El secesionismo como revolución pasiva: de Eslovenia a Cataluña

Revolución pasiva y secesionismo

Desde el comienzo del proceso soberanista catalán en septiembre de 2012, sus dirigentes se han esforzado en destacar las similitudes entre su caso y otros de la historia europea reciente, sobre todo el esloveno. Las condiciones para esa evocación estaban dadas para ello ya antes del inicio del proceso, al menos desde que Jordi Pujol calificara a Eslovenia de país “modélico”, ya que su independencia se había conseguido gracias a unos dirigentes que insistieron hasta el final en la necesidad de llegar a acuerdos entre ellos. Pujol presumía de ser amigo personal del primer presidente de la Eslovenia independiente, Milan Kučan, y de haberlo aconsejado en los momentos críticos del proceso esloveno a finales de 1990. Más adelante, en octubre de 2017, horas antes de que Carles Puigdemont declarara (e inmediatamente después, suspendiera) la independencia, el eurodiputado catalán Ramón Tremosa evocó, realizando una interpretación muy personal de los hechos, el caso esloveno como similar al catalán y como un resultado aceptable para los actores internacionales (Morel, 2018: 122).

Paralelismos de este tipo fueron posibles gracias a los fluidos contactos entre los dirigentes secesionistas catalanes con el tejido político-social esloveno. Se pueden incluir como ejemplos la visita a Ljubljana de Raül Romeva –responsable de relaciones exteriores catalán– en marzo de 2017 y la de Pere Aragonès –responsable de economía– dos meses antes. Más adelante, en diciembre de 2018, un nuevo presidente catalán, Quim Torra, sostuvo una reunión informal con el presidente Borut Pahor en Ljubljana, tras la cual acudió a una reunión del Consejo para la República –una organización de carácter privado que, en la práctica, sirve a los intereses del expresidente Puigdemont en Bruselas– en la que afirmó: “los eslovenos lo tuvieron claro. Decidieron determinarse y tirar hacia delante en el camino de la libertad con todas sus consecuencias hasta conseguirlo. Hagamos como ellos –dijo Torra–. La vía eslovena es nuestra vía”.

A pesar de que los dirigentes catalanes han declarado seguir el camino esloveno, los resultados no han podido ser más diferentes. Mientras que el proceso esloveno se realizó sobre la base de una clase dirigente cohesionada y terminó con el reconocimiento internacional en 1992, el intento catalán ha concluido con una creciente polarización , sucesivas rupturas entre (y dentro de) los partidos políticos y entre estos y las élites económicas. Desde la supresión temporal de la autonomía catalana por parte del gobierno central de España (entre octubre y diciembre de 2017), se vive en Cataluña una etapa prolongada de confusión en la que los desarrollos coyunturales –caracterizados por el oportunismo a corto plazo de los actores– poco tienen que ver con la recomposición estructural posterior a la crisis de 2008, acelerada en el contexto de la pandemia de la COVID-19.

Ciertamente, ambos casos tienen un punto de partida común, ya que comenzaron tras una fase prolongada de desarrollo de instituciones políticas propias que protegían procesos económicos diferenciadas dentro de Yugoslavia y España. Además, el desencadenante común fue la existencia de una crisis política con un claro antecedente socio-económico. En ambos casos, las clases dirigentes locales emprendieron una serie de maniobras políticas que tenían como finalidad la reproducción de lajerarquía existente en las relaciones de producción a través de una reivindicación rupturista, como es la creación de un nuevo Estado, frente a riesgos como la recentralización o la articulación de alternativas políticas aparentemente radicales. En este sentido, ambos procesos secesionistas pueden ser vistos desde la óptica de la revolución pasiva de Antonio Gramsci (1981: 4/XIII, §57).

La revolución pasiva se diferencia de la revolución entendida en un sentido convencional en la medida en que la primera es articulada por las clases dirigentes en un momento de crisis de hegemonía con la finalidad de recomponer un bloque histórico, noción esta que sintetiza la problemática relación entre la forma política del cuerpo social con las relaciones de producción existentes (Gramsci, 1981: 10/XXIII, §1, §13; 13/XXX, §10). Mientras que la revolución convencional persigue una transformación orgánica de la sociedad de la mano de las clases trabajadoras, la revolución pasiva parte de la premisa de que “un sistema social no muere antes de que haya agotado todas sus posibilidades y puede conquistar su supervivencia introduciendo relativas ‘novedades’ en su modo de dirigir el conjunto social” (Campione, 2007: 93). La revolución pasiva, en este sentido, hace uso de la autonomía de lo político, sin por ello caer en el voluntarismo. En la recomposición exitosa de un bloque histórico hegemónico –objetivo final de la revolución pasiva–, las clases dominantes devienen en clases dirigentes a partir del momento en que, salvaguardando sus intereses corporativos, los superan para proyectarlos como comunes a los de todos los grupos subordinados de la sociedad a través del Estado, dando así una dirección política y ética al conjunto de la sociedad (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

Una vez alcanzada esa posición dirigente, la recomposición pasa, eventualmente, por un momento en el que se miden las fuerzas a nivel militar. A ese respecto, Gramsci utiliza el caso del secesionismo para ilustrar el problema:

Un ejemplo típico que puede servir como demostración-límite, es el de la relación de opresión militar de un Estado sobre una nación que trata de alcanzar su independencia estatal. La relación no es puramente militar, sino político-militar, y de hecho tal tipo de opresión sería inexplicable sin el estado de disgregación social del pueblo oprimido y la pasividad de su mayoría; por lo tanto, la independencia no podrá ser alcanzada con fuerzas puramente militares, sino militares y político-militares. Si la nación oprimida, en efecto, para iniciar la lucha de independencia tuviera que esperar a que el Estado hegemónico le permita organizar su propio ejército en el sentido estricto y técnico de la palabra, tendría que aguardar buen rato (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

La resolución exitosa del dilema identificado por Gramsci pasa, dentro de lo que él denomina “nación oprimida”, por un lado, por la articulación exitosa de un “partido orgánico”, una idea que va más allá de la forma institucionalizada de partido político y que da forma al programa común orgánico del conjunto de fuerzas que operan en la sociedad civil (Gramsci 1981: 17/IV, §37). Por el otro, en estrecha relación con lo anterior, por un proceso de “trasformismo” (Gramsci 1981: 8/XXVIII, §235). En este punto, la clase dirigente deviene en tal en la medida en que es capaz de absorber las fuerzas de los grupos aliados –e incluso de los rivales–, incluyendo aquí sus propios elementos activos, parte de sus programas y algunas de sus características ideológicas, en un proceso similiar al de la “cooptación” de Therborn (1979: 280-288), pero que lo supera. Las maniobras coyunturales dirigidas a ello son exitosas en la medida en que se conjuntan con los intereses estructurales de la clase dirigente. El éxito del proceso, finalmente, depende de la síntesis con la correlación de fuerzas internacional. Al respecto, Gramsci afirma:

Con todo, hay que tener en cuenta que a estas relaciones internas de un Estado nación se entretejen las relaciones internacionales, creando nuevas combinaciones originales e históricamente concretas. Una ideología de un país más desarrollado, se difunde a países menos desarrollados, incidiendo en el juego local de las combinaciones […] Esta relación entre fuerzas internacionales y fuerzas nacionales se complica aún más por la existencia en el interior de cada Estado de numerosas secciones territoriales de diversa estructura y de diversa relación de fuerza en todos los grados (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

Analizando la naturaleza de los protagonistas de cada caso, su propio contexto espacial y temporal, y sus respectivas singularidades (Suau, 2016: 160), se identificarán las dinámicas que llevaron a la reconstrucción del bloque histórico hegemónico en Eslovenia y a la descomposición del bloque catalán a través de la observación de los tres momentos o grados del estudio de la correlación de fuerzas en el pensamiento gramsciano: el momento estructural, el de la correlación de fuerzas políticas y el de la relación de fuerzas militares.

Reproducción exitosa en Eslovenia

En la revolución pasiva eslovena, el aparato institucional llevó adelante una operación de transformismo de perfil nacionalista que permitió reproducir el esquema socioeconómico yugoslavo más allá de la independencia. El bloque histórico, hegemonizado por los gestores y cuadros técnicos de las comunidades de autogestión (Kirn, 2018), con la clase trabajada como grupo subordinado, consiguió reproducirse hasta la integración en la Unión Europea (Bembič, 2017).

El momento estructural de la revolución pasiva eslovena irrumpió con el inicio de la crisis sistémica yugoslava y los sucesivos intentos de resolverla a lo largo de la década de 1980. La subida abrupta de los tipos de interés, el cambio en las prioridades comerciales de Europa Occidental y la subida de los precios del petróleo generaron contradicciones que no podían ser salvadas únicamente a través de ajustes menores en el sistema (Woodward, 1995a: 47-48); sin embargo, sus características no permitieron modificar el statu quo (Palacios, 2001: 323-324). Así, a lo largo de la década se aplicaron políticas de austeridad para refinanciar la deuda, las cuales tuvieron efectos en la vida cotidiana de la población, que vio disminuido su poder adquisitivo en un contexto de incremento del desempleo. Esa dinámica fue inmediatamente mediada por los intereses de las comunidades de interés articuladas en las repúblicas y provincias autónomas, apuntaladas por la introducción de elementos de economía de mercado en Yugoslavia a partir de 1965, la cual vino acompañada de una creciente tendencia hacia la descentralización política.

Aquellas reformas contribuyeron a reforzar las diferencias ya existentes entre las regiones ricas del norte de Yugoslavia y las pobres, del sur, debido a que las empresas ubicadas en el norte tenían mayor capacidad de financiación y, en último término, podían beneficiarse de los bajos salarios existentes en la periferia. Para 1980, Eslovenia tenía la segunda balanza comercial interregional de Yugoslavia (sólo por detrás de la provincia serbia de Vojvodina) y la más favorable con respecto al comercio internacional (Bićanić, 1988: 121-123). Todo ello venía favorecido por aspectos como el desarrollo de infraestructuras, ferrocarriles, telecomunicaciones, sistemas de tuberías y tejido eléctrico (Mencinger, 2014: 15) y el elevado nivel de vida de la población (Zimmermann, 1977: 36). Esa bonanza permitió a las fuerzas políticas y sociales –incluida la clase técnico-gerencial y la clase trabajadora organizada, cuyos representantes cumplían una función armonizadora dentro de las empresas y entre estas y las instituciones políticas (Kirn, 2019: 125)– conformar una comunidad de intereses que, en nombre de la competitividad, se oponía al control de aspectos de la política económica por parte de las autoridades federales yugoslavas, entre los que se encontraba la redistribución del producto nacional entre regiones, la administración de las divisas, la estrategia industrial y la regulación de los precios.

Con ese punto de partida, la clase dirigente eslovena desplegó una serie de iniciativas político-institucionales que bloquearon cualquier tentativa de recentralización administrativa de la gestión económica, transformaron el carácter de la federación yugoslava y, finalmente, condicionaron su propia existencia como Estado. Así, el momento de la correlación de fuerzas tuvo un carácter preventivo ante los eventuales movimientos recentralizadores de otros actores en la federación; uno de ellos, en el fondo inofensivo para el estatus de Eslovenia, fue la creciente reafirmación del poder de Serbia en sus provincias autónomas, reflejada en el ascenso político de Slobodan Milošević (Veiga, 2011: 105); el otro, ansiado por las sucesivas administraciones federales –y defendido por las burocracias transnacionales (Woodward, 2017: 229)–, pretendía dotar al poder central de mayores prerrogativas para gestionar la crisis económica y mantener el mecanismo redistribución interna de la riqueza, lo cual sí atentaba contra los intereses de Ljubljana.

La reproducción del bloque histórico fue posible gracias al mantenimiento en Eslovenia de los niveles de pleno empleo –que fue una variable clave en el estallido de la crisis (Woodward, 1995b)– y, en ese contexto, a las iniciativas de la Liga de los Comunistas de Eslovenia, que transformó el modo de relacionarse con los grupos sociales de la república elevando su nivel de representatividad e integrándolos gradualmente en el sistema, dotándolo así de una nueva homogeneidad a nivel burocrático-institucional. Se articuló, pues, un “partido orgánico” esloveno, en un proceso que pasó por varias fases. La primera, a principios de los ochenta, consistió en el apadrinamiento de los nuevos movimientos sociales por parte de la Juventud Socialista (ZSMS) y en la articulación de una oposición nacionalista gracias a la creación de la publicación Nova revija, un hecho que, como recuerda su fundador, no hubiera sido posible sin el beneplácito de los comunistas (Rupel, 2017). Estos actores fueron desembocando gradualmente, y a un ritmo similar, en un frente común contra Belgrado: en 1987, con acontecimientos como la controversia del “Plakatna afera”, la publicación de las Contribuciones para el Programa Nacional Esloveno en Nova revija (que contaban con el conocimiento previo de los comunistas) o la reacción a la detención y el procesamiento de tres periodistas y un militar por revelación de secretos militares en la primavera de 1988. La reacción al hecho de que el juicio contra estos últimos se realizara en la jurisdicción militar y en serbocroata a pesar de realizarse en Eslovenia, dio pie a la articulación de un movimiento de masas conocido como “primavera eslovena”, al cual se sumaron los sectores más relevantes de la sociedad civil a través del Comité en Defensa de los Derechos Humanos (Odbor) fundado por Igor Bavčar, un hombre relacionado con la Alianza Socialista (que funcionaba como paraguas de las organizaciones de la sociedad civil). Con el tiempo, como recuerda uno de los miembros de Odbor, las reivindicaciones de ese movimiento se centraron en la defensa de la lengua eslovena desde una perspectiva nacionalista (Močnik, 2011). Sobre esa plataforma común se desplegaron iniciativas diversas para reformar la constitución eslovena (Žerdin, 1997: 26) y para crear los nuevos partidos políticos que competirían en una nueva democracia, limitada al ámbito esloveno (González Villa, 2014).

Con esa nueva homogeneidad, los actores abordaron el momento político-militar de la revolución pasiva, que comenzó con la aprobación de las enmiendas constitucionales de septiembre de 1989, las cuales no solo incrementaron el margen de maniobra de las instituciones eslovenas –que se dotaron del poder de proclamar la secesión, pasaron a tener el monopolio en la declaración del estado de emergencia y anunciaban que la república tendría la última palabra sobre qué funciones federales apoyaría–, sino que modificaron el propio carácter del Estado, convirtiéndolo, en la práctica, en una confederación (Hayden, 1999). Las reformas legislativas de diciembre de ese año, además, crearon el marco para el pluripartidismo republicano, desactivando, en la práctica, la articulación de partidos políticos y competición electoral a nivel federal (todo ello en un contexto en el que la instauración del sistema multipartidista parecía irresistible).

Las elecciones de 1990 resultaron en una “cohabitación” (Rupel, 2011) entre la presidencia, encabezada por el excomunista Milan Kučan, y un gobierno de mayoría derechista, aunque con representantes de todos los partidos parlamentarios. Desde entonces, el proceso soberanista se caracterizó por la unidad de acción. Ejemplo de ello fue la aprobación de la Declaración de Soberanía el 2 de julio de 1990, que salió adelante con 187 votos a favor, tres en contra y dos abstenciones (Pesek, 2007: 196). Con los meses, se conformó un esquema en el que la Presidencia proporcionaba el control del aparato del Estado, mientras que Kučan fue asumiendo paulatinamente los planteamientos del ala más propicia a avanzar en la agenda independentista, representada por figuras como Dimitrij Rupel, Igor Bavčar o Janez Janša (respectivamente, responsables de Exteriores, Interior y Defensa del ejecutivo, este último actual presidente del Gobierno esloveno). Precisamente esa ala fue la que empujó a la realización del referéndum de secesión en diciembre. El momento llegó como consecuencia del contexto yugoslavo –las crecientes tensiones en Croacia– e internacional –la consumación de la reunificación de Alemania, que proporcionó un marco que justificaba cambios de fronteras en Europa utilizando criterios étnico-nacionales–. Más que una herramienta para la deliberación democrática, el referéndum fue un método de legitimar una secesión que, en realidad, ya estaba en marcha. En este sentido, fue todo un éxito: el 88% del electorado se pronunció a favor de la secesión.

A partir de ese momento se abrió un período de seis meses en el cual los eslovenos culminaron los preparativos institucionales, militares y diplomáticos para culminar con éxito la secesión. Los primeros incluyeron la aprobación de un paquete de hasta trece leyes que debían garantizar el funcionamiento del Estado (Pesek, 2012: 181) y asumir el control total del sistema fiscal y la impresión de una nueva moneda. Sobre los preparativos militares, se adquirió el material necesario para, a partir de la Defensa Territorial de la república (que hasta entonces formaba parte, junto al ejército, del esquema de defensa de la federación), conformar unas fuerzas armadas operativas flexibles para entablar un conflicto breve con al Ejército Popular Yugoslavo. El armamento llegó entre diciembre de 1990 y junio de 1991 y tuvo procedencias muy diversas –aquí se incluye la llegada de armamento de Singapur gracias a la intermediación israelí (Haldnik, 2013), la importación de equipos de comunicación Racal del Reino Unido, la participación de intermediarios para hacerse con excedentes del ejército de la RDA y la intermediación de Estados como Bulgaria que, a través de su empresa Kintex, envió hasta 16 contenedores con armamentos que llegaron a Eslovenia pocos días antes de la proclamación de la independencia (Šurc y Zgaga, 2011: 206)–. Todo ello contó, cuando no con el apoyo de las potencias occidentales –como la financiación de las compras por parte de Alemania a través de empresas intermediarias (Šurc y Zgaga, 2011: 91-92)–, con su aceptación de los hechos consumados. Estos fueron asumidos desde muy pronto, considerando que, ya a principios de 1991, los representantes eslovenos mantuvieron encuentros informativos con representantes de las grandes potencias y de organizaciones internacionales como la OTAN, que de esta manera estuvieron al tanto de los desarrollos sobre el terreno (Janša, 1994: 92). Las grandes potencias no hicieron nada por evitar el desenlace. Al contrario, dieron su bendición a los hechos consumados a través de la intervención de la troika de la Comunidad Europea, que impulsó en julio de 1991 una negociación que sentó en la mesa, al mismo nivel, al gobierno federal y al esloveno. Ello derivó en la Declaración de Brioni –un preámbulo antes del reconocimiento de los Estados europeos, que llegaría en enero– y la retirada del Ejército Federal, conseguida gracias al acuerdo entre Borisav Jović y Janez Drnovšek, representantes serbio y esloveno en la presidencia federal respectivamente.

Descomposición en Cataluña

El momento estructural de la revolución pasiva catalana se contextualiza en la descomposición de la coalición social característica de los años en los que Jordi Pujol, líder histórico de Convergencia i Unió (CiU), representante de los intereses de la burguesía catalana, presidió el gobierno regional (1980-2003). Hegemonizado por esa clase, el bloque histórico incluía a la clase trabajadora, desarticulada políticamente en los años ochenta (un relato pormenorizado del asalto al movimiento comunista catalán en esa década puede encontrarse en la larga conversación entre Julio Anguita y Juan Andrade, Atraco a la Memoria). Los beneficios de ese período se empezaron a cuestionar con la crisis vinculada a la gran recesión, que representó un salto de una sociedad industrial a otra posindustrial (Sarasa, Porcel y Navarro Varas, 2013: 81). Ciertamente, el proceso soberanista se desarrolló en medio de la consolidación de esa sociedad posindustrial, que reducía la importancia del sector secundario de la economía y la construcción y profundizaba en la tercerización de la estructura económica. Así, el período 2006-2011 vio como la población dedicada a tareas típicamente industriales pasaba del 23% al 16% de la población. La destrucción de empleo en ese período, que también afectó al sector de la construcción, se compensó parcialmente a través de la creación de puestos de trabajos en el sector servicios y la extensión de la categoría de nuevos directivos terciarios. Todo ello coincidió con tendencias generales como la reducción de la protección social, la disminución de los niveles de renta, la extensión de la pobreza, la ampliación de las desigualdades –especialmente de aquellas que se daban dentro de las clases medias, entre directivos asalariados y el creciente número de trabajadores por cuenta propia– y el incremento del riesgo a perder el trabajo, una característica que atravesaba a todas las clases sociales (Sarasa, Porcel y Navarro Varas, 2013: 82).

En ese contexto, de miedo e incertidumbre, los apoyos a la independencia eran mayores entre aquellos que tenían algo que perder. El voto secesionista era el de los trabajadores bien remunerados, de los que se sentían satisfechos con sus ingresos y de los que consideraban que la situación económica de sus hogares mejoraba o, al menos, no empeoraba. Se situaban en contra la mayor parte de quienes tenían rentas por debajo de los 1.200 euros mensuales, de los que habían perdido el empleo, de los que habían visto reducir los ingresos de sus hogares en el último año y de aquellos quienes habían visto como los miembros de su entorno familiar quedaban en paro (Centre d’Estudis d’Opinió, 2017: 32-33, 38). Más que representar esa posición, los sindicatos se limitaron a apoyar el “derecho a decidir” –eufemismo del independentismo para evitar la problemática expresión “derecho de autodeterminación” (por lo señalado en la Declaración realizada por miembros de la Asociación Española de Profesores de Derechos Internacional y Relaciones Internacionales)–, aunque no la independencia en sí. Por otro lado, las clases altas se terminaron posicionando mayoritariamente en contra de la secesión. Tras la proclamación de independencia de octubre de 2017, una parte de las grandes empresas catalanas cambiaron su sede social, entre las que destacan La Caixa, Banco Sabadell, Gas Natural y Abertis. Para mayo de 2018, más de 4.000 empresas habían realizado ese trámite. La fragmentación era más visible en las organizaciones patronales, que han estado al borde de la ruptura en varias ocasiones debido a la divergencia entre la dirección y la mayor parte de las empresas de Foment del Treball, integrada en la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), contrarias a la independencia, y las organizaciones Cecot y Fepime, representante de las pequeñas y medianas empresas, cuyos componentes se mostraron partidarios de la secesión.

El segundo momento, de la correlación de fuerzas, es la historia de la instrumentalización fallida del secesionismo por parte de Convergencia i Unió (CiU), que con ello pretendía aplacar el peligro que representaban el movimiento de los Indignados de 2011 y el ciclo de lucha sindical en el contexto de la crisis del euro como consecuencia de la implementación de las políticas de austeridad en España. CiU, de hecho, había sido pionera en la aplicación de la austeridad en Cataluña entre 2010 y 2012 con el apoyo del Partido Popular. El cerco al parlamento catalán del 15 de junio de 2011 por parte de manifestantes relacionados con el movimiento 15-M fue, así, el origen directo del impulso secesionista por parte de CiU. El gobierno catalán entendió que la situación amenazaba de forma directa su hegemonía desde la izquierda radical, pero supo explotar con habilidad el origen “madrileño” del movimiento, ayudados para ello por la izquierda nacionalista. Así, desde Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el que había sido su líder, Josep-Lluis Carod Rovira, estigmatizó el 15-M en un virulento artículo como un “movimiento de indignación española”.

Un segundo motivo que llevó a la burguesía catalana a dar pie al proceso fue la posibilidad de utilizarlo como medida de presión para la obtención de un mayor nivel de descentralización fiscal dentro de España, similar al que tienen País Vasco o Navarra (Coscubiela, 2018; García, 2018: 28). El experimento secesionista (que se desarmó en octubre de 2017) se saldó con un estrepitoso fracaso para la burguesía catalana, en la medida en que la mencionada CiU ha dejado de existir y, además, sus restos han quedado a merced de organizaciones como la Candidatura de Unitat Popular (CUP), un partido pancatalanista, movimentista y asambleario. De este modo, la que hasta entonces había sido la clase hegemónica en Cataluña, se quedó huérfana de representación política (Santamaría, 2021), al menos de manera transitoria.

Las dinámicas políticas entre, y dentro de, los partidos secesionistas impidieron una estrategia coordinada para conseguir la independencia o, al menos, la obtención de una hacienda propia. La competición entre CiU y ERC por ser más creíble frente a las organizaciones de la sociedad civil independentista, sumada a la irrupción de la CUP, dio a la política partidista un nivel inaudito de autosuficiencia que sobrepasó ampliamente la noción de “autonomía relativa” de Poulantzas (1973: 143), convirtiéndola en un ejercicio de voluntarismo caricaturesco. Desde 2012, los partidos estaban sujetos a los vaivenes de una movilización social de carácter étnico-nacional, fundamentado en el deseo de autogestión económica (Canal, 2018: 161), y que llamaba a aplicar el mandato del pueblo en la calle a través de un referéndum y la polarización de ese pueblo con respecto a los elementos antagónicos –españoles– dentro de la sociedad catalana (Canal, 2018: 195-196). Todo ello sin apoyos orgánicos de ningún tipo y sin dar pasos reales en la dirección de conformar un nuevo Estado.

Conforme se endurecía la resistencia política y legal del gobierno central, el gobierno catalán incrementaba la presión de la movilización social, pero siempre por supervivencia y nunca con la intención de implementar los sucesivos mandatos populares que afirmaba seguir. En ese marco, se desarrollaron las movilizaciones sociales de 2013 y 2014, que se tradujeron en una declaración de soberanía (enero de 2013) y una consulta denominada “proceso participativo” (noviembre de 2014) promovida por el gobierno catalán tras la suspensión por parte del Tribunal Constitucional de un intento de convocatoria de un referéndum formal. El errático movimiento era el reflejo de la búsqueda de un equilibrio imposible entre el control de los sectores independentistas más radicales, la continuación de las políticas neoliberales y el mantenimiento de lo que podríamos denominar como un statu quo mejorado (esto es, la autonomía con un concierto económico, algo que, en cualquier caso, requería no perder de vista la necesidad de una eventual mejora de las relaciones con Madrid).

La huida hacia delante continuó con las elecciones anticipadas de septiembre de 2015, en la que los secesionistas se agruparon en la candidatura única Junts pel Sí (JxSí), con figuras de la sociedad civil pero controlada políticamente por ERC y Convergència Democràtica de Catalunya (uno de los componentes de la para entonces extingida CiU). Por encima de la estrategia común, la jugada permitía al primero acercase al objetivo de liderar el espacio soberanista, mientras que el segundo veía en el experimento una oportunidad para profundizar en una estrategia de largo recorrido que tenía como fin el ensanchamiento de su base de influencia social (Amat, 2018: 54-55). Las débiles bases del movimiento quedaron aún más tocadas tras los resultados electorales, inferiores a la suma de CiU y ERC en 2012. De hecho, la candidatura quedó a 10 escaños de la mayoría absoluta. Dado el carácter “plebiscitario” que se había atribuido a las elecciones, los 10 diputados de la CUP (que no se había unido a la candidatura común) devinieron vitales, pero aun así la suma de los votos de estas opciones quedaba lejos del 50% del total. El condicionante de la CUP tuvo efectos muy tangibles a corto plazo, como la caída de Artur Mas como líder de CiU y de su referente histórico, Jordi Pujol, por las revelaciones sobre corrupción. En ese contexto, se propuso elegir como nuevo jefe del gobierno a un casi desconocido: Carles Puigdemont, entonces alcalde de Gerona, de un perfil claramente independentista (García, 2018: 26).

Desde entonces, la fuerza motriz de la política catalana durante el período 2016-2017 fue la preservación de la coalición conformada entre los partidos secesionistas, a pesar del insuficiente apoyo con el que contaba el gobierno para llevar a cabo acciones tan trascendentes como la creación de un nuevo Estado. Es decir, el segundo momento de la revolución pasiva fue fallido, y ya no se podía esperar mucho del tercero –el de la confrontación político-militar con el Estado–. En esta nueva etapa, las iniciativas soberanistas tuvieron un impacto institucional limitado, pero llevaron a la polarización social y, en último término, a la ruptura del grupo dirigente catalán. Aquí se incluyen la aprobación de la resolución de noviembre de 2015, que declaraba iniciado el proceso soberanista; la creación de las llamadas “estructuras de Estado”, entre las que destacaba la nueva agencia tributaria; y la creación de una comisión de estudios para la planificación de un “proceso constituyente”. Todo ello fue suspendido por el Tribunal Constitucional. En ese contexto se puso de manifiesto, una vez más, la fragilidad del bloque burocrático-institucional secesionista, cuando la CUP forzó una cuestión de confianza derivada de su rechazo a los presupuestos en junio de 2016. La reacción del gobierno consistió en preparar el terreno para la celebración de un referéndum y la subsecuente declaración de independencia en otoño de 2017, aunque sin realizar, en ningún caso, preparativos para la implantación de un nuevo Estado (Vila, 2018: 23-24).

Los acontecimientos de aquellos meses demostraron, por un lado, el insuficiente capital político con el que contaba la opción secesionista, tal y como se observó a través de la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad el 6 y 7 de septiembre (en unas sesiones parlamentarias caracterizadas por la vulneración de los derechos de la oposición), la proclamación de independencia del 27 de octubre (puesta en suspenso unos segundos después) y la dimisión del consejero Santi Vila en la víspera del 27 de octubre. El relato de este último destaca el papel de ERC y las redes sociales, en las que resonaban las voces más radicales del soberanismo, en la decisión final de Puigdemont de no abortar el proceso en el último momento y convocar elecciones (Vila, 2018: 56-60). Además, también quedó claro que el gobierno español gozaba de poder suficiente para imponer su autoridad: en términos de apoyo social de la población del Estado –en algunos casos muy exaltado–, falta de resistencia en Cataluña y apoyo desde la Unión Europea (Cardenal, 2020). Todo ello le permitiría descabezar al soberanismo con detenciones, la intervención de la Policía Nacional y la Guardia Civil en el referéndum del 1 de octubre, ejercer el control directo de la administración autonómica sin resistencia y, finalmente, dar carta blanca a la fiscalía para el procesamiento de los principales actores secesionistas.

Conclusión

A través de este artículo se observaron dos caminos muy diferentes a partir de un punto en común: el intento de una clase dominante en un Estado complejo de huir hacia delante en una etapa turbulenta. Pero mientras las clases gerenciales eslovenas consiguieron seguir hegemonizando el bloque histórico local gracias a la sistemática acción de las élites políticas, la burguesía catalana, en un ejercicio de audacia temeraria, quedó huérfana de representación política. Esto último no habla tanto de la capacidad de esa clase de articular su representación –en realidad, sus intereses pueden tramitarse a través de otros partidos políticos, como ERC y el Partido de los Socialistas Catalanes– como de las dificultades que encuentra para recomponer su bloque histórico como consecuencia del desprecio mostrado hacia sus propias clases subordinadas, partidarias de permanecer en España.

En esa línea, no hay que perder de vista que el secesionismo europeo contemporáneo forma parte de un continuum de revoluciones pasivas dentro de una Europa cada vez más inestable, que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Eslovenia, a pesar de haber conseguido la independencia, no es ajena a esa dinámica. Tras la independencia y con la integración en la UE, sus clases dirigentes perdieron el control del aparato productivo y dejaron cautiva a una clase trabajadora cada vez más precarizada, haciendo cierta la máxima de Gramsci de que:

A menudo, el llamado ‘partido del extranjero’ no es precisamente el que como tal es vulgarmente indicado, sino precisamente el partido más nacionalista, que, en realidad, más que representar las fuerzas vitales de su propio país, representa su subordinación y el sometimiento económico a las naciones o a un grupo de naciones hegemónicas (1981: 13/XXX, §2).

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha.

Artículo publicado previamente en la revista austriaca Kurswechsel (n. 3/2021, pp. 51-63) con el título “Passive Revolutionen mittels Sezessionismus: von Slowenien bis Katalonien” [Revoluciones Pasivas a través del Secesionismo: De Eslovenia a Cataluña].

Imagen: Concentració al passeig Lluís Companys esperant la proclamació d’independència de Catalunya. 10-10-17, por Amadalvarez.

 

Bibliografía

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Editorial: ¿Del café para todos al concierto para todos?

Un fantasma recorre España, el fantasma de la concordia, el dialogo, la magnanimidad, la segunda transición. Y todo ello, propiciado por los indultos a los políticos separatistas catalanes presos tras los muy graves sucesos de octubre del 2017. Contra este fantasma se alza la Santa Alianza del llamado trifachito de Colón, aunque otra santa alianza, a la que muchos también llamarían trifachita, parece, por acción u omisión, apoyar al fantasma. Hablamos de la patronal, la jerarquía eclesiástica y hasta la monarquía.

Lo que parece abrirse en el horizonte de los dos próximos años que quedan de legislatura es la posibilidad (difícil, eso sí) de un acuerdo entre los gobiernos de Sánchez y Aragonés de cara a dar una salida al llamado “problema catalán”. Junto a los Fondos europeos y su posible impacto, esos acuerdos serían el complemento político de la revolución pasiva en marcha, eufemísticamente conocida como segunda transición. Da la impresión de que, desde el actual gobierno de España, se ve como única salida la reforma del modelo territorial español partiendo de un acuerdo para un nuevo estatuto en Cataluña que incluyera, muy posiblemente, su reconocimiento nacional y un nuevo sistema de financiación similar al concierto vasco-navarro. Se trata de algo que bien podría aceptar ERC, ese partido que lleva años luchando para ser la nueva CiU, pero que podría ser visto como una traición para el independentismo más ultra, incluyendo a la CUP, Junts y las llamadas “entidades” soberanistas.

Partiendo de ese acuerdo, barones socialistas, como el valenciano Ximo Puig, ya han reclamado que, si hay concierto para Cataluña, este debe extenderse al resto de los territorios, con lo que podemos ir hacia una generalización de esta forma de confederalismo fiscal para todas las autonomías. A favor de esa reforma fiscal territorial, los barones socialistas encontrarían el apoyo de algunos de los más conspicuos representantes de la ultraliberal escuela austriaca de economía. Así, esto nos traería otra santa alianza, en este caso entre nacionalistas, la izquierda del PSOE (con su apéndice de Unidas Podemos, confluencias incluidas) y los neoliberales más puros y duros, algunos de ellos muy ligados al PP. Y todo con relevantes precedentes.

Todo este confederalismo fiscal, que sin duda vendría acompañado de más reconocimientos nacionales, como pudimos ver en las reformas del estatuto andaluz tras la reforma del catalán (desde luego, el término “nacionalidades” del artículo segundo de la Constitución es como la noche en la que todos los gatos son pardos), cuadra también perfectamente con el planteamiento de las eurorregiones potenciadas desde la UE. Sin ir más lejos, esa especie de Països Catalans que de nuevo el barón socialista valenciano Ximo Puig patrocina bajo la denominación de “Commonwealth mediterránea”. Todo ello tiene precedentes en el socialismo, como refleja la utilización del concepto de Euskal Herria por dirigentes como Jesús Eguiguren.

Teniendo todo esto en cuenta, no es casualidad que, en su discurso en el Teatro del Liceo, Pedro Sánchez señalara que se comparte, en uno y otro lado de la mesa de diálogo, un proyecto común: el encontrarse en unos Estados Unidos de Europa. En consecuencia, en su seno se encontraría un Estado nación español como un ente meramente formal, limitado a ser intermediario entre sus unidades subnacionales –muy nacionalmente reconocidas e incluso agrupadas en eurorregiones confederalmente (des)unidas con las demás–y los diktat que vengan de Bruselas o Berlín, la capital de un Estado nación, este sí, muy unido –”Deustchland über alles”.

¿Qué tiene de progresista o de izquierdas esta articulación de reinos de taifas?, ¿cómo se aseguraría la igualdad de derechos y deberes entre los ciudadanos, independientemente de la parte del territorio común en el que habiten? ¿cómo se garantizaría la redistribución de recursos y la igualdad de oportunidades? Aquí ya sería del todo inviable la posibilidad de una intervención estatal fuerte, coordinada y planificada en la economía nacional para que esa igualdad no sea meramente formal. Se diluiría la nación cívica, o de ciudadanos, que es lo que no sería este reino de taifas o esa especie de régimen del 78 3.0 que asoma en el horizonte. Las repuestas a estas preguntas llevan irremediablemente a hacerse otras sobre cómo y con quién debe España coordinarse a nivel internacional, tanto en lo económico y comercial y en lo político-militar. Evidentemente, ese reino de taifas está determinado a ser, aún más que ahora, parte de la UE alemana y, por lo tanto del bloque económico-político-militar comandado por USA frente a Rusia y, sobre todo, China.

Todo esto también invita a preguntarse si hay o podría haber una alternativa claramente de izquierdas a la altura de los tiempos, con fuertes fundamentos teóricos e ideológicos, frente a todo esto, que pudiera batallar, conseguir base social, e incluso llegar a encarnarse en partido.

Cuatro tesis sobre el 15M: de Zapatero a Sánchez (II)

Continuación. Las dos primeras tesis, disponibles aquí.

3. Un nuevo 1848, ciclo Kondratieff y Rubicón.

Me recuerda a 1848, otra revolución autoimpulsada que empezó en un solo país y después se extendió por todo el continente en poco tiempo (…) Dos años después de 1848 parecía como si todo hubiera fracasado. Pero a largo plazo, no había fallado. Se habían conseguido una buena cantidad de avances liberales. De modo que fue un fracaso inmediato, pero un éxito parcial a medio plazo, aunque ya no en forma de una revolución (…) Lo que los une es un descontento común y unas fuerzas de movilización comunes: una clase media modernizadora, más que todo joven, estudiantes y, sobre todo, una tecnología que hace que hoy sea mucho más fácil movilizar protestas (…) Las ocupaciones en la mayoría de casos no han sido protestas de masas, no fueron el 99%, sino estudiantes y miembros de la contracultura. A veces, eso encontró un eco en la opinión pública. En el caso de las protestas contra Wall Street y las ocupaciones anticapitalistas fue así (…) La izquierda tradicional estaba orientada a un tipo de sociedad que ya no existe o está dejando de existir. Creían sobre todo en el movimiento obrero como responsable del futuro. Bien, hemos sido desindustrializados y eso ya no es posible (…) Las movilizaciones de masas más efectivas hoy son las que empiezan en una clase media moderna y en particular en un cuerpo enorme de estudiantes.
Entrevista a Eric Hobsbawn en la BBC, diciembre del 2011.

 

Esta mezcla global de elitismo y populismo, política de izquierdas y de derechas la ultraestetización de la revuelta y el presunto “vandalismo” puede remontarse en parte a los volátiles fundamentos de clase de la ola de revueltas de 2009-14 (así como a la dinámica sistémica mundial. Sin embargo (…) la centralidad de la nueva clase media fue una de las principales razones por las que esta oleada de revueltas fue totalmente ambivalente. (…) Sin embargo, dados sus privilegios (desigualmente distribuidos), no podemos estar seguros de qué tipo de soluciones políticas apoyará esta clase en el futuro. Los marcos que no reconocen la centralidad de la contradicción de las posiciones de la clase media -ya sea de la izquierda o de la derecha, ya sea optimista o pesimista sobre la política de la clase media – no pueden llevarnos lejos en la comprensión de la política del siglo XXI. El lado más oscuro (elitista, autoritario, contrario a los estratos inferiores, ocasionalmente fascista) de la nueva política de la clase media fue más visible en los últimos eslabones de la cadena (Venezuela y Ucrania), pero no estuvo ni mucho menos ausente en las revueltas contra la mercantilización en la globalización (…) Otra forma de expresar lo mismo: un rasgo definitorio de la nueva pequeña burguesía es (la dependencia de) la ‘competencia’. Esta palabra mágica (con sus connotaciones científicas y racionalistas) subraya lo que la diferencia de la antigua pequeña burguesía, al tiempo que también señala las determinaciones económico-ideológicas afines de las dos clases (el oficio; la creencia en el conocimiento, la autonomía, etc.; y la naturaleza gremial de sus habilidades y su posición social) (…) La ocupación (como otros índices) es un indicador imperfecto, pero para medir la pertenencia a esta clase, las encuestas y otros instrumentos pueden tener en cuenta lo siguiente: los antiguos profesionales (ingenieros, médicos, dentistas, abogados, farmacéuticos, académicos, contables, etc., la mayoría de los cuales constituyen los miembros relativamente más privilegiados de esta clase); los empleados de los servicios médicos y sociales, los administradores de rango medio y bajo y los profesionales de los medios de comunicación (la ‘nueva’ pequeña burguesía del siglo XX); y algunos de los ‘nuevos profesionales’ de nuestra época que se encuentran en la cresta de la ola de la neoliberalización (expertos financieros, empleados del sector inmobiliario, etc.), cuyos privilegios y distinciones están siendo enormemente contestados.
Cihan Tugal, “Elusive revolt: The contradictory rise of middle class politics”, Thesis Eleven, 2015.

 

¿Qué conexión puede haber entre 1848 y 2011? A primera vista puede incluso hacer daño comparar una obra magna, publicada en 1848, El Manifiesto Comunista de Marx y Engels, con el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel, que devino en una especie de biblia del 15M. Bromas aparte, sí existe una primera similitud que se nos viene a la cabeza. En ambos casos observamos una serie de revueltas, insurrecciones o revoluciones que, empezando en un país, continúan en otros: en 1848 comenzó en Francia y se extendió a lo que años después sería Alemania y Europa Central pasando por lo que años después sería Italia; en 2011 la cosa comenzó en el norte de África (Túnez, Egipto) se extendió al sur de Europa (particularmente España) y llegó a diferentes países del mundo, incluyendo los Estados Unidos.

Pero también hay diferencias. Las composiciones de clase fueron diferentes en uno y otro caso: en 1848 nos encontramos a la burguesía industrial ascendente con el apoyo de la pequeña burguesía y el naciente movimiento obrero, un proletariado, eso sí, que también se enfrenta a esa burguesía (como magistralmente nos mostró Marx en sus textos sobre las luchas de clases en Francia o el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte), todos ellos frente al statu quo consecuencia de la derrota de la Francia napoleónica y la restauración del Congresos de Viena. 163 años después, en 2011, tenemos a una nueva clase media profesional y directiva asalariada como constante y principal protagonista frente al statu quo, fruto de la derrota de la URSS y la de su enemigo íntimo, la socialdemocracia, por el neoliberalismo vehiculado en el Consenso de Washington. La principal diferencia, pues, entre los diferentes componentes de clase se deben a dos momentos diferentes en la historia y el desarrollo del modo de producción capitalista.

Sin embargo, partiendo de ese modo de producción, podemos encontrar la más importante y profunda similitud de ambos años. Tanto en 1848 como en 2011 se observa una dinámica (o leyes/tendencias de movimiento) propia del capitalismo basada en, además de un desarrollo simpar de las fuerzas productivas y su expansión geográfica, crisis recurrentes a corto plazo y, sobre todo, estructurales o de largo plazo. Ahí entran los llamados Ciclos de Kondratieff, los cuales se dividen en dos grandes fases; una A (de más o menos veinticinco años de duración), caracterizada por el crecimiento robusto de la economía, y otra B (de la misma duración que la A) de ningún o bajo crecimiento. En ambas fases se mueven ciclos cortos, de Juglar y Kitchin, menos o más profundos en la fase A o en la B respectivamente.

KONDRATIEV wave theory1

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Basándose en esos ciclos, así como en las ideas de Schumpeter, Carlota Pérez analiza las diferentes revoluciones tecnológicas como las causas que estarían detrás de los mismos, desde la revolución tecnológica que fue la Revolución industrial en la Gran Bretaña de finales del siglo XVIII hasta la que se inicia en Silicon Valley a finales del pasado siglo XX. En este largo período, contabiliza hasta ahora cinco revoluciones tecnológicas. La fase de instalación de una revolución tecnológica del modelo de Carlota Pérez sería equiparable al momento de una fase B de un ciclo Kondratieff. A esa fase de instalación la llama, siguiendo a Schumpeter, de “destrucción creativa”, en cuanto nuevas industrias, ramas, mercados y sectores surgen a lomos de la revolución tecnológica de turno, destruyendo otras industrias, ramas, mercados y sectores u obligándoles a adaptarse a las innovaciones tecnológicas y organizativas para sobrevivir.

Pero todo eso llega a un límite que ella llama “punto de inflexión”, que en cada revolución tecnológica dura más o menos tiempo, al que se llega como consecuencia de la baja rentabilidad de las empresas – en contraste con lo que sucede en la fase A – y por un capital financiero que ha pasado de suministrar dinero a los “emprendedores” o “burgueses schumpeterianos” de las nuevas tecnologías (un Henry Ford en una época o un Steve Jobs en otra, por ejemplo) a jugar a la especulación pura y dura – o “capital ficticio”, en términos de Marx –, creando así burbujas que, junto a la crisis de rentabilidad del sector productivo que subyace a la apuesta por el “capital ficticio”, llevan a una fuerte crisis o sucesiones de crisis que rompen todas las costuras (ya muy deshilachadas por la “destrucción creativa”). En este punto se observan consecuencias en forma de profundización de los conflictos, las luchas y la dialéctica dentro de los Estados y entre ellos (revoluciones, rebeliones, guerras, golpes, inestabilidad política, etc.). Todo se pone en cuestión. Y justo ese “punto de inflexión” o Rubicón es donde se observa la similitud más de fondo de la que hablamos entre 1848 y 2011. En ambos años, el fondo que determina el drama de las dos “primaveras de los pueblos o de las naciones” es ese, aunque con diferentes actores, dados los diferentes momentos de desarrollo de las fuerzas productivas dentro del modo de producción capitalista.

Eso sí, la solución recurrente a todos esos Rubicón ha sido la de la victoria de un bloque social en una serie de Estados, los cuales construyen raíles, o “marco socio-institucional”, en términos de Carlota Pérez, que pueden ser y han sido diferentes. Pero sobre todos esos raíles discurrirá como un tren bala la revolución tecnológica de turno, el conjunto dado de fuerzas productivas se desarrollará en su plenitud, con cada vez mayor inversión, mayores beneficios y rentabilidad, volviendo la paz social y amortiguándose las desigualdades, constituyéndose un orden mundial nuevo o reforzándose otro anterior. Eso es lo que Carlota Pérez llama “la Edad de Oro” o fase de despliegue, que sería el equivalente a la Fase A de un ciclo Kondratieff que, a su vez, llegará a su fin cuando toda ese despliegue de la revolución tecnológica llegue a su madurez, muera de éxito (la tendencia a la caída de la tasa de ganancia y la sobreproducción de Marx y el consiguiente recrudecimiento de todo tipo de conflictos sociales, políticos, geopolíticos) y se vuelva de nuevo a la fase B de un ciclo Kondratieff o la “destrucción creativa” de la fase de instalación de una nueva revolución tecnológica.

 

4. La nueva política y un PSOE renacido en Sánchez.

En la ‘relación de fuerza’ mientras tanto es necesario distinguir diversos momentos o grados, que en lo fundamental son los siguientes:

1) Una relación de fuerzas sociales estrechamente ligadas a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres, que puede ser medida con los sistemas de las ciencias exactas o físicas. Sobre la base del grado de desarrollo de las fuerzas materiales de producción se dan los grupos sociales, cada uno de los cuales representa una función y tiene una posición determinada en la misma producción. Esta relación es lo que es, una realidad rebelde: nadie puede modificar el número de las empresas y de sus empleados, el número de las ciudades y de la población urbana, etc. Esta fundamental disposición de fuerzas permite estudiar si existen en la sociedad las condiciones necesarias y suficientes para su transformación, o sea, permite controlar el grado de realismo y de posibilidades de realización de las diversas ideologías que nacieron en ella misma, en el terreno de las contradicciones que generó durante su desarrollo.

2) Un momento sucesivo es la relación de las fuerzas políticas; es decir, la valoración del grado de homogeneidad, autoconciencia y organización alcanzado por los diferentes grupos sociales. Este momento, a su vez, puede ser analizado y dividido en diferentes grados que corresponden a los diferentes momentos de la conciencia política colectiva, tal como se manifestaron hasta ahora en la historia. El primero y más elemental es el económico-corporativo: un comerciante siente que debe ser solidario con otro comerciante, un fabricante con otro fabricante, etc., pero el comerciante no se siente aún solidario con el fabricante; o sea, es sentida la unidad homogénea del grupo profesional y el deber de organizarla, pero no se siente aún la unidad con el grupo social más vasto Un segundo momento es aquél donde se logra la conciencia de la solidaridad de intereses entre todos los miembros del grupo social, pero todavía en el campo meramente económico. Ya en este momento se plantea la cuestión del Estado, pero sólo en el terreno de lograr una igualdad política-jurídica con los grupos dominantes, ya que se reivindica el derecho a participar en la legislación y en la administración y hasta de modificarla, de reformarla, pero en los marcos fundamentales existentes. Un tercer momento es aquel donde se logra la conciencia de que los propios intereses corporativos, en su desarrollo actual y futuro, superan los límites de la corporación, de un grupo puramente económico y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. Esta es la fase más estrictamente política, que señala el neto pasaje de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas; es la fase en la cual las ideologías ya existentes se transforman en “partido”, se confrontan y entran en lucha, hasta que una sola de ellas, o al menos una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social; determinando además de la unidad de los fines económicos y políticos, la unidad intelectual y moral, planteando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha, no sobre un plano corporativo, sino sobre un plano “universal” y creando así la hegemonía, de un grupo social fundamental, sobre una serie de grupos subordinados. El estado es concebido como organismo propio de un grupo, destinado a crear las condiciones favorables para la máxima expansión del mismo grupo; pero este desarrollo y esta expansión son concebidos y presentados como la fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías “nacionales”. El grupo dominante es coordinado concretamente con los intereses generales de los grupos subordinados y la vida estatal es concebida como una formación y una superación continua de equilibrios inestables (en el ámbito de la ley), entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados; equilibrios en donde los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea, hasta el punto en que chocan con el mezquino interés económico-corporativo.

Antonio Gramsci, “Análisis de las situaciones. Relaciones de fuerzas”, Cuadernos de la Cárcel, 17/XII, §17.

 

Lo que hizo que esa hipótesis fuera débil fue la falta de un análisis en profundidad de las transformaciones de composición de clase inducidas por medio siglo de contrarrevolución liberal. Junto con Alessandro Visalli esbocé un primer intento en ese sentido en la sección de la tesis de Nueva Dirección dedicada a este tema. Nuestra propuesta entrecruzaba diferentes parámetros para definir los contornos del proletariado contemporáneo, basado, más que en los niveles salariales, en una serie de oposiciones: capacidad o no para negociar el precio de la fuerza de trabajo (independientemente del tipo de marco legal de la misma); disponibilidad o no disponibilidad de fuentes de ingresos distintas del trabajo (bienes raíces, valores de diversos tipos, seguros, etc.); niveles de educación (‘capital cultural’, para utilizar un neologismo en boga); ubicación geográfica (centros metropolitanos gentrificados frente a periferias y ciudades de provincia); niveles de empleo precario, etc. Además de directivos, profesionales, rentistas y pequeños y medianos empresarios, de la lista también quedaban excluidos los mandos medios con funciones de control de la fuerza de trabajo, así como a los estratos de trabajadores intelectuales (nuevas profesiones, trabajadores del conocimiento, ‘creativos’, etc.) que, aunque con salarios relativamente bajos y/o penalizados por capacidades sobredimensionadas en relación con el empleo real y las oportunidades de carrera, conservan expectativas e identidades de estatus típicas de las clases medias altas.
El problema es que es precisamente esta última capa, es la que ejerce la hegemonía en las formaciones populistas de izquierda (…) Además, no debe subestimarse la posibilidad de que Europa aproveche la oportunidad de la crisis pandémica para recuperar el consenso y la credibilidad 1) promoviendo la inversión en infraestructuras, tecnologías avanzadas, servicios y administración pública; 2) amortiguando los efectos más dramáticos de los procesos de empobrecimiento generados por la crisis; 3) volviendo a comprar la fidelidad de las clases medias con educación alta y con capacidades útiles para la reactivación de un ciclo de desarrollo. Me doy cuenta de que mucha gente -y yo hasta hace poco- pensaban y piensan que el actual régimen oligárquico ‘no puede’ tomar tales iniciativas, pero hay que recordar que Lenin argumentó que no hay crisis que el régimen capitalista, si no es derrocado políticamente, no pueda superar tarde o temprano

Carlo Formenti, “España e Italia. La ofensiva de las oligarquías”, El Viejo Topo, 24 de abril, 2021.

 

Después de este rodeo más allá de nuestro país y de la historia y dinámica del capitalismo, volvamos a España y al 15M. Habiendo enfocado la Spanish Revolution en ese ciclo internacional de movilizaciones variadas con un similar protagonista principal en cuanto a la clase social y el condicionamiento de todo ello por ese punto de inflexión, volvamos con las consecuencias de ese estallido en nuestro país.

Las primeras consecuencias fueron, además de un nuevo ciclo de victorias electorales del PP, más movilizaciones ya muy marcada por las formas que trajo el 15M: movilización contra los recortes en servicios y sueldos públicos y contra la corrupción del PP, huelgas generales, etc. Aunque en estas movilizaciones se pudo observar la participación de sectores de la clase obrera dentro del área de influencia sindical, el protagonismo siguió en la clase profesional y directiva asalariada. Los ejemplos perfectos fueron las llamadas mareas (blanca, verde, roja, etc.) cuyos agentes centrales eran los profesionales de la sanidad y la educación, con gran capacidad de nuclear a su alrededor a diferentes sectores sociales bajo la defensa de los servicios públicos. Pero las consecuencias finales del 15M, justo cuando las movilizaciones se iban apagando, se dieron en la arena política.

En 2014 nace oficialmente, con la apertura de un nuevo ciclo electoral en ese año con las europeas y que continuará el siguiente con las municipales, autonómicas y generales, la nueva política. Esto es, nuevos partidos retadores de los dos grandes; tanto a su izquierda, con Podemos, como a su derecha, con Ciudadanos (aunque este partido se había constituido años antes en el particular contexto catalán, es ese año cuando salta a la arena nacional). Tanto Podemos como Ciudadanos son efectos del 15M. Uno, Podemos, desde las aristas más socialdemócratas del mismo; otro, Ciudadanos, desde las aristas más liberal tecnocráticas/regeneracionistas. Podemos, desde gente que protagonizó más directamente el 15M y movilizaciones posteriores; Ciudadanos desde aquellos indignados con el PP, pero también temerosos de esas movilizaciones y sus propuestas más aparentemente antisistema. Ambos partidos con dirigentes, cuadros y su principal base electoral proveniente de la clase profesional y directiva asalariada. Podemos incluía a los mas jóvenes y la fracción sociocultural (profesores, médicos, enfermeras, periodistas, artistas, etc.) con menos ingresos y más precariedad; aquellos que, incluso, estaban en proceso de proletarización (“sobrecualificados” o desclasados; es decir, que no trabajan de lo suyo sino en trabajos de clase obrera); y quienes trabajaban en el sector público o aspiraban a ello. Ciudadanos se componía de la fracción científico-técnica (ingenieros, arquitectos, etc.) y, sobre todo, la fracción administración/organización (directivos, abogados, economistas, profesionales del marketing y las finanzas, etc.), con mejores salarios y estabilidad; en su mayoría, eran jóvenes, en sus treinta y cuarenta años, que trabajaban en el sector privado. Estas diferencias implicaban sus divergencias en programas e ideario aún dentro de similitudes organizativas, como la celebración de primarias, el uso de las nuevas tecnologías, la denuncia a la corrupción de la vieja política, entre otras.

Las urnas acabaron poniendo a cada uno en su sitio tras una convulsa fase de inestabilidad institucional, que incluyó el intento fracasado del PSOE de articular una coalición informal con estos dos partidos tras las elecciones de 2015; la repetición electoral con triunfo de Rajoy en 2016; la ducha de agua fría para Podemos, primero en coalición con IU y, luego, con una significativa escisión de carácter regional en Madrid (2016-2019); la vuelta, cual ave fénix, de Sánchez en 2017 tras ser “asesinado” políticamente en el Comité central del PSOE; el breve estrellato demoscópico de Ciudadanos tras su victoria en las elecciones catalanas de 2017; la moción de censura que hizo presidente a Sánchez en 2018; y, finalmente, y tras un nuevo ciclo electoral con generales repetidas de nuevo, un gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, a lo que se sumó la debacle de Ciudadanos y la emergencia de (éramos pocos y parió la abuela) Vox. Se conformó un gobierno cuyo objetivo era volver a la primera legislatura de Zapatero y continuar por ese camino (el de antes del “¡No nos falles!”), hasta que un microscópico virus venido del lejano Oriente entró en escena, uno que forzó confinamientos y parones económicos en todo el mundo, destrozos en el PIB (en una economía capitalista internacional que ya antes del virus daba señales de nubes negras) y desempleo.

Todo ello obliga a reconstrucciones y replanteamientos de teorías y políticas económicas en una medida mucho mayor que con el ciclo internacional de movilizaciones en el que estuvo encuadrado el 15M. Actualmente nos encontramos en un momento que algunos ven como análogo al del final de la Segunda Guerra Mundial, en el que, con la necesaria reconstrucción en el contexto de Guerra Fría, se pasó del “punto de inflexión” de Carlota Pérez (o última parte de una Fase B de Kondratieff) a la “edad de oro”, o fase de despliegue, de la revolución tecnológica de aquella época (o Fase A de Kondratieff). Los fondos europeos, los planes de inversión de Biden, la emergencia de China y su gran contención del virus y recuperación económica – achacable a su exitoso modelo económico-político –, y la inevitable nueva guerra fría entre Estados Unidos y China parecen ir en esa dirección. Está por ver si, efectivamente (hay fuertes indicios de ello), estamos en el paso a esa “edad de oro” o Fase A. Si es así, en ella se vislumbran dos modelos en lucha:

– Uno es el chino, en donde la clase dominante y hegemónica es esa protagonista de las movilizaciones sociales y políticas de las que estamos hablando en este artículo, una clase profesional y directiva asalariada que estaría en el “momento tres” de las relaciones de fuerza señaladas por Gramsci (en la cita suya que abre esta cuarta tesis); una clase que está en esa situación ya que, a su vez, se encuentra debidamente encuadrada en el Partido Comunista, con la ideología marxista/confuciana del mismo en un capitalismo de estado, o socialismo de mercado, con características chinas.

– El otro modelo estaría entre el socioliberalismo y la socialdemocracia, en un capitalismo con aristas progesistas, posmodernas, feministas y verdes; con una regulación laboral de flexiseguridad, que comenzó a practicarse en los países nórdicos en los años 90 con las reformas liberales que se hibridaron a su pasado socialdemócrata y que podemos vislumbrar en los Estados Unidos de Biden y en la UE de los Fondos Next Generation. Esta última sigue buscando su lugar en el mundo, y más con un posible próximo gobierno alemán formado por la “coalición semáforo”, entre verdes, socialdemócratas y liberales. En España, podríamos hablar de un Sanchismo/Yolandismo. En este modelo, el gran actor de este drama que estamos contando, la clase profesional y directiva asalariada, se encuentra en un “momento dos” (Gramsci dixit, ver la cita que abre esta cuarta tesis) como socio subordinado de una burguesía high-tech, con la que forma un bloque dominante frente a una clase obrera (vieja industrial y nueva de servicios) mejor tratada que en la época neoliberal (la fase de instalación o “destrucción creativa” de Carlota Pérez, la Fase B del ciclo de Kondratieff) y en trance de recomposición a las necesidades de las nuevas tecnologías en esa “edad de oro”, o fase de despliegue o Fase A de Kondratieff.

Un modelo que, de nuevo con Gramsci, sería el resultado de una triunfante revolución pasiva como lo fue el de la “edad de oro” anterior, y con ello cierto triunfo de esas movilizaciones internacionales en donde estuvo encuadrado el 15M, cuyo fruto, en España, sería la revolución pasiva encabezada por Pedro Sánchez y el PSOE de aquí en adelante.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

Imagen: Pedro Sánchez Viaja a Canadá (23/09/2018), por La Moncloa.