¿Hacia una nueva Rusia pardiroja?

La invasión y guerra de Ucrania tiene derivadas económicas y geopolíticas que exceden con mucho las fronteras de los dos estados en conflicto y envuelven prácticamente todo el planeta. Pero evidentemente también tienen y tendrán efectos en esos dos Estados. En el caso de Ucrania, es claro el destrozo económico y la gran posibilidad de pérdidas territoriales; en el de Rusia, las sanciones económicas, así como la ruptura de las relaciones en diferentes sentidos y niveles con el llamado “occidente”, le están trayendo y le traerán irremediables cambios en su fisonomía interna, los cuales podrían estar llevando, ya ahora, y aún más en un medio plazo, a una reestructuración interna que dé paso a una Rusia cimentada sobre un modelo ideológico-programático que podríamos denominar pardirojo. Pero antes de entrar en ello, vamos a coger un par de atajos como hilo introductorio.

Primer atajo: imperios, terceras clases intermedias y (un revisado) materialismo histórico

A mi juicio, el materialismo histórico de Marx debe ser revisado en dos puntos fundamentales que han funcionado como sendas regularidades históricas: una de ellas tiene que ver con las clases y la otra con el Estado; concretamente, con un tipo de Estado muy particular: el imperio.

En el tema de las clases, si podemos descubrir alguna regularidad histórica en la sucesión de las clases dominantes, no lo encontraremos en la clase dominada de un modo de producción que se convierte en la clase dominante del modo de producción siguiente, sino en una tercera clase intermedia (tercera e intermedia entre las dos clases polarizadas de un modo de producción determinado) que se va formando, por ejemplo, en los intersticios de un modo de producción (la burguesía en los burgos o ciudades del modo de producción feudal) o como consecuencia del propio desarrollo de un modo de producción (la clase profesional y directiva asalariada en el capitalismo avanzado). Dicho de otro modo, los esclavos del modo de producción esclavista no fueron la clase dominante del modo de producción feudal, así como los siervos del modo de producción feudal no fueron la clase dominante del modo de producción capitalista y los proletarios del modo de producción capitalista no serán la clase dominante de un potencial modo de producción poscapitalista, siendo la mayor prueba de esto el fracaso de la URSS y la emergencia de China.

La otra regularidad histórica que podemos entrever es la palanca por la cual se expanden los modos de producción con sus clases dominantes y subordinadas estructuradas en relaciones de producción con la potencia para el desarrollo de las fuerzas productivas. Esa expansión ha venido a partir de la potencia imperial de una formación social, o Estado, a través de la conquista o la guerra, la diplomacia, el comercio, etc… o de una mezcla de todo ello. Potencia imperial de una formación social o Estado que se debe, precisamente, al modo de producción dominante en su estructura económica, que le caracteriza y le hace desarrollar las fuerzas productivas a un nivel mayor y mejor que el resto. Un par de ejemplos a vuelapluma: el modo de producción esclavista nace y se vuelve dominante en las polis griegas, pero llega a su máxima expansión a través del Imperio romano; el modo de producción capitalista da sus primeros pasos de manera embrionaria en las ciudades-Estado italianas del medievo, pero se vuelve dominante y se expande a través del mundo anglosajón: del Imperio británico, primero, y estadounidense después, a todo el planeta en los últimos 250 años.

Segundo atajo: del fin de la URSS a Putin

La Unión Soviética fue también un Imperio a través del cual se expandió un modo de producción que, más que socialista, prefiero, por honrar la realidad de la cosa, llamar estatista, y cuya clase dominante fue, sí, el proletariado, un proletariado extraído de la gran masa poblacional campesina que formaba la base social del Imperio ruso de los zares. Pero el desarrollo de ese estatismo o “socialismo real” trajo consigo la formación de otra clase que se sentía (y estaba) subordinada a ese proletariado: la burocracia, que dirigía el complejo partido/Estado (son evidentes los orígenes sociales obreros de Jruschov y Brézhnev, por ejemplo). Esa clase era la clase profesional y directiva asalariada que verá su oportunidad tanto a nivel generacional (“Generación Komsomol”) como social para destronar a esa clase proletaria y ocupar su lugar como clase dominante a través de Gorbachov (el primer titulado universitario que ocuparía el puesto de Secretario General del PCUS) y su perestroika y glásnost.

Gorbachov, el último eurocomunista, fracasó en ese proyecto de salvamento y cambio de la URSS, y con ello también fracasó su proyecto de unificación del Imperio soviético con la entonces CEE en la llamada “casa común europea”. En su lugar vino la era Yeltsin: la desmembración de la URSS, la brutal acumulación primitiva de capital que traerá a la escena a los oligarcas, la traición a la palabra dada a Gorbachov sobre la OTAN y, en definitiva, la conversión de Rusia en un país debilitado y periférico con respecto a “occidente”.

La llegada de Putin a la jefatura del Estado marca también el segundo intento de la clase profesional y directiva asalariada para convertirse en clase dominante (ahora no frente al proletariado, como en la URSS, sino frente a los oligarcas capitalistas de la Rusia postsoviética) para, de nuevo, intentar salvar el país. En buena medida, todo el mandato de Putin se puede resumir en la formación de un nuevo bloque en el poder fundamentado en un suigéneris capitalismo de Estado silovikí que, a nivel externo, fue mutando de un intento de continuar en la órbita “occidental”, en la que entró con Yeltsin, pero tratado no como un subordinado sino un igual, a ir rompiendo esa geopolítica por la fuerza de los hechos tras las ampliaciones de la OTAN hasta sus propias puertas, las revoluciones de colores en su antiguo espacio territorial… y, por lo tanto, separándose y enfrentándose cada vez más con el mundo occidental, girando claramente hacía el eurasianismo – China, India, Irán y el espacio económico euroasiático. En ese contexto se enmarca la situación actual de la invasión y guerra de Ucrania, con todas sus consecuencias geoeconómicas-políticas.

Pardirojismo euroasianista. Dugin y Glazyev

Permítanme este cambio de factores que altera el producto. Ya sabemos ese debate que una y otra vez vuelve a las redes sociales (y que a mi juicio es erróneo y desenfocada) sobre el llamado rojipardismo. Partiendo de ese pseudoconcepto, o más bien etiqueta (que intenta ser) descalificadora y estigmatizadora, le damos la vuelta como a un calcetín y recorremos el camino de una izquierda de derechas (rojipardos) a una derecha de izquierdas (pardirojos).

El principal personaje representativo de esta tendencia en Rusia es, sin ninguna duda, Aleksandr Dugin. Seguidor y adaptador para Rusia de la corriente teórica de la nouvelle droite de, entre otros, Alain de Benoist, este hombre, al que los grandes medios dibujan como un rasputin (https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-61098068 )con enorme poder de influencia sobre Putin, estaría en realidad ahora viviendo la posibilidad real más que nunca de influencia profunda en la clase dirigente rusa tanto de sus teorías “nacionalbolcheviques” en lo interno – una política económica más estatista y antiliberal junto a un nacionalismo granrruso imperial tradicionalista – como en sus teorías eurasianistas a lo externo: la construcción de un gran espacio posnacionalestatal eurasiático que englobe a Rusia, Bielorrusia, Asia Central, parte de Ucrania (el Imperio ruso, la URSS) y que, a la vez, se conecte con el proyecto de la globalización china y con India, Pakistán, Irán, etc., en un mundo multipolar en donde el planeta giraría alrededor de esa Eurasia; una geopolítica de los “grandes espacios”, la de Dugin, muy influenciada por la secular lucha entre las potencias del mar, o imperios talasocráticos, y las potencias de la tierra, o imperios telurocráticos, a lo Carl Schmitt.

Pero más allá del muy mediático Dugin, y también desde una perspectiva más materialista y anclada en la economía política y no en la filosofía de raigambre idealista de Dugin (el tradicionalismo de Evola, el “Dasein” de Heidegger), tenemos a otro personaje que, al igual que Dugin, y también debido a la coyuntura podría estar pasando de un lugar periférico a otro central, aunque sea mucho menos conocido y mentado: Sergey Glazyev. A diferencia de Dugin, Glazyev ha sido un actor político desde los años noventa, asesor económico de Putin y, en los últimos tiempos, ministro para la integración eurasiática. Sus análisis económicos, basados en la teoría de las ondas de acumulación capitalista Kondratieff, con resabios marxistas, unido a una concepción geopolítica también económicamente estatista, y geopolíticamente granrrusa y eurasiática, le colocan, a mi juicio, dentro de esa especie de pardirrojismo a lo ruso.

La cuestión central que hace que analistas, ideólogos o intelectuales como estos puedan estar pasando de posiciones no centrales a otras de gran influencia en la clase dirigente rusa – es decir, en convertirse en “intelectuales orgánicos” – se debe ya no solo a la guerra de Ucrania, que evidentemente está acelerando todo esto, sino a la toma de conciencia, desde los principios de la segunda década del presente siglo XXI, por parte de la clase profesional y directiva asalariada rusa putinista, de que la única manera de consolidarse como la clase hegemónica en Rusia, a la vez que consolidarla como potencia mundial, con auténtica voz y voto en el concierto internacional que se estaría delimitando en la lucha entre la globalización USA/aliados vs. globalización china, solo podrá producirse a través de este cemento ideológico-programático: un nacional-conservadurismo-estatista-imperial eurasiático, o pardirrojismo. Esto es, lo que Marx y Engels llamaron “socialismo reaccionario” encarnado en esa Rusia que el barbudo alemán vio como la guardiana de la reacción en el siglo XIX y que acabó siendo la primera encarnación de su socialismo en el siglo XX. La invasión y guerra de Ucrania no sería más que la consecuencia, y a la vez el acelerador, de esta nueva Rusia en marcha.

La proposición contenida en la introducción de la Crítica de la Economía Política, respecto a que los hombres toman conciencia de los conflictos de la estructura en el terreno de las ideologías, debe ser considerada como afirmación de valor gnoseológico y no puramente psicológico y moral.

Antonio Gramsci.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

La OTAN: Transformación por hipertrofia

¿Resurrección?

La guerra en Ucrania ha dado lugar a una dinámica que parecía impensable hace apenas unos meses: que la OTAN reviviera como un actor relevante en la escena internacional. Las tensiones internas dentro de esa organización habían llevado a Emmanuel Macron a afirmar, a finales de 2019, que la OTAN se encontraba en una situación de “muerte cerebral”. Entonces, los intentos de rebajar la tensión por parte de Angela Merkel no ocultaban la realidad: que las diferentes prioridades de los Estados miembros estaban dejando a esa organización cada vez más vacía de contenido, hasta el punto de que sus tropas –y milicias delegadas– defendían intereses opuestos en escenarios como el sirio o el libio. Los polacos, por su parte, veían con horror como esa idea podía implicar el inicio de una nueva era en las relaciones de las potencias de Europa Occidental con Rusia. Por eso mismo, hoy los medios de comunicación franceses se preguntan si la guerra en Ucrania ha conseguido trascender esa situación, aunque sin obtener respuestas realmente convincentes. Sí parece haber más entusiasmo entre los especialistas norteamericanos, que urgen a la OTAN, como brazo armado de occidente, a actuar como garante de la seguridad global.

Da la impresión de que existen buenas razones para pensar que la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha contribuido a reanimar a una OTAN que, ya antes del inicio de la guerra, había venido incrementando el despliegue militar en los países de su flanco oriental. Además, la previsible incorporación de Finlandia y Suecia, los compromisos para el incremento del gasto militar de los Estados europeos (incluida Alemania), el anuncio de su despliegue en internet y, sobre todo, la reafirmación de Estados Unidos como árbitro de los grandes asuntos europeos, proyectan la idea de que la OTAN está más viva que nunca. En ese contexto, el proyecto de la Brújula Estratégica de la Unión Europea, adoptado tras el inicio de la guerra, parece condenado de inicio a la subalternidad con respecto a la Alianza Atlántica. Al igual que esta, la UE cuenta con miembros con intereses de lo más diversos, pero, por contra, carece de un líder indiscutible y con voluntad para imponer sus dictados estratégicos. El alto representante para la política exterior de la UE parece asumir esa carencia en su presentación del proyecto, en la que, a pesar de toda la retórica sobre el surgimiento de la UE como actor geopolítico, termina hablando de la necesidad de reforzar los lazos entre ambas organizaciones.

 

Las divergencias siguen su curso

Frente a esto, se puede argumentar que las divergencias, azuzadas por el cambio en el orden geopolítico mundial, siguen estando presentes a pesar de la fuerza con la que el conflicto armado en Ucrania ha irrumpido en los medios de comunicación y en las salas de máquinas de los actores internacionales. Es decir, que los factores que propiciaron la crisis que se cernía sobre la OTAN a finales de 2019 siguen evolucionando, incluso con más fuerza, aunque de una manera menos visible que entonces como consecuencia de la guerra.

El primero es la ya mencionada divergencia entre las prioridades y enfoques de sus miembros. El foco estratégico de los norteamericanos seguirá estando puesto sobre China, y así lo manifiesta su aparato propagandístico de cara a la cumbre de la OTAN en Madrid. Hasta tal punto es así que la guerra en Ucrania es, desde esta perspectiva, un conflicto por delegación, ya no contra Rusia, sino contra el gigante asiático, que estaría proporcionando munición militar y discursiva a su aliado. Las continuidades entre los planteamientos de las presidencias de Biden y Trump – que le planteó en su momento a John Bolton la posibilidad de exigir a los europeos se desconectaran de las fuentes de energía rusa y de incrementar al 2% de sus presupuestos el gasto militar a cambio de que Estados Unidos permaneciera en la OTAN – son cada vez más evidentes. Esta actitud se sintetiza bien con las prioridades de los países Bálticos y Polonia, que, a partir de sus propias consideraciones de seguridad, han devenido en plataformas al servicio no ya de la OTAN, sino de los propios Estados Unidos. Y, en efecto, a la hora de solicitar ayuda, prefieren que esta sea proporcionada directamente por esa potencia. A ellos se suma el Reino Unido post bréxit, que ha identificado a Rusia como su principal amenaza en la próxima década.

Las prioridades de las potencias europeas son diferentes, e incluyen el terrorismo y lo que ellas interpretan como la estabilidad en el norte de África y el Sahel. No deja de resultar paradójico que un país como Francia, que empujó de manera entusiasta a la OTAN a bombardear Libia en 2011, se erija hoy como un promotor de estabilidad en esa región, por más que lo haya intentado (con poco éxito) en Mali. A pesar de que este grupo, que incluye a la mencionada Francia, pero también a Alemania, se haya comprometido a apoyar a Ucrania, sancionar a Rusia y aumentar su presupuesto de defensa, el coste de esta dinámica implica riesgos económicos y políticos importantes en esos países. La idea de que Europa deje de ser dependiente de la energía rusa no deja de ser un planteamiento falaz en la medida de que, dejando a un lado las buenas intenciones del desarrollo de las energías verdes en la UE, los países europeos seguirán siendo dependientes de otras fuentes de energía no menos inciertas. Aquí se puede mencionar el corredor gasístico que se proyecta entre Nigeria y Marruecos que, de realizarse, atravesaría las fronteras de 13 países de la parte occidental de África. A corto plazo, el coste del gas licuado podría ser un problema menor frente a amenazas al suministro como la especulación en el mercado de los metaneros o la seguridad en los trayectos. En último término, aunque se consiga esa ansiada independencia, el suministro ruso seguirá condicionando los precios del mercado energético mundial (su participación en la OPEP+ está fuera de toda duda, por más que en occidente se proyecte la idea de que Rusia es un Estado paria) y podría llegar a Europa por otras vías. Esta hipótesis se puede formular a partir del fuerte incremento de las exportaciones de gas ruso a países como Emiratos Árabes Unidos desde el inicio de la guerra. Estas consideraciones dejan de lado el hecho de que las fuentes energéticas alternativas están dominadas por regímenes que violan los Derechos Humanos y que, como en el caso marroquí, han agredido a Estados vecinos; factores, estos dos, que parecen tener mucha importancia para la UE cuando se trata de Rusia.

Turquía, por su parte, visibiliza las contradicciones de la OTAN de una manera más clara. Mantiene relaciones fluidas tanto con Ucrania como con Rusia, hasta el punto de que es el único miembro de esa organización que no ha implementado sanciones contra esta última y su participación en cualquier arreglo al que se llegue tras la guerra parece inevitable. Su deriva autoritaria converge con la de otros miembros de la OTAN como Polonia y Hungría, lo cual ha propiciado que, desde centros liberales, se le etiquete con estos últimos como uno de los bad boys de esa organización.

Frente a esa denominación insustancial, ha surgido con la guerra un cierto Ukraine-washing, o un lavado de cara aplicable a medios de comunicación, partidos políticos, empresas y Estados a través de la defensa a ultranza de la causa ucraniana. Polonia se ha visto beneficiada de esta forma hasta el punto de que su primer ministro, Mateusz Morawiecki, ha llegado a afirmar que “Polonia nunca había tenido una imagen de marca tan buena en todo el mundo” como ahora. Hungría, que habitualmente va de la mano de Polonia en los asuntos de la UE, no ha tenido la fortuna de caer en el lado bueno de la historia en este caso. Por lo demás, la extrema derecha también ha pasado por su propio Ukraine-washing en los medios de comunicación occidentales, que para justificar lo injustificable se ven muchas veces forzados a calificar al Regimiento Azov como una unidad “controvertida”, con orígenes “complicados” y cuyos miembros, como los de cualquier otra unidad militar legítima, tienen sentimientos y familias. La legitimación de un movimiento neonazi a través de la banalización de una simbología hasta hace poco proscrita o de la invitación a extremistas a unirse a las filas del ejército ucraniano también forman parte de la lucha contra el mal absoluto que representa Rusia.

 

Crisis y transformaciones por hipertrofia

Frente a todo esto hay un argumento que merece la pena tomar en cuenta. Se trata del hecho de que la historia de la OTAN ha estado marcada por crisis de calado, algunas de las cuales igualan en tensión al escenario sirio. Efectivamente, la crisis con Turquía y la aireada reacción de Macron tienen su precedente, apuntado por Thomas Meaney, del Instituto Max Planck, que recuerda que dos Estados miembros se habían enfrentado en Chipre tras el golpe de Estado instigado por Grecia y la invasión turca de la isla en 1974. Entonces, Estados Unidos fungió de arbitro de la situación a través de las maniobras del todopoderoso Henry Kissinger, que favorecía la partición de la isla y los intereses de Turquía, una liado más fiable e importante en el contexto de la Guerra Fría que Grecia. Sin embargo, 45 años después, en el escenario sirio, los intereses de Turquía y Estados Unidos chocaron, y, en ese contexto, los norteamericanos llegaron a imponer sanciones sobre un socio de su alianza militar como consecuencia de la compra de los S-400 rusos.

La deriva autoritaria de Turquía tampoco es un escándalo que pudiera poner en cuestión los valores de la OTAN, si se considera que la Portugal de Salazar fue una de las fundadoras de esa organización y la Grecia de los coroneles permaneció en ella tras el golpe de 1967. Pero no es lo mismo la deriva de algunos Estados periféricos que, eventualmente, entraron en la conocida como tercera ola de la democratización, que un proceso de involución que se cierne de manera irresistible sobre los Estados centrales de esa organización, como sucede en la actualidad.

La situación actual es el resultado de al menos tres crisis concatenadas en la Posguerra Fría que la OTAN ha ido sorteando a través de cambios que la han terminado hipertrofiando. Esas crisis, generadas por la ausencia de un propósito común claro y la creciente divergencia en los intereses y características de sus miembros, se han ido compensando a través de sus ampliaciones, actuaciones fuera de área (esto es, al margen de lo especificado en el artículo 6 del Tratado de Washington) y en la reformulación de la relación con Rusia. Cada crisis se ha saldado con un respiro más para la OTAN, pero también con una alianza más hipertrofiada y cada vez más frágil internamente. Y siempre sin poner a prueba el test definitivo de la unidad: el artículo 5 del Tratado, que, hasta el momento, se ha activado una única vez – tras los ataques a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 – y de manera muy limitada.

La primera de esas tres crisis se desencadenó con el final de la Guerra Fría. Tras la derrota por incomparecencia del enemigo soviético, las potencias occidentales coquetearon con planteamientos que coincidían con los de la “casa común europea” de Gorbachov. En ese marco se inscribe la firma de la Carta de París, que consagraba el principio de la indivisibilidad de la segundad en el continente, de acuerdo con el cual “la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás”. La crisis se sorteó gracias a la capacidad de adaptación de la burocracia de la OTAN y, sobre todo, de las sucesivas administraciones norteamericanas. En noviembre de 1991, en el contexto de la crisis final de la URSS y la institucionalización de una política exterior europea, la OTAN aprobó un concepto estratégico para una nueva época. Se trata de un documento difuso, con repetidas referencias a la cooperación y al diálogo regional, sin una amenaza específicamente definida más allá de “riesgos” derivados de la “inestabilidad y las divisiones”, como la proliferación de armas de destrucción masiva o el terrorismo. Ese ejercicio de resistencia institucional creativa propició que la hipertrofia se manifestara a lo largo de los años noventa a través del comienzo de las ampliaciones a Europa Oriental y de las operaciones fuera de área, con las intervenciones en Bosnia y Hercegovina y la República Federal de Yugoslavia (en este último caso, atribuyéndose el rol de Naciones Unidas como guardián de la seguridad internacional). Además, en 1997 se firmó el Acta Fundacional OTAN-Rusia que, a pesar de las buenas palabras, reestablecía la relación dialéctica entre ambas partes, en la medida en que se negociaron garantías de seguridad mutuas como el compromiso de la OTAN de que no desplegaría armamento nuclear en los territorios hacia los que esa organización se terminaría expandiendo en 1999 (Hungría, Polonia y la República Checa).

Aquel año, el del cincuenta aniversario, la primera ampliación al este (seguida de otra, en 2004, que incluía a Estados que habían pertenecido a la Unión Soviética) y la primera operación sin autorización de la ONU, prometía muchas alegrías para el futuro de la OTAN, pero en realidad marcó el inicio de una nueva crisis. El ambiente festivo de la cumbre de Washington, de abril de ese año, fue socavado por las divisiones de la campaña de bombardeos, en marcha desde hacía un mes. A nivel operativo, se presentaron profundas grietas entre los aliados en relación al alcance del control político de las operaciones militares. Como recuerda el comandante de la OTAN en esa operación, el norteamericano Wesley Clark, los yugoslavos conocían algunos de los objetivos de los bombardeos y el momento en que serían atacados. Meses antes del inicio, un oficial francés asignado a los cuarteles generales de la OTAN había filtrado a los yugoslavos el plan operativo inicial, que se suponía en máximo secreto. Según señala Clark, algo similar siguió ocurriendo durante la campaña. Los generales norteamericanos, además, se quejaron amargamente de las interferencias políticas francesas en la selección de objetivos y las decisiones operativas, al tiempo que los franceses acusaban a Estados Unidos de realizar operaciones fuera de la cadena de mandos aliada.

Esas divisiones provocaron la transformación de la OTAN en lo que algunos, como Rafael Bardají, el gurú neocón de José María Aznar, llamaron una “caja de herramientas” que permitía a los miembros que así lo desearan aprovechar sus capacidades para conformar coaliciones ad hoc para misiones concretas. Y así lo hicieron a partir del 11 de septiembre de 2001, con la realización operaciones de alcance diverso grados de participación variable. Con algunas excepciones, todas ellas se realizaron fuera de área, e incluyeron Afganistán, Irak, Somalia, Yemen y Libia. Todo ello ocurría con la polarización con Rusia por parte de los norteamericanos como telón de fondo, con acciones como la denuncia del tratado AMB en junio de 2002 o el apoyo a las revoluciones de colores entre 2003 y 2005.

 

¿Hacia la crisis definitiva?

La tercera crisis se empezó a desenvolver al tiempo que la segunda parecía resolverse a través del anuncio, en la Cumbre de Bucarest de 2008, de la eventual incorporación de Ucrania y Georgia a la organización y la campaña de bombardeos sobre Libia en 2011. El primero es hoy una frustración consumada, mientras que la segunda nos recuerda que, si la historia se repite, es primero como tragedia (Yugoslavia) y luego como farsa.

El primer hecho terminó sentando un precedente para el estallido de dos conflictos armados que, al final, han frustrado su finalización en la práctica. Unos meses después de la cumbre, cuando los ojos del mundo estaban puestos en los Juegos Olímpicos de Pekín, el presidente de Georgia, Mijaíl Saakashvili, pareció tomarse muy en serio aquella promesa, e intentó recuperar por la fuerza la provincia secesionista de Osetia del Sur, que se encontraba desde bajo protección rusa desde 1992. A pesar de contar con el inestimable apoyo de los medios de comunicación occidentales, las cancillerías de la OTAN, empezando por la norteamericana, no ocultaron su disgusto ante tal hecho. En cualquier caso, aquella invitación, por difusa que fuera, fue recibida con entusiasmo, hasta el punto de que, años después, Saakashvili, que no oculta sus simpatías por los elementos más radicales de la administración Bush, señaló:

Creo que Estados Unidos respondió un poco tarde [al inicio de la guerra], pero cuando lo hizo, fue de manera apropiada. Lo único decepcionante fue que el Secretario de Defensa, Robert Gates, dijera básicamente que no usaría la fuerza militar y fue entonces cuando los rusos tomaron Akhalgori [en Osetia del Sur]. Básicamente, Rusia tomó Akhalgori después de unas palabras de Gates, que era realmente asquerosamente cínico y estaba en contra de nuestra integración en la OTAN, saboteó nuestro entrenamiento militar, fue uno de los iniciadores del embargo militar, etc. Cuando me vi con él en la Conferencia de Seguridad de Múnich – estaba sentado a mi lado en la cena – me dijo: “Bueno, realmente no creo que meterte en la OTAN sea una buena idea, pero nuestro presidente lo quiere, así que ¿qué puedo hacer?”. Más tarde hubo una reunión de la CIA en la que Bush dijo cuáles son nuestras opciones militares, en la que Cheney dijo: ‘Empleemos misiles de crucero’ y Gates dijo: ‘De ninguna manera’. Si en lugar de Gates hubiera estado Rumsfeld, creo que habrían utilizado esa opción.

En el escenario ucraniano, las maniobras de la primera ministra, la nacionalista Yulia Tymoshenko, evitaron una crisis que pudo haber hecho colapsar Ucrania en el invierno de 2008-2009. En aquella ocasión, Tymoshenko demostró que, a pesar de la retórica nacionalista, los negocios y los acuerdos podían ser una base para evitar la escalada en los conflictos. En 2010, con la victoria de Viktor Yanukovich, se impuso una línea prudente dentro de un país cuya población favorecía unas relaciones fluidas con múltiples actores, como reflejan los estudios de opinión realizados en 2013 (antes del comienzo de la crisis del Euromaidán):

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Estas actitudes se veían reflejadas en las posiciones sobre la conclusión del Acuerdo de Asociación con la UE (que los líderes europeos querían cerrar en la Cumbre de Vilna, prevista para noviembre de 2013) y la posible incorporación a la Unión Aduanera de Bielorrusia, Kazajistán y Rusia.

 

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Esas diferencias se manifestaban de manera dispar en las distintas regiones del país, aunque la polarización no era, ni mucho menos, absoluta.

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Si bien estos datos pueden hablar de un país dividido (una expresión recurrente en occidente para referirse a países periféricos), también hablan de una sociedad que podría estar cómoda gracias a – y no a pesar de – sus lazos con una variedad de actores. Este razonamiento no fue el seguido en los centros de poder euroatlánticos. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue tajante cuando señaló que el país no podía firmar un tratado de asociación con la UE y formar parte de la unión aduanera impulsada por Rusia al mismo tiempo. Ello, además, era profundamente injusto, dado que, por las propias características de la política de vecindad de la UE, esta no implica camino alguno hacia la integración en esa organización.

Lo cierto es que el Euromaidán estalló en ese complejo contexto social e hizo saltar por los aires la posibilidad de que Ucrania sirviera de puente entre Rusia y la Unión Europea. Las manifestaciones (que contaron con la presencia de personajes como John McCain), los acontecimientos políticos posteriores a la dimisión de Yanukovich (que incluyeron una pugna entre intereses europeos y norteamericanos en relación a la colocación de sus peones en el tablero interno ucraniano) y el desarrollo de la guerra de 2014 hicieron que el objetivo del acercamiento a la UE terminara convergiendo con la aspiración a incorporarse en la OTAN, y a finales de ese año Ucrania renunció oficialmente a su estatus de neutralidad. En adelante, la implicación de la Alianza Atlántica en ese país no haría sino aumentar.

Más allá de Georgia y Ucrania, la OTAN se implicó en las primaveras árabes sin tomar en consideración las consecuencias que ello tendría para la región y para sus propios Estados miembros; a saber, el crecimiento del terrorismo y un incremento en los flujos migratorios y de refugiados. Nada de ello importó a los decisores europeos, que contaban con información y análisis sobre estas cuestiones. A pesar de todos los problemas operativos y contradicciones morales, la operación en Yugoslavia en 1999 contaba con un objetivo claramente definido – la evacuación de Kosovo por parte de las fuerzas de seguridad serbias. En Libia, debido a que la operación contaba con el aval de Naciones Unidas (lo cual implicaba la aceptación de Rusia), esta se formuló en términos de la doctrina de la Responsabilidad de Proteger. En este sentido, la campaña no solo no cumplió con el objetivo, sino que dejó a una población más vulnerable que al principio.

Las implicaciones de aquella acción no solo provocaron muerte y sufrimiento, sino también los desequilibrios internos de la OTAN, que se pusieron de manifiesto en 2019. A pesar de las diferencias entre las personalidades de los presidentes norteamericanos, existen consensos en torno a la prioridad que supone China como enemigo estratégico, la necesidad de que los europeos incrementen sus presupuestos militares y un creciente proteccionismo comercial (que a finales de la pasada década adoptó forma de guerra comercial contra China y la Unión Europea). Frente a la inexistencia de un objetivo común de seguridad europea, las palabras de Macron sobre la “muerte cerebral” de la OTAN todavía reverberan como una muestra de frustración que solo se ha podido compensar, aunque sea transitoriamente, gracias a un nuevo enfrentamiento con Rusia.

Durante algunas décadas, la hipertrofia parecía dañina solo a nivel local. Ahora, en el contexto de la guerra en Ucrania, hay un salto cualitativo. Cabe preguntarse cuál será el siguiente salto hacia delante. En la transición tras la Guerra Fría, la OTAN pasó de ser una organización centrada en la defensa de sus miembros en un escenario internacional que parecía inamovible a una fuerza de avanzada de la política norteamericana en el Este de Europa. A pesar de todo, la crisis actual no parece ser una mera repetición de otras, y su resolución por hipertrofia genera riesgos ciertos. En relación a las ampliaciones, parece claro que se consumarán las incorporaciones de Finlandia y Suecia. Lo que no está tan claro es cómo sobrellevará esa alianza la frustración de no incorporar a Georgia y Ucrania.

En relación a las operaciones fuera de área, hay que mencionar que, más allá de la retórica, todas aquellas que ha llevado hasta el momento la Alianza Atlántica han sido con la aquiescencia de Rusia, incluida la de Kosovo, en la que Rusia terminó siendo clave a la hora de forzar a Milošević a retirar al ejército yugoslavo de la provincia. Posteriormente, la operación de Libia fue aprobada por el Consejo de Seguridad gracias a la abstención de Rusia, en una votación en la que, significativamente, también se abstuvo Alemania. Con la transformación acelerada del sistema internacional, que tiende hacia el refuerzo de la multipolaridad y que se va manifestando en virtualmente en cualquier rincón del mundo, se puede intuir que el tiempo de las operaciones fuera de área de la OTAN ha terminado.

Ucrania, por lo tanto, no es una oportunidad para la reconstrucción de la OTAN, sino la frontera que pondrá fin a su dilema: hipertrofia o supervivencia (evocando el título del célebre libro de Noam Chomsky). La supervivencia pasaría por reconocer que, fuera del artículo 5, la OTAN no tiene capacidad para alcanzar acuerdos. A partir de aquí, solo quedaría abogar por la estabilización de los frentes actualmente existentes en Ucrania y animar al gobierno de ese país a entablar una negociación comprehensiva que lleve, si no a firmar la paz, alcanzar un statu quo que permita a la población civil regresar a sus hogares y reconstruir, aunque fuera parcialmente, el tejido productivo del país, evitando, de paso, las consecuencias que el escenario actual puede tener en la seguridad alimentaria global. Según Henry Kissinger, las partes aún están a tiempo de conseguir esto. De lo contrario, la situación puede llevar a un punto de no retorno que pudiera poner en cuestión la propia estabilidad de Europa. Esta perspectiva asume que no será posible derrotar a Rusia, que cuenta con aliados como China y, además, ve como el sur global, incluidos los aliados de Estados Unidos en ese espacio, no parecen alinearse con las posiciones euroatlánticas.

Ese escenario parece probable, aunque solo de manera transitoria. Aunque los líderes euroatlánticos parecen empeñados en luchar la guerra hasta el último ucraniano (las presiones en este sentido han sido directas), ya insinúan que será necesario que Ucrania ceda parte de su territorio para llegar a algún tipo de acuerdo con Rusia. Da la impresión de que un acuerdo de esas características no representaría más que una tregua, aunque una más frágil aún que la que dio pie a los Acuerdos de Minsk en 2014 y 2015. En lo que respecta a la OTAN, parece claro que un arreglo de esas características le permitiría disfrutar de un cierto crédito a corto plazo, en la medida en que el conflicto en Ucrania sí le ha dado un respiro. Pero para continuar con la ensoñación, la doctrina del ni un paso atrás no estará en orden cuando se empiecen a deshacer las costuras de ese arreglo, aunque ello pueda tener consecuencias en la economía y el tejido social de los Estados europeos, nuevas crisis políticas y una posible implicación directa en la guerra, consumando así su crisis definitiva.

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha y secretario de la Asociación La Casamata.

Demócratas liberales, pero poco

La guerra en Ucrania ha destapado algunas de las vergüenzas de lo que llamamos democracias liberales, hasta el punto de que la tensión generada con la guerra pone en cuestión la existencia de esta forma de gobierno. El vestido de lentejuelas de las libertades se ha evaporado, dejando al descubierto un cuerpo momificado en el que hay pocos elementos que puedan identificarse con una democracia liberal.

Durante décadas se han acallado las voces que planteaban la necesidad de regular, de intervenir y de controlar desde el Estado diferentes ámbitos, especialmente el económico, con la finalidad de garantizar derechos sociales y cubrir necesidades básicas materiales de manera universal. Frente a la tiranía que representaban estos procederes, la democracia liberal desbordaba tolerancia, emancipación y autonomía con la finalidad de que cada feligrés se ganara con esfuerzo el pan y construyera su identidad individual y desarrollara un juicio crítico, sostenidos en la libre disponibilidad de información.

¿Era un embuste o nunca entendieron la trascendencia de lo que propagaban? Las libertades son para ejercerlas, precisamente, en los momentos difíciles. Si todos compartimos unidad de pensamiento, la libertad no es necesaria. La tolerancia solo puede practicarse cuando hay diferentes opciones. La igualdad ante la ley se define por equiparar del mismo modo, ante las mismas circunstancias, a cualquiera, independientemente de variables identitarias, incluidas la nacionalidad o la afiliación política. Únicamente se puede hablar de libertad de información si efectivamente hay libertad para informar. El juicio crítico solo es funcional si hay algo sobre lo que discernir. En todo ello residía la virtud de la democracia liberal frente a los regímenes totalitarios, dictatoriales y demás tiranías perversas.

Sin embargo, el mínimo soplido ha volatilizado la carcasa de arena de las democracias liberales. Ni siquiera el libre intercambio de bienes, aclamado por su emancipación de los designios políticos, ha resistido la brisa de la tensión. ¿Hasta dónde llegarán estas tolerantes democracias liberales en circunstancias realmente duras? De manera inexplicable -¿está la Unión Europea en guerra contra Rusia?- se han puesto límites al pluralismo, a la igualdad y a las libertades de expresión e información, entre otros.

Estos comportamientos nos conducen a dos reflexiones. Por un lado, cabe preguntarse si en algún momento hemos vivido en democracias liberales. Un término que se aplica a un fenómeno que no cumple los criterios por los que se define su esencia, es un término mal aplicado. Quizá sería más adecuado hablar de democracias limitadas o restringidas.

Extensos e intensos -y probablemente necesarios si quieren ser coherentes con el modelo- han sido los debates sobre el perjuicio a la libertad de expresión que supondría poner límites a discursos de odio por parte de la extrema derecha. Serio dilema el de acotar el poder de los individuos a manifestar su opinión, no solo cuando no estamos de acuerdo, sino incluso cuando ese poder podría destruir el propio sistema democrático liberal. Tan seria es la cuestión que se requiere un tiempo prudencial de reflexión y la participación de diferentes expertos. Y tan profundos e irreparables pueden ser los daños que la resolución de estos casos tiende a preservar los derechos y libertades sobre la limitación de un mensaje, a pesar de que pueda animar a atentar contra la integridad física de los individuos y hasta dañar al propio sistema que protege esos derechos y libertades.

Ante tanta contención, llama la atención la premura, la radicalidad y la seguridad sobre la censura a medios de comunicación y ciudadanos rusos, con cuyas actividades profesionales ni siquiera es posible considerar que se extienda un mensaje de odio.

Entre los “liberales más tolerantes se argumenta que las medidas contra Rusia son injustas, en tanto hay rusos que se oponen a la guerra y es nuestro deber ético protegerlos y ayudarlos, puesto que su posición es especialmente vulnerable. En una declaración de valentía en defensa de los más frágiles, este razonamiento, sin embargo, refuerza la inexistencia de la democracia liberal. En un sistema, cuya espina dorsal se sostiene en la libertad y la igualdad ante la ley, ningún ciudadano debería ser forzado a declarar su ideología política. No dejo de darle vueltas a qué es lo que querían decir los adalides de las democracias liberales cuando lanzaban como pedradas, a la mínima oportunidad, su defensa y fe en la libertad, el universalismo, la tolerancia, la igualdad y demás dogmas que hoy se descubren como rocas de cartón-piedra. De nuevo, ¿era un embuste o nunca entendieron la trascendencia de lo que pronunciaban?

En cualquier caso, aceptar que se vive en una democracia restringida no tiene por qué ir más allá del reciclaje de algunos profesionales y quizá un par de sesiones de psicólogo para los casos más impresionables.

La segunda reflexión es, sin embargo, mucho más espinosa. Si la naturaleza de nuestras formas de gobierno no es la que creíamos, ¿cuál es su verdadera esencia? Lo que ha puesto de manifiesto la guerra en Ucrania aventura que la respuesta no es agradable. A los pocos días de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, una gran mayoría de los países que se autodenominan occidentales decidieron censurar a medios de comunicación, prohibir a deportistas participar en competiciones deportivas, vetar a artistas, suspender cursos y convenios de cooperación con universidades o expulsar a estudiantes.

La justificación para estas decisiones está en la acción violenta del Estado al que pertenecen contra otro Estado. Siguiendo la estela del “liberalismo tolerante”, hay Estados que han decidido que el criterio de expulsión de ciudadanos rusos dependa de su posición política, para lo que se les ha pedido que la manifiesten públicamente. En otros casos, se ha decidido que la aplicación de privilegios no procede en plenos Estados de derecho, así que todos los ciudadanos de nacionalidad rusa han quedado excluidos de actividades públicas o sus actividades privadas han quedado sujetas al control y la intervención. Acabaremos aceptando la noción de “injerencia liberal democrática” para ocultar que el elefante de la habitación está destruyendo la habitación.

El aparatoso procedimiento de exigir a los individuos que manifiesten sus posiciones políticas y, en función de su respuesta, determinar si se les debe bloquear sus cuentas o si pueden participar o no en actividades públicas de otros Estados abre unas cuantas preguntas sobre los tipos de regímenes que dominan en los autodenominados países occidentales. Sin necesidad de ahondar en la herida a través de paralelismos con determinados modelos de gobierno presentes y pasados, lo cierto es que, una vez que se ha aceptado que vivimos en democracias restringidas, esta cuestión no tiene por qué pervertir la noción de un Estado de derecho. Existe un marco legal bien definido y que se aplica por igual a todos los ciudadanos: todos los que manifiesten una posición política que no gusta a determinados Estados están excluidos en los territorios de estos.

Dejemos a un lado minucias legales, como la negligencia en la publicación en forma debida de este tipo de normativa: ¿desde cuándo es necesario declarar la posición política salvo castigo de ser excluido de actividades públicas y sufrir injerencias en la actividad privada? Hay una contrariedad que afecta de manera mucho más grave a la naturaleza de nuestros sistemas políticos. La acción violenta de un Estado contra otro es, en la actualidad, un factor permanente en más de una decena de países, y lo ha sido, solo en el siglo XX, en prácticamente la totalidad de todos los Estados en algún momento.

Este análisis básico revela que las listas negras de nuestras sacrosantas democracias liberales no tienen nada que ver con la violencia o la violación de Derechos Humanos, ni siquiera con la posición política. Son factores irrelevantes, de esos cuyo orden no altera el resultado. Jamás vimos cómo se les exigía a los estadounidenses posicionarse sobre la destrucción de medio mundo: Vietnam, Chile, Nicaragua. Los tenemos más recientes, en una variedad de puntos del planeta y con asesinatos a precios de ganga: Afganistán, Kosovo, Irak. Ni siquiera cuando admitieron que tomaron parte en el asesinato de un presidente. Se vanagloriaron de ello y, en un alarde de elegancia, hicieron chistes y nunca se les exigió la más mínima responsabilidad. A un expresidente estadounidense y a parte de sus conciudadanos les daba la risa cuando hablaban de las armas de destrucción masiva que nunca existieron, pero que utilizaron para justificar el asesinato de más de 200.000 civiles.

A quien está leyendo esta columna y tiene nacionalidad española, ¿le han pedido que como criterio para determinar su participación en un acto fuera de nuestras fronteras se posicione respecto al modo en que España gestiona la llegada de inmigrantes a su territorio? ¿O sobre nuestra participación en misiones en el exterior?

El éxito del modelo de democracia liberal radicaba en la coherencia entre su discurso y sus acciones. Por ello la libertad, uno de sus pilares, se ha defendido a capa y espada. Pongámonos en la descabellada hipótesis de que usted quisiera ejercer su libertad de descuartizar a un periodista que le resulta molesto y que, además, le viniera bien hacerlo en territorio ajeno. Nuestro sistema es tan intransigente con la restricción de la libertad que, entre los aliados, nos encargaríamos de facilitarle las instalaciones más adecuadas. Es la libertad de interferir en la existencia de un ser humano. Este modelo es un poco engorroso para uno mismo, porque de vez en cuando hay que externalizar enfados monumentales para demostrar cuál es la savia que corre por las venas de nuestros sistemas políticos. Pero así somos. Generosos.

Generosos excepto con una variable: la nacionalidad. La rusa, en concreto. El criterio de exclusión y castigo es contra un único grupo nacional: el ruso. De este modo, la ley queda tal que así: “Solo cuando el Estado ruso participe en acciones violentas contra otro Estado sus nacionales quedarán excluidos de cualquier actividad pública, serán forzados a declarar su posición política y serán víctimas de injerencias arbitrarias en sus actividades privadas”. Esto tiene un nombre: xenofobia. Cuando revisamos la historia, una de las preguntas más frecuentes es ¿cómo fue posible?, ¿es que nadie lo veía? Por eso es necesario empezar a poner nombre a lo que está ocurriendo. Así, cuando estos modelos de gobierno y quienes los ensalzan amparen actos más graves -las listas negras se hacen con una finalidad- quede constancia de que fue posible porque así se quiso, porque, en disonancia con su discurso, eran los valores que los caracterizaban.

Laura Pérez Rastrilla es profesora de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid y directiva de la Asociación La Casamata.

Ucrania: Un conflicto étnico devenido en geopolítico

Introducción

El conflicto bélico en Ucrania es posiblemente la cuestión más preocupante en las relaciones internacionales del momento porque está afectando de distintas formas a toda la humanidad. Su característica particular está en que sus efectos son globales, aunque sus raíces, locales, internas. Es pues un conflicto híbrido muy difícil de contextualizar y, por tanto, de resolver. Durante varios años, los más importantes actores internos y otros muy significativos externos han tratado infructuosamente de encontrar las vías para detener su desarrollo. El fracaso de los llamados acuerdos de Minsk muestra que el tema no es estándar y que su solución requiere de muchos ingredientes para que sea viable

La mayoría de los analistas centran su atención en los aspectos geopolíticos del problema, y no hay dudas de que estos son de extraordinaria importancia, pero toda solución que no resuelva lo interno siempre será temporal. Al mismo tiempo, debe tenerse consciencia de que existe un conflicto de identidades, civilizatorio, que no se resuelve fácilmente mediante acuerdos. Aquí hacen falta procesos, y esos llevan tiempo, que no siempre hay. Tal vez sea la vida la que imponga una solución quirúrgica, que no se reduzca a amputaciones que dejen cuerpos mutilados con todo el dolor y sufrimiento que ello entrañaría. Se trataría más bien de un rediseño de la línea de contacto civilizatorio, de manera que los pueblos y grupos étnicos que habitan ese espacio se puedan sentir más cómodos. Esta solución enfrentaría un gran obstáculo: la existencia de las fronteras estatales. Pero si nos fijamos en la historia de la Europa Centro-Oriental, veremos que, desde la unificación del Estado Alemán por Bismark, los linderos en la región han sido mutantes y nunca han pasado 10 años sin que se produzca algún cambio.

El objetivo de este artículo es, por tanto, llamar la atención sobre los complejos problemas internos, idiosincráticos y de identidad en la sociedad ucraniana y en la capacidad de sus actores internos para trasladar el choque de sus intereses al plano global. Lo de Ucrania es, ante todo, un conflicto étnico, como muchos otros que se han dado o existen en el mundo, pero ningún otro ha coincidido en tiempo y espacio con un enfrentamiento entre dos de los actores que definen el rumbo de la actual transición del sistema internacional.

Para Stavenhagen,  “se puede definir un conflicto étnico como la confrontación social y política prolongada entre contendientes que se definen a sí mismos y a los demás en términos étnicos; es decir, cuando algunos criterios como la nacionalidad, la religión, la raza, el idioma y otras formas de identidad cultural se utilizan para distinguir a los contrincantes” (Stavenhagen, Rodolfo, 2001). Desde los inicios, el conflicto interno ucraniano se ha estado definiendo en esos términos. Se ha hablado mucho sobre el tema del idioma ruso, pero también han existido conflictos de esa naturaleza con otros grupos como los húngaros, los rumanos, los rutenios o los rusinos, por solo citar algunos.

Al interior del grupo poblacional mayoritario — de lo que se ha dado en llamar la nación titular –, existen serios enfrentamientos confesionales. Estas contradicciones se alimentan además de diferencias económicas regionales, que determinan actitudes diferentes con relación a su integración en el exterior. El occidente agrario sueña con los subsidios de la Unión Europea, mientras que el oriente industrial aspira a mantener su ancestral vinculación con la economía del Este, de donde obtiene materias primas y hacia donde envía el grueso de su manufactura, sin necesidad de enfrentarse a una radical transformación tecnológica que pudiera dejar desempleada una gran masa de mano de obra calificada.

Lo que lo hace especial y peligroso este conflicto son los vínculos que tienen los factores internos con importantes actores externos en momentos cuando las relaciones internacionales se encuentran en período de transición. Esto ha hecho de las contradicciones internas ucranianas un conflicto geopolítico, donde los intereses de varias grandes potencias chocan sobre un mismo punto geográfico, buscando proyectar su influencia más allá de ese lugar específico.

El involucramiento de los grandes poderes puede convertir el conflicto en una conflagración mundial o imponer a los factores internos una solución que probablemente congele sus diferendos por un tiempo más o menos prolongado. De cualquier forma, su influencia sobre un mundo globalizado es inmediata con importantes impactos negativos sobre nuestras vidas.

Las causas de la trágica situación por la que atraviesa Ucrania no son de fácil comprensión, no solo por el complejo entramado de su génesis, sino además por la no antes vista campaña de desinformación que llevan a cabo los actores interesados en imponernos sus respectivas visiones, que, como regla, tienen mucho que ver con sus intereses y muy poco o nada con la realidad de los pueblos en conflicto. La multicausalidad de esa tragedia se nos hace más difícil de comprender dada la tendencia humana a interpretar la realidad de los demás a partir de las experiencias propias, y aunque es indudable la existencia de coincidencias, también es innegable que cada pueblo, como cada persona, es único e irrepetible. En la conformación de las especificidades juega un papel de máxima importancia el factor geográfico. Ucrania se encuentra situada en la Europa centro-oriental, un espacio que Huntington calificaría como “líneas de ruptura” (Huntington,  Samuel P 1993) por ser la zona donde coinciden varias civilizaciones, donde se desarrollan los pueblos eslavos desde los siglos VI – VII d.c.

Sometidos a las diferentes influencias de sus respectivos entornos, los eslavos quedaron divididos en tres grandes subgrupos: los occidentales, los del sur y los orientales.

 

La historia de Ucrania

A pesar de la polémica entre historiadores nacionalistas que del lado ucraniano o ruso afirman lo contrario, las evidencias históricas son tozudas en demostrar  que todos los eslavos orientales tienen como antecedente un mismo Estado medieval común, la Rus de Kiev, y que fueron los más de dos siglos de dominio mongol (1240-1480) los que aceleraron el proceso de diferenciación étnica, a la que hicieron su aporte también las interacciones y contradicciones con los eslavos occidentales, los nórdicos, los germanos, los bálticos y los turcos, por solo citar algunos.

En paralelo a ese Estado eslavo medieval, en lo que es hoy la parte sur-occidental de Ucrania, existió el Principado independiente de Galitzia, territorio siempre disputado por sus vecinos más poderosos, que en 1772, por acuerdo de las grandes potencias, fue integrado al Imperio Austro-Hungaro, tras cuya disolución al finalizar la I Guerra Mundial en 1919 fue incorporado a Polonia, donde se mantuvo hasta 1939.

Es en estas condiciones históricas, en las que se fue formando el carácter de sus habitantes, la identidad “a menudo, sino siempre, es legitimada por algún tipo de primordialismo”, dice Lewellin, quien además afirma:  “la identidad está, pues, repleta de significado afectivo, vinculado a la sangre, al martirio, al suelo, y tal vez a un sentido emocional del lenguaje” (Lewellen, 2003, p. 223).

En el desarrollo de la identidad de los galichanos ha correspondido un papel especial a su religión. Tras el cisma de 1054, cuando el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla se excomulgaron mutuamente, la Iglesia ortodoxa de Galitzia comenzó un proceso de acercamiento a los católicos polacos, y en el Concilio de Florencia en 1440 acordó volver a la obediencia hacia Roma, preservando la liturgia y los ritos orientales. Tal paso fue interpretado por la Iglesia ortodoxa rusa como un signo de enemistad; pero las relaciones con los católicos polacos no progresaron debido a los esfuerzos latinizantes de su clero. En la intención de fortalecer sus posiciones ante ambos contrincantes — los ortodoxos del Oriente y los católicos polacos –, la jerarquía eclesiástica galichana se subordinó totalmente a Roma en el Sínodo de Brest en 1595. Nació así la Iglesia Greco-Católica (también conocida como Greco-Romana), que mantenía los hábitos ortodoxos pero se subordinaba al Vaticano.

La ulterior expansión del Estado ruso y los sucesivos acuerdos para la división de Polonia entre Rusia, Austria y Prusia a partir de 1772, limitaron el campo de acción de los greco-romanos al territorio de Galitzia, donde eran oficialmente reconocida por las autoridades del Imperio Austro-Húngaro; pero tras la desaparición de éste en 1918, regresó primero la presión del catolicismo polaco y más tarde, desde 1945, la del ateísmo soviético. No es hasta 1989 que se le concedió el derecho a registrarse oficialmente, proceso que culminó en 1990, cuando pudo salir de la clandestinidad.

El dominio de la religión greco-católica y los siglos de historia pasados con los occidentales desarrollaron en los galichanos el sentimiento de representar los verdaderos valores de la ucrainicidad. Y así se ha ido forjando su identidad nacional. “La nación en su concepto moderno es el resultado de las transformaciones sociales llevadas a cabo por la burguesía desde finales del siglo XIX” (Barrios, 2019).

Como afirma el Profesor de la Universidad de Nueva York, Oleg Fediushin, todvía al inicio de la primera Guerra Mundial “eran muy pocos los que en el mundo conocían sobre la existencia de una nación ucraniana e incluso la mayoría de los propios ucranianos solo comenzaban a pensar sobre la posibilidad de la independencia y de una separación de Rusia” (Fediushin O.S. pág. 12. 2013 en ruso)[1].  Donde sí se hablaba oficialmente de ucranianos era en el Imperio Austro-Húngaro. Allí las personas se denominaban por el idioma que hablaban, y en el  censo de 1910 se registraron 4 millones de ucranianos (Kim y otros, 1958), que se correspondían con la población de Galitzia.

Mientras tanto, en la política étnica del Imperio Ruso no existió el gentilicio “ucraniano”, que se utilizaba para identificar a los que residían en la frontera. En la Rusia zarista, donde no hubo una burguesía lo suficientemente fuerte para imponer sus valores, no se desarrolló una nación moderna en el sentido de Marx, sino que existía un “mundo ruso” (russky mir), en el que incluían a los que profesaban la religión ortodoxa, y otro “no ruso”, que incluía a las demás confesiones. Según el censo de 1897, al Mundo Ruso pertenecían 84 de los 125,6 millones de habitantes del Imperio, incluyendo 56 millones de granrrusos, 22 de pequeños rusos (ucranianos), y 5.9 de rusos blancos (bielorusos) (Andrei Saveliov, 2014). Esta estructura permitía el dominio de los granrrusos, que de estar solos  representarían nada más que el 43,3% de la población. (Kim y otros, 1958).

Aunque jerarquizadas, las relaciones al interior de ese mundo no parecen haber sido tan excluyente con respecto a los pequeños rusos, cuando estos ocupaban puestos tan importantes en las altas esferas políticas y sociales como el premier reformador del zar, Piotr Stolypin, o el de jefe del gobierno provisional, Aleksandr Kerenski. También dentro de la oposición, los ucranianos tenían posiciones destacadas. Son los casos del cura Gueorgui Gapón, quien encabezó la manifestación de protesta llamada “domingo sangriento” durante la revolución de 1905, sin hablar ya del papel de León Trotski, un judío ucraniano, en la toma del poder por los bolcheviques en octubre de 1917.

La estructura del Mundo Ruso se correspondía muy bien con el carácter piramidal de una sociedad que tenía en la cima un zar y en la base, hasta 1861, a siervos de la gleba, con una casa real encabezada por alemanes desde los tiempos de Catalina II (1762-1796). Cierto que, en España, la Casa de los Habsburgo gobernó durante más tiempo, pero fue en otra época histórica. Ahora en Occidente, bajo el impulso de la burguesía, se  desarrollaba y afianzaba la nación moderna, mientras en la Rusia zarista eso no era posible.

Fuera de Galitzia, entre la población eslavo oriental de la actual Ucrania, sí se desarrolló la identidad como pequeños rusos. Entre los padres de la cultura y de la literatura ucranianas con frecuencia se menciona a Taras Shevchenko, que escribió en uno de los dialectos locales, al que en ocasiones él mismo denominaba “ucraniano”, pero que mayoritariamente definía como “pequeño ruso”. El problema está en que, como afirmara Pantaleimon Kulish, creador del alfabeto ucraniano, llamado en su honor “kulishovka”, quienes llevaron “la verdadera civilización y la alta cultura a las tierras ucranianas fueron la Res Pospolita (Polonia) y el Imperio Ruso” (Nosovich, 2015).  Por eso hubo también otros insignes ucranianos como Gogol, Korolenko o Bulgakov, que escribieron toda su obra en ruso, sin que por ello dejaran de amar a su tierra. En la formación de esta identidad influyeron tanto las especificidades del medio como el vínculo religioso con Moscú a través de la iglesia ortodoxa. Esta vinculación se reforzó aún más con la llegada de nuevos inmigrantes rusos sobre todo en los primeros años del poder soviético.

Los disímiles desarrollos identitarios en Galitzia y en el resto de Ucrania han tenido como resultado la formación de una comunidad contradictoria, cuyos integrantes chocaron violentamente en la guerra civil soviética de 1918 a 1922, pero sobre todo, durante la Segunda Guerra Mundial. En Galitzia, la mayoría de la población se había sentido incómoda con el dominio polaco, que además mantuvo esas regiones en el mayor atraso económico y social. Los sentimiento antipolacos se manifestaban en las dos grandes vertientes que emergieron de la guerra civil ucraniana: los nacionalistas, herederos del fuerte movimiento antibolchevique, y el Partido Comunista de Ucrania Occidental (PCUO), integrante de la Internacional Comunista y con estrechos vínculos con el Partido Comunista polaco. Según se aproximaba la nueva contienda entre los nacionalistas se fueron formando dos corrientes: una moderada, que buscaba la reunificación con Ucrania fuera de la Unión Soviética, y otra, encabezada por Stefan Bandera, que asumió las posiciones más radicales en colaboración con las fuerzas de extrema derecha europea, como los ustachas croatas y los nacionalsocialistas de Hitler en Alemania

En el año 1938 la dirección del PCUS decidió que el PCUO sería absorbido por el Partido Comunista de Ucrania. La decisión no gustó a los comunistas ucranianos occidentales, pero menos aún les agradó el pacto soviético-alemán. La direccción de la URSS los acusó de provocadores y agentes extranjeros. Su suerte fue la misma que la del Partido Comunista Polaco: la organización fue desintegrada y su dirección, fusilada.

La trágica suerte de los comunistas de Ucrania Occidental marcó para siempre la conducta de la fuerzas izquierdistas de esa región y provocó que, a la hora de su anexión a la URSS, no hubieran otras personas capaces de dirigirla que no fueran nacionalistas moderados más o menos encubiertos o dirigentes traídos de otros grupos étnicos. En los acontecimientos de preguerra se esconden muchas raíces de algunas actitudes políticas entre los galichanos durante y después de la Segunda Guerra Mundial. A esa conducta contribuyó el sentimiento de nación occidental  disuelta en una gran masa de pueblo con identidad diferente, al que solo le unía el mismo gentilicio de ucraniano.

Con la independencia de Ucrania en 1991, las contradicciones interétnicas se intensificaron al calor de la lucha por el poder, dividiendo la geografía del país en dos campos opuestos, poniendo en dudas la viabilidad de un solo Estado y rememorando el peligro de una situación semejante a la que ya una vez se vivió.

 

La guerra de las Ucranias

Al producirse la desintegración del Imperio ruso con la dimisión del zar en marzo de 1917, el territorio de Ucrania se sumergió en el caos. Por doquier aparecieron Estados Independientes, y entre 1917 y 1920 en diferente lugares se crearon hasta 16, la mayoría de los cuales tuvo una existencia efímera (Formirovanie granits Ukrainy v 1917-1928). No obstante, hubo algunos que hicieron historia y su influencia llega hasta nuestros días.

 

La República Popular de Ucrania

El 3 de marzo de 1917, conocida la abdicación del zar, en Kiev se realizaron asambleas de los representantes de distintos partidos, organizaciones y movimientos políticos. Desde el inicio surgieron diferentes posiciones sobre el futuro de Ucrania. Una parte abogaba por la inmediata proclamación de la independencia y la formaciación de una federación con Rusia; otros, veían a Ucrania como una república autónoma dentro Rusia.

Para evitar la división, ambas fracciones decidieron crear la Rada (Consejo) Central Ucraniana, que pronto devino en una especie de parlamento local. La Rada fue reconocida por el Gobierno Provisional de Rusia, en tanto en cuanto no se trataba de un movimiento separatista, sino solo republicano. Pero la autoridad de la Rada era muy cuestionada porque, en verdad, nadie había elegido a sus miembros. Por eso, del 6 al 8 de abril se realizó el Congreso Panucraniano, que creó los órganos estatales y trató sobre el estatuto autonómico de Ucrania.

El Congreso, con participación de representante de Galitzia y el Donbass, solicitó al gobierno central provisional 9 provincias (gubernias) para crear la Ucrania Autonómica. Semejante demanda generó la primera contradicción con las autoridades de Petersburgo, que la vieron como un intento para extenderse más allá de lo que ellos denominaban la Pequeña Rusia y, por tanto, le conedieron solo 5: Kiev, Volyn, Podolia, Poltavia y parte de Chernigov (Kornilov, 2011)

Desde entonces, aún cuando el tema de las fronteras ruso-ucranianas ha tenido diferente soluciones administrativas y políticas, el tema no ha dejado de ser objeto de dicusión entre las autoridades de Moscú y Kiev. En particular, esto ha tenido que ver con la llamada Novorossia (Nueva Rusia, que abarcaba a Jarkov, Ekaterinoslav — actual Dnepropetrov –, Odesa y parte de la región del Don), que ha ocupado el centro de las contradicciones en cada momento histórico complejo.

El 20 de noviembre de 1917 se produjo otra sublevación en  Kiev, que esta vez creó los soviets. Ante ello, la Rada emitió su tercer Universal, proclamando el surgimiento de la República Popular de Ucrania. El documento expresaba: “Desde hoy, Ucrania se convierte en la República Popular de Ucrania. Sin separarnos de la República Rusa y manteniendo la unidad, estamos firmes en nuestra tierra para con nuestra fuerza ayudar a toda Rusia, para que toda la República Rusa se convierta en una federación de pueblos iguales y libres”. Y luego afirma: “Al territorio de la República Popular de Ucrania pertencen las tierras habitadas mayoritariamente por ucranianos: Kiev, Podolia, Volyn, Chernigov, Poltav, Jarkov, Ekaterinoslav, Jerson y Tavria (sin Crimea)” (Shirokorad, 2014). De manera que la Rada insistió en su demanda de los territorios orientales a pesar de la negativa que ya le había dado el gobierno provisional.

Los primeros tiempos de existencia del nuevo Estado fueron muy turbulentos desde el punto de vista interno y extremadamente complejos dadas las circunstancias externas. El 19 de enero de 1919 se proclamó el Acta de Integración entre la República Popular de Ucrania y la República Popular de Ucrania Occidental (Galitzia). Este desarrollo fortaleció la enemistad con Polonia y con la Rusia ya soviética, incrementando la guerra con ambos, lo que condicionó la caída de Kiev en manos soviéticas en abril de 1919.

 

República del Don y Krivoy Rog

El soviet surgido en Kiev se vio obligado a emigrar a Jarkov. Allí realizó su I Congreso de los Soviet de Toda Ucrania los días 11 y 12 (24-25) de diciembre de 1917. El evento declaró sin efectos todas las leyes y disposiciones de la Rada y proclamó su república parte de Rusia. A su solicitud, el Gobierno de Petrogrado envió al lugar destacamentos de la guardia roja y la Ucrania de Donetsk le declaró la guerra a la Ucrania de Kiev, creando el antecedente histórico de lo acontecido después del 2014 en el Donbas.

No es totalmente cierta la afirmación de que la República Soviética del Don fuera una estructura creada intencionalmente por los bolcheviques para oponerse al gobierno antibolchevique de la Rada. La idea de crear un centro administrativo independiente de Kiev en esta región se estuvo conformando durante varias décadas y perteneció al Consejo de los Congresos Mineros del Sur de Rusia, estructura creada para defender los intereses de los industriales de Donetsk, Jarkov y Dnepropetrovsk ante las autoridades del imperio zarista (Abramovskaya, 2014). Su Presidente y fundador fue Nikolai von Ditmar, al que se nucleaban los tambien grandes industriales Aleksei Alchevski, Ivan Ilovachki y Piotr Gorlov. Una prueba del peso de estos  señores en la vida de la región la encontramos en su topografía: Alchevski, Ilovachki, Gorlov, son nombres de grandes ciudades que los honran.

Al caer el zarismo en 1917, la élite política y económica de la región llegó a la conclusión de que era necesario unificar las zonas carboníferas y metalúrgicas en una sola estructura. La única cuestión polémica era si la capital debía ser Jarkov o Ekaterinoslav, decidiéndose por la primera dado que en ella se encontraba la sede del Consejo de los Congresos Mineros (Kornilov V., Idem). El Consejo nunca se plateó la idea de la independencia o de la separación de su región, ni discutió el tema de su posible subordinación hasta que surgió la contradicción entre la Rada de Kiev y el Gobierno Provicional acerca de las fronteras de Ucrania. El 1 de agosto de 1917, el líder de dicho Consejo, Nikolay von Ditmar comunicó al Gobierno Provisional la posición de los empresarios: “Toda esta industria minera y minero-metalúrgica para nada representa un bien regional sino de todo el Estado” (Kornilov V., Idem).

Las fronteras fijadas en aquel documento por el industrial Ditmar fueron las que después asumió el IV Congreso de los Soviet realizado el 12 de febrero de 1918 para delimitar la República del Don y Krivoy Rog. El cónclave además creó un gobierno en forma de Consejo de Comiarios y designó como su presidente al célebre revolucionario Fiodor Sergueyev, más conocido como Artyom.

Se dice que Lenin se opuso a la creación de la nueva república y abogó por el mantenimiento de una Ucrania unida (Shkurenko, 2015). Otros, por el contrario, aseguran que la República fue un engendro suyo para dividir a Ucrania. Según atestigua Boris Maguidov, quien fuera Comiario del Pueblo en la República del Don y Krivoy Rog y único sobreviviente de las represiones del los años treinta, Lenin se mostró con simpatías hacia la idea, cuando Artyom la conversó con él y cuando por fin se creó en febrero de 1918, felicitó calurosamente a Artyom como Presidente de su Consejo de Comisarios.

Quien no parece haber estado de acuerdo con ese proyecto fue Josef V. Stalin, quien, como Comisario para las Nacionalidades, lo rechazó por basarse en consideraciones económicas y no étnicas. La República Soviética del Don, que aspiraba a vincularse a Rusia por lazos federativos, surgió en lo que hoy son las provincias ucranianas orientales, dos de las cuales, Donetsk y Lugansk, se encuentran en guerra con el gobierno central de Kiev. El conocimiento de los acontecimientos que allí se desarrollaron a inicios del siglo pasado es indispensable para la cabal comprensión de lo que hoy estamos viviendo.

Poco antes de surgir la República Soviética del Don, durante las conversaciones de Brest Litovsk, la Rada de Kiev había firmado un acuerdo con las Potencias Centrales, autorizándolas a enviar tropas a su territorio. Bajo el empuje de los alemanes y austro-húngaros en marzo de 1918, la República del Don dejó de existir de facto y su gobierno se vió obligado a emigar a las regiones sureñas de Rusia. Lo salvó  la revolución de Noviembre en Alemania, que permitió al gobierno soviético emprender una ofensiva que expulsó a los intervencionistas del Don. En esas circunstancias se creó un Comité militar-revolucionario presidido por Stalin, que integró la República del Don a Ucrania. La desaparición de la República del Don fue un acto político, no jurídico, y ahora la Ucrania soviética tendría que definir sus fronteras con Rusia (Formirovanie granits Ukrainy v 1917-1928).

 

La República Socialista Sovietica de Odesa

Al calor del surgimiento de la República del Don, el 3 de enero de 1918, una sesión del Presidium del Soviet de diputados soldados del Frente Rumano, de la Flota del Mar Negro y Odessa, al que pertenecía el poder real en esa localidad declaró la ciudad libre (Uroki Istorii).

El 22 de enero, la Rada en Kiev emitió un decreto subordinando la región conocida como Novorossia a su jurisdicción, y el 26 en Odesa  comenzó la insurección armada. Después de varios dias de cruenta lucha, los sublevados alcanzaron la victoria con el apoyo de las naves de la Flota del Mar Negro. Las tropas subordinadas a Kiev tuvieron que abandonar la ciudad y en ella se proclamó la República Socialista Soviética de Odesa. Lenin exigió su subordinación a Ucrania, pero sus líderes se opusieron y  crearon un gobierno subordinado al de Petrogrado (Idem). Los meses de enero y febrero la República de Odesa llevó a cabo guerras exitosas contra las tropas de Kiev y más tarde de Moldovia y de Rumanía y, desde marzo, después de la firma de los acuerdos de Brest-Litovsk, se vio obligada a enfrentarse a las tropas rumanas, austrohúngaras, turcas y búlgaras. Sus fuerzas no pudieron contra semejantes enemigos, y el 13 de marzo de 1918 cayó.

La República Soviética de Odesa existió solo algo más de dos meses, pero su poder se extendió a las provincias de Jerson y Besarabia, en cuyo territorio entre las dos guerras mundiales existió la República Autónoma de Moldavia, perteneciente a Ucrania, y donde desde 1990 existe la República de Transnitria, Estado de facto independiente no reconocido internacionalmente. De manera que no solo el Donbas, sino también Transnitria, tiene su antecedente histórico en la guerra civil soviética

 

La Republica Socialista Soviética de Táurida

En marzo de 1918, en la península de Crimea, surgió la República Socialista Soviética Táurida, que también se autoproclamó parte de la Rusia Soviética. Su duración fue efímera, ya que el 18 de abril, tras la firma del Tratado de Brest Litovsk, tropas alemanas la invadieron  y pusieron fin a su existencia. En su lugar, el 28 de abril de 1919 fue creada la República Socialista Soviética de Crimea, presidida por Dmitri I. Ulianov, hermano de Vladimir Lenin. Teniendo como capital a Sinferopol, esta República también se autoproclamó parte de la Rusia Soviética hasta que fue vencida por las tropas del General blanco, A.I. Denikin, el 18 de junio de 1919. Expulsado este por el Ejército Rojo, se constituyó la República Autónoma Socialista Soviética de Crimea, integrada a la Federación Rusa, el 10 de noviembre de 1921. La península mantuvo su condición de autonomía hasta 1946, cuando ante los intentos de crear en ella una República Autónoma Hebrea, Stalin la transformó en provincia, condición administrativa con la que N.S. Jruschov la pasó al control ucraniano en 1954.

 

La República Popular de Ucrania Occidental

Por último, el 18 de octubre de 1918, como resultado de la desintegración del Imperio Austro-Húngaro, en la parte oriental de Galitzia se creó la República Popular de la Ucrania Occidental, con capital en Lvov. Su existencia fue muy efímera, porque en noviembre fue atacada por Polonia, que hacía poco había adquirido su propia independencia, pero se oponía a la de Galitzia. El 21 de noviembre, las tropas polacas ocuparon la capital y su gobierno tuvo que emigrar a Trnopol. En enero de 1919 los gobiernos de Kiev y Lvov acordaron la fusión de ambas repúblicas ucranianas. No obstante, ello no pudo impedir la ocupación de Galitzia por las tropas polacas y el 25 de junio de ese mismo año, el Comité de los Diez, que actuaba como órgano rector de la Conferencia de Versalles, decidió convertirla en parte de Polonia. Hoy las autoridades ucranianas declaran que su República no es heredera de la soviética creada por los bolcheviques, sino de aquella otra que formaron Kiev y Galitzia. Al parecer los impulsores de semejante decisión, cegados por consideraciones ideológicas no tuvieron en cuenta las consecuencias que ello podía acarrear.

 

La Ucrania Soviética

La República Socialista Soviética de Ucrania surgida de aquellas guerras estaba básicamente conformada por los territorios de Vinnitsk, Dnepropetrovsk, Donetsk, Kiev, Jarkov, Chernigorsk y la Republica Autónoma de Moldovia ( Konstitutsii (Osnovnovo Zakona), 1936,  255).

Es con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial que Ucrania  adquirió paulatinamente las dimensiones geográficas que le conocemos hoy. Producto de la aceptación por las potencias occidentales de la Línea Curson para las fronteras orientales de Polonia, la URSS anexo a su territorio las provincias occidentales incluida Galitzia. Más al Sur se le agregó parte de la Besarabia del Norte rumana y otras tierras de la misma procedencia en la provincia de Odesa. En virtud del Tratado de Amistad firmado con Checoslovaquia en 1945, pasó a Ucrania la parte oriental de Rutenia y en virtud del Tratado de Amistad con Rumanía en 1948, el Peñon Zmej en el Mar Negro. El último territorio que se integró a la República fue Crimea, en base a una decisión administrativa del gobierno soviético en 1954.

Las ampliaciones geográficas dieron una nueva fisionomía a la población de Ucrania. Segun el censo del 2001, en el país  habia 134 etnias. Un 77,8% de la poblacion se consideraba ucraniana (37,5 millones) y se afirmaba que eran mayoria en todas las regiones, menos en Crimea. Las mayores proporciones de ucranianos se registraron en Ternopol, Ivano Frankov y Volyn (+ del 97%). Las mas bajas, despues de Crimea, resultaron Lugansk, Donetsk y Odesa (+ del 52%) (Natsionalni sklad naseleniya)

En Ucrania vivían 11,6 millones de rusos, el 22% de la población, que en algunas regiones representaban mayoria: Crimea, 67%; Donetsk, mas del 55%; Jarkov, mas del 45%; Dnepropetrovsk, mas del 45%. En Kiev vivían mas de 600.000.

En los años 20 se llevó a cabo un proceso de ucranización que hizo a muchos rusos registrarse como ucranianos. Eso hace que, hoy, un 39% de los que se consideran ucranianos tengan como su idioma natal al ruso (Frolov, 2000)

El tercer grupo nacional es el bieloruso, cuyos miembros viven en Donetsk, Lugansk y Jarkov; el cuarto lo constituyen los moldavos, concentrados en Odesa, Vinnitsk y Chernivets; Le siguen los tartaros, que alcanzan el 12% de la población en Crimea, los búlgaros que habitan en las regiones sureñas de Odesa, Nikolayevsk y Jerson, los rumanos concentrdos en Odesa y Chernivetsk, los húngaros en el sur de la region de Transcarpatia, los polacos en Zhitomir y Jmelnitski y los judios en Kiev y Odesa, además de griegos, eslovacos, checos, gagausos y romaníes (Natsionalni sklad naseleniya).

Las complejas relaciones interétnicas fueron removidas por el accidente de Chernobyl, que alteró los roles que cada una tenía dentro de la política. Históricamente, la competencia por el poder se había desarrollado entre los tres grupos principales de la población: 1-) los judíos, que dirigieron la república casi en solitario entre 1918 y 1938, cuando el Pacto Ribbentrop-Molotov obligó a Stalin a sustituirlos; 2-) los ruso-parlantes, que estuvieron en el poder desde entonces hasta 1991, y 3-) los ucraniano-parlantes (galichanos y otros occidentales), que nunca habían podido acceder al poder. Su primer representante fue Leonid Kravchuk, elegido en septiembre de 1991. Nacido en territorios que pertenecieron a Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial y que ahora, al igual que Gorbachov en la URSS y Yeltsin en la Federación Rusa, se había convertido en Presidente.

De nada sirvieron los resultados del referendo del 17 de mayo de 1991, donde el 70,2% de la población de Ucrania se expresó a favor del mantenimiento de la URSS (Itogi golosovania na vsesoyuznom referendume 1991), ni la oposición de Estados Unidos, en aquel momento preocupado ante todo por que los inmensos arsenales nucleares soviéticos apuntados en su dirección no se salieran de control. El 1 de agosto de 1991, el Presidente Jorge Bush visitó Ucrania y en un memorable discurso ante el parlamento de Kiev, que pasó a la historia como el Chicken Kiev speech, sentenció: “… la libertad no es lo mismo que la independencia. Los estadounidenses no quieren apoyar a aquellos que buscan la independencia con el fin de sustituir una tiranía lejana con un despotismo local. No van a ayudar a aquellos que promueven un nacionalismo suicida basado en el odio étnico” (Bush, 1991).

El problema era que, en esos momentos, estaba en ejecución la instrucción del pleno del PCUS, de abril de 1991, que encomendó a los Soviets Supremos de la URSS, Rusia, Ucrania y Bielorrusia hacer una investigación sobre cómo se había cumplido la legalidad socialista en el trato a las víctimas de Chernobyl. Estaba clara la intención de Mijail Gorbachov de hacer recaer la culpa por los graves errores cometidos sobre las dirigencias republicanas. Esta decisión fue la que impulsó a los dirigentes de las tres repúblicas afectadas por el desastre a ponerle fin a la existencia del Estado común como vía para su salvación. Allí no se trató sobre una nueva concepción filosófica, ni un nuevo programa político o alguna reforma económica profunda que sacara sus pueblos de la crisis, sino simplemente de desintegrar el mecanismo gubernamental que les amenazaba.  “Yo era un hombre muy soviético”, declaró S. Shushkevich, el lider bieloruso que junto al ruso B. Yeltsin y al ucraniano L. Kravchuk firmó el acuerdo para la desintegración de la URSS. “Yo idolatraba a Gorbachov, pero cuando habló después de Chernobyl y ví cómo mentía, rompí el retrato que tenía de él” (Konstantin Ameliushin, 2014).

El 16 de julio de 1990, el Soviet Supremo de la República adoptó la Declaración sobre la Soberanía Estatal de Ucrania, en la que se proclamaba la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y su pertenencia al pueblo ucraniano, si bien se deja sentado que este es el Estado “de la nación ucraniana”.

Todavía hoy, lo que podríamos llamar la identidad ucraniana, que serían propiamente los que hablan ese idioma, presenta una situación de gran dispersión antropológica, con fuertes diferencias de costumbres, hábitos, dialectos, vestimenta e incluso fisionomía. Según el antropólogo ucraniano Andrei Saveliov, existen seis tipos diferentes de ucranianos: 1) los de Polesia, 2) lo del centro, 3) los del Bajo Dnepr, 4) los del río Prut, 5) los de los Cárpatos y 6) los del Alto Dnepr. Por tanto, el elemento más definitorio de la ucrainidad es el idioma, y este no es homogéneo. Los rusos también son muy diversos, pero tienen tras de sí haber sido el núcleo central de un gran imperio (Saveliov, 2004).

Esos ucranianos, como socium, carecen de la experiencia estatal que tienen muchos de los otros grupos, y su élite política no fue formada en una revolución nacional, sino que fue producto de la desintegración de otro país como consecuencia del maridaje entre la corrupción y la delincuencia. No debemos confundirnos, en la URSS no hubo ni una revolución, ni una contrarrevolución, porque los hombres y las fuerzas políticas que estaban en el poder se mantuvieron en él por muchas décadas más, tras cambiar el nombre de los cargos y las estructuras que gobernaban.

Desde el verano de 1991, las autoridades de la Ucrania todavía soviética habían decidido juzgar a los principales dirigentes de partido, gobierno y Estado responsables por el mal tratamiento a las víctimas de Chernobyl. Vladimir Scherbitski, entonces Primer Secretario del Partido, fue declarado culpable post mortum, pero poco después el proceso quedó paralizado y  las llamadas nuevas autoridades decidieron cerrar el caso y no proceder a juicio. Semejante desenlace solo es explicable a partir de la sociedad que se había ido conformando en la Ucrania post-soviética, donde el papel de pudientes correspondía a elementos desclasados que amasaron inmensas fortunas durante el proceso de descomposición social y política de la URSS.

Las diferencias históricas, lingüísticas y económicas entre regiones que han imposibilitado la integración del etnos ucraniano le imprimió un carácter clanal a las relaciones sociales y políticas, que toman su inicio no tanto de vínculos gentilicios y/o consanguíneos, como de la proximidad geográfica y/o profesional, aprovechando las condiciones creadas por el monopolio imperante en la propiedad estatal.

Segun V.I. Matveyev, ex consejero en el Comite Estatal ucraniano para las Regiones,  en el país se formaron 4 grupos de clanes:

  1. El grupo Donetsk-Lugansk, al que se une Jarkov: Controla más de un tercio de la produccion industrial del pais. Su cabeza visible es el hombre mas rico de Ucrania, Rinat Ajmetov, ex-ayudante del conocido mafioso Alik Grek, asesinado por la policia en una redada a principios de los años 90. A este clan esta vinculado el ex presidente  Viktor Yanukovich, Boris Kolesnikov, Aleksandr Efremov, Mijail Dobkin, ex gobernador de Jarkov y ex candidato presidencial, y Renat Kuzmin, ex Fiscal General. Todos ellos, dirigentes o funcionarios en la época soviética, conforman ahora “una confedercion” de diferente clanes, que compiten muy fuertemente entre sí, pero se unen ante el peligro externo. Aquí están también los magnates Boris Kolesnikov, la familia de los Kliuyev, Yuri Ivaniushenko y algunos otros menores, como Serguei Toruta, accionista principal de Azovstal y uno de los mayores consumidores del gas ruso, que fue candidato a las  elecciones presidenciales del 2014.
  2. El grupo de Dnepropetrovsl, al que se vincula Zaporozhie: Controla una cuarta parte de la produccion industrial. Sus figuras cimeras son Viktor Pinchuk e Igor Kolomoisky. Pinchuk es yerno del ex Presidente Leonid Kuchma. Kolomoisky se relaciona a este clan solo parcialmente, dada sus nexos con el Congreso Panucraniano Hebrero. Fue gobernador de la provincia de Dnepropetrovsk y es dueño del Privatbank. Desde hace 20 años tiene pasaporte israelí. Es dueño del canal 1+1, donde se proyectó la serie “Servidor del Pueblo” que catapultó al actual Presidente Zelensky a la fama popular. Entre otras cosas, Kolomoisky es dueño del Burisma Holding, primera empresa explotadora de gas en Ucrania, a cuyo Consejo de Dirección fue electo en el 2014 Hunter Biden, hijo del Presidente norteamericano.
  3. El grupo de Kiev: Controla poca industria, pero tiene en sus manos las finanzas y lo han representrado diferentes caras visibles. A finales de los 90 y principios de los 2000, sus líderes eran Viktor Medvedchuk y Grigory Surkis. Durante el gobierno de Kuchma, la figura sobresaliente fue Dmitri Firtash, protegido de la primera dama, primero, y despues del Presidente Viktor Yushenko. Julia Timoshenko estuvo a punto de llevarlo a la ruina, pero resurgió con la presidencia de Yanukovich. Parte importante de sus vienes estaban en Crimea: Krimski Titan y una fabrica de bicarbonatos; en Donbass (el consorcio  Stirol), en el norte de Donetsk (el consorcio Azot); pero sobre todo es dueño del mayor canal de TV de Ucrania, Inter.
  4. El grupo de Galitzia: No tiene fuertes resortes económico porque sus fábricas cerraron casi todas a principios de los 90, cuando se fueron los técnicos rusoparlantes. La influencia de Galitzia está en el activismo político. Su cabeza visible es el dueño del grupo Kontinuun, Igor Eremeyev, que, además de comerciar con derivados del petroleo ruso, es dueño del canal Gromadska.tv. A este grupo pertenece también el ex-Presidente Piotr Poroshenko, que tiene sus principales activos en Volyn y en Vinnits. Es además dueño del 5to. Canal de TV y de la corporación Roshen, productora de chocolates situada en las provincias orientales y que vendía la mitad de sus productos en la Federación Rusa.

La existencia de estos clanes encabezados por poderosos magnates imprime rasgos muy peculiares a la política ucraniana, donde los partidos no son tanto los exponentes de determinados valores o concepciones ideológicas, como instrumentos representativos de los intereses de las élites regionales. Como afirmó en su momento el Dr. Ján Lidak, de la cátedra de Ciencias Humanitarias de la Universidad Económica de Bratilava, la élite ucraniana consideraba su República como la más desarrollada y rica de la Unión y esperaba que, al dejar de mantener a los otros, particularmente a Rusia, sentiría inmediatamente los beneficios de la independencia. Por eso, fue la primera en abandonar la zona rublo y en crear su propia moneda, paso cuyas consecuencias internas y externas llevaron a una brusca caída en el nivel de vida de la población.

Como resultado de estos desarrollos se inició una crisis social que tuvo su primera manifestación en la masiva huelga de los mineros del Donbas en junio de 1993, a la que se adhirieron los mineros de otras regiones hasta abarcar la cifra de 2 millones de manifestantes. Junto a las exigencias de carácter económico, se escucharon también algunas muy importantes de carácter político, como la realización de un referéndo sobre la confianza hacia el Presidente y el parlamento y el otorgamiento al Donbas del estatuto autonómico. Ya desde entonces, lo observadores bien conocedores del Este europeo pronosticaron la posibilidad de una guerra entre el Este y el Occidente de Ucrania a la que probablemente seria arrastrada Rusia (Lidak, Ján 1995).

La crisis social dividió la élite entre los que abogaban por una política de “compromisos” con Rusia y los que consideraban que semejante línea conduciría a la perdida de la soberanía. Esa polarización tuvo su expresión al más alto nivel en la contradicción entre el Presidente Kravchuk y su Premier Kuchma, quien con sus homólogos de Rusia, V. Chernomyrdin, y Bielorusia, V. Kebich, firmó el acuerdo para la creación de la Unión Económica de los tres estados eslavos, que vino a ser el primer antecedente de la actual Unión Aduanera y de la Comunidad Euroasiática.

El forcejeo en la élite política ucraniana condujo a la formación de dos campos que eran a la vez políticos, geográficos, étnicos y económicos, en correspondencia con la organización en clanes de esa sociedad: el occidente, ucraniano-parlante, y el oriente, con mayoría de población rusa, cuyos intereses económicos los contraponían, orientando a unos hacia los vínculos con Rusia y a otros hacia Europa Occidental. El primer choque entre ambos tuvo lugar en noviembre diciembre del 2004, cuando, al calor de las elecciones presidenciales de entonces, se llevó a cabo la llamada Revolución Naranja contra el candidato presidencial Viktor Yanukovich, que había resultado ganador en la contienda en representación de los clanes del Este y era considerado un hombre de Moscú.

Por Kiev pasaron como “intermedirios” los líderes de Polonia, Aleksandr Kwasnewski, Lituania, Valdas Adamkus; el representante para la política exterior de la UE, Javier Solana, el Secretario de la OCSE, Yan Kubis. El Parlamento Europeo amenazó con sanciones y Estados Unidos invirtió 65 millones de dólares en apoyo a estructuras no gubernamentales encargada de las elecciones y amenazó con no reconocer el resultado de las mismas (Nepogodin, 2019). Como resultado de las presiones externas y las manifestaciones de protesta, encabezadas por el movimiento “Pora” (Ya) — cuyos dirigentes fueron entrenados por el Otpor yugoslavo que había derricado a Slobodan Milošević –,  Yanukovich entregó la presidencia a su oponente, Vikto Yushenko, un galichano casado con una norteamericana y que tenía todo el apoyo de las autoridades de ese país.

Al parecer, en esta etapa temprana de la Ucrania independiente la disputa por influir desde el exterior en ella todavía no tenia un objetivo geopolítico, sino más bien económico, porque la razón de la lucha entre los clanes era la defensa de los intereses de una serie de industriales galichanos contra la presencia de las compañías rusas en su territorio. De todas formas, Ucrania se vio al borde de la guerra civil y lo único que encontró posible hacer Yanukovich fue cederle la presidencia a Viktor Yushenko.

Ante la crisis económica de Ucrania, una parte importante de los habitantes de las zonas occidentales se dedicó a vivir del contrabando o de trabajos temporales en los países de la UE, y esa situación los lleva a experimentar una considerable atracción hacia la idea de convertirse en miembros de dicha agrupación. Incluso muchos de ellos, los húngaros, los rumanos, los polacos y algunos checos o eslovacos dispersos por la zona poseen pasaportes de los Estados que representan sus étnias y, por tanto, son de hecho ciudadanos de la UE. Por tal motivo, puede afirmarse que dos elementos de peso en la atracción de la parte occidental de Ucrania hacia la Unión Europea son la esperanza de obtener subsidios para su agricultura y el interés de los muchos miles de ciudadanos con  pasaportes de la UE por explotar a cabalidad  su condición ciudadana y por la atracción sientan los pueblo situados al Este de sus fronteras.

Los rusos actuaban de una manera diferente porque han tenido a su favor el poderoso instrumento de la iglesia ortodoxa. No obstante, algunos en ese mundo no veían resultados y fueron críticos con Vladimir Putin. El politólogo bielorruso Vsevolod Shimov, por ejemplo,  considera que “su comportamiento pasivo en comparación con el occidental ha sido el responsable  de la desmoralización política e ideológica y de la desorganización  del potencial pro ruso de Ucrania” (Yakubyan, 2013). Para ese autor, la Ucrania post-Revolución Naranja es el fracaso más grande que ha tenido la política rusa en el espacio post-soviético

La Revolución Naranja del 2004 fue antecedente y ensayo general para el Maidan que derrocó por segunda vez al mismo Viktor Yanukovich en el 2014. Durante la primera, a fines de noviembre del 2004, la Asamblea Provincial de Lugansk adoptó un proyecto para la proclamación de la República Ucraniana Autónoma Sur-oriental con capital en Jarkov. A simple vista, es obvio que se trataba de replicar lo que se hizo allí en 1917, pero en esta ocasión la iniciativa estaba acompañada de un llamamiento al Presidente Ruso para que influyera en la conversión de Ucrania en una Federación. Evgueni Kushnariov, entonces Jefe de la Provincia de Jarkov, explicó la iniciativa de la siguente manera: “Comprendemos que el Oriente se diferencia fuertemente de Galitzia, no le imponemos nuestro modo de vida, pero nunca permitiremos a los galichanos que nos enseñen cómo debemos vivir”. El gobierno provincial comenzó los preparativos para un referendo el 5 de diciembre del 2004, pero fue interrumpido por los órganos de la seguridad.

Producto inmediato de la Revolución Naranja fueron la división de Ucrania en dos campos y la llegada al poder de un equipo abiertamente antirruso y pro-norteamericano. Bajo el impulso de los galichanos nació una política dirigida a la integración futura en las estructuras occidentales, para lo cual se estimuló a las fuerzas y sectores capaces de concluir la creación de la nación y el envío de jóvenes a estudiar en universidades occidentales. Resultado de estos esfuerzos fue el auge adquirido por los ultranacionalistas y la creación de una capa intelectual desligada de Rusia y de la herencia cultural soviética. El trabajo desplegado en ambas direcciones durante la generación que nos separa de la Revolución Naranja ha traído como resultado el resurgimiento del anticomunismo feroz mostrado por los nacionalistas ucranianos durante la guerra civil soviética, y del pensamiento y las prácticas fascistas de los seguidores de Sefan Bandera durante y después de la Segunda Guerra Mundial. El trabajo de formación de cuadros lo expresa el hecho de que 11 de los 18 integrantes del Gabinete Ministerial del primer premier de Zelensky, depuesto en 2020, Aleksey Goncharuk, estudiaron en universidades occidentales.

En la formación ideológica corresponde un mérito especial a los medios de información, particularmente a la televisión. En palabras del periodista Andrey Mokrousov, “la revolución naranja fue una especie de máquina para la transformación de los rusos étnicos, los hebreos étnicos y los ucranianos étnicos en ucranianos políticos” (Nepogodin, op. cit), pero ello también parece resultado de la dura lucha confesional entre las iglesias. Ted C. Lewellen nos dice: “Quizá no sea cierto que lo sagrado esté siempre presente en la política, pero raramente está muy alejado de ella (Lewellen, Ted C., Ob cit. pág. 97).

Los rituales religiosos también cumplen funciones políticas importantes. La recreación periódica de mitos legitimadores une a toda la comunidad en un vínculo sagrado que trasciende los intereses privados y los conflictos cotidianos, al tiempo que reintroduce en la sociedad el poder místico del mundo de los antepasados (Ídem., p. 100). Tal vez una clara manifestación de cómo esto se expresa en la vida real esté en las palabras del Patrirca Kirill I de Moscú y todas las Rusias en un sermón el 6 de marzo del 2022, cuando dijo que en Ucrania se libra una lucha de “significado metafísico” entre una Rusia virtuosa y un Occidente en decadencia moral por sus “marchas del orgullo gay” y otras señales de apocalipsis.

Después de la rígida política de ateísmo oficial en la Unión Soviética, tras su desintegración la fe religiosa tuvo un cierto renacimiento en Ucrania. Entre 1991 y el 2008, el número de los que se identificaban como ortodoxos pasó del 31 al 72%, aunque solo un 7% asistía regularmente a los servicios religiosos. En el censo del 2019, un 60% de los mayores de 25 años se declararon ortodoxos. Entre los de 18 y 24 años, solo el 23%. Esa evidente reducción de la feligresía parece emigración hacia otras confesiones. El territorio canónico de la iglesia ortodoxa rusa se extiende por todo el “Russky mir”, integrado por Rusia, Bielorusia y Ucrania, a quienes Kiril I denomina “sagrada trinidad” por su origen espiritual común en la Rus de Kiev en el siglo X.

En enero del 2019, Bartolomé I, Patriarca ecuménico de Constantinopla, a quien se reconoce como jefe espiritual de toda la ortodoxia, a petición del presidente Piotr Poroshenko, reconoció la autocefalia a una parte de la iglesia ortodoxa ucraniana que decidió terminar relación de subordinación a Moscú, que exista desde 1686. El Arzobispo Metropolita de Kiev, Epifany Dumenko, considera que la independencia nacional y la emancipación religiosa son dos caras de la misma moneda.

Kirill I, por su parte rompió los vínculos con Bartolomé I y con las iglesias de Grecia, Chipre y Alejandría. De su parte quedaron las de Serbia y Bulgaria. Este cisma tiene una gran importancia, porque en Kiev se encuentran templos venerados por todo el mundo eslavo, y esa parece haber sido una de las razones que obligó a las tropas rusas a retirarse cundo estaban a sus puertas en el mes de abril de 2022. La destrucción de Kiev no sería un hecho asimilable para la comunidad cristiana ortodoxa.

En el 2018, el 42,7% de los ortodoxos ucranianos se decían feligreses del patriara de Kiev y el 15,2% del de Moscú. El 43,9% simplemente se declaró ortodoxo. Actualmente Moscú conserva 12.000 de las 38.000 parroquias en Ucrania y su número tiende a disminuir porque muchos feligreses no comparten la actitud del metropolita Onufriy Berezovsky, jefe de la iglesia moscovita en Ucrania, de no condenar expresamente la operación militar rusa. Ahora, según informa BBC News en ruso, el pasado 27 de mayo del 2022 el Sínodo de esta congregación “condenó la guerra como violación del mandamiento sagrado de “no matarás” y expresó su desacuerdo el Patriarca Kirill I, al tiempo que introdujo cambios en sus Estatutos, proclamamando “su total autonomía e independencia” (Manrique, 2022). Del documento y las declaraciones oficiales emitidas hasta el momento no queda claro si la congregación ha iniciado el camino de la autocefalia, pero en cualquier caso significa su alejamiento de la posición cuasi neutral que ha mantenido, lo que influirá en una mayor diferenciación de la población ruso-parlante ucraniana con relación a los de Rusia, aunque no propiciará una reducción de los distanciamientos dentro de los de Ucrania. Por lo pronto, su conducta parece dirigida a terminar con su obediencia al Patriarca moscovita, sin romper con su Iglesia como tal. De todas formas, entre las dos vertientes de la Ortodoxia en Ucrania existen serias disputas por la propiedad de los bienes que poseían cuando eran una misma congregación.

Esta disputa se entremezcla con las reclamaciones que plantea a ambas la Iglesia Greco-Católica de Ucrania, la cual exige la devolución de las propiedades que le confiscadas a favor de la iglesia ortodoxa rusa, después de la Segunda Guerra Mundial. Hoy, los greco-católicos son cerca de 5 millones y extienden su influencia gracias sobre todo a sus fuertes vínculos con las esferas de gobierno (Amendras, 2021). Este tema, junto a otros relacionados con la Iglesia Greco-Católica, fue objeto de tratamiento durante el histórico encuentro de La Habana entre el Papa Francisco y el Patriarca Kirill en el 2016.

Los obispos greco-católicos ucranianos no parecen haber quedados muy satisfechos con ello, a juzgar por las declaraciones del Arzobispo Mayor de Kiev, Sviatoslav Shevchuv, quien lamentó que el Patriarca de Moscú, antes de esa reunión, expresara que “la Iglesia greco-católica es el mayor obsáculo para el acercamiento de los ruso-ortodoxos y católicos” (Jennifer Amendras).

El conflicto entre estas dos iglesias no está limitado solo por diferencias litúrgicas y conflictos de propiedades, sino sobre todo por razones del espacio al que supuestamente se extiende el poder de cada una. Si el Patriarca ruso lo es de Moscú y Todas las Rusias (Gran Rusia, Pequeña Rusia y Rusia Blanca), el Jefe de la Iglesia Greco-Romana se titula Arzobispo Mayor de Kiev-Galitzia y toda la Rus.

Pero las contradicciones confesionales en Ucrania no terminan ahí. El 11 de agosto del 2009, poco después de ser oficializada, se produjo el cisma de la iglesia Greco-Católica, cuando un grupo de sacerdotes, encabezados por el Arzobispo Miguel Osidach, calificó de herética a la dirección encabezada por el Cardenal L. Husar, al que acusaron de asumir la “corriente espiritual de la teología herética occidental” que niega el carácter divino de Cristo, su vida y resurrección, la inspiración divina de las Sagradas Escrituras y la existencia del infierno, al tiempo que “sostiene el homosexualismo, el ocultismo, la adivinación y la magia”. Los disidentes aseguran que la conducta de L. Husar se debe a que, si bien nació en Ucrania, había vivido mucho tiempo en Occidente: Estados Unidos e Italia, y luego de llegar a la Jefatura de la Iglesia Greco-Católica se rodeó de estadounidenses y otras personas de Occidente.

Así, el 18 de agosto del 2009, en el Sínodo de Leopolis Briujovichi nació la Iglesia Greco-Católica Ortodoxa de Ucrania, con el Arzobispo Miguel Osidach como Jefe; tras su muerte, el 21 de febrero del 2013, fue sustituido por el Obispo Markian Hitiuk (Religiones de Ucrania en el 2021).

Las desuniones y contradicciones dentro de la sociedad ucraniana, unidas a la corrupción y falta de profesionalidad del aparato estatal, destruyeron los atributos que podían hacer de Ucrania un país prospero y seguro. No se trata solo de la economía, que, a pesar de la crítica situación de la URSS, de la que era parte, en los años ochenta el PIB de la República ocupaba el décimo puesto mundial, muy por encima de la República Popular China, sino también por el nivel y calidad de las fuerzas armadas que heredó.

 

La destrucción de las fuerzas armadas

Con la desintegración de la URSS, Ucrania heredo 3 distritos militares, 6 ejércitos y cuerpos, 3 docenas de divisiones de tanques, motorizadas y de artillería, un sinnúmero de almacenes en los que se encontraban 8.700 tanques, 11.000 carros blindados BMP y BTR, 18.000 unidades de artillería reactiva y cañones de retroceso. Sus fuerzas aéreas heredaron 4 ejércitos del aire, 10 divisiones aéreas independientes, 49 batallones y 2.800 aparatos de vuelo, incluida la aviación estratégica (Sto zhe ostalos ot armii Ukrainy, 2009)

Inmediatamente después de la independencia, se acometió una reforma para reducir sustancialmente el arsenal. Los ejércitos se convirtieron en cuerpos de ejércitos; las divisiones en brigadas; hubo una reducción profunda del personal y la técnica, sobre lo que influyeron no solo las razones económicas, sino también la obligación de cumplir con las estipulaciones del Tratado para la reducción de armamentos en Europa.

De otro lado, Estados Unidos exigió la eliminación de los bombarderos estratégicos TU-22M, que eran los mas modernos. Los bombarderos estratégicos TU-160 y TU-95 M, junto con los cohetes cruceros, se le canjearon a Rusia por la deuda del gas.

El resto del armamento fue vendido o robado, haciendo que Ucrania pasara a ocupar el primer lugar en el mundo en la exportación de armamentos de segunda mano. Tanques, piezas de artillería y helicópteros ucranianos se encuentran en casi todos los países africanos. Los expertos calculan que el monto de esos contratos ascendió a 32 mil millones de USD. Durante la guerra ruso-georgiana del 2008, lo militares ucranianos llegaron a vender incluso armas y componentes que estaban de servicio en unidades.

La reforma militar introdujo un sistema de tres niveles: comando operativo – cuerpo de ejercito – brigada. El país se dividió en tres y a cada parte le correspondió un comando: el occidental con sede en Lvov, el sureño en Dnepropetrovsk y el norteño en Kiev. A cada uno se le subordinaron 3 cuerpos de ejército, que incluyeron 13 brigadas independientes: 2 de tanques, 8 mecanizadas, 2 aeromóviles y 1 de desembarco aéreo. Existen dos regimientos independientes: uno mecanizado y otro aeromóvil. El cuerpo de ejercito mejor preparado fue el octavo, al que se subordinaron las fuerzas de reacción rápida y que cubre la capital. El mejor completado con técnica fue el segundo, dislocado en Dnepropetrovsk.

Para 2007, al ejército le quedaban 786 tanques, 2.304 equipos blindados y 1.122 piezas de artilleria. El tipo de tanque oficialmente reconocido era la versión modernizada del T64BM (Bulet), producido en Jarkov, del que físicamente había solo unos cuantos en dos brigadas. Los demás eran tanques T 64 BV, que es una versión más antigua. Comenzó la introducción del T 84M “Oplot-M”, considerado una maquina verdaderamente moderna, pero no se pudo garantizar su producción seriada. El esfuerzo quedo reducido a la modernización de 10 T-84.

En verdad, ese año, la industria nacional comenzó también la producción de otros nuevos equipos como el carro blindado BTR-3u, que es una version modernizada de la BTR-80 y de la BTR – 4, el carro blindado ligero “Dozor – B” y algunos tipos de armas antitanques, pero ninguna de ellas paso a integrar las fuerzas armadas nacionales.

Según reconocido públicamente por el entonces presidente V. Yushenko, las fuerzas armadas nacionales eran prácticamente inoperantes: de 112 cazas, solo 31 funcionaban; de 24 bombarderos, solo 10 podían cumplir la misión; de 12 aviones de inteligencia, solo podían volar 6; de 36 aviones de asalto, solo 8, y de 26 aparatos de combate, solo 4 estaban en buen estado. Según el mandatario, el entrenamiento de los pilotos era casi inexistente. La mayor parte de los vuelos de la aviación miliar eran operaciones de transporte comercial.

El plan de modernización de la aviación para el 2009 solo incluyó 2 MIG-29, 2 SU-25 y 2 aviones de entrenamiento L-39. La flota ucraniana tenia 17 naves, pero en el 2008 la mayoría estaba fuera de servicio. Una de su unidades emblemáticas, la fragata “Sagaidachni”, creo una situación desagradable durante unas maniobras con la OTAN en el Mar Mediterráneo.

Las fuerzas antiaéreas ucranianas estaban integradas por 30 divisiones de sistemas coheteriles antiaéreos de largo alcance S-300 PS; 4 divisiones de S-300; 12 de S-2100 y 15 divisiones de “Buk-M”. Desde hacia tiempo sus ejercicios de tiro habían sido suspendidos. Se experimentaba falta de piezas de repuesto y muchos proyectiles estaban vencidos, lo que hacia peligroso el mantenimiento de uso, particularmente en el caso de los sistemas “Buk” (Sto zhe ostalos ot armii Ukrainy segodnya?, 2009)

La moral de la tropa pronto fue desapareciendo. La falta de recursos y la corrupción habían sembrado la apatía, al tiempo que la política de “ucranización” llenaba de confusión a soldados y oficiales. Esto se puso de manifiesto durante la parada militar en Kiev en el verano del 2009, cuando al saludo en ucraniano del comandante de la tropa, los soldados, incluidos los de la Ucrania Occidental, respondieron en ruso.

En la Proclama de Independencia se expresó la intención de hacer de Ucrania “un Estado permanentemente neutral, que no participará en bloques y comprometido a observar los tres principios no nucleares: no usar, no producir y no adquirir armas nucleares. Dos años más tarde, el 2 de julio de 1993, el mismo parlamento decidió que las armas nucleares dislocadas en su territorio se convertirían en propiedad de Ucrania. Esta decisión significaba de jure poner dicho armamento nuclear fuera de la competencia del Comando conjunto de las fuerzas armadas unificadas de la Comunidad de Estados Independientes, creado después de la Conferencia de Alma Ata, como expresión de la voluntad de los países ex soviéticos de mantener un sistema de seguridad colectiva y un espacio militar común. Se inicio así la ruptura de Ucrania con los mecanismos postsoviéticos, al tiempo que introdujo la incertidumbre en la comunidad internacional en relación con sus verdaderas intenciones estratégicas, ya que de momento el país se declaraba dueño del tercer arsenal nuclear más grande del mundo. Hubo políticos ucranianos que comenzaron a hablar sobre la posibilidad de que su país se incorporara a la OTAN como recompensa por haberse desecho de sus armas nucleares.

En Rusia creó preocupación que la base de Simferópol no pudiera seguir siendo usada por su armada, e inició negociaciones con Ucrania que se prolongaron durante 1992 y 1993, concluyendo con la aceptación por Kiev de mantener las bases rusas en Crimea. Semejante paso resolvía de momento el diferendo entre los dos países, pero descalificaba la Declaración de Independencia ucraniana, ya que se supone que un país neutral no tenga bases militares extranjeras en su territorio.

Para hacer mas confusa e ilegible la imagen de sus intenciones, en marzo de 1993 el parlamento de Kiev oficializó su solicitud de “plena” incorporación del país a la OTAN. De esta manera, las propias autoridades e instituciones del país se encargaron de devaluar los compromisos asumidos por el Estado en el momento mismo de su nacimiento. Como expreso el académico S. Pirozkov, del Instituto Nacional de Investigaciones Estratégicas de Kiev, si la Declaración de independencia ucraniana no hubiera contenido los 3 principios básicos antes mencionados, “el mundo no hubiera reconocido a Ucrania como Estado independiente” (Duleba, Pag. 5)

 

La Geopolítica

En sus inicios, las contradicciones entre las dos tendencias en la política ucraniana y sus efectos sobre las relaciones con Rusia no adquirieron mayores connotaciones dada la atmosfera general existente en las relaciones de Moscú con Estados Unidos y con la Comunidad Europea. Inmediatamente después de la desintegración de la URSS, en Moscú reinaba la esperanza de que era posible una especie de bipolaridad amistosa con Estados Unidos. Anatoli Adamishin, quien fuera Primer Vice Canciller de Kozyrev en los años 1992-1994, escribió: “En las condiciones de una economía y una política mundiales determinadas por Estados Unidos es imposible imaginarse sin ellos el enfrentamiento exitoso a las nuevas amenazas. En la coalición con otras potencias, incluyendo Rusia, el papel dirigente de Estados Unidos es indiscutible. Se trata precisamente de un papel dirigente, no de un papel hegemónico” (Adamishin, 1995).

Siguiendo esas ideas, la nueva Rusia ingresó en la Asociación para la Paz, una especie de escuela preparatoria creada por los norteamericanos para los aspirantes a formar parte de la OTAN, con la vana esperanza de que le asignaran un papel de cierta relevancia dentro de esa organización, y sus servicios de inteligencia establecieron cálidas relaciones de cooperación con la CIA, el FBI y otras agencias estadounidenses.

Los destellos de aquella utopía se mantuvieron en la política exterior rusa hasta mediados del primer decenio del nuevo siglo XXI.

Mientras tanto, Estados Unidos vivía la euforia de considerarse el único vencedor de la Guerra Fría, sin pensar que también podía haber otros en Rusia, que se consideraran con más derecho al título, porque en definitivas el derrumbe de la URSS se produjo desde dentro. El 7 de marzo de 1992, el New York Times publicó la “Guía de Planificación de la defensa para los años fiscales 1994-1999”, más conocido como la Doctrina Wolfowitz (quien era subsecretario de Defensa de Estados Unidos bajo Dick Cheney durante la administración de Bush padre), que esbozó los principios del Nuevo Orden Mundial, donde Estados Unidos sería la única superpotencia. Semejante aspiración encontró una reacción ante todo de China, que con mucha razón también tenía derecho a sentirse vencedora en la Guerra Fría. En septiembre de 1995, aprovechando una visita de trabajo a Pekín de Evgueni Prymakov, entonces Jefe de los Servicios de Inteligencia rusos, el líder chino Yang Tse Ming, lo invitó a una charla privada en la que le expresó el criterio de que ambos países “deberían esforzarse por que en el mundo no surjan “centros” que quieran dictar sus condiciones a todos” (Primakov, 1999. Pág. 197)

Por diferentes motivos, tanto Estados Unidos como Rusia estaban interesados en que Ucrania desistiera de su arsenal nuclear. Sus cohetes estaban apuntados hacia blancos norteamericanos y formaban parte de los medios de un primer golpe nuclear contra Norteamérica, pero no representaban ningún peligro para Rusia. Por eso, el primero buscaba su destrucción, mientras la segunda trataba de que se pusieran bajo su control. La preocupación de Moscú eran los 44 bombarderos con cohetes cruceros que si podían ser empleados contra su territorio y, desde luego, las armas nucleares tácticas, que eran móviles y tenían un alcance de cientos de kilómetros.

En los años 1992-1994 se llevaron a cabo las negociaciones para la adhesión de Ucrania al Tratado de No proliferación, en las cuales la delegación ucraniana mantuvo la posición de renuncia al arma nuclear. A iniciativa de la Administración norteamericana, en 1992 se realizaron en Kiev negociaciones trilaterales Estados Unidos, Ucrania y Rusia, en las cuales Washington se comprometió a financiar el desarme ucraniano y a dar una cierta compensación a Moscú por ello, pero más tarde, durante conversaciones entre los ministros de defensa, el Jefe del Pentágono dejó sin efecto dicha propuesta, que hasta el año 2000 hubiera representado cerca de mil millones de USD.

La solución final consistió en la destrucción total de los cohetes intercontinentales, el traspaso de los bombarderos estratégicos a Rusia — lo que le permitió a esta restablecer el Ejercito Aéreo Estratégico del Mando Supremo –, y de la totalidad de las ojivas nucleares, incluidas las tácticas. A cambio de este armamento, Ucrania recibiría de Rusia el combustible nuclear para sus plantas eléctricas. Moscú, por su parte, recibió de Estados Unidos 100 millones de USD como compensación por la destrucción de ojivas ucranianas.

Por su parte, las relaciones de Rusia con Europa Occidental aún se encontraban bajo los efectos de la quimera gorbachoviana sobre la Casa Común Europea, expresada ahora en el objetivo de construir el espacio económico común previsto en el Convenio de Cooperación firmado entre Moscú y Bruselas el 1 de diciembre de 1997. La crisis económica rusa de 1998 y más tarde, la agresión de la OTAN contra Yugoslava enterraron esos sueños y potenciaron las contradicciones en la elite ucraniana hasta convertirla en caldo para el forcejeo geopolítico entre Rusia y Estados Unidos. La ilegal e injustificada guerra norteamericana contra Irak, donde Rusia tenía importantes intereses estratégicos, pondría fin a las esperanzas moscovitas de una posible bipolaridad amistosa con Estados Unidos, al tiempo que le mostró importantes coincidencias con lo que entonces se denominó despectivamente “la vieja Europa” y en particular con Alemania y Francia. Ucrania, por su parte, como toda la Europa Oriental que aspiraba a entrar a la UE y a la OTAN con el respaldo norteamericano, participó activamente junto a las fuerzas agresoras.

En el plano geoestratégico, la situación de los rusos nunca había sido más delicada y su condición empeoraba cada vez más como resultado de la política norteamericana. Con el ingreso de los Estados bálticos a la OTAN, la alianza que dirige Estados Unidos se situó a solo 100 millas de San Petersburgo. Las bases norteamericanas en Bulgaria y Rumanía hicieron vulnerable a las armas nucleares tácticas a una buena parte del territorio ruso, y ahora la política de la élite ucraniana aspiraba a abría más las puertas a la presencia de Estados Unidos y sus aliados en el Mar Negro y, en caso de ingresar a la OTAN, situaría a los ejércitos de la alianza a solo 250 millas de Moscú

En la época de la URSS, el Mar Negro era prácticamente un lago interior soviético sobre el que solo tenía cierta influencia Turquía. Rusia estuvo libre de la presencia de otras naves que no fueran las suyas, pero a partir de 1992 el Mar Negro se convirtió en objeto de competencia por parte de Estados Unidos y otros Estados de la OTAN. Estados Unidos, en sus esfuerzos por lograr estar presente, estableció una estrecha colaboración con Rumania y Bulgaria, como nuevos miembros de la OTAN, y ha cultivado  las simpatías de Ucrania y Georgia.

Tan temprano como en el 2006, el analista turco Sinan Ogan destacaba cuales eran los 6 aspectos principales del interés norteamericano en ese mar: 1.- el control del sur de Rusia y del Cáucaso Norte; 2.- la posibilidad de estimular actitudes desafectas hacia Moscú en Ucrania, Georgia y Moldavia; 3.- influir o incluso dictar la política energética de los países a lo largo de la línea de suministros Asia Central -Caspio-Cáucaso hasta los mercados europeos; 4.- manipular la política energética de Irán, que ve el Mar Negro como un importante canal para la exportación de gas y petróleo; 5.- fortalecer la presencia de la OTAN, que ha incluido los países de la región en su Programa de Asociación para la Paz, y 6.- la utilización de las naves y las bases de la región en actividades de espionaje contra Rusia

Desde el 2004, Estados Unidos ha construido bases militares en Rumanía y Bulgaria y, según algunas especulaciones occidentales, llegó a aspirar a sustituir a los rusos en Crimea.

 

El Maidan

En febrero del 2015 debían celebrarse elecciones presidenciales en Ucrania. Durante los años de su mandato, Yanukovich despilfarró el crédito político que lo llevó a la jefatura de Estado con una política de capitalismo salvaje en favor de los más grandes oligarcas como Firtash y Ajmetov, y de su propio clan, representado por su hijo y su premier, cuyas propiedades y posibilidades financieras crecieron aceleradamente en los años 2012-2013. No se trata solo de las fusiones y mega-fusiones de empresas, sino también del empleo de mecanismos extra económicos para asfixiar a la competencia. Así, una serie de grandes escándalos concluyeron con el traspaso o la repartición de la propiedad de importantes empresas como Aerosvit y la venta obligada del club de futboll “Metalisty” y del grupo empresarial “Inter”.

Se calcula que solo en el 2012 el monto de las propiedades que cambiaron de manos por esta vía ascendió a mas de 4 mil millones de USD. Los oligarcas más afectados con estos cambios fueron Kolomoisky, Yaroslavsky, los hermanos Baloga y Poroshenko (Bortnik, 2013).

Estos clanes fueron los que agitaron a la protesta a través de sus medios de información e incitaron a las provincias del Don a la rebelión, pero cuando vieron que estas se inclinaban por soluciones populares, los abandonaron y pactaron con el gobierno. Mientras, en la capital, la protesta era canalizada por los grupos políticos de la derecha, asesorados por los yugoslavos bajo la dirección de la Embajada norteamericana. Tras la fuga del Presidente Yanukovich, el poder fue asumido por las fuerzas de derecha respaldadas por elementos neonazis como el Pravi Sektor. Estos declaran terroristas a los que en el Donbas pedían autonomía y comenzaron contra ellos una guerra llamada “Operación Anti terrorista”. Kiev lanzó en su contra 11 mil efectivos, apoyados en 300 tanques y 500 carros blindados. Por la aviación, 20 helicópteros MI-24, e importantes medios artilleros. Del otro lado, los rebeldes poseían algunos complejos antiaéreos portátiles. Sus efectivos eran 5 o 6 veces menor que los del enemigo. Según Igor Strelkov, Jefe de las fuerzas de autodefensa, a él se subordinaban 2,5 mil efectivos, pero además reciben voluntarios del exterior, particularmente de Crimea, Cosacos y Serbios. El arma principal era el fusil Kalashnikov y algunas escopetas de caza. Esas fuerzas no alcanzaban para derrotar al ejército, pero éste tampoco podría vencerlo, entre otras razones por ser presa de la corrupción y la desmoralización. Por eso ambas partes aceptaron negociar en el formato de Normandía, cuyo talón de Aquiles estuvo en que logró satisfacer las expectativas de los actores externos, pero no las de los internos.

El inicio de la guerra en el Donbas ha hecho a muchos pregunarse dónde están los enormes arsenales de armamento que recibió Ucrania como herencia soviética. Se sabe del destino de las nucleares, pero de las otras no. Para ocultar su impotencia ante un grupo de hombres mal armados, se ha creado la leyenda de una agresión masiva del ejército ruso que desde el 2014 envía millares de soldados a través de la frontera. La fantasía justificaba además los bombardeos despiadados contra las regiones separatistas y servían de argumentos para solicitar ayuda militar y económica de Occidente.

La persistencia de la guerra en el Donbas era también un instrumento para el desgaste de la imagen de Rusia como gran potencia y la de Vladimir Putin como su líder, toda vez que parte del “mundo ruso”, de su civilización, a la que tanto dicen defender, era masacrada impunemente ante la vista de todos.

De mis contactos personales tanto con rusos como con ucranianos, he llegado a la conclusión de que, posiblemente, la mayoría de ellos perciban estos acontecimientos no como una guerra entre dos países, sino como una contienda civil más, de las que entre los eslavos orientales ha habido muchas. El sentimiento es el de una matanza entre hermanos en la que nadie se debería meter porque, al final, ellos seguirán siendo hermanos, pero el que se inmiscuya no lo es, ni lo será.

El papel jugado por Occidente, y en especial por Estados Unidos, en la llamada Revolución Naranja fue muy mal recibido en Moscú, donde aquellas acciones se percibieron como un intento de amputación forzada, y si todavía quedaba algo de las viejas aspiraciones de la bipolaridad amistosa, estos actos lo acabaron de matar. Vino entonces el discurso de Putin en la Conferencia sobre Seguridad de Munich en el 2007, documento que dibujaba su visión del mundo, donde lógicamente, también se incluye a Ucrania: “Han fracasado los intentos de construir un mundo monopolar, en el que Estados Unidos se erige en el centro del poder. No solo eran irreales, es que contradicen la más elemental noción de democracia en la que el poder lo detenta la mayoría, respetando las minorías. Un mundo democrático es siempre pluralista. Los que se empeñan en enseñarnos democracia, no están dispuestos a aprenderla”.

Este discurso, cuyo contenido pasó a la historia como la doctrina Putin, significó un parteaguas en las relaciones de poder ruso-norteamericanas, al dejar claramente establecida la intención de Moscú de romper los límites que le fijaba la  Doctrina Wolfowitz  y jugar nuevamente el papel de gran potencia en igualdad de condiciones. Sabiendo que semejante idea no era aceptable para Estados Unidos, respaldó sus palabras con un intenso programa armamentístico que puso sus fuerzas armadas tecnológicamente al menos unos años por delante de Estados Unidos. En el 2018 mostró sus nuevos artefactos y, a finales del 2021, exigió de sus contrapartes, es decir, de Estados Unidos y de la OTAN, lo que él considera sus condiciones de igual seguridad. La reacción negativa a las demandas fue el pistoletazo de salida para iniciar lo que denominó operación militar especial.  De Rusia no sentirse con ventaja tecnológica, aunque fuera temporal, difícilmente hubiera tomado la iniciativa de lanzarla. El término “operación” nos remite a una imagen quirúrgica, pero esa cirugía va a depender de la conducta y las condiciones ambientales del operado. Nadie duda que el cirujano terminará su tarea, lo que se desconoce es cómo y cuándo.

No parece lógico que la prolongación de la guerra en condiciones de sanciones cada vez más extremas tenga como objetivo impedir el triunfo ruso en Ucrania. Todo parece indicar que lo que se busca es debilitar a Rusia al máximo para darle después el golpe de gracia en otro escenario que bien podría ser el Ártico.

 

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[1] Aquí y en lo adelante, las traducciones son del autor

Juan Sánchez Monroe es profesor titular del Instituto Superior de Relaciones Internacionales de Cuba ‘Raúl Roa García’. Ha sido diplomático de la República de Cuba, destinado a diversas legaciones en la antigua Unión Soviética, Mongolia y Europa Oriental.

La crisis de Ucrania y el orden global

Reproducción del acto organizado por las asociaciones Isegoría y La Casamata el pasado 25 de mayo en Madrid. Intervinieron Esteban Hernández (Jefe de Opinión de El Confidencial) y Carlos González-Villa (profesor de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de Castilla-La Mancha y secretario de la Asociación La Casamata).

Editorial: Rusia

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la rusofobia, un fantasma con historia. Todo lo ruso ha de ser cancelado, censurado; medios de comunicación, artistas, exposiciones, lo que sea. Una campaña mediática unánime de derecha a izquierda, compartiendo un guion del que aquellos que se distancian mínimamente, ya ni hablamos de quienes lo critican y proponen otro, corren el serio peligro de ser estigmatizados y expulsados del debate público sin contemplaciones.

Un relato oficial que no se sonroja ni lo más mínimo por la flagrante doble vara de medir. Si una invasión, guerra o agresión militar no trae la bandera de Estados Unidos o de sus adláteres de la OTAN y la UE, y además viene de un considerado enemigo, en este caso Rusia, entonces se podrá sancionar para intentar desconectarlo del mercado occidental con la intención declarada de destruir su economía y propiciar una caída de su gobierno. Se aceptará el envío de armas a los invadidos, incluyendo a grupos neonazis, a los que se blanquea; se cancelará todo lo que tenga que ver con el Estado invasor, y se señalará a cualquier analista que no se alinee con el relato oficial. Ahora pónganse ustedes a imaginar en hacer todo eso a Estados Unidos o Israel, ¿verdad que resulta inconcebible?

Nosotros no vamos a caer en condenas ni admoniciones que nos recuerdan a aquello de Stalin sobre las divisiones que tenía el Papa. Estiraron la cuerda con Rusia e ignoraron sus fundamentadas razones históricas y geopolíticas y, al final, y Putin lo sabe, la paz es la paz de los vencedores. Esa es la realidad de la geopolítica: una dialéctica entre potencias o Imperios. La “trampa de Tucídides”. Esa realidad es el motor de la historia, a través de la que se expanden los modos de producción con más potencia para desarrollar las fuerzas productivas, con sus clases dominantes correspondientes. Esa dinámica nunca desapareció, siempre ha estado ahí. Tras la caída de la URSS, Estados Unidos se quedó solo. Hasta 2008. Hoy, ningún análisis geopolítico puede ignorar a una ascendente China, en la que Rusia se apoya económicamente, y que se sitúa frente al declinante Imperio estadounidense y sus adláteres, eso que se llama Occidente.

En este escenario, ¿qué puede hacer España? Y, puesto que los intereses no siempre coinciden, dejemos a un lado Europa y Occidente. ¿Qué puede hacer España en el nuevo mundo que ya está aquí? ¿Cuál es nuestro lugar y con quién? ¿Hay algo fuera del seguidismo a Berlín, Bruselas o Washington, más allá de donde (mal)estamos? Intentemos analizar las posibilidades, siguiendo a Spinoza: “No hay que reír ni llorar ni indignarse, sino simplemente comprender”.

Tiempos de ruptura

Vivimos un tiempo histórico, un auténtico parteaguas donde se anudan varias tendencias estructurales. Dos de ellas que tienen que ver con el modo de producción capitalista y una tercera que ha atravesado todos los modos de producción anteriores.

La primera tendencia enraizada en el modo de producción capitalista es el momento de transición de una fase B a una fase A de un ciclo Kondratieff, es decir, el paso de una fase de poco crecimiento y crisis recurrentes a otra de fuerte crecimiento y crisis más suaves y menos frecuentes. Otros autores, como Carlota Pérez o Schumpeter, hablan del fin de una fase de destrucción creativa, por la aparición y expansión de un nuevo paradigma tecnoeconómico, y el inicio de una fase de construcción creativa, por el isomorfismo de un nuevo entorno socio-institucional fundado en ese paradigma tecnoeconómico.

La segunda predisposición es la de los ciclos de potencias hegemónicas de Arrighi, que identifica las etapas históricas del modo de producción capitalista. Concretamente estaríamos en el paso del orden mundial hegemonizado por una potencia al de otra; o en la hegemonía de la misma, pero con un proceso de renovación para mantenerse. En cualquier caso, habríamos superado el momento de crisis hegemónica y nos encontraríamos en el colapso de la misma.

La tercera tendencia estructural, que va más allá del capitalismo, y puede encontrarse en otros modos de producción, es la llamada “trampa de Tucídides”. El griego narró el choque entre el declinante Imperio ateniense y la ascendente Esparta que sacudió a las polis griegas en el siglo V a.C. La disputa se decidió en la guerra del Peloponeso. La “trampa” que identificó Tucídides es la dominación de una ley de hierro que lleva inevitablemente a la guerra. Otros ejemplos de esta dinámica en la etapa de producción esclavista son la guerra entre el ascendente Imperio alejandrino/macedonio y el declinante Imperio persa o las guerras púnicas entre el ascendente Imperio romano y Cartago. Hoy la disyuntiva se plantea entre el declinante Imperio estadounidense y el ascendente Imperio chino, con Rusia en el medio.

Futuribles posibilidades para Rusia

Hacer prognosis es algo muy arriesgado, ya que la bola de cristal no existe, pero partiendo de las tendencias estructurales y las regularidades históricas, como las señaladas, sí se pueden esbozar posibilidades para el medio-largo plazo.

Un futurible tiene que ver con el tipo de régimen económico y político que se pueda dar en Rusia. Desde Occidente se fantasea con la posibilidad de quiebra y caída del putinismo y una especie de vuelta a la Rusia decaída y sumisa de Yeltsin, incluso con la fragmentación y balcanización de Rusia que ya se apuntaba en la etapa de Yeltsin con el conflicto checheno. Este sería un escenario plausible si la guerra de Ucrania se convirtiera en una ratonera para Rusia, su Vietnam, un conflicto que le drenara dinero y vidas, así como derrotas militares, unido al daño económico de las sanciones, la falta de inversión y de demanda occidental.

Otro camino es el de una revolución desde arriba, comandada por la actual clase dirigente rusa, que profundizara en el modelo nacional-conservador putinista. La intención sería tomar una dirección más intervencionista o estatista en lo económico, a través de la cual Rusia se embarcaría en la conversión de su actual estructura económica, muy dependiente de las rentas energéticas, hacia una que desarrolle las fuerzas productivas a través de unas planificadas inversiones en industria high-tech y servicios orientados al mercado interno y al asiático.

Sobre esa Eurasia, el analista Glenn Diesen apunta a las intenciones rusas de encarnar al Imperio Mongol que unificó esa Eurasia entre los siglos XIII-XIV. De uno de los fragmentos tras la caída de este -la horda de oro- emergió el Principado de Moscú, que se convertiría en el Zarato de Rusia. Las posibilidades de su recuperación son más que complicadas y todo apunta a que Rusia se posicionará más bien como el hermano pequeño de ese Imperio mongol, China. En ese futurible, Rusia podría aspirar a ser un actor fuerte, con voz y voto, con su propio espacio de influencia en buena parte de lo que fue la URSS y con la capacidad de balancear a China mediante alianzas con India, Irán o Turquía, por citar algunos ejemplos.

El último de los escenarios es el más sombrío. Una situación en la que el conflicto ucraniano se encone o quede mal cerrado y en el que acabe interviniendo más directamente la OTAN o países rusófobos como Polonia para intentar llevar a cabo sus propios planes expansionistas en Ucrania. En ese contexto, el uso de armas nucleares estaría asegurado, algo que también podría ocurrir en el supuesto de un conflicto entre China y Taiwán. En el paso de una guerra fría, en la que ya estamos inmersos, a una caliente solo nos quedaría esperar que el recurso a armas nucleares se limite a un uso táctico y no acabe en una destrucción total.

¿Y España?

Imaginen que el “gobierno más progresista de la historia” se hubiera acercado a las posiciones más prácticas de Macron, que hubiera intentado dialogar con Putin, que se hubiera ofrecido para mediar entre Ucrania y Rusia, que hubiera alzado su voz en la UE y en la OTAN por una salida diplomática antes y durante el conflicto, que hubiera intentado buscar una solución junto a los países hispano/iberoamericanos, con los del sur de Europa, hasta con China, y todo ello como diría Fraga: “sin tutelas ni tu tías”. Pues dejen de imaginar.

El “gobierno más progresista de la historia” ha sido y es uno de los mas acérrimos adherentes a las posiciones otanistas y proestadounidenses en el conflicto, más papistas que el Papa o el Tío Sam. Hasta el punto de arrodillarse en el problema saharaui ante unos desleales y amenazantes vecinos marroquíes, tirando por el suelo cualquier interés nacional en el altar de los intereses estadounidenses y franco-alemanes en la zona ante la nueva situación. El conflicto ha dejado momentos de sonrojo como el aplauso en pie a un Zelensky que acababa de ilegalizar a todos los partidos de izquierda ucranianos, las vergonzosas alabanzas al mismo por su alusión al bombardeo de Guernica mientras se mandan armas que acaban en manos del batallón Azov, neonazis insertados en la policía y ejército ucraniano. ¡¡Toda una alerta antifascista!! El concepto gramsciano de “transformismo” viene como anillo al dedo para la supuesta pata izquierda del “gobierno más progresista de la historia”.

El “no a la guerra” de Irak, que algunos de ellos traen a colación, demuestra la visión de paz que tienen. Una paz abstracta, con ecos en el “Imagine” de Lennon o el idealismo kantiano, una simple conciencia limpia y falsa, alejada de una concepción materialista de la historia. La paz es concreta. A lo largo de la historia ha habido períodos de paz, bajo el manto de diferentes órdenes imperiales, con sus clases dominantes y sus dominantes modos de producción: la “pax persa”, la “pax romana”, la “pax de los califatos islámicos”, la “pax hispánica'”, la “pax mongolica”, etc. ¿Cuál es la paz que esta sedicente izquierda defiende ahora?

Es más que evidente que su parapeto es el de la “pax estadounidense” o la “pax europea” que, a fin de cuentas, por su incapacidad para ser autónoma viene a ser lo mismo. Un mínimo esperable de quien se dice de izquierdas sería que defendiera esa “pax estadounidense”, “pax europea” o, incluso, “pax occidental” desde un posicionamiento marxista eurocomunista o socialdemócrata originario, que sostuviera que esas naciones occidentales cuentan con las condiciones para superar el capitalismo y, a partir de ahí, irradiar al resto del globo. Quizás así, merecerían algo de respeto. Pero todo su anhelo es el de ser la patita izquierda de un nuevo modelo de acumulación capitalista semáforo o versión light del Estado emprendedor e inversor social, en el que la “pax estadounidense”, con sus adláteres de la UE/ OTAN, se mantenga hostil frente al empuje de la “pax china”, con aliados como Rusia. A ello se entregan, sin proyecto para España. Un Estado que se queda sin opciones, más cada vez más dependiente y sumiso económica y políticamente y un creciente riesgo de fragmentación. Quizá estemos a tiempo de que la lucha sea fructífera, de articular algo en este momento histórico de colapso de la “pax estadounidense”, acelerado por la invasión de Rusia en Ucrania, y de abrir una ventana de oportunidad para salvarnos en una balsa de piedra.

Editorial: España, entre los buenos deseos y Marruecos

Atendiendo a la Estrategia de Acción Exterior 2021-2024 da la impresión de que los dilemas de la política exterior de España se pueden resolver apelando a los buenos deseos. En ella, el interés nacional de España se define tomando como referencia “el progreso y la mejora de las condiciones de vida de nuestra ciudadanía, lo cual sólo es posible en un mundo más pacífico, más desarrollado y más próspero”. Más adelante se va un poco más allá y se llega a afirmar que la agenda española “no se guía por un interés nacional limitado y responde a una filosofía global y solidaria”. El interés aquí ya no se define por la defensa del “progreso y la mejora de las condiciones de vida”, sino que la referencia pasa a ser “el carácter nodal de España” en el contexto de una “red de alianzas y acuerdos formales e informales”. No es una perspectiva novedosa. Esa óptica liberal, que bebe del wilsonianismo que proporcionó las bases del fallido orden internacional tras el fin de la Gran Guerra, parece irresistible en la formulación de las estrategias de política exterior europeas desde la reinvención de la OTAN tras la caída de la URSS y, más concretamente, desde la adopción de la Estrategia Europea de Defensa de 2003, “Una Europa segura en un mundo mejor”, impulsada por Javier Solana.

Desde la incorporación a la OTAN y la entonces Comunidad Europea, España navega de manera irremediable con un rumbo trazado desde fuera. Sus élites asumen esto con naturalidad, y su acción se limita a ofrecer servicios puntuales a sus aliados en el ámbito geográfico-histórico-cultural en el que se atribuye un papel de liderazgo, como ha ocurrido con Venezuela a lo largo de la última década. En esta actitud de los dirigentes, qué duda cabe, hay mediocridad, desidia y, en ocasiones, un desprecio deliberado a la idea de un interés nacional. Pero las decisiones, basadas en un seguidismo acrítico y por momentos vergonzante de la política norteamericana también deben ser leídas en relación al contexto interno. Esas élites, en realidad, no hacen sino reflejar la autocomplacencia de una sociedad ensimismada y temerosa, que se ha olvidado de que, fuera de sus fronteras, no todo el mundo es bueno; también existen aprovechados y enemigos. Existen también los socios olvidados. Y hay compinches coyunturales que no necesariamente persiguen un mundo “más pacífico, más desarrollado y más próspero”, en términos de la Estrategia. Y no nos referimos aquí solo a los casos más clamorosos, como las privilegiadas relaciones que mantiene nuestro país con los países del Golfo Pérsico.

La relación con Marruecos es lo que mejor ejemplifica todo esto. La monarquía alauí lleva el control de la relación con España hasta niveles sonrojantes. En una reciente entrevista, el ministro de Asuntos Exteriores, orgulloso de su gestión, señaló lo siguiente:

… quiero subrayar y elogiar el papel de Marruecos para canalizar los flujos migratorios irregulares. Solamente en el periodo de Navidad, en un periodo de unos 15 días, se ha impedido el salto a las vallas de Ceuta y Melilla de más de 1.000 personas. Eso sería muy difícil conseguirlo sin la colaboración de Marruecos y es lo que le hace un socio estratégico para España y también para Europa. Evidentemente no me conformo con eso, sino que quiero ir a más. Y entiendo que también Marruecos está en esa línea.

Ello no sería más que una simple muestra de la capacidad de simulación que caracteriza a los diplomáticos en el ejercicio de sus funciones profesionales si no fuera porque cargos públicos españoles, incluida la anterior ministra, están siendo sometidos a un acoso judicial y profesional como consecuencia de haber llevado a cabo decisiones que no eran del agrado del vecino del sur. Para añadir insulto a la injuria, ese acoso, promovido por ese mismo país, está siendo vehiculado por un connacional.

El hecho de que en abril de 2021 el ingreso del presidente de la República Árabe Saharaui Democrática a territorio español se realizara en secreto no deja de ser un hecho vergonzante en sí mismo. Pero lo que siguió ha sido directamente bochornoso. La reacción de Rabat fue contundente, facilitando la llegada de hasta 8.000 inmigrantes a Ceuta en mayo y la retirada de su embajadora en Madrid. A lo largo del año se sucedieron otros desplantes, como la acusación de Marruecos de que España no realizaba los controles previos a los viajes con el debido rigor. Desde entonces, Madrid mendiga de manera sonrojante una reconciliación que solo llegará cuando así lo decida Rabat.

Han cambiado las tornas, desde luego, si se compara el momento actual con la respuesta del gobierno de José María Aznar a la invasión de Perejil (respuesta que, por cierto, solo encontró un tibio apoyo en los aliados atlánticos, todo aquello en un contexto de apoyo a la solución de Naciones Unidas para el Sáhara). Precisamente es el estatus de la antigua provincia española lo que está en juego hoy. El apoyo a la incorporación de ese territorio a Marruecos (dentro de una “autonomía”) fue lo que permitió la normalización de las relaciones con Alemania, cuyo embajador en Naciones Unidas había osado definir al Sáhara como un “territorio ocupado” después de que Estados Unidos reconociera la anexión. Y no parece que la normalización con España vayan a ir por un camino diferente.

Para España, la defensa de las plazas de soberanía y de la solución basada en la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental no es únicamente una cuestión de defensa de la legalidad internacional, como podría ser para Alemania. A cargo de la diplomacia de este último país está la pata verde de la coalición semáforo, que ha renunciado a la defensa del pueblo saharaui al tiempo que, en instituciones como el Parlamento Europeo, utiliza los principios como plastilina, amoldándolos para la justificación de la ofensiva occidental de turno, ya sea contra Rusia, Venezuela, Siria o China. Pero mientras Alemania puede permitirse este giro estratégico (necesario para diversificar sus fuentes de energía), para España se trata de defender su integridad territorial, proteger sus intereses económicos y no ver minada su credibilidad como actor regional.

Visto lo visto, España no puede esperar reciprocidad en sus aliados para defender sus intereses en su frontera sur. Para ellos, la autocracia marroquí parece adecuarse más a sus valores que el presidencialismo ruso. Mohammed VI y su régimen ni siquiera merecen, a los ojos de los aliados de España y sus portavoces, un poco de la retórica hostil que, ocasionalmente, se lanza contra Turquía, otro país que hace frontera con la UE. Ellos tienen sus razones, basadas en consideraciones estratégicas y económicas. No se les puede culpar por ello. Pero sí a los dirigentes de España, que no son capaces de proporcionarles razones creíbles para solicitar ayuda más allá de las crisis periódicas como las de los veranos, en las que apela no a su condición de Estado miembro de una comunidad política, sino a su carácter de “frontera sur” de Europa.

Más allá de la coyuntura, la clase dirigente española no tiene claro cuál es el interés nacional al sur de Tarifa. En ella podemos incluir a actores políticos que van desde expresidentes del gobierno y exministros de PSOE y PP o, incluso, al anterior jefe del Estado. De acuerdo con los apuntes del general Emilio Alonso Manglano, director del CESID entre 1981 y 1995 (recogidos en parte en El Jefe de los Espías, de los periodistas Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote), Juan Carlos I habría afirmado en 1983 que:

…hay que empezar a trabajar sobre el asunto de C. y Melilla. Esta última no es muy defentible. Hay que preparar para negociar Melilla. Ceuta puede potenciarse al máximo.

Todo ello viene a corroborar el hecho de que, tal y como recogiera el Departamento de Estado, el exjefe del Estado estuviera dispuesto a entregar Melilla (y convertir a Ceuta en un protectorado internacional) ya en 1979.

Nuestros aviones, eso sí, patrullan el Báltico y se ofrecen para ir a Bulgaria a defender la cruzada contra Rusia. Ello parece formar parte de un plan de acuerdo con el cual España y sus intereses al otro lado del Estrecho recibirían más atención por parte de los aliados atlánticos (o sea, Estados Unidos) en la medida en que Madrid se implique con más intensidad en los asuntos de la alianza. Aquí entran cuestiones coyunturales, como el apoyo acrítico a la ofensiva propagandística contra Rusia (que se está llevando a cabo con la inestimable colaboración de los medios de comunicación), pero también el cambio de rumbo en políticas de largo recorrido, como en el caso del enfoque sobre la autoproclamada República de Kosovo. Si bien no parece que vaya a reconocerse su independencia, se espera algún tipo de gesto que acerque la postura entre España y la mayor parte de los miembros de la OTAN, como pudiera ser la reanudación de la participación española en la misión militar en ese territorio. Y todo ello a pocos meses de que se celebre la cumbre de la OTAN en Madrid.

Podría dar la impresión de que la estrategia del gobierno tiene cierta lógica: en un contexto internacional turbulento, más vale arrimar el hombro con los amigos tradicionales para no salir más dañados aún. Se trata, sin embargo, de una visión cortoplacista que obvia el hecho de que Marruecos tiene detrás a los mismos aliados y, además, cuenta con toda una quinta columna dentro de España, bien asentada en sus élites políticas y mediáticas. El dilema se agudiza si se considera que, llegado el caso de que España tome una decisión autónoma, soberana, sobre estas cuestiones, parece razonable pensar que esas debilidades internas (a las que podríamos añadir otras, como los nacionalismos periféricos) podrían ser activadas por una diversidad de actores externos para neutralizar el efecto de alguna decisión que se salga de los esperable.

El cálculo, además, cuenta con que las cosas no se van a complicar aún más en Europa Oriental. Si las provocaciones atlantistas contribuyen al estallido de un conflicto armado entre Rusia y Ucrania, se verán fuertes contradicciones dentro de su seno, al igual que ocurriera durante el bombardeo de Yugoslavia en 1999. Y llegados a ese punto, ¿de qué serviría la apuesta española en un marco de resquebrajamiento de las alianzas occidentales? Finalmente, ese cortoplacismo deja de lado que la solución al conflicto del Sáhara y los posibles apoyos a Marruecos en sus reivindicaciones territoriales sobre España no vendrán dictados únicamente por Washington o Berlín. Con el tiempo, se va poniendo de manifiesto que el siglo XXI es el siglo chino-africano.