La OTAN: Transformación por hipertrofia

¿Resurrección?

La guerra en Ucrania ha dado lugar a una dinámica que parecía impensable hace apenas unos meses: que la OTAN reviviera como un actor relevante en la escena internacional. Las tensiones internas dentro de esa organización habían llevado a Emmanuel Macron a afirmar, a finales de 2019, que la OTAN se encontraba en una situación de “muerte cerebral”. Entonces, los intentos de rebajar la tensión por parte de Angela Merkel no ocultaban la realidad: que las diferentes prioridades de los Estados miembros estaban dejando a esa organización cada vez más vacía de contenido, hasta el punto de que sus tropas –y milicias delegadas– defendían intereses opuestos en escenarios como el sirio o el libio. Los polacos, por su parte, veían con horror como esa idea podía implicar el inicio de una nueva era en las relaciones de las potencias de Europa Occidental con Rusia. Por eso mismo, hoy los medios de comunicación franceses se preguntan si la guerra en Ucrania ha conseguido trascender esa situación, aunque sin obtener respuestas realmente convincentes. Sí parece haber más entusiasmo entre los especialistas norteamericanos, que urgen a la OTAN, como brazo armado de occidente, a actuar como garante de la seguridad global.

Da la impresión de que existen buenas razones para pensar que la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha contribuido a reanimar a una OTAN que, ya antes del inicio de la guerra, había venido incrementando el despliegue militar en los países de su flanco oriental. Además, la previsible incorporación de Finlandia y Suecia, los compromisos para el incremento del gasto militar de los Estados europeos (incluida Alemania), el anuncio de su despliegue en internet y, sobre todo, la reafirmación de Estados Unidos como árbitro de los grandes asuntos europeos, proyectan la idea de que la OTAN está más viva que nunca. En ese contexto, el proyecto de la Brújula Estratégica de la Unión Europea, adoptado tras el inicio de la guerra, parece condenado de inicio a la subalternidad con respecto a la Alianza Atlántica. Al igual que esta, la UE cuenta con miembros con intereses de lo más diversos, pero, por contra, carece de un líder indiscutible y con voluntad para imponer sus dictados estratégicos. El alto representante para la política exterior de la UE parece asumir esa carencia en su presentación del proyecto, en la que, a pesar de toda la retórica sobre el surgimiento de la UE como actor geopolítico, termina hablando de la necesidad de reforzar los lazos entre ambas organizaciones.

 

Las divergencias siguen su curso

Frente a esto, se puede argumentar que las divergencias, azuzadas por el cambio en el orden geopolítico mundial, siguen estando presentes a pesar de la fuerza con la que el conflicto armado en Ucrania ha irrumpido en los medios de comunicación y en las salas de máquinas de los actores internacionales. Es decir, que los factores que propiciaron la crisis que se cernía sobre la OTAN a finales de 2019 siguen evolucionando, incluso con más fuerza, aunque de una manera menos visible que entonces como consecuencia de la guerra.

El primero es la ya mencionada divergencia entre las prioridades y enfoques de sus miembros. El foco estratégico de los norteamericanos seguirá estando puesto sobre China, y así lo manifiesta su aparato propagandístico de cara a la cumbre de la OTAN en Madrid. Hasta tal punto es así que la guerra en Ucrania es, desde esta perspectiva, un conflicto por delegación, ya no contra Rusia, sino contra el gigante asiático, que estaría proporcionando munición militar y discursiva a su aliado. Las continuidades entre los planteamientos de las presidencias de Biden y Trump – que le planteó en su momento a John Bolton la posibilidad de exigir a los europeos se desconectaran de las fuentes de energía rusa y de incrementar al 2% de sus presupuestos el gasto militar a cambio de que Estados Unidos permaneciera en la OTAN – son cada vez más evidentes. Esta actitud se sintetiza bien con las prioridades de los países Bálticos y Polonia, que, a partir de sus propias consideraciones de seguridad, han devenido en plataformas al servicio no ya de la OTAN, sino de los propios Estados Unidos. Y, en efecto, a la hora de solicitar ayuda, prefieren que esta sea proporcionada directamente por esa potencia. A ellos se suma el Reino Unido post bréxit, que ha identificado a Rusia como su principal amenaza en la próxima década.

Las prioridades de las potencias europeas son diferentes, e incluyen el terrorismo y lo que ellas interpretan como la estabilidad en el norte de África y el Sahel. No deja de resultar paradójico que un país como Francia, que empujó de manera entusiasta a la OTAN a bombardear Libia en 2011, se erija hoy como un promotor de estabilidad en esa región, por más que lo haya intentado (con poco éxito) en Mali. A pesar de que este grupo, que incluye a la mencionada Francia, pero también a Alemania, se haya comprometido a apoyar a Ucrania, sancionar a Rusia y aumentar su presupuesto de defensa, el coste de esta dinámica implica riesgos económicos y políticos importantes en esos países. La idea de que Europa deje de ser dependiente de la energía rusa no deja de ser un planteamiento falaz en la medida de que, dejando a un lado las buenas intenciones del desarrollo de las energías verdes en la UE, los países europeos seguirán siendo dependientes de otras fuentes de energía no menos inciertas. Aquí se puede mencionar el corredor gasístico que se proyecta entre Nigeria y Marruecos que, de realizarse, atravesaría las fronteras de 13 países de la parte occidental de África. A corto plazo, el coste del gas licuado podría ser un problema menor frente a amenazas al suministro como la especulación en el mercado de los metaneros o la seguridad en los trayectos. En último término, aunque se consiga esa ansiada independencia, el suministro ruso seguirá condicionando los precios del mercado energético mundial (su participación en la OPEP+ está fuera de toda duda, por más que en occidente se proyecte la idea de que Rusia es un Estado paria) y podría llegar a Europa por otras vías. Esta hipótesis se puede formular a partir del fuerte incremento de las exportaciones de gas ruso a países como Emiratos Árabes Unidos desde el inicio de la guerra. Estas consideraciones dejan de lado el hecho de que las fuentes energéticas alternativas están dominadas por regímenes que violan los Derechos Humanos y que, como en el caso marroquí, han agredido a Estados vecinos; factores, estos dos, que parecen tener mucha importancia para la UE cuando se trata de Rusia.

Turquía, por su parte, visibiliza las contradicciones de la OTAN de una manera más clara. Mantiene relaciones fluidas tanto con Ucrania como con Rusia, hasta el punto de que es el único miembro de esa organización que no ha implementado sanciones contra esta última y su participación en cualquier arreglo al que se llegue tras la guerra parece inevitable. Su deriva autoritaria converge con la de otros miembros de la OTAN como Polonia y Hungría, lo cual ha propiciado que, desde centros liberales, se le etiquete con estos últimos como uno de los bad boys de esa organización.

Frente a esa denominación insustancial, ha surgido con la guerra un cierto Ukraine-washing, o un lavado de cara aplicable a medios de comunicación, partidos políticos, empresas y Estados a través de la defensa a ultranza de la causa ucraniana. Polonia se ha visto beneficiada de esta forma hasta el punto de que su primer ministro, Mateusz Morawiecki, ha llegado a afirmar que “Polonia nunca había tenido una imagen de marca tan buena en todo el mundo” como ahora. Hungría, que habitualmente va de la mano de Polonia en los asuntos de la UE, no ha tenido la fortuna de caer en el lado bueno de la historia en este caso. Por lo demás, la extrema derecha también ha pasado por su propio Ukraine-washing en los medios de comunicación occidentales, que para justificar lo injustificable se ven muchas veces forzados a calificar al Regimiento Azov como una unidad “controvertida”, con orígenes “complicados” y cuyos miembros, como los de cualquier otra unidad militar legítima, tienen sentimientos y familias. La legitimación de un movimiento neonazi a través de la banalización de una simbología hasta hace poco proscrita o de la invitación a extremistas a unirse a las filas del ejército ucraniano también forman parte de la lucha contra el mal absoluto que representa Rusia.

 

Crisis y transformaciones por hipertrofia

Frente a todo esto hay un argumento que merece la pena tomar en cuenta. Se trata del hecho de que la historia de la OTAN ha estado marcada por crisis de calado, algunas de las cuales igualan en tensión al escenario sirio. Efectivamente, la crisis con Turquía y la aireada reacción de Macron tienen su precedente, apuntado por Thomas Meaney, del Instituto Max Planck, que recuerda que dos Estados miembros se habían enfrentado en Chipre tras el golpe de Estado instigado por Grecia y la invasión turca de la isla en 1974. Entonces, Estados Unidos fungió de arbitro de la situación a través de las maniobras del todopoderoso Henry Kissinger, que favorecía la partición de la isla y los intereses de Turquía, una liado más fiable e importante en el contexto de la Guerra Fría que Grecia. Sin embargo, 45 años después, en el escenario sirio, los intereses de Turquía y Estados Unidos chocaron, y, en ese contexto, los norteamericanos llegaron a imponer sanciones sobre un socio de su alianza militar como consecuencia de la compra de los S-400 rusos.

La deriva autoritaria de Turquía tampoco es un escándalo que pudiera poner en cuestión los valores de la OTAN, si se considera que la Portugal de Salazar fue una de las fundadoras de esa organización y la Grecia de los coroneles permaneció en ella tras el golpe de 1967. Pero no es lo mismo la deriva de algunos Estados periféricos que, eventualmente, entraron en la conocida como tercera ola de la democratización, que un proceso de involución que se cierne de manera irresistible sobre los Estados centrales de esa organización, como sucede en la actualidad.

La situación actual es el resultado de al menos tres crisis concatenadas en la Posguerra Fría que la OTAN ha ido sorteando a través de cambios que la han terminado hipertrofiando. Esas crisis, generadas por la ausencia de un propósito común claro y la creciente divergencia en los intereses y características de sus miembros, se han ido compensando a través de sus ampliaciones, actuaciones fuera de área (esto es, al margen de lo especificado en el artículo 6 del Tratado de Washington) y en la reformulación de la relación con Rusia. Cada crisis se ha saldado con un respiro más para la OTAN, pero también con una alianza más hipertrofiada y cada vez más frágil internamente. Y siempre sin poner a prueba el test definitivo de la unidad: el artículo 5 del Tratado, que, hasta el momento, se ha activado una única vez – tras los ataques a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 – y de manera muy limitada.

La primera de esas tres crisis se desencadenó con el final de la Guerra Fría. Tras la derrota por incomparecencia del enemigo soviético, las potencias occidentales coquetearon con planteamientos que coincidían con los de la “casa común europea” de Gorbachov. En ese marco se inscribe la firma de la Carta de París, que consagraba el principio de la indivisibilidad de la segundad en el continente, de acuerdo con el cual “la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás”. La crisis se sorteó gracias a la capacidad de adaptación de la burocracia de la OTAN y, sobre todo, de las sucesivas administraciones norteamericanas. En noviembre de 1991, en el contexto de la crisis final de la URSS y la institucionalización de una política exterior europea, la OTAN aprobó un concepto estratégico para una nueva época. Se trata de un documento difuso, con repetidas referencias a la cooperación y al diálogo regional, sin una amenaza específicamente definida más allá de “riesgos” derivados de la “inestabilidad y las divisiones”, como la proliferación de armas de destrucción masiva o el terrorismo. Ese ejercicio de resistencia institucional creativa propició que la hipertrofia se manifestara a lo largo de los años noventa a través del comienzo de las ampliaciones a Europa Oriental y de las operaciones fuera de área, con las intervenciones en Bosnia y Hercegovina y la República Federal de Yugoslavia (en este último caso, atribuyéndose el rol de Naciones Unidas como guardián de la seguridad internacional). Además, en 1997 se firmó el Acta Fundacional OTAN-Rusia que, a pesar de las buenas palabras, reestablecía la relación dialéctica entre ambas partes, en la medida en que se negociaron garantías de seguridad mutuas como el compromiso de la OTAN de que no desplegaría armamento nuclear en los territorios hacia los que esa organización se terminaría expandiendo en 1999 (Hungría, Polonia y la República Checa).

Aquel año, el del cincuenta aniversario, la primera ampliación al este (seguida de otra, en 2004, que incluía a Estados que habían pertenecido a la Unión Soviética) y la primera operación sin autorización de la ONU, prometía muchas alegrías para el futuro de la OTAN, pero en realidad marcó el inicio de una nueva crisis. El ambiente festivo de la cumbre de Washington, de abril de ese año, fue socavado por las divisiones de la campaña de bombardeos, en marcha desde hacía un mes. A nivel operativo, se presentaron profundas grietas entre los aliados en relación al alcance del control político de las operaciones militares. Como recuerda el comandante de la OTAN en esa operación, el norteamericano Wesley Clark, los yugoslavos conocían algunos de los objetivos de los bombardeos y el momento en que serían atacados. Meses antes del inicio, un oficial francés asignado a los cuarteles generales de la OTAN había filtrado a los yugoslavos el plan operativo inicial, que se suponía en máximo secreto. Según señala Clark, algo similar siguió ocurriendo durante la campaña. Los generales norteamericanos, además, se quejaron amargamente de las interferencias políticas francesas en la selección de objetivos y las decisiones operativas, al tiempo que los franceses acusaban a Estados Unidos de realizar operaciones fuera de la cadena de mandos aliada.

Esas divisiones provocaron la transformación de la OTAN en lo que algunos, como Rafael Bardají, el gurú neocón de José María Aznar, llamaron una “caja de herramientas” que permitía a los miembros que así lo desearan aprovechar sus capacidades para conformar coaliciones ad hoc para misiones concretas. Y así lo hicieron a partir del 11 de septiembre de 2001, con la realización operaciones de alcance diverso grados de participación variable. Con algunas excepciones, todas ellas se realizaron fuera de área, e incluyeron Afganistán, Irak, Somalia, Yemen y Libia. Todo ello ocurría con la polarización con Rusia por parte de los norteamericanos como telón de fondo, con acciones como la denuncia del tratado AMB en junio de 2002 o el apoyo a las revoluciones de colores entre 2003 y 2005.

 

¿Hacia la crisis definitiva?

La tercera crisis se empezó a desenvolver al tiempo que la segunda parecía resolverse a través del anuncio, en la Cumbre de Bucarest de 2008, de la eventual incorporación de Ucrania y Georgia a la organización y la campaña de bombardeos sobre Libia en 2011. El primero es hoy una frustración consumada, mientras que la segunda nos recuerda que, si la historia se repite, es primero como tragedia (Yugoslavia) y luego como farsa.

El primer hecho terminó sentando un precedente para el estallido de dos conflictos armados que, al final, han frustrado su finalización en la práctica. Unos meses después de la cumbre, cuando los ojos del mundo estaban puestos en los Juegos Olímpicos de Pekín, el presidente de Georgia, Mijaíl Saakashvili, pareció tomarse muy en serio aquella promesa, e intentó recuperar por la fuerza la provincia secesionista de Osetia del Sur, que se encontraba desde bajo protección rusa desde 1992. A pesar de contar con el inestimable apoyo de los medios de comunicación occidentales, las cancillerías de la OTAN, empezando por la norteamericana, no ocultaron su disgusto ante tal hecho. En cualquier caso, aquella invitación, por difusa que fuera, fue recibida con entusiasmo, hasta el punto de que, años después, Saakashvili, que no oculta sus simpatías por los elementos más radicales de la administración Bush, señaló:

Creo que Estados Unidos respondió un poco tarde [al inicio de la guerra], pero cuando lo hizo, fue de manera apropiada. Lo único decepcionante fue que el Secretario de Defensa, Robert Gates, dijera básicamente que no usaría la fuerza militar y fue entonces cuando los rusos tomaron Akhalgori [en Osetia del Sur]. Básicamente, Rusia tomó Akhalgori después de unas palabras de Gates, que era realmente asquerosamente cínico y estaba en contra de nuestra integración en la OTAN, saboteó nuestro entrenamiento militar, fue uno de los iniciadores del embargo militar, etc. Cuando me vi con él en la Conferencia de Seguridad de Múnich – estaba sentado a mi lado en la cena – me dijo: “Bueno, realmente no creo que meterte en la OTAN sea una buena idea, pero nuestro presidente lo quiere, así que ¿qué puedo hacer?”. Más tarde hubo una reunión de la CIA en la que Bush dijo cuáles son nuestras opciones militares, en la que Cheney dijo: ‘Empleemos misiles de crucero’ y Gates dijo: ‘De ninguna manera’. Si en lugar de Gates hubiera estado Rumsfeld, creo que habrían utilizado esa opción.

En el escenario ucraniano, las maniobras de la primera ministra, la nacionalista Yulia Tymoshenko, evitaron una crisis que pudo haber hecho colapsar Ucrania en el invierno de 2008-2009. En aquella ocasión, Tymoshenko demostró que, a pesar de la retórica nacionalista, los negocios y los acuerdos podían ser una base para evitar la escalada en los conflictos. En 2010, con la victoria de Viktor Yanukovich, se impuso una línea prudente dentro de un país cuya población favorecía unas relaciones fluidas con múltiples actores, como reflejan los estudios de opinión realizados en 2013 (antes del comienzo de la crisis del Euromaidán):

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Estas actitudes se veían reflejadas en las posiciones sobre la conclusión del Acuerdo de Asociación con la UE (que los líderes europeos querían cerrar en la Cumbre de Vilna, prevista para noviembre de 2013) y la posible incorporación a la Unión Aduanera de Bielorrusia, Kazajistán y Rusia.

 

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Esas diferencias se manifestaban de manera dispar en las distintas regiones del país, aunque la polarización no era, ni mucho menos, absoluta.

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Si bien estos datos pueden hablar de un país dividido (una expresión recurrente en occidente para referirse a países periféricos), también hablan de una sociedad que podría estar cómoda gracias a – y no a pesar de – sus lazos con una variedad de actores. Este razonamiento no fue el seguido en los centros de poder euroatlánticos. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue tajante cuando señaló que el país no podía firmar un tratado de asociación con la UE y formar parte de la unión aduanera impulsada por Rusia al mismo tiempo. Ello, además, era profundamente injusto, dado que, por las propias características de la política de vecindad de la UE, esta no implica camino alguno hacia la integración en esa organización.

Lo cierto es que el Euromaidán estalló en ese complejo contexto social e hizo saltar por los aires la posibilidad de que Ucrania sirviera de puente entre Rusia y la Unión Europea. Las manifestaciones (que contaron con la presencia de personajes como John McCain), los acontecimientos políticos posteriores a la dimisión de Yanukovich (que incluyeron una pugna entre intereses europeos y norteamericanos en relación a la colocación de sus peones en el tablero interno ucraniano) y el desarrollo de la guerra de 2014 hicieron que el objetivo del acercamiento a la UE terminara convergiendo con la aspiración a incorporarse en la OTAN, y a finales de ese año Ucrania renunció oficialmente a su estatus de neutralidad. En adelante, la implicación de la Alianza Atlántica en ese país no haría sino aumentar.

Más allá de Georgia y Ucrania, la OTAN se implicó en las primaveras árabes sin tomar en consideración las consecuencias que ello tendría para la región y para sus propios Estados miembros; a saber, el crecimiento del terrorismo y un incremento en los flujos migratorios y de refugiados. Nada de ello importó a los decisores europeos, que contaban con información y análisis sobre estas cuestiones. A pesar de todos los problemas operativos y contradicciones morales, la operación en Yugoslavia en 1999 contaba con un objetivo claramente definido – la evacuación de Kosovo por parte de las fuerzas de seguridad serbias. En Libia, debido a que la operación contaba con el aval de Naciones Unidas (lo cual implicaba la aceptación de Rusia), esta se formuló en términos de la doctrina de la Responsabilidad de Proteger. En este sentido, la campaña no solo no cumplió con el objetivo, sino que dejó a una población más vulnerable que al principio.

Las implicaciones de aquella acción no solo provocaron muerte y sufrimiento, sino también los desequilibrios internos de la OTAN, que se pusieron de manifiesto en 2019. A pesar de las diferencias entre las personalidades de los presidentes norteamericanos, existen consensos en torno a la prioridad que supone China como enemigo estratégico, la necesidad de que los europeos incrementen sus presupuestos militares y un creciente proteccionismo comercial (que a finales de la pasada década adoptó forma de guerra comercial contra China y la Unión Europea). Frente a la inexistencia de un objetivo común de seguridad europea, las palabras de Macron sobre la “muerte cerebral” de la OTAN todavía reverberan como una muestra de frustración que solo se ha podido compensar, aunque sea transitoriamente, gracias a un nuevo enfrentamiento con Rusia.

Durante algunas décadas, la hipertrofia parecía dañina solo a nivel local. Ahora, en el contexto de la guerra en Ucrania, hay un salto cualitativo. Cabe preguntarse cuál será el siguiente salto hacia delante. En la transición tras la Guerra Fría, la OTAN pasó de ser una organización centrada en la defensa de sus miembros en un escenario internacional que parecía inamovible a una fuerza de avanzada de la política norteamericana en el Este de Europa. A pesar de todo, la crisis actual no parece ser una mera repetición de otras, y su resolución por hipertrofia genera riesgos ciertos. En relación a las ampliaciones, parece claro que se consumarán las incorporaciones de Finlandia y Suecia. Lo que no está tan claro es cómo sobrellevará esa alianza la frustración de no incorporar a Georgia y Ucrania.

En relación a las operaciones fuera de área, hay que mencionar que, más allá de la retórica, todas aquellas que ha llevado hasta el momento la Alianza Atlántica han sido con la aquiescencia de Rusia, incluida la de Kosovo, en la que Rusia terminó siendo clave a la hora de forzar a Milošević a retirar al ejército yugoslavo de la provincia. Posteriormente, la operación de Libia fue aprobada por el Consejo de Seguridad gracias a la abstención de Rusia, en una votación en la que, significativamente, también se abstuvo Alemania. Con la transformación acelerada del sistema internacional, que tiende hacia el refuerzo de la multipolaridad y que se va manifestando en virtualmente en cualquier rincón del mundo, se puede intuir que el tiempo de las operaciones fuera de área de la OTAN ha terminado.

Ucrania, por lo tanto, no es una oportunidad para la reconstrucción de la OTAN, sino la frontera que pondrá fin a su dilema: hipertrofia o supervivencia (evocando el título del célebre libro de Noam Chomsky). La supervivencia pasaría por reconocer que, fuera del artículo 5, la OTAN no tiene capacidad para alcanzar acuerdos. A partir de aquí, solo quedaría abogar por la estabilización de los frentes actualmente existentes en Ucrania y animar al gobierno de ese país a entablar una negociación comprehensiva que lleve, si no a firmar la paz, alcanzar un statu quo que permita a la población civil regresar a sus hogares y reconstruir, aunque fuera parcialmente, el tejido productivo del país, evitando, de paso, las consecuencias que el escenario actual puede tener en la seguridad alimentaria global. Según Henry Kissinger, las partes aún están a tiempo de conseguir esto. De lo contrario, la situación puede llevar a un punto de no retorno que pudiera poner en cuestión la propia estabilidad de Europa. Esta perspectiva asume que no será posible derrotar a Rusia, que cuenta con aliados como China y, además, ve como el sur global, incluidos los aliados de Estados Unidos en ese espacio, no parecen alinearse con las posiciones euroatlánticas.

Ese escenario parece probable, aunque solo de manera transitoria. Aunque los líderes euroatlánticos parecen empeñados en luchar la guerra hasta el último ucraniano (las presiones en este sentido han sido directas), ya insinúan que será necesario que Ucrania ceda parte de su territorio para llegar a algún tipo de acuerdo con Rusia. Da la impresión de que un acuerdo de esas características no representaría más que una tregua, aunque una más frágil aún que la que dio pie a los Acuerdos de Minsk en 2014 y 2015. En lo que respecta a la OTAN, parece claro que un arreglo de esas características le permitiría disfrutar de un cierto crédito a corto plazo, en la medida en que el conflicto en Ucrania sí le ha dado un respiro. Pero para continuar con la ensoñación, la doctrina del ni un paso atrás no estará en orden cuando se empiecen a deshacer las costuras de ese arreglo, aunque ello pueda tener consecuencias en la economía y el tejido social de los Estados europeos, nuevas crisis políticas y una posible implicación directa en la guerra, consumando así su crisis definitiva.

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha y secretario de la Asociación La Casamata.

Editorial: Rusia

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la rusofobia, un fantasma con historia. Todo lo ruso ha de ser cancelado, censurado; medios de comunicación, artistas, exposiciones, lo que sea. Una campaña mediática unánime de derecha a izquierda, compartiendo un guion del que aquellos que se distancian mínimamente, ya ni hablamos de quienes lo critican y proponen otro, corren el serio peligro de ser estigmatizados y expulsados del debate público sin contemplaciones.

Un relato oficial que no se sonroja ni lo más mínimo por la flagrante doble vara de medir. Si una invasión, guerra o agresión militar no trae la bandera de Estados Unidos o de sus adláteres de la OTAN y la UE, y además viene de un considerado enemigo, en este caso Rusia, entonces se podrá sancionar para intentar desconectarlo del mercado occidental con la intención declarada de destruir su economía y propiciar una caída de su gobierno. Se aceptará el envío de armas a los invadidos, incluyendo a grupos neonazis, a los que se blanquea; se cancelará todo lo que tenga que ver con el Estado invasor, y se señalará a cualquier analista que no se alinee con el relato oficial. Ahora pónganse ustedes a imaginar en hacer todo eso a Estados Unidos o Israel, ¿verdad que resulta inconcebible?

Nosotros no vamos a caer en condenas ni admoniciones que nos recuerdan a aquello de Stalin sobre las divisiones que tenía el Papa. Estiraron la cuerda con Rusia e ignoraron sus fundamentadas razones históricas y geopolíticas y, al final, y Putin lo sabe, la paz es la paz de los vencedores. Esa es la realidad de la geopolítica: una dialéctica entre potencias o Imperios. La “trampa de Tucídides”. Esa realidad es el motor de la historia, a través de la que se expanden los modos de producción con más potencia para desarrollar las fuerzas productivas, con sus clases dominantes correspondientes. Esa dinámica nunca desapareció, siempre ha estado ahí. Tras la caída de la URSS, Estados Unidos se quedó solo. Hasta 2008. Hoy, ningún análisis geopolítico puede ignorar a una ascendente China, en la que Rusia se apoya económicamente, y que se sitúa frente al declinante Imperio estadounidense y sus adláteres, eso que se llama Occidente.

En este escenario, ¿qué puede hacer España? Y, puesto que los intereses no siempre coinciden, dejemos a un lado Europa y Occidente. ¿Qué puede hacer España en el nuevo mundo que ya está aquí? ¿Cuál es nuestro lugar y con quién? ¿Hay algo fuera del seguidismo a Berlín, Bruselas o Washington, más allá de donde (mal)estamos? Intentemos analizar las posibilidades, siguiendo a Spinoza: “No hay que reír ni llorar ni indignarse, sino simplemente comprender”.

Tiempos de ruptura

Vivimos un tiempo histórico, un auténtico parteaguas donde se anudan varias tendencias estructurales. Dos de ellas que tienen que ver con el modo de producción capitalista y una tercera que ha atravesado todos los modos de producción anteriores.

La primera tendencia enraizada en el modo de producción capitalista es el momento de transición de una fase B a una fase A de un ciclo Kondratieff, es decir, el paso de una fase de poco crecimiento y crisis recurrentes a otra de fuerte crecimiento y crisis más suaves y menos frecuentes. Otros autores, como Carlota Pérez o Schumpeter, hablan del fin de una fase de destrucción creativa, por la aparición y expansión de un nuevo paradigma tecnoeconómico, y el inicio de una fase de construcción creativa, por el isomorfismo de un nuevo entorno socio-institucional fundado en ese paradigma tecnoeconómico.

La segunda predisposición es la de los ciclos de potencias hegemónicas de Arrighi, que identifica las etapas históricas del modo de producción capitalista. Concretamente estaríamos en el paso del orden mundial hegemonizado por una potencia al de otra; o en la hegemonía de la misma, pero con un proceso de renovación para mantenerse. En cualquier caso, habríamos superado el momento de crisis hegemónica y nos encontraríamos en el colapso de la misma.

La tercera tendencia estructural, que va más allá del capitalismo, y puede encontrarse en otros modos de producción, es la llamada “trampa de Tucídides”. El griego narró el choque entre el declinante Imperio ateniense y la ascendente Esparta que sacudió a las polis griegas en el siglo V a.C. La disputa se decidió en la guerra del Peloponeso. La “trampa” que identificó Tucídides es la dominación de una ley de hierro que lleva inevitablemente a la guerra. Otros ejemplos de esta dinámica en la etapa de producción esclavista son la guerra entre el ascendente Imperio alejandrino/macedonio y el declinante Imperio persa o las guerras púnicas entre el ascendente Imperio romano y Cartago. Hoy la disyuntiva se plantea entre el declinante Imperio estadounidense y el ascendente Imperio chino, con Rusia en el medio.

Futuribles posibilidades para Rusia

Hacer prognosis es algo muy arriesgado, ya que la bola de cristal no existe, pero partiendo de las tendencias estructurales y las regularidades históricas, como las señaladas, sí se pueden esbozar posibilidades para el medio-largo plazo.

Un futurible tiene que ver con el tipo de régimen económico y político que se pueda dar en Rusia. Desde Occidente se fantasea con la posibilidad de quiebra y caída del putinismo y una especie de vuelta a la Rusia decaída y sumisa de Yeltsin, incluso con la fragmentación y balcanización de Rusia que ya se apuntaba en la etapa de Yeltsin con el conflicto checheno. Este sería un escenario plausible si la guerra de Ucrania se convirtiera en una ratonera para Rusia, su Vietnam, un conflicto que le drenara dinero y vidas, así como derrotas militares, unido al daño económico de las sanciones, la falta de inversión y de demanda occidental.

Otro camino es el de una revolución desde arriba, comandada por la actual clase dirigente rusa, que profundizara en el modelo nacional-conservador putinista. La intención sería tomar una dirección más intervencionista o estatista en lo económico, a través de la cual Rusia se embarcaría en la conversión de su actual estructura económica, muy dependiente de las rentas energéticas, hacia una que desarrolle las fuerzas productivas a través de unas planificadas inversiones en industria high-tech y servicios orientados al mercado interno y al asiático.

Sobre esa Eurasia, el analista Glenn Diesen apunta a las intenciones rusas de encarnar al Imperio Mongol que unificó esa Eurasia entre los siglos XIII-XIV. De uno de los fragmentos tras la caída de este -la horda de oro- emergió el Principado de Moscú, que se convertiría en el Zarato de Rusia. Las posibilidades de su recuperación son más que complicadas y todo apunta a que Rusia se posicionará más bien como el hermano pequeño de ese Imperio mongol, China. En ese futurible, Rusia podría aspirar a ser un actor fuerte, con voz y voto, con su propio espacio de influencia en buena parte de lo que fue la URSS y con la capacidad de balancear a China mediante alianzas con India, Irán o Turquía, por citar algunos ejemplos.

El último de los escenarios es el más sombrío. Una situación en la que el conflicto ucraniano se encone o quede mal cerrado y en el que acabe interviniendo más directamente la OTAN o países rusófobos como Polonia para intentar llevar a cabo sus propios planes expansionistas en Ucrania. En ese contexto, el uso de armas nucleares estaría asegurado, algo que también podría ocurrir en el supuesto de un conflicto entre China y Taiwán. En el paso de una guerra fría, en la que ya estamos inmersos, a una caliente solo nos quedaría esperar que el recurso a armas nucleares se limite a un uso táctico y no acabe en una destrucción total.

¿Y España?

Imaginen que el “gobierno más progresista de la historia” se hubiera acercado a las posiciones más prácticas de Macron, que hubiera intentado dialogar con Putin, que se hubiera ofrecido para mediar entre Ucrania y Rusia, que hubiera alzado su voz en la UE y en la OTAN por una salida diplomática antes y durante el conflicto, que hubiera intentado buscar una solución junto a los países hispano/iberoamericanos, con los del sur de Europa, hasta con China, y todo ello como diría Fraga: “sin tutelas ni tu tías”. Pues dejen de imaginar.

El “gobierno más progresista de la historia” ha sido y es uno de los mas acérrimos adherentes a las posiciones otanistas y proestadounidenses en el conflicto, más papistas que el Papa o el Tío Sam. Hasta el punto de arrodillarse en el problema saharaui ante unos desleales y amenazantes vecinos marroquíes, tirando por el suelo cualquier interés nacional en el altar de los intereses estadounidenses y franco-alemanes en la zona ante la nueva situación. El conflicto ha dejado momentos de sonrojo como el aplauso en pie a un Zelensky que acababa de ilegalizar a todos los partidos de izquierda ucranianos, las vergonzosas alabanzas al mismo por su alusión al bombardeo de Guernica mientras se mandan armas que acaban en manos del batallón Azov, neonazis insertados en la policía y ejército ucraniano. ¡¡Toda una alerta antifascista!! El concepto gramsciano de “transformismo” viene como anillo al dedo para la supuesta pata izquierda del “gobierno más progresista de la historia”.

El “no a la guerra” de Irak, que algunos de ellos traen a colación, demuestra la visión de paz que tienen. Una paz abstracta, con ecos en el “Imagine” de Lennon o el idealismo kantiano, una simple conciencia limpia y falsa, alejada de una concepción materialista de la historia. La paz es concreta. A lo largo de la historia ha habido períodos de paz, bajo el manto de diferentes órdenes imperiales, con sus clases dominantes y sus dominantes modos de producción: la “pax persa”, la “pax romana”, la “pax de los califatos islámicos”, la “pax hispánica'”, la “pax mongolica”, etc. ¿Cuál es la paz que esta sedicente izquierda defiende ahora?

Es más que evidente que su parapeto es el de la “pax estadounidense” o la “pax europea” que, a fin de cuentas, por su incapacidad para ser autónoma viene a ser lo mismo. Un mínimo esperable de quien se dice de izquierdas sería que defendiera esa “pax estadounidense”, “pax europea” o, incluso, “pax occidental” desde un posicionamiento marxista eurocomunista o socialdemócrata originario, que sostuviera que esas naciones occidentales cuentan con las condiciones para superar el capitalismo y, a partir de ahí, irradiar al resto del globo. Quizás así, merecerían algo de respeto. Pero todo su anhelo es el de ser la patita izquierda de un nuevo modelo de acumulación capitalista semáforo o versión light del Estado emprendedor e inversor social, en el que la “pax estadounidense”, con sus adláteres de la UE/ OTAN, se mantenga hostil frente al empuje de la “pax china”, con aliados como Rusia. A ello se entregan, sin proyecto para España. Un Estado que se queda sin opciones, más cada vez más dependiente y sumiso económica y políticamente y un creciente riesgo de fragmentación. Quizá estemos a tiempo de que la lucha sea fructífera, de articular algo en este momento histórico de colapso de la “pax estadounidense”, acelerado por la invasión de Rusia en Ucrania, y de abrir una ventana de oportunidad para salvarnos en una balsa de piedra.

Editorial: España, entre los buenos deseos y Marruecos

Atendiendo a la Estrategia de Acción Exterior 2021-2024 da la impresión de que los dilemas de la política exterior de España se pueden resolver apelando a los buenos deseos. En ella, el interés nacional de España se define tomando como referencia “el progreso y la mejora de las condiciones de vida de nuestra ciudadanía, lo cual sólo es posible en un mundo más pacífico, más desarrollado y más próspero”. Más adelante se va un poco más allá y se llega a afirmar que la agenda española “no se guía por un interés nacional limitado y responde a una filosofía global y solidaria”. El interés aquí ya no se define por la defensa del “progreso y la mejora de las condiciones de vida”, sino que la referencia pasa a ser “el carácter nodal de España” en el contexto de una “red de alianzas y acuerdos formales e informales”. No es una perspectiva novedosa. Esa óptica liberal, que bebe del wilsonianismo que proporcionó las bases del fallido orden internacional tras el fin de la Gran Guerra, parece irresistible en la formulación de las estrategias de política exterior europeas desde la reinvención de la OTAN tras la caída de la URSS y, más concretamente, desde la adopción de la Estrategia Europea de Defensa de 2003, “Una Europa segura en un mundo mejor”, impulsada por Javier Solana.

Desde la incorporación a la OTAN y la entonces Comunidad Europea, España navega de manera irremediable con un rumbo trazado desde fuera. Sus élites asumen esto con naturalidad, y su acción se limita a ofrecer servicios puntuales a sus aliados en el ámbito geográfico-histórico-cultural en el que se atribuye un papel de liderazgo, como ha ocurrido con Venezuela a lo largo de la última década. En esta actitud de los dirigentes, qué duda cabe, hay mediocridad, desidia y, en ocasiones, un desprecio deliberado a la idea de un interés nacional. Pero las decisiones, basadas en un seguidismo acrítico y por momentos vergonzante de la política norteamericana también deben ser leídas en relación al contexto interno. Esas élites, en realidad, no hacen sino reflejar la autocomplacencia de una sociedad ensimismada y temerosa, que se ha olvidado de que, fuera de sus fronteras, no todo el mundo es bueno; también existen aprovechados y enemigos. Existen también los socios olvidados. Y hay compinches coyunturales que no necesariamente persiguen un mundo “más pacífico, más desarrollado y más próspero”, en términos de la Estrategia. Y no nos referimos aquí solo a los casos más clamorosos, como las privilegiadas relaciones que mantiene nuestro país con los países del Golfo Pérsico.

La relación con Marruecos es lo que mejor ejemplifica todo esto. La monarquía alauí lleva el control de la relación con España hasta niveles sonrojantes. En una reciente entrevista, el ministro de Asuntos Exteriores, orgulloso de su gestión, señaló lo siguiente:

… quiero subrayar y elogiar el papel de Marruecos para canalizar los flujos migratorios irregulares. Solamente en el periodo de Navidad, en un periodo de unos 15 días, se ha impedido el salto a las vallas de Ceuta y Melilla de más de 1.000 personas. Eso sería muy difícil conseguirlo sin la colaboración de Marruecos y es lo que le hace un socio estratégico para España y también para Europa. Evidentemente no me conformo con eso, sino que quiero ir a más. Y entiendo que también Marruecos está en esa línea.

Ello no sería más que una simple muestra de la capacidad de simulación que caracteriza a los diplomáticos en el ejercicio de sus funciones profesionales si no fuera porque cargos públicos españoles, incluida la anterior ministra, están siendo sometidos a un acoso judicial y profesional como consecuencia de haber llevado a cabo decisiones que no eran del agrado del vecino del sur. Para añadir insulto a la injuria, ese acoso, promovido por ese mismo país, está siendo vehiculado por un connacional.

El hecho de que en abril de 2021 el ingreso del presidente de la República Árabe Saharaui Democrática a territorio español se realizara en secreto no deja de ser un hecho vergonzante en sí mismo. Pero lo que siguió ha sido directamente bochornoso. La reacción de Rabat fue contundente, facilitando la llegada de hasta 8.000 inmigrantes a Ceuta en mayo y la retirada de su embajadora en Madrid. A lo largo del año se sucedieron otros desplantes, como la acusación de Marruecos de que España no realizaba los controles previos a los viajes con el debido rigor. Desde entonces, Madrid mendiga de manera sonrojante una reconciliación que solo llegará cuando así lo decida Rabat.

Han cambiado las tornas, desde luego, si se compara el momento actual con la respuesta del gobierno de José María Aznar a la invasión de Perejil (respuesta que, por cierto, solo encontró un tibio apoyo en los aliados atlánticos, todo aquello en un contexto de apoyo a la solución de Naciones Unidas para el Sáhara). Precisamente es el estatus de la antigua provincia española lo que está en juego hoy. El apoyo a la incorporación de ese territorio a Marruecos (dentro de una “autonomía”) fue lo que permitió la normalización de las relaciones con Alemania, cuyo embajador en Naciones Unidas había osado definir al Sáhara como un “territorio ocupado” después de que Estados Unidos reconociera la anexión. Y no parece que la normalización con España vayan a ir por un camino diferente.

Para España, la defensa de las plazas de soberanía y de la solución basada en la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental no es únicamente una cuestión de defensa de la legalidad internacional, como podría ser para Alemania. A cargo de la diplomacia de este último país está la pata verde de la coalición semáforo, que ha renunciado a la defensa del pueblo saharaui al tiempo que, en instituciones como el Parlamento Europeo, utiliza los principios como plastilina, amoldándolos para la justificación de la ofensiva occidental de turno, ya sea contra Rusia, Venezuela, Siria o China. Pero mientras Alemania puede permitirse este giro estratégico (necesario para diversificar sus fuentes de energía), para España se trata de defender su integridad territorial, proteger sus intereses económicos y no ver minada su credibilidad como actor regional.

Visto lo visto, España no puede esperar reciprocidad en sus aliados para defender sus intereses en su frontera sur. Para ellos, la autocracia marroquí parece adecuarse más a sus valores que el presidencialismo ruso. Mohammed VI y su régimen ni siquiera merecen, a los ojos de los aliados de España y sus portavoces, un poco de la retórica hostil que, ocasionalmente, se lanza contra Turquía, otro país que hace frontera con la UE. Ellos tienen sus razones, basadas en consideraciones estratégicas y económicas. No se les puede culpar por ello. Pero sí a los dirigentes de España, que no son capaces de proporcionarles razones creíbles para solicitar ayuda más allá de las crisis periódicas como las de los veranos, en las que apela no a su condición de Estado miembro de una comunidad política, sino a su carácter de “frontera sur” de Europa.

Más allá de la coyuntura, la clase dirigente española no tiene claro cuál es el interés nacional al sur de Tarifa. En ella podemos incluir a actores políticos que van desde expresidentes del gobierno y exministros de PSOE y PP o, incluso, al anterior jefe del Estado. De acuerdo con los apuntes del general Emilio Alonso Manglano, director del CESID entre 1981 y 1995 (recogidos en parte en El Jefe de los Espías, de los periodistas Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote), Juan Carlos I habría afirmado en 1983 que:

…hay que empezar a trabajar sobre el asunto de C. y Melilla. Esta última no es muy defentible. Hay que preparar para negociar Melilla. Ceuta puede potenciarse al máximo.

Todo ello viene a corroborar el hecho de que, tal y como recogiera el Departamento de Estado, el exjefe del Estado estuviera dispuesto a entregar Melilla (y convertir a Ceuta en un protectorado internacional) ya en 1979.

Nuestros aviones, eso sí, patrullan el Báltico y se ofrecen para ir a Bulgaria a defender la cruzada contra Rusia. Ello parece formar parte de un plan de acuerdo con el cual España y sus intereses al otro lado del Estrecho recibirían más atención por parte de los aliados atlánticos (o sea, Estados Unidos) en la medida en que Madrid se implique con más intensidad en los asuntos de la alianza. Aquí entran cuestiones coyunturales, como el apoyo acrítico a la ofensiva propagandística contra Rusia (que se está llevando a cabo con la inestimable colaboración de los medios de comunicación), pero también el cambio de rumbo en políticas de largo recorrido, como en el caso del enfoque sobre la autoproclamada República de Kosovo. Si bien no parece que vaya a reconocerse su independencia, se espera algún tipo de gesto que acerque la postura entre España y la mayor parte de los miembros de la OTAN, como pudiera ser la reanudación de la participación española en la misión militar en ese territorio. Y todo ello a pocos meses de que se celebre la cumbre de la OTAN en Madrid.

Podría dar la impresión de que la estrategia del gobierno tiene cierta lógica: en un contexto internacional turbulento, más vale arrimar el hombro con los amigos tradicionales para no salir más dañados aún. Se trata, sin embargo, de una visión cortoplacista que obvia el hecho de que Marruecos tiene detrás a los mismos aliados y, además, cuenta con toda una quinta columna dentro de España, bien asentada en sus élites políticas y mediáticas. El dilema se agudiza si se considera que, llegado el caso de que España tome una decisión autónoma, soberana, sobre estas cuestiones, parece razonable pensar que esas debilidades internas (a las que podríamos añadir otras, como los nacionalismos periféricos) podrían ser activadas por una diversidad de actores externos para neutralizar el efecto de alguna decisión que se salga de los esperable.

El cálculo, además, cuenta con que las cosas no se van a complicar aún más en Europa Oriental. Si las provocaciones atlantistas contribuyen al estallido de un conflicto armado entre Rusia y Ucrania, se verán fuertes contradicciones dentro de su seno, al igual que ocurriera durante el bombardeo de Yugoslavia en 1999. Y llegados a ese punto, ¿de qué serviría la apuesta española en un marco de resquebrajamiento de las alianzas occidentales? Finalmente, ese cortoplacismo deja de lado que la solución al conflicto del Sáhara y los posibles apoyos a Marruecos en sus reivindicaciones territoriales sobre España no vendrán dictados únicamente por Washington o Berlín. Con el tiempo, se va poniendo de manifiesto que el siglo XXI es el siglo chino-africano.