Indignados sin linaje. La voz de los cualquiera

La indignación cartografiada

Aquellos días de mayo no le sentaron bien a Carod Rovira. El ex presidente de ERC y ex vicepresidente del gobierno catalán escribió un artículo interpelando a los indignados. En el fondo, el mensaje era claro: que nadie se confunda de mapa a la hora de canalizar las protestas. El corolario rezumaba, aparte de una indudable finura, deleite por la cartografía: que se vayan a mear a España.

La lectura de Carod, lejos de anecdótica, fue sintomática. El secesionismo catalán siempre miró con recelo el 15-M. Una década después, con la perspectiva del paso del tiempo, podemos ensayar una tesis sobre la relación entre aquellos días de mayo en las plazas de España y la respuesta del nacional-separatismo.

Deliberando en el ágora. Contra la privatización de la política

Sin obviar sus limitaciones, que no fueron pocas como veremos más tarde, el 15-M puso encima de la mesa política algunas claves que no eran ajenas a la sociedad política española. Al salir a las plazas, muchos tomaron conciencia de la importancia de tener voz en la polis. Tal vez eso, tanto tiempo después, constituye la mejor herencia de todo aquello. Un recuerdo de lo más esencial. Que si a algo se debe parecer la democracia es a los mecanismos y diseños sociales que permiten conjugar la deliberación colectiva sobre los problemas que nos afectan y los mecanismos de participación por medio de los cuales canalizamos nuestra toma de posición sobre aquel objeto de deliberación.

En los tiempos que nos ha tocado vivir, pocas esferas sociales están más contaminadas, más estigmatizadas en el imaginario colectivo, que la política. Recuerdo al periodista Díaz Villanueva conminando a los jóvenes a dedicarse a cualquier otra cosa que la política. En un silogismo tan simplón y maniqueo como efectivo, la política sería la esfera de la “intromisión” y la “interferencia”, frente al ámbito de lo privado, de la libertad. La política en última instancia remite a la burocracia estatal, némesis de esa libertad. Transita aquí, como tantas veces, en su fórmula más cutre, la idea de libertad negativa, cuya maximización preconizan los liberal-libertarios con cierto predicamento popular: la única libertad digna de tal nombre es la que se garantiza a través de la ausencia de intromisiones en el proceder de los individuos. La política y el Estado son por tanto instrumentos de intromisión inaceptable. Repudiables. Cuanto más lejos estén los jóvenes, tanto mejor.

El 15-M fue una enmienda a la totalidad al abstencionismo político, a la privatización de los espacios de reflexión colectiva. Al salir a las plazas, más allá de lo que después germinase, se reivindicaba un espacio geográfico-político: el ágora de la polis. La indiferencia política no era una opción. La política no podía sernos indiferente, porque somos seres políticos y ella atraviesa de punta a punta nuestra existencia.

Como recuerda Félix Ovejero en su certero ensayo ¿Idiotas o ciudadanos?. El 15-M y la teoría de la democracia:

Tampoco la plaza del Sol era la Academia de Platón. Ante todo había una queja, una defensa de intereses normalmente desatendidos, entre ellos los de unos jóvenes condenados a miserables salarios, largos períodos de desempleo y a desperdiciar sus talentos. Pero también había ganas de discutir y de entender, de hacer propuestas. No está mal. (…) De todos modos, hasta donde se me alcanza, tampoco hay doctores por el MIT entre los empresarios y banqueros que periódicamente cenan con el presidente del gobierno para hacerles llegar sus preocupaciones. Sin que necesiten levantar la voz. Y no les ponen un examen al entrar.

Así, tras el no nos representan, latía una exigencia de mejor representación. Tras las asambleas, había una voluntad de deliberación y discusión. La política no podía quedar reservada a aquellos cenáculos donde empresarios y financieros se reunían con políticos. Si de todos era todo, ¿por qué no podíamos todos tener voz? ¿Acaso la democracia era la mera participación electoral? ¿Debíamos aceptar las decisiones políticas que no venían refrendadas por los programas cuando se visibilizaba una quiebra entre el compromiso adquirido y su ejecución? ¿Qué había sido de la deliberación colectiva de los problemas que nos atañían (y atañen) como ciudadanos?

Meses después, el curso de la historia dio la razón a los indignados. Los dos grandes partidos de nuestro país, PSOE y PP, aprobaban con nocturnidad y alevosía un golpe definitivo a nuestra soberanía y a la dimensión formalmente social de nuestro estado de bienestar: la reforma del artículo 135 de la CE el pago prioritario de los intereses de la deuda. El estado social descansaba en una incómoda paz, y aún no ha resucitado.

Ejes materiales y las limitaciones del activismo. ¿Qué hay de la clase social?

En las plazas de España se habló de precariedad laboral y de un futuro sin horizonte para jóvenes condenados por unas condiciones materiales de indignidad. De una forma un tanto atribulada, digamos abigarrada, como brotando a borbotones, se ponían en circulación preocupaciones reales de una mayoría: qué pasaba con la vivienda, inaccesible entonces y también ahora para demasiados. ¿Acaso era razonable concatenar contratos basura y tener que visualizarlo como una suerte en vez de como un drama? ¿Cuán tramposa era la ficción meritocrática? ¿Qué sería de la sanidad pública, ante el anuncio e implementación de copagos? ¿Y qué de los derechos laborales que algunos ni siquiera conocían más que por referencias familiares? ¿Por qué la tan cacareada mejor generación de la historia (esa indigna propaganda) vivía peor que sus padres y su futuro pintaba tan sombrío?

Sin curro, sin pensión, sin futuro. Los ejes eran materiales. Tal vez la formulación no era acabada, ni perfecta. No se trataba de tasar teoría social, sino de servir de espita a la deliberación tantas veces hurtada. El problema de esa deliberación siempre saludable es el día después. El momento posterior al destituyente, el minuto después a esa enmienda a la totalidad, vigente, a la crisis neoliberal de recortes sociales, precariedad y políticas oligárquicas sin el menor norte social. Cuando toca construir, el activismo puede hacer aguas. Y así fue. El activismo demostró sus limitaciones a la hora de conformar alternativas.

Algunos indicios eran premonitorios: en las plazas, en una extraña hibridación, se juntaban reivindicaciones materialistas clásicas, que impugnaban al menos la dimensión más especulativa del capitalismo, con brochazos gordos contra el sistema, que flirteaban paradójicamente con algunos de los pasajes más sociópatas de la ortodoxia desregulacionista. Así, se encontraba a gente que leía a Ayn Rand frente a la asfixia estatal, sin percatarse siquiera de que, en un alarde de presunta rebeldía, no hacían sino dar lustro a sus propias cadenas. O a las mismas que habían influido en el paisaje intelectual hegemónico desde los años ochenta del siglo pasado y que habían propiciado en medio mundo la “captura del regulador financiero”, justificando aquellas políticas de estrechamiento de la soberanía política y dilución del control democrático de los mercados.

El activismo de múltiples vectores tiene unas limitaciones de las que carece la militancia: se pueden emborronar los sujetos clásicos de lucha, se pueden terminar impugnando, aún sin quererlo, los instrumentos más poderosos de transformación con los que contamos. En el arriba y abajo, de indudable poder retórico, a veces se pierde la precisión analítica de la clase social. En el intento de socavamiento del statu quo desde una perspectiva interclasista, existe el riesgo cierto de que se confiera pátina progresista a expresiones reaccionarias. Y esa deriva estuvo indefectiblemente reflejada en la evolución posterior, viciada, del 15-M: ¿cómo calificar, si no, la asunción de determinadas causas identitarias – que quebraban la perspectiva universalista del socialismo, como ya alertó el historiador marxista Eric Hobsbawm en 1996 – como ejes centrales de la lucha social?

Volvamos ahora a la relación del 15-M con el nacional-secesionismo, una de las manifestaciones más virulentas y reaccionarias de ese identitarismo particularista.

A golpes contra los manifestantes. La reacción nacional-secesionista.

No puede dejarnos de provocar cierta perplejidad que buena parte de la izquierda, al menos la que sociológicamente opera en dichas coordenadas – aunque durante mucho tiempo haya renegado de tales señas de identidad -, y me refiero ciertamente a los movimientos políticos que surgieron de aquellas movilizaciones populares, haya aceptado sin rechistar el carácter dizque progresista del nacional-secesionismo. Ficción mayor no ha conocido la política española.

La reacción de Carod, que recordábamos al inicio del artículo, no se quedó en mera hojarasca retórica. Si alguna respuesta a los indignados fue especialmente virulenta, esa fue la que aconteció ignominiosamente, a golpes de porra, en la Plaza de Cataluña. La impugnación de la oligarquía político-financiera interpelaba al partido-régimen, en palabras de Manolo Monereo (en entrevista con Miguel Riera, Oligarquía o democracia. España, nuestro futuro), que en Cataluña no era otro que CiU.

Lo que rezumaba tras la agresiva reacción de la élite nacionalista dirigente era el desplazamiento del eje canónico en el pujolismo, aceptado de forma acrítica e incluso entusiasta por los grandes partidos nacionales. Con CiU se podía contar para garantizar la gobernabilidad, esto es, para implementar recortes sociales o políticas de ajuste enormemente regresivas o para traducir de la forma más fidedigna posible las políticas ortodoxas que la CEOE y otros agentes del poder exigían siempre en España. A cambio, la contraprestación era simple y clara: vaciamiento competencial del Estado y socavamiento de la solidaridad interterritorial. A las élites empresariales españolas y a sus testaferros políticos el deterioro de la igualdad nunca les ha importado en exceso. Hoy, tras la intentona golpista del prusés, con la unidad de mercado amenazada, y las empresas espantadas por la falta de seguridad jurídica, los estamentos más cuerdos de esa élite han sentido un temor que, por el contrario, jamás les embargó cuando se transfería la sanidad o la educación a las CCAA, o cuando las banderías autonómicas y nacionalistas recibían el control de la capacidad normativa de la fiscalidad.

No en vano, en cuanto a las bondades de la descentralización competitiva e insolidaria en que se ha terminado traduciendo nuestro Estado de las Autonomías – que apuntaba maneras desde el reconocimiento constitucional de regímenes forales o derechos históricos -, todos han estado siempre de acuerdo. Ya fueran los partidos nacional-secesionistas, como CiU y su acólita ERC – coautora de los más brutales recortes en el estado de bienestar jamás habidos en España e instrumentos de la oligarquía nacionalista -, ya fueran los representantes de la elite dirigente y económica nacional. ¿Es que acaso un Estado debilitado, en el que las piezas que lo componen puedan competir entre sí para ofertar mejores y más laxas condiciones fiscales y regulatorias, no conviene a los grandes tenedores de capital? La centrifugación del Estado era y es un proyecto en que confluyen plurales y diversos intereses. Un Estado fuerte no interesa a los poderosos, no en el actual contexto financiero del capitalismo, especulativo, tantas veces llamado con gráfica precisión de casino. La libre circulación de capitales es transnacional, la soberanía política de muchos Estados subalternos, como el nuestro, es meramente elíptica, nominal. Estados descompuestos con dinámicas competitivas internas resultan apetecibles juguetes para el gran capital transnacional. Y eso lo saben los que mandan.

Cuando el 15-M puso en órbita ejes materiales, por más que ni fueran nuevos ni fuera la mejor formulación la que en los días de mayo de hace diez años se dio a las grandes cuestiones sociales, en un contexto en el que el antiguo pacto capital-trabajo de posguerra no era más que una entelequia desconocida para tantas generaciones como la mía, el nacional-secesionismo reaccionó con recelo, desconfianza y antipatía. La construcción nacional debía desplegarse desde el estrangulamiento de cualquier eje material, de cualquier agenda socioeconómica: era la tribu la que debía alzar la voz, y no el demos. Porque, si se alzaba la voz desde el demos, necesariamente se iba a proyectar el debate sobre el conjunto de la comunidad política. Y es que la reforma neoliberal del 135 de la CE, las privatizaciones, los recortes o la fiscalidad regresiva afectaban a todos los ciudadanos de la comunidad política llamada España. La voz de los indignados, aunque no lo explicitaran necesariamente así, partía de una condición previa ineludible: era una voz que aspiraba a la deliberación y a la toma de decisión sobre los asuntos colectivos que afectaban y afectan a todos los titulares del territorio político, aquejado en su integridad de los vicios que se denunciaban. No había línea divisoria en torno a cuestiones etnolingüísticas, no había frontera que valiese entre un barcelonés, una madrileña y un onubense. Todos eran ciudadanos concernidos, golpeados en última instancia por esa otra dimensión: la brecha indeleble de la clase social.

Por eso, porque las oligarquías nacionalistas eran copartícipes de un doble proceso de privatización – la que se proyectaba sobre los derechos sociales de nuestro estado de bienestar, y aquella otra que directamente buscaba la privatización del territorio político sobre el que los derechos podían ejercerse – no pudieron aceptar ninguna movilización social que no estuviera mediatizada por la agenda tribal. El linaje convertido en marco delimitativo de la política. Esa pretensión reaccionaria, la de trazar una frontera quince kilómetros al sur, aquella en la que un desahucio dejaba de importar si se producía fuera del término de la comunidad imaginaria, ha sido siempre santo y seña del proyecto nacionalista. La involución identitaria del prusés, en cierta medida, constituyó una enmienda a la totalidad al intento de canalizar, aquel mayo, la voz política de los cualquiera.

Quizás, la no explicitación de ese legado perentorio de aquellos días de mayo – que quienes salieron a tomar el ágora de la polis eran unos cualquiera y no querían dejar de serlo – sea uno de los principales reproches que, diez años después, debe hacérsele a los indignados. Si la pretensión no era otra que evitar que se hurtase, en esferas ajenas al control popular, la voz de los ciudadanos, tal vez hubiera sido preciso dejar clara la oposición al proyecto de privatización política: aquel que, tras un disfraz identitario, etnolingüístico o simplemente plebiscitario (el ficticio derecho a que todos dejemos de decidir), ambiciona que unos pocos se erijan en privilegiados acreedores de unos derechos políticos que quedan sustraídos a los demás. Los demás somos todos; también los que, con legítimo orgullo, reclamaron ser unos cualquiera aquellos días de mayo: ni más ni menos, dueños de su futuro político.

Guillermo del Valle es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica de la Universidad Complutense de Madrid. Abogado ejerciente desde el año 2012. Es también analista político en diversas tertulias de radio y televisión, y colaborador en Diario 16, El Viejo Topo o eldiario.es, entre otros. Director del canal de debate y análisis político El Jacobino, en las coordenadas de una izquierda tan crítica con la derecha neoliberal como con el nacionalismo insolidario y sus sucedáneos confederales.

Imagen: Asamblea 15M. Pl. Cataluña. Barcelona, por Nicolás Barreiro Dupuy.