Javier Couso: una mirada poco habitual de España desde la izquierda

El presente es un extracto del libro En pie de calle (Akal: FOCA, 2020, pp. 101-113) publicado con permiso de Ediciones Akal.

Capítulo IV, Política nacional

Pregunta – Laura Pérez Rastrilla: Tienes una concepción del Estado poco habitual dentro de la izquierda española. ¿Siempre fue así?

Respuesta – Javier Couso: Desde el inicio de mi trayectoria política me he mantenido alejado de la defensa de los nacionalismos independentistas. En los movimientos sociales éramos muy críticos con la idea de patria, teníamos una visión internacionalista. Además, para mi generación, que nace al final del franquismo y que vivió los años de la transición, la idea de patria estaba vinculada al nacionalcatolicismo. El fascismo tenía capturada la idea de España y nosotros habíamos aceptado eso como algo natural.

Pero viajando me di cuenta de que esa no era la única lectura posible. En otros lugares, el concepto de patria no generaba ese rechazo. Cuando hacíamos giras con los grupos de música en los que tocaba, me sorprendía ver que los punks mexicanos llevaban la bandera mexicana con una anarquista. Esto se repetía en todos los países de América Latina y, prácticamente, en todos los países del mundo.

 

¿Se puede comparar España con cualquier otro país a la hora de definir qué es España y el Estado español?

Está claro que en nuestro país siempre ha habido un problema de encaje territorial. Lo podemos ver si nos remontamos hasta la misma formación del Estado. Su origen es una serie de pactos entre diferentes entidades, como queda reflejado en el escudo de España, y, en esa unificación, determinados poderes mantuvieron su diversidad.

En la Primera República intentaron abordar la cuestión territorial, tanto Salmerón como Pi i Margall. El presidente era un defensor del federalismo, es decir, entendió la diversidad de este país y que la convivencia sólo era posible desde el respeto a esas identidades. En la Segunda República se intentó solucionar la cuestión a través de los estatutos. Incluso al franquismo no le quedó más remedio que asumir esa diferencia. Hubo persecución de las lenguas gallega, vasca y catalana, pero no sólo no desaparecieron, sino que hubo que permitir que algunas elites las hablaran. Esto lo he vivido en mi propia familia. Una parte luchó con la República y otra con el franquismo y, precisamente, mi abuelo franquista hablaba y pensaba en gallego.

Mi idea del Estado se desmarca de la izquierda independentista actual en el sentido de que entiendo que existe un sentimiento cultural, e incluso de nación, pero siempre he sido partidario de conformarnos como una federación, porque España existe. Lo hemos visto en la crisis catalana. No es un enfrentamiento de España contra Cataluña, el problema es que, muchos menos de la mitad se sienten sólo catalanes y el resto españoles y catalanes.

 

Teniendo en cuenta tu idea de Estado y de España, crisis territoriales e identitarias como la catalana deben de ser difíciles desde la izquierda.

Para mí ha sido un choque interno. Por un lado, no puedo entender que en la izquierda seamos subalternos de las burguesías más reaccionarias y defensoras del neoliberalismo, como es el caso de la burguesía catalana. No dejaba de preguntarme qué hacíamos nosotros acompañándolas. Por otro, echaba de menos un discurso menos ambiguo.

Como he dicho, Pi i Margall lo tenía claro: el republicanismo federalista era español. Hasta Companys hablaba de la independencia de Cataluña dentro de la República española. Además, en términos estratégicos, también hay que considerar que todos los proyectos catalanistas hacia el resto de España han fracasado, desde Cambó en la Segunda República hasta Miquel Roca.

Creo que, acertadamente, Enric Juliana y José Antonio Zarzalejos señalaron que, actualmente, mantener una posición ambigua en esta cuestión es renunciar al liderazgo de la izquierda en todo el territorio. Y, en este sentido, Podemos ha supuesto una gran decepción. ¿Qué hacen ahí? ¿Cómo lo explican? ¿Dónde está la idea del Estado que quieren presidir? ¿Entienden los sentimientos del resto de España y de la Cataluña no independentista? La izquierda perdió la oportunidad de liderar un proyecto progresista, entendido en todo el territorio y con la capacidad de cohesionar la diversidad que caracteriza a España. El resultado de esa carencia es que se han limitado a funcionar como el apéndice minoritario del PSOE.

 

La sentencia supuso un punto de inflexión que reavivó la tensión. ¿Era previsible ese escenario?

Está claro que tras la sentencia del Tribunal Supremo nos encontramos con una situación agravada, pero lo esperable era una respuesta dura. Las circunstancias que se plantearon no eran un juego; se cuestionó al Estado y el Estado respondió con dureza. Hay un historiador que decía «a la independencia de un país se llega con una mayoría del 80 por 100 o tras una guerra». En el caso catalán no se cumple la primera premisa. Si tenemos en cuenta el número de votos, la mayoría la obtienen los partidos no independentistas. En las elecciones de noviembre de 2019 el porcentaje de votos de los partidos independentistas resultó en torno al 43 por 100; si sus representantes políticos obtienen más escaños es por la ley electoral.

Afortunadamente, tampoco podemos hablar de la segunda premisa en el caso catalán, a pesar de las palabras de Quim Torra, presidente de la Generalitat, aludiendo a la vía eslovena como mecanismo para llegar a la independencia. En el caso esloveno la independencia llegó tras enfrentamientos armados en el marco de la desintegración de la República Federal de Yugoslavia y gracias a poderosos apoyos externos, interesados en la atomización de un estado, como era Yugoslavia, que chocaba con el nuevo orden mundial.

 

Como has citado, el movimiento independentista ha intentado buscar referencias en otros procesos históricos, ¿crees que se puede comparar el caso de Cataluña con otros procesos políticos? Y, si es así, ¿cómo crees que podría evolucionar?

El modelo que ha seguido el movimiento independentista para lograr imponer la declaración unilateral de independencia es calcado a las revoluciones de colores y a los manuales de desestabilización de Gene Sharp. Es algo más que anecdótico las similitudes con el Maidán o el movimiento en Hong Kong. Con este último se han declarado el apoyo mutuo.

Una consecuencia que temo es que la escalada de tensión pueda llevar a un enfrentamiento civil más serio, en un contexto en el que el independentismo no alcanza o está en torno a la mitad de la población. Otro efecto muy negativo es que el tema sigue copando los debates y está siendo aprovechado por las elites para ocultar cuestiones sociales que se encuentran en un estadio grave. También está retroalimentado la irrupción y el crecimiento de un nacionalismo español ultra, que vehiculan en las urnas Ciudadanos y, sobre todo, Vox.

Considero que este es un momento muy delicado, porque dependiendo de cómo se gestione el conflicto podría conducir a un enfrentamiento civil cada vez más violento.

 

En este punto, ¿cuál crees que debe ser la posición de la izquierda?

Me parece que es necesario que la izquierda aclare que no se puede apoyar un movimiento unilateral por la independencia que sólo tiene el 43 por 100 de los votos. El Estado cuenta con la legitimidad de una mayoría de los ciudadanos con conciencia de ser españoles y que, además, asumen con normalidad la diversidad cultural e idiomática.

Si el independentismo quiere insistir en su objetivo, deberá dejar a un lado la declaración unilateral de independencia y dedicarse a intentar conquistar políticamente al resto de la población que no quiere la independencia. Con una fuerza que hoy no tiene, podrá salir del atolladero en el que se encuentra actualmente, generar un debate con representantes políticos no catalanes e incluir una reforma de la Constitución que permita, por ejemplo, un referéndum. En ese marco, lograría también la libertad de los condenados.

Por su parte, la izquierda debe reconectar con esa España real, que existe, que no es ultra y que respeta y se enorgullece de la diversidad de su país, para poder proponer como solución una España federal y republicana. Si seguimos manteniendo el apoyo total o la equidistancia por motivos electorales, sólo conseguimos regalar España a los sectores de la derecha y de la extrema derecha. España no es sinónimo de rancio, ni de Franco, ni de pandereta. Podemos hablar con orgullo de la España de Lorca o de Miguel Hernández, que no tienen nada que ver con el fascismo y que representaban la cultura ciudadana y obrera española.

Pero mientras sigamos en esta tesitura de cobardía iremos perdiendo apoyos paulatinamente, de lo que se beneficiarán los dos grandes partidos del régimen, PSOE y PP, la extrema derecha crecerá y el problema se cronificará.

Sé que este discurso rompe con el actual eje binario del mal y del bien, a lo que muchos responden con insultos y violencia, pero esto es lo que siento. Veo que la respuesta de la izquierda española a la cuestión catalana nos acerca cada vez más a la tendencia decadente de la izquierda en el resto de Europa. Necesitamos una izquierda fuerte y emancipada de movimientos liberales y reaccionarios, que no oculte su compromiso con una España federal común en la que todas las identidades sean respetadas.

 

Sobre el papel puede ser una solución ideal, pero parece una idea desco­nocida, poco arraigada entre la población y ausente en los discursos polí­ ticos y mediáticos. ¿Cómo debería proponer la izquierda esa alternativa federal o confederal para convencer a los ciudadanos?

La única manera es la normalización de esa opción. Para salir de la confrontación hay que hacer pedagogía, pero en la izquierda no lo hemos hecho. En España, la izquierda identificó, durante mucho tiempo, los procesos independentistas con reivindicaciones de izquierda per se. Eso ha dejado un lastre que impide entender a la otra parte de España, que no comprende lo que ocurre y que se opone visceralmente a esas regiones con movimientos independentistas. Para intentar comprender ese recelo no podemos obviar que los movimientos independentistas emergen en las zonas más industrializadas del estado, levantadas con mano de obra barata procedente del resto de España.

En la materialización de esa organización territorial, una parte del trabajo ya está hecho. En España tenemos características federales que muchos países federales no tienen. Si comparamos la transferencia de competencias con Alemania, España va más allá en la descentralización. Pero, aun así, no hemos conseguido completar ese encaje.

 

¿Crees que un referéndum es la solución?

Inicialmente sí que consideré que un referéndum pactado, como sucedió en Quebec o en Escocia, podría ser una buena opción para solucionar el problema. Pero, teniendo en cuenta las cifras, reconsideraría el referéndum como solución. El porcentaje de voto independentista no es suficiente para poner en cuestión la existencia de España. Hasta en los lugares donde la posición independentista es más alta no se puede plantear una secesión con la mitad, o menos, de la población. En esta reflexión también es un factor de peso el hecho de que al gran capital le molestan los estados-nación. Sus think tanks llevan años teorizando sobre la atomización en pequeñas naciones dependientes.

Pero lo más grave de esta crisis para la izquierda es que hemos caído en la trampa del enfrentamiento entre personas que tienen los mismos problemas, pero que se alían con las elites detrás de una bandera. Ese comportamiento ha conducido a la victoria de las derechas neoliberales, hablen en castellano o en catalán.

Como en otras ocasiones, se ha utilizado ese enfrentamiento nacionalista para ocultar cuestiones de clase, la degradación de la calidad de vida, el problema del diseño industrial en España o nuestro posicionamiento geopolítico respecto a Europa y EEUU.

Mi opinión es que la izquierda ha errado alineándose con el independentismo. El reconocimiento de identidades diferenciales no puede conducirnos a profundizar el distanciamiento entre regiones ricas y pobres o a quedarnos en la simplificación de negar la existencia de España. Por eso, no estaría de más recuperar la tradición federal real del movimiento obrero español, como nos lo enseñaron la Primera y la Segunda República. Hay que matizar que, en la situación actual, la socialdemocracia también tiene su cuota de responsabilidad, que se ha limitado a mantener el consenso con la derecha para no cambiar el modelo autonómico, a pesar de ser evidente que no funciona para todos.

En la izquierda tenemos que centrarnos en lograr la fuerza suficiente, que ahora no tenemos, para ir a un proceso constituyente en el que se reconozca el carácter federal del Estado y entender nuestra diversidad como una fortaleza. Por ejemplo, en Bolivia, donde conviven más lenguas y culturas que en España, han logrado un estado plurinacional cohesionado, aunque amenazado por la extrema derecha, racista y de raíz evangélica. La izquierda de nuestro país no puede renunciar a pelear por ello y dejarlo en manos de la derecha y la extrema derecha.

 

Aunque la respuesta de la derecha no sería la misma que en 1936, ¿cabe esperar que habría resistencia a una reconfiguración territorial?

Nunca se sabe… estamos viendo cómo la posición unilateral del independentismo, que persigue la ruptura sin contar con la mayoría de la población, retroalimenta la emergencia de un nacionalismo español ultra que crece poco a poco, devorando a Ciudadanos y comenzando a competir con el PP.

 

El contexto es diferente, así que podemos aventurar una respuesta dis­tinta. ¿Estimas posible alcanzar algún pacto con la derecha sobre la forma de organización del Estado?

Ocurriría como en todos los cambios sociales. Ellos mismos se darían cuenta de que también los favorece. La derecha sabe que necesita una renovación. El apoyo al Partido Popular ha descendido notablemente; por la franja de edad en la que están la mayoría de sus votantes y porque lastra un problema de corrupción estructural. Por eso, los grandes poderes han lanzado la nueva derecha representada por Ciudadanos, creando un escenario en el que se ha colado la extrema derecha de Vox, que es nacionalista y ultraliberal.

Por otro lado, ganar a esa derecha, que no entiende que tiene que haber una reconstrucción de un país que está teniendo graves problemas en el encaje territorial, es parte de la batalla ideológica.

El problema es que nosotros no hemos dado una respuesta alternativa, y hemos jugado más cerca de la derecha catalana que de la mayoría de la población de nuestro país. Esto hace que la situación sea más complicada, pero necesariamente tiene que pasar por un pacto. A no ser que se logre movilizar a un 60 por 100 o 70 por 100 de los electores para que apoye un proceso constituyente, como se ha dado en América Latina o en otros muchos países, no saldremos de ahí sin un acuerdo previo.

La extrema derecha de Vox ya ha influido en el discurso de toda la derecha, se consolida en gobiernos autonómicos y, si continúa esta tendencia ascendente, podría entrar en un gobierno central junto con el PP. Para evitar ese escenario es necesario tomar una posición, alejarse de ambigüedades y compartirla con tu población para que la conozca, la asuma y la pelee. Pero no estamos en esa situación. Los que apostamos por un nuevo modelo de país para que se acabe de una vez con estos problemas territoriales, que opacan todo lo demás, hemos quedado arrinconados.

 

Has mencionado que uno de los personajes históricos que admiras es el general y político francés Charles de Gaulle. ¿Qué peso tiene en esta concepción que tienes de la defensa de la unidad de España?

La realidad francesa no es la misma que la nuestra. El poder republicano es un poder central, jacobino. Un momento muy ilustrativo fue la visita de Macron a Córcega. El movimiento independentista corso, que practicó la lucha armada, ofreció llegar a un acuerdo para que el idioma fuera cooficial y se respetara su cultura diferencial. La respuesta del Estado francés fue que no les van a dar ni agua. Es una concepción republicana absolutamente diferente a la nuestra. La República española, tanto la Primera como la Segunda, sí entendía el problema nacional e intentó solucionarlo con una base federalista, pero en Francia no ha sido así. Entonces, no puede haber ninguna comparación en ese sentido.

Pero una dimensión que sí admiro de De gaulle es su valentía para actuar con coherencia al concluir que no podía mantener la ocupación de Argelia por la fuerza. Él intentó ganarla militarmente y, al darse cuenta de que no se podía imponer, facilitó la independencia. Con esta decisión entró en un periodo muy complicado a nivel personal, llegando a ser víctima de varios atentados. En uno de ellos, atravesaron completamente el Citroën en el que viajaba con su mujer y se libró por poco.

De Gaulle también es interesante por la salida que encuentra para lograr la liberación francesa de la ocupación nazi. En los meses posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial no tuvo problema en asumir algunos de los presupuestos del Partido Comunista. El primer programa que él propone muestra a una derecha desconocida en la Europa actual. Por ejemplo, defendía que el 40 por 100 de los servicios esenciales debía estar en manos del Estado. Ahora mismo no hay ninguna persona de derechas que lo defienda, el gaullismo ha sido vaciado.

 

Con la crisis de Cataluña se ha reactivado la leyenda negra de España, representándola como un país retrógrado y de pandereta. Esa imagen, a veces, ha estado impulsada desde la izquierda. ¿Compartes esta visión de España?

Para nada y me cabrea muchísimo. Esa apropiación de la idea de España por parte del franquismo hay que superarla. Los republicanos, hasta la izquierda anarquista, hablaban de España sin ningún tipo de problema. El franquismo logró que la izquierda se aliara con las zonas más ricas y de derechas y que se rindiera en la defensa de una España federal para alinearse con burguesías neoliberales. Hemos sido los tontos útiles de esas clases y esa sumisión tiene mucho que ver con ese imaginario de España. Nos hemos aliado con partidos catalanes ¡que hablan de subcontratar al ejército francés!

Esto ocurre porque no se habla con claridad, porque la izquierda no se atreve a participar en el debate y dejamos que nos marquen la agenda. Nosotros no tenemos nada que ver con los señores con los que se ha aliado la izquierda en el conflicto catalán. Hemos regalado el discurso sobre el sentimiento de la nación española plural a la derecha centralista y nos hemos equivocado.

No somos capaces de ver que la mayoría de los habitantes de este país comprenden que España es plural, que la diversidad cultural y lingüística nos hace más ricos. Por eso hay que defenderlo firmemente desde la izquierda y dar a todos esos ciudadanos una alternativa real, que no sea ni la recentralización que propone Ciudadanos ni la alianza con la derecha independentista. No podemos seguir siendo rehenes de los sectores más reaccionarios. Tenemos que articular un patriotismo propio, en el que quepan las singularidades de nuestro país, y la federación es una buena solución. Puede que no esté de moda decirlo desde la izquierda, pero yo me siento muy orgulloso de mi país.

 

¿Qué es más importante, la clase o la nación?

Creo que tiene que haber una simbiosis. El estado nación es importante, es la manera en que nos relacionamos con el mundo y todavía no se ha inventado nada mejor. Hay propuestas alternativas, como el consejismo o el anarquismo, pero, al final, incluso el anarquismo, en sus realizaciones prácticas en España, acabó creando estructuras parecidas al Estado. El consejo de Aragón funcionaba prácticamente con las competencias de un Estado, a pesar de que la propuesta partía de una federación de comunas.

El problema aparece cuando la nación se pone al servicio de los intereses de unas elites y de una clase que normalmente detenta los medios de producción, frente al interés común. Es curioso que, en la actualidad, muchas de esas elites abogan por la desaparición de los Estados. Recuerdo una entrevista que le hicieron a Gianni Agnelli, el jefe de Fiat, en los ochenta, y ya entonces decía que Francia debía entender que tendría que desaparecer para dar paso a un gobierno mundial.

Por ello, creo que la nación es importante, pero siempre como una defensa de los intereses de la mayoría de la población que conforma ese país. Un buen ejemplo de esa combinación es Cuba. Fidel entendió la defensa de la patria como el esfuerzo que hace una población para quitarse el yugo de la colonia y construirse como nación. Se trata de mezclar el patriotismo con la idea de un reparto más justo, del socialismo. Un cubano es profundamente patriota, pero alejado del tono conquistador o imperialista.

Conocer ese tipo de patriotismo, comprobar desde la práctica que es posible respetar a los países del entorno y compartir proyectos comunes desde la defensa de tu propia nación me ayudó a desmontar algunas ideas que tenía. Envidio a esos pueblos que sienten su patria, que aman a su país y que lo entienden como la defensa de la mayoría de la población y no de los intereses de una elite. Por eso para mí es tan importante lo uno como lo otro.

 

Entiendo que, para la izquierda, construir un modelo de país no debería tratarse únicamente de integrar las diferencias identitarias, que es hacia donde se ha dirigido el debate en España, sino que cuestiones como la recuperación de la soberanía deberían ser nucleares. ¿Qué postura tienes a este respecto?

Esa es la lucha eterna, arrebatar esa capacidad de poder a determinadas elites y distribuirla entre todos. Actualmente nos encontramos en un estadio grave en lo que se refiere a la defensa de la soberanía. La soberanía nacional es superada cada día por nuevos poderes globalizadores, como los financieros, frente a los que el estado nación cada vez tiene menos capacidad para reaccionar. Cuando hablo de los proyectos globalizadores me refiero a los grandes tratados trasnacionales, de grandes multinacionales que no tienen patria. Por ejemplo, cuando nos hablan de la defensa de los intereses de las empresas españolas en América Latina, en realidad, muchas de esas empresas no actúan como empresas españolas, son empresas que tienen un capital diverso y transnacional.

En ese sentido tenemos dos luchas por la soberanía, por un lado, la del Estado al que pertenecemos y, por otro, la lucha para que la gente pueda dotarse de instrumentos que le permitan enfrentarse a esos agujeros negros, en los que los ciudadanos no tienen voz para decidir. Estamos ante un capitalismo que ha conducido a una crisis brutal, que ha extendido aún más la deslocalización, que ha llevado al empeoramiento de las clases populares del primer mundo y a la transferencia de trabajos esclavos a las periferias. Ante esa pérdida de soberanía, los pueblos reaccionan, y, a veces, mal. Vemos que los partidos de la derecha recurren a un repliegue identitario y nos vemos inmersos en una gran batalla cultural.

Llegados a este punto, es muy complicado recuperar el control. Disponemos de muy pocos medios para oponernos, pero mantenemos la lucha. Es cierto que el ascenso de los BRICS está inclinando la balanza en la lucha por la soberanía, al menos a nivel geopolítico. Pero nuestro país es uno de los más perdidos. Desde el Parlamento Europeo veía a diario cómo las decisiones sobre nuestro país no las tomaba la población. Quisimos ser europeos para alejarnos de esa dictadura nacionalcatólica que nos llevó a la oscuridad, y entregamos todo para darnos cuenta, años después, de que ese diseño europeo nos quita la capacidad de poder legislar para nosotros y de que servimos a otros intereses.

 

¿No tiene en cuenta el Parlamento Europeo las realidades nacionales?

En ese sentido, la Comisión de Peticiones es uno de los órganos más importantes. En él se plantean los problemas de los Estados y se envían delegaciones parlamentarias que emiten un informe que sí tiene un impacto real en las situaciones denunciadas.

En el resto de comisiones, los parlamentarios siempre aportan su visión nacional. Por ejemplo, en el caso de España son clave los debates sobre la PAC o la pesca, porque nos afectan mucho. Sin embargo, después de nuestra adhesión a la UE, estos sectores han ido menguando progresivamente.

Javier Couso fue diputado al Parlamento Europeo en la octava legislatura (2014-2019).

Laura Pérez Rastrilla es profesora de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.