Demócratas liberales, pero poco

La guerra en Ucrania ha destapado algunas de las vergüenzas de lo que llamamos democracias liberales, hasta el punto de que la tensión generada con la guerra pone en cuestión la existencia de esta forma de gobierno. El vestido de lentejuelas de las libertades se ha evaporado, dejando al descubierto un cuerpo momificado en el que hay pocos elementos que puedan identificarse con una democracia liberal.

Durante décadas se han acallado las voces que planteaban la necesidad de regular, de intervenir y de controlar desde el Estado diferentes ámbitos, especialmente el económico, con la finalidad de garantizar derechos sociales y cubrir necesidades básicas materiales de manera universal. Frente a la tiranía que representaban estos procederes, la democracia liberal desbordaba tolerancia, emancipación y autonomía con la finalidad de que cada feligrés se ganara con esfuerzo el pan y construyera su identidad individual y desarrollara un juicio crítico, sostenidos en la libre disponibilidad de información.

¿Era un embuste o nunca entendieron la trascendencia de lo que propagaban? Las libertades son para ejercerlas, precisamente, en los momentos difíciles. Si todos compartimos unidad de pensamiento, la libertad no es necesaria. La tolerancia solo puede practicarse cuando hay diferentes opciones. La igualdad ante la ley se define por equiparar del mismo modo, ante las mismas circunstancias, a cualquiera, independientemente de variables identitarias, incluidas la nacionalidad o la afiliación política. Únicamente se puede hablar de libertad de información si efectivamente hay libertad para informar. El juicio crítico solo es funcional si hay algo sobre lo que discernir. En todo ello residía la virtud de la democracia liberal frente a los regímenes totalitarios, dictatoriales y demás tiranías perversas.

Sin embargo, el mínimo soplido ha volatilizado la carcasa de arena de las democracias liberales. Ni siquiera el libre intercambio de bienes, aclamado por su emancipación de los designios políticos, ha resistido la brisa de la tensión. ¿Hasta dónde llegarán estas tolerantes democracias liberales en circunstancias realmente duras? De manera inexplicable -¿está la Unión Europea en guerra contra Rusia?- se han puesto límites al pluralismo, a la igualdad y a las libertades de expresión e información, entre otros.

Estos comportamientos nos conducen a dos reflexiones. Por un lado, cabe preguntarse si en algún momento hemos vivido en democracias liberales. Un término que se aplica a un fenómeno que no cumple los criterios por los que se define su esencia, es un término mal aplicado. Quizá sería más adecuado hablar de democracias limitadas o restringidas.

Extensos e intensos -y probablemente necesarios si quieren ser coherentes con el modelo- han sido los debates sobre el perjuicio a la libertad de expresión que supondría poner límites a discursos de odio por parte de la extrema derecha. Serio dilema el de acotar el poder de los individuos a manifestar su opinión, no solo cuando no estamos de acuerdo, sino incluso cuando ese poder podría destruir el propio sistema democrático liberal. Tan seria es la cuestión que se requiere un tiempo prudencial de reflexión y la participación de diferentes expertos. Y tan profundos e irreparables pueden ser los daños que la resolución de estos casos tiende a preservar los derechos y libertades sobre la limitación de un mensaje, a pesar de que pueda animar a atentar contra la integridad física de los individuos y hasta dañar al propio sistema que protege esos derechos y libertades.

Ante tanta contención, llama la atención la premura, la radicalidad y la seguridad sobre la censura a medios de comunicación y ciudadanos rusos, con cuyas actividades profesionales ni siquiera es posible considerar que se extienda un mensaje de odio.

Entre los “liberales más tolerantes se argumenta que las medidas contra Rusia son injustas, en tanto hay rusos que se oponen a la guerra y es nuestro deber ético protegerlos y ayudarlos, puesto que su posición es especialmente vulnerable. En una declaración de valentía en defensa de los más frágiles, este razonamiento, sin embargo, refuerza la inexistencia de la democracia liberal. En un sistema, cuya espina dorsal se sostiene en la libertad y la igualdad ante la ley, ningún ciudadano debería ser forzado a declarar su ideología política. No dejo de darle vueltas a qué es lo que querían decir los adalides de las democracias liberales cuando lanzaban como pedradas, a la mínima oportunidad, su defensa y fe en la libertad, el universalismo, la tolerancia, la igualdad y demás dogmas que hoy se descubren como rocas de cartón-piedra. De nuevo, ¿era un embuste o nunca entendieron la trascendencia de lo que pronunciaban?

En cualquier caso, aceptar que se vive en una democracia restringida no tiene por qué ir más allá del reciclaje de algunos profesionales y quizá un par de sesiones de psicólogo para los casos más impresionables.

La segunda reflexión es, sin embargo, mucho más espinosa. Si la naturaleza de nuestras formas de gobierno no es la que creíamos, ¿cuál es su verdadera esencia? Lo que ha puesto de manifiesto la guerra en Ucrania aventura que la respuesta no es agradable. A los pocos días de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, una gran mayoría de los países que se autodenominan occidentales decidieron censurar a medios de comunicación, prohibir a deportistas participar en competiciones deportivas, vetar a artistas, suspender cursos y convenios de cooperación con universidades o expulsar a estudiantes.

La justificación para estas decisiones está en la acción violenta del Estado al que pertenecen contra otro Estado. Siguiendo la estela del “liberalismo tolerante”, hay Estados que han decidido que el criterio de expulsión de ciudadanos rusos dependa de su posición política, para lo que se les ha pedido que la manifiesten públicamente. En otros casos, se ha decidido que la aplicación de privilegios no procede en plenos Estados de derecho, así que todos los ciudadanos de nacionalidad rusa han quedado excluidos de actividades públicas o sus actividades privadas han quedado sujetas al control y la intervención. Acabaremos aceptando la noción de “injerencia liberal democrática” para ocultar que el elefante de la habitación está destruyendo la habitación.

El aparatoso procedimiento de exigir a los individuos que manifiesten sus posiciones políticas y, en función de su respuesta, determinar si se les debe bloquear sus cuentas o si pueden participar o no en actividades públicas de otros Estados abre unas cuantas preguntas sobre los tipos de regímenes que dominan en los autodenominados países occidentales. Sin necesidad de ahondar en la herida a través de paralelismos con determinados modelos de gobierno presentes y pasados, lo cierto es que, una vez que se ha aceptado que vivimos en democracias restringidas, esta cuestión no tiene por qué pervertir la noción de un Estado de derecho. Existe un marco legal bien definido y que se aplica por igual a todos los ciudadanos: todos los que manifiesten una posición política que no gusta a determinados Estados están excluidos en los territorios de estos.

Dejemos a un lado minucias legales, como la negligencia en la publicación en forma debida de este tipo de normativa: ¿desde cuándo es necesario declarar la posición política salvo castigo de ser excluido de actividades públicas y sufrir injerencias en la actividad privada? Hay una contrariedad que afecta de manera mucho más grave a la naturaleza de nuestros sistemas políticos. La acción violenta de un Estado contra otro es, en la actualidad, un factor permanente en más de una decena de países, y lo ha sido, solo en el siglo XX, en prácticamente la totalidad de todos los Estados en algún momento.

Este análisis básico revela que las listas negras de nuestras sacrosantas democracias liberales no tienen nada que ver con la violencia o la violación de Derechos Humanos, ni siquiera con la posición política. Son factores irrelevantes, de esos cuyo orden no altera el resultado. Jamás vimos cómo se les exigía a los estadounidenses posicionarse sobre la destrucción de medio mundo: Vietnam, Chile, Nicaragua. Los tenemos más recientes, en una variedad de puntos del planeta y con asesinatos a precios de ganga: Afganistán, Kosovo, Irak. Ni siquiera cuando admitieron que tomaron parte en el asesinato de un presidente. Se vanagloriaron de ello y, en un alarde de elegancia, hicieron chistes y nunca se les exigió la más mínima responsabilidad. A un expresidente estadounidense y a parte de sus conciudadanos les daba la risa cuando hablaban de las armas de destrucción masiva que nunca existieron, pero que utilizaron para justificar el asesinato de más de 200.000 civiles.

A quien está leyendo esta columna y tiene nacionalidad española, ¿le han pedido que como criterio para determinar su participación en un acto fuera de nuestras fronteras se posicione respecto al modo en que España gestiona la llegada de inmigrantes a su territorio? ¿O sobre nuestra participación en misiones en el exterior?

El éxito del modelo de democracia liberal radicaba en la coherencia entre su discurso y sus acciones. Por ello la libertad, uno de sus pilares, se ha defendido a capa y espada. Pongámonos en la descabellada hipótesis de que usted quisiera ejercer su libertad de descuartizar a un periodista que le resulta molesto y que, además, le viniera bien hacerlo en territorio ajeno. Nuestro sistema es tan intransigente con la restricción de la libertad que, entre los aliados, nos encargaríamos de facilitarle las instalaciones más adecuadas. Es la libertad de interferir en la existencia de un ser humano. Este modelo es un poco engorroso para uno mismo, porque de vez en cuando hay que externalizar enfados monumentales para demostrar cuál es la savia que corre por las venas de nuestros sistemas políticos. Pero así somos. Generosos.

Generosos excepto con una variable: la nacionalidad. La rusa, en concreto. El criterio de exclusión y castigo es contra un único grupo nacional: el ruso. De este modo, la ley queda tal que así: “Solo cuando el Estado ruso participe en acciones violentas contra otro Estado sus nacionales quedarán excluidos de cualquier actividad pública, serán forzados a declarar su posición política y serán víctimas de injerencias arbitrarias en sus actividades privadas”. Esto tiene un nombre: xenofobia. Cuando revisamos la historia, una de las preguntas más frecuentes es ¿cómo fue posible?, ¿es que nadie lo veía? Por eso es necesario empezar a poner nombre a lo que está ocurriendo. Así, cuando estos modelos de gobierno y quienes los ensalzan amparen actos más graves -las listas negras se hacen con una finalidad- quede constancia de que fue posible porque así se quiso, porque, en disonancia con su discurso, eran los valores que los caracterizaban.

Laura Pérez Rastrilla es profesora de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid y directiva de la Asociación La Casamata.