Marx, el socialismo en China y nosotros

¿Por qué es el Partido Comunista de China capaz? ¿Por qué es el socialismo con características chinas tan bueno? La razón última es que el marxismo funciona.

 

Xi Jinping, discurso por el 100 aniversario del PCCh, julio 2021.

En un artículo anterior intenté describir la estructura de clases en China. Hoy intento hacerlo desde la perspectiva de las relaciones del Partido Comunista de China con Marx y el socialismo.

Marx en Pekín

La utilización de Marx por el Partido Comunista de China para justificar y/o legitimar su práctica política puede ser interpretada como un mero ardid ideológico para ocultar unas políticas que en realidad no tendrían nada que ver con el de Tréveris. Esta postura está presente en muchas de las críticas a China desde la “izquierda”. Pero aquí voy a tomar muy en serio la adscripción marxista de la dirigencia china y voy a identificar a China como heredera y deudora del barbudo alemán.

Desde el giro de timón de Deng hace cuarenta años, la dirigencia china ha abrazado una lectura o interpretación del marxismo contraria a la “voluntarista” o “izquierdista”, que habría sido la de Mao (sobre todo en su última etapa, primero con el “gran salto adelante” y luego con “la revolución cultural”). La interpretación o lectura de Marx desde Deng hasta ahora podríamos denominarla “objetivista” o “derechista”, en cuanto abraza las lecturas o interpretaciones de Marx (y tan presentes junto a sus contrarias en la propia obra de Marx) más deterministas, tecno-economicistas-productivistas. O, lo que es lo mismo, la primacía del desarrollo de las fuerzas productivas (medios de producción, incluyendo ciencia, tecnología, fuerza de trabajo y recursos naturales/energéticos) sobre la primacía de la lucha de clases. De los dos marxismos que identificaba Gouldner, el “crítico” y el “científico”, el ala derecha del Partido que se hace con el poder desde Deng hasta ahora se acoge al segundo. Aquí también viene a cuento la dicotomía que hace David Priestland entre “comunismo romántico” y “comunismo tecnocrático”, siendo este último el de la dirigencia china posterior a Mao.

Deng puso encima de la mesa la “fase primaria del socialismo”, en la que la dirigencia china dice que aún se encuentra el país; una especie de transición a la transición (es decir, al socialismo propiamente dicho o transición al comunismo) en la que la prioridad absoluta es el desarrollo de las fuerzas productivas de la nación con todos los instrumentos posibles. De ahí el famoso dicho de Deng: “da igual que el gato sea blanco o negro con tal de que cace al ratón”; es decir, la introducción de la producción de valor y plusvalor, el mercado y dos modos de producción: el capitalista y el mercantil simple. ¿Pero qué es esa “fase primaria del socialismo” y qué tiene que ver con Marx?

Los socialismos según Marx y el socialismo chino

John Ross, un economista marxista inglés, profesor de la Universidad Renmin de China, contextualiza esa “fase primaria del socialismo” dentro de lo que Marx llamó “fase inferior del comunismo” en la Crítica al programa de Gotha. Es decir, una fase de transición entre el capitalismo y el comunismo en la cual ambos modos de producción coexisten con ese comunismo en minúsculas (o en su “fase inferior”), siendo este dominante. Esto es lo que Lenin (no Marx, ni Engels) denomina “socialismo”. Además de las diferencias terminológicas con Marx, hay una cuestión clave: para Marx la superación del comunismo por el capitalismo solo sería posible en las naciones capitalistas más desarrolladas, pero en el siglo XX fueron los “eslabones débiles”, en Rusia o China, entre otros, donde se produjo la revolución. Por lo tanto, la transición entre modos de producción se complicó enormemente. De ahí que esa fase “primaria” en China tenga todo el sentido marxista, al menos desde la perspectiva marxista que da primacía al desarrollo de las fuerzas productivas.

Y, de nuevo con Lenin, el capitalismo de Estado. Siguiendo esa línea, Mcnally caracteriza el “reformado” capitalismo de Estado del siglo XXI tomando en cuenta la variedad de especies que conforman ese género: no es lo mismo el islamo-teocrático de los del Golfo Pérsico, el conservador ruso de Putin, el socialdemócrata noruego, el “liberal” de Singapur, o el “socialista” chino. Pero todos ellos tienen coincidencias en su inserción en el mercado mundial, en el hecho de que aplican la lógica capitalista a sus empresas públicas (fondos soberanos de inversión, fondos de pensiones, holdings de empresas públicas, etc.) y en la importancia de un potente sector privado favorecido por el Estado para competir internacionalmente, como también favorecen a las empresas públicas para lo mismo. El capitalismo de Estado chino sería uno de los más exitosos de todos ellos.

Uniendo todo esto con el marxista estadounidense Erik Olin Wright y su teoría sobre los posibles futuros poscapitalistas y la interpenetración entre modos de producción, podemos tener una mirada de la deuda y la herencia marxista del “socialismo de mercado chino” y su “fase primaria del socialismo” como una especie exitosa del género capitalismo de Estado 2.0, cuya especificidad es su pasado socialista (estatista de partido único) que marca la dominancia de ese modo de producción estatista sobre el capitalista (u otros como el mercantil simple), aunque ese capitalismo también imprima su lógica en el estatista (D-M-D’). Un modo de producción estatista que se dio de forma plena en la URSS y en la China de Mao, cayendo en ambos casos por sus contradicciones sistémicas, con la diferencia clave entre la URSS y China de que estos últimos han conseguido reformarlo y salvarlo a través de esa “fase primaria del socialismo”.

Pero no podemos acabar de caracterizar ese “socialismo de mercado chino” en su fase “primaria” si nos dejamos otro texto de Marx (y Engels), el Manifiesto Comunista. En uno de sus apartados, nos describen y critican una serie de “socialismos” con bases sociales y teóricas determinadas a los que tiran por la borda frente al suyo propio (aclarando que tanto Marx como Engels abjuraban del término socialismo y preferían comunismo, aunque Engels también denominara socialismo al suyo, pero siempre con el apellido “científico”).

Partiendo de esto, podemos definir el “socialismo chino” como uno de esos socialismos que Marx y Engels no hubieran aceptado como suyo por: 1) su base social, ya que no es el proletariado la clase dominante sino la clase profesional y directiva asalariada encuadrada en el Partido Comunista y organizaciones políticas y sociales satélites del mismo; y 2) el hecho de que, en China, se considera el modo de producción socialista como un modo de producción en sí mismo y no un mero medio para la transición a un comunismo –para Marx, en la Crítica al programa de Gotha, esa transición era una coexistencia jerárquica entre el modo de producción capitalista y el comunista, la cual ni siquiera llama socialismo, sino “fase inferior del comunismo”– que en China ni está ni se le espera. A ese modo de producción socialista a lo chino se espera llegar en 2049, tras la fase “primaria” en la que llevan desde finales de los setenta.

Pero, a la vez, y esa es la paradoja, ese “socialismo chino” es deudor y heredero de Marx, ya que, como hemos visto, la dirigencia post-Mao se basa en la lectura e interpretación más determinista, tecno-economicista-productivista de Marx (o la primacía de las fuerzas productivas) para, con su mezcla de planificación y mercado, estatismo y capitalismo,1 ser uno de los ejemplos más exitosos del capitalismo de Estado 2.0 y gran rival geopolítico de Estados Unidos a un nivel que nunca pudo ser la URSS. Otra paradoja es que este “socialismo chino” estaría llevando a la práctica un modelo económico (aunque obviamente no político) muy cercano al que aspiraba lo que se llamó a finales de los setenta el fracasado “eurocomunismo”, quizás porque comparten ambos esa clase profesional y directiva asalariada como la que se encuentra detrás de ambos llevando el marxismo a su ascua.

El socialismo chino y nosotros

A diferencia de la URSS que tenía un carácter expansivo y consideraba su modelo como algo a extender –y lo hizo manu militari–, China mantiene su trayectoria histórica de Imperio del Centro (significado del nombre del país) y, por ello, su expansión internacional no es centrífuga, como la soviética, sino centrípeta. Hoy, se considera el Sol de un sistema en el que los demás países (o alianza de países) del resto del mundo giran a su alrededor por la fuerza gravitatoria de la “nueva ruta de la seda”. Ni quiere imponer su modelo, ni tiene necesidad de entrometerse en sus asuntos internos, ni política ni militarmente. Eso sí, esos otros Estados-nación (o alianzas supranacionales entre Estados-nación) sí pueden tomar como ejemplo tal o cual política, económica o de cualquier otro tipo, de China con el fin de adaptarla a su entorno, cosa que China tampoco va a tratar de impedir. Además, las diferentes inversiones chinas en el extranjero son más favorables para los países receptores en Asia, África o Hispano/Iberoamérica en comparación con las de Estados Unidos u otras potencias occidentales. Así, en otra diferencia con la URSS y su bloque, China está conectada al mercado mundial (es el principal socio comercial de la gran mayoría de las naciones del mundo, principal receptor de inversión extranjera y uno de los principales inversores en el mundo), pero lo hace desde esa posición señalada y, con ello, plantea una globalización alternativa a la que ha sido la globalización dominante desde el fin de la URSS hasta ahora; la de Estados Unidos y sus aliados.

¿Qué puede significar esto para la posibilidad ardua de un proyecto de izquierdas a la altura de los retos del presente aquí en España? Esto se puede empezar a contestar haciendo frente a un debate mal planteado que se repite cíclicamente en nuestro país.

China ha progresado –y de qué manera–, pero los chinos tienen y cultivan patria, familia, tradición, seguridad, orden. Si allí ha habido, y hay, un progreso objetivo, un desarrollo de las fuerzas productivas, unas nuevas generaciones que, desde luego. viven mejor que las anteriores, si son la única alternativa al bloque anglogermánico… entonces, si, en esos marcos señalados, la solución solo puede ser “reaccionaria” o “roji-parda”, según algunos, ¿Es China reaccionaria? El progreso, entonces, ¿lo conforman la socio-liberal Suecia, la Alemania de una posible coalición “semáforo”, los Estados Unidos de Biden y, claro, el sanchismo/yolandismo/errejonismo aquí en España? La respuesta es un no.

La cuestión no es ser “nostálgicos” u “obreristas”, pero ni mucho menos sumergirse en el clasemedianismo posmoprogre antiobrero que anega a la inmensa mayoría de la “izquierda” realmente existente en el mundo occidental en general y en España en particular.

A mi juicio, la única clase social con potencial para ser la nueva clase dirigente y hegemónica, basada en una formación social en donde el modo de producción dominante es el estatista y donde otros modos de producción que seguirán existiendo (como el capitalismo o el mercantil simple) están subordinados a ese (y esto es el único “socialismo” posible, eso es China). Esta clase es la profesional y directiva asalariada.

Pero para lograr eso, unas fracciones de la misma deben tener más peso que otras y, además, estar unida y encuadrada por un Partido (o varios partidos, además de organizaciones sociales de diverso tipo) con unos fundamentos teóricos, ideológicos y filosóficos que no son la ideología posmoprogre, que viene a ser la ideología espontánea de esta clase en occidente, sobre todo la de ciertas fracciones de la misma. En esto soy muy leninista. Para el líder de la revolución bolchevique, si el proletariado no estaba organizado por el partido (el “Príncipe moderno” de Gramsci) era, como mucho “tradeunionista”; es decir, reformista-socialdemócrata. Lo mismo pasa para esta clase profesional y directiva asalariada. Si no está organizada por el partido (o varios partidos y organizaciones de diverso tipo), la ideología y el proyecto adecuados, no puede cumplir su potencial (por ejemplo, su potencial como “capital humano”), y, como mucho, es “semáforo” (socialdemócrata/verde/liberal).

¿Qué queda para la clase obrera, tanto la “vieja” industrial como la “nueva”, de servicios? No ser una masa de maniobra para tal o cual fracción de la clase profesional y directiva asalariada en sus disputas internas, o de alguna de estas fracciones en sus disputas con la clase capitalista o tal o cual fracción de esta o viceversa. Su lugar tiene que ser el de aliado subalterno, sí, pero aliado en un bloque de poder con la clase profesional y directiva asalariada (con las mejores condiciones laborales y sociales, así como con igualdad de oportunidades real para que haya movilidad social de los hijos e hijas de la clase obrera a la otra clase de asalariados). Aliados, pues, en un proyecto de “socialismo” a lo chino, eso sí, sin copia ni calco, sino amoldado a las características, peculiaridades, trayectoria histórica, etc., de las distintas formaciones sociales o Estados-nación (y las necesarias alianzas entre ellos para articularse en las escalas geográficas y demográficas globales en la actualidad, que es la de una China, una Rusia, unos Estados Unidos, una India, etc.) Es decir, un bloque continental supranacional (que para España ni empieza, ni termina, ni tiene solo que ser el de la UE (o IV Reich) que navegue en un mundo en donde no hay, ni habrá, desglobalización, sino choque entre la globalización con centro en el Imperio del Centro –es decir, China– y la globalización de Estados Unidos y sus aliados. O ese socialismo aquí descrito, con todo lo inmensamente difícil que es, o, el más probable, capitalismo semáforo 2050 al que parece dirigirse el bloque anglo-germánico y, dentro del mismo, España.

  1. También hay que decir que otras escuelas económicas complementan a esa versión del marxismo en China, como la desarrollista, la schumpeteriana o el Keynes de la “socialización de la inversión”.


Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

Leyendo China desde España en 2021

Libros reseñados:

  • Ríos, Xulio. La metamorfosis del comunismo en China. Ágora K, 2021.
  • Feijoo, Claudio. El gran sueño de China. Tecno-socialismo y capitalismo de Estado. Técnos, 2021.
  • Parra Pérez, Águeda. China, las rutas del poder. Edición propia, 2021.

La literatura reciente sobre China en España ofrece una variedad creciente de trabajos elaborados por académicos, periodistas y especialistas de diferentes sectores. El irresistible ascenso del gigante asiático como gran potencia justifica ese interés, pero también las relaciones bilaterales, tanto las políticas (que gozan de buena salud) como las económicas. Con respecto a estas últimas, China fue el único destino importante en el que crecieron las exportaciones españolas durante la fase más dura de la pandemia –casi un 20% entre enero y septiembre de 2020– y es ya su segundo destino fuera de la Unión Europea gracias, especialmente, al interés que despierta en ese país la industria agroalimentaria española.

En este contexto, en España existe una literatura actualizada que puede brindar a los actores sociales interesados análisis rigurosos acerca de los fundamentos y las dinámicas subyacentes a la irrupción de China. Un conocimiento propio de los fenómenos es una condición para la existencia de una política autónoma. El conocimiento existe; la definición de nuevos planteamientos políticos en España, sin embargo, parece que tendrá que esperar.

A través de las tres obras seleccionadas se puede concluir que existe una manera de ver a China desde España que se aleja de los prejuicios mediáticos habituales. Los autores hacen un esfuerzo por conocer la realidad histórica y social a partir de sus protagonistas, sus motivaciones y las estructuras en las que se mueven. Se alejan así de la tentación de aplicar mecánicamente esquemas que tienen menos que ver con la realidad que con complejos nacionales ajenos, como la narrativa del neorrealista norteamericano John Mearsheimer, basada en la Trampa de Tucídides. En los trabajos de Ríos, Feijoo y Parra, el tratamiento de la realidad china es multidimensional, transdisciplinar y, sobre todo, matizado. En ellos, la atención al detalle no está reñida con los contextos internacional y estructural, muy presentes en todos los casos, aunque hilados con estilos y enfoques diferentes.

Con La metamorfosis del comunismo en China, Xulio Ríos ofrece un detallado repaso histórico del Partido Comunista Chino (PCCh) en la celebración de su primer centenario y lo enlaza con el proyecto actual de esa organización, bajo el liderazgo de Xi Jinping, de construir una sociedad “modestamente acomodada”. Las vicisitudes de la turbulenta historia del PCCh son diseccionadas por un autor con una larga trayectoria que le acaba de hacer merecedor del premio Casa Asia 2021 en la categoría de Cultura y Sociedad por su trabajo en “la construcción de una sinología en lengua española” a través de diversos proyectos como la Red Iberoamericana de Sinología. Ese saber acumulado se pone de manifiesto en un libro bien informado, con una bibliografía rica en fuentes primarias que incluye las obras de los principales dirigentes del Partido Comunista y dos útiles anexos, uno que sistematiza los datos fundamentales de los congresos nacionales y otro que hace una relación de sus principales figuras con datos biográficos básicos.

El libro está dividido en cuatro grandes bloques. Los tres primeros abordan la historia del PCCh en tres períodos: la larga fase del sovietismo al maoísmo, la etapa del denguismo y las líneas políticas y problemas del xiísmo. El estilo de estos bloques –que ocupan más de tres cuartas partes de las 435 páginas del libro– es directo y con muestras de erudición por parte del autor. Su atención a los detalles en la explicación de contextos complejos impide que el libro pueda ser caracterizado como una obra introductoria para quienes no conozcan, al menos, los aspectos básicos de la historia china y del sistema internacional en el siglo XX. El autor consigue explicar cómo una organización con una historia turbulenta y, por momentos, errática ha culminado con el afianzamiento de China como gran potencia gracias, en buena medida, a la preservación de los postulados fundacionales del Partido, caracterizado por Ríos como la “última dinastía” china (p. 5). Esa dinastía, que rompe con una tendencia histórica de aislamiento del exterior, tiene un carácter “orgánico” (la primera de ese tipo, como señala Ríos, p. 402) que ha permitido la continuidad de la cultura política tradicional en una tendencia secular.

La consolidación de esa dinastía orgánica tiene sus orígenes en la propia incepción del Partido, en un contexto de rechazo la intervención imperialista y de defensa de la propia experiencia revolucionaria frente al modelo soviético. En la explicación de episodios críticos durante el maoísmo, como la Larga Marcha, el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, el autor huye de cualquier tentación de fetichizar las justificaciones ideológicas esgrimidas en cada caso; en su lugar, hace hincapié en las luchas entre facciones dentro del Partido. Si la ideología encuentra su lugar en el relato –en el maoísmo se trata de la síntesis entre antiimperialismo, el rechazo de las tradiciones ideológico-culturales tradicionales como el confucianismo y la épica de la lucha armada– es por su importancia en la justificación de las acciones de las facciones y por su capacidad para explicar las líneas de continuidad y ruptura en la historia de la organización.

La segunda parte, sobre el denguismo, sintetiza el modo en que el Partido superó la turbulenta fase del maoismo y logró cohesionarse a través de la democratización interna, el fin de la exaltación ideológica y la descentralización y autonomía en la toma de decisiones económicas, en un proceso de apertura que implicó, entre otras características,  creación de las primeras zonas económicas especiales:

La insistencia en el desarrollo de las fuerzas productivas sepultó la idea anteriormente predominante de insistir en hacer la revolución solo por la revolución; se trataba ahora de cambiar las relaciones de producción, la superestructura y las formas de administración, un profundo cambio apegado a la realidad de partida y con el horizonte claro del mismo empeño modernizador que abrigaron los ilustrados chinos del siglo XIX (p. 125).

Y todo ello sin realizar privatizaciones masivas, sino mejorando el funcionamiento de las empresas públicas en un sistema “híbrido en el que conviven formas propias o comunes, tanto del capitalismo como del socialismo, y ya sea a nivel económico o social” (p. 176). La modernización y la exclusión de la ideología como justificación de las luchas internas facilitaron una larga fase de estabilidad que permitió no solo los relevos en la cúpula del Partido, sino también cambios graduales en la estrategia de desarrollo del país. Así, en los años 2000 se abrió una fase de refuerzo del consumo interno, reducción de la dependencia del comercio exterior e incremento del sector de investigación y desarrollo, dinámicas, todas ellas, que sentaron los pilares del xiísmo.

En la tercera parte, Ríos detalla los aspectos críticos de la fase actual, sintetizados en las “cuatro tareas integrales” presentadas por Xi Jinping en 2014: la consecución de una sociedad modestamente acomodada, la profundización de la reforma económica, el consolidación del gobierno a través de la ley –o neolegismo– y el refuerzo de la autoridad del partido. En contraste con la etapa de Mao, señala el autor,

La modernización, o el sueño chino de la revitalización del país [a través del desarrollo tecnológico], no se entiende al margen de la cultural tradicional que Xi llegó a definir como ‘el alma de la nación’, considerando el resurgir cultural como un requisito previo del rejuvenecimiento de China (pp. 289-290).

Todo ello, sin renunciar a los aspectos ideológicos fundamentales –incluyendo el nacionalismo y el marxismo–, lo que termina dando un carácter ecléctico a la identidad proyectada por el Partido. En esta lógica, la ideología forma parte del proyecto de reafirmación histórica de China y, a la vez, de los cambios internos que ha sufrido la organización. Así, la justificación de la recuperación de la cultura tradicional se consigue en la medida en que las ideas de Xi han adquirido el carácter de ‘pensamiento’, un estadio superior al de las ‘teorías’ desarrolladas por los dirigentes del denguismo. Al poner sus planteamientos al nivel de los del propio Mao, Xi se erige como referente personal del objetivo de finalizar la modernización de China. Como advierte el autor, ello amenza con conformar “un poder absoluto y sin límites, que supondría una notable regresión en el modelo conformado” (p. 403), en relación a la institucionalidad articulada durante el denguismo, que permitió mantener un cierto equilibrio interno tras la inestabilidad vinculada al maoísmo.

El relato histórico y el análisis pormenorizado de los episodios críticos dan paso, en el último bloque, a un análisis que gira alrededor de la idea de continuidad. Intentar contraponer el maoísmo y denguismo, alabando a uno y repudiando al otro, no permite comprender la evolución del PCCh. De este modo, aunque la historia de esa organización no puede representarse en un relato lineal, sí existen características que gozan de continuidad en el tiempo. Aquí destacan el componente nacionalista, el desarrollo social y el empeño en marcar una senda propia en la construcción del socialismo. Las tensiones históricas –sobre la preeminencia de la ideología o el pragmatismo, los estilos de liderazgo o la primacía del igualitarismo social– en realidad contribuyen a explicar lo que el autor denomina “expresiones de evolución” (p. 378), en las que se pone de manifiesto la metamorfosis del Partido y su síntesis actual, caracterizada por una elaboración ideológica ecléctica en la que caben elementos inicialmente rechazados, como el confucianismo; por el significado concreto de la democracia, especialmente valorada en el ámbito local y que, “en una sociedad de [las dimensiones de la china], cuando más se evoluciona hacia arriba en la pirámide político-administrativa, más importancia se le otorga al mérito y otras claves como expresión de la competencia y la mejor elección” (p. 381); y por el equilibrio entre planificación y mercado en un sistema fuertemente influenciado por la iniciativa estatal en la economía.

Con China, las rutas de poder, Águeda Parra hace una atractiva introducción a la realidad social y tecnológica del gigante asiático y sus implicaciones en el sistema político. Parte del atractivo del libro reside en su estructura, que evoca a una enciclopedia en la que, a través de capítulos breves, se desgranan los aspectos críticos que han de tomarse en cuenta para comprender los cambios que están teniendo lugar en el país: desde los cambios generacionales hasta las implicaciones geopolíticas del desarrollo tecnológico chino, pasando por el ecosistema tecnológico-empresarial y las formas de intervención estatal en su desarrollo. Todo ello es posible gracias al hecho de que la autora es capaz de abordar aspectos muy concretos a la vez que los contextualiza en el marco social general. Su formación como ingeniera en Telecomunicaciones (campo en el que desarrolla su carrera profesional en Telefónica), sinóloga y doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid ayudan a explicar el carácter transdisciplinar de la obra, que se divide en cinco apartados sobre la revolución tecnológica y el cambio generacional en China, el papel de las grandes tecnológicas, las contradicciones sociales, el marco político y la proyección exterior de la República Popular.

El orden de los capítulos no es arbitrario. El proyecto tecnológico chino, manifestado en un ecosistema digital propio, solo puede ser explicado en relación al cambio social protagonizado los nativos digitales: más de 200 millones de personas, con mayor y mejor formación que las generaciones anteriores, que crean la mayor parte de las 10.000 empresas que se constituyen al día en China. Se trata de una auténtica vanguardia generacional que expande tendencias y hábitos al resto de la población, incluyendo los pagos electrónicos (que ya son más que los que se hacen con tarjeta) o la incorporación del comercio electrónico a tradiciones más (como el día de los solteros, que hace tiempo superó al Black Friday en ventas online) o menos (como la tradicional Festividad de Año Nuevo) novedosas. Pero las nuevas iniciativas no tendrían lugar si no fuera por los gigantes, que, como señala la autora, “están siendo los principales embajadores de los avances tecnológicos que pretende Made in China 2025” (p. 51), la estrategia de dirección estatal que persigue incrementar la producción nacional de componentes y materiales básicos hasta 70% en ese año. Es justo en este punto en que historias de éxito como las de Alibaba o Xiaomi, que rivalizan en épica generacional con las de Silycon Valley, difieren de las occidentales en la medida en que en Estados Unidos no están subordinadas a un poder político reacio a regular su sector tecnológico. El contraste es aún más claro si se compara la estrategia china con la ausencia de un ecosistema propiamente europeo. En este punto, Parra apunta especialmente a los problemas de financiación y la ausencia de una visión unificada de los problemas globales (pp. 61-62). Más allá del talento y del tamaño del mercado –dos condiciones que cumple la Unión Europea–, la autora concluye que, sin independencia tecnológica, no se pueden desarrollar las capacidades para operar como gran potencia en la actualidad.

La cuestión de la dirección política es un aspecto clave en el desarrollo de estrategias como la mencionada Made in China 2025 o Healthy China 2030 –esta, para la modernización del sistema de salud a través de la inteligencia artificial en un país con escasa disponibilidad de médicos a corto plazo–. Solo así se entiende que, gracias a esta última, las empresas con márgenes de ganancia superiores al equivalente de 2,6 millones de euros deban invertir hasta el 2% de sus ingresos en I+D para el cumplimiento de objetivos nacionales como el aumento de la esperanza de vida y la reducción de las muertes prematuras (p.104). El impulso estatal es aún más claro en la nueva Ruta de la Seda, que requiere un gran despliegue de política exterior para estrechar las relaciones con los Estados en los que invierte en infraestructuras el gigante asiático y que representan el 70% de la población mundial (p. 107). La permanencia del Partido Comunista en el poder no equivale a una continuidad en las políticas más allá de la persona que esté a cargo. Por ello, la autora vincula el crecimiento de la inversión en I+D (clave de bóveda del proyecto chino) a la permanencia en el poder de Xi Jinping más allá de 2023 (p. 97). Por otro lado, Parra presta atención al envejecimiento de la población y el descenso de la natalidad, que potencialmente ponen en peligro la consecución del proyecto de convertir a China en una economía avanzada (p. 90).

El valor de El gran sueño de China. Tecno-socialismo y capitalismo de Estado, de Claudio Feijoo, radica en su capacidad para vincular las grandes tendencias políticas, económicas y tecnológicas con aspectos del día a día de la sociedad china, la cual demuestra conocer en profundidad. Feijoo, catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid (de la que es director para Asia) y codirector del Sino-Spanish Campus de la Universidad Tongji, vive a caballo entre España y China desde 2014. El gran sueño de China es un libro que va sorprendiendo al lector a medida que se adentra en sus páginas por su carácter transdisciplinar; todo ello facilitado por un estilo muy pedagógico y por las recapitulaciones periódicas realizadas por el autor para contextualizar sus explicaciones, que se condensan en la afirmación de que, el sistema chino es:

Una versión hipertrofiada de capitalismo estatal con un soporte cultural y social en el que se insiste hasta la saciedad. Se trata de una economía planificada en el simple sentido de que tiene un plan. Pero no es un plan muy diferente del que tienen las grandes empresas tecnológicas. Resulta que en China el Estado no es el Estado, es una empresa de tamaño monstruoso. Y como toda empresa, compite –y colabora cuando conviene– para conseguir su objetivo fundamental: maximizar sus ingresos y dotarse de una posición competitiva en el largo plazo, incluyendo de forma particular a sus accionistas –su clase dirigente: el PCC–. En una sola frase: dominar el mercado –el mundo – (p. 364).

El libro se divide en cuatro partes que abordan las diferentes dimensiones del plan del Partido Comunista Chino de desarrollar al país basándose en el uso de la tecnología –lo que el autor denomina “tecno-socialismo”– y un epílogo en el que aborda la posición de Europa a la luz de la experiencia China. En la primera parte, el autor pone de manifiesto algunos de los límites potenciales del desarrollo de China como gran potencia –incluidos los riesgos financieros, el no tan rápido desarrollo de la inteligencia artificial y el peligro de estancamiento en una fase en la que se aspira a alcanzar la renta de los países más desarrollados, o “trampa de los ingresos medios”– y los condicionantes históricos, incluido el trauma que supone la memoria del “siglo de humillación” y las sucesivas intervenciones extranjeras en territorio chino hasta la fundación de la República Popular. A renglón seguido, la segunda parte analiza el modelo del tecno-socialismo chino, destacando el alineamiento de la política de desarrollo tecnológico con los intereses del Estado, en contraste con las políticas norteamericana (con el protagonismo del capital privado en el desarrollo tecnológico y del mercado en la transformación de este en bienestar social) y europea (caracterizada por sus la elaboración de estrictos marcos regulatorios desde el momento en que se detectan los avances). En el modelo chino, la política de tutela y apoyo a las empresas para conseguir su primacía en el mercado local y su proyección en el internacional tiene tres aristas: el impulso de la innovación de las industrias emergentes; la protección de campeones nacionales como Baidu, Alibaba, Tencent, Huawei o Didi Chuxing, entre otros; y las relaciones con las grandes tecnológicas extranjeras (sobre todo norteamericanas) con presencia en China. El modelo se fundamenta en unas relaciones sociales “armoniosas”, una aspiración que explica el desarrollo del sistema de “confianza social” (que erróneamente se conoce como de “crédito social”) sobre los agentes económicos –cuyo funcionamiento “no se diferencia mucho de lo que una agencia de rating crediticio haría”, aunque con la diferencia de que, en este caso, el sistema está dirigido por el gobierno (pp. 75-76)– y personas individuales. El autor incide también en el uso de la tecnología para reforzar un cierto “centro” social a través de campañas públicas de corte paternalista y de la adecuación de los algoritmos de las plataformas con el fin de alejar a los ciudadanos de “radicalismos contrarios a los intereses que el partido asigna a su visión social” (p. 84); todo lo contrario que el refuerzo del filtro burbuja que reproduce en las redes sociales en occidente. El autor dedica un sugerente capítulo al uso de la tecnología del blockchain como herramienta de “notarización” con aplicaciones diversas, incluyendo la estandarización del desarrollo de aplicaciones, la verificación en sistemas de pago y operaciones en cadenas de suministros y su uso por parte de las fuerzas de seguridad.

La tercera parte se centra en las contradicciones del sistema y sus implicaciones. La apertura económica ha conllevado la creación de riqueza y la práctica eliminación de la pobreza, pero también el crecimiento de las desigualdades socioeconómicas y entre regiones que intenta ser amortiguado a través del fomento de las cooperativas en el campo y de iniciativas como la creación de hasta 1.500 parques de emprendimiento en zonas rurales. El autor señala en esta parte los riesgos del modelo, como el hecho de que el desarrollo tecnológico se base más en las oportunidades de negocio que brinda internet que en el avance en la creación de tecnologías disruptivas. Otro problema es el de la regulación de los mercados, una necesidad que surge cuando los intereses de los agentes económicos empiezan a chocar con los del Estado. La tentación de resolver este problema a través de la intervención directa de los comités del Partido en las empresas no es siempre posible. La alternativa, apunta Feijoo, ha sido un desarrollo legislativo tan detallado que, en su aplicación, puede poner trabas a la innovación en diferentes sectores de la economía. El autor señala que, a pesar de las ventajas que ofrece la existencia de un liderazgo nacional fuerte y de una sociedad en principio dispuesta a realizar sacrificios, los cambios generacionales y el incremento del nivel de vida hacen que los intereses individuales y de las empresas diverjan de manera progresiva con respecto a los del Estado.

En cuarto lugar, el autor aborda las implicaciones internacionales del modelo. Más allá de la competición, es sugerente la explicación del autor sobre las dinámicas de “co-opetition” –o de colaboración en el desarrollo de los aspectos básicos de las tecnologías a través de centros de investigación de las grandes tecnológicas en el territorio del competidor–, que facilitan el intercambio de conocimiento científico o de desarrollo de normas para la estandarización, como en el caso de las redes 5G. Pero, a su vez, ello se da en un contexto de competición en el desarrollo práctico de esas tecnologías, que van generando ecosistemas aislados que, ya sea por la incompatibilidad técnica, por las medidas proteccionistas o por las implicaciones en el terreno de la seguridad, dan al modelo un barniz de “tecno-nacionalismo”. El autor dedica un espacio aquí a la Ruta de la Seda Digital, que cerraría un “círculo virtuoso” para que China se asegure una balanza comercial positiva a través de la expansión de sus capacidades financieras, la mejora de las infraestructuras, los avances tecnológicos y la expansión de sus capacidades en ciberseguridad, todo mientras consolida su presencia internacional. Se trata de un proyecto que, en último término, facilitaría la expansión de sus campeones nacionales gracias a características como la creación de una “nube china” para almacenar y procesar datos o el desarrollo de redes 5G que permitan a los actores implicados optar por un ecosistema digital propio.

En el epílogo, Feijoo se muestra optimista con respecto al lugar que ocuparía Europa en un mundo crecientemente delineado por el conflicto, fundamentalmente tecnológico, entre Estados Unidos y China y las lecciones que se pueden extraer de la experiencia del gigante asiático. Europa, en el marco de la “autonomía estratégica” que intenta impulsar una parte del establishment de Bruselas, tendría un modelo diferenciado, caracterizado por la regulación del desarrollo tecnológico sobre la base de la primacía de la sociedad civil y los derechos humanos. Además, el autor menciona el liderazgo en sectores tecnolígicos específicos, incluyendo la robótica, la aplicaciones de software industriales B2B (businesss-to-business), salud, transporte, entre otros. Pero, sobre todo, en diferentes pasajes del libro pone en valor el liderazgo europeo en educación y capacidad para la atracción del talento. Todo ello desemboca en una apuesta por una unidad europea que imite los aspectos positivos de China, como la posibilidad de desarrollar respuestas rápidas y eficientes en situaciones de crisis –como se vio con el estallido de la pandemia de la COVID-19–, la capacidad de atraer a los mejores cuadros administrativos disponibles en la sociedad, la planificación a largo plazo y las condiciones sociales que permiten aunar fuerzas en torno a un objetivo común. Todo ello, como se desprende de las referencias en diferentes partes de El Gran Sueño de China, se inspira en los planteamientos de autores como Mariana Mazzucatto o Leigh Phillips y Michal Rozworski sobre las posibilidades de una planificación económica en la que la innovación y la eficiencia tecnológicas no sean independientes del respeto a las libertades individuales.

Un último aspecto a destacar es que El Gran Sueño de China aúna exposiciones eruditas sobre diferentes aspectos del desarrollo del gigante asiático en los últimos años con la experiencia personal del autor. Ese sexto sentido, desarrollado a través del conocimiento directo, permiten ilustrar dinámicas como el desarrollo de nuevas ciudades dormitorio cerca de los grandes polos tecnológicos o el condicionante que supone el comportamiento de la población para el funcionamiento del sistema, como puede ser el hecho de que una parte de los chinos haya aprendido a sacar partido del sistema de crédito social en la medida en que algunas personas utilicen una buena puntuación como reclamo para encontrar pareja más fácilmente. En realidad, la tecnología, en cualquier sociedad, da una orientación al conjunto en cuanto al sistema de valores y pautas de comportamiento. En El gran sueño de China, Claudio Feijoo explica, con gran nivel de detalle, como ese hecho ha sido aprehendido por el Partido Comunista Chino para, a través de herramientas como la inteligencia artificial, la red 5G o el blockchain, reafirmar la misión histórica de una organización que ha devenido en guía de la nación, y que lo ha hecho asumiendo su papel en la reconstrucción histórica del Imperio del Centro. Podemos esperar más análisis en el futuro próximo por parte del autor, que en el prólogo de la obra apunta que se trata de la primera de una trilogía sobre el gigante asiático.

Con perspectivas y estilos diferentes, los tres libros abordan las características, potencialidades, condicionantes y debilidades en el camino de China para consolidarse como gran potencia, sorteando la trampa de los ingresos medios a través de un desarrollo tecnológico con dirección estatal. Mientras Ríos lo hace estudiando la historia del PCCho, Feijoo y Parra se centran en los desarrollos más recientes. El primero, con una visión que podríamos denominar “de arriba abajo”, centrándose primero en el proyecto político y social para, posteriormente, entrar en los detalles de su impacto en la población. La segunda, con una perspectiva “de abajo arriba”, comenzando por el cambio generacional y las dinámicas sociales de la nueva China para, poco a poco, adentrarse en las características del proyecto.

Un aspecto común que se desprende de estas lecturas tiene que ver con la diferencia con la que se trata el factor tiempo en China, en comparación a los ritmos occidentales. Se trata de un aspecto que juega a su favor. Y no deja de ser sorprendente el hecho de que, a pesar de que esa característica parecía ser comprendida –este mismo año desde la Casa Blanca se declaró que la “paciencia” guiará la política norteamericana hacia China– la ansiedad geopolítica agite el avispero de las alianzas occidentales a través de la venta de submarinos nucleares a Australia con el fin de articular una política de contención en el Pacífico.

En esta nueva guerra fría, a diferencia de la anterior –con sus armas nucleares, grandes escenificaciones diplomáticas y enfrentamientos armados indirectos– la competición es visible en la medida en que pueda afectar a los actores económicos, desde las grandes tecnológicas al consumidor final. Sobre todo, si hay una nueva guerra fría, no es tanto por las contradicciones ideológicas (el nuevo contendiente, China, no aspira a exportar su modelo), sino por la ya habitual actitud de Estados Unidos de retornar a la posición de salida de los años cuarenta. Desde Ronald Reagan, no hay presidente de ese país que no aspire a volver a aquella década y soñar con (re)crear un mundo a su imagen y semejanza. Y con cada intento, los norteamericanos van dejando por el camino las ventajas con las que contaba en aquellos tiempos: un bloque histórico cohesionado tras la victoria en la guerra, el cual, con la hegemonía del capital industrial, participaba en la tarea de expandir el poder imperial y no dejaba abandonada a su suerte a las clases trabajadoras.

Con diferencias importantes, el bloque histórico armonioso a día de hoy parece ser el chino, con una dirección política cohesionada y decidida, cuyas iniciativas descansan en los hábitos, ideas y aspiraciones de la sociedad. Los libros reseñados nos hablan de una potencia, China, que, si bien no quiere exportar su modelo político, sí considera que la consecución de los objetivos estratégicos pasa por garantizar su independencia y su preponderancia tecnológica a largo plazo. En ese esfuerzo colectivo están implicadas todas las fracciones sociales bajo el liderazgo del PCCh.


Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha.