos lógicas de legitimación: la estatal y la supranacional. Ambas lógicas no son simétricas respecto a su origen y resultados y son, en parte, el fundamento del déficit democrático que caracteriza a la UE desde sus primeros pasos. Entre las consecuencias más relevantes de esta doble legitimidad está la opacidad institucional que no es tanto un problema de mal funcionamiento como la consecuencia misma de su naturaleza política (Lequesne, Surel, 2004, p.89).

Y en tercer lugar, un amplio consenso inicial con lo que se ha denominado “integración funcional”, esto es, compromisos y objetivos concretos sobre materias limitadas, establecidos y gestionados por instituciones verdaderamente independientes (Magnette, 2017, p.33). Estamos ante la evidencia de una propuesta cuya fuente fundamental de aprobación y evaluación sería la eficacia técnica y con la pretensión de que todos los participantes en el proceso resultaran ganadores.

La dinámica de estos tres elementos otorga una enorme centralidad a las elites económicas y políticas que han sido el auténtico motor del proceso de integración. Su valor y mérito se medirán por los resultados y una buena parte de su legitimidad descansará en su capacidad para generar políticas sin perdedores o con un equilibrio entre ganadores y compensaciones suficientes para estos. Efectivamente, para Peter Mair “El progreso efectivo hacia la integración europea sólo podía conseguirse en la medida en que se confiara en las propias élites” (Mair, 2015, p.122).

Tenemos, así, un modelo institucional sui generis, de alta complejidad, con una elevada capacidad para tomar decisiones de amplio impacto y con un notable déficit democrático, entendido tanto como un déficit de legitimidad como de enajenación y extrañamiento de la ciudadanía europea respecto a las decisiones tomadas en Bruselas. La complejidad y la despolitización producen, además, una incomprensión respecto a la atribución de responsabilidades y un rechazo al modo en que se conduce el proceso de integración.

Vamos a intentar, en las próximas líneas, comprobar cómo se ha comportado este sistema en la gestión de las diferentes crisis que han sacudido la UE en la última década.

Policrisis, crisis de legitimidad y resiliencia en el proyecto de integración europeo

Es un tópico aceptar que la construcción europea crecía y se consolidaba a golpe de crisis y de “cumbres excepcionales” en las que, parando los relojes, los gobiernos de la UE encontraban una salida agónica que permitía seguir avanzando. Y lo cierto es que la Unión ha superado pruebas complicadas que se han ido saldando, en general, con un incremento en los niveles de integración y de capacidad de decisión supranacional. No obstante, la evidencia es que este funcionamiento “de emergencia” fracasó a la hora de dar respuesta a los principales desafíos democráticos y de legitimidad de la Unión Europea.

Recordemos, sin necesidad de retrotraernos a los orígenes, el Tratado de Niza (2003) que debería haber preparado la estructura institucional de la Unión para las futuras ampliaciones al centro y este de Europa y que resultó un fiasco; o la fallida Constitución Europea (2005) que recibió el rechazo popular en Francia y los Países Bajos y se convirtió, después, en el Tratado de Lisboa (que también recibió el rechazo inicial de Irlanda). Un Tratado que incluía algunos cambios significativos en el funcionamiento de la Unión pero que no solventaba el problema recurrente del déficit democrático y de la creciente desconfianza de la ciudadanía hacia el proceso de integración.

De hecho, el fracaso de la Constitución Europea puso de manifiesto el fin de lo que se ha venido denominando “el consenso permisivo”, expresión acuñada por Lindberg y Sheingold y que hacía referencia a una legitimidad pasiva de la ciudadanía europea hacia el proyecto de integración (Lindberg, Ssgheingold, 1970). De ese consenso implícito, explicable tanto por la despolitización del proceso de integración cómo por la apariencia de juego de suma uno (todos los actores ganan) hemos pasado a lo que se denomina “disenso vinculante” (Hooghe, Marks, 2008) y que ha emergido como resultado de una creciente politización respecto al proceso de integración y de un incremento del malestar respecto a las consecuencias del mismo. Este disenso hace referencia a que la UE ha dejado de ser vista como solución a los problemas y ha pasado ser considerada como parte de los mismos (Tsoukalis, 2016, p.8).

En buena medida esto tiene que ver con que el aumento de las áreas de competencia de la Unión y con ello, un impacto más importante de sus decisiones y una mayor visibilidad. El resultado no puede sorprendernos: el aumento de la politización alrededor del proceso de integración. Este proceso ha mostrado que la UE se ha convertido en un proyecto más liberal en lo económico y en una parte sustancial del proceso de globalización actual (Tsoukalis, 2016, p.34).

La pregunta relevante en relación con la crisis tiene que ver con su naturaleza, su impacto y su duración. Este enfoque debería permitirnos conocer mejor los desafíos a los que se enfrenta el proceso de integración y si son pensables soluciones en el marco de los actuales tratados. Básicamente, si es posible seguir business as usual, de manera que pequeños retoques puedan seguir manteniendo la situación bajo control.

Nuestra opinión es que la simultaneidad y magnitud de las crisis recurrentes que ha vivido (y vive) la UE desde 2008, exigen cambios cualitativos en el proceso de integración, en su arquitectura institucional, en su relación con la ciudadanía europea y en el papel de los estados miembros.

En primer lugar, nunca antes habíamos hablado de “una década de crisis”. Desde que se desató la debacle financiera en 2008 la UE ha vivido una sucesión de crisis simultáneas que han afectado a prácticamente todas las áreas de este sistema político sin Estado, cómo ha sido caracterizado a menudo, pero también han sido cuestionados sus supuestos valores, su identidad y la percepción de la ciudadanía sobre el proceso mismo de integración, sobre su pertinencia y utilidad.

Podríamos hablar de al menos seis crisis diferentes:

1. La crisis financiera de 2008 y sus consecuencias económicas y sociales.

La gestión de la crisis produjo una profunda conmoción en los países sometidos a Memorándums de Entendimiento con el fin de recibir ayudas de la UE. Se trató de auténticos contratos de vasallaje (Varoufakis, 2017) que imponían un inaudito control político-económico a países democráticos por parte de un organismo políticamente irresponsable -la troika- y puso de manifiesto la existencia de una brecha norte-sur así como la evidencia de una, como mínimo, muy frágil solidaridad europea. La gobernanza de la crisis económica dio un protagonismo mayor al Consejo de la Unión (la reunión de los jefes de Estado y de Gobierno) que gestionó la crisis orillando al Parlamento Europeo y convirtiendo a la Comisión en una secretaría política de alta cualificación (Chaves, 2017). Por último, la gestión de la crisis agudizó la tendencia de la década anterior al incremento de la desigualdad y a una creciente debilidad de los estados de Bienestar.

2. La Crisis migratoria de 2015

Esta ha afectado profundamente a varias áreas de acción de la UE, pero también a sus valores y su autopercepción. La llegada de algo más de un millón de personas refugiadas e inmigrantes a nuestras fronteras produjo una importante crisis cuyas consecuencias no han desaparecido. Por una parte, el descompromiso de la mayor parte de los gobiernos europeos respecto a lo que ocurría en países como Italia, Grecia o España en relación con la llegada de personas migrantes y su impacto local y nacional puso de relieve la ineficacia del sistema Dublín de visados. La timorata –cuando menos – propuesta de la Comisión para redistribuir 170.000 personas refugiadas entre los 28 países de la Unión y el rechazo de algunos países de la Europa central y oriental (Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria) puso de relieve la ausencia de voluntad por compartir una situación compleja y buscar soluciones desde la solidaridad y el acuerdo. Pero también evidenció la hostilidad creciente de algunos países hacia el proceso de integración y las capacidades de la Comisión Europea. La salida securitaria y policial a la crisis y el vergonzoso acuerdo con Turquía[3] cuestionó los valores de la UE como un espacio de acogida, tolerante y respetuoso con los derechos humanos. En el capítulo de símbolos, el primer viaje internacional de Ursula Von Layer, la presidenta de la Comisión, ha sido a África en un intento de hacer visible el interés de Europa por este continente y su futuro, pero, al menos de momento, ese gesto no se ha traducido en políticas públicas concretas.

3. Una crisis geopolítica en varias direcciones

La más obvia es el desplazamiento hacia Asia del centro de gravedad económico y geopolítico. La emergencia de China e India han modificado sustancialmente la correlación de fuerzas global y todo apunta a que su importancia será mayor en las próximas décadas. China en particular se ha convertido ya en la segunda potencia en términos de PIB, sólo superada por Estados Unidos.

Europa pierde relevancia en todos los indicadores: PIB, intercambios comerciales, sectores de vanguardia etc. (Stiglitz, 2021). Por otra parte, la turbulenta presidencia de Trump mostró una variante tan inesperada como inquietante para la UE en la esfera global: Estados Unidos maltrataba a sus aliados tradicionales, se confrontaba abiertamente con China y buscaba un nuevo tipo de relación con Rusia. En ese escenario, la UE jugaba un papel completamente subsidiario y menor. La literatura alrededor del softpower europeo y de su condición de campeona emergente en un mundo que caminaba hacia formas “blandas” de interrelación, se ha visto superado por la realidad. Finalmente, la guerra en Ucrania abre un nuevo escenario de imprevisibles consecuencias.

4. La crisis del terrorismo

Europa ha sido duramente golpeada por el terrorismo –fundamentalmente de tipo yihadista – y desde 2015 se pusieron en marcha una serie de medidas orientadas en varias direcciones: mejoramiento de la colaboración entre fuerzas policiales a nivel europeo, mejorar el nivel de información sobre redes terroristas, prevenir la radicalización en origen, endurecimiento de los códigos penales y aumento de la retórica securitaria y colaboración en acciones militares con el objetivo de liquidar el llamado Califato Islámico implantado en Siria e Irak desde 2014 (y derrotado en 2019).

Aunque el aumento del terrorismo obedece a causas diversas, entre las que no habría que dejar de mencionar la colaboración de Europa en la desestabilización de países como Libia o Siria, lo que ha llamado la atención hacia el interior de nuestras sociedades ha sido la participación como terroristas suicidas en muchos casos, de ciudadanos europeos, hijos de inmigrantes de segunda o tercera generación. Esa mirada ha puesto de manifiesto el fracaso de las políticas de integración abordadas por las sociedades europeas desde comienzos de los años 60 y la necesidad de una redefinición de las mismas. Ha sido también la oportunidad para las organizaciones y partidos de extrema derecha de usar el “tema migratorio” desde el miedo y la desconfianza a un “otro” culturalmente diferente. Una buena parte de los debates alrededor de la identidad europea se han producido alrededor de este tema.

5. La crisis del Brexit

La salida del Reino Unido de la Unión fue un duro golpe para el proyecto europeo. Los súbditos de su majestad decidían democráticamente separarse del matrimonio comunitario e intentar progresar en solitario. La puesta en marcha del artículo 50 del Tratado de la Unión Europea (TUE) que se trataba de un mecanismo que no se creía fuera a ser utilizado nunca. La negociación entre la UE y el Reino Unido reveló varias cosas que no eran evidentes al comienzo del proceso: los niveles de interdependencia económica entre los países de la UE son muy altos y la interconexión económica y social hace prácticamente imposible “separar” con claridad las competencias y recursos. De este modo, se ha hecho visible que separarse tiene costes de oportunidad, pero también costes en términos de confianza. Por otra parte, la UE, dirigida por Michel Barnier ha realizado una negociación exitosa que ha producido resultados políticos inesperados. Entre ellos, uno particularmente llamativo es la reconversión de los partidos de extrema derecha desde organizaciones abiertamente partidarias a salirse de la UE, véase Rassemblement National en Francia, a solicitar una “profunda reforma de la UE”. El encuentro de las extremas derechas en Francia, el pasado 2 de julio de 2021, marca un hito en esta coordinación continental en una estrategia de cambio en relación con la UE (Le Monde, 2021).

6. El desafío de las fuerzas de extrema derecha al sistema democrático

Este es un desafío fundamental en términos de valores e identidad para la propia Unión Europea. En el acto protocolario de toma de posesión de Eslovenia de la presidencia rotatoria de la Unión (julio 2021), la presidenta de la Comisión Europea advierte al presidente esloveno, Janez Jansa, contra los ataques al Estado de derecho y a la libertad de prensa (El País, 2021). El inicio de la presidencia eslovena se produce en el contexto de una ofensiva comunitaria contra el estado húngaro (El País, 2021) por sus leyes homófobas, en particular contra la última ley que impide, mediante multas y penas de prisión, que se pueda hablar de formas de relaciones sexuales no heteronormativas en presencia de menores. Lo que implica que solo las relaciones sexuales heteronormales son consideradas “correctas” y adecuadas. Pero el desafío de las autodenominadas “democracias iliberales” va más allá de la lucha contra el feminismo o contra lo que ellos denominan “ideología de género” (Chaves, Pardo, De las Heras, 2021) y propone una estructuración no-liberal de las instituciones democráticas y un nuevo pacto social fundado en una idea homogénea y excluyente de la nación, en una versión actualizada de viejos valores familistas y en una crítica al mainstream político en el que se incluyen los partidos y organizaciones tradicionales de los sistemas de partidos clásicos y esto abarca tanto a la derecha como a la izquierda. Considerando este enfoque global, el desafío a la Unión Europea es mayúsculo: en términos de identidad democrática, de sociedad inclusiva y tolerante, de respeto a la diversidad, de espacio de garantía para derechos civiles y políticos etc.

Todas estas crisis, hasta el momento, han supuesto un verdadero desafío a las políticas de la Unión. Por primera vez, no se ha hablado de “crisis” enunciada en singular y limitada temporalmente, sino de “década de crisis”, una formulación que habla de un episodio largo en el tiempo, inacabado y multifacético. ¿Podemos pensar que estamos ante una crisis más de las que han jalonado la historia de la integración desde sus orígenes? Nuestra respuesta es No. Esta es una crisis diferente con mayores implicaciones y consecuencias y donde se ven afectadas cuestiones claves del proceso de integración europeo (Brack, Seda, 2021). Por otra parte, la crisis ha desatado y agudizado las tendencias centrífugas preexistentes a un punto desconocido hasta el momento (Coman, Crespy, Schmidt, 2021).

Las razones de esta condición especial se pueden explicar a partir de diferentes factores concurrentes. En primer lugar, su naturaleza multidimensional. Las diferentes crisis han afectado a diferentes países, regiones, temas y políticas públicas con diferentes niveles de integración: la política migratoria, la económica, la política exterior y de seguridad, las fronteras de la Unión, las relaciones entre instituciones y su rol en el mecanismo institucional, etc.

En segundo lugar, por primera vez y simultáneamente se han visto afectados ámbitos clave del proceso de integración: la moneda común, la identidad europea, sus valores y su condición de paraguas de la democracia y los derechos.

En tercer lugar, la duración de la crisis no es un asunto menor y debe ser destacado. El hecho de que las crisis se estén sucediendo durante una década ha puesto a prueba el proceso de integración y su capacidad de resistencia. Puede decirse que la Unión ha soportado razonablemente bien la situación, aunque se trata de procesos que han tenido costes y que han modificado el proyecto y algunos elementos claves del imaginario fundacional y de la retórica misma de la integración: europeización, democratización, bienestar, solidaridad. De hecho, este período ha sometido a una tensión adicional a los diferentes actores políticos y a las elites europeas haciendo muy difícil evitar el “efecto contagio”, esto es, el hecho de que las diferentes crisis multipliquen sus efectos sobre la base de la acumulación y la superposición.

En cuarto lugar, las crisis han obligado a una mayor visibilidad de la Unión y como consecuencia sus decisiones han adquirido una dimensión pública más notoria. Se ha hecho más visible la naturaleza política del proyecto europeo, su contenido liberal y su funcionalidad respecto a la globalización y su impacto desregulador. Tal y como Tsoukalis señala: “En su fase más reciente, la integración europea se ha convertido en parte integral del proceso de globalización en una era de neoliberalismo” (Tsoukalis, 2016, p.54). Esta situación ha afectado a la legitimidad de las decisiones tomadas por la UE, en buena medida porque el modelo de gobernanza salido de la crisis económica ha incrementado la ilegibilidad del modelo de integración europeo, su opacidad y su falta de control.

En quinto lugar, han quebrado dos mitos del proceso de construcción europea que retroalimentan el malestar y el desencanto en determinados países y entre los sectores sociales menos favorecidos en términos económicos o de capital cultural. De una parte, la evidencia estadística que muestra que el proceso de integración europeo no camina en la dirección de una “Europa para todos”, esto es, un proceso inclusivo e incremental que no iba a dejar a nadie fuera y cuya dinámica se vería reforzada por la constatación de una convergencia económica real entre los países de la Unión (Marty, Ientile, 2021). Las divergencias económicas han crecido entre países y al interior de los mismos, al tiempo que crece la desigualdad entre los sectores más ricos y los menos favorecidos.

Por otra parte, las diferentes crisis y el incremento de la visibilidad de la Unión y de su acción política, ha hecho más manifiesto que el proceso de integración tiene ganadores y perdedores. El malestar político producido ha generado dos efectos simultáneos y relacionados: de una parte los Eurobarómetros dan cuenta de un incremento de la polarización respecto a la evolución de la opinión pública, pero también de una opinión crecientemente matizada y compleja respecto a la actividad de la Unión, donde los encuestados aprueban un mayor compromiso de la Unión en unas políticas públicas pero no en otras o simultanean una opinión crítica respecto a algunas cuestiones generales con demandas explícitas de mayor compromiso de la UE en algunos ámbitos (Marty, Ientile, 2021) (Moland, 2021) (EuropeanParliament, 2021).

El segundo efecto tiene que ver con un malestar expresado en las urnas que el voto creciente a partidos de extrema derecha representa y que pone de manifiesto el rechazo a las consecuencias de décadas de liberalización y privatizaciones, donde la UE aparece como actor impulsor y protagonista en ese proceso. Algunos autores (Rodrigues-Pose, 2018) interpretan este malestar como la respuesta a los procesos de privatización y liberalización de los “lugares que no importan” dando valor al impacto del declive industrial y de los modos de vida asociados en las poblaciones. Es la suma del declive industrial, de bajos niveles de educación y de la falta de empleo y de oportunidades a nivel local la que explicaría este malestar intenso en nuestras sociedades que suma sectores de clases medias y sectores populares. La novedad, y la sorpresa, es que la respuesta social ha venido de la mano de las papeletas electorales; ha sido una rebelión en y desde las urnas la que ha hecho visible ese malestar.

Conviene igualmente, darle su papel a la pérdida de sentido y de comunidad que el neoliberalismo ha producido y que ayuda también a explicar el regreso de propuestas vinculadas al retorno a un imaginario de “vida con sentido” relacionada con una idea homogénea de nación y una reivindicación de la familia hetero-normativa y los valores tradicionalmente asociados (Rodriguez-Palop, 2019).

La crisis del euro y la gestión de la pandemia

La crisis de 2008 tuvo, sin duda, un impacto decisivo en el proceso de politización de la Unión Europea. Esta ha cambiado no solo la intensidad de la politización, sino también su contenido (Kriesi, Grande, 2016, p.241). La crisis del euro puso de relieve las consecuencias redistributivas de las decisiones de la UE y su impacto en términos de bienestar para las sociedades europeas(Hobolt, 2018). Las decisiones que las instituciones europeas tomaron durante la crisis económica a partir de 2010 hicieron visible que las decisiones de la UE tenían un efecto distributivo muy importante, esto es, que generaban ganadores y perdedores. Pero no fue la única razón que contribuyó a la crisis de legitimidad más importante que ha vivido el proceso de integración en su historia.

En primer lugar, las decisiones se tomaron con una lentitud exasperante habida cuenta de la gravedad de la situación, lo que impactó en el modo en que era percibida la capacidad de reacción de la UE. En segundo lugar, se puso de manifiesto que las decisiones que la UE tomaba no obedecían solo a “argumentos técnicos” y que, por tanto, había razones para preguntarse sobre la legitimidad de las mismas. Los interrogantes hacían referencia a los argumentos y justificaciones normativas de las políticas propuestas, también a las instituciones que las tomaban y, por último, a sus efectos diferenciados en los países de la Unión.

Las consecuencias de la crisis fueron, por tanto, más allá de las cuestiones relativas a la gobernanza económica y pusieron encima de la mesa la necesidad de evaluar con más detalle las credenciales democráticas de la UE (Hobolt, De Vries, 2016).

Ese escrutinio ha puesto de manifiesto aspectos inquietantes en relación con la calidad democrática de las decisiones que la UE toma, de la capacidad de control de las mismas y del modo en que se garantiza la responsabilidad de las instituciones frente a las consecuencias de las políticas públicas puestas en marcha.

Brevemente, podríamos decir que se ha revelado la disfuncionalidad democrática del proceso decisional de la UE. Esta disfuncionalidad hace referencia al hecho de la distancia creciente entre el impacto económico y social de las decisiones que las instituciones europeas toman, la complejidad del proceso decisional que condiciona la eficacia de las decisiones, la limitada accountabilityde esas instituciones y la irrelevante participación ciudadana en el proceso decisional. El resultado de esta disfuncionalidad democrática es una crisis de legitimidad sin precedentes.

Esta crisis de legitimidad incluye varios elementos más que, no siendo específicos de la crisis, se han hecho más visibles con ésta y han contribuido a una aceleración de la politización del proceso decisional en la UE.

En primer lugar, la evidencia de que las decisiones tenían diferentes consecuencias dependiendo del país, lo que afectaba a uno de los pilares normativos de la construcción europea: el proceso de integración como única garantía de armonización socio-económica entre las diferentes sociedades europeas. En segundo lugar, el conjunto de decisiones tomadas, especialmente en relación con los países receptores de fondos a través de la fórmula de los Memorandos, revelaron las limitaciones en la capacidad de maniobra de los gobiernos para atender a las necesidades de sus polis. En tercer lugar, se han limitado las opciones programáticas de los partidos, contribuyendo, muy probablemente a incrementar la desazón y desconfianza respecto a la política (Mair, 2015,p.109). Y, por último, ha quedado en evidencia que el modelo clásico de accountability no es predicable para las elecciones europeas (Hobolt, 2014, p.55). Es decir, las elecciones europeas no permiten asegurar que se elige un gobierno responsable ante un Parlamento con capacidad de control sobre las acciones del ejecutivo.

Finalmente, no querría dejar de señalar el “giro ejecutivo de la gobernanza europea” (Chaves, 2021) en el contexto de la crisis financiera. Esto afecta, al menos, a tres elementos: en primer lugar, el consentimiento explícito a instituciones discrecionales con capacidad para tomar decisiones significativas para la vida de las poblaciones en ausencia de controles democráticos suficientes; el debilitamiento de las instituciones representativas y el reforzamiento del poder ejecutivo; el cambio de naturaleza en el papel de las instituciones europeas con una creciente centralidad del Consejo de la UE y la conversión de la Comisión en un Oficina técnica de asesoramiento de alto nivel.

El impacto de la pandemia

En este contexto llegó la pandemia por coronavirus cuyo impacto en este proceso no ha sido menor. No obstante, en este caso la respuesta de la UE no ha sido la misma y el cambio en la gestión permite una apreciación más matizada sobre la percepción de la UE en la opinión pública.

De una parte, en esta ocasión, la UE ha respondido con un importante grado de celeridad considerando, además, la ausencia de competencias propias en materia sanitaria y de salud pública. Las instituciones europeas entendieron, rápidamente, que se trataba de política en un contexto de emergencia global y que la inacción, excusada en la falta de competencias, no sería vista por la ciudadanía europea como una justificación suficiente (Van Middelear, 2021).

Por otra parte, la UE se ha prestado a flexibilizar normas económicas, cómo las ayudas públicas a empresas o el déficit público, que significan un importante giro respecto a la gestión de la crisis del euro. Por último, el Plan de Recuperación (Next Generation) que tiene como consecuencia el endeudamiento de la UE, puede interpretarse como un cambio de paradigma en la gestión de las crisis. Queda por ver, no obstante, la continuidad de algunas de las medidas tomadas una vez haya pasado la sensación de emergencia. Al menos a corto plazo, la invasión de Ucrania es un factor que empujará para mantener la sensación de excepcionalidad y que, a consecuencia de ello, no se modifique el actual status quo.

De hecho, y sin que podamos considerar nada como definitivo, la guerra ya ha producido algunos hechos relevantes y, diría, sorprendentes. Por ejemplo, el acuerdo entre España y los Países Bajos sobre la necesidad de crear “colchones fiscales” en una estrategia a medio plazo para acometer, en las mejores condiciones, el impacto de la guerra. Y que estas medidas económicas se aborden considerando la especificad de los diferentes países.[4]

La Covid-19 también ha impactado en el rol de las instituciones y aunque una buena parte de la gestión por las consecuencias del Coronavirus ha recaído en los gobiernos nacionales, la situación también ha concernido a las propias instituciones comunitarias y sus interrelaciones. En lo que afecta a estas, podríamos decir que el Consejo ha sido, nuevamente, el motor político, aunque esta vez compartido con la Comisión que ha desarrollado una importante iniciativa propia. Por su parte, el Parlamento Europeo, auténtico invitado de piedra durante la crisis del euro, se ha reivindicado como un actor con capacidad de propuesta y con voluntad de control político sobre la actividad de las otras instituciones.

Cómo en la crisis anterior, nada de esto debe considerarse como definitivo pero estos desplazamientos nos advierten de la inconveniencia de considerar los Tratados como la última frontera ante las posibilidades de cambio político.

Frente al protagonismo que la UE jugó en la gestión de la crisis económica, ahora, durante la pandemia, los papeles han estado más repartidos y los estados nacionales han sido la primera línea de defensa de las poblaciones frente al virus.

Cómo resultado de este conjunto de procesos la percepción de la opinión pública europea se ha complejizado respecto al proceso de integración. Complejizar quiere decir, en este contexto, que las valoraciones de la UE cambian en función del problema abordado y de la visibilidad y responsabilidad de la UE en cada una de las políticas públicas relevantes. No obstante de estos cambios, se mantiene un alto nivel de acuerdo con la bondad de la pertenencia a la UE para el conjunto de la ciudadanía de la UE; y que, con matices, podríamos decir que se consolidan dos ejes de fractura en la UE en función de los temas más relevantes de la agenda pública: hablamos de un eje Norte-Sur y de un eje Este-Oeste.

Además de estos aspectos conviene considerar la relevancia, cada vez mayor, de otros indicadores socioeconómicos personales: edad, educación y situación económica. Por último, diferentes estudios (Sanchez-Cuenca, 2000) (De Vries, 2018) (Hobolt, De Vries, 2016), subrayan la importancia de los contextos nacionales en la evaluación de la Unión Europea y el proceso mismo de integración. Entre los factores más relevantes que influyen en esa “mirada nacional”: la situación económica, la percepción de que hay una “salida” para el país al margen de la UE, la percepción sobre el desempeño del gobierno y la calidad de la democracia.

Conclusiones

En resumen, la década de crisis que comenzó en 2008 y a la que se ha venido a sumar la crisis del coronavirus en 2020 han afectado de manera global a la UE. El conjunto de crisis ha tenido efectos en todos los países y regiones (en mayor o menor medida). Ha politizado la acción de la Unión poniendo de relieve la elevada capacidad decisional del sistema político de la UE al tiempo que su condición de sistema ilegible, complejo e irresponsable políticamente. Ha afectado a todas las políticas de la Unión, incluido el euro, poniendo de manifiesto las dificultades del sistema institucional para responder, de manera democrática, legítima y rápida, a los requerimientos de los distintos procesos de crisis. Las crisis han agravado algunas de las tendencias centrípetas de la Unión y ha consolidado dos ejes diferenciados de confrontación: Norte-Sur y Este-Oeste. La crisis del Coronavirus ha tenido un efecto paradójico en relación con la articulación de lo nacional y lo supranacional: de una parte, ha revigorizado el papel y legitimidad de los estados nacionales, de otra, ha hecho evidente que sin la Unión Europea la gestión y salida de la crisis sería mucho más complicada y, para algunos países, probablemente imposible. Por último, y a pesar de las situaciones producidas durante estos años de crisis, la UE ha mostrado una notable capacidad de resiliencia y pervivencia que debe ser tenida en consideración.

En este contexto se ha desarrollado la Conferencia sobre el Futuro de Europa en el que, como dice Stiglitz “las pequeñas reformas políticas no resuelven los problemas” (Stiglitz, 2021, p.3).

El pasado Libro Blanco sobre el futuro de Europa propuesto en 2017 por la Comisión Europea mostró el agotamiento del modelo de debate y reforma privilegiado por las elites políticas y económicas europeas y nacionales en relación con la UE: negociaciones intergubernamentales, pactos fuera del alcance y seguimiento de la ciudadanía, menosprecio de los parlamentos nacionales,etc. La lógica elitista y despolitizada que ha sido dominante en el proceso de construcción europea se ha convertido, a estas alturas, en un problema para el proceso de integración mismo.

En esta coyuntura la idea de una Conferencia ciudadana organizada de arriba-abajo y con voluntad real de facilitar la participación de las poblaciones de los países europeos además de una actitud activa de escucha por parte de las instituciones, sonaba como una propuesta prometedora. No obstante, los enunciados y expectativas están muy lejos de haberse correspondido con una Conferencia en condiciones de dar respuesta a los desafíos de la UE en el momento actual.

La década de crisis que comenzó con el colapso financiero y que sigue activa con los coletazos (no sabemos si serán los últimos) del Coronavirus no tiene parangón en la historia del proceso de integración y debe ser evaluada como un hecho excepcional con importantes implicaciones en todos los órdenes.

Hemos visto como las consecuencias de la policrisis han afectado a las instituciones, a su relación, a la legitimidad de la acción de la UE como sistema político y a las principales políticas de la Unión, pero también a sus valores y principios.

La gobernanza política y económica de este turbulento período ha puesto de manifiesto la disfuncionalidad de esta estructura institucional en términos de eficacia, capacidad de gestión de situaciones inesperadas e ilegibilidad del proceso para la mayoría de la ciudadanía. Al mismo tiempo ha sido este un período de creciente politización respecto al proceso de integración. La mayor visibilidad de la UE en el contexto, por ejemplo, de la gestión de la crisis de 2008, ha suscitado enorme preocupación por sus déficits democráticos y de legitimidad,pero también por la orientación neoliberal de sus principales políticas y por la presión sobre los estados del bienestar para reducir sus prestaciones y servicios. La ciudadanía ha visto, además, crecer de manera preocupante las desigualdades sociales y el deterioro de regiones y ciudades que han hecho crecer la sensación de abandono y, en relación con la UE, de vivir un proceso de integración cuyos beneficios alcanzan solo a una minoría de personas privilegiadas.

Las políticas y la retórica de la austeridad se compadecen mal con una realidad de deterioro de los estados del bienestar, de creciente desigualdad al interior de las sociedades, pero también de creciente diferenciación en el plano económico entre países.

Por otra parte, la crisis del Coronavirus ha hecho estallar los corsés de las políticas de austeridad y del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Ha puesto de manifiesto, además, la insuficiencia de un presupuesto comunitario que apenas alcanza el 1% del PIB de la región y está obligando a repensar la relación entre lo estatal y lo supranacional, ante la evidencia de que sin la UE la situación provocada por la pandemia habría sido aún peor, pero sin los estados la gestión de la crisis sanitaria y social hubiera sido imposible.

Pese a constatar que la resiliencia de la UE ha sido mayor de lo esperada, los daños causados al edificio plantean la necesidad de una importante reforma estructural. Parece claro que los interrogantes abiertos por este período inacabable de crisis precisan de respuesta globales y de reformas que den respuesta, entre otras cuestiones urgentes, a la demanda de legitimidad y responsabilidad por parte de las instituciones comunitarias. El consenso básico cada vez más extendido es que no es posible seguir como hasta ahora y, por tanto, es necesario acometer reformas en profundidad, habida cuenta, además, de que la lógica de las pequeñas reformas y la búsqueda de soluciones in extremis pone en riesgo el proceso de integración al menos tal y como lo conocemos.

Este es un aspecto importante a retener: vivimos eso que se ha denominado “momento maquiaveliano” (Magnette, 2019), una situación histórica en la que el sistema político no puede seguir operando de la misma manera y precisa de cambios mayores.

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[1]La Conferencia ha sido un proceso de participación democrática e inclusivo promovido por las tres instituciones políticas de la UE con el objetivo de recoger opiniones y propuestas para mejorar la Unión, su funcionamiento, su legitimidad etc. Se ha desarrollado a través de paneles, Conferencias, Seminarios, Ágoras ciudadanas en toda Europa desde el 9 de mayo de 2021 hasta el 9 de mayo de 2022. Para más información se puede visitar su página web.

[2]“sont le produit de rapports de force et de dynamiques de pouvoir”.

[3]Desde el comienzo del acuerdo, hasta 2024 Turquía recibirá 10.000 millones de euros por hacer de guardia fronterizo de la UE. A cambio, la UE entrega el dinero y no hace preguntas. Sobre la consideración que le merece a Erdogan, la UE, recordemos el famoso “incidente del sofá” (7 de abril de 2021) en el que Ursula von Layer fue relegada a un sofá mientras Erdogan y Charles Michel (Presidente de la UE) departían en las sillas protocolarias de este tipo de reuniones.

[4]Ver la notica en el diario El País del pasado 4 de abril de 2022.

Pedro Chaves Giraldo es Profesor Asociado de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid durante el período 2001-2014 y en la actualidad. Profesor en el módulo Unión Europea en másters en varias universidades y escuelas de negocios, en el último año (2021-2022) en las Universidades de Granada y Alcalá de Henares. Profesor investigador invitado en el Instituto Europeo de la Universidad Libre de Bruselas en 2013 y en el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra en 2011. Ha trabajado como asesor político en el Parlamento Europeo en las Comisiones  de  Industria, Investigación y Energía (ITRE) y Economía (ECON) durante la IX legislatura. Investigador en proyectos relacionados con la cultura de la legalidad; calidad de los procesos democráticos en las organizaciones y participación política en varios municipios en España. Tiene una amplia producción académica relacionada con la Unión Europea que puede seguirse en este enlace.

 

Editorial: Unión Europea

La ideología europeísta es una de las partes fundamentales del macizo o nebulosa ideológica (la caverna de Platón) dominante en España, uno de los países con mayor mayor aceptación de la UE entre las poblaciones de todos los Estados-nación miembros de la misma. Dicha ideología se basa en una supuesta unión armónica entre los diferentes Estados y pueblos europeos que tras siglos de guerra habrían encontrado, tras la Segunda Guerra Mundial, un punto de encuentro que no habría hecho más que expandirse desde el centro de Europa hasta el sur, norte y este, superando diferentes pruebas que se ponen en el camino para llegar en algún momento a la meta final de unos Estados Unidos de Europa. Se trataría de una Europa unida cuyo modelo económico-social-político-jurídico sería el sumun al que habría llegado la humanidad y que debe ser el faro que ilumine al resto del mundo. En España, tomaría como dogma el orteguiano España es el problema y Europa la solución.

Europapanatismo, altereuropeismo, euroescepticismo o Europa es la solución

Esa ideología europeísta, que podemos denominar como “europapanatismo”, se encuentra muy reforzada tras el acuerdo de los fondos europeos post-Covid y por la guerra de Ucrania. En España, tiene como ideologías, no tanto alternativas sino hijuelas suyas, un “altereuropeismo” y un “euroescepticismo”.

Ambas comparten no pocos principios con el “europapanatismo” y se diferencian entre ellas y con este en que el “altereuropeismo” ve en la UE un proceso no nato, pero tampoco abortado, capturado por el neoliberalismo, de una trasposición de la edad dorada del “wellfare state” de los Estados-nación a los futuros Estados Unidos de Europa (Europa federal, social, de los pueblos, etc.) y el “euroescepticismo” desconfía de las continuas cesiones de soberanía a la UE y sus “burocracias cosmopolitas y globalistas” (“el capitalismo neoliberal” para los otros), y mira como meta no una federalización que disuelva los Estados-nación en una macroestado europeo, sino un confederalismo intergubernamental (“Europa de las naciones”) con la finalidad de mantener una identidad impoluta (lo que para los altereuropeistas sería volver al “wellfare state” estatal-nacional).

Incluso en nuestro país podemos poner otra rama ideológica hijuela del “europapanatismo” que, moviéndose entre el “altereuropeismo” y el “euroescepticismo”, ve a esa Unión Europea como el lugar de desintegración de los Estados-nación opresores de las naciones auténticas y milenarias que verían su oportunidad de secesionarse de estas, y a la vez, tener un gran paraguas en una “Europa de las regiones”.

Se puede comprobar fácilmente estas diversas variantes de la ideología europeísta en las diferente formaciones políticas de nuestro país, así como en medios de comunicación, laboratorios de ideas, etc.

Eurorealismo, o Europa no es la solución

Desde nuestra posición defendemos lo que se puede denominar como “eurorealismo”. Esto es, mirar con los ojos limpios de las legañas del macizo o nebulosa ideológica europeísta para romper los cuentos y mitos de la misma:

    1. Para España, la pertenencia a la UE supone la entrada en un club claramente hegemonizado por Alemania en donde se ha sellado una alianza a prueba de fuego, aunque en posición subalterna, de nuestras clases dominantes con las clases dominantes del eje franco-alemán, y cuyo peaje tanto con los fondos de cohesión en los años ochenta y noventa del siglo pasado, o con los fondos europeos de ahora, con su albultada chequera, es la conversión de España en un economía política basada en  servicios de bajo valor añadido como destino para los vástagos de la clase obrera industrial producida en el desarrollismo franquista de los sesenta o de la población migrante que, en gran número, llega a partir de mediados de los noventa; en un débil sector público empresarial y social que, con todo, sirve como nicho de mercado laboral para sectores de la clase profesional y directiva asalariada (con sus más jóvenes generaciones socializadas en los erasmus); y cierto sector industrial en manos, y bajo los intereses, de Estados Unidos, Francia y Alemania. España es así un país claramente periférico dentro del contexto europeo, que despertó del supuesto generoso maná europeo de los años ochenta y noventa con la crisis del 2008 y el crack del modelo económico que ese mismo maná en parte subvenciono, con el brutal ajuste del “rescate” europeo con Rajoy. Todo parece indicar que estamos ahora ante un nuevo maná, a otra entrada en lo mismo.
    2. La Unión Europea se mueve al son de las necesidades de Alemania, que va construyendo una división europea del trabajo entre ellos y su hinterland centro-norte europeo, como el centro con el este y el sur de Europa como periferias, para mayor gloria de su producción y exportación industrial. Así, la UE no es más que un nuevo intento de una reunificada Alemania en ser una potencia, eso sí, incorporada a la globalización unipolar estadounidenses tras la caída de la URSS y su bloque, manteniendo su sumisión diplomático-militar al Imperio mientras el Tío Sam les dejaba a los teutones tener su coto de caza europeo a la vez que compraban a espuertas energía rusa y exportaban a China. Hasta ahora…

Tras la Oda a la Alegría, pues, resuena el “Deuschland uber alles”, sin ninguna posibilidad real de ir a ningunos Estados Unidos de Europa o una Confederación de naciones.

¿Qué hacer? España no es problema, tampoco la solución

Vivimos tiempos convulsos en donde se están entrecuzando tres momentos de transición o pasos del Rubicón a otras lógicas, regularidades o ciclos. El primero tiene que ver con los ciclos Kondratieff/ Schumpeter/Pérez de auge y decadencia del modo de producción capitalista espoleado por las revoluciones tecnológicas. El segundo es el paso de una potencia hegemónica a otra en el sentido de Arrighi, con su “trampa de Tucidides” incluida y el fantasma de una posible destrucción nuclear mutua. El tercero es la posibilidad de la transición del capitalismo como modo de producción dominante a otro (¿estatista?) con una nueva clase dominante. Todo esto se puede sintetizar en el conflicto principal que marcará el presente siglo XXI, el de la emergente globalización con características chinas frente a la declinante, pero resistente (y quizás resurgente) globalización occidental dirigida por Estados Unidos.

Una u otra globalización (y precisamente la UE es el ejemplo más avanzado y a la vez fallido de ello, en ese caso bajo las faldas de la globalización norteamericana) requieren de la formación de escalas geográficas, demográficas, económicas, políticas, militares, etc., a nivel continental, o incluso transcontinental, en las cuales la gran mayoria de los estados-nación deberán agruparse en organizaciones internacionales o supranacionales, las cuales tendrá que tener cono una de sus condiciones de posibilidad que haya una trayectoria histórica y cultural común detrás, todo lo cual arroja unas cuantas plataformas potenciales en nuestro mundo para ello.

Teniendo esto en cuenta, y a pesar de los muchos problemas que tiene España, no consideramos a nuestro país un problema que tendría la solución en una UE Federal, confederal o de las regiones, sino que podría tener una solución, más que complicadísima pero no imposible, en una de esas plataformas posibles por nuestra propia historia. Y más teniendo en cuenta que la globalización con características chinas busca construirse y llevarse a cabo con China como centro y todos aquellos “perdedores“, ya no sólo de la actual globalización estadounidense, sino también de la británica; es decir la “anglobalización” que ha dado forma al mundo de los ultimos 250 años. “Perdedores” que, antes de esa “anglobalización” capitalista de la llamada modernidad, fueron “ganadores” y aliados en la primera globalización. Pero esto se desarrollará en otro momento.

España: la soberanía ante la geopolítica mundial

El mundo tras la pandemia

La pandemia provocada por el coronavirus es uno de los acontecimientos políticos más relevantes desde la II Guerra Mundial. A escala psicológica, ha sido experimentado como un trauma colectivo, con cientos de miles de muertos en cada país, con una experiencia compartida de confinamiento en buena parte del globo y con unos efectos en la sociedad y las pautas de consumo y ocio que habrá que calibrar. En lo económico, ha supuesto una quiebra comparable a la del Viernes Negro de 1929, incidiendo sobre problemas estructurales derivados de las respuestas a la crisis de 2008. Los servicios públicos y los sistemas sanitarios de países como el nuestro llevaban décadas de recortes, reducción de personal y precarización, que limitaron su capacidad de respuesta; simultáneamente, procesos de externalización y privatización de la gestión dieron cabida al capital privado, como el ensayado en la sanidad madrileña desde los tiempos de Esperanza Aguirre, introduciendo una lógica espuria de búsqueda de beneficio y creando una dualidad entre la red pública y la de gestión privada que dispara el gasto degradando el servicio. Las perspectivas económicas para España y la evolución del desempleo en el arranque de 2022 son mejores de lo augurado, particularmente cuando se contrasta con mensajes catastrofistas propagados desde ópticas ultraliberales, contrarias a medidas gubernamentales como la subida del SMI o las medidas de protección social. Los indicadores hablan de un rebote del PIB, aunque inferior a la caída experimentada en los años previos, y una bajada notable del desempleo. Sin embargo, la recuperación se ha fundamentado en un modelo de precariedad laboral, derivado de las reformas laborales de los ejecutivos de Rodríguez Zapatero y Rajoy, en consonancia con las directrices e imposiciones europeas. Está por ver si la reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz podrá contribuir a cambiar nuestro modelo laboral. Si bien esta reforma no constituye una derogación de la norma anterior, condicionada como está por los fuertes corsés de la UE y la renuencia del PSOE a confrontar con el poder económico o las autoridades comunitarias, sí restablece elementos de la negociación colectiva que habían sido laminados.

La llegada de los fondos europeos Next Generation, dispuestos por los socios comunitarios para la reconstrucción económica tras la COVID-19, teóricamente deberán servir para impulsar la transformación del modelo productivo, la digitalización y la transición energética, abundando también en la cohesión territorial y en el reforzamiento del sistema sanitario.  Pero la endeblez del tejido empresarial español y la presencia de dinámicas especulativas podría lastrar los efectos de esta inyección. Además, si bien la inyección económica represente en términos absolutos una gran cuantía y ha venido de la mano de un mecanismo de mutualización de la deuda europea, las reticencias de los países frugales han limitado el alcance de estas inyecciones.

El economista Juan Torres ha abundado en su blog sobre los peligros que acechan en 2022 a nivel económico. Una crisis de suministros, debida a la paralización de las redes de distribución a escala global, incidiendo sobre las economías occidentales, cuyo tejido industrial acusó una fuerte deslocalización hacia el sudeste asiático, generándoles ahora una notable dependencia. Cuellos de botella en sectores estratégicos ante la reanudación de la actividad económica, siendo imposible atender la demanda en tiempo de microchips y otros componentes. Pero todo ello no se habría producido meramente por la pandemia, sino que en realidad ésta agravó un proceso de fondo ya en marcha.

El capitalismo se fundamenta en un proceso de acumulación, una búsqueda permanente del beneficio, la ampliación del capital, en torno al que gravitan los procesos de producción y circulación de bienes y servicios. Tal lógica, que requiere un crecimiento ilimitado, entra en contradicción con los límites ecológicos del planeta y la disponibilidad de recursos no renovables, condicionando la capacidad de respuesta de los países y estructuras transnacionales, que además están atravesadas por redes de servidumbres con el poder financiero y económico.

Finalmente, hay que incidir en que la crisis medioambiental se conjuga con un agotamiento profundo de la globalización neoliberal y una reorganización del sistema mundo que nos ha conducido a lo que se denomina ya como la II Guerra Fría. Una era multipolar, donde EEUU se disputa la hegemonía mundial con China en una pugna tecnológica, económica y cultural, que está redefiniendo los ejes de la geopolítica mundial. Junto a las dos potencias principales se posicionan potencias económicas y potencia regionales.

La pandemia ha acelerado esta transición geopolítica, evidenciando la mayor capacidad de respuesta de China, cuya estructura económica, financiera e industrial se subordina a los intereses estatales, en contraposición al encaje que las potencias occidentales han de hacer entre abordar la crisis sanitaria y no dañar los intereses de sus grandes consorcios empresariales o provocar un cierre masivo de sus pymes.

La UE sigue siendo una gran área económica, a pesar de la pujanza comercial de los países asiáticos, pero su articulación política ha creado fuertes asimetrías entre los estados miembros en favor de Alemania, como gran potencia hegemónica, y detrimento de países mediterráneas como el nuestro. Por otro lado, todo su aparato de tratados comunitarios y la normativa del BCE están inspirados por los planteamientos neoliberales, estableciendo unos mecanismos de estabilidad presupuestaria, mediante el control del déficit y la inflación, que han sido suspendidos para afrontar los desafíos de la COVID.

En definitiva, estamos en un periodo de recomposición profunda que la pandemia ha exacerbado. El papel de España en el sistema mundial, engastada en la estructura de la UE y en los vaivenes de la gran transición geopolítica, suscita todo un nudo de cuestiones que merecen reflexión.

España y la soberanía en el sistema-mundo

España ha tenido una profunda crisis social e institucional, conectada con un fuerte cuestionamiento de las estructuras de representación política demoliberales a escala de todo el orbe occidental. La globalización neoliberal trajo consigo un retroceso del estado social y de los derechos laborales que ha socavado las bases del contrato social en que se fundamentaban estas sociedades, erosionando las seguridades vitales de las mayorías e incrementando la desigualdad en favor del gran capital. Tal situación es un campo abonado para movimientos impugnadores de un signo u otro.
Se ha hecho patente que la capacidad de control ciudadano sobre el devenir político de sus sociedades, y la capacidad de las estructuras de políticas en que se expresa la soberanía popular para ejercer el control de su territorio y dictar leyes ha sido socavada. La globalización ha construido un capital transnacional que monopolizó amplios sectores productivos, al tiempo que se desregulaba el ámbito financiero, permitiendo el auge de la economía especulativa. Las deslocalizaciones que se produjeron al socaire de este proceso y la terciarización de las economías desarrolladas, erosionaron la capacidad de presión del movimiento obrero en occidente.

En el caso concreto de España, en 2011, cuando arreciaban los efectos de la anterior crisis económica, las presiones de la UE forzaron a cambiar la línea política en materia económica del gobierno de Rodríguez Zapatero, al tiempo que se conminó al país, desde las instituciones comunitarias a acometer una reforma del artículo 135 de la Constitución Española, introduciendo el criterio de estabilidad presupuestaria y primando el pago de los intereses derivados de la deuda pública por encima de mantenimiento de los servicios públicos. Tal reforma se llevó a cabo mediante un pacto entre el PSOE y el PP, que entonces controlaban el 90% del Parlamento, y no requirió ser sometida a referéndum.

La pregunta que se suscita es obvia: ¿dónde queda la soberanía del pueblo español, del que según el precepto constitucional emanan los poderes del Estado, si puede ser forzado a cambiar su carta magna por las instituciones económicas y por la Comisión Europea? ¿Dónde queda el mandato electoral si un gobierno surgido de una mayoría parlamentaria puede ser conminado a cambiar las líneas de su política económica so pena de enfrentarse a sanciones para el país o a mecanismos de presión en el acceso a la financiación internacional?

Lo cierto es que la soberanía sólo puede entenderse como soberanía absoluta en un plano jurídico doctrinal; la idea de la nación, entendida como conjunto de la ciudadanía para la que rige el principio de igualdad ante la ley de todos sus miembros, o el pueblo como una comunidad autodeterminada, tiene un carácter metafísico. De facto, la soberanía habrá de ser entendida como la capacidad efectiva de las instituciones y los poderes constituidos de un estado para dictar leyes, dirigir la política exterior y administrar la vida de la comunidad; y si esa soberanía se ejerce democráticamente, el gobierno, surgido por elección directa o por mayoría parlamentaria, debe poder ser nombrado a partir de la expresión del cuerpo electoral, además de estar sujeto al imperio de la ley y al control de los otros poderes del estado. En este sentido, la soberanía se presenta como una cuestión de grado: habrá estados que tengan un grado máximo de soberanía, en la medida en que se hallen en la cúspide de una jerarquía internacional, y estados con una soberanía demediada.

Pero, además, la soberanía está condicionada por la imbricación de las instituciones y administraciones de los estados con el poder económico y los grupos empresariales. Como han mostrado Saskia Sassen (véase Nuevas geopolíticas) o Pierre Dardot, aunque suela presentarse la globalización como un proceso vinculado al debilitamiento de los estados, más bien se habría tratado de un debilitamiento de determinadas estructuras, como los servicios públicos y las empresas estatales, acometido por los poderes ejecutivos de los propios estados y que, incluso, ha venido acompañado de importantes retrocesos en las libertades civiles.

Lo cierto es que los estados actúan en conjunción compleja con las entidades transnacionales; son los estados los que dictan regulaciones legales, aunque el poder económico movilice palancas de presión mediática; son las administraciones del estado las que llevan a cabo privatizaciones, externalizaciones de servicios o adjudicaciones de obra pública o concesiones. Son los grandes estados los que han tutelado las grandes directrices económicas, forzando a estados menores a aceptar memorándums o duros ajustes a cambio de rescates.

Más en concreto, la globalización tiene que entenderse ante todo como el proyecto de dominación imperial desarrollado por EEUU tras el colapso de la URSS. Tal proyecto se arropó con una doctrina globalista vinculada a una metafísica liberal y a la doctrina tecnocrática del supuesto mercado autorregulado, la reducción del gasto público y de la presión impositiva como marcos necesarios para garantizar el desarrollo económico y social. En realidad, esa doctrina propició fundamentalmente lo que David Harvey ha llamado la acumulación por desposesión: la transferencia de servicios creados y sostenidos merced a la inversión pública y sustraídos a la lógica de la búsqueda del beneficio a manos del capital privado para generar nuevos nichos de mercado.

En el contexto europeo, Alemania asumió tras su reunificación el papel de potencia hegemónica. Como han señalado Manuel Monero y Héctor Illueca (véase Oligarquía o Democracia, España, nuestro futuro) el proyecto mercantilista ordoliberal impulsado desde el país germánico se benefició de la desindustrialización de los países de la Europa mediterránea, convirtiéndonos en uno de sus nichos de importaciones, al tiempo que el modelo euro acabó con los mecanismos de la devaluación competitiva, al renunciar España, Portugal o Grecia a las devaluaciones competitivas. Alemania tiende a acumular de esta forma un superávit estructural, dado que, de haber seguido con el marco, su moneda se apreciaría. Esta situación genera desequilibrios que deberían ser corregidos mediante mecanismos de redistribución de riqueza intercontinental, por ejemplo, mediante una hacienda comunitaria o una integración de la fiscalidad. Pero aquí es donde entra en juego la peculiar arquitectura de UE.

El proceso de integración comunitaria ha supuesto una cesión de la soberanía por parte de los estados, aunque con importantes asimetrías en función del peso de las economías nacionales. En el caso de España e Italia, el Brexit ha supuesto un aumento de su peso relativo. Pero la UE no llega a ser una estructura federal, ni tampoco parece que lo vaya a ser en lo inmediato. Las instituciones comunitarias fueron proclives en el pasado a alentar las políticas de la llamada “ortodoxia” económica, al tiempo que en los países más favorecidos por la arquitectura comunitaria cuajaba la representación ideológica de los países del Sur como pueblos licenciosos, con escasa capacidad de trabajo y entregados al dispendio.

Si las políticas de austeridad ya estaban en entredicho y el ascenso de China como gran potencia tecnológica y económica estaba redefiniendo las líneas de fuerza del sistema mundo, la pandemia ha actuado como un catalizador que ha acelerado el proceso, al tiempo que ha hecho chirriar las estructuras esclerosadas de la UE. Parece que es el momento de recuperar las políticas de estímulo, en conjunción con los procesos de transición energética; el momento de reindustrializar y recuperar la producción nacional y la autosuficiencia para hacer más eficientes y menos sensibles las cadenas de suministro. Pero las inercias doctrinales neoliberales y los fuertes intereses del capital, limitan la capacidad de desarrollar esos planteamientos, al tiempo que las asimetrías entre los estados, dibujan un escenario de ganadores y perdedores.

Nos referíamos antes a que el retroceso del estado social proporcionaba un caldo de cultivo propicio para los movimientos impugnadores. Hoy el populismo de derechas experimenta un fuerte ascenso a escala internacional; con un discurso inflamado que va desde el neoconservadurismo al individualismo ultraliberal, propugnan una salvaguarda de la identidad occidental, con fuertes componentes xenófobos, y señalan a una élite globalista que está secuestrando la soberanía. Ocurre que la caracterización de esa élite tiene más de teoría de la conspiración que de señalamiento de la lógicas y redes del capital transnacional.

En España, estas opciones derechistas, hasta ahora cobijadas dentro del espacio sociológico unificado de un gran partido de derechas, han cristalizado como una relevante fuerza política merced a la confrontación con el nacionalismo catalán y el proceso soberanista. La idea de que el PP de Rajoy había actuado con tibieza y de que las izquierdas son cómplices de los nacionalistas en su intento de desarmar el país y oponerse a todo lo que se puede identificar con las esencias patrias, ha constituido el gran combustible para que un nacionalismo español excluyente haya podido emerger. Aunque sus proclamas soberanistas se restringen al plano exclusivamente interno, donde del rechazo a la pretensión de los nacionalistas periféricos de fragmentar la soberanía nacional para ejercer la pretendida autodeterminación, se pasa a una estigmatización enconada de la diversidad lingüística e ideológica de España. Por otro lado, y en línea con el trumpismo y otras fuerzas neoconservadoras, también se abonan al negacionismo del ecologismo, a la oposición al feminismo, o al cuestionamiento de la progresividad fiscal.

Es cierto que las izquierdas alternativas españolas parecen incapaces de confrontar con el nacionalismo catalán, más allá de reclamar una salida dialogada. Como si la no demonización de las opciones nacionalistas periféricas llevase aparejado transigir con la absurda idea de que la solidaridad interterritorial constituye un expolio de una región rica como Cataluña.

Volviendo al plano internacional, el discurso globalista sigue incidiendo en una suerte de visión tecnocrática que reclama retomar las políticas de austeridad, pretendiendo plantear que la pandemia ha sido un puro evento pasajero y que la recomposición geopolítica o los desafíos ecológicos y económicos pueden ser domeñados con más dosis de financiarización y desregulación económica. Frente a estas dos opciones, cabe quizás una defensa de las conquistas sociales representadas en el estado del bienestar y los mecanismos de redistribución de riqueza, así como la defensa del reforzamiento del sector público y de la intervención estatal en sectores estratégicos como el energético, al tiempo que se aboga por la progresividad fiscal. Pero esas medidas deben supeditarse al establecimiento de alianzas internacionales.

En lo que atañe a España, sería necesario actuar de manera coordinada con otras naciones mediterráneas para hacer valer nuestro peso en el marco de la UE y ante esta nueva circunstancia internacional. Deshacerse de mantras tecnocráticos periclitados y de la pánfila fascinación por un europeísmo acrítico. Aunque el gran problema es la imposibilidad de plantear ningún debate político serio en nuestro país, dado el nivel de crispación que los medios de comunicación se encargan de fomentar y que tanto favorece el populismo reaccionario.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de enseñanza secundaria en Corvera, un concejo próximo a la ciudad de Avilés.

La izquierda y la España que dejó de ser problema

El otro relato olvidado de una transición ejemplar.

Al principio fue una aspiración colectiva: ser como ellos, poner fin a una historia de guerras civiles, de golpes de Estado y de una dictadura eterna. España era el problema y Europa la solución. Fue la consigna, se malinterpretó a Ortega, pero no importaba. Sutilmente, el acento se puso en Europa: ella nos salvaría. Nuestro europeísmo fue una huida de España y de sus problemas. La nueva generación política que llegó al gobierno con Felipe González fue más lejos: España no era capaz de autogobernarse, tendría que hacerlo un Mercado Común que pretendía ir hacia una mayor y superior integración europea.

Ni el ingreso en el Mercado Común ni la integración en la OTAN eran elementos de una política exterior a la altura de los tiempos. Era algo más profundo, más sustancial. Puesto que no éramos capaces de autogobernarnos; puesto que, de una u otra forma, llevamos siglos intervenidos por las grandes potencias, era necesario un anclaje en estructuras de poder externas que consolidaran el poder de las clases económicamente dominantes en España y que impidieran, de una u otra forma, que la correlación real de fuerzas fuese cuestionada. Las bases norteamericanas no bastaban, había que alinearse claramente con una potencia hegemónica que estaba derrotando al “imperio del mal”. La OTAN era la definición precisa de donde y con quién estábamos. Lo del Mercado Común era algo más complejo; les pasaba igual a todas las economías del sur de Europa: problemáticas económicamente, ingobernables socialmente y con aspiraciones políticas demasiado avanzadas.

El Tratado de Maastricht fue la salvación: perder soberanía a cambio de ganar estabilidad macroeconómica para disciplinar a un movimiento obrero demasiado fuerte; subordinar a unas izquierdas que no habían interiorizado que el muro cayó y que el tiempo del reformismo terminó. Fue la “gran audacia” del PSOE de González: gobernar la globalización neoliberal e impulsarla sin reservas en estrecha alianza con los grandes poderes. Con un poco de suerte y algo de habilidad se podría conseguir que los trabajadores alemanes terminaran financiando nuestro incipiente y débil Estado de Bienestar.

España, por fin, dejaba de ser un problema. Su futuro ya no dependía de ella. Estaba sólidamente determinada por una alianza política armada y por una integración europea que empezaba a dirigir de facto nuestra política económica. El futuro de España era dejar de ser un Estado y convertirse en una “comunidad autónoma” de una forma-dominio político esencialmente no democrática y bajo el control de unas élites que conseguían institucionalizar las reglas jurídico-económicas neoliberales. Eso sí -paradoja de las paradojas- bajo la hegemonía del poderoso Estado alemán.

La otra parte del relato se empezó a escribir desde aquí. La vieja cuestión nacional-territorial que siempre estuvo ahí, volvió a emerger. Las burguesías nacionalistas vasca y catalana -Galicia siempre fue otra cosa- acompañaron entusiásticamente el diseño de unas políticas que, de una u otra forma, garantizaban la economía capitalista, la democracia liberal y, sobre todo, la integración supranacional militar, económica y política. La idea era simple pero clara: puesto que el Estado español era una entidad a desaparecer en el marco de una Europa federal, había que apostar decididamente por su desmantelamiento y por una Cataluña y una Euskadi, primero regiones y luego Estados. Más Europa significaba menos España soberana e –inevitablemente- menos España democrática. El demos decidía muy poco en la política real y la democracia se cuarteaba entre la impotencia y la dictadura de una oligarquía omnipresente. El 15M fue la consecuencia, en gran parte fallida, de todo esto.

La operación era, al menos, curiosa. Se negaba el concepto de soberanía como antigualla en un mundo felizmente globalizado. A la vez, se reafirmaba la soberanía originaria de Euskadi y Cataluña y, finalmente, se apostaba por una Europa estatalmente organizada. Por decirlo de otro modo, se reconocía como hecho positivo que España era una democracia limitada; se aceptaba que la UE era el futuro y, coherentemente, se apostaba por su desmantelamiento. Lo que decían realmente los nacionalistas vascos y catalanes es que preferían ser regiones de la UE que comunidades autónomas de un Estado español condenado a la extinción. El paso al independentismo fue su consecuencia lógica. Algunos creyeron que se podía romper el Estado español sin que nada pasase y con el apoyo de una Unión Europea todopoderosa. Los resultados están a la vista: ruptura de la comunidad política catalana, emergencia de un nacionalismo español de masas y giro a la derecha en los aparatos del Estado en un proceso de automatización todavía no desvelado del todo, pero que se deja sentir cada vez con más fuerza.

Hablar de izquierda en serio: veracidad y radicalidad

De nuevo se habla de (re) fundar la izquierda. De abrir un debate de masas sobre su futuro, de escuchar mucho e iniciar una conversación sincera entre política y ciudadanía, entre política y clases trabajadoras en un mundo que cambia y no sabemos muy bien hacia dónde. Yo quisiera contribuir a este dialogo desde la realidad, intentando que esta no sea ocultada en los frondosos bosques de la retórica y, mucho menos, negada en el cotidiano quehacer del gobierno.   Por eso he querido comenzar por este “otro relato” conocido y casi siempre eludido: España es una democracia limitada, parte del dispositivo político-militar norteamericano en Europa, que no decide, desde hace años, sobre su política de seguridad y defensa; parte de la Unión Europea, que no decide, desde hace años, sobre su política monetaria, económica y fiscal. La que ya no tiene “derecho a decidir” es España. El otro lado de la contradicción es la crisis del Estado español; es decir, su cuestionamiento sustancial por dos movimientos nacionalistas que hacen del independentismo identidad y programa, en un proceso ampliado de desintegración y desarticulación espacial puesto en evidencia por las demandas de eso que se ha dado en llamar oblicuamente la “España vaciada”.

Quizás la primera cosa que habría que reivindicar es una visión crítica del pasado reciente. Venimos de una refundación y vamos hacia otra en apenas cinco años. ¿Qué se hizo mal?; ¿qué se hizo bien?; ¿dónde poner los acentos y qué instrumentos reivindicar? Además, se está gobernado: ¿algún balance?; ¿cambió la Unión Europea de paradigma? Los fondos europeos, ¿se orientan a transformar realmente el modelo productivo? ¿Este gobierno está reforzando efectivamente el Estado social, democratizando la economía, asegurando el futuro de las pensiones y poniendo freno al poder omnímodo empresarial en la relaciones colectivas e individuales del trabajo?

Las personas cuentan. Pablo Iglesias combinaba radicalidad verbal al servicio de un reformismo a ras del suelo. La agresividad cobarde de las derechas; unos medios de comunicación controlados por los poderes económicos, construyeron una figura-símbolo que concitaba grandes rechazos y significativos consensos. Decidió que había que aliarse con el PSOE de Pedro Sánchez para poder gobernar; es decir, con su principal rival electoral y, él lo sabía muy bien, con el auténtico partido del Régimen. La clave, según él, era dejar atrás a una izquierda que teme gobernar, que no está en disposición de asumir riesgos y mancharse las manos con la política de cada día; una izquierda que prefiere la comodidad de la oposición al duro quehacer para mejorar la vida de las gentes. Se aceptó como inevitable la pérdida de más de millón y medio de votos y la reducción a la mitad del grupo parlamentario. Menos fuerza social y electoral, pero más poder; las cuentas salían o lo parecía. Gobernar desde el BOE y gestionar con pericia las relaciones con los medios, esa era la política ganadora.

Había que ser realista. Negociar un programa de gobierno de verdad no era posible dadas las diferencias (reales o imaginarias) entre el PSOE y UP. La dirección de la coalición lo que hizo fue presentar una plataforma social y económica acompañada con sus mecanismos de financiación, centrando sobre ella la negociación. Los llamados “temas de Estado” nunca estuvieron en la agenda, solo declaraciones generales. Se dejaron en manos del PSOE la definición y la gestión exclusiva de todo lo referente a la política exterior, defensa y seguridad en momentos donde los cambios geopolíticos se aceleraban y, hay que subrayarlo, la crisis político-militar entre los EEUU y China se hacía presente con toda su importancia. Se aceptó que Pedro Sánchez se responsabilizara de todo lo referente a una Unión Europea obligada a diseñar nuevas políticas y se fue asumiendo la idea de que esta estaba cambiando de paradigma. Los fondos europeos eran la señal inequívoca de las nuevas orientaciones que, se decía, ponían fin a las etapas de austeridad.

Lo más sorprendente fue que nada se propusiese realmente para intentar resolver los variados problemas de la llamada “crisis territorial” más allá de las conocidas apelaciones al diálogo, a las buenas formas y a los consensos democráticos básicos. Cuestiones decisivas como democratización sustancial de la justicia, la reforma en profundidad de las administraciones públicas o de la urgente necesidad de organizar y diseñar nuevas estructuras para la gestión estatal de las políticas sociales, fueron dejadas prudentemente a un lado. La transición energética y ecológica, tema central, se asumió al modo PSOE; es decir, respetando el control del sector que tienen los grandes oligopolios. Se podía continuar. O se aceptaba este tipo de acuerdo o no habría gobierno de coalición posible. De camino, se clausuraban debates esenciales y se eludían otros: OTAN, bases militares, la Unión Europea del euro y el alineamiento férreo con los EEUU en su lucha existencial para mantener su orden y poder contra una China cada vez más fuerte, en alianza con Rusia, devenida, una vez más, en el “Imperio del mal”.

La salida de Pablo Iglesias del gobierno y, por ahora, de la política hubiese sido un buen momento para hacer un balance de los resultados de la coalición PSOE-UP. No se hizo así y lo que es peor, nombró a una “heredera” que, como era natural, hizo todo lo posible por separarse de quien le designó. ¿Qué tenemos? Un gobierno de coalición que no es capaz de dar un mensaje en positivo de cambio, una oposición hegemonizada por el discurso de la extrema derecha y un bloque que hizo posible el gobierno de Pedro Sánchez compuesto por nacionalistas e independentistas catalanes, vascos y gallegos que no acaban de sintonizar con las políticas que se promueven. En pocos días habrá elecciones en Castilla y León y parece que en primavera llegarán las andaluzas. Todo esto en un contexto presidido por la pandemia y una recuperación que arranca con menos fuerza de lo esperado y con una inflación que amenaza el crecimiento económico futuro.

La esperanza se ha ido depositando en Yolanda Díaz. Por ahora los medios la tratan bien. Su estilo reposado, dialogante y educado sintoniza con una parte significativa de la ciudadanía. Su gestión está bien valorada y sus políticas han significado, no sin una fuerte discusión, avances en determinados aspectos laborales y en mejoras económicas. Desde fuera se tiene la impresión que hay una complicidad personal fuerte entre ella y Pedro Sánchez que periódicamente tiene que ser renovada ante los conflictos recurrentes en el gobierno. El debate sobre la reforma laboral sigue abierto. Aquí, como en otros temas, los grandes calificativos acaban por oscurecer los avances reales. Más allá de las palabras, ¿se ha conseguido derogar la reforma laboral del PP? A mi juicio, no. ¿Los avances son positivos? Sí. Entre otras cosas porque la reforma laboral del PP estaba relacionada íntimamente con la reforma previa del PSOE. Queda por ver si la “reforma de la (contra)reforma” produce o no el fortalecimiento del poder contractual de las clases trabajadoras que siempre fue la clave de la negociación. De ello depende la mejora de los salarios, el fortalecimiento del sindicalismo y la estabilidad en el empleo. Veremos.

No me equivoco mucho, creo, si afirmo que el proyecto de la vicepresidenta segunda del gobierno tiene un carácter fundacional; es decir, pretende abrir una página nueva más allá de lo que hoy es Unidas Podemos. No habría que dejarse confundir: todo proyecto nuevo, en cierto sentido, es transversal ya que pretende ir más allá de los alineamientos políticos establecidos y crear un mapa electoral sustancialmente diferente al actual. La palabra clave es autonomía: político-programática frente al PSOE y estratégico-organizativa frente a los partidos políticos que componen Unidas Podemos. Esta última cuestión no será fácil. Sin las organizaciones que componen Unidas Podemos no es posible construir algo nuevo; con ellos puede haber dificultades. La clave es gobernar el proceso, crear dispositivos que amplíen las alianzas, que sumen colectivos sociales, personas independientes, cuadros y militantes.

Habría que aprender de errores pasados. La forma dominante actual de hacer política no creo que pueda servir para construir una fuerza alternativa de la izquierda. Lo normal hoy es que una fuerte personalidad política se reúna con un grupo de notables y se relacione con la población a través de los medios de comunicación. Luego viene la construcción de un grupo parlamentario homogéneo y, desde ahí, disputar el gobierno. Esto no ha funcionado ni creo que funcione en el futuro, insisto, para una fuerza que pretende ser alternativa; es decir, comprometida con la defensa de los derechos sociales, la democracia económica, el fortalecimiento del poder de las clases trabajadoras y la defensa intransigente de la soberanía popular.

No se debería confundir a una ciudadanía cansada de engaños y falsas promesas. Una cosa es construir una fuerza alternativa de la izquierda y otra, digamos que diferente, un partido bisagra aliado estratégico del PSOE y con la misión de hacerlo girar a la izquierda. Para esto no haría falta construir algo nuevo; basta con tirar con lo que hay, potenciar la imagen de la vicepresidenta y fomentar relaciones públicas ampliadas y desarrolladas. Para una fuerza alternativa con voluntad de mayoría y de gobierno, la esperanza tiene que ser organizada, convertida en compromiso político, sólidamente enraizada en el territorio, en los lugares donde se trasforma el sentido común y se potencia imaginarios críticos y rebeldes. La condición previa es la POLÍTICA entendida como proyecto de país, con mayúsculas y a lo grande.

Una propuesta nada modesta

Tres conceptos: proceso, consenso y programa en sentido fuerte. Repito lo ya dicho, una fuerza alternativa de la izquierda no se puede construir con las mismas formas y métodos que las de derechas. Hace falta dispositivos políticos que fomenten la (auto) organización, la pertenencia y la identidad. Los viejos partidos de integración de masas tienen que ser reformulados, adaptados a un tipo de sociedad que ha cambiado radicalmente para cumplir un papel imprescindible: crear poderes sociales, movilizar a la población y organizar la participación política.

Proceso para ir de menos a más, consenso en torno a los métodos organizativos y programa como construcción de un proyecto de país. Lo primero, definir una dirección política del proceso. No quiero entrar en temas delicados. Hace falta un núcleo político-organizativo que dirija el proceso, que tome decisiones y que promueva la idea de equipo, de colectivo dirigente. Se es grande cuando se cabalga a hombros de gigantes. Lo segundo, preparar a fondo una conferencia que apruebe un manifiesto-político dirigido al país y, lo tercero, ir a una constituyente para una nueva formación política.

Me quiero centrar en el tipo de conferencia política. El objetivo es aprobar un manifiesto que exprese un análisis veraz de las grandes transformaciones en curso y un conjunto de ideas-fuerza que promuevan un imaginario alternativo que dé cuenta de un proyecto de país. Lo normal sería un decálogo claro, preciso, transformador que impulse el debate público, el compromiso político y la organización. Programa, sujeto y organización están muy unidos. El método podría ser en dos fases: una conferencia que aprobara un borrador de manifiesto político; este sería discutido territorial y sectorialmente en un debate público lo más amplio posible que podría durar tres o cuatro meses. En la segunda fase se aprobaría y se convertiría en la base del programa de una nueva fórmula electoral.

Este manifiesto político tendría que definirse y decidir sobre algunas cuestiones fundamentales mal resueltas en Unidas Podemos y que fundamentarían una propuesta autónoma formulada en positivo. Estas deberían ser las siguientes: a) posición sobre los cambios geopolíticos y caracterización del orden multipolar en gestación. b) Plantearse con rigor una política de defensa y seguridad que supere a la OTAN y que consolide una política internacional al margen de la dependencia de EEUU. c) Caracterización de la UE, de su política económica centrada en el euro; su relación con la soberanía popular y el constitucionalismo social. d) Definición de lo que se entiende aquí y ahora por Estado federal en el marco de una propuesta constituyente. e) La democracia económica como consolidación y ampliación del Estado social, como democratización de los poderes económicos y revitalización el poder de las clases trabajadoras.

Se podría continuar. Esta (in)modesta proposición trata de propiciar el debate y la polémica. No acepta que la conversación con los ciudadanos sea solo a través de los medios de comunicación y eludiendo los debates básicos. Hay que aprender de las derechas y de las derechas extremas. Esperanza Aguirre, la señora Ayuso y el señor Abascal hacen de lo que ellos llaman el debate cultural, el núcleo duro. Cada día hablan más de ideología, proyecto, programa. La respuesta usual de la izquierda es eludir la ideología y centrarse en las medidas concretas; es decir, oponen tecnocracia a la política. Esta estrategia es perdedora, les deja la iniciativa a las derechas, sitúan a la izquierda a la defensiva y se entra en el territorio de la post verdad. La clave es la de siempre: ideas, proyecto que suscite compromiso político y que promueva la organización y la movilización social.

Madrid, 29 de enero de 2022

Manolo Monereo es analista político y exdiputado de Unidas Podemos.