Leyendo China desde España en 2021

Libros reseñados:

  • Ríos, Xulio. La metamorfosis del comunismo en China. Ágora K, 2021.
  • Feijoo, Claudio. El gran sueño de China. Tecno-socialismo y capitalismo de Estado. Técnos, 2021.
  • Parra Pérez, Águeda. China, las rutas del poder. Edición propia, 2021.

La literatura reciente sobre China en España ofrece una variedad creciente de trabajos elaborados por académicos, periodistas y especialistas de diferentes sectores. El irresistible ascenso del gigante asiático como gran potencia justifica ese interés, pero también las relaciones bilaterales, tanto las políticas (que gozan de buena salud) como las económicas. Con respecto a estas últimas, China fue el único destino importante en el que crecieron las exportaciones españolas durante la fase más dura de la pandemia –casi un 20% entre enero y septiembre de 2020– y es ya su segundo destino fuera de la Unión Europea gracias, especialmente, al interés que despierta en ese país la industria agroalimentaria española.

En este contexto, en España existe una literatura actualizada que puede brindar a los actores sociales interesados análisis rigurosos acerca de los fundamentos y las dinámicas subyacentes a la irrupción de China. Un conocimiento propio de los fenómenos es una condición para la existencia de una política autónoma. El conocimiento existe; la definición de nuevos planteamientos políticos en España, sin embargo, parece que tendrá que esperar.

A través de las tres obras seleccionadas se puede concluir que existe una manera de ver a China desde España que se aleja de los prejuicios mediáticos habituales. Los autores hacen un esfuerzo por conocer la realidad histórica y social a partir de sus protagonistas, sus motivaciones y las estructuras en las que se mueven. Se alejan así de la tentación de aplicar mecánicamente esquemas que tienen menos que ver con la realidad que con complejos nacionales ajenos, como la narrativa del neorrealista norteamericano John Mearsheimer, basada en la Trampa de Tucídides. En los trabajos de Ríos, Feijoo y Parra, el tratamiento de la realidad china es multidimensional, transdisciplinar y, sobre todo, matizado. En ellos, la atención al detalle no está reñida con los contextos internacional y estructural, muy presentes en todos los casos, aunque hilados con estilos y enfoques diferentes.

Con La metamorfosis del comunismo en China, Xulio Ríos ofrece un detallado repaso histórico del Partido Comunista Chino (PCCh) en la celebración de su primer centenario y lo enlaza con el proyecto actual de esa organización, bajo el liderazgo de Xi Jinping, de construir una sociedad “modestamente acomodada”. Las vicisitudes de la turbulenta historia del PCCh son diseccionadas por un autor con una larga trayectoria que le acaba de hacer merecedor del premio Casa Asia 2021 en la categoría de Cultura y Sociedad por su trabajo en “la construcción de una sinología en lengua española” a través de diversos proyectos como la Red Iberoamericana de Sinología. Ese saber acumulado se pone de manifiesto en un libro bien informado, con una bibliografía rica en fuentes primarias que incluye las obras de los principales dirigentes del Partido Comunista y dos útiles anexos, uno que sistematiza los datos fundamentales de los congresos nacionales y otro que hace una relación de sus principales figuras con datos biográficos básicos.

El libro está dividido en cuatro grandes bloques. Los tres primeros abordan la historia del PCCh en tres períodos: la larga fase del sovietismo al maoísmo, la etapa del denguismo y las líneas políticas y problemas del xiísmo. El estilo de estos bloques –que ocupan más de tres cuartas partes de las 435 páginas del libro– es directo y con muestras de erudición por parte del autor. Su atención a los detalles en la explicación de contextos complejos impide que el libro pueda ser caracterizado como una obra introductoria para quienes no conozcan, al menos, los aspectos básicos de la historia china y del sistema internacional en el siglo XX. El autor consigue explicar cómo una organización con una historia turbulenta y, por momentos, errática ha culminado con el afianzamiento de China como gran potencia gracias, en buena medida, a la preservación de los postulados fundacionales del Partido, caracterizado por Ríos como la “última dinastía” china (p. 5). Esa dinastía, que rompe con una tendencia histórica de aislamiento del exterior, tiene un carácter “orgánico” (la primera de ese tipo, como señala Ríos, p. 402) que ha permitido la continuidad de la cultura política tradicional en una tendencia secular.

La consolidación de esa dinastía orgánica tiene sus orígenes en la propia incepción del Partido, en un contexto de rechazo la intervención imperialista y de defensa de la propia experiencia revolucionaria frente al modelo soviético. En la explicación de episodios críticos durante el maoísmo, como la Larga Marcha, el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, el autor huye de cualquier tentación de fetichizar las justificaciones ideológicas esgrimidas en cada caso; en su lugar, hace hincapié en las luchas entre facciones dentro del Partido. Si la ideología encuentra su lugar en el relato –en el maoísmo se trata de la síntesis entre antiimperialismo, el rechazo de las tradiciones ideológico-culturales tradicionales como el confucianismo y la épica de la lucha armada– es por su importancia en la justificación de las acciones de las facciones y por su capacidad para explicar las líneas de continuidad y ruptura en la historia de la organización.

La segunda parte, sobre el denguismo, sintetiza el modo en que el Partido superó la turbulenta fase del maoismo y logró cohesionarse a través de la democratización interna, el fin de la exaltación ideológica y la descentralización y autonomía en la toma de decisiones económicas, en un proceso de apertura que implicó, entre otras características,  creación de las primeras zonas económicas especiales:

La insistencia en el desarrollo de las fuerzas productivas sepultó la idea anteriormente predominante de insistir en hacer la revolución solo por la revolución; se trataba ahora de cambiar las relaciones de producción, la superestructura y las formas de administración, un profundo cambio apegado a la realidad de partida y con el horizonte claro del mismo empeño modernizador que abrigaron los ilustrados chinos del siglo XIX (p. 125).

Y todo ello sin realizar privatizaciones masivas, sino mejorando el funcionamiento de las empresas públicas en un sistema “híbrido en el que conviven formas propias o comunes, tanto del capitalismo como del socialismo, y ya sea a nivel económico o social” (p. 176). La modernización y la exclusión de la ideología como justificación de las luchas internas facilitaron una larga fase de estabilidad que permitió no solo los relevos en la cúpula del Partido, sino también cambios graduales en la estrategia de desarrollo del país. Así, en los años 2000 se abrió una fase de refuerzo del consumo interno, reducción de la dependencia del comercio exterior e incremento del sector de investigación y desarrollo, dinámicas, todas ellas, que sentaron los pilares del xiísmo.

En la tercera parte, Ríos detalla los aspectos críticos de la fase actual, sintetizados en las “cuatro tareas integrales” presentadas por Xi Jinping en 2014: la consecución de una sociedad modestamente acomodada, la profundización de la reforma económica, el consolidación del gobierno a través de la ley –o neolegismo– y el refuerzo de la autoridad del partido. En contraste con la etapa de Mao, señala el autor,

La modernización, o el sueño chino de la revitalización del país [a través del desarrollo tecnológico], no se entiende al margen de la cultural tradicional que Xi llegó a definir como ‘el alma de la nación’, considerando el resurgir cultural como un requisito previo del rejuvenecimiento de China (pp. 289-290).

Todo ello, sin renunciar a los aspectos ideológicos fundamentales –incluyendo el nacionalismo y el marxismo–, lo que termina dando un carácter ecléctico a la identidad proyectada por el Partido. En esta lógica, la ideología forma parte del proyecto de reafirmación histórica de China y, a la vez, de los cambios internos que ha sufrido la organización. Así, la justificación de la recuperación de la cultura tradicional se consigue en la medida en que las ideas de Xi han adquirido el carácter de ‘pensamiento’, un estadio superior al de las ‘teorías’ desarrolladas por los dirigentes del denguismo. Al poner sus planteamientos al nivel de los del propio Mao, Xi se erige como referente personal del objetivo de finalizar la modernización de China. Como advierte el autor, ello amenza con conformar “un poder absoluto y sin límites, que supondría una notable regresión en el modelo conformado” (p. 403), en relación a la institucionalidad articulada durante el denguismo, que permitió mantener un cierto equilibrio interno tras la inestabilidad vinculada al maoísmo.

El relato histórico y el análisis pormenorizado de los episodios críticos dan paso, en el último bloque, a un análisis que gira alrededor de la idea de continuidad. Intentar contraponer el maoísmo y denguismo, alabando a uno y repudiando al otro, no permite comprender la evolución del PCCh. De este modo, aunque la historia de esa organización no puede representarse en un relato lineal, sí existen características que gozan de continuidad en el tiempo. Aquí destacan el componente nacionalista, el desarrollo social y el empeño en marcar una senda propia en la construcción del socialismo. Las tensiones históricas –sobre la preeminencia de la ideología o el pragmatismo, los estilos de liderazgo o la primacía del igualitarismo social– en realidad contribuyen a explicar lo que el autor denomina “expresiones de evolución” (p. 378), en las que se pone de manifiesto la metamorfosis del Partido y su síntesis actual, caracterizada por una elaboración ideológica ecléctica en la que caben elementos inicialmente rechazados, como el confucianismo; por el significado concreto de la democracia, especialmente valorada en el ámbito local y que, “en una sociedad de [las dimensiones de la china], cuando más se evoluciona hacia arriba en la pirámide político-administrativa, más importancia se le otorga al mérito y otras claves como expresión de la competencia y la mejor elección” (p. 381); y por el equilibrio entre planificación y mercado en un sistema fuertemente influenciado por la iniciativa estatal en la economía.

Con China, las rutas de poder, Águeda Parra hace una atractiva introducción a la realidad social y tecnológica del gigante asiático y sus implicaciones en el sistema político. Parte del atractivo del libro reside en su estructura, que evoca a una enciclopedia en la que, a través de capítulos breves, se desgranan los aspectos críticos que han de tomarse en cuenta para comprender los cambios que están teniendo lugar en el país: desde los cambios generacionales hasta las implicaciones geopolíticas del desarrollo tecnológico chino, pasando por el ecosistema tecnológico-empresarial y las formas de intervención estatal en su desarrollo. Todo ello es posible gracias al hecho de que la autora es capaz de abordar aspectos muy concretos a la vez que los contextualiza en el marco social general. Su formación como ingeniera en Telecomunicaciones (campo en el que desarrolla su carrera profesional en Telefónica), sinóloga y doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid ayudan a explicar el carácter transdisciplinar de la obra, que se divide en cinco apartados sobre la revolución tecnológica y el cambio generacional en China, el papel de las grandes tecnológicas, las contradicciones sociales, el marco político y la proyección exterior de la República Popular.

El orden de los capítulos no es arbitrario. El proyecto tecnológico chino, manifestado en un ecosistema digital propio, solo puede ser explicado en relación al cambio social protagonizado los nativos digitales: más de 200 millones de personas, con mayor y mejor formación que las generaciones anteriores, que crean la mayor parte de las 10.000 empresas que se constituyen al día en China. Se trata de una auténtica vanguardia generacional que expande tendencias y hábitos al resto de la población, incluyendo los pagos electrónicos (que ya son más que los que se hacen con tarjeta) o la incorporación del comercio electrónico a tradiciones más (como el día de los solteros, que hace tiempo superó al Black Friday en ventas online) o menos (como la tradicional Festividad de Año Nuevo) novedosas. Pero las nuevas iniciativas no tendrían lugar si no fuera por los gigantes, que, como señala la autora, “están siendo los principales embajadores de los avances tecnológicos que pretende Made in China 2025” (p. 51), la estrategia de dirección estatal que persigue incrementar la producción nacional de componentes y materiales básicos hasta 70% en ese año. Es justo en este punto en que historias de éxito como las de Alibaba o Xiaomi, que rivalizan en épica generacional con las de Silycon Valley, difieren de las occidentales en la medida en que en Estados Unidos no están subordinadas a un poder político reacio a regular su sector tecnológico. El contraste es aún más claro si se compara la estrategia china con la ausencia de un ecosistema propiamente europeo. En este punto, Parra apunta especialmente a los problemas de financiación y la ausencia de una visión unificada de los problemas globales (pp. 61-62). Más allá del talento y del tamaño del mercado –dos condiciones que cumple la Unión Europea–, la autora concluye que, sin independencia tecnológica, no se pueden desarrollar las capacidades para operar como gran potencia en la actualidad.

La cuestión de la dirección política es un aspecto clave en el desarrollo de estrategias como la mencionada Made in China 2025 o Healthy China 2030 –esta, para la modernización del sistema de salud a través de la inteligencia artificial en un país con escasa disponibilidad de médicos a corto plazo–. Solo así se entiende que, gracias a esta última, las empresas con márgenes de ganancia superiores al equivalente de 2,6 millones de euros deban invertir hasta el 2% de sus ingresos en I+D para el cumplimiento de objetivos nacionales como el aumento de la esperanza de vida y la reducción de las muertes prematuras (p.104). El impulso estatal es aún más claro en la nueva Ruta de la Seda, que requiere un gran despliegue de política exterior para estrechar las relaciones con los Estados en los que invierte en infraestructuras el gigante asiático y que representan el 70% de la población mundial (p. 107). La permanencia del Partido Comunista en el poder no equivale a una continuidad en las políticas más allá de la persona que esté a cargo. Por ello, la autora vincula el crecimiento de la inversión en I+D (clave de bóveda del proyecto chino) a la permanencia en el poder de Xi Jinping más allá de 2023 (p. 97). Por otro lado, Parra presta atención al envejecimiento de la población y el descenso de la natalidad, que potencialmente ponen en peligro la consecución del proyecto de convertir a China en una economía avanzada (p. 90).

El valor de El gran sueño de China. Tecno-socialismo y capitalismo de Estado, de Claudio Feijoo, radica en su capacidad para vincular las grandes tendencias políticas, económicas y tecnológicas con aspectos del día a día de la sociedad china, la cual demuestra conocer en profundidad. Feijoo, catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid (de la que es director para Asia) y codirector del Sino-Spanish Campus de la Universidad Tongji, vive a caballo entre España y China desde 2014. El gran sueño de China es un libro que va sorprendiendo al lector a medida que se adentra en sus páginas por su carácter transdisciplinar; todo ello facilitado por un estilo muy pedagógico y por las recapitulaciones periódicas realizadas por el autor para contextualizar sus explicaciones, que se condensan en la afirmación de que, el sistema chino es:

Una versión hipertrofiada de capitalismo estatal con un soporte cultural y social en el que se insiste hasta la saciedad. Se trata de una economía planificada en el simple sentido de que tiene un plan. Pero no es un plan muy diferente del que tienen las grandes empresas tecnológicas. Resulta que en China el Estado no es el Estado, es una empresa de tamaño monstruoso. Y como toda empresa, compite –y colabora cuando conviene– para conseguir su objetivo fundamental: maximizar sus ingresos y dotarse de una posición competitiva en el largo plazo, incluyendo de forma particular a sus accionistas –su clase dirigente: el PCC–. En una sola frase: dominar el mercado –el mundo – (p. 364).

El libro se divide en cuatro partes que abordan las diferentes dimensiones del plan del Partido Comunista Chino de desarrollar al país basándose en el uso de la tecnología –lo que el autor denomina “tecno-socialismo”– y un epílogo en el que aborda la posición de Europa a la luz de la experiencia China. En la primera parte, el autor pone de manifiesto algunos de los límites potenciales del desarrollo de China como gran potencia –incluidos los riesgos financieros, el no tan rápido desarrollo de la inteligencia artificial y el peligro de estancamiento en una fase en la que se aspira a alcanzar la renta de los países más desarrollados, o “trampa de los ingresos medios”– y los condicionantes históricos, incluido el trauma que supone la memoria del “siglo de humillación” y las sucesivas intervenciones extranjeras en territorio chino hasta la fundación de la República Popular. A renglón seguido, la segunda parte analiza el modelo del tecno-socialismo chino, destacando el alineamiento de la política de desarrollo tecnológico con los intereses del Estado, en contraste con las políticas norteamericana (con el protagonismo del capital privado en el desarrollo tecnológico y del mercado en la transformación de este en bienestar social) y europea (caracterizada por sus la elaboración de estrictos marcos regulatorios desde el momento en que se detectan los avances). En el modelo chino, la política de tutela y apoyo a las empresas para conseguir su primacía en el mercado local y su proyección en el internacional tiene tres aristas: el impulso de la innovación de las industrias emergentes; la protección de campeones nacionales como Baidu, Alibaba, Tencent, Huawei o Didi Chuxing, entre otros; y las relaciones con las grandes tecnológicas extranjeras (sobre todo norteamericanas) con presencia en China. El modelo se fundamenta en unas relaciones sociales “armoniosas”, una aspiración que explica el desarrollo del sistema de “confianza social” (que erróneamente se conoce como de “crédito social”) sobre los agentes económicos –cuyo funcionamiento “no se diferencia mucho de lo que una agencia de rating crediticio haría”, aunque con la diferencia de que, en este caso, el sistema está dirigido por el gobierno (pp. 75-76)– y personas individuales. El autor incide también en el uso de la tecnología para reforzar un cierto “centro” social a través de campañas públicas de corte paternalista y de la adecuación de los algoritmos de las plataformas con el fin de alejar a los ciudadanos de “radicalismos contrarios a los intereses que el partido asigna a su visión social” (p. 84); todo lo contrario que el refuerzo del filtro burbuja que reproduce en las redes sociales en occidente. El autor dedica un sugerente capítulo al uso de la tecnología del blockchain como herramienta de “notarización” con aplicaciones diversas, incluyendo la estandarización del desarrollo de aplicaciones, la verificación en sistemas de pago y operaciones en cadenas de suministros y su uso por parte de las fuerzas de seguridad.

La tercera parte se centra en las contradicciones del sistema y sus implicaciones. La apertura económica ha conllevado la creación de riqueza y la práctica eliminación de la pobreza, pero también el crecimiento de las desigualdades socioeconómicas y entre regiones que intenta ser amortiguado a través del fomento de las cooperativas en el campo y de iniciativas como la creación de hasta 1.500 parques de emprendimiento en zonas rurales. El autor señala en esta parte los riesgos del modelo, como el hecho de que el desarrollo tecnológico se base más en las oportunidades de negocio que brinda internet que en el avance en la creación de tecnologías disruptivas. Otro problema es el de la regulación de los mercados, una necesidad que surge cuando los intereses de los agentes económicos empiezan a chocar con los del Estado. La tentación de resolver este problema a través de la intervención directa de los comités del Partido en las empresas no es siempre posible. La alternativa, apunta Feijoo, ha sido un desarrollo legislativo tan detallado que, en su aplicación, puede poner trabas a la innovación en diferentes sectores de la economía. El autor señala que, a pesar de las ventajas que ofrece la existencia de un liderazgo nacional fuerte y de una sociedad en principio dispuesta a realizar sacrificios, los cambios generacionales y el incremento del nivel de vida hacen que los intereses individuales y de las empresas diverjan de manera progresiva con respecto a los del Estado.

En cuarto lugar, el autor aborda las implicaciones internacionales del modelo. Más allá de la competición, es sugerente la explicación del autor sobre las dinámicas de “co-opetition” –o de colaboración en el desarrollo de los aspectos básicos de las tecnologías a través de centros de investigación de las grandes tecnológicas en el territorio del competidor–, que facilitan el intercambio de conocimiento científico o de desarrollo de normas para la estandarización, como en el caso de las redes 5G. Pero, a su vez, ello se da en un contexto de competición en el desarrollo práctico de esas tecnologías, que van generando ecosistemas aislados que, ya sea por la incompatibilidad técnica, por las medidas proteccionistas o por las implicaciones en el terreno de la seguridad, dan al modelo un barniz de “tecno-nacionalismo”. El autor dedica un espacio aquí a la Ruta de la Seda Digital, que cerraría un “círculo virtuoso” para que China se asegure una balanza comercial positiva a través de la expansión de sus capacidades financieras, la mejora de las infraestructuras, los avances tecnológicos y la expansión de sus capacidades en ciberseguridad, todo mientras consolida su presencia internacional. Se trata de un proyecto que, en último término, facilitaría la expansión de sus campeones nacionales gracias a características como la creación de una “nube china” para almacenar y procesar datos o el desarrollo de redes 5G que permitan a los actores implicados optar por un ecosistema digital propio.

En el epílogo, Feijoo se muestra optimista con respecto al lugar que ocuparía Europa en un mundo crecientemente delineado por el conflicto, fundamentalmente tecnológico, entre Estados Unidos y China y las lecciones que se pueden extraer de la experiencia del gigante asiático. Europa, en el marco de la “autonomía estratégica” que intenta impulsar una parte del establishment de Bruselas, tendría un modelo diferenciado, caracterizado por la regulación del desarrollo tecnológico sobre la base de la primacía de la sociedad civil y los derechos humanos. Además, el autor menciona el liderazgo en sectores tecnolígicos específicos, incluyendo la robótica, la aplicaciones de software industriales B2B (businesss-to-business), salud, transporte, entre otros. Pero, sobre todo, en diferentes pasajes del libro pone en valor el liderazgo europeo en educación y capacidad para la atracción del talento. Todo ello desemboca en una apuesta por una unidad europea que imite los aspectos positivos de China, como la posibilidad de desarrollar respuestas rápidas y eficientes en situaciones de crisis –como se vio con el estallido de la pandemia de la COVID-19–, la capacidad de atraer a los mejores cuadros administrativos disponibles en la sociedad, la planificación a largo plazo y las condiciones sociales que permiten aunar fuerzas en torno a un objetivo común. Todo ello, como se desprende de las referencias en diferentes partes de El Gran Sueño de China, se inspira en los planteamientos de autores como Mariana Mazzucatto o Leigh Phillips y Michal Rozworski sobre las posibilidades de una planificación económica en la que la innovación y la eficiencia tecnológicas no sean independientes del respeto a las libertades individuales.

Un último aspecto a destacar es que El Gran Sueño de China aúna exposiciones eruditas sobre diferentes aspectos del desarrollo del gigante asiático en los últimos años con la experiencia personal del autor. Ese sexto sentido, desarrollado a través del conocimiento directo, permiten ilustrar dinámicas como el desarrollo de nuevas ciudades dormitorio cerca de los grandes polos tecnológicos o el condicionante que supone el comportamiento de la población para el funcionamiento del sistema, como puede ser el hecho de que una parte de los chinos haya aprendido a sacar partido del sistema de crédito social en la medida en que algunas personas utilicen una buena puntuación como reclamo para encontrar pareja más fácilmente. En realidad, la tecnología, en cualquier sociedad, da una orientación al conjunto en cuanto al sistema de valores y pautas de comportamiento. En El gran sueño de China, Claudio Feijoo explica, con gran nivel de detalle, como ese hecho ha sido aprehendido por el Partido Comunista Chino para, a través de herramientas como la inteligencia artificial, la red 5G o el blockchain, reafirmar la misión histórica de una organización que ha devenido en guía de la nación, y que lo ha hecho asumiendo su papel en la reconstrucción histórica del Imperio del Centro. Podemos esperar más análisis en el futuro próximo por parte del autor, que en el prólogo de la obra apunta que se trata de la primera de una trilogía sobre el gigante asiático.

Con perspectivas y estilos diferentes, los tres libros abordan las características, potencialidades, condicionantes y debilidades en el camino de China para consolidarse como gran potencia, sorteando la trampa de los ingresos medios a través de un desarrollo tecnológico con dirección estatal. Mientras Ríos lo hace estudiando la historia del PCCho, Feijoo y Parra se centran en los desarrollos más recientes. El primero, con una visión que podríamos denominar “de arriba abajo”, centrándose primero en el proyecto político y social para, posteriormente, entrar en los detalles de su impacto en la población. La segunda, con una perspectiva “de abajo arriba”, comenzando por el cambio generacional y las dinámicas sociales de la nueva China para, poco a poco, adentrarse en las características del proyecto.

Un aspecto común que se desprende de estas lecturas tiene que ver con la diferencia con la que se trata el factor tiempo en China, en comparación a los ritmos occidentales. Se trata de un aspecto que juega a su favor. Y no deja de ser sorprendente el hecho de que, a pesar de que esa característica parecía ser comprendida –este mismo año desde la Casa Blanca se declaró que la “paciencia” guiará la política norteamericana hacia China– la ansiedad geopolítica agite el avispero de las alianzas occidentales a través de la venta de submarinos nucleares a Australia con el fin de articular una política de contención en el Pacífico.

En esta nueva guerra fría, a diferencia de la anterior –con sus armas nucleares, grandes escenificaciones diplomáticas y enfrentamientos armados indirectos– la competición es visible en la medida en que pueda afectar a los actores económicos, desde las grandes tecnológicas al consumidor final. Sobre todo, si hay una nueva guerra fría, no es tanto por las contradicciones ideológicas (el nuevo contendiente, China, no aspira a exportar su modelo), sino por la ya habitual actitud de Estados Unidos de retornar a la posición de salida de los años cuarenta. Desde Ronald Reagan, no hay presidente de ese país que no aspire a volver a aquella década y soñar con (re)crear un mundo a su imagen y semejanza. Y con cada intento, los norteamericanos van dejando por el camino las ventajas con las que contaba en aquellos tiempos: un bloque histórico cohesionado tras la victoria en la guerra, el cual, con la hegemonía del capital industrial, participaba en la tarea de expandir el poder imperial y no dejaba abandonada a su suerte a las clases trabajadoras.

Con diferencias importantes, el bloque histórico armonioso a día de hoy parece ser el chino, con una dirección política cohesionada y decidida, cuyas iniciativas descansan en los hábitos, ideas y aspiraciones de la sociedad. Los libros reseñados nos hablan de una potencia, China, que, si bien no quiere exportar su modelo político, sí considera que la consecución de los objetivos estratégicos pasa por garantizar su independencia y su preponderancia tecnológica a largo plazo. En ese esfuerzo colectivo están implicadas todas las fracciones sociales bajo el liderazgo del PCCh.


Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha.

El éxito, la guerra híbrida y las incertidumbres de China

Hace unos meses, el Presidente Xi Jinping, al conmemorar el 80 aniversario de la Larga Marcha, seguramente la principal gesta fundacional del Partido Comunista y la RP China, dijo: “Estamos en el punto de partida de una nueva Larga Marcha”.

La Larga Marcha fue la épica retirada, a lo largo de 12.000 kilómetros y más de un año de duración, del Ejército Popular para eludir ser rodeados por las tropas nacionalistas de Chang KaiShek durante la guerra civil. Solo uno de cada diez de los que participaron en ella llegaron vivos al final. ¿A qué se debe una analogía tan dramática y contundente? ¿Hay que tomársela en serio?

Para responder a la cuestión, repasemos cómo hemos llegado a la actual situación y retrocedamos algunas décadas en el tiempo.

El éxito

La integración de China en la globalización, entendida como el seudónimo del dominio mundial de Estados Unidos, contenía implícitamente como consecuencia el escenario de convertirla en vasallo de Occidente. El propósito era presionar a China para que aplicara las reformas estructurales definidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, abriera totalmente sus mercados a las empresas occidentales y que la integración de las élites chinas en su globalización acabara dando lugar a una forma de gobierno subalterno más aceptable para Occidente que la del Partido Comunista Chino.

Para comprar un solo avión Boeing a Estados Unidos, China debía producir cien millones de pares de pantalones. No estaba previsto que, jugando en el terreno diseñado por otros, China torciera aquel propósito.

El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento para fortalecerse de forma autónoma e independiente. Lo hizo poniendo condiciones y restricciones a la entrada del capital extranjero en China y sobre todo manteniendo un control bien firme de las riendas del proceso. Lo consiguió porque, gracias al bajo precio y alta eficacia de la mano de obra en China, los extranjeros hicieron enormes beneficios en la “fábrica del mundo” y eso apaciguó a sus gobiernos. China aprovechó esa integración en la globalización para desarrollarse, aprender y adquirir tecnología. Los resultados están a la vista:

Esperanza de vida: 43,7 años en 1960 / 76,7 en 2018.

Pobreza extrema: prácticamente eliminada.

Alfabetización: 65% en 1982 / 96% en 2018.

Salarios medios: multiplicados por 10 en empresas estatales en 25 años. Doblado en empleos privados entre 2009 y 2017. En general se gana más en el sector estatal que en el privado.

Peso de China en el PIB global: 2,3% en 1980 / 17,8% hoy.

Contaminación: hace quince años, 16 de las 20 ciudades más contaminadas del mundo eran chinas. Hoy la situación sigue siendo grave, pero China ya es líder mundial en energías renovables.

Ciencia y tecnología: Sigue por detrás de Occidente y todavía es muy dependiente en Alta Tecnología, pero sus avances e inversiones en STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y matemáticas) son muy considerables.

Militar: Los avances en misiles y recursos antisatélites y de interferencia de comunicaciones (ASAT) podrían limitar ya seriamente los escenarios aeronavales de Estados Unidos en territorio chino. (Subrayo esto porque contra lo que se dice, China no busca un desafío militar global a Estados Unidos, sino equilibrar estratégicamente la correlación de fuerzas regional en Asia sur oriental para disuadir cualquier tentación de enfrentamiento allá).

Empresas estatales: muchas figuran entre las mayores del mundo en ámbitos como telecomunicaciones, energía, infraestructuras, ferrocarril, metalurgia, navieras, telefonía móvil y automóviles.

Un conocido comentarista americano (Fareed Zakaria, de la CNN) expresaba así su desconcierto:

La estrategia  produjo complicaciones y  complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales.

La conclusión se ha hecho obvia: La integración en la globalización no debilitó, sino que fortaleció al sistema chino.

Y la crónica de los últimos años añade ansiedad a la situación:

1-La crisis financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro en Estados Unidos, ofreció la primera evidencia de debilidad occidental y de los peligros que contiene la no regularización del sector financiero, así como el hecho general de que el capital mande sobre los gobiernos y no al revés. China gobernó la crisis mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el estallido de la burbuja dot-com.

2-Las desastrosas consecuencias de las guerras que siguieron al 11-S neoyorkino hicieron patente una gigantesca irresponsabilidad por parte de la primera potencia mundial.

3-La retirada de Estados Unidos del acuerdo sobre cambio climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en comparación no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental) incrementaron esa evidencia de desbarajuste.

Todo esto no ha hecho más que aumentar la ansiedad en Occidente, lo que desemboca en un claro incremento de las tensiones (militares, comerciales, políticas) con China.

Así, el documento sobre estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos del año 2017, decía lo siguiente:

Asumimos que nuestra superioridad militar estaba garantizada y que una paz democrática era inevitable. Creíamos que la ampliación e inclusión liberal-democrática alterarían fundamentalmente la naturaleza de las relaciones internacionales y que la competencia daría paso a una cooperación pacífica. En cambio, ha comenzado una nueva era de competencia entre las grandes potencias que implica un choque sistémico entre las visiones libre y represiva del orden mundial.

El cerco y la respuesta

Hay que decir que el cerco comercial y militar alrededor de China siempre existió. En 1971, Nixon levantó el embargo comercial de 21 años iniciado con la guerra de Corea para incrementar la presión contra la URSS, que entonces era el enemigo principal, pero el cerco de bases militares se mantuvo: desde Corea hasta Afganistán, pasando por Japón, Australia y el Índico. En los últimos años se dan pasos para reactivar ese cerco y tras algunos contratiempos (el 11-S neoyorkino colocó al terrorismo yihadista en primer plano) se identifica definitivamente a China como el adversario principal.

La situación recuerda a la de un tahúr, que, jugando una partida de póker contra un adversario que creía insignificante, constata que pierde la partida pese a jugar con cartas marcadas. La reacción del tahúr en tal situación es volcar la mesa y desenfundar la pistola. Estamos asistiendo a algo muy parecido a eso.

Paralelamente, se produce un crecimiento de la política exterior china, que va parejo al incremento de su potencia. Conforme avanzaba el nuevo siglo, se hizo patente para los dirigentes chinos el desfase de la célebre recomendación de prudencia de Deng Xiaoping de finales de los años ochenta en materia de política exterior:

Observar la situación con calma, mantenernos firmes en nuestras posiciones. Responder con cautela. Solapar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno. Nunca reclamar el liderazgo.

En 2012 Obama anunció el “Pivot to Asia”, trasladar al Pacífico el grueso de la fuerza militar aeronaval de Estados Unidos. Ante la evidencia de las turbulencias que se anunciaban, la nueva dirección china con Xi Jinping al frente (quinta generación de dirigentes desde el nacimiento de la RPCh) se ha puesto el cinturón de seguridad: ha fortalecido la autoridad del PC en todos los órdenes, y en liderazgo personal en su dirección colectiva.

Pero sobre todo, en 2013 China anuncia una ambiciosa estrategia global para salir del cerco, la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative – B&RI): un esfuerzo de varias décadas de duración con una financiación astronómica (de 4 a 8 billones de dólares), encaminado a establecer una red geoeconómica internacional de apoyo que integre económica y comercialmente al 70% de la humanidad a través de Eurasia, lo que necesariamente erosiona el poder de Estados Unidos en el hemisferio y complica sobremanera cualquier propósito de cerco a una potencia que sin ser “amiga”, ni “aliada”, ni “líder de bloque”, es socia positiva de casi todas las naciones. El objetivo implícito, en palabras de Henry Kissinger, es, nada menos, que “trasladar el centro de gravedad del mundo desde el Atlántico al Pacífico”. A su lado el histórico Plan Marshall queda como algo pequeño…

Contra eso, Estados Unidos propone el viejo modus operandi de la guerra fría contra la URSS de sanciones, embargos y presión militar (sin comprender que China no es la URSS). Además, comete la inmensa torpeza de fomentar la alianza de Rusia con China, algo que ni Moscú ni Pekín deseaban.

Guerra híbrida

El recetario de esa presión contra China se traduce en una guerra híbrida que hoy tiene 9 frentes abiertos:

1. Una fuerte campaña de propaganda mediática para denigrar al gobierno chino.

2. Una alianza militar enfocada contra China en el ámbito de los océanos Índico y Pacífico: Quad; Australia, India, Estados Unidos y Japón (Se creó en 2007, pero se ha reactivado significativamente desde 2017).

3. Una cruda actividad de la CIA en China. (El NYT informó que entre 2010 y 2012, China desmanteló toda una red operativa eliminando o encarcelado a una docena de agentes).

4. Una intensa actividad de hackeo de las agencias de seguridad de Estados Unidos contra empresas, centros de investigación y ministerios chinos. (En Occidente solo se habla de hackeo referido a actividades de Rusia y China)

5. Fomento de las protestas separatistas en Hong Kong desde 2014 e incremento del apoyo militar a Taiwán.

6. Apoyo al separatismo en Xinjiang e intensa campaña de “derechos humanos” y denuncia de “campos de concentración” y “genocidio” contra los musulmanes uigures de esa región clave para la B&RI.

7. Incursiones aeronavales periódicas en el Mar de China Meridional.

8. Guerra tecnológica contra grandes empresas como el gigante de telecomunicaciones ZTE -designada como “amenaza a la seguridad nacional”- o Huawei, cuya directora financiera fue detenida en Canadá, con el objetivo de cortar su exitosa expansión en el mundo.

9. Guerra comercial, iniciada por Trump en 2018.

La situación es sumamente peligrosa porque Estados Unidos parece reaccionar a su relativo declive abandonando la diplomacia y recurriendo cada vez más a las sanciones, la presión y la acción militar. Recordemos que vivimos en un mundo hipertrofiado de recursos de destrucción masiva (que ya son de amplio consumo). Es verdad que eso ya era así en la anterior etapa de la dialéctica bipolar Estados Unidos/ Unión Soviética, pero es que ahora, además, se abandonan los acuerdos de control de armamentos entre superpotencias. Eso es gravísimo.

Ahí es donde hay que situar las declaraciones de Xi Jinping sobre la Larga Marcha y su mensaje de “prepararse para algo muy duro”. Es la creciente virulencia de la guerra comercial y tecnológica, de las provocaciones militares y de las campañas de denigración de los últimos meses, lo que determinan esos tonos dramáticos y movilizadores.

Aisladas de su contexto, este tipo de declaraciones se utilizan en Occidente para confirmar los peligros de una China crecida. Sin embargo la simple realidad es que en más de cuarenta años (mientras occidente se implicaba en guerras en: Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria, entre otras), China no ha participado en ningún conflicto bélico.  Y, sobre todo, si hay que hablar de gobernanza mundial hay que poner por delante una carencia de China que contrasta fuertemente con Estados Unidos y sus aliados occidentales: China carece de ideología mesiánica y de cualquier propósito de convertir en chinos a los demás países del mundo. La promoción de un chinese way of life no figura en los catálogos de exportación chinos (de puertas adentro, es otra cuestión como se ve en Tibet y Xinjiang), lo que supone una mayor garantía para la diversidad mundial.

Extractivismo y comercio ecológicamente desigual

De cara a su futuro comportamiento en el mundo, China presenta algunas ventajas y virtudes. Una clara ventaja para el mundo de hoy es su menor predisposición a la violencia y el conflicto, su desinterés en la carrera armamentística, la ausencia de un “complejo militar-industrial” capaz de influir e incluso determinar la política exterior, como ocurre en Estados Unidos, y su doctrina nuclear, que es la menos demencial entre las de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, por si solas, esas ventajas y virtudes no son una garantía de que un eventual dominio chino no degenere en otra modalidad de imperialismo.

La B&RI es conocida como la “nueva ruta de la seda”, que designa el flujo histórico de mercancías preciosas (y con ellas de algunos conocimientos) que unió el Asia Oriental sinocéntrica con el Occidente de manera intermitente e irregular durante siglos desde antes del nacimiento de Cristo. El nombre y la analogía que sugiere son bonitos, pero lo que hoy se mueve, y se moverá aún más en el futuro, no es seda, piedras preciosas, marfil y ámbar, sino carbón y recursos fósiles no renovables (utilizados para producir de todo en la fábrica del mundo), así como obras públicas desarrollistas para colocar los excedentes monetarios de la balanza comercial china. La pregunta sobre la proyección mundial de la potencia china es qué tipo de relaciones entre países creará esa estrategia.

En materia de dominio colonial-imperialista ha habido dos secuencias a lo largo de la historia. Una es la conquista militar, seguida del dominio económico (trade follows flag). Otra es el poder político como consecuencia del comercio y la inversión (flag follows trade). El occidente colonial e imperialista, que no imagina otro mundo que no sea jerárquico y desigual (“piensa el ladrón que todos son de su misma condición”, dice el refrán), afirma que China sigue el segundo modelo: a su expansión comercial e inversora, seguirá un dominio político.

En mi opinión este es un escenario que en absoluto se puede desdeñar.

Que China afirme que no quiere ser hegemón, conductor, guía, dominador, es algo que no pasará de ser una declaración de buenas intenciones, si su proyección mundial se basa en un comercio económica y ecológicamente desigual como el que tenemos en el mundo de hoy entre los países ricos y dominantes y los pobres y dependientes. Esa declaración puede ser tan irrelevante como la de los europeos llevando “la civilización” a los “salvajes” en el siglo XIX, o los estadounidenses promoviendo la “democracia y los derechos humanos” a punta de guerras y masacres en el siglo XX hasta el día de hoy.

En África y América Latina las actuales relaciones comerciales consagran por doquier la “economía extractivista”. Como ha explicado Joan Martínez Alier, se dice que una economía es extractivista cuando está dominada por la extracción, con poca elaboración, de materias primas concentradas en pocos sectores dependientes de la demanda exterior. En ese intercambio ecológicamente desigual, los costes ambientales (la extracción de materias primas tiene muchos) se transfieren a otros continentes y no se incluyen en la contabilidad económica, pese a que causan gravísimos perjuicios a la naturaleza, a las poblaciones inmersas en ella y a sus derechos. A eso responde el concepto de “deuda ecológica”.

Centenares de activistas han muerto en América Latina en los últimos veinte años enfrentándose al extractivismo y el atlas de los conflictos ambientales (que un equipo del Instituto de Ciencia y Tecnología ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona ha confeccionado) presenta un cuadro inequívoco al respecto.

Con la explotación de materias primas en las últimas vetas mundiales, China está adquiriendo un gran protagonismo en este tipo de intercambio que la puede instalar en una nueva fase de dominio imperialista, bien a pesar de las declaraciones e intenciones de sus líderes. Su demanda y su comercio están deforestando Gabón y Mozambique, creando una devastadora agricultura de monocultivo de soja en Brasil, Argentina y Paraguay. Seguramente China no hace nada que no hagan otros, o que otros han hecho antes en esos u otros países, pero eso cambia poco la cuestión…

Como consecuencia, e independientemente de la intensa campaña mediático-propagandística occidental contra China, la imagen del país ha empeorado en prácticamente todos los continentes, incluidos aquellos como África y América Latina, bien predispuestos hacia ella por razones de la empatía que una antigua y lejana nación históricamente sometida y colonizada genera en otras en situación similar. Por todo ello, será imperativo examinar fríamente el comportamiento exterior de China desde el punto de vista de lo que tenemos planteado como especie.


Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956) ha sido veinte años corresponsal de La Vanguardia en Moscú (1988-2002) y Pekín (2002-2008). Luego fue corresponsal en Berlín, de 2008 a 2014. Antes, en los años setenta y ochenta, estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste, fue corresponsal en España de Die Tageszeitung, redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 a 1987). Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS (traducido al ruso, chino y portugués), sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un pequeño ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis (traducido al italiano). En enero de 2018 fue despedido como corresponsal de La Vanguardia en París.