¿Socialismo en España?

¿Qué se quiere decir con socialismo y más concretamente socialismo en España? ¿Hay ventana de oportunidad para un socialismo en España en la actual fase histórica? Si no lo hay, ¿qué hacer en el mientras tanto? Pasen y lean.

¿Qué socialismo?

A bote pronto, plantear el socialismo en España, además de parecer una cosa de otra galaxia, lleva a la mayoría a mirar al PSOE; es decir, a la socialdemocracia (o el socioliberalismo). No a las formaciones a su supuesta izquierda que no utilizan el término, concepto o idea del socialismo en ningún caso. Estos nos hablan de “democracia”, “feminismo”, “ecologismo”, “derechos humanos”, “pueblos”, “LGTBIQ”, etc… Lógicamente, cuando reflexiono sobre el socialismo en España, no lo hago mirando al PSOE.

Ya Marx y Engels en el Manifiesto Comunista señalaban y criticaban diversos socialismos que consideraban erróneos frente al suyo. Desde aquí, siguiendo a Marx, parto del “socialismo” como un sistema basado en unas relaciones sociales de producción, y por ende un modo de producción, en donde los trabajadores son la clase dominante y dirigente, y con ello también lo son de una formación social (un Estado) determinado. También siguiendo a Marx, considero que el socialismo es un imposible sin un desarrollo capitalista que lo posibilite. Digo además “socialismo” porque, frente a Marx en la Critica al programa de Gotha, no considero el “socialismo”, que decía Lenin, o el “comunismo en su fase inferior”, que es como lo llamaba Marx, una mera transición al comunismo final o en su fase superior, sino un modo de producción estricto sensu frente al imposible comunismo final. Es decir, en el “socialismo” del que hablo seguirá habiendo dominación y explotación, división social y técnica del trabajo, Estado y clases sociales. La cuestión es cómo deberían ser todas esa jerarquías frente a cómo son en el capitalismo, al igual que cómo son las mismas en el capitalismo frente a cómo eran en el feudalismo, etc.

Ese “socialismo” debe, para ser más exactos, llamarse estatismo (y cercano al, aunque más desarrollado que, el llamado modo de producción “asiático/tributario/despotico comunal”, al que también se podría definir como estatista antiguo), ya que en este modo de producción son las relaciones de producción estatistas las determinantes, dominando a otros modos de producción como el capitalismo en una híbrida y compleja estructura económica. Por ese motivo, son los que controlan el Estado (en sus diversos aparatos y ramas, desde las militares hasta las judiciales o las económicas, entre otras) los que constituyen la clase dominante. Esa clase, por su posición en la estructura económica y política/jurídica/ideológica en las formaciones sociales de nuestro tiempo, solo puede estar compuesta por trabajadores asalariados, ciertamente, pero no nutrida por el proletariado de Marx, sino por la clase profesional y directiva asalariada. Esa es, precisamente, la clave del éxito del estatismo (socialismo) chino. Así, el hecho de haber sido auténticamente una “dictadura del proletariado”, es la clave que explica la caída del estatismo (socialismo) de la URSS.

Una vez aclarado qué se entiende y se propone por “socialismo”, pasemos al aterrizaje de las posibilidades del socialismo en España en la fase histórica en la que nos encontramos.

¿Qué fase histórica?

Arrancamos con una tesis fuerte: la historia es la historia de la lucha entre imperios, y el imperio que se impone, y precisamente por ello, es el que hace y continúa la historia. Dicho de otra manera: la historia es la historia de las sucesivas clases dominantes dentro de un modo de producción determinado con potencial para desarrollar las fuerzas productivas de cada etapa histórica, siendo a través de los imperios como se universalizan esas clases dominantes (y las subordinadas) de esos modos de producción y las fuerzas productivas desarrolladas por los mismos. Tesis fuerte, pues, a través de la cual se puede renovar el materialismo histórico de Marx.

Si eso ha sido así con los modos de producción precapitalistas (especialmente el esclavista y el feudal, no tanto así el estatista antiguo o “asiático/tributario/despótico comunal”), también lo es, y en mayor medida, con un modo de producción capitalista estructuralmente más dinámico y expansivo que ninguno de los existentes previamente, y por supuesto con un modo de producción poscapitalista que parte de lo logrado por el capitalismo, como el socialismo (estatismo) que pretende superar/subordinar al modo de producción capitalita.

Por ello, nuestra fase histórica actual se caracteriza (y se caracterizará) no por una “desglobalización”, sino por un choque entre globalizaciones. Es decir, por el choque entre dos imperios: el capitalista norteamericano y el estatista chino. Y es precisamente por la globalización del imperio chino, tan diferente a la expansión soviética en el campo socialista (la acumulación de fuerzas desde el contraataque que supuso la derrota de ejército nazi alemán hasta la expansión por la Europa del Este) por sus características centrípetas y ejemplaristas, a lo que se suma su escala geográfica: la de un Estado-continente-civilización equiparable a Estados Unidos, Rusia o India, y que solo puede ser igualada a través de la unión de diferentes Estados nacionales. En realidad, nunca pudo existir en el pasado, ni menos ahora, un socialismo en un solo país: solo cabe el socialismo, o el estatismo, en una alianza supranacional-estatal.

Es ahí donde se encuentra atrapada estructuralmente la posiblidad de un socialismo en España, atrapada entre una espada balcanizadora por un lado y una pared europeísta-atlantista por el otro. Concretamente, atrapados en la UE, que es sin duda la alianza supranacional-estatal más desarrollada que existe en todo el mundo, pero a la vez con una debilidades y contradicciones estructurales de primer orden. La UE no tiene ni tendrá un demos en el que apoyarse (el hecho de que la lingua franca sea la del Estado que la ha abandonado, el inglés, lengua también del imperio yanqui, lo dice todo). Se trata de un constructo conformado por Estados-nación con muy diferentes trayectorias históricas, de enfrentamientos seculares entre ellos. La UE es un cementerio de elefantes de antiguos imperios con diferencias sustanciales: las diferencias estructurales de lo que fue el imperio español respecto a los imperios europeos del XIX y XX son evidentes, excepto para los muchísimos cegados por la leyenda negra. Los Estados herederos de esos imperios se encuentran organizados jerárquicamente en torno a la reunificada Alemania, que utiliza a la UE como palanca para conformar un IV Reich (los anteriores, incluido el tercero, también querían una Unión Europea), y están a su vez subordinados al imperio estadounidense a través de la OTAN, en las batallas habidas o por venir frente a China o Rusia. En resumidas cuentas, y frente a Ortega: Europa no es la solución.

Dos dinámicas condicionan la evolución de España como Estado-nación y las posibilidades de alcanzar el socialismo. Por un lado, su inserción subordinada en un bloque supranacional en el que nuestros socios y aliados (anglos, franceses, germánicos o centroeuropeos, nórdicos, etc.) son enemigos históricos y actuales. Por el otro, la deriva federalista asimétrica confederalizante, empujada por los nacionalismos periféricos. Ambas, digo, debilitan al máximo la posibilidad del fortalecimiento del Estado-nación Español a todos los niveles, y concretamente el económico, como condición de posibilidad para poder no sólo desarrollar más y mejor las actuales fuerzas productivas (la tan mentada reindustrialización o cambio del modelo productivo), sino la posibilidad de insertarnos en otro bloque supranacional relacionado con nuestra historia, la de la primera globalización, en la que tuvimos como partenaire a China. Y ante esta disyuntiva, esta jaula de hierro en la que estamos metidos, ¿qué hacer?

¿Y mientras tanto?

Aquí, siguiendo a Gramsci, solo cabe tener el pesimismo de la inteligencia frente al optimismo de la voluntad. Ese pesimismo de la inteligencia nos permite ver que el desarrollo de las actuales fuerzas productivas necesita, como marco general, un “Estado emprendedor y de inversión social”. Este marco general puede materializarse según las correlaciones de fuerzas internas y externas en diferentes modelos; grosso modo, uno más blando, reproductor del capitalismo, y otro mas duro, superador/dominador del mismo. El blando es el que parece podrían ir Estados Unidos y la UE, con una especie de capitalismo semáforo que es, por lo tanto, lo que le tocaría a España. Es por ahí hacía donde apunta el sanchismo-yolandismo. El duro es el modelo estatista/socialista chino que, curiosamente, estaría aplicando exitosamente con mano de hierro (y precisamente por ello) el modelo socialista al que  apuntaba lo que en su día se llamó “eurocomunismo”.

Parece evidente que, salvo imprevistos o contingencias de profundo calado, la tendencia en España es hacía ese capitalismo semáforo patrocinado por los fondos europeos y las condiciones de la Unión Europea, todo ello hegemonizado por la izquierda sanchista-yolandista en la alianza con nacionalistas periféricos y, quizás también, con la aparición de las plataformas de la “España vaciada” frente a una derecha, PP y VOX, con gran caudal de votos, pero sin posibilidad de alianzas más allá de ellos y, por lo tanto, sin poder gobernar aunque se quedaran a poco de ello. Una derecha anclada en un trasnochado e ineficaz neoliberalismo, así como en la misma subordinación a los actuales bloques supranacionales en los que, de manera subordinada, se encuentra España, todo ello por mucha bandera nacional que enarbolen o se pongan como muñequera.

Ante este probable escenario, ya no sólo a corto sino a medio plazo, hay dos alternativas: una aparentemente realista, pragmática y posibilista es la de apoyar más o menos críticamente a la izquierda realmente existente y dominante y más concretamente al yolandismo en construcción; la otra es la de posicionarse frente a eso por sus inconsistencias y debilidades endémicas para ir más allá de una mera gestión del capitalismo y, siguiendo a Gramci, tirar de unas migajas del optimismo de la voluntad para, con estoica paciencia en una travesía del desierto, sin prisas pero sin pausa, ir fabricando una caja de herramientas teóricas que pudieran servir como raíces, llegado el momento y sin ninguna garantía de que eso pueda ser así (más bien lo contrario), para que pudieran crecer, como un imponente árbol, fuerzas políticas y sociales que plantearan el socialismo posible, identificando correctamente las clases sociales necesarias detrás del mismo y el bloque supranacional en el que insertarlo. Es fácil ver si se ha llegado a esta parte final del artículo la alternativa que modestamente se apoya.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

La cuestión nacional en España y el socialismo

La cuestión nacional fue teorizada en el marxismo por parte de Otto Bauer (1907), Stalin (1913), y otros pensadores, en el momento en el que el nacionalismo de tipo alemán se convertía en hegemónico en Europa. Este nacionalismo consideraba que la nación era fruto de pulsiones inconscientes, del “espíritu del pueblo” (Volkgeist), la lengua, la geografía, la historia, la cultura común, y acabó fomentando el militarismo, el racismo y el patrioterismo, que llevó a los combatientes a marchar alegremente al combate en la Gran Guerra (1914). Aunque la alegría duró poco, con las terribles condiciones de la guerra de trincheras y las masacres de soldados sin sentido, muertos por tomar unos centenares de metros de tierra yerma, el nacionalismo jugó un papel esencial en el estallido del conflicto, en los sucesos que llevarían a la Segunda Guerra Mundial, y en un sinfín de conflictos de todo tipo que se extendieron hasta la actualidad.

Bauer definía la nación desde un punto de vista “culturalista”, como un conjunto de elementos…

… que aparecen en la estructura básica del espíritu, en el gusto intelectual y estético, en el modo de reaccionar a los mismos estímulos, cosas en que fijamos la atención si comparamos la vida espiritual de las diferentes naciones, su ciencia y su filosofía, su poesía, música y arte plástica, su vida pública y social, su estilo y sus hábitos de vida.

Bauer consideraba que la nación se definía en su momento actual, sin tener una vinculación con los antepasados, oponiéndose a las tesis organicistas que venían asociadas al nacionalismo de tipo alemán. La nación es construida desde el desarrollo de las fuerzas productivas, el desarrollo cultural y el devenir de la Historia, que conforman una comunidad de carácter y de destino, enfrentándose a las posturas ahistóricas típicas del nacionalismo.

Bauer defendía el desarrollo de las comunidades culturales, dentro de Austria-Hungría, con una administración general y que pudiesen cobrar impuestos, pero evitando su separación en varios Estados basados en raíces étnicas. También abogaba por tratar de evitar la competencia fiscal que se producirían entre ellas en caso de tener un autogobierno fuerte. Para Bauer era necesario combatir al nacionalismo que podía arrastrar a las masas explotadas al apoyo de sus propios explotadores, quienes los lanzarían al combate contra “el enemigo nacional” de turno, asegurando su hegemonía. El programa fue impracticable, pero no le faltaba razón en el análisis.

Stalin, sin embargo, desarrolló el concepto de nación alrededor de la siguiente idea:

[La] nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura.

Se trata de una noción que tiene ciertos parecidos con la definición de Bauer, aunque con más resabios del nacionalismo de tipo alemán.

No es sorprendente que los principales teóricos del marxismo de la época sobre la cuestión nacional (o problema nacional) fuesen dos personas que pertenecían a imperios multinacionales, aquejados de problemas serios -más en el caso austro-húngaro que en el ruso-, con nacionalismos irredentos y de conformación de una identidad nacional que aunase a la mayoría de la población. Tanto Rusia como Austria-Hungría se hundieron ante el peso de la guerra de masas y acabaron, durante la guerra, Rusia con el estallido de una Revolución “que conmocionó al mundo” (John Reed), y Austria-Hungría, con el armisticio, dejando de existir, dividida en numerosos Estados pequeños y enfrentados entre sí.  Austria-Hungría sólo estaba unida por la figura de su emperador, el longevo Francisco José I que, con su muerte en 1916, aceleró la descomposición, ya avanzada, de un Estado multinacional enfrentado a las minorías eslavas, checas, polacas e italianas.

En 1917, Vladimir Ilich Ulianov lanzó “el principio de autodeterminación de los pueblos”, que coincidió, aunque por motivos diferentes, con la propuesta del presidente Woodrow Wilson en sus famosos “14 puntos para la paz”. Para Lenin, el principio de autodeterminación era una forma de debilitar a las potencias imperialistas y ganarse a los pueblos oprimidos por los europeos para la causa del comunismo. De hecho, la Tercera Internacional organizó, bajo auspicios del gobierno soviético que estaba inmerso en los últimos compases de la guerra civil, en 1920, en Bakú (Azerbaijan), un Congreso donde participaron 2850 delegados de diversas naciones (Irán, Irak, Palestina, Kurdistán, China, etc.) oprimidas por los occidentales. Algunos de estos delegados murieron intentando llegar al Congreso o a la vuelta del mismo a manos de las autoridades de sus países (o de los británicos, en el caso iraní). En el Congreso se debatió sobre la situación de los países colonizados y sobre las posibilidades de maridaje entre el islam y el comunismo. Tras el Congreso se establecieron movimientos socialistas o comunistas en muchos países, como en China, aumentando la influencia comunista en el mundo dependiente.

Rosa Luxemburgo, sin embargo, criticó la propuesta de Lenin, al considerar que la independencia de su país, Polonia, acabaría, como finalmente ocurrió, en manos de los sectores reaccionarios. Lenin consideraba que la forma de consolidar el dominio soviético sobre el antiguo territorio zarista pasaba por dar voz a los pueblos oprimidos por la Rusia absolutista y que no hacerlo mantendría la dictadura. Mientras que Luxemburgo, que se oponía por las razones mencionadas antes, entendía que la utilización del “principio de autodeterminación de los pueblos” era un recurso táctico ante una situación política concreta y no un principio transmutado en verdad absoluta.

Para Wilson, el “principio de autodeterminación de los pueblos” estaba pensado para los países derrotados en la guerra que tenían problemas nacionales, lo que ayudó a la desaparición de Austria-Hungría, la desmembración del Imperio turco otomano, la pérdida de las colonias (y algunos territorios) alemanes y la independencia de zonas bajo dominio ruso (como Polonia), mediante un referéndum afirmativo.

El principio de autodeterminación expuesto por Wilson alentó a las nacionalidades sin Estado y a aquellos que querían separarse de otras naciones a formar Estados propios. Lo cierto es que el principio se aplicó a medias, debido a las múltiples tretas que usaron los franceses e ingleses. Éstos se repartieron los restos del Imperio colonial alemán, bajo el auspicio de la recién fundada Sociedad de Naciones, e incumplieron su palabra hacia el mundo árabe al repartirse las antiguas posesiones otomanas en el Tratado de Sykes-Picot. También Francia impidió la unión de Alemania y Austria, pese al referéndum afirmativo de unión realizado en Austria, que luego sería absorbida por Hitler con el “Anschluss” en 1938. La realpolitik se impuso sobre las buenas intenciones del presidente estadounidense. De hecho, la socialdemocracia austríaca (SPÖ), con Otto Bauer a la cabeza, se opuso a la desmembración del Imperio austro-húngaro, con escaso éxito, sabiendo que iba a debilitar a la clase obrera al ser separada en países de escasa entidad y fronteras y más tarde llegaría a apoyar la unión con Alemania.

Stalin utilizó el nacionalismo durante la Segunda Guerra Mundial y los viejos símbolos de la Rusia zarista, para movilizar al pueblo soviético contra el invasor nazi-fascista, con gran éxito. No en vano, en Rusia se llama a la Segunda Guerra Mundial “la Gran Guerra Patriótica”. El nacionalismo resurgió como fuerza cohesionadora en diversas repúblicas soviéticas, yugoslavas, checoslovacas, y de otros países del Este, en sustitución del marxismo-leninismo deformado por Stalin, cuando el sistema entró en crisis. De hecho, el nacionalismo aceleró la crisis que provocó la desaparición del bloque del Este entre 1989-91, y durante los años 90, en la antigua Yugoslavia.

La ONU tomará dicho principio refiriéndose principalmente al deber de las potencias colonialistas de descolonizarse y dar un marco jurídico para aquellas antiguas colonias, que, de acuerdo con la metrópoli o en contra de ella, lograsen independizarse. En este caso, el derecho de autodeterminación adquirió el significado de lucha por la independencia de los países colonizados. ETA, escisión de las juventudes del PNV, trató de maridar este principio con el marxismo, considerando de que el País Vasco era una colonia interior oprimida por unas fuerzas de ocupación (españolas) y que, por tanto, se les aplicaba dicho derecho.

En el caso español, la cuestión nacional va a intentar ser solucionada con mayor o menor éxito. En el turbulento siglo XIX, se trató de dar una solución federal durante la Primera República, que no llegó a aplicarse, mientras que los carlistas, el cantonalismo y la Guerra de Cuba hicieron inviable la propia República. A finales del siglo XIX surgieron el autonomismo andaluz, enraizado en el federalismo, el nacionalismo burgués catalán y el nacionalismo vasco, nacionalismos ambos de corte alemán-organicista. Por otro lado, surgió, durante el siglo XIX, el carlismo, que tuvo influencia en el nacionalismo vasco y en Navarra, con la defensa de los fueros.

A principios del siglo XX, el empuje del nacionalismo catalán conservador llevó a una solución de compromiso para el problema nacional: la Mancomunidad catalana, que duró de 1914 hasta su abolición en 1925 por la dictadura de Primo de Rivera. La Mancomunidad tenía competencias muy limitadas. Con la caída de la dictadura y la proclamación de la Segunda República emanó una tensión entre el sector federalista catalán capitaneado por ERC, donde existía un pequeño grupo independentista, y el resto de firmantes del “Pacto de San Sebastián”. Esta tirantez se solventó con una solución de compromiso que tuvo su concreción con el Estatuto de Autonomía de Cataluña, en el marco del Estado integral republicano, que siguió teniendo escasas competencias (aunque más que la Mancomunidad). Se aprobó también el vasco, en 1936, lo que favoreció que esta región fuese leal a la República en la Guerra Civil, e igualmente hubo proyectos en Galicia y Andalucía, cortados por la sublevación militar.

Cuando cayó el gobierno republicano-socialista, derrotado en las elecciones de 1933, fue sustituido por un gobierno radical-cedista (el “contubernio”, en palabras de Niceto Alcalá Zamora), que trató de obstruir la actividad legislativa de la Generalitat y el Parlament. Esto llevó a ERC a proclamar la “República Federal catalana en el interior de la República federal española”, en 1934, mientras en Asturias se producía un proceso revolucionario contra la entrada de ministros de la CEDA, que se consideraban “accidentalistas” con la forma de gobierno, y que usaban parafernalia fascista en un momento en el que Dölfuss había dado un golpe de Estado en Austria y eliminado al SPÖ. El choque fue favorable al gobierno, que utilizó al ejército contra los Mossos de Escuadra dirigidos por la Generalitat. El gobierno catalán acabó en la cárcel hasta que fue excarcelado tras la victoria del Frente Popular. Los militares usaron dicho movimiento como casus belli para iniciar un golpe de Estado, en 1936, junto con otros motivos, para evitar “el separatismo” y el final de España como nación unida.

Durante la Guerra Civil, aprovechando el caos en la zona gubernamental, se produjeron movimientos de desobediencia al gobierno republicano o de autonomismo de facto, que debilitaron la causa republicana. El gobierno de ERC fue mediatizado de forma importante por la CNT-FAI, que tomó decisiones desacertadas como la invasión de Mallorca, anunciada por la prensa, y que acabó siendo reprimida (CNT-POUM) en las jornadas oscuras de “los sucesos de Barcelona” de 1937. En Asturias se produjo el “gobernín” (Azaña), que separado de la zona republicana por la zona rebelde, trató de hacer la guerra por su cuenta. En el País Vasco, tras la toma del norte, el presidente del PNV, Aguirre, colaboró con el OSS -antecesor de la CIA- y trató de lograr la independencia del País Vasco, apoyada por los EEUU, con nulo éxito. Estos movimientos enfadaban al PSOE, que constituía la parte mayoritaria del gobierno del Frente Popular, y, especialmente, a Negrín.

El PSOE tenía relaciones con el federalismo, que variaron durante el tiempo, debido a que la frontera entre el republicanismo federal y el socialismo era muy porosa a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El socialismo dirigido por Pablo Iglesias empezó siendo hostil a la idea federalista. Pero, a partir de las alianzas con los republicanos y la institucionalización del partido, en 1910, el PSOE comenzó a virar hacia la “descentralización político-administrativa”. Aunque oponiéndose al nacionalismo vasco, por racista y conservador, se llegó, incluso, a apoyar la posibilidad de un estatuto para Cataluña, una posición que se rompió durante la huelga de la Canadiense, por el apoyo de la burguesía catalana a la represión obrera. Durante la Segunda República, el PSOE defendió el voto favorable al estatuto de autonomía catalán, y luego vasco, aunque rechazando establecer un estado federal como en Alemania o los EEUU. Durante la dictadura franquista, el PSOE se acercó, de nuevo, de la mano de Anselmo Carretero al federalismo, con declaraciones retóricas a favor del mismo, que acabaron mutando en un apoyo decidido al autonomismo tras el 78. El federalismo prendió especialmente en el socialismo catalán, más que en el resto de las comunidades de nuestro país.

El PCE-PSUC se posicionó en el debate constitucional contra el derecho de autodeterminación de los pueblos, tal y como estaba desarrollado en la enmienda Letamendía, con las sonoras ausencias “por motivos de vejiga” de Miquel Roca y los representantes del PSC. En realidad, el PSOE también se opuso, en dicha comisión, a incluir este principio en la propia Constitución. Jordi Solé Tura (PCE) hizo una interesante reflexión sobre este asunto:

Como principio general, el derecho de autodeterminación es, a mi entender, un principio democrático indiscutible, pues significa que todo pueblo sometido contra su voluntad a una dominación exterior u obligado a aceptar por métodos no democráticos un sistema de gobierno rechazado por la mayoría tiene derecho a su independencia y a la forma de gobierno que desee libremente.

Sostenía Solé Tura que había diferencias claras entre la posición socialista y comunista respecto a la de los nacionalistas:

La diferencia radical entre uno y otro concepto del derecho de autodeterminación es que la izquierda no nacionalista lo entendía como un principio que permitiría derrotar a los independentistas con métodos democráticos, es decir, oponiendo a las pretensiones de separación y de independencia la voluntad de una mayoría democráticamente forjada. Por eso comunistas y socialistas de izquierda proclamaban que eran partidarios del derecho de autodeterminación, pero al mismo tiempo se oponían a la separación y a la independencia de Cataluña, del País Vasco y de cualquier otra parte de España. El ejercicio de autodeterminación era visto como una vía para fortalecer la unidad de España como país plurinacional.

De hecho, señalaba que un sector de los nacionalistas y de la izquierda, inspirados en la Revolución cubana, defendía que sus regiones eran naciones oprimidas de manera colonial por parte de España, lo que les alejaba de las posiciones socialistas y comunistas.

Posteriormente, el término quedó entre abandonado, fosilizado en documentos de Congresos sin aplicación práctica, como discursos sin solución de continuidad, y como ejercicio retórico para consumo interno. La cuestión acabó resucitando con la aparición del procés catalán, que ha influido enormemente en la política española de manera negativa, por ejemplo, haciendo resurgir una visión más radical del nacionalismo español. Un procés en el que primero se utilizó el término blando del “derecho a decidir” -al que es difícil oponerse- para pasar, finalmente, a la independencia a través de un referéndum sin garantías, que acabó con lamentables cargas policiales, una declaración de independencia exprés con cara de funeral por parte de quienes la pronunciaban, la huida del president, y todo lo demás que ha acontecido en estos últimos años.

Uno de los grandes problemas es que un sector de la izquierda, especialmente en Cataluña, se vio obnubilada de manera a-crítica con el procés, hasta el punto de que o lo apoyaron de alguna manera (en algunos casos pasándose a ERC), o hicieron dejación de las funciones de crítica que conlleva la práctica política. El propio Solé Tura, de hecho, advertía hace años de esta posibilidad, señalando:

A mi entender, esa ambigüedad es muy peligrosa porque las fuerzas de izquierda no pueden ser ambiguas, so pena de dejar de ser de izquierda. En un país como el nuestro, a estas alturas del siglo XX, creo que no se puede seguir hablando del derecho de autodeterminación como mero principio ideológico, es decir, sin explicar claramente sus implicaciones políticas y, por tanto, sin ponerlo en relación con nuestro proceso histórico, con el modelo de Estado que hemos heredado y con el que se define en la Constitución, con las transformaciones sociales producidas, con los valores dominantes en la sociedad y con el papel de España en el contexto europeo y mundial.

Parece que Solé Tura hubiera adivinado el futuro en este párrafo tan certero:

Un conflicto de estas características no sería un choque entre la «izquierda» y la «derecha», ni entre el «progresismo» y la «reacción», sino un conflicto que atravesaría todas las clases sociales de Cataluña –en nuestro caso– y de España y que escindiría profundamente la sociedad de la propia nacionalidad que pretendiese convertirse en Estado independiente. Una batalla política y social de estas dimensiones convertiría a las fuerzas más derechistas en el principal núcleo de reagrupamiento de vastos sectores sociales –incluso de sectores obreros–, reavivaría hasta extremos insospechados el viejo nacionalismo español de las glorias imperiales, daría a las Fuerzas Armadas un protagonismo decisivo, muy superior y muy diferente al que les asigna la Constitución y colocaría a la Corona y al conjunto de las fuerzas democráticas en una situación defensiva extremadamente difícil, pues o bien tendrían que aceptar pasivamente la alternativa y el hecho de la independencia, con lo cual perderían la iniciativa política, o bien tendrían que combatirla, con lo cual irían a remolque de las fuerzas más antidemocráticas. Es difícil pensar, por otro lado, que un choque de estas características podría terminar tranquilamente con la independencia de una parte del territorio español o con la negación violenta de la independencia, sin destruir el sistema democrático de la Constitución de 1978.

Lo cierto es que España, por su estructura territorial y su historia, tiende hacia una estructura federal o federalizante. Su propia orografía e historia ha impedido durante el siglo XX la imposición de un Estado centralista salvo manu militari.  Los nacionalismos se necesitan los unos a los otros para subsistir. En ese choque la cuestión social, tal y como hemos visto en varios momentos en Cataluña, acaba desapareciendo o queda en un segundo plano, pasando a la política de las emociones y la división.

Durante la pandemia las estructuras federalizantes han funcionado moderadamente bien, con la excepción de la rebelión madrileña. Es hora de retomar el federalismo, aunque con algunas dosis de asimetría, como forma de solventar la cuestión nacional en España. Esto supone asumir que las lenguas y las distintas culturas (que son siempre mestizas) forman parte del acervo cultural español y nos enriquecen como país y como individuos. Esto supone reformar el Senado para convertirlo en una verdadera cámara territorial. Realizar una segunda tanda de descentralización pasando competencias de las Autonomías a los municipios y traspasando todas las competencias de las Diputaciones provinciales (salvo los Cabildos y los Consell) a las comunidades autónomas. Delimitar las competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, y constituir un reparto fiscal justo y solidario, acabando con el dumping fiscal de Madrid. Sería interesante repartir parte de las instituciones del gobierno central por el país. Para que estas reformas sean exitosas hay que establecer mecanismos de coordinación, cooperación, solidaridad y responsabilidad entre todas las comunidades autónomas y el Estado central. Hay que aprovechar los fondos europeos para volver a repartir las cartas de las oportunidades en este país y combatir, por ejemplo, la despoblación de algunas provincias, y repartir de manera más justa el poder. Es una oportunidad que no debemos desaprovechar.

La llegada del federalismo no será inmediata y va a ser compleja por la oposición de las derechas, pero hay que sembrar las semillas del debate para que pueda germinar en la sociedad y el cambio sea posible.

Pedro González de Molina Soler es pofesor de Geografía e Historia y máster en Relaciones Internacionales.

Editorial: España, cuestión nacional y socialismo

A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad. Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.

Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista.

Escribir de cuestión nacional y, por lo tanto, de la nación española, y hablar de socialismo en esa nación española, implica, si no queremos caer en significantes vacíos donde todos los gatos son pardos, retóricas vacías sobre matrias, o de socialismos que acaban siendo más bien socialistos, que intentemos aclarar ese par de conceptos: nación y socialismo.

Nación

El 24 de septiembre de 1810 se reunieron en la Isla de León las Cortes extraordinarias; el 20 de febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz; el 19 de marzo de 1812 promulgaron la nueva Constitución y el 20 de septiembre de 1813, tres años después de su apertura, terminaron sus sesiones. Las circunstancias en que se reunió este Congreso no tienen precedente en la historia. Además de que ninguna asamblea legislativa había hasta entonces reunido a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni había pretendido resolver el destino de regiones tan vastas en Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses, casi toda España se hallaba ocupada a la sazón por los franceses y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba. Desde la remota punta de la isla gaditana, las Cortes emprendieron la tarea de echar los cimientos de una nueva España, como habían hecho sus antepasados desde las montañas de Covadonga y Sobrarbe.

Karl Marx, La España Revolucionaria, 24 de noviembre de 1854.

Una de las cosas más increíbles que tienen que verse en la escena política española es la asunción de la sedicente izquierda (tanto el PSOE como UP y escisiones) del lugar que les asignó Franco; es decir, ser la “anti-España” e identificar a España como una especie de construcción del franquismo. No solo lo han asumido, sino que lo han convertido en característica esencial. ¿Cómo diablos esa izquierda puede ser realmente hegemónica, nacional-popular, si asume acríticamente todos los tópicos sobre la leyenda negra o la mercancía averiada de los nacionalismos periféricos?

La única nación que desde una posición de izquierdas se puede admitir es la nación política de ciudadanos que nace con la revolución francesa y que, en España, surge con la guerra de independencia frente al ocupante francés. Es evidente a la vez que esa nación política no surge de la nada; en el caso francés es por la transformación revolucionaria jacobina del Estado del antiguo régimen que deviene en Estado-nación. En el caso español, el proceso, como observaba Marx, difiere del francés, en tanto nuestro Estado del antiguo régimen era la monarquía hispánica católica cuyo desmembramiento, tras las guerras de independencia (o, más bien, civiles) irán dando lugar a todas las naciones políticas de nuestros hermanos americanos así como a la nuestra, España, a lo largo del siglo XIX.

Lo que desde ninguna posición de izquierdas es admisible como nación son las naciones étnicas, en las que se basan los nacionalismos periféricos en España (catalán, vasco, gallego), aunque decoradas con el mito de la cultura de raigambre alemán; del idealismo alemán del volk, que acabó, no por casualidad, materializándose en el nazismo. Por eso, es otro inmenso error de nuestras sedicentes izquierdas considerar esos nacionalistas étnicos separatistas como esencialmente progresistas, como aliados (tácticos y estratégicos), comprando todos y cada unos de sus mitos e historia-ficción.

Es aún más sangrante que consideren a grupos como ERC o Bildu de izquierdas. En la reforma laboral recientemente aprobada, por encima de todo, les importaba crear su propio marco de relaciones laborales, el de su terruño frente al del resto de España, o la tierra de maketos y charnegos. Además, existe una indisimulada admiración por un partido como el de los hijos del ultramontano y racista Sabino Arana, el de “Dios y fueros”, el PNV, que gracias al tremendo y medievalesco privilegio del concierto (al igual que Navarra) ha podido mantener cierto sector industrial (¿acaso eso no es un dumping como el que, con razón acusan, a Madrid?) en el País Vasco. Para qué hablar de la solidaridad mostrada hacía personajes como Puigdemont. No en vano, se puede calificar a esa izquierda en España –sobre todo el mundo de UP –como una especie de mamporreros y legitimadores de estos nacionalismos.

Qué duda cabe de que España es plural, al igual que todas las naciones políticas que en el mundo están formadas por el lisado y mezcla de esas naciones étnicas que, a su vez, ya estaban integradas en las naciones históricas o los Estados del antiguo régimen, en el caso de España aún más que en la Francia prerevolucionaria. Y claro que el catalán, el vasco, el gallego son lenguas a cuidar, conservar y fomentar, como lengua materna de millones de ciudadanos y como patrimonio de todos. Pero, sin duda alguna, también lo es el español, lengua común no sólo de la ciudadanía española sino de un nosotros que nos trasciende. Una lengua internacional, universal, de las más habladas del mundo, que, sin embargo, solo puede ser enseñada en un raquítico 25% por decisión judicial en Cataluña, aunque eso también quiera ser burlado y perseguido por el gobierno etnonacionalista separatista catalán y corifeos de la izquierda.

Lógicamente, el País Vasco o Cataluña no tienen derecho a la secesión porque ni son naciones, ni mucho menos territorios oprimidos o colonizados. Desde una posición nítidamente de izquierdas, como ya se ha dicho, la única nación es la política, y eso significa que todo el territorio nacional es de todos los nacionales o ciudadanos tanto nacidos como nacionalizados. En este sentido, los ciudadanos de ese territorio ejercen a diario el derecho de autodeterminación a través de su pertenencia a España. Así, para un ciudadano español, nacido o residente en Irún o Gerona, tan suyo es Madrid como para un ciudadano español nacido o residente en Madrid tan suyo es Irún o Gerona. Además, la riqueza socialmente producida en Cataluña o el País Vasco no solo ha venido, o viene, de millones de trabajadores de otras partes de España que residen allí desde hace varias generaciones, sino que el Estado-nación español ha invertido, e invierte, en esas partes de España desde siempre para proteger sus industrias; para que hayan sido, y sean, unas de sus partes más ricas del país, incluso durante el franquismo. El nacionalismo periférico es un fenómeno que surge como una de las consecuencias de esa industrialización.

Socialismo

Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, ya que éste es la palestra inmediata de su lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto Comunista, “por su forma”. Pero “el marco del Estado nacional de hoy”, por ejemplo, del imperio alemán, se halla a su vez, económicamente, “dentro del marco” del mercado mundial, y políticamente, “dentro del marco” de un sistema de Estados. Cualquier comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo tiempo, comercio exterior, y la grandeza del señor Bismarck reside precisamente en algún tipo de política internacional.

Karl Marx, Crítica al Programa de Gotha.

El socialismo se dice y se hace de muchas maneras, pero desde una posición materialista marxista el socialismo no es, o no solo es, una mejor redistribución de la riqueza como pudiera ser el estado del bienestar. El socialismo implica que los principales resortes económicos de la nación (política), los sectores estratégicos y las más potentes empresas sean del Estado; de un Estado-nación que nacionaliza esos medios de producción, de un Estado-nación conducido por, y que sirve a, los trabajadores, a quienes considera productores de la riqueza social.

También es evidente que desde una posición materialista marxista y, por lo tanto, sujetos a la prueba de la práctica, no se puede obviar, por un lado, la caída de la Unión Soviética y, por otro, el hasta ahora exitoso (y a lo que apunta) modelo chino de cara al tipo de socialismo más eficaz, un socialismo no de la escasez y de las colas, sino de la abundancia. Todo ello gracias al desarrollo de las fuerzas productivas y a mirar de tú a tú a las más desarrolladas naciones y potencias capitalistas, dejando también espacio al mercado y al capitalismo, aunque siempre bajo control. Tampoco se pueden obviar los cambios en la estructura de clases, nuevas clases emergentes y, de nuevo, el propio modelo chino para comprender que la “dictadura del proletariado” no lo será por el proletariado, no ya de cuello azul, o tampoco el nuevo de servicios, sino, ante todo, por un proletariado con credenciales universitarias, una nueva clase de trabajadores asalariados profesionales y directivos.

Desde esa posición materialista marxista, ese Estado-nación no puede estar troceado. Ha de tener una burocracia central fuerte, que coordina y planifica en nombre del conjunto. Debe ser unitario, que tienda más a la centralización de competencias y, en todo caso, como mucho, a un federalismo muy centrípeto y cooperativo. Sobre todo, el federalismo, más que a la organización territorial interior de las naciones políticas, debe tender a las relaciones entre ellas; es decir, si cabe hablar de federalismo, sería entre diferente Estados-nación que formen bloques supranacionales que puedan ganar o acercarse a la escala geográfica/demográfica de las grandes potencias. Es ahí donde se va a jugar la verdadera partida para la cuestión nacional y el socialismo para y en España, ya que el internacionalismo no es un imperativo categórico kantiano, o un deber ser; el internacionalismo es el ser al que obliga la dinámica expansiva del capitalismo y es la forma de superarlo. Pero ese internacionalismo no es, ni será, un cosmopolitismo a-nacional, sin fronteras ni tampoco bloques supranacionales, sin un demos con historia detrás que los sustente.

Imagen: Salvador Viniegra, ¡Viva la Pepa! (1912).