Editorial: La nostalgia como carburante

Han ido pasando las semanas y, con ellas, los comentarios más insidiosos sobre la irrupción de Ana Iris Simón en el debate de la izquierda tras su intervención en Moncloa. Por aquellos días, a las acusaciones de racismo se sumaron interpretaciones malintencionadas de algunos pasajes de su novela, Feria –un homenaje a la tierra y a la familia bajo el cual subyace un retrato generacional, que recomendamos desde La Casamata –, y una persecución que rayó en obsesión personal en el caso de algún tertuliano progresista con ínfulas macartistas. Con esos ataques se pretendió etiquetar a la autora y, especialmente, a aquellos que la han apoyado públicamente como rojipardos. La campaña, con sus amenazas más o menos explícitas, también cumplía la función de apercibir a aquellos que todavía no se habían pronunciado, y ahora promete con convertirse en un argumento ad baculum: quien ose contradecir lo que defiende la autoridad competente (en las redes sociales y medios de comunicación autorizados) será apaleado hasta la cancelación.

Más allá de los ataques personales y de la banalidad de los discursos desplegados para contradecir a Simón, no deja de ser cierto que, bajo ellos, subyacen una serie de ideas acerca del mundo que algunos parecen tener en la cabeza, y que se parece mucho al descrito por el realizador Erik Gandini en su fantástico y perturbador documental La Teoría Sueca del Amor. En esa línea, la idea sería que, con tal de librarnos de los lazos personales tradicionales, con sus modos anticuados y su potencial para reproducir relaciones de explotación y dominación en la esfera doméstica, más vale profundizar en la dinámica individualista existente, siempre con la deseable protección del Estado. Reverberando de manera chocante el comportamiento de la burguesía, ya descrito en 1848, los absorbentes lazos familiares han de ser sustituidos por el deseo individual, que a día de hoy puede ser cumplido de manera aparentemente inocua gracias a las nuevas tecnologías y a unos códigos generacionales que permiten desechar a las personas a golpe de click; gestos y formas que, en realidad, no hacen sino apuntalar la mercantilización de las relaciones personales.

La defensa de ese modelo exige el descrédito ocasional del contrario. Así, frente a ellos se ubican los rojipardos, izquierdistas de vocación, conservadores de profesión, los cuales, de manera inconsciente (cuando no dolosa), sirven de tontos útiles al enemigo común: la extrema derecha. Por si fuera poco, gracias a la irrupción de Simón, los rojipardos devienen nostálgicos al apreciar los beneficios de la vida de la generación anterior a la luz de su propia experiencia. Aquí sucede algo parecido a cuando el rojipardismo critica el modelo migratorio actual, depredador de personas y sociedades enteras. En ese caso, se ha llegado a retorcer el argumento inicial para afirmar, en un giro argumental sorprendente, que quienes enuncian tal crítica defienden una Europa blanca. En el caso de la nostalgia por la vida de la generación anterior, el argumento se retuerce para entroncarla directamente con la restauración de la arcadia nacional perdida característica del fascismo.

Desde luego, aunque la nostalgia sea un arma arrojadiza barata en estos tiempos, la acusación toca una tecla sensible sobre la relación de la izquierda con el pasado y la aceptación de la realidad. No cabe duda de que la nostalgia puede tener un carácter regresivo cuando el objeto de esa nostalgia se fetichiza. La idealización de las gestas revolucionarias (desde el asalto al Palacio de Invierno hasta la gesta de los tripulantes del Granma), de los liderazgos legendarios (con el ejemplo clásico del Che Guevara), de la doctrina (como recuerda Juan Andrade a propósito de los debates sobre el leninismo en el PCE de la transición), de las experiencias socialistas de los tiempos de la Guerra Fría (desde la URSS hasta Albania pasando por Yugoslavia) e, incluso, de las derrotas (como la sufrida por la II República), ha sido tremendamente dañina para la izquierda cuando se empaqueta en la atemporalidad. Aquí, la idealización nostálgica paraliza al militante, cautivo de liderazgos escapistas poco interesados en trazar una estrategia consecuente para la emancipación; reduce la complejidad del pasado e impide la orientación hacia el futuro. Todo esto también puede aplicarse a vivencias sociales concretas. Desde la experiencia de los militantes de base que, ante el estupor causado por la deriva de la “nueva política”, pueden llegar a idealizar a la Izquierda Unida pre-2014 a la vida de los jóvenes de provincia que, después de haberle visto las costuras a la capital, rememoran con cariño la sencillez de la vida en poblaciones más pequeñas sin recordar los pormenores de vivir en esos lugares.

Sin embargo, el problema no tiene que ver tanto con el objeto de la nostalgia como con qué hacemos con él. Ciertamente, todo ejercicio de memoria, incluida la nostalgia, implica la parcelación e idealización del pasado.

En este punto, no se trata de idealizar ese pasado ni de hacer un retrato objetivo de la vida en los ochenta y los noventa, sino de entender la nostalgia como un síntoma de la generación de Simón, que nos habla de pobres con iPhone suscritos a Netflix  que viven hacinados en un barrio gentrificado del centro de la capital. Desdeñar esa nostalgia como un arrebato irracional tiene implicaciones inmediatas, como el descrédito de los acusados, pero también tiene consecuencias de largo recorrido. En particular, sirve para aparcar los aspectos ligados a la justicia social en debates políticos y económicos centrados únicamente en la representatividad del sistema político-institucional con respecto a la diversidad social y la capacidad de generar mayores ingresos a través de energías limpias, en una Europa que parece redistribuir algo entre Estados (y con muchos matices) pero poco entre clases. A ello se supeditarán aspectos tan relevantes como la nueva reforma laboral, las decisiones que se tomen en la mesa de negociación entre el Gobierno de España y la Generalidad de Cataluña (y sus consecuencias a medio plazo para la forma del Estado) o una política exterior muy condicionada por el chantaje marroquí. En cualquier caso, las decisiones que se tomen se justificarán en la necesidad de mirar hacia el futuro, de un nuevo comienzo, de no vivir anclados en el pasado. El que cuestione este marco se ubicará, en el mejor de los casos, al margen de la historia; en el peor será un traidor.

El razonamiento es falaz en la medida en que volver la vista atrás se entiende como un mecanismo para reactivar una realidad que, aparentemente, siempre ha estado ahí, latente. El pasado se evoca así de la misma forma en que lo hace la nostalgia regresiva a la que hacíamos referencia previamente; una nostalgia que, en términos spinozianos, es una pasión triste que desvincula al sujeto de la realidad.

Por el contrario, la nostalgia en Simón apela más a los males de la España actual que a sus referencias al pasado; más a la sensación de injusticia y las promesas incumplidas que a las condiciones de vida de la clase trabajadora en la España del felipismo. La evocación del pasado es, aquí, una fase transitoria de un proceso social de largo recorrido; un momento de una larga somatización que, a partir de los agravios del desempleo y la precariedad, tiene el potencial de desembocar en la formulación de un proyecto emancipador (que, en cualquier caso, todavía no se vislumbra). La nostalgia es, de este modo, un momento de duelo imprescindible para avanzar, un momento de reconstrucción del ser tras el trauma. Esto, que deberían tenerlo tan claro aquellos que tanto quieren experimentar con las identidades y su carácter performativo, parecen olvidarlo cuando en el ser aparecen rastros de aquello que no parece tan vanguardista, como son en este caso la familia y la seguridad como fundamentos para construir un futuro en común.

El duelo no es simplemente aceptable, sino una exigencia a la hora de abordar los serios problemas a los que nos enfrentamos desde una perspectiva analítica. Un ejemplo de ello se puede observar en el extraordinario Nuestros Niños, de Robert Putnam, un estudio acerca de las transformaciones sociales ligadas al incremento de las desigualdades en Estados Unidos. Antes de abordar los problemas concretos relacionados con el cambio en la estructura familiar, la paternidad, la escuela y la comunidad en ese país, arranca su obra de una manera impactante:

Mi pueblo fue, en los años cincuenta, una encarnación aceptable del sueño americano, un lugar que ofrecía oportunidades decentes a todos los niños del pueblo fuera cual fuera su origen. Sin embargo, medio siglo después, la vida en Port Clinton, Ohio, es una pesadilla americana de pantalla dividida; una comunidad en la que los niños del lado equivocado de las vías que dividen la ciudad apenas pueden imaginar el futuro que les espera a los niños del lado correcto. Además, la historia de Port Clinton resulta ser tristemente típica de Estados Unidos […] La historia económica y social más rigurosa disponible en la actualidad nos dice que las barreras socioeconómicas en Estados Unidos (y en Port Clinton) en la década de 1950 estaban en su punto más bajo en más de un siglo: la expansión económica y educativa era alta; la igualdad de ingresos era relativamente alta; la segregación de clases en los barrios y las escuelas era baja […]

Por más que, un poco más adelante en el libro, Putnam admita los problemas existentes en el pueblo en el que creció (especialmente la exclusión de la mujer del espacio público y el racismo), no parece descabellado pensar que, en algún momento mientras escribía ese libro, Putnam deseara volver atrás. Nadie en su sano juicio pensaría que, al escribir ese libro, Putnam hacía el juego a la extrema derecha norteamericana.

Ese deseo en ese momento concreto, en el que el duelo se manifiesta con toda su fuerza dentro de nosotros cuando sufrimos el golpe de realidad (en el caso de Putnam, el extraordinario incremento de las desigualdades sociales en las últimas décadas en su país), solo puede ser interpretado como una manifestación reaccionaria si, al mismo tiempo, se niega que, tras el análisis racional y riguroso, somos porque recordamos; si, en definitiva, se niega nuestra propia humanidad. En esas circunstancias, la memoria deviene en un ejercicio de resistencia. En palabras de Dubravka Ugrešić,

La memoria a veces se parece a un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, a los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe nuestra historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, la arqueología del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es una guardiana precisa de nuestro recuerdo más íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta y más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares. Porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien.

En su obra, Ana Iris Simón hurga en una herida generacional que marcará el devenir de España en las próximas décadas a través de un relato muy personal con el que es fácil sentirse identificado sea cual sea nuestro origen, lo cual habla de su habilidad como escritora. Con Feria, Simón ha conseguido representar ese momento de duelo por las promesas rotas, aunque con una profunda fe en la capacidad del ser humano para asumir la realidad y con la convicción de que el amor de quienes nos rodean es un carburante para avanzar en la dirección correcta.