La izquierda después de Syriza

En los próximos meses, Grecia volverá a las urnas después de una legislatura convulsa, marcada por graves escándalos de corrupción y espionaje ilegal. La deriva autoritaria del Gobierno heleno, en manos de Nueva Democracia (miembro del Partido Popular Europeo), se completa con un asfixiante control sobre los medios de comunicación, tradicionalmente vinculados a las oligarquías locales y dependientes de la financiación estatal.

El asesinato sin resolver del cronista Girgios Karavaiz y el acoso a una periodista crítica con la política migratoria del primer ministro griego llevaron recientemente a Reporteros sin Fronteras a situar a Grecia en el lugar 108 de su lista global de la libertad de prensa, entre Burundi y Zambia.

Si bien las encuestas auguran que Nueva Democracia seguirá siendo el partido más votado en las próximas elecciones, la adopción de un sistema electoral proporcional abre la puerta a que Syriza recupere el Gobierno griego de la mano de su otrora rival PASOK. Al menos, este parece ser el deseo de la familia socialista europea, en cuyas reuniones Tsipras es desde hace tiempo un invitado habitual. Alternativamente, Nueva Democracia no descarta alianzas con la extrema derecha con el fin de mantenerse en el Gobierno, por lo que el voto a Syriza representa también un voto en defensa de las maltrechas instituciones del país heleno.

Las diferencias con la primera victoria de Tsipras resultan ilustrativas de la transformación vivida por el conjunto de la izquierda europea. Hace una década, el avance de Syriza se sustentaba en la descomposición del centroizquierda tradicional, cuya receta de políticas económicas liberales a cambio de mayor gasto social resultó inútil ante la crisis de 2008. Atenas era el espejo en el que se miraban partidos de tradición anticapitalista y movimientos de nuevo cuño nacidos de las protestas contra la austeridad, unidos en la lucha contra un modelo económico profundamente desigual.

La historia de esa experiencia es conocida. La especulación en los mercados de deuda pública de la Eurozona había forzado el rescate de la economía griega a cambio de duros recortes de derechos laborales y sociales; medidas que con su victoria en 2015, Syriza se había comprometido a revertir. En sus negociaciones con la Troika, el nuevo Gobierno heleno planteaba lo siguiente: las medidas impuestas estaban alargando la crisis económica iniciada en 2008, al deprimir el consumo de las familias y el gasto público; un estancamiento que se prolongaría en el futuro ya que la caída en la demanda reduciría también la inversión y el crecimiento a medio plazo de la economía.

El Ministerio de Finanzas, liderado entonces por Yanis Varoufakis, avisaba además de un posible efecto dominó sobre las economías de otros países periféricos y el sistema financiero de la Eurozona, dado la elevada exposición de la banca europea a su deuda pública.

Por su parte, la Troika formada por la Comisión Europea, el BCE y el FMI priorizaba la reducción de los desequilibrios externos (el exceso de importaciones sobre exportaciones) que había caracterizado a las economías periféricas (España, Portugal, Grecia…) durante la década de los 2000. Para ello, la recesión económica era un instrumento con el que reducir los costes salariales y aumentar la competitividad de las economías rescatadas, aun a costa de empobrecerlas y hacerlas más desiguales. En lenguaje marxista, el objetivo último era disciplinar a la clase trabajadora, sacrificando incluso el crecimiento económico.  Los riesgos financieros que esta decisión implicaba (el supuesto “as en la manga” de la negociación de Varoufakis) no se consideraban inasumibles: un cálculo acertado, como se demostró una vez el BCE empezó a inundar los mercados de liquidez.

No sabremos en qué momento preciso Tsipras y su entorno empezaron a dudar de la viabilidad de llegar a un acuerdo con sus acreedores europeos, pero parece claro que nunca hubo una estrategia alternativa, a pesar de las voces en el partido y el Parlamento que defendían prepararse, llegado el caso, para una salida del euro. Para cuando el fracaso de las negociaciones resultó evidente, la única posibilidad asumida era la capitulación. Tsipras intentó evitar el coste político de esta decisión trasladándola al pueblo griego con una consulta, en la que éste votó masivamente (61,3%) contra las políticas neoliberales impuestas por la Unión Europea. Pero la incapacidad de responder a este mandato llevó al Gobierno de Syriza a aprobar en el Parlamento heleno, con los votos de la oposición, una nueva ronda de medidas de austeridad.

Tsipras sería reelegido poco después en un ambiente de resignación diametralmente opuesto al de su primera elección, descontento que abriría el paso al retorno de Nueva Democracia en 2019. Cuatro años después, la campaña de Syriza tiene otra música para su proyecto: salvar las instituciones griegas de su secuestro por parte de una derecha corrupta, nacionalista y reaccionaria. Con menos ilusión, pero idéntica gravitas, Syriza y su posible alianza con el PASOK son hoy el símbolo de la recomposición del centroizquierda de antaño a través de su oposición a una derecha radicalizada. Un deslizamiento del debate político hacia la dicotomía entre democracia y autoritarismo en sintonía con el realineamiento producido en el tablero político global y europeo (y, por ende, en nuestro propio país).

A priori, parecería difícil alistar a la UE del lado de las democracias: no sólo por la experiencia de los años de la austeridad, sino también por el propio entramado institucional europeo, cuyos Tratados (que sólo pueden ser revisados por unanimidad) anteponen las libertades económicas a los derechos sociales y garantizan la primacía de los órganos ejecutivos frente al Parlamento Europeo, única institución elegida por la ciudadanía europea.

Pero Bruselas se ha pasado la última década enfrentándose a la derecha nacionalista, de los conservadores post-Brexit a los Gobiernos iliberales del este de Europa y ahora, de la mano de la OTAN, contra Putin. Es una confrontación retórica y selectiva: basta que los otrora enemigos de la democracia juren su fidelidad a las instituciones europeas y atlánticas (véase la reconciliación con Polonia tras su apoyo incondicional a la escalada bélica en Ucrania) para devolverles su estatus de socios aceptables para el bloque europeo. Aun así, es indudable que Bruselas ha recobrado, entre la opinión pública, algo de la legitimidad política perdida en los años de la Troika.

Este proceso de relegitimación tiene también una vertiente económica. La UE ha capitalizado la respuesta a la crisis de la pandemia, suspendiendo las reglas fiscales que encorsetan habitualmente la acción pública de los Estados miembros y aprobando de paso un presupuesto extraordinario ligado a inversiones en medio ambiente y digitalización (NGEU), con las que compensar el retraso de Europa frente a otros bloques económicos (EEUU y China). Obviando el carácter excepcional de estas medidas, parecen haberse establecido las bases para una reconciliación del campo progresista y las instituciones europeas, que convergen en un programa de liberalismo político y mejoras sociales.

Para la izquierda, la primera parte de esta fórmula debería resultar poco creíble, por los motivos antes esbozados, pero en tiempos de derrota es habitual explorar las posibilidades que la UE “realmente existente” ofrece para hacer avanzar las ideas progresistas. Existe, por lo tanto, la tentación de acomodarse a un europeísmo banal en una era en el que la UE parece prometer el retorno a alguna especie de keynesianismo, capaz de mejorar las circunstancias de las clases populares en Europa. Una tentación, cabe suponer, tanto más fuerte ante el fracaso de la estrategia de confrontación seguida en la década anterior por Syriza y sus aliados.

No es la primera vez que se anda este camino, aunque con distintos protagonistas. Durante los años ‘70 y ’80, distintos gobiernos europeos de la familia socialista (Callaghan en el Reino Unido o Mitterrand en Francia) sufrieron en sus carnes el agotamiento de las políticas keynesianas en el marco nacional, toda vez que el entonces incipiente proceso de integración económica ya impedía usar los instrumentos fiscales y monetarios tradicionales sin despertar los ataques del capital financiero global. Para ellos, el proceso de construcción europea (hegemonizado en lo económico, ayer como hoy, por la potencia más conservadora del continente: Alemania) ofrecía la promesa de reedificar las instituciones de política económica características del keynesianismo, esta vez sobre una base supranacional.

En una especie de etapismo inconsciente, se confiaba en que el proceso de creación de las instituciones de la actual UE a partir de la antigua CEE (el Mercado Único, la Moneda Única… instituidos en el Tratado de Maastricht) albergara en su seno el germen de una Europa con una fiscalidad común y potentes mecanismos redistributivos, del mismo modo que, históricamente, las instituciones económicas de los Estados liberales (configurados, precisamente, a través de la creación de mercados, moneda y economías nacionales homogéneas) había precedido a los Estados intervencionistas característicos de la  época keynesiana.

Subyace en esta visión la idea que las formas económicas keynesianas se impusieron sobre sus antecedentes liberales por su mayor racionalidad y que, por lo tanto, lo mismo sucedería de modo inevitable en el marco europeo. Ecos de este argumento se encuentran cuando se expone, con evidente satisfacción, que el giro actual de las políticas europeas se debe a que esta ha aprendido (¡por fin!) de los “errores” o el “fracaso” de las políticas del pasado.

Sin embargo, la formación del estado keynesiano no hubiera sido posible sin la experiencia histórica de la Primera Guerra Mundial, las crisis económicas del periodo de entreguerras y la competencia con el modelo soviético; experiencias que resultan, en nuestro tiempo, extraordinariamente lejanas.

Nadie en las élites europeas duda hoy de la capacidad del capitalismo para reproducirse sin subordinar el conflicto de clases a la mediación de un tercer agente (el Estado) o teme su sustitución por un sistema socialista: miedos que sin duda atormentaron a generaciones políticas anteriores. En plena continuidad con los años álgidos del neoliberalismo, el capital europeo puede plantear sus demandas a sabiendas que nadie discute de su rol director en la configuración de la política económica europea. En tiempos de pandemia, esto se concretó en un apoyo fiscal prácticamente ilimitado. Superada la pandemia, los debates que se producen vuelven a la época anterior.

Así, el actual debate sobre la reforma de las reglas fiscales, cuya suspensión acaba en 2023, está lejos de proponer ninguna reforma en profundidad. En las propuestas lanzadas hasta el momento se mantiene la obligación que el gasto público no crezca a mayor ritmo que la economía en el medio plazo, lo que en la práctica implica que el incremento del gasto público se ve limitado por el crecimiento de la productividad en el sector privado. Esto implica que difícilmente podrá darse continuidad a las políticas fiscales que han funcionado para sostener el empleo durante la pandemia, salvo en circunstancias excepcionales, incluso en aquellos países donde las tasas de desempleo siguen siendo elevadas. Y menos aun cuando se mantiene la obligación de adaptar la política fiscal para que la deuda pública caiga  hasta el 60% del PIB, cuando la deuda de la Eurozona supera ampliamente el 90% del PIB.

Es cierto que la Comisión Europea propuso, el pasado noviembre, eliminar algunas de las exigencias relativas al ritmo de reducción de esta deuda o al automatismo de las sanciones monetarias para los Estados que incumplieran las reglas fiscales. Pero se trata de exigencias y sanciones jamás implementadas, mientras que se propone reforzar otros mecanismos ya existentes, tales como fijar condiciones políticas parar recibir fondos europeos.

Para países que combinan altos niveles de deuda pública y elevados compromisos de gasto social (por la existencia de poblaciones envejecidas y altos niveles de desempleo) las reformas fiscales supondrán, con certeza, futuros recortes a los mecanismos de protección social existentes (véase, una nueva vuelta de tuerca al sistema de pensiones, como lleva tiempo planteándose en varios Estados miembros) o límites a una expansión sustancial del gasto público en otras partidas.

Los efectos de esta gobernanza fiscal podrían suavizarse si se implementaran políticas de transferencias entre los países más ricos y más pobres de la UE. No en vano, se ha planteado convertir en permanente el actual fondo NGEU, que ha servido para incrementar el gasto inversor en los países más afectados por la pandemia (en términos absolutos: Italia y España).

Sin embargo, está posibilidad parece vetada por la oposición de Alemania y otros países a mantener este programa, financiado con deuda europea, al considerar que el mismo supone un subsidio a los países receptores a costa del contribuyente (nor)europeo. Y esta oposición tiene el tiempo a su favor, toda vez que el NGEU caduca en 2026 y su continuidad requeriría un voto unánime de los Estados miembros.

En aparente contrapartida, Alemania y Francia apoyan una relajación de las reglas de competencia para subsidiar a las industrias estratégicas, en una propuesta conjunta lanzada el pasado diciembre. De implementarse, esta petición podría garantizar la competitividad de la industria europea en el mercado global, especialmente antes las medidas proteccionistas tomadas por otros países (véase, de nuevo, China y EEUU) y el retraso relativo de la UE en algunos sectores: un objetivo que comparte con el actual NGEU. Pero de implementarse sin relajar las reglas fiscales, esta propuesta conduciría a que sólo los países más ricos o aquellos más dispuestos a sacrificar el gasto público social en favor del apoyo a la empresa privada llevaran a cabo este tipo de programas, en una nueva fuente de dumping y desigualdad territorial entre países europeos. Un efecto que no cabe considerar como indeseado, vista la oposición de Alemania a cualquier mutualización de las inversiones.

Al retorno de la ortodoxia fiscal se le suma el retorno de la ortodoxia monetaria. Como respuesta a la actual espiral de precios, los tipos de interés del BCE empezaron a subir en julio hasta el 2,5% de estos momentos y se encuentran actualmente en niveles no vistos desde 2008, después de años de tipos nulos. El mensaje de Lagarde es que los tipos de interés seguirán subiendo hasta que la inflación caiga en la Eurozona hasta el 2% (como referencia, 2022 cerró con una inflación del 9,2%). Prueba de esta determinación es que el mismo 15 de diciembre, el BCE confirmó que empezaría a revertir sus programas de compras masivas de bonos a partir de marzo de 2023, lo que previsiblemente acelerará el incremento de los costes de financiación de la deuda de empresas y Estados, planteando dificultades adicionales a estos para cumplir con las reglas fiscales.

Este incremento supone, ya en la actualidad, un grave problema para las familias con hipotecas y créditos a tipo variable, en modo inversamente proporcional a su nivel de ingresos. El BCE opta por redistribuir la renta de abajo a arriba, lo que, además de empobrecer a las personas directamente afectadas, contribuirá en no poca medida a reducir la actividad económica en su conjunto.

Una vez más, el objetivo último es que el menor crecimiento del PIB discipline a la clase trabajadora y que la misma renuncie a incrementos salariales con los que recuperar el poder adquisitivo perdido, de modo que sean ellos (y no las empresas y sus márgenes de beneficios) quienes asuman los costes de reducir la actual tasa de inflación.

La combinación de estos factores no es halagüeña. La Comisión Europea preveía en octubre que la economía de la UE y la Eurozona creciera un +0,3% en 2023 (un +1,0% en el caso de España) y seguiría por debajo de la media pre-pandemia en 2024. Por otro lado, parece claro que la actual ronda de inflación está afectando desproporcionadamente la cesta de la compra de las clases populares (por su mayor gasto proporcional en alimentación y energía), que sufren además la erosión del valor de sus salarios. Un empobrecimiento que es probable que el nuevo rumbo de la política monetaria (y, en el medio plazo, la política fiscal) exacerbe.

Bajo crecimiento económico y mayor desigualdad es una combinación que parece incompatible con la estabilización del actual tablero político. Para aquellos situados en los estratos económicos medios, el miedo al desclasamiento favorece su captura por discursos reaccionarios: lo que facilita su adhesión al bloque conservador y la derechización del mismo.

Paradójicamente, movilizar a las clases populares en oposición a este bloque no es tarea sencilla: pues la falta de perspectivas de mejora económica se convierte en un poderoso factor de desmovilización y de participación social, así como de distanciamiento de las instituciones existentes. Y más si estas instituciones, como la UE, se encuentran en pleno retorno al orden. Por ello, es necesario combinar la defensa directa de los intereses populares con mensajes que capturen su indignación subterránea con el sistema.

La izquierda debería poder aspirar a gestionar el presente sin dejar de hacer ruido, porque la oposición a las políticas e ideologías que generan y justifican la desigualdad no pueden aislarse de la impugnación del marco en que las mismas se reproducen. Syriza fracasó en su asalto a las instituciones europeas, pero es este un camino al que no deberíamos renunciar.

Ramon Boixadera (1988) es doctorando en economía aplicada en la UIB. Ha colaborado en distintas publicaciones de economía crítica. Fue  asesor del GUE/NGL en el Parlamento Europeo durante la IX legislatura.