Editorial: La (mala) educación

En realidad, cada generación educa a la nueva generación, es decir, que la forma y la educación son una lucha contra los instintos ligados a las funciones biológicas elementales, una lucha contra la naturaleza para dominarla y crear al hombre ‘actual’ en su época. No se tiene en cuenta que el niño, desde que comienza a ‘ver y tocar’, tal vez pocos días después de su nacimiento, acumula sensaciones e imágenes que se multiplican y se hacen complejas con el aprendizaje del lenguaje. La ‘espontaneidad’, si se la analiza, se hace cada vez más problemática. Además, la ‘escuela’, la actividad educativa directa, es sólo una fracción de la vida del alumno, que entra en contacto ya con la sociedad humana, ya con la societas rerum [la sociedad de las cosas], y se forma criterios a partir de estas fuentes ‘extraescolares’ que son mucho más importantes de lo que comúnmente se cree. La escuela única, intelectual y manual, tiene también la ventaja de que pone al niño en contacto al mismo tiempo con la historia humana y con la historia de las ‘cosas’ bajo el control del maestro.

Antonio Gramsci.

La educación en España es un sempiterno campo de batalla político-partidista. Cada gobierno de turno aprueba su propia ley educativa, que intenta enmendar la del anterior. Los problemas de la educación en España son muy variados: el fracaso escolar, la desigualdad de oportunidades; las condiciones laborales del profesorado; la descoordinación autonómica y el nacionalismo periférico, los pedagogismos posmoprogres y neoliberales, la competencia desleal a la pública por parte de la privada-concertada… Todos esos problemas, entrecruzados, muestran el problema grave de la (mala)educación en España, un problema donde nos jugamos nuestro futuro ya que en las condiciones actuales un Estado-nación, como el español, solo podrá llegar a ser algo en el concierto internacional si, entre otras cosas, tiene una fuerza de trabajo con un nivel de cualificación medio-alto que produzca valores de uso y valores de cambio de alto valor añadido. Es lo que algunos autores llaman skill-biased technological changes [cambios tecnológicos con sesgo de habilidades], o, a la vez, educación como productora de una clase social como potencial nueva clase dominante en un posible modo de producción postcapitalista. Por supuesto, la educación también es productora de ideología dominante, de hegemonía de viejas clases dominantes o de potencialmente nuevas clases dominantes.

Pero justo para eso se necesita una estructura económica siempre formada por una jerárquica coexistencia de modos de producción que dé potencia a ese Estado-nación, España, de cara a hacerse valer en ese concierto internacional. Ello va más allá de la posición asignada desde hace años por nuestros socios y aliados de los bloques supranacionales en los que estamos insertos: OTAN y UE – o Imperio yanqui e Imperio alemán/IV Reich.

Por lo tanto, el problema de la educación en España, resultante del entrecruzamiento de los problemas citados, no es más que un efecto más de un problema mayor: el del actual statu quo, tanto a nivel interno (la lucha de clases, ergo economía política), como a nivel externo (la lucha de Estados e Imperios, ergo geopolítica), que tiene nuestro país. Todo lo que no sea un análisis lo más fundamentado de esa situación, que pueda convertirse en fuerza material al prender en las masas con una acumulación de fuerzas que lo pueda hacer reversible, será dar vueltas como un hámster en la rueda de la jaula de una ley educativa tras otra de un gobierno de turno tras otro, los cuales pondrán parches complicando aún más las cosas, pero sin ir a la raíz del problema.

Quizás algunas recetas que desde La Casamata recomendamos para empezar a dar un giro de la mala a la buena educación (y que, como hemos dicho, serían parte de un programa y proyecto mayor en la dirección de una superación del actual statu quo) puedan ser la coordinación centralizada de la gestión y los contenidos de la educación con una reorganización en la prestación de este servicio público; un claro favoritismo por la educación pública sobre la privada-concertada que, eventualmente, debería pasar a ser pública 100%, desde la educación infantil hasta la universidad; una mejora de las condiciones laborales, de la formación y del papel del profesorado en todos los niveles educativos que, a su vez, tendría que venir de la mano de una laminación de las muchas tentaciones corporativas de ese gremio; una apuesta decidida por la educación de 0 a 3 años; el apoyo al alumnado con problemas de fracaso escolar; la extensión del sistema de becas (sobre todo enfocadas en las rentas más bajas de cara a estudios universitarios) y, por supuesto, el reforzamiento y elevación de la reputación de la Formación Profesional, tanto de grado medio como superior. Todo ello con la finalidad de romper la desigualdad de oportunidades que golpea, sobre todo, a la clase obrera, y sin que ello suponga rebajar la exigencia en su rendimiento escolar, sino todo lo contrario.

Y, aún así…

La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert Owen). La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.

Karl Marx.

El secesionismo como revolución pasiva: de Eslovenia a Cataluña

Revolución pasiva y secesionismo

Desde el comienzo del proceso soberanista catalán en septiembre de 2012, sus dirigentes se han esforzado en destacar las similitudes entre su caso y otros de la historia europea reciente, sobre todo el esloveno. Las condiciones para esa evocación estaban dadas para ello ya antes del inicio del proceso, al menos desde que Jordi Pujol calificara a Eslovenia de país “modélico”, ya que su independencia se había conseguido gracias a unos dirigentes que insistieron hasta el final en la necesidad de llegar a acuerdos entre ellos. Pujol presumía de ser amigo personal del primer presidente de la Eslovenia independiente, Milan Kučan, y de haberlo aconsejado en los momentos críticos del proceso esloveno a finales de 1990. Más adelante, en octubre de 2017, horas antes de que Carles Puigdemont declarara (e inmediatamente después, suspendiera) la independencia, el eurodiputado catalán Ramón Tremosa evocó, realizando una interpretación muy personal de los hechos, el caso esloveno como similar al catalán y como un resultado aceptable para los actores internacionales (Morel, 2018: 122).

Paralelismos de este tipo fueron posibles gracias a los fluidos contactos entre los dirigentes secesionistas catalanes con el tejido político-social esloveno. Se pueden incluir como ejemplos la visita a Ljubljana de Raül Romeva –responsable de relaciones exteriores catalán– en marzo de 2017 y la de Pere Aragonès –responsable de economía– dos meses antes. Más adelante, en diciembre de 2018, un nuevo presidente catalán, Quim Torra, sostuvo una reunión informal con el presidente Borut Pahor en Ljubljana, tras la cual acudió a una reunión del Consejo para la República –una organización de carácter privado que, en la práctica, sirve a los intereses del expresidente Puigdemont en Bruselas– en la que afirmó: “los eslovenos lo tuvieron claro. Decidieron determinarse y tirar hacia delante en el camino de la libertad con todas sus consecuencias hasta conseguirlo. Hagamos como ellos –dijo Torra–. La vía eslovena es nuestra vía”.

A pesar de que los dirigentes catalanes han declarado seguir el camino esloveno, los resultados no han podido ser más diferentes. Mientras que el proceso esloveno se realizó sobre la base de una clase dirigente cohesionada y terminó con el reconocimiento internacional en 1992, el intento catalán ha concluido con una creciente polarización , sucesivas rupturas entre (y dentro de) los partidos políticos y entre estos y las élites económicas. Desde la supresión temporal de la autonomía catalana por parte del gobierno central de España (entre octubre y diciembre de 2017), se vive en Cataluña una etapa prolongada de confusión en la que los desarrollos coyunturales –caracterizados por el oportunismo a corto plazo de los actores– poco tienen que ver con la recomposición estructural posterior a la crisis de 2008, acelerada en el contexto de la pandemia de la COVID-19.

Ciertamente, ambos casos tienen un punto de partida común, ya que comenzaron tras una fase prolongada de desarrollo de instituciones políticas propias que protegían procesos económicos diferenciadas dentro de Yugoslavia y España. Además, el desencadenante común fue la existencia de una crisis política con un claro antecedente socio-económico. En ambos casos, las clases dirigentes locales emprendieron una serie de maniobras políticas que tenían como finalidad la reproducción de lajerarquía existente en las relaciones de producción a través de una reivindicación rupturista, como es la creación de un nuevo Estado, frente a riesgos como la recentralización o la articulación de alternativas políticas aparentemente radicales. En este sentido, ambos procesos secesionistas pueden ser vistos desde la óptica de la revolución pasiva de Antonio Gramsci (1981: 4/XIII, §57).

La revolución pasiva se diferencia de la revolución entendida en un sentido convencional en la medida en que la primera es articulada por las clases dirigentes en un momento de crisis de hegemonía con la finalidad de recomponer un bloque histórico, noción esta que sintetiza la problemática relación entre la forma política del cuerpo social con las relaciones de producción existentes (Gramsci, 1981: 10/XXIII, §1, §13; 13/XXX, §10). Mientras que la revolución convencional persigue una transformación orgánica de la sociedad de la mano de las clases trabajadoras, la revolución pasiva parte de la premisa de que “un sistema social no muere antes de que haya agotado todas sus posibilidades y puede conquistar su supervivencia introduciendo relativas ‘novedades’ en su modo de dirigir el conjunto social” (Campione, 2007: 93). La revolución pasiva, en este sentido, hace uso de la autonomía de lo político, sin por ello caer en el voluntarismo. En la recomposición exitosa de un bloque histórico hegemónico –objetivo final de la revolución pasiva–, las clases dominantes devienen en clases dirigentes a partir del momento en que, salvaguardando sus intereses corporativos, los superan para proyectarlos como comunes a los de todos los grupos subordinados de la sociedad a través del Estado, dando así una dirección política y ética al conjunto de la sociedad (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

Una vez alcanzada esa posición dirigente, la recomposición pasa, eventualmente, por un momento en el que se miden las fuerzas a nivel militar. A ese respecto, Gramsci utiliza el caso del secesionismo para ilustrar el problema:

Un ejemplo típico que puede servir como demostración-límite, es el de la relación de opresión militar de un Estado sobre una nación que trata de alcanzar su independencia estatal. La relación no es puramente militar, sino político-militar, y de hecho tal tipo de opresión sería inexplicable sin el estado de disgregación social del pueblo oprimido y la pasividad de su mayoría; por lo tanto, la independencia no podrá ser alcanzada con fuerzas puramente militares, sino militares y político-militares. Si la nación oprimida, en efecto, para iniciar la lucha de independencia tuviera que esperar a que el Estado hegemónico le permita organizar su propio ejército en el sentido estricto y técnico de la palabra, tendría que aguardar buen rato (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

La resolución exitosa del dilema identificado por Gramsci pasa, dentro de lo que él denomina “nación oprimida”, por un lado, por la articulación exitosa de un “partido orgánico”, una idea que va más allá de la forma institucionalizada de partido político y que da forma al programa común orgánico del conjunto de fuerzas que operan en la sociedad civil (Gramsci 1981: 17/IV, §37). Por el otro, en estrecha relación con lo anterior, por un proceso de “trasformismo” (Gramsci 1981: 8/XXVIII, §235). En este punto, la clase dirigente deviene en tal en la medida en que es capaz de absorber las fuerzas de los grupos aliados –e incluso de los rivales–, incluyendo aquí sus propios elementos activos, parte de sus programas y algunas de sus características ideológicas, en un proceso similiar al de la “cooptación” de Therborn (1979: 280-288), pero que lo supera. Las maniobras coyunturales dirigidas a ello son exitosas en la medida en que se conjuntan con los intereses estructurales de la clase dirigente. El éxito del proceso, finalmente, depende de la síntesis con la correlación de fuerzas internacional. Al respecto, Gramsci afirma:

Con todo, hay que tener en cuenta que a estas relaciones internas de un Estado nación se entretejen las relaciones internacionales, creando nuevas combinaciones originales e históricamente concretas. Una ideología de un país más desarrollado, se difunde a países menos desarrollados, incidiendo en el juego local de las combinaciones […] Esta relación entre fuerzas internacionales y fuerzas nacionales se complica aún más por la existencia en el interior de cada Estado de numerosas secciones territoriales de diversa estructura y de diversa relación de fuerza en todos los grados (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

Analizando la naturaleza de los protagonistas de cada caso, su propio contexto espacial y temporal, y sus respectivas singularidades (Suau, 2016: 160), se identificarán las dinámicas que llevaron a la reconstrucción del bloque histórico hegemónico en Eslovenia y a la descomposición del bloque catalán a través de la observación de los tres momentos o grados del estudio de la correlación de fuerzas en el pensamiento gramsciano: el momento estructural, el de la correlación de fuerzas políticas y el de la relación de fuerzas militares.

Reproducción exitosa en Eslovenia

En la revolución pasiva eslovena, el aparato institucional llevó adelante una operación de transformismo de perfil nacionalista que permitió reproducir el esquema socioeconómico yugoslavo más allá de la independencia. El bloque histórico, hegemonizado por los gestores y cuadros técnicos de las comunidades de autogestión (Kirn, 2018), con la clase trabajada como grupo subordinado, consiguió reproducirse hasta la integración en la Unión Europea (Bembič, 2017).

El momento estructural de la revolución pasiva eslovena irrumpió con el inicio de la crisis sistémica yugoslava y los sucesivos intentos de resolverla a lo largo de la década de 1980. La subida abrupta de los tipos de interés, el cambio en las prioridades comerciales de Europa Occidental y la subida de los precios del petróleo generaron contradicciones que no podían ser salvadas únicamente a través de ajustes menores en el sistema (Woodward, 1995a: 47-48); sin embargo, sus características no permitieron modificar el statu quo (Palacios, 2001: 323-324). Así, a lo largo de la década se aplicaron políticas de austeridad para refinanciar la deuda, las cuales tuvieron efectos en la vida cotidiana de la población, que vio disminuido su poder adquisitivo en un contexto de incremento del desempleo. Esa dinámica fue inmediatamente mediada por los intereses de las comunidades de interés articuladas en las repúblicas y provincias autónomas, apuntaladas por la introducción de elementos de economía de mercado en Yugoslavia a partir de 1965, la cual vino acompañada de una creciente tendencia hacia la descentralización política.

Aquellas reformas contribuyeron a reforzar las diferencias ya existentes entre las regiones ricas del norte de Yugoslavia y las pobres, del sur, debido a que las empresas ubicadas en el norte tenían mayor capacidad de financiación y, en último término, podían beneficiarse de los bajos salarios existentes en la periferia. Para 1980, Eslovenia tenía la segunda balanza comercial interregional de Yugoslavia (sólo por detrás de la provincia serbia de Vojvodina) y la más favorable con respecto al comercio internacional (Bićanić, 1988: 121-123). Todo ello venía favorecido por aspectos como el desarrollo de infraestructuras, ferrocarriles, telecomunicaciones, sistemas de tuberías y tejido eléctrico (Mencinger, 2014: 15) y el elevado nivel de vida de la población (Zimmermann, 1977: 36). Esa bonanza permitió a las fuerzas políticas y sociales –incluida la clase técnico-gerencial y la clase trabajadora organizada, cuyos representantes cumplían una función armonizadora dentro de las empresas y entre estas y las instituciones políticas (Kirn, 2019: 125)– conformar una comunidad de intereses que, en nombre de la competitividad, se oponía al control de aspectos de la política económica por parte de las autoridades federales yugoslavas, entre los que se encontraba la redistribución del producto nacional entre regiones, la administración de las divisas, la estrategia industrial y la regulación de los precios.

Con ese punto de partida, la clase dirigente eslovena desplegó una serie de iniciativas político-institucionales que bloquearon cualquier tentativa de recentralización administrativa de la gestión económica, transformaron el carácter de la federación yugoslava y, finalmente, condicionaron su propia existencia como Estado. Así, el momento de la correlación de fuerzas tuvo un carácter preventivo ante los eventuales movimientos recentralizadores de otros actores en la federación; uno de ellos, en el fondo inofensivo para el estatus de Eslovenia, fue la creciente reafirmación del poder de Serbia en sus provincias autónomas, reflejada en el ascenso político de Slobodan Milošević (Veiga, 2011: 105); el otro, ansiado por las sucesivas administraciones federales –y defendido por las burocracias transnacionales (Woodward, 2017: 229)–, pretendía dotar al poder central de mayores prerrogativas para gestionar la crisis económica y mantener el mecanismo redistribución interna de la riqueza, lo cual sí atentaba contra los intereses de Ljubljana.

La reproducción del bloque histórico fue posible gracias al mantenimiento en Eslovenia de los niveles de pleno empleo –que fue una variable clave en el estallido de la crisis (Woodward, 1995b)– y, en ese contexto, a las iniciativas de la Liga de los Comunistas de Eslovenia, que transformó el modo de relacionarse con los grupos sociales de la república elevando su nivel de representatividad e integrándolos gradualmente en el sistema, dotándolo así de una nueva homogeneidad a nivel burocrático-institucional. Se articuló, pues, un “partido orgánico” esloveno, en un proceso que pasó por varias fases. La primera, a principios de los ochenta, consistió en el apadrinamiento de los nuevos movimientos sociales por parte de la Juventud Socialista (ZSMS) y en la articulación de una oposición nacionalista gracias a la creación de la publicación Nova revija, un hecho que, como recuerda su fundador, no hubiera sido posible sin el beneplácito de los comunistas (Rupel, 2017). Estos actores fueron desembocando gradualmente, y a un ritmo similar, en un frente común contra Belgrado: en 1987, con acontecimientos como la controversia del “Plakatna afera”, la publicación de las Contribuciones para el Programa Nacional Esloveno en Nova revija (que contaban con el conocimiento previo de los comunistas) o la reacción a la detención y el procesamiento de tres periodistas y un militar por revelación de secretos militares en la primavera de 1988. La reacción al hecho de que el juicio contra estos últimos se realizara en la jurisdicción militar y en serbocroata a pesar de realizarse en Eslovenia, dio pie a la articulación de un movimiento de masas conocido como “primavera eslovena”, al cual se sumaron los sectores más relevantes de la sociedad civil a través del Comité en Defensa de los Derechos Humanos (Odbor) fundado por Igor Bavčar, un hombre relacionado con la Alianza Socialista (que funcionaba como paraguas de las organizaciones de la sociedad civil). Con el tiempo, como recuerda uno de los miembros de Odbor, las reivindicaciones de ese movimiento se centraron en la defensa de la lengua eslovena desde una perspectiva nacionalista (Močnik, 2011). Sobre esa plataforma común se desplegaron iniciativas diversas para reformar la constitución eslovena (Žerdin, 1997: 26) y para crear los nuevos partidos políticos que competirían en una nueva democracia, limitada al ámbito esloveno (González Villa, 2014).

Con esa nueva homogeneidad, los actores abordaron el momento político-militar de la revolución pasiva, que comenzó con la aprobación de las enmiendas constitucionales de septiembre de 1989, las cuales no solo incrementaron el margen de maniobra de las instituciones eslovenas –que se dotaron del poder de proclamar la secesión, pasaron a tener el monopolio en la declaración del estado de emergencia y anunciaban que la república tendría la última palabra sobre qué funciones federales apoyaría–, sino que modificaron el propio carácter del Estado, convirtiéndolo, en la práctica, en una confederación (Hayden, 1999). Las reformas legislativas de diciembre de ese año, además, crearon el marco para el pluripartidismo republicano, desactivando, en la práctica, la articulación de partidos políticos y competición electoral a nivel federal (todo ello en un contexto en el que la instauración del sistema multipartidista parecía irresistible).

Las elecciones de 1990 resultaron en una “cohabitación” (Rupel, 2011) entre la presidencia, encabezada por el excomunista Milan Kučan, y un gobierno de mayoría derechista, aunque con representantes de todos los partidos parlamentarios. Desde entonces, el proceso soberanista se caracterizó por la unidad de acción. Ejemplo de ello fue la aprobación de la Declaración de Soberanía el 2 de julio de 1990, que salió adelante con 187 votos a favor, tres en contra y dos abstenciones (Pesek, 2007: 196). Con los meses, se conformó un esquema en el que la Presidencia proporcionaba el control del aparato del Estado, mientras que Kučan fue asumiendo paulatinamente los planteamientos del ala más propicia a avanzar en la agenda independentista, representada por figuras como Dimitrij Rupel, Igor Bavčar o Janez Janša (respectivamente, responsables de Exteriores, Interior y Defensa del ejecutivo, este último actual presidente del Gobierno esloveno). Precisamente esa ala fue la que empujó a la realización del referéndum de secesión en diciembre. El momento llegó como consecuencia del contexto yugoslavo –las crecientes tensiones en Croacia– e internacional –la consumación de la reunificación de Alemania, que proporcionó un marco que justificaba cambios de fronteras en Europa utilizando criterios étnico-nacionales–. Más que una herramienta para la deliberación democrática, el referéndum fue un método de legitimar una secesión que, en realidad, ya estaba en marcha. En este sentido, fue todo un éxito: el 88% del electorado se pronunció a favor de la secesión.

A partir de ese momento se abrió un período de seis meses en el cual los eslovenos culminaron los preparativos institucionales, militares y diplomáticos para culminar con éxito la secesión. Los primeros incluyeron la aprobación de un paquete de hasta trece leyes que debían garantizar el funcionamiento del Estado (Pesek, 2012: 181) y asumir el control total del sistema fiscal y la impresión de una nueva moneda. Sobre los preparativos militares, se adquirió el material necesario para, a partir de la Defensa Territorial de la república (que hasta entonces formaba parte, junto al ejército, del esquema de defensa de la federación), conformar unas fuerzas armadas operativas flexibles para entablar un conflicto breve con al Ejército Popular Yugoslavo. El armamento llegó entre diciembre de 1990 y junio de 1991 y tuvo procedencias muy diversas –aquí se incluye la llegada de armamento de Singapur gracias a la intermediación israelí (Haldnik, 2013), la importación de equipos de comunicación Racal del Reino Unido, la participación de intermediarios para hacerse con excedentes del ejército de la RDA y la intermediación de Estados como Bulgaria que, a través de su empresa Kintex, envió hasta 16 contenedores con armamentos que llegaron a Eslovenia pocos días antes de la proclamación de la independencia (Šurc y Zgaga, 2011: 206)–. Todo ello contó, cuando no con el apoyo de las potencias occidentales –como la financiación de las compras por parte de Alemania a través de empresas intermediarias (Šurc y Zgaga, 2011: 91-92)–, con su aceptación de los hechos consumados. Estos fueron asumidos desde muy pronto, considerando que, ya a principios de 1991, los representantes eslovenos mantuvieron encuentros informativos con representantes de las grandes potencias y de organizaciones internacionales como la OTAN, que de esta manera estuvieron al tanto de los desarrollos sobre el terreno (Janša, 1994: 92). Las grandes potencias no hicieron nada por evitar el desenlace. Al contrario, dieron su bendición a los hechos consumados a través de la intervención de la troika de la Comunidad Europea, que impulsó en julio de 1991 una negociación que sentó en la mesa, al mismo nivel, al gobierno federal y al esloveno. Ello derivó en la Declaración de Brioni –un preámbulo antes del reconocimiento de los Estados europeos, que llegaría en enero– y la retirada del Ejército Federal, conseguida gracias al acuerdo entre Borisav Jović y Janez Drnovšek, representantes serbio y esloveno en la presidencia federal respectivamente.

Descomposición en Cataluña

El momento estructural de la revolución pasiva catalana se contextualiza en la descomposición de la coalición social característica de los años en los que Jordi Pujol, líder histórico de Convergencia i Unió (CiU), representante de los intereses de la burguesía catalana, presidió el gobierno regional (1980-2003). Hegemonizado por esa clase, el bloque histórico incluía a la clase trabajadora, desarticulada políticamente en los años ochenta (un relato pormenorizado del asalto al movimiento comunista catalán en esa década puede encontrarse en la larga conversación entre Julio Anguita y Juan Andrade, Atraco a la Memoria). Los beneficios de ese período se empezaron a cuestionar con la crisis vinculada a la gran recesión, que representó un salto de una sociedad industrial a otra posindustrial (Sarasa, Porcel y Navarro Varas, 2013: 81). Ciertamente, el proceso soberanista se desarrolló en medio de la consolidación de esa sociedad posindustrial, que reducía la importancia del sector secundario de la economía y la construcción y profundizaba en la tercerización de la estructura económica. Así, el período 2006-2011 vio como la población dedicada a tareas típicamente industriales pasaba del 23% al 16% de la población. La destrucción de empleo en ese período, que también afectó al sector de la construcción, se compensó parcialmente a través de la creación de puestos de trabajos en el sector servicios y la extensión de la categoría de nuevos directivos terciarios. Todo ello coincidió con tendencias generales como la reducción de la protección social, la disminución de los niveles de renta, la extensión de la pobreza, la ampliación de las desigualdades –especialmente de aquellas que se daban dentro de las clases medias, entre directivos asalariados y el creciente número de trabajadores por cuenta propia– y el incremento del riesgo a perder el trabajo, una característica que atravesaba a todas las clases sociales (Sarasa, Porcel y Navarro Varas, 2013: 82).

En ese contexto, de miedo e incertidumbre, los apoyos a la independencia eran mayores entre aquellos que tenían algo que perder. El voto secesionista era el de los trabajadores bien remunerados, de los que se sentían satisfechos con sus ingresos y de los que consideraban que la situación económica de sus hogares mejoraba o, al menos, no empeoraba. Se situaban en contra la mayor parte de quienes tenían rentas por debajo de los 1.200 euros mensuales, de los que habían perdido el empleo, de los que habían visto reducir los ingresos de sus hogares en el último año y de aquellos quienes habían visto como los miembros de su entorno familiar quedaban en paro (Centre d’Estudis d’Opinió, 2017: 32-33, 38). Más que representar esa posición, los sindicatos se limitaron a apoyar el “derecho a decidir” –eufemismo del independentismo para evitar la problemática expresión “derecho de autodeterminación” (por lo señalado en la Declaración realizada por miembros de la Asociación Española de Profesores de Derechos Internacional y Relaciones Internacionales)–, aunque no la independencia en sí. Por otro lado, las clases altas se terminaron posicionando mayoritariamente en contra de la secesión. Tras la proclamación de independencia de octubre de 2017, una parte de las grandes empresas catalanas cambiaron su sede social, entre las que destacan La Caixa, Banco Sabadell, Gas Natural y Abertis. Para mayo de 2018, más de 4.000 empresas habían realizado ese trámite. La fragmentación era más visible en las organizaciones patronales, que han estado al borde de la ruptura en varias ocasiones debido a la divergencia entre la dirección y la mayor parte de las empresas de Foment del Treball, integrada en la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), contrarias a la independencia, y las organizaciones Cecot y Fepime, representante de las pequeñas y medianas empresas, cuyos componentes se mostraron partidarios de la secesión.

El segundo momento, de la correlación de fuerzas, es la historia de la instrumentalización fallida del secesionismo por parte de Convergencia i Unió (CiU), que con ello pretendía aplacar el peligro que representaban el movimiento de los Indignados de 2011 y el ciclo de lucha sindical en el contexto de la crisis del euro como consecuencia de la implementación de las políticas de austeridad en España. CiU, de hecho, había sido pionera en la aplicación de la austeridad en Cataluña entre 2010 y 2012 con el apoyo del Partido Popular. El cerco al parlamento catalán del 15 de junio de 2011 por parte de manifestantes relacionados con el movimiento 15-M fue, así, el origen directo del impulso secesionista por parte de CiU. El gobierno catalán entendió que la situación amenazaba de forma directa su hegemonía desde la izquierda radical, pero supo explotar con habilidad el origen “madrileño” del movimiento, ayudados para ello por la izquierda nacionalista. Así, desde Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el que había sido su líder, Josep-Lluis Carod Rovira, estigmatizó el 15-M en un virulento artículo como un “movimiento de indignación española”.

Un segundo motivo que llevó a la burguesía catalana a dar pie al proceso fue la posibilidad de utilizarlo como medida de presión para la obtención de un mayor nivel de descentralización fiscal dentro de España, similar al que tienen País Vasco o Navarra (Coscubiela, 2018; García, 2018: 28). El experimento secesionista (que se desarmó en octubre de 2017) se saldó con un estrepitoso fracaso para la burguesía catalana, en la medida en que la mencionada CiU ha dejado de existir y, además, sus restos han quedado a merced de organizaciones como la Candidatura de Unitat Popular (CUP), un partido pancatalanista, movimentista y asambleario. De este modo, la que hasta entonces había sido la clase hegemónica en Cataluña, se quedó huérfana de representación política (Santamaría, 2021), al menos de manera transitoria.

Las dinámicas políticas entre, y dentro de, los partidos secesionistas impidieron una estrategia coordinada para conseguir la independencia o, al menos, la obtención de una hacienda propia. La competición entre CiU y ERC por ser más creíble frente a las organizaciones de la sociedad civil independentista, sumada a la irrupción de la CUP, dio a la política partidista un nivel inaudito de autosuficiencia que sobrepasó ampliamente la noción de “autonomía relativa” de Poulantzas (1973: 143), convirtiéndola en un ejercicio de voluntarismo caricaturesco. Desde 2012, los partidos estaban sujetos a los vaivenes de una movilización social de carácter étnico-nacional, fundamentado en el deseo de autogestión económica (Canal, 2018: 161), y que llamaba a aplicar el mandato del pueblo en la calle a través de un referéndum y la polarización de ese pueblo con respecto a los elementos antagónicos –españoles– dentro de la sociedad catalana (Canal, 2018: 195-196). Todo ello sin apoyos orgánicos de ningún tipo y sin dar pasos reales en la dirección de conformar un nuevo Estado.

Conforme se endurecía la resistencia política y legal del gobierno central, el gobierno catalán incrementaba la presión de la movilización social, pero siempre por supervivencia y nunca con la intención de implementar los sucesivos mandatos populares que afirmaba seguir. En ese marco, se desarrollaron las movilizaciones sociales de 2013 y 2014, que se tradujeron en una declaración de soberanía (enero de 2013) y una consulta denominada “proceso participativo” (noviembre de 2014) promovida por el gobierno catalán tras la suspensión por parte del Tribunal Constitucional de un intento de convocatoria de un referéndum formal. El errático movimiento era el reflejo de la búsqueda de un equilibrio imposible entre el control de los sectores independentistas más radicales, la continuación de las políticas neoliberales y el mantenimiento de lo que podríamos denominar como un statu quo mejorado (esto es, la autonomía con un concierto económico, algo que, en cualquier caso, requería no perder de vista la necesidad de una eventual mejora de las relaciones con Madrid).

La huida hacia delante continuó con las elecciones anticipadas de septiembre de 2015, en la que los secesionistas se agruparon en la candidatura única Junts pel Sí (JxSí), con figuras de la sociedad civil pero controlada políticamente por ERC y Convergència Democràtica de Catalunya (uno de los componentes de la para entonces extingida CiU). Por encima de la estrategia común, la jugada permitía al primero acercase al objetivo de liderar el espacio soberanista, mientras que el segundo veía en el experimento una oportunidad para profundizar en una estrategia de largo recorrido que tenía como fin el ensanchamiento de su base de influencia social (Amat, 2018: 54-55). Las débiles bases del movimiento quedaron aún más tocadas tras los resultados electorales, inferiores a la suma de CiU y ERC en 2012. De hecho, la candidatura quedó a 10 escaños de la mayoría absoluta. Dado el carácter “plebiscitario” que se había atribuido a las elecciones, los 10 diputados de la CUP (que no se había unido a la candidatura común) devinieron vitales, pero aun así la suma de los votos de estas opciones quedaba lejos del 50% del total. El condicionante de la CUP tuvo efectos muy tangibles a corto plazo, como la caída de Artur Mas como líder de CiU y de su referente histórico, Jordi Pujol, por las revelaciones sobre corrupción. En ese contexto, se propuso elegir como nuevo jefe del gobierno a un casi desconocido: Carles Puigdemont, entonces alcalde de Gerona, de un perfil claramente independentista (García, 2018: 26).

Desde entonces, la fuerza motriz de la política catalana durante el período 2016-2017 fue la preservación de la coalición conformada entre los partidos secesionistas, a pesar del insuficiente apoyo con el que contaba el gobierno para llevar a cabo acciones tan trascendentes como la creación de un nuevo Estado. Es decir, el segundo momento de la revolución pasiva fue fallido, y ya no se podía esperar mucho del tercero –el de la confrontación político-militar con el Estado–. En esta nueva etapa, las iniciativas soberanistas tuvieron un impacto institucional limitado, pero llevaron a la polarización social y, en último término, a la ruptura del grupo dirigente catalán. Aquí se incluyen la aprobación de la resolución de noviembre de 2015, que declaraba iniciado el proceso soberanista; la creación de las llamadas “estructuras de Estado”, entre las que destacaba la nueva agencia tributaria; y la creación de una comisión de estudios para la planificación de un “proceso constituyente”. Todo ello fue suspendido por el Tribunal Constitucional. En ese contexto se puso de manifiesto, una vez más, la fragilidad del bloque burocrático-institucional secesionista, cuando la CUP forzó una cuestión de confianza derivada de su rechazo a los presupuestos en junio de 2016. La reacción del gobierno consistió en preparar el terreno para la celebración de un referéndum y la subsecuente declaración de independencia en otoño de 2017, aunque sin realizar, en ningún caso, preparativos para la implantación de un nuevo Estado (Vila, 2018: 23-24).

Los acontecimientos de aquellos meses demostraron, por un lado, el insuficiente capital político con el que contaba la opción secesionista, tal y como se observó a través de la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad el 6 y 7 de septiembre (en unas sesiones parlamentarias caracterizadas por la vulneración de los derechos de la oposición), la proclamación de independencia del 27 de octubre (puesta en suspenso unos segundos después) y la dimisión del consejero Santi Vila en la víspera del 27 de octubre. El relato de este último destaca el papel de ERC y las redes sociales, en las que resonaban las voces más radicales del soberanismo, en la decisión final de Puigdemont de no abortar el proceso en el último momento y convocar elecciones (Vila, 2018: 56-60). Además, también quedó claro que el gobierno español gozaba de poder suficiente para imponer su autoridad: en términos de apoyo social de la población del Estado –en algunos casos muy exaltado–, falta de resistencia en Cataluña y apoyo desde la Unión Europea (Cardenal, 2020). Todo ello le permitiría descabezar al soberanismo con detenciones, la intervención de la Policía Nacional y la Guardia Civil en el referéndum del 1 de octubre, ejercer el control directo de la administración autonómica sin resistencia y, finalmente, dar carta blanca a la fiscalía para el procesamiento de los principales actores secesionistas.

Conclusión

A través de este artículo se observaron dos caminos muy diferentes a partir de un punto en común: el intento de una clase dominante en un Estado complejo de huir hacia delante en una etapa turbulenta. Pero mientras las clases gerenciales eslovenas consiguieron seguir hegemonizando el bloque histórico local gracias a la sistemática acción de las élites políticas, la burguesía catalana, en un ejercicio de audacia temeraria, quedó huérfana de representación política. Esto último no habla tanto de la capacidad de esa clase de articular su representación –en realidad, sus intereses pueden tramitarse a través de otros partidos políticos, como ERC y el Partido de los Socialistas Catalanes– como de las dificultades que encuentra para recomponer su bloque histórico como consecuencia del desprecio mostrado hacia sus propias clases subordinadas, partidarias de permanecer en España.

En esa línea, no hay que perder de vista que el secesionismo europeo contemporáneo forma parte de un continuum de revoluciones pasivas dentro de una Europa cada vez más inestable, que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Eslovenia, a pesar de haber conseguido la independencia, no es ajena a esa dinámica. Tras la independencia y con la integración en la UE, sus clases dirigentes perdieron el control del aparato productivo y dejaron cautiva a una clase trabajadora cada vez más precarizada, haciendo cierta la máxima de Gramsci de que:

A menudo, el llamado ‘partido del extranjero’ no es precisamente el que como tal es vulgarmente indicado, sino precisamente el partido más nacionalista, que, en realidad, más que representar las fuerzas vitales de su propio país, representa su subordinación y el sometimiento económico a las naciones o a un grupo de naciones hegemónicas (1981: 13/XXX, §2).

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha.

Artículo publicado previamente en la revista austriaca Kurswechsel (n. 3/2021, pp. 51-63) con el título “Passive Revolutionen mittels Sezessionismus: von Slowenien bis Katalonien” [Revoluciones Pasivas a través del Secesionismo: De Eslovenia a Cataluña].

Imagen: Concentració al passeig Lluís Companys esperant la proclamació d’independència de Catalunya. 10-10-17, por Amadalvarez.

 

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