España: la soberanía ante la geopolítica mundial

El mundo tras la pandemia

La pandemia provocada por el coronavirus es uno de los acontecimientos políticos más relevantes desde la II Guerra Mundial. A escala psicológica, ha sido experimentado como un trauma colectivo, con cientos de miles de muertos en cada país, con una experiencia compartida de confinamiento en buena parte del globo y con unos efectos en la sociedad y las pautas de consumo y ocio que habrá que calibrar. En lo económico, ha supuesto una quiebra comparable a la del Viernes Negro de 1929, incidiendo sobre problemas estructurales derivados de las respuestas a la crisis de 2008. Los servicios públicos y los sistemas sanitarios de países como el nuestro llevaban décadas de recortes, reducción de personal y precarización, que limitaron su capacidad de respuesta; simultáneamente, procesos de externalización y privatización de la gestión dieron cabida al capital privado, como el ensayado en la sanidad madrileña desde los tiempos de Esperanza Aguirre, introduciendo una lógica espuria de búsqueda de beneficio y creando una dualidad entre la red pública y la de gestión privada que dispara el gasto degradando el servicio. Las perspectivas económicas para España y la evolución del desempleo en el arranque de 2022 son mejores de lo augurado, particularmente cuando se contrasta con mensajes catastrofistas propagados desde ópticas ultraliberales, contrarias a medidas gubernamentales como la subida del SMI o las medidas de protección social. Los indicadores hablan de un rebote del PIB, aunque inferior a la caída experimentada en los años previos, y una bajada notable del desempleo. Sin embargo, la recuperación se ha fundamentado en un modelo de precariedad laboral, derivado de las reformas laborales de los ejecutivos de Rodríguez Zapatero y Rajoy, en consonancia con las directrices e imposiciones europeas. Está por ver si la reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz podrá contribuir a cambiar nuestro modelo laboral. Si bien esta reforma no constituye una derogación de la norma anterior, condicionada como está por los fuertes corsés de la UE y la renuencia del PSOE a confrontar con el poder económico o las autoridades comunitarias, sí restablece elementos de la negociación colectiva que habían sido laminados.

La llegada de los fondos europeos Next Generation, dispuestos por los socios comunitarios para la reconstrucción económica tras la COVID-19, teóricamente deberán servir para impulsar la transformación del modelo productivo, la digitalización y la transición energética, abundando también en la cohesión territorial y en el reforzamiento del sistema sanitario.  Pero la endeblez del tejido empresarial español y la presencia de dinámicas especulativas podría lastrar los efectos de esta inyección. Además, si bien la inyección económica represente en términos absolutos una gran cuantía y ha venido de la mano de un mecanismo de mutualización de la deuda europea, las reticencias de los países frugales han limitado el alcance de estas inyecciones.

El economista Juan Torres ha abundado en su blog sobre los peligros que acechan en 2022 a nivel económico. Una crisis de suministros, debida a la paralización de las redes de distribución a escala global, incidiendo sobre las economías occidentales, cuyo tejido industrial acusó una fuerte deslocalización hacia el sudeste asiático, generándoles ahora una notable dependencia. Cuellos de botella en sectores estratégicos ante la reanudación de la actividad económica, siendo imposible atender la demanda en tiempo de microchips y otros componentes. Pero todo ello no se habría producido meramente por la pandemia, sino que en realidad ésta agravó un proceso de fondo ya en marcha.

El capitalismo se fundamenta en un proceso de acumulación, una búsqueda permanente del beneficio, la ampliación del capital, en torno al que gravitan los procesos de producción y circulación de bienes y servicios. Tal lógica, que requiere un crecimiento ilimitado, entra en contradicción con los límites ecológicos del planeta y la disponibilidad de recursos no renovables, condicionando la capacidad de respuesta de los países y estructuras transnacionales, que además están atravesadas por redes de servidumbres con el poder financiero y económico.

Finalmente, hay que incidir en que la crisis medioambiental se conjuga con un agotamiento profundo de la globalización neoliberal y una reorganización del sistema mundo que nos ha conducido a lo que se denomina ya como la II Guerra Fría. Una era multipolar, donde EEUU se disputa la hegemonía mundial con China en una pugna tecnológica, económica y cultural, que está redefiniendo los ejes de la geopolítica mundial. Junto a las dos potencias principales se posicionan potencias económicas y potencia regionales.

La pandemia ha acelerado esta transición geopolítica, evidenciando la mayor capacidad de respuesta de China, cuya estructura económica, financiera e industrial se subordina a los intereses estatales, en contraposición al encaje que las potencias occidentales han de hacer entre abordar la crisis sanitaria y no dañar los intereses de sus grandes consorcios empresariales o provocar un cierre masivo de sus pymes.

La UE sigue siendo una gran área económica, a pesar de la pujanza comercial de los países asiáticos, pero su articulación política ha creado fuertes asimetrías entre los estados miembros en favor de Alemania, como gran potencia hegemónica, y detrimento de países mediterráneas como el nuestro. Por otro lado, todo su aparato de tratados comunitarios y la normativa del BCE están inspirados por los planteamientos neoliberales, estableciendo unos mecanismos de estabilidad presupuestaria, mediante el control del déficit y la inflación, que han sido suspendidos para afrontar los desafíos de la COVID.

En definitiva, estamos en un periodo de recomposición profunda que la pandemia ha exacerbado. El papel de España en el sistema mundial, engastada en la estructura de la UE y en los vaivenes de la gran transición geopolítica, suscita todo un nudo de cuestiones que merecen reflexión.

España y la soberanía en el sistema-mundo

España ha tenido una profunda crisis social e institucional, conectada con un fuerte cuestionamiento de las estructuras de representación política demoliberales a escala de todo el orbe occidental. La globalización neoliberal trajo consigo un retroceso del estado social y de los derechos laborales que ha socavado las bases del contrato social en que se fundamentaban estas sociedades, erosionando las seguridades vitales de las mayorías e incrementando la desigualdad en favor del gran capital. Tal situación es un campo abonado para movimientos impugnadores de un signo u otro.
Se ha hecho patente que la capacidad de control ciudadano sobre el devenir político de sus sociedades, y la capacidad de las estructuras de políticas en que se expresa la soberanía popular para ejercer el control de su territorio y dictar leyes ha sido socavada. La globalización ha construido un capital transnacional que monopolizó amplios sectores productivos, al tiempo que se desregulaba el ámbito financiero, permitiendo el auge de la economía especulativa. Las deslocalizaciones que se produjeron al socaire de este proceso y la terciarización de las economías desarrolladas, erosionaron la capacidad de presión del movimiento obrero en occidente.

En el caso concreto de España, en 2011, cuando arreciaban los efectos de la anterior crisis económica, las presiones de la UE forzaron a cambiar la línea política en materia económica del gobierno de Rodríguez Zapatero, al tiempo que se conminó al país, desde las instituciones comunitarias a acometer una reforma del artículo 135 de la Constitución Española, introduciendo el criterio de estabilidad presupuestaria y primando el pago de los intereses derivados de la deuda pública por encima de mantenimiento de los servicios públicos. Tal reforma se llevó a cabo mediante un pacto entre el PSOE y el PP, que entonces controlaban el 90% del Parlamento, y no requirió ser sometida a referéndum.

La pregunta que se suscita es obvia: ¿dónde queda la soberanía del pueblo español, del que según el precepto constitucional emanan los poderes del Estado, si puede ser forzado a cambiar su carta magna por las instituciones económicas y por la Comisión Europea? ¿Dónde queda el mandato electoral si un gobierno surgido de una mayoría parlamentaria puede ser conminado a cambiar las líneas de su política económica so pena de enfrentarse a sanciones para el país o a mecanismos de presión en el acceso a la financiación internacional?

Lo cierto es que la soberanía sólo puede entenderse como soberanía absoluta en un plano jurídico doctrinal; la idea de la nación, entendida como conjunto de la ciudadanía para la que rige el principio de igualdad ante la ley de todos sus miembros, o el pueblo como una comunidad autodeterminada, tiene un carácter metafísico. De facto, la soberanía habrá de ser entendida como la capacidad efectiva de las instituciones y los poderes constituidos de un estado para dictar leyes, dirigir la política exterior y administrar la vida de la comunidad; y si esa soberanía se ejerce democráticamente, el gobierno, surgido por elección directa o por mayoría parlamentaria, debe poder ser nombrado a partir de la expresión del cuerpo electoral, además de estar sujeto al imperio de la ley y al control de los otros poderes del estado. En este sentido, la soberanía se presenta como una cuestión de grado: habrá estados que tengan un grado máximo de soberanía, en la medida en que se hallen en la cúspide de una jerarquía internacional, y estados con una soberanía demediada.

Pero, además, la soberanía está condicionada por la imbricación de las instituciones y administraciones de los estados con el poder económico y los grupos empresariales. Como han mostrado Saskia Sassen (véase Nuevas geopolíticas) o Pierre Dardot, aunque suela presentarse la globalización como un proceso vinculado al debilitamiento de los estados, más bien se habría tratado de un debilitamiento de determinadas estructuras, como los servicios públicos y las empresas estatales, acometido por los poderes ejecutivos de los propios estados y que, incluso, ha venido acompañado de importantes retrocesos en las libertades civiles.

Lo cierto es que los estados actúan en conjunción compleja con las entidades transnacionales; son los estados los que dictan regulaciones legales, aunque el poder económico movilice palancas de presión mediática; son las administraciones del estado las que llevan a cabo privatizaciones, externalizaciones de servicios o adjudicaciones de obra pública o concesiones. Son los grandes estados los que han tutelado las grandes directrices económicas, forzando a estados menores a aceptar memorándums o duros ajustes a cambio de rescates.

Más en concreto, la globalización tiene que entenderse ante todo como el proyecto de dominación imperial desarrollado por EEUU tras el colapso de la URSS. Tal proyecto se arropó con una doctrina globalista vinculada a una metafísica liberal y a la doctrina tecnocrática del supuesto mercado autorregulado, la reducción del gasto público y de la presión impositiva como marcos necesarios para garantizar el desarrollo económico y social. En realidad, esa doctrina propició fundamentalmente lo que David Harvey ha llamado la acumulación por desposesión: la transferencia de servicios creados y sostenidos merced a la inversión pública y sustraídos a la lógica de la búsqueda del beneficio a manos del capital privado para generar nuevos nichos de mercado.

En el contexto europeo, Alemania asumió tras su reunificación el papel de potencia hegemónica. Como han señalado Manuel Monero y Héctor Illueca (véase Oligarquía o Democracia, España, nuestro futuro) el proyecto mercantilista ordoliberal impulsado desde el país germánico se benefició de la desindustrialización de los países de la Europa mediterránea, convirtiéndonos en uno de sus nichos de importaciones, al tiempo que el modelo euro acabó con los mecanismos de la devaluación competitiva, al renunciar España, Portugal o Grecia a las devaluaciones competitivas. Alemania tiende a acumular de esta forma un superávit estructural, dado que, de haber seguido con el marco, su moneda se apreciaría. Esta situación genera desequilibrios que deberían ser corregidos mediante mecanismos de redistribución de riqueza intercontinental, por ejemplo, mediante una hacienda comunitaria o una integración de la fiscalidad. Pero aquí es donde entra en juego la peculiar arquitectura de UE.

El proceso de integración comunitaria ha supuesto una cesión de la soberanía por parte de los estados, aunque con importantes asimetrías en función del peso de las economías nacionales. En el caso de España e Italia, el Brexit ha supuesto un aumento de su peso relativo. Pero la UE no llega a ser una estructura federal, ni tampoco parece que lo vaya a ser en lo inmediato. Las instituciones comunitarias fueron proclives en el pasado a alentar las políticas de la llamada “ortodoxia” económica, al tiempo que en los países más favorecidos por la arquitectura comunitaria cuajaba la representación ideológica de los países del Sur como pueblos licenciosos, con escasa capacidad de trabajo y entregados al dispendio.

Si las políticas de austeridad ya estaban en entredicho y el ascenso de China como gran potencia tecnológica y económica estaba redefiniendo las líneas de fuerza del sistema mundo, la pandemia ha actuado como un catalizador que ha acelerado el proceso, al tiempo que ha hecho chirriar las estructuras esclerosadas de la UE. Parece que es el momento de recuperar las políticas de estímulo, en conjunción con los procesos de transición energética; el momento de reindustrializar y recuperar la producción nacional y la autosuficiencia para hacer más eficientes y menos sensibles las cadenas de suministro. Pero las inercias doctrinales neoliberales y los fuertes intereses del capital, limitan la capacidad de desarrollar esos planteamientos, al tiempo que las asimetrías entre los estados, dibujan un escenario de ganadores y perdedores.

Nos referíamos antes a que el retroceso del estado social proporcionaba un caldo de cultivo propicio para los movimientos impugnadores. Hoy el populismo de derechas experimenta un fuerte ascenso a escala internacional; con un discurso inflamado que va desde el neoconservadurismo al individualismo ultraliberal, propugnan una salvaguarda de la identidad occidental, con fuertes componentes xenófobos, y señalan a una élite globalista que está secuestrando la soberanía. Ocurre que la caracterización de esa élite tiene más de teoría de la conspiración que de señalamiento de la lógicas y redes del capital transnacional.

En España, estas opciones derechistas, hasta ahora cobijadas dentro del espacio sociológico unificado de un gran partido de derechas, han cristalizado como una relevante fuerza política merced a la confrontación con el nacionalismo catalán y el proceso soberanista. La idea de que el PP de Rajoy había actuado con tibieza y de que las izquierdas son cómplices de los nacionalistas en su intento de desarmar el país y oponerse a todo lo que se puede identificar con las esencias patrias, ha constituido el gran combustible para que un nacionalismo español excluyente haya podido emerger. Aunque sus proclamas soberanistas se restringen al plano exclusivamente interno, donde del rechazo a la pretensión de los nacionalistas periféricos de fragmentar la soberanía nacional para ejercer la pretendida autodeterminación, se pasa a una estigmatización enconada de la diversidad lingüística e ideológica de España. Por otro lado, y en línea con el trumpismo y otras fuerzas neoconservadoras, también se abonan al negacionismo del ecologismo, a la oposición al feminismo, o al cuestionamiento de la progresividad fiscal.

Es cierto que las izquierdas alternativas españolas parecen incapaces de confrontar con el nacionalismo catalán, más allá de reclamar una salida dialogada. Como si la no demonización de las opciones nacionalistas periféricas llevase aparejado transigir con la absurda idea de que la solidaridad interterritorial constituye un expolio de una región rica como Cataluña.

Volviendo al plano internacional, el discurso globalista sigue incidiendo en una suerte de visión tecnocrática que reclama retomar las políticas de austeridad, pretendiendo plantear que la pandemia ha sido un puro evento pasajero y que la recomposición geopolítica o los desafíos ecológicos y económicos pueden ser domeñados con más dosis de financiarización y desregulación económica. Frente a estas dos opciones, cabe quizás una defensa de las conquistas sociales representadas en el estado del bienestar y los mecanismos de redistribución de riqueza, así como la defensa del reforzamiento del sector público y de la intervención estatal en sectores estratégicos como el energético, al tiempo que se aboga por la progresividad fiscal. Pero esas medidas deben supeditarse al establecimiento de alianzas internacionales.

En lo que atañe a España, sería necesario actuar de manera coordinada con otras naciones mediterráneas para hacer valer nuestro peso en el marco de la UE y ante esta nueva circunstancia internacional. Deshacerse de mantras tecnocráticos periclitados y de la pánfila fascinación por un europeísmo acrítico. Aunque el gran problema es la imposibilidad de plantear ningún debate político serio en nuestro país, dado el nivel de crispación que los medios de comunicación se encargan de fomentar y que tanto favorece el populismo reaccionario.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de enseñanza secundaria en Corvera, un concejo próximo a la ciudad de Avilés.

Notas sobre el papel del socialismo en España

Introducción

Como resulta imposible hacer filosofía en abstracto, sin tomar partido, me situaré en una perspectiva materialista, rechazando de mano cualquier tipo de esencialismo idealista con relación a la idea de cultura, a la idea de hombre, a la idea de nación y a la idea de España. ¿Hasta qué punto, me pregunto, es el idealismo filosófico el responsable de las confusiones ideológicas y de la crisis política que sufre actualmente España?

El idealismo filosófico entiende las culturas como entidades de tipo metafísico, entidades sustanciales cerradas, “mónadas leibnizianas”, dice Gustavo Bueno en El mito de la cultura (1996), capaces de establecer identidades en los individuos de modo prefijado. La identidad cultural así tomada como una entidad metafísica contribuye a perfilar los contornos de una idea metafísica de nación asociada a dicha cultura, arraigada en la etnia y, por tanto, muy próxima a los argumentos raciales y racistas, pues se entenderá que dicha cultura es fruto de la naturaleza particular de un pueblo. Entiendo el nacionalismo como el intento de legitimar un Estado sobre la idea de nación amparada en la concepción sustancial y metafísica de cultura arraigada y fijada en la etnia. Hay Estados pretendidamente étnicos en el mundo, como Israel o Grecia, y arrastran por ello problemas verdaderamente traumáticos y conflictos de compleja solución. En la película griega titulada Akadimia platonos (Filippos Tsitos, Grecia 2009) se aborda el asunto de un modo cómico pero impresionante, en clave dramática otra película, Xenia (Panos H. Koutras, Grecia 2014), ofrece otra versión del problema.

En el caso de Grecia, como en el de los desmenuzados Estados yugoeslavos, los griegos han tenido que replegarse a la etnia casi sin remedio al ser rechazados y expulsados de todos los países del entorno con el desmoronamiento del imperio otomano. Israel también es resultado de la expulsión traumática de la nación étnica, replegada en un territorio ya ocupado por otros pueblos, donde se ha ido haciendo fuerte, desplegando muros inverosímiles para separar las naciones étnicas y sojuzgarlas. El boyante indigenismo de Hispanoamérica ha dado lugar a situaciones incómodas. Países profundamente mestizos buscan legitimación étnica en los llamados “pueblos originarios”, con la recuperación de tradiciones culturales ancestrales incompatibles con los derechos humanos. De modo que el idealismo filosófico alimenta la conformación de Estados de etnias puras y culturas impolutas, al menos en cuanto a la representación, porque la realidad es que los conflictos de apariencia étnica son conflictos de clase.

I. España como Estado nación

1. España es hoy un Estado nación homologado como cualquier otro de los que conforman la Unión Europea. Existe un largo e intrincado debate acerca de la idea de España, pero para esa cuestión de la identidad de España, el materialismo exige renunciar a postular una esencia por así decir innata, perdida en el inicio de los tiempos, o cifrada en los genes de una raza. Lo que es y será España depende de su propia historia, y de lo que ese Estado nación pueda ir haciendo en el contexto de sus conflictos internos y de la dialéctica de Estados en la que necesariamente está envuelto. Desde una perspectiva materialista no hay posibilidad de defender, por lo tanto, un nacionalismo español en el sentido anteriormente señalado, puesto que renunciamos a la idea metafísica de cultura, y a la asociación de la cultura con una etnia como fundamento de un Estado. España no es un Estado étnico, ni atesora una cultura propia en sentido metafísico unitario, como ningún otro país, aunque se pretenda lo contrario (lo que no obsta para que sea nuestra nación una fuente inagotable de instituciones culturales de carácter universal).

Pero cuando decimos que España es un Estado nación queremos decir que se trata de una nación política. Y eso requiere alguna precisión porque el concepto de nación se usa de un modo confuso. Gustavo Bueno distingue cinco modos o usos de nación: biológica, étnica, histórica, política y fraccionaria. No hablamos de España como nación biológica, ni como nación étnica, sino como Estado. Los nacionalistas que “luchan” para establecer Estados étnicos secesionados de la madre patria amparan sus argumentos precisamente en esta consideración materialista que defendemos según la cual España no es un Estado sostenido por una étnica unidad cultural (racista). Porque, para ellos, si el Estado no es étnico es necesariamente un instrumento de represión contra esos supuestos “pueblos originarios”.

Sin embargo, en aquellas comunidades autónomas donde el nacionalismo es más fuerte, hasta el punto de imponer un idioma regional étnico como factor para el acceso al control de los resortes de poder burocrático, administrativo, policial y judicial de la comunidad autónoma, se acaba estableciendo un conflicto entre los autóctonos, que tienen abierto el camino al funcionariado que regula todos los procesos de control político y estatal de dichas autonomías, y los foráneos que, salvo excepciones, acaban ocupando su lugar como trabajadores inmigrantes en una casta inferior sojuzgada por la casta autóctona, de “ocho apellidos”. El nacionalismo etnicista fraccionario, al articularse en el entramado de un Estado, convierte un modo particular de lucha de clases en un pretendido conflicto étnico. Por esta razón, estas comunidades autónomas controladas por partidos nacionalistas fuerzan el modelo autonómico poniendo al servicio de sus intereses el bien común de la nación. Y curiosamente los españoles llegados a esas comunidades autónomas desde otras regiones son tratados como nación étnica, por cierto, definida con perfiles precisos insultantes e indignos.

2. España, como nación política, surge de la reorganización material de un Estado previo, un Estado del “antiguo régimen”, como tantos otros a su vez, en el cual era ante todo una nación histórica; un reino resultante de la confluencia de reinos previos desde cuya plataforma se perfilan las naciones étnicas. Y de esa fusión nació la monarquía hispánica católica que propició la unidad de la nación histórica española consolidándola por la expansión de la lengua común codificada por Nebrija (recomiendo la lectura del magnífico libro de Santiago Muñoz Machado, Hablamos la misma lengua, 2019). La idea de nación en sentido étnico, refiriéndose a los procedentes de un determinado lugar, se perfila, por lo tanto, desde dentro del Estado, y no antes. Cuando, por ejemplo, la Universidad Complutense de Alcalá de Henares creada por Cisneros organiza colegios mayores y menores para albergar a los estudiantes procedentes de distintas regiones de España está ejercitando esa idea de nación étnica, de procedencia, que no es incompatible con el Estado, sino expresión de su complejidad. Si la sociedad política la comparamos con un lago, decía Gustavo Bueno, las naciones étnicas vienen a ser los ríos. Los ríos no son el lago, que representa la unidad en la que las naciones confluyen, y así como los ríos no son el lago, así las naciones étnicas alcanzan su escala política en el lago.

Las naciones étnicas se perfilan desde la plataforma de un Estado. Fuera de él, las sociedades étnicamente cerradas son sencillamente sociedades preestatales, caracterizadas, según Gustavo Bueno, por el hecho de que sus planes y programas son convergentes, orientados al mantenimiento en equilibrio con su entorno, del mismo modo que puede hacerlo un enjambre de abejas. Puede haber conflictos individuales, pero la convergencia es uniforme. Los Estados, las sociedades políticas, se caracterizan porque sus planes y programas son divergentes, abiertos, y se conforman originariamente por la confluencia más o menos conflictiva de diversas sociedades preestatales. En el seno de esta nueva situación (lo que Lewis Morgan definía como el paso de la barbarie a la civilización) los diferentes grupos entran en un tipo de conflictos divergentes, abiertos, porque sus planes y programas son incompatibles, de modo que o bien se produce una desintegración, o bien puede ocurrir que uno de los grupos pueda establecerse como organizador del todo mediante el ejercicio del poder. Así irían surgiendo los “protoestados”, podríamos decir, porque el paso al Estado propiamente como tal, vendría cuando la sociedad política conformada por la confluencia de sociedades prepolíticas se encuentra con otra sociedad política. Ahí se perfila lo que Gustavo Bueno llama la “capa cortical” del Estado. De esta manera, los Estados se entienden como organizaciones sociales con planes y programas abiertos, cuyos conflictos internos procedentes sin duda de confluencia de pueblos preestatales se resuelven en la reorganización sistemática y cada vez más compleja del todo. Como, originariamente, los conflictos resultantes de la coexistencia de grupos preestatales en un mismo territorio y bajo un mismo poder se dan en el seno del Estado estos conflictos ya no son meramente étnicos, el Estado les confiere la forma que el marxismo ha identificado como lucha de clases.

3. El concepto de nación política que define a los Estados actuales es un concepto muy tardío, cristalizado en el siglo XVIII, que equivale a la “nacionalidad” que, según Gustavo Bueno, aparece en 1820 en lengua francesa. En esta época se produce el cambio del concepto de nación desde el sentido étnico al político. El concepto político de nación es completamente distinto, y procede de otras fuentes, no de la nación étnica, o biológica, sino de la transformación del Estado, tal y como Marx representó este proceso. La burguesía urbana independiente económicamente no puede esperar a las decisiones del rey. El grito de la batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792), “¡Viva la nación!”, se dirige contra el rey, tiene un origen republicano y va en contra de la monarquía absoluta. Una nueva clase se hace con el poder y entra en conflicto con la nobleza. Se produce una nueva definición de la sede del poder político. La soberanía reside en el pueblo que es el fundamento del poder político identificado como nación. Este concepto de nación es completamente distinto. Según Gustavo Bueno el uso de esta palabra “nación” puede estar influido por la metáfora de San Pablo del pueblo de Dios: “ya no hay gentes, todos nos refundimos en el cuerpo de Cristo”. En el pueblo soberano se refunden todas las naciones (étnicas). En este momento se concibe una nueva realidad política, renaciendo a un nuevo orden revolucionario y las naciones étnicas desaparecen.

La diferencia entre nación étnica y política es completa. Decía Bueno que la nación étnica es de ascendencia, de origen, “mira hacia atrás”. Mientras que la nación política mira hacia adelante, es proyecto: prolepsis. Además la nación política no admite otras naciones en su seno. El concepto de “nación de naciones” de Herrero de Miñón es una contradicción que proviene de la construcción a partir de un genitivo bíblico.

Así, aunque la ideología romántica declara que el Estado es fruto de la nación: “la nación se da a sí misma la forma de Estado”, lo cierto es que lo primero es la sociedad política, esto es, el Estado, y es en su seno en el que, en un proceso que va del siglo XVIII al siglo XX, nace la nación política, el Estado nacional.

II. España como nación histórica

1. Como Estado, según la teoría ofrecida por Gustavo Bueno en su Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas (1991), habría que considerar que España está compuesta por una capa basal, una capa cortical y una capa conjuntiva que se han ido fraguando a lo largo de los siglos en un proceso extraordinariamente largo en la historia. La capa cortical y la capa basal, mucho más estables, el territorio y sus fronteras, quedaron fijados hace varios cientos de años. Sin embargo, la capa conjuntiva es necesariamente variable, pues las sociedades humanas son anómalas, compuestas de individuos que nacen y mueren. Ningún individuo hereda por nacimiento su condición de español, debe ser troquelada esa condición en el contexto del Estado. Sin embargo, esa capa conjuntiva es la que históricamente gestiona el territorio y las fronteras y conforma lo que Bueno ha llamado la nación en sentido histórico.

Cuando se afronta la historia de los pueblos se insiste en el conjunto de acontecimientos políticos que han tenido lugar, las guerras, conflictos y detalles de diversos tipos, pero además de las acciones conforme a las cuales las sociedades han ido transformando sus relaciones en el conjunto de acontecimientos que jalonan su paso por el tiempo, en esos mismos procesos va teniendo lugar la conformación de su propio entramado territorial material que se proyecta más allá de las vidas individuales y de las generaciones. Un Estado se cristaliza en el tiempo a través de los procesos de transformación material que los habitantes van realizando, de modo que ese territorio adquiere el aspecto de una estructura, un entramado tecnológico y productivo articulado, un entramado que acaba regulando y determinando la vida y las acciones de los individuos en ese territorio.

Esa regulación de la vida a través del entramado estatal es la que confiere un patrón diferencial que constituye lo que podemos llamar la nación en sentido histórico. Una nación histórica no es un invento y no se puede establecer constitucionalmente, si no hay una intervención constante en el territorio y una transformación del mismo de modo más o menos cerrado, porque el entramado tecnológico que llamamos “basal” está organizado dentro de sus fronteras y a su través se difunde el poder y el orden político. Cuando las constituciones definen naciones y pueblos, mucho tiempo atrás ya esos pueblos y naciones han ido conformándose, y si ello no es así la situación es inestable y puede que explosiva. Es lo que ocurre por ejemplo con la instauración del Estado de Israel en Palestina. Una masa de población impone un nuevo orden estatal sobre otro ya organizado y necesariamente tiene que intervenir no solamente a escala conjuntiva, a la escala de las relaciones de producción, tiene que intervenir en la transformación del territorio, poblamiento, destrucción de poblaciones anteriores, “reclasificación” como mano de obra barata, destrucción de sus infraestructuras y recomposición de otras nuevas orientadas al sostenimiento de la población hegemónica. Muros, fronteras, colonias, y destrucción del entramado basal previo, todo es poco para reconfigurar el territorio en una nueva nación. La profundidad de la huella que se deja en el territorio define gran parte de la propia estabilidad y fortaleza de una sociedad política.

2. En este sentido decimos que los Estados son configuraciones complejas para la organización de la existencia de los hombres, pero no fruto de la voluntad, ni menos aun de un contrato social entre individuos ya capaces de decidir sobre su forma de organización política. Son artificiales, pero no coyunturales, porque no se dan sólo en el plano conjuntivo de las relaciones interpersonales de individuos y grupos, sino que se dan también en el plano basal, en la conformación histórica de un territorio: la patria, defendida frente a otros Estados. Es la escala en la que se perfila la historia universal. No es posible entender el Estado como una coyuntura determinada por una clase social burguesa para sojuzgar a la clase proletaria, una superestructura, como pretendía Jaime Pastor, en su libro El Estado (1977): “El Estado surgió en el momento de la aparición de las clases y no tiene por lo tanto ningún carácter “natural” sino que deberá “extinguirse” cuando desaparezcan las clases”. La confusión radica en que se entiende que al no ser natural la existencia del Estado es coyuntural, como instrumento al servicio de la lucha de clases, cuando es al contrario, si existe la lucha de clases es porque existe el Estado. La desaparición de las clases que propone Jaime Pastor no vendrá de la eliminación de las clases, sino de su multiplicación voluptuosa. La vida plenamente humana, con todas sus miserias y riquezas, se da en el seno de los Estados. Desde la perspectiva materialista no se puede entender un Estado sólo como una administración de las relaciones productivas, sino como el fundamento de las propias fuerzas productivas y de esas relaciones, en la medida en que estas se configuran a través de un entramado tecnológico práctico complejo cuya existencia se prolonga a través de las generaciones, gestionando y conformando su propia existencia.

En España, actualmente, en el contexto del desafío que supone la presencia de movimientos secesionistas bien organizados y financiados con dinero público, los independentismos periféricos no quieren sólo una independencia en sentido político, sino que para ello necesitan y pretenden desgajar parte del territorio nacional.  Pero precisamente ahí encuentran el principal escollo. Con las transferencias en materia educativa, tienen ya las estructuras necesarias para la conformación ideológica de las nuevas generaciones, aleccionadas en un odio atávico contra España, pero encuentran en la capa basal su principal dificultad, porque la capa basal de esos territorios está articulada en el contexto de la organización general de España y de su historia, de manera que resulta prácticamente imposible ejercer la soberanía separada sobre la capa basal de territorios como Galicia el País Vasco, Cataluña, Andalucía, etc. Y, por ello mismo, se insiste en estas regiones en la capa conjuntiva, esto es, en la dimensión política y social del independentismo como ideología, como símbolo, como emoción; haciendo a lo sumo instituciones regulativas, como por ejemplo “embajadas”, medios de comunicación, tergiversación de la historia, instituciones conjuntivas que no tienen suficiente fuerza para la ruptura efectiva del Estado.

La ruptura material efectiva requiere la destrucción previa de las estructuras basales que articulan el territorio nacional, y en gran medida esta es una de las funciones que han cumplido a lo largo de los siglos las guerras. Hay que destruir vías férreas, carreteras, puertos, canales, líneas eléctricas, tuberías, instituciones, edificios, cuarteles, reliquias que delaten el engaño, cortar todas las líneas de abastecimiento que pasen por el territorio enemigo, prohibir el idioma común y, en su caso, practicar la limpieza étnica, etc. Una vez redefinidas las fronteras hasta se podría permitir hablar español en sus territorios como parte de “su riqueza cultural”. Es lógico que con el fortalecimiento de los partidos independentistas en España, uno de los proyectos más necesarios y eficaces para la vertebración de la nación en el siglo XXI, en el contexto de los nuevos avatares climáticos, el Plan Hidrológico Nacional, fuera paralizado sin miramientos en el momento en que Zapatero fue elevado al poder. Y es que, visto en perspectiva, el régimen del 78, dirigido por el PSOE salvo intervenciones esporádicas del PP, parece orientado al desmantelamiento sistemático de la capa basal del Estado, como ya denunció Gustavo Bueno en su Discurso a los Mineros el viernes 28 de junio de 1991, con el fin de reducir su competitividad con los países hegemónicos de la Unión Europea, así como para satisfacer las ambiciones innobles de los nacionalismos secesionistas españoles que ven en el debilitamiento del Estado una oportunidad única para sus fines.

III. Lucha de clases y soberanía en el Estado nación

1. Esta unidad forjada de España como nación histórica sufrió un golpe decisivo con la invasión de las tropas napoleónicas, abriendo el camino para su transformación en nación política a través de la Guerra de Independencia -sin dejar de ser nación histórica, es decir, un Estado. Fue la Constitución de 1812 la que declaró a España como nación política, al postular que la soberanía reside en la nación, compuesta por los españoles de ambos hemisferios. Así pues, lo que definimos como nación política española parte del principio de la transferencia a toda la nación de la soberanía que en el Antiguo Régimen ostentaba el rey. Según esto, en la nación política la soberanía reside en todo el pueblo; en los vivos, pero también en los muertos enterrados en su seno, como decía Miguel Hernández en “Madre España”, y en los que vayan a nacer, como advertía Virgilio en el viaje de Eneas al inframundo. Es una totalización que convierte el territorio de la nación en propiedad común, y a todos sus habitantes en iguales. En una entrevista que un periodista español le hizo a Evo Morales, al plantearle la posibilidad de secesión en Bolivia de parte de su territorio, el que rodea a Santa Cruz de la Sierra, Evo Morales se quedó llamativamente sorprendido, y dijo que “la patria es sagrada”, Como lo formularía Miguel Hernández (selecciono estrofas donde queda definida de un modo telúrico la capa basal, la nación histórica y donde el sujeto queda triturado como sustancia):

Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas

donde desembocando se unen todas las sangres:

donde todos los huesos caídos se levantan:

madre.

Decir madre es decir tierra que me ha parido;

es decir a los muertos: hermanos, levantarse;

es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo

sangre.

La otra madre es un puente, nada más, de tus ríos.

El otro pecho es una burbuja de tus mares.

Tú eres la madre entera con todo su infinito,

madre.

Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.

Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.

Con más fuerza que antes, volverás a parirme,

madre.

España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos

de dolor y de piedra profunda para darme:

no me separarán de tus altas entrañas,

madre.

Así pues, la nación política, incluso en aquellos Estados que pretendidamente se conforman como Estados étnicos, se define por la soberanía; no se puede dividir en partes porque entonces una parte tendrá soberanía sobre el todo; y es incompatible con cualquier otra nación política. En el reciente conflicto catalán es evidente que si los catalanes votaran el referéndum, aunque ganara el no, serían ellos los que estarían ostentando la soberanía nacional, pues al decidir sobre una parte decidirían sobre el todo: “la Nación no puede recibir órdenes”. Tampoco es posible un Estado federal, porque la federación supondría que las comunidades ya son independientes, lo que, como decía Anguita, habría que haberlo votado entre todos primero. Por tanto, frente al idealismo romántico que ecualiza nación, cultura y Estado, diremos que no es la nación política soberana la que precede al Estado en la forma de un plebiscito, aunque sea cotidiano, como decía Renan, sino el Estado a la nación.

No obstante, lo más notable del fenómeno secesionista en España es que, aunque en su concepción filosófica los nacionalismos fraccionarios son idealistas por su apelación a esencias pretéritas acaso genéticas y anteriores a la historia, en su ejercicio objetivo actúan según los postulados materialistas aquí señalados, pues su propio auge político procede del hecho de que, en su oportunismo secular, están aprovechando las estructuras del Estado nación, su vertebración administrativa, como plataforma institucional para generar esas naciones fraccionarias.

De hecho, los primeros que reaccionan contra la nación política son las fuerzas del antiguo régimen. El propio Fernando VII se niega a reconocer la Constitución de 1812 amparado en el grito “Muera la nación, vivan las cadenas”; y cuando la monarquía liberal pacta la constitución, los carlistas pretenderán un rey que recupere el antiguo régimen contra los liberales. La conformación de España como nación política trae consigo una reorganización de la lucha de clases. En ella, aquellas fuerzas reaccionarias se irán transformando en las ideologías nacionalistas fraccionarias que, frente al nuevo Estado liberal, comenzarán a ejercer un sostenido y desconcertante oportunismo político a izquierda y derecha con el único objetivo más o menos explícito de la secesión, como denunciaron en su momento Manuel Azaña y Juan Negrín.

2. En las naciones políticas el Estado es propiedad colectiva de todos los ciudadanos porque la soberanía reside en la nación. En este sentido el socialismo del Estado es inevitable. Las privatizaciones en la gestión de los bienes públicos no pueden enajenar a la nación de su soberanía sobre todas las estructuras del Estado. En España esta especie de socialismo genérico se va fraguando a través del proceso de modernización, consolidación, racionalización y vertebración de todas las estructuras basales, conjuntivas y corticales del Estado, que se alcanzó en medio del fragor de la lucha de clases que se pone en marcha a partir de la Guerra de Independencia y durante todo el siglo XIX. Esto lo ha estudiado de un modo magistral Juan Pro Ruiz en su imprescindible libro La construcción del Estado en España (2019) señalando que dicho proceso tuvo una coherencia ejemplar, al margen de los avatares políticos en medio de los cuales tuvo lugar.

Ahora bien, el socialismo como alternativa política se construye a una escala de enfrentamiento entre clases que es sólo compatible con el Estado nación. Es una contradicción, porque la soberanía nacional supone una unidad más allá de las diferencias de clase. Por eso el Estado nación es visto desde el marxismo como un instrumento para la dominación, y se apela al internacionalismo porque los agentes enfrentados en la lucha de clases se reproducen distributivamente en cada Estado. Las clases se entienden como unidades que trascienden las fronteras nacionales, pero lo cierto es que fuera de los Estados pierden su sentido político y pasan a ser una mera categoría sociológica.

La lucha de clases no es solo una estructura de tipo sociológico, un sistema de clasificación científica de la sociedad, sino la expresión simplificada de los modos de apropiación de la soberanía nacional dentro de cada nación política, una vez que se superaron las soberanías monárquicas del Antiguo Régimen, por supuesto. Es una batalla finalista por hacerse con el poder del Estado. La lucha de clases, así entendida, sólo puede darse en el seno de cada Estado, aunque puedan eventualmente intervenir –y de hecho intervienen- en esa misma lucha otros Estados. Pero incluso cuando Trotski pretendía internacionalizar la revolución para llevarla a todo el mundo se imaginaba como resultado la creación de los Estados unidos de Europa. Es decir, le era necesario definir el fin de la revolución como la consecución de un poder que se materializaría en la construcción de un nuevo Estado, como la propia URSS. De modo que la clase universal proletaria sólo puede serlo a través del Estado correspondiente, y esa es su dialéctica. Por otra parte, de hecho, fuera de esas determinaciones, esas clases sociales se desvanecen absolutamente en la forma de las masas de refugiados a las que contribuimos los países europeos con la OTAN de modo decisivo. La única salvación de un refugiado es alcanzar una nueva nacionalidad, que es lo justo, aquello que le permite volver a vivir con dignidad.

De la misma manera, habría que decir que las clases sociales son los grupos divergentes que dentro del Estado están en condiciones de acceder por medio de la lucha política al poder y control del Estado. Eso define las clases, y no el hecho de ser meramente proletarios o burgueses. Esto se ve muy bien en la película Qué verde era mi valle (John Ford, 1941). Con esa narración sintética Ford distingue y señala la transformación de los meros trabajadores en una clase social cuando se conforma el sindicato de obreros. Nada hay esencialmente en un obrero que le convierta en proletario salvo el hecho de participar en la suma de fuerzas que le puede conducir al poder. Las fuerzas productivas son también las fuerzas de la lucha de clases. El burgués no tiene nada en su propia naturaleza que le defina como burgués salvo el hecho de ostentar la propiedad de los medios de producción.

Y si la clase burguesa necesita al Estado para sostener sus privilegios, como denuncia el marxismo, del mismo modo podemos decir que la clase proletaria necesita al Estado para defender sus derechos frente a los privilegios de la clase burguesa. El Estado es la plataforma, el terreno de juego y la fuente del poder en la lucha de clases.

Como el fin de la lucha de clases es el poder en el Estado, lo lógico es que la clase dominante pretenda imponerse sobre el todo. Pero esa lucha no termina cuando se alcanza el poder. Antes o después el conflicto reaparece, se manifiesta de formas nuevas, y los grupos se reorganizan en el conflicto, para alcanzar el poder. Todo esto sólo es posible en el seno de una nación política, por tanto la lucha de clases, aunque de un modo genérico está presente en todas las sociedades que alcanzan un grado determinado de desarrollo civilizatorio, sólo tiene un sentido político en el seno de una nación política, y en cierto modo esa lucha de clases, por el hecho de conformarse como una encarnizada guerra por alcanzar el poder sobre el resto de las clases, delimita los contornos de la propia nación política como tal, la define y la articula como unidad, como una unidad en conflicto.

3. Es cierto, en este sentido, que esa lucha puede ser tan odiosa y miserable que se conduzca de tal modo que los contrincantes sean capaces de destruirlo todo, como ocurre en las guerras civiles. Y aun aquí hay también grados, como lo pone de manifiesto el caso de los independentistas catalanes y vascos, que en medio de la guerra traicionaron al propio gobierno al que representaban, como denunció desesperado Juan Negrín, que sabía sin embargo desde el principio, que ese pacto, como el que ha firmado ahora el doctor Sánchez con los partidos secesionistas es un gran fracaso político. Se deduce de aquí que en la lucha de clases, cuando las clases no son suficientemente fuertes, pueden conducirse de modo secesionista o fraccionario, como expresión de su propia debilidad.

La ausencia de una clase social proletaria suficientemente fuerte y articulada en España es la principal tragedia para la nación española, porque es incapaz de articular un movimiento político nacional. Por eso el nacionalismo de izquierdas en España es tan nefasto. Al fin y al cabo, son las clases sociales revolucionarias las que han ejercido precisamente la razón política en un sentido más poderoso, porque frente al poder tradicionalmente heredado por la clase burguesa, la fuerza de la clase proletaria residía en el ejercicio del racionalismo crítico contra los privilegios heredados. El arma de la lógica es precisamente la más poderosa fuerza del proletariado, frente a la lógica de las armas que ostenta la clase dominante, cuyos argumentos de autoridad son los que representan a la derecha tradicionalmente, como ha dicho Gustavo Bueno. El racionalismo de la izquierda, que es lo que hace a la política de izquierdas siempre revolucionaria, supondría, según esto, llevar a la sociedad a un punto tal de análisis que en ella no queden más que sus partes átomas, es decir los componentes últimos de la sociedad política, independientemente de cualquier determinación positiva: los seres humanos, al margen de raza, sexo, condición social, etc.

En la guerra civil española, sin embargo, hasta los grupos políticos anarquistas defendían a España, y luchaban por España. Los anarquistas entendían que su lucha era por la liberación de España de la invasión de alemanes e italianos, como reconocía el gran escritor anarquista Benigno Bejarano en su interesantísimo ensayo, España, tumba del fascismo (1937). Los actuales partidos independentistas españoles hacen entonces el juego al poder aristocrático y a las clases oligárquicas, al renunciar a la lucha política, cediéndoles el poder en el Estado. Por eso estos dirigentes secesionistas afirman con una certeza fanática que España sólo puede ser arreglada destruyéndola. En eso reconocen su impotencia para luchar por la justicia social y el socialismo en la nación. No hay lucha de clases ahí, sino la renuncia a plantear la batalla por la justicia social. Su estrategia es sólo contribuir a la descomposición de la nación española que es la mayor traición que se puede hacer a esa patria que definía Miguel Hernández.

La lucha de clases en sentido político se da entre grupos que aspiran al poder de la nación, y esos grupos se definen por sus características entre la derecha y la izquierda en el sentido que le dio Bueno, según los criterios de racionalidad y socialismo. Los grupos independentistas, al renunciar a la lucha de clases, se convierten en instrumentos al servicio del poder dominante de las oligarquías, y por tanto bloquean toda transformación socialista en el Estado, debilitando las aspiraciones transformadoras de las clases proletarias en su intento de tomar el poder para transformar la realidad política y social a través del poder del Estado. Los partidos independentistas han conseguido convertir a la institución de la corona española en un bastión de la nación y aliada del socialismo. Cuando los partidos no nacionalistas que se supone que representan a las clases trabajadoras comienzan a compartir y compadrear con los partidos independentistas que se llenan la boca de socialismo pero no tienen valor para afrontar el reto de la lucha de clases, renuncian junto con ellos a cualquier intento de transformar la nación. Y dejan todo el espacio libre para que sean solamente los grupos que representan a las oligarquías de derechas los que aspiran al poder del Estado. Así, la profecía de los dirigentes secesionistas es una profecía autocumplida mientras acusan a España de ser una cárcel de pueblos, un instrumento al servicio de las clases opresoras, etc.

IV. Del comunismo al socialismo a través del Estado nación

1. El comunismo original es un movimiento político revolucionario que, apoyándose en la doctrina marxista de la lucha de clases, pretende la imposición de la dictadura del proletariado como medio para la emancipación de los hombres y la eliminación definitiva y en última instancia de todo Estado posible. Ahora bien, esa dictadura la regenta el Partido Comunista, que es el “único” partido posible dentro de ese sistema. Y, como la emancipación definitiva de la Humanidad resulta ser una aspiración metafísica impracticable, la dictadura del proletariado deja de ser un medio y se manifiesta como el verdadero fin de la revolución comunista.

Si el Partido Comunista necesita llevar adelante un proceso revolucionario no es sólo para hacerse coyunturalmente con el poder, sino para abrogarse la propia soberanía de la nación. Como en esas circunstancias la soberanía residiría en el Partido Comunista, la lucha de clases como tal “desaparece”, y se transforma en un programa práctico de reeducación y emancipación para todo el conjunto de individuos que están fuera del partido (las luchas pueden darse, sin duda, en el seno del partido, pero se les llama “purgas”). No es sólo un error histórico todo el entramado de campos de trabajo que desarrolló la Unión Soviética. Es como el modelo del Antiguo Régimen en su forma ilustrada, si se quiere, en la que la soberanía residía en el Rey, o en la aristocracia por él liderada, mientras el pueblo recibía con abnegado sometimiento las leyes más luminosas. Igualmente, el Partido Comunista, liderado por hombres que han sabido superar la conciencia alienada de clase, detenta la soberanía que tutela el largo proceso de la emancipación de toda la sociedad. Por eso preguntaba Lenin: “¿Libertad, para qué?” El fin es el medio por el que la revolución consolida sus medios como fines.

Sólo con la superación del llamado Antiguo Régimen pudo desplegarse el proceso de lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Ese conflicto generado por el hecho de que la realeza pierde la soberanía, es decir, la propiedad absoluta de tierras, bienes y personas, fue resolviéndose de diversos modos según las circunstancias particulares de cada nación histórica. Rusia no pudo aprovechar la coyuntura provocada por su victoria contra Napoleón porque el Zar lideraba la resistencia al invasor. Sin embargo, en España, donde el Rey se había pasado al enemigo, quedó en manos de los españoles la defensa de su tierra, dando lugar a uno de los procesos más genuinos de conformación de la soberanía nacional. Una vez reconocida en la Constitución de 1812, la soberanía pudo volver a perderse, pero siempre ya como una usurpación indebida y reparable. En Rusia, el fin del antiguo régimen trajo consigo una débil revolución burguesa (la de Kerenski) e inmediatamente la revolución de octubre, en la que se consuma la apropiación de la soberanía por parte del Partido, lo cual explica muchas de las tensiones que hubieron de sofocarse a golpe de látigo en aquellos momentos con grupos que han pasado a la historia como muy radicales, pero que no estaban dispuestos a que la soberanía recayera ahora en los bolcheviques. Y tampoco pudo la URSS desarrollar su bien merecida soberanía nacional soviética con la victoria en la que ellos llaman con acierto “la Gran Guerra Patria”, precisamente porque el modelo político creado por la usurpación de la soberanía por parte del Partido Comunista lo hacía imposible; y ese es el principal lamento de disidentes, como Alexander Zinoviev, que no pretendían destruir la URSS sino convertirla en una nación soberana precisamente limitando el poder del partido comunista.

2. Ahora bien, según lo dicho, como la lucha de clases es, en definitiva, una lucha por la soberanía, en la medida en que se canaliza a través de los partidos políticos, sólo cristaliza por decantación, como soberanía nacional, cuando ningún partido es capaz de imponer su particular dictadura, es decir, cuando la tensión de fuerzas puede al menos llegar a bloquear entre sí esas aspiraciones. Este es el fundamento de cualquier sociedad democrática como la nuestra. Los partidos pueden negociar la gestión de la soberanía pero no apropiársela, que es lo que hoy consideramos incurrir en corrupción. En este sentido puede decirse que la lucha de clases está totalmente institucionalizada y sometida a reglas.

Los proletarios soldados de los ejércitos en las guerras mundiales fueron, como los españoles de la guerra de independencia, ante todo, defensores de su tierra. En la Guerra Civil española, aunque se pulverizó la soberanía nacional, ninguno de los bandos renunció a España, salvo los secesionistas traidores al gobierno republicano. Hasta el punto de que el presidente de la República, Don Juan Negrín, llegó a decir: “Y si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos las entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables.” Ya he señalado que en el anarquismo, por ejemplo, se consideraba la guerra civil como otra guerra de independencia.

Paradójicamente, los partidos que actualmente defienden y apoyan la apropiación de la soberanía nacional por parte de una minoría regional actúan como los partidos comunistas revolucionarios que en el siglo XX pretendieron cancelar la lucha de clases mediante una dictadura del proletariado en la que la soberanía residiría en el Partido, aunque coreaban la Internacional. En los nacionalismos fraccionarios, puesto que pretenden una legitimidad racial, quienes se opongan al nuevo orden podrán ser considerados enemigos del pueblo, de hecho así ocurre en la vida cotidiana de las autonomías gobernadas por partidos independentistas.

V. El socialismo en el Estado nación

1. Cuál es y cómo podría definirse el sujeto político en el siglo XXI en una España que no puede tolerar ningún intento de apropiación partidaria de su soberanía nacional, la que reside en la nación española. El marxismo concebía el advenimiento del comunismo como el proceso revolucionario en virtud del cual una clase, el proletariado, se hace con la soberanía nacional. El proletariado es una clase social dentro del Estado, pero es, además, según el marxismo, la clase universal: “Proletarios de todos los países, uníos”. Se suponía que esa unión proletaria acabaría arrasando con el Estado como estructura de dominación burguesa. La realidad histórica puso ante los marxistas la evidencia de que los proletarios salían en defensa del Estado y no de su clase. Este contratiempo se fue sorteando con el argumento de que en virtud de su alienación los proletarios asumían los intereses de la burguesía dominante.

Por ello, la única universalidad a la que podemos aspirar es la que se perfila en términos de ciudadanía, esto es, la que corresponde a la soberanía nacional, aquella que se prefigura en los límites de una sociedad política. Esa universalidad es un precipitado por decantación de la lucha de clases por la soberanía en el seno de cada Estado. De hecho, puede decirse que un Estado nación es más recurrente cuando desarrolla todas las instituciones necesarias para moderar esa lucha de clases y evitar que el equilibrio homeostático se decante hacia cualquiera de ellas. La clase “universal” que decanta en el proceso de consolidación de los Estados nación como resultante de la lucha de clases no es ni la burguesía ni el proletariado, sino la idea de ciudadanía.

No queda más remedio que asumir que la idea de ciudadano es la noción más universal desde un punto de vista político en las naciones políticas. Es, a su vez, práctica y precisa, aunque abstracta. En ella se expresa y se neutraliza tanto la figura del proletariado como la de la burguesía, en ella se expresan y neutralizan las diferencias entre hombres y mujeres, en ella se reinterpretan y ecualizan las culturas y las razas y, por supuesto, también se ecualizan las regiones, las ciudades y los pueblos, las provincias y las comarcas y hasta las familias. No hay alternativa.

Ahora bien, sólo desde esa figura de ciudadano como “universal distributivo” dado en cada Estado es concebible la noción universal de hombre como persona moral, tal y como lo recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las sociedades políticas han procedido disolviendo y neutralizando las diferencias culturales transformándolas en meras diferencias sociológicas. Y es a través de esa ecualización como se ha ido perfilando la figura de la idea de persona moral universal. Esta es la dialéctica que está presente en el debate entre Sócrates y Protágoras en relación con la educación cuando se discute la diferencia entre Ciudadano y Hombre. Pero el dialelo moral estaría aquí delimitado por el hecho de que esa idea de persona moral universal sólo puede darse, en sentido material, práctico, efectivo, a través de los ciudadanos reales circunscritos por sociedades políticas en cuyo seno mantienen y articulan sus conflictos.

2. Los Derechos Humanos no son suficientes para garantizar una vida digna a aquellos refugiados que pierden su condición ciudadana. Sólo los Estados, en virtud de su fortaleza relativa, garantizan esa dignidad, incluso para aquellos refugiados que llegan a su territorio. Pero esa fortaleza sólo se alcanza fortaleciendo la soberanía nacional. No todos los Estados son iguales, ni todos pueden garantizar el mismo grado de justicia, igualdad y libertad a sus ciudadanos. Ello depende de su historia, de su capa basal, y de su soberanía objetiva en el contexto de la dialéctica efectiva entre Estados que nos afecta de modo decisivo.

Así pues, yo diría que el papel del socialismo político en el Estado nación debe orientarse a contribuir al fortalecimiento del Estado frente a las principales fuerzas que debilitan alternativa y conjugadamente la soberanía nacional: el primero, contra los movimientos aparentemente de izquierdas, pero irracionalistas, que sobre el idealismo nacionalista pretenden dividir a la nación; el segundo, contra los movimientos que defienden los intereses económicos de las oligarquías y que buscan acceder al poder político para fomentar todo tipo de políticas privatizadoras de la capa basal del Estado; y en tercer lugar, contra los partidos que luchan por el poder para facilitar la subordinación estructural de España sometiéndola al domino de potencias extranjeras a través de la presión de multinacionales, o de organizaciones de países como la UE. En definitiva, el papel del socialismo, por su propia naturaleza, radicaría en la defensa cerrada de la soberanía nacional, pero todo ello, sin embargo, bajo el principio fundamental de la renuncia inexcusable a cualquier aspiración por apropiarse de esa misma soberanía nacional, por lo que el esfuerzo debe ser recurrente y sostenido en el tiempo.

La defensa de la unidad de España como nación política es la defensa de la igualdad política y la justicia social. Por ello, es necesario descentralizar administrativamente con un criterio racionalista y proporcional, basado solamente en la necesidad de mejorar su eficacia; para lo cual cuenta con una estructura administrativa inmejorable que son las provincias. El Estado debe regular su estructura administrativa directamente a través de las provincias y los municipios. La entidad intermedia llamada comunidad autónoma sólo actúa como rémora de privilegios y estuche caprichoso de esencialismos irracionales porque “normaliza” la complejidad cultural y rompe el entretejimiento secular de las tradiciones y los pueblos de la nación española. De hecho las comunidades más grandes han generado a su vez en sus propios territorios desigualdades e injusticias intolerables para muchas provincias, dando paso al fenómeno de la tabarnización. España no es una cárcel de pueblos, son las comunidades autónomas las que actúan como cárceles de las provincias y del tejido cultural español, al segregar, subvencionar o ahogar, según convenga, las diferentes manifestaciones culturales, usándolas como “hecho diferencial”.

3. Si hay algo que hilvana el tejido de las tierras de España es precisamente el entretejimiento de las diferentes manifestaciones culturales, tradiciones, lenguas, hablas, y costumbres de lo más diverso, y de la propia población, a través del español como idioma común; y sus fronteras borrosas, facilitadas por los accidentes geográficos, nunca han coincidido con las fronteras autonómicas. Esto es lo que el actual régimen constitucional pretende “corregir” a toda costa: encorsetar las costumbres en su idealista y esencialista nación fraccionaria, “normalizando” modismos y hablas, separándolos por fronteras geográficas e institucionales, a base de subvenciones y funcionarios ad hoc, como comisarios políticos del nuevo régimen, para identificar cultura, nación y frontera. Así se usan las lenguas cooficiales por las comunidades autónomas: como agentes segregadores que fundan fronteras arbitrarias y generan sistemas de castas aborrecibles.

Esta vertebración territorial igualitaria es la que puede otorgar al Estado la fortaleza suficiente para actuar como una plataforma objetiva desde la que orientar los conflictos entre los Estados, que garantice la eficacia en las políticas exteriores y que canalice estas políticas de modo ajeno a los intereses de las grandes multinacionales o de imperios globalizadores diversos. España tiene una experiencia de siglos y un modelo civilizatorio, la Hispanidad, que sigue vigente, no en vano en España se forjó el derecho internacional con la Escuela de Salamanca. Contribuir a que Europa adquiera un papel generador de naciones políticas prósperas en el norte de África aplicando los principios del humanismo más elemental frente al uso de refugiados como mano de obra barata amparado en una caridad degradante, es seguramente la tarea más inmediata, así como entorpecer en lo posible las políticas neoliberales que pretende imponer la casta burocrática de la Unión Europea, y contribuir al fortalecimiento de las naciones hermanas de América en su insaciable lucha por la soberanía.

El socialismo político supone tomar en consideración esa situación originaria y constitutiva de la sociedad española entendida como “nación política”, para aplicar el principio socialista clásico: “a cada uno según sus necesidades y de cada uno según sus capacidades”. El Estado, como entramado institucional, comenzará a regular las condiciones para que las desigualdades objetivas se maticen sistemáticamente. Esa será la lucha y también el horizonte de incertidumbre e indeterminación para cualquier acción política de izquierdas. Este tipo de horizonte es el que ha llevado a muchos a imaginarse siempre la realización del socialismo como una utopía, pero al margen de finales escatológicos, es una agenda objetiva de trabajo político que permite establecer un programa y un proyecto de izquierdas en España. No es necesario enfatizar aquí la trascendental importancia que la institución de la Escuela pública debe jugar en el proceso de racionalización socialista que permitirá, en definitiva, la integración de los fines personales en los planes y programas generales de nuestra nación.

Al margen del marco de la democracia actual, el destino de España se juega en que surja algún partido político que afronte la tarea ilustrada y liberal de modernizar España sobre la base de esa igualdad originaria y abstracta, no como un punto de partida, sino como una metodología sistemática de disolución de élites, castas, racismos y fanatismos etnológicos. Que defienda la renuncia a todo tipo de privilegios regionales o autonómicos y de clase, y que reoriente la organización del Estado en términos administrativos, no escatológicos, abandonando la nostalgia o la creencia en esencias metafísicas independentistas. Que promocione la redistribución de la riqueza, la igualdad en cuanto al acceso a los bienes y servicios, la igualdad de oportunidades, y la promoción de la excelencia profesional individual. Que dé la batalla como frente común contra el idealismo pequeñoburgués de la izquierda nacionalista, contra el idealismo fanático de la derecha nacionalista, y contra el liberalismo radical de la derecha que se define precisamente por su lucha objetiva contra el racionalismo y el socialismo.

Gijón, a 16 de Enero de 2022.

Pablo Huerga Melcón (1966, Benavides de Órbigo, León) es profesor de Filosofía en el IES Rosario de Acuña de Gijón y profesor asociado en la Universidad de Oviedo. Su tesis doctoral fue la última dirigida por el filósofo Gustavo Bueno. Recibió el Premio Extraordinario de Licenciatura en 1989 y el Premio de las Letras Asturianas en 2009. Es autor de los libros La ciencia en la encrucijada (1999), Que piensen ellos (2003), El fin de la Educación (2010), La otra cara del Guernica (2011), La ventana indiscreta. Una poética materialista del cine (2015), Gnoseología de la película La Misión (2017) y Welcome to the Machine. Máquina y Ruido (2020); colabora habitualmente en revistas como Ábaco, El Basilisco, El Catoblepas, Llull, Nómadas, La balsa de piedra, Papeles de la FIM, Nuestra Bandera y en La Nueva España, La Voz de Asturias y La Nueva Crónica. Es además tertuliano habitual en el programa de la Radiotelevisión del Principado de Asturias (RPA) “Noche tras Noche”.

 

Editorial: España, cuestión nacional y socialismo

A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad. Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.

Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista.

Escribir de cuestión nacional y, por lo tanto, de la nación española, y hablar de socialismo en esa nación española, implica, si no queremos caer en significantes vacíos donde todos los gatos son pardos, retóricas vacías sobre matrias, o de socialismos que acaban siendo más bien socialistos, que intentemos aclarar ese par de conceptos: nación y socialismo.

Nación

El 24 de septiembre de 1810 se reunieron en la Isla de León las Cortes extraordinarias; el 20 de febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz; el 19 de marzo de 1812 promulgaron la nueva Constitución y el 20 de septiembre de 1813, tres años después de su apertura, terminaron sus sesiones. Las circunstancias en que se reunió este Congreso no tienen precedente en la historia. Además de que ninguna asamblea legislativa había hasta entonces reunido a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni había pretendido resolver el destino de regiones tan vastas en Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses, casi toda España se hallaba ocupada a la sazón por los franceses y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba. Desde la remota punta de la isla gaditana, las Cortes emprendieron la tarea de echar los cimientos de una nueva España, como habían hecho sus antepasados desde las montañas de Covadonga y Sobrarbe.

Karl Marx, La España Revolucionaria, 24 de noviembre de 1854.

Una de las cosas más increíbles que tienen que verse en la escena política española es la asunción de la sedicente izquierda (tanto el PSOE como UP y escisiones) del lugar que les asignó Franco; es decir, ser la “anti-España” e identificar a España como una especie de construcción del franquismo. No solo lo han asumido, sino que lo han convertido en característica esencial. ¿Cómo diablos esa izquierda puede ser realmente hegemónica, nacional-popular, si asume acríticamente todos los tópicos sobre la leyenda negra o la mercancía averiada de los nacionalismos periféricos?

La única nación que desde una posición de izquierdas se puede admitir es la nación política de ciudadanos que nace con la revolución francesa y que, en España, surge con la guerra de independencia frente al ocupante francés. Es evidente a la vez que esa nación política no surge de la nada; en el caso francés es por la transformación revolucionaria jacobina del Estado del antiguo régimen que deviene en Estado-nación. En el caso español, el proceso, como observaba Marx, difiere del francés, en tanto nuestro Estado del antiguo régimen era la monarquía hispánica católica cuyo desmembramiento, tras las guerras de independencia (o, más bien, civiles) irán dando lugar a todas las naciones políticas de nuestros hermanos americanos así como a la nuestra, España, a lo largo del siglo XIX.

Lo que desde ninguna posición de izquierdas es admisible como nación son las naciones étnicas, en las que se basan los nacionalismos periféricos en España (catalán, vasco, gallego), aunque decoradas con el mito de la cultura de raigambre alemán; del idealismo alemán del volk, que acabó, no por casualidad, materializándose en el nazismo. Por eso, es otro inmenso error de nuestras sedicentes izquierdas considerar esos nacionalistas étnicos separatistas como esencialmente progresistas, como aliados (tácticos y estratégicos), comprando todos y cada unos de sus mitos e historia-ficción.

Es aún más sangrante que consideren a grupos como ERC o Bildu de izquierdas. En la reforma laboral recientemente aprobada, por encima de todo, les importaba crear su propio marco de relaciones laborales, el de su terruño frente al del resto de España, o la tierra de maketos y charnegos. Además, existe una indisimulada admiración por un partido como el de los hijos del ultramontano y racista Sabino Arana, el de “Dios y fueros”, el PNV, que gracias al tremendo y medievalesco privilegio del concierto (al igual que Navarra) ha podido mantener cierto sector industrial (¿acaso eso no es un dumping como el que, con razón acusan, a Madrid?) en el País Vasco. Para qué hablar de la solidaridad mostrada hacía personajes como Puigdemont. No en vano, se puede calificar a esa izquierda en España –sobre todo el mundo de UP –como una especie de mamporreros y legitimadores de estos nacionalismos.

Qué duda cabe de que España es plural, al igual que todas las naciones políticas que en el mundo están formadas por el lisado y mezcla de esas naciones étnicas que, a su vez, ya estaban integradas en las naciones históricas o los Estados del antiguo régimen, en el caso de España aún más que en la Francia prerevolucionaria. Y claro que el catalán, el vasco, el gallego son lenguas a cuidar, conservar y fomentar, como lengua materna de millones de ciudadanos y como patrimonio de todos. Pero, sin duda alguna, también lo es el español, lengua común no sólo de la ciudadanía española sino de un nosotros que nos trasciende. Una lengua internacional, universal, de las más habladas del mundo, que, sin embargo, solo puede ser enseñada en un raquítico 25% por decisión judicial en Cataluña, aunque eso también quiera ser burlado y perseguido por el gobierno etnonacionalista separatista catalán y corifeos de la izquierda.

Lógicamente, el País Vasco o Cataluña no tienen derecho a la secesión porque ni son naciones, ni mucho menos territorios oprimidos o colonizados. Desde una posición nítidamente de izquierdas, como ya se ha dicho, la única nación es la política, y eso significa que todo el territorio nacional es de todos los nacionales o ciudadanos tanto nacidos como nacionalizados. En este sentido, los ciudadanos de ese territorio ejercen a diario el derecho de autodeterminación a través de su pertenencia a España. Así, para un ciudadano español, nacido o residente en Irún o Gerona, tan suyo es Madrid como para un ciudadano español nacido o residente en Madrid tan suyo es Irún o Gerona. Además, la riqueza socialmente producida en Cataluña o el País Vasco no solo ha venido, o viene, de millones de trabajadores de otras partes de España que residen allí desde hace varias generaciones, sino que el Estado-nación español ha invertido, e invierte, en esas partes de España desde siempre para proteger sus industrias; para que hayan sido, y sean, unas de sus partes más ricas del país, incluso durante el franquismo. El nacionalismo periférico es un fenómeno que surge como una de las consecuencias de esa industrialización.

Socialismo

Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, ya que éste es la palestra inmediata de su lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto Comunista, “por su forma”. Pero “el marco del Estado nacional de hoy”, por ejemplo, del imperio alemán, se halla a su vez, económicamente, “dentro del marco” del mercado mundial, y políticamente, “dentro del marco” de un sistema de Estados. Cualquier comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo tiempo, comercio exterior, y la grandeza del señor Bismarck reside precisamente en algún tipo de política internacional.

Karl Marx, Crítica al Programa de Gotha.

El socialismo se dice y se hace de muchas maneras, pero desde una posición materialista marxista el socialismo no es, o no solo es, una mejor redistribución de la riqueza como pudiera ser el estado del bienestar. El socialismo implica que los principales resortes económicos de la nación (política), los sectores estratégicos y las más potentes empresas sean del Estado; de un Estado-nación que nacionaliza esos medios de producción, de un Estado-nación conducido por, y que sirve a, los trabajadores, a quienes considera productores de la riqueza social.

También es evidente que desde una posición materialista marxista y, por lo tanto, sujetos a la prueba de la práctica, no se puede obviar, por un lado, la caída de la Unión Soviética y, por otro, el hasta ahora exitoso (y a lo que apunta) modelo chino de cara al tipo de socialismo más eficaz, un socialismo no de la escasez y de las colas, sino de la abundancia. Todo ello gracias al desarrollo de las fuerzas productivas y a mirar de tú a tú a las más desarrolladas naciones y potencias capitalistas, dejando también espacio al mercado y al capitalismo, aunque siempre bajo control. Tampoco se pueden obviar los cambios en la estructura de clases, nuevas clases emergentes y, de nuevo, el propio modelo chino para comprender que la “dictadura del proletariado” no lo será por el proletariado, no ya de cuello azul, o tampoco el nuevo de servicios, sino, ante todo, por un proletariado con credenciales universitarias, una nueva clase de trabajadores asalariados profesionales y directivos.

Desde esa posición materialista marxista, ese Estado-nación no puede estar troceado. Ha de tener una burocracia central fuerte, que coordina y planifica en nombre del conjunto. Debe ser unitario, que tienda más a la centralización de competencias y, en todo caso, como mucho, a un federalismo muy centrípeto y cooperativo. Sobre todo, el federalismo, más que a la organización territorial interior de las naciones políticas, debe tender a las relaciones entre ellas; es decir, si cabe hablar de federalismo, sería entre diferente Estados-nación que formen bloques supranacionales que puedan ganar o acercarse a la escala geográfica/demográfica de las grandes potencias. Es ahí donde se va a jugar la verdadera partida para la cuestión nacional y el socialismo para y en España, ya que el internacionalismo no es un imperativo categórico kantiano, o un deber ser; el internacionalismo es el ser al que obliga la dinámica expansiva del capitalismo y es la forma de superarlo. Pero ese internacionalismo no es, ni será, un cosmopolitismo a-nacional, sin fronteras ni tampoco bloques supranacionales, sin un demos con historia detrás que los sustente.

Imagen: Salvador Viniegra, ¡Viva la Pepa! (1912).