Editorial: España, entre los buenos deseos y Marruecos

Atendiendo a la Estrategia de Acción Exterior 2021-2024 da la impresión de que los dilemas de la política exterior de España se pueden resolver apelando a los buenos deseos. En ella, el interés nacional de España se define tomando como referencia “el progreso y la mejora de las condiciones de vida de nuestra ciudadanía, lo cual sólo es posible en un mundo más pacífico, más desarrollado y más próspero”. Más adelante se va un poco más allá y se llega a afirmar que la agenda española “no se guía por un interés nacional limitado y responde a una filosofía global y solidaria”. El interés aquí ya no se define por la defensa del “progreso y la mejora de las condiciones de vida”, sino que la referencia pasa a ser “el carácter nodal de España” en el contexto de una “red de alianzas y acuerdos formales e informales”. No es una perspectiva novedosa. Esa óptica liberal, que bebe del wilsonianismo que proporcionó las bases del fallido orden internacional tras el fin de la Gran Guerra, parece irresistible en la formulación de las estrategias de política exterior europeas desde la reinvención de la OTAN tras la caída de la URSS y, más concretamente, desde la adopción de la Estrategia Europea de Defensa de 2003, “Una Europa segura en un mundo mejor”, impulsada por Javier Solana.

Desde la incorporación a la OTAN y la entonces Comunidad Europea, España navega de manera irremediable con un rumbo trazado desde fuera. Sus élites asumen esto con naturalidad, y su acción se limita a ofrecer servicios puntuales a sus aliados en el ámbito geográfico-histórico-cultural en el que se atribuye un papel de liderazgo, como ha ocurrido con Venezuela a lo largo de la última década. En esta actitud de los dirigentes, qué duda cabe, hay mediocridad, desidia y, en ocasiones, un desprecio deliberado a la idea de un interés nacional. Pero las decisiones, basadas en un seguidismo acrítico y por momentos vergonzante de la política norteamericana también deben ser leídas en relación al contexto interno. Esas élites, en realidad, no hacen sino reflejar la autocomplacencia de una sociedad ensimismada y temerosa, que se ha olvidado de que, fuera de sus fronteras, no todo el mundo es bueno; también existen aprovechados y enemigos. Existen también los socios olvidados. Y hay compinches coyunturales que no necesariamente persiguen un mundo “más pacífico, más desarrollado y más próspero”, en términos de la Estrategia. Y no nos referimos aquí solo a los casos más clamorosos, como las privilegiadas relaciones que mantiene nuestro país con los países del Golfo Pérsico.

La relación con Marruecos es lo que mejor ejemplifica todo esto. La monarquía alauí lleva el control de la relación con España hasta niveles sonrojantes. En una reciente entrevista, el ministro de Asuntos Exteriores, orgulloso de su gestión, señaló lo siguiente:

… quiero subrayar y elogiar el papel de Marruecos para canalizar los flujos migratorios irregulares. Solamente en el periodo de Navidad, en un periodo de unos 15 días, se ha impedido el salto a las vallas de Ceuta y Melilla de más de 1.000 personas. Eso sería muy difícil conseguirlo sin la colaboración de Marruecos y es lo que le hace un socio estratégico para España y también para Europa. Evidentemente no me conformo con eso, sino que quiero ir a más. Y entiendo que también Marruecos está en esa línea.

Ello no sería más que una simple muestra de la capacidad de simulación que caracteriza a los diplomáticos en el ejercicio de sus funciones profesionales si no fuera porque cargos públicos españoles, incluida la anterior ministra, están siendo sometidos a un acoso judicial y profesional como consecuencia de haber llevado a cabo decisiones que no eran del agrado del vecino del sur. Para añadir insulto a la injuria, ese acoso, promovido por ese mismo país, está siendo vehiculado por un connacional.

El hecho de que en abril de 2021 el ingreso del presidente de la República Árabe Saharaui Democrática a territorio español se realizara en secreto no deja de ser un hecho vergonzante en sí mismo. Pero lo que siguió ha sido directamente bochornoso. La reacción de Rabat fue contundente, facilitando la llegada de hasta 8.000 inmigrantes a Ceuta en mayo y la retirada de su embajadora en Madrid. A lo largo del año se sucedieron otros desplantes, como la acusación de Marruecos de que España no realizaba los controles previos a los viajes con el debido rigor. Desde entonces, Madrid mendiga de manera sonrojante una reconciliación que solo llegará cuando así lo decida Rabat.

Han cambiado las tornas, desde luego, si se compara el momento actual con la respuesta del gobierno de José María Aznar a la invasión de Perejil (respuesta que, por cierto, solo encontró un tibio apoyo en los aliados atlánticos, todo aquello en un contexto de apoyo a la solución de Naciones Unidas para el Sáhara). Precisamente es el estatus de la antigua provincia española lo que está en juego hoy. El apoyo a la incorporación de ese territorio a Marruecos (dentro de una “autonomía”) fue lo que permitió la normalización de las relaciones con Alemania, cuyo embajador en Naciones Unidas había osado definir al Sáhara como un “territorio ocupado” después de que Estados Unidos reconociera la anexión. Y no parece que la normalización con España vayan a ir por un camino diferente.

Para España, la defensa de las plazas de soberanía y de la solución basada en la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental no es únicamente una cuestión de defensa de la legalidad internacional, como podría ser para Alemania. A cargo de la diplomacia de este último país está la pata verde de la coalición semáforo, que ha renunciado a la defensa del pueblo saharaui al tiempo que, en instituciones como el Parlamento Europeo, utiliza los principios como plastilina, amoldándolos para la justificación de la ofensiva occidental de turno, ya sea contra Rusia, Venezuela, Siria o China. Pero mientras Alemania puede permitirse este giro estratégico (necesario para diversificar sus fuentes de energía), para España se trata de defender su integridad territorial, proteger sus intereses económicos y no ver minada su credibilidad como actor regional.

Visto lo visto, España no puede esperar reciprocidad en sus aliados para defender sus intereses en su frontera sur. Para ellos, la autocracia marroquí parece adecuarse más a sus valores que el presidencialismo ruso. Mohammed VI y su régimen ni siquiera merecen, a los ojos de los aliados de España y sus portavoces, un poco de la retórica hostil que, ocasionalmente, se lanza contra Turquía, otro país que hace frontera con la UE. Ellos tienen sus razones, basadas en consideraciones estratégicas y económicas. No se les puede culpar por ello. Pero sí a los dirigentes de España, que no son capaces de proporcionarles razones creíbles para solicitar ayuda más allá de las crisis periódicas como las de los veranos, en las que apela no a su condición de Estado miembro de una comunidad política, sino a su carácter de “frontera sur” de Europa.

Más allá de la coyuntura, la clase dirigente española no tiene claro cuál es el interés nacional al sur de Tarifa. En ella podemos incluir a actores políticos que van desde expresidentes del gobierno y exministros de PSOE y PP o, incluso, al anterior jefe del Estado. De acuerdo con los apuntes del general Emilio Alonso Manglano, director del CESID entre 1981 y 1995 (recogidos en parte en El Jefe de los Espías, de los periodistas Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote), Juan Carlos I habría afirmado en 1983 que:

…hay que empezar a trabajar sobre el asunto de C. y Melilla. Esta última no es muy defentible. Hay que preparar para negociar Melilla. Ceuta puede potenciarse al máximo.

Todo ello viene a corroborar el hecho de que, tal y como recogiera el Departamento de Estado, el exjefe del Estado estuviera dispuesto a entregar Melilla (y convertir a Ceuta en un protectorado internacional) ya en 1979.

Nuestros aviones, eso sí, patrullan el Báltico y se ofrecen para ir a Bulgaria a defender la cruzada contra Rusia. Ello parece formar parte de un plan de acuerdo con el cual España y sus intereses al otro lado del Estrecho recibirían más atención por parte de los aliados atlánticos (o sea, Estados Unidos) en la medida en que Madrid se implique con más intensidad en los asuntos de la alianza. Aquí entran cuestiones coyunturales, como el apoyo acrítico a la ofensiva propagandística contra Rusia (que se está llevando a cabo con la inestimable colaboración de los medios de comunicación), pero también el cambio de rumbo en políticas de largo recorrido, como en el caso del enfoque sobre la autoproclamada República de Kosovo. Si bien no parece que vaya a reconocerse su independencia, se espera algún tipo de gesto que acerque la postura entre España y la mayor parte de los miembros de la OTAN, como pudiera ser la reanudación de la participación española en la misión militar en ese territorio. Y todo ello a pocos meses de que se celebre la cumbre de la OTAN en Madrid.

Podría dar la impresión de que la estrategia del gobierno tiene cierta lógica: en un contexto internacional turbulento, más vale arrimar el hombro con los amigos tradicionales para no salir más dañados aún. Se trata, sin embargo, de una visión cortoplacista que obvia el hecho de que Marruecos tiene detrás a los mismos aliados y, además, cuenta con toda una quinta columna dentro de España, bien asentada en sus élites políticas y mediáticas. El dilema se agudiza si se considera que, llegado el caso de que España tome una decisión autónoma, soberana, sobre estas cuestiones, parece razonable pensar que esas debilidades internas (a las que podríamos añadir otras, como los nacionalismos periféricos) podrían ser activadas por una diversidad de actores externos para neutralizar el efecto de alguna decisión que se salga de los esperable.

El cálculo, además, cuenta con que las cosas no se van a complicar aún más en Europa Oriental. Si las provocaciones atlantistas contribuyen al estallido de un conflicto armado entre Rusia y Ucrania, se verán fuertes contradicciones dentro de su seno, al igual que ocurriera durante el bombardeo de Yugoslavia en 1999. Y llegados a ese punto, ¿de qué serviría la apuesta española en un marco de resquebrajamiento de las alianzas occidentales? Finalmente, ese cortoplacismo deja de lado que la solución al conflicto del Sáhara y los posibles apoyos a Marruecos en sus reivindicaciones territoriales sobre España no vendrán dictados únicamente por Washington o Berlín. Con el tiempo, se va poniendo de manifiesto que el siglo XXI es el siglo chino-africano.