La cuestión nacional en España y el socialismo

La cuestión nacional fue teorizada en el marxismo por parte de Otto Bauer (1907), Stalin (1913), y otros pensadores, en el momento en el que el nacionalismo de tipo alemán se convertía en hegemónico en Europa. Este nacionalismo consideraba que la nación era fruto de pulsiones inconscientes, del “espíritu del pueblo” (Volkgeist), la lengua, la geografía, la historia, la cultura común, y acabó fomentando el militarismo, el racismo y el patrioterismo, que llevó a los combatientes a marchar alegremente al combate en la Gran Guerra (1914). Aunque la alegría duró poco, con las terribles condiciones de la guerra de trincheras y las masacres de soldados sin sentido, muertos por tomar unos centenares de metros de tierra yerma, el nacionalismo jugó un papel esencial en el estallido del conflicto, en los sucesos que llevarían a la Segunda Guerra Mundial, y en un sinfín de conflictos de todo tipo que se extendieron hasta la actualidad.

Bauer definía la nación desde un punto de vista “culturalista”, como un conjunto de elementos…

… que aparecen en la estructura básica del espíritu, en el gusto intelectual y estético, en el modo de reaccionar a los mismos estímulos, cosas en que fijamos la atención si comparamos la vida espiritual de las diferentes naciones, su ciencia y su filosofía, su poesía, música y arte plástica, su vida pública y social, su estilo y sus hábitos de vida.

Bauer consideraba que la nación se definía en su momento actual, sin tener una vinculación con los antepasados, oponiéndose a las tesis organicistas que venían asociadas al nacionalismo de tipo alemán. La nación es construida desde el desarrollo de las fuerzas productivas, el desarrollo cultural y el devenir de la Historia, que conforman una comunidad de carácter y de destino, enfrentándose a las posturas ahistóricas típicas del nacionalismo.

Bauer defendía el desarrollo de las comunidades culturales, dentro de Austria-Hungría, con una administración general y que pudiesen cobrar impuestos, pero evitando su separación en varios Estados basados en raíces étnicas. También abogaba por tratar de evitar la competencia fiscal que se producirían entre ellas en caso de tener un autogobierno fuerte. Para Bauer era necesario combatir al nacionalismo que podía arrastrar a las masas explotadas al apoyo de sus propios explotadores, quienes los lanzarían al combate contra “el enemigo nacional” de turno, asegurando su hegemonía. El programa fue impracticable, pero no le faltaba razón en el análisis.

Stalin, sin embargo, desarrolló el concepto de nación alrededor de la siguiente idea:

[La] nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura.

Se trata de una noción que tiene ciertos parecidos con la definición de Bauer, aunque con más resabios del nacionalismo de tipo alemán.

No es sorprendente que los principales teóricos del marxismo de la época sobre la cuestión nacional (o problema nacional) fuesen dos personas que pertenecían a imperios multinacionales, aquejados de problemas serios -más en el caso austro-húngaro que en el ruso-, con nacionalismos irredentos y de conformación de una identidad nacional que aunase a la mayoría de la población. Tanto Rusia como Austria-Hungría se hundieron ante el peso de la guerra de masas y acabaron, durante la guerra, Rusia con el estallido de una Revolución “que conmocionó al mundo” (John Reed), y Austria-Hungría, con el armisticio, dejando de existir, dividida en numerosos Estados pequeños y enfrentados entre sí.  Austria-Hungría sólo estaba unida por la figura de su emperador, el longevo Francisco José I que, con su muerte en 1916, aceleró la descomposición, ya avanzada, de un Estado multinacional enfrentado a las minorías eslavas, checas, polacas e italianas.

En 1917, Vladimir Ilich Ulianov lanzó “el principio de autodeterminación de los pueblos”, que coincidió, aunque por motivos diferentes, con la propuesta del presidente Woodrow Wilson en sus famosos “14 puntos para la paz”. Para Lenin, el principio de autodeterminación era una forma de debilitar a las potencias imperialistas y ganarse a los pueblos oprimidos por los europeos para la causa del comunismo. De hecho, la Tercera Internacional organizó, bajo auspicios del gobierno soviético que estaba inmerso en los últimos compases de la guerra civil, en 1920, en Bakú (Azerbaijan), un Congreso donde participaron 2850 delegados de diversas naciones (Irán, Irak, Palestina, Kurdistán, China, etc.) oprimidas por los occidentales. Algunos de estos delegados murieron intentando llegar al Congreso o a la vuelta del mismo a manos de las autoridades de sus países (o de los británicos, en el caso iraní). En el Congreso se debatió sobre la situación de los países colonizados y sobre las posibilidades de maridaje entre el islam y el comunismo. Tras el Congreso se establecieron movimientos socialistas o comunistas en muchos países, como en China, aumentando la influencia comunista en el mundo dependiente.

Rosa Luxemburgo, sin embargo, criticó la propuesta de Lenin, al considerar que la independencia de su país, Polonia, acabaría, como finalmente ocurrió, en manos de los sectores reaccionarios. Lenin consideraba que la forma de consolidar el dominio soviético sobre el antiguo territorio zarista pasaba por dar voz a los pueblos oprimidos por la Rusia absolutista y que no hacerlo mantendría la dictadura. Mientras que Luxemburgo, que se oponía por las razones mencionadas antes, entendía que la utilización del “principio de autodeterminación de los pueblos” era un recurso táctico ante una situación política concreta y no un principio transmutado en verdad absoluta.

Para Wilson, el “principio de autodeterminación de los pueblos” estaba pensado para los países derrotados en la guerra que tenían problemas nacionales, lo que ayudó a la desaparición de Austria-Hungría, la desmembración del Imperio turco otomano, la pérdida de las colonias (y algunos territorios) alemanes y la independencia de zonas bajo dominio ruso (como Polonia), mediante un referéndum afirmativo.

El principio de autodeterminación expuesto por Wilson alentó a las nacionalidades sin Estado y a aquellos que querían separarse de otras naciones a formar Estados propios. Lo cierto es que el principio se aplicó a medias, debido a las múltiples tretas que usaron los franceses e ingleses. Éstos se repartieron los restos del Imperio colonial alemán, bajo el auspicio de la recién fundada Sociedad de Naciones, e incumplieron su palabra hacia el mundo árabe al repartirse las antiguas posesiones otomanas en el Tratado de Sykes-Picot. También Francia impidió la unión de Alemania y Austria, pese al referéndum afirmativo de unión realizado en Austria, que luego sería absorbida por Hitler con el “Anschluss” en 1938. La realpolitik se impuso sobre las buenas intenciones del presidente estadounidense. De hecho, la socialdemocracia austríaca (SPÖ), con Otto Bauer a la cabeza, se opuso a la desmembración del Imperio austro-húngaro, con escaso éxito, sabiendo que iba a debilitar a la clase obrera al ser separada en países de escasa entidad y fronteras y más tarde llegaría a apoyar la unión con Alemania.

Stalin utilizó el nacionalismo durante la Segunda Guerra Mundial y los viejos símbolos de la Rusia zarista, para movilizar al pueblo soviético contra el invasor nazi-fascista, con gran éxito. No en vano, en Rusia se llama a la Segunda Guerra Mundial “la Gran Guerra Patriótica”. El nacionalismo resurgió como fuerza cohesionadora en diversas repúblicas soviéticas, yugoslavas, checoslovacas, y de otros países del Este, en sustitución del marxismo-leninismo deformado por Stalin, cuando el sistema entró en crisis. De hecho, el nacionalismo aceleró la crisis que provocó la desaparición del bloque del Este entre 1989-91, y durante los años 90, en la antigua Yugoslavia.

La ONU tomará dicho principio refiriéndose principalmente al deber de las potencias colonialistas de descolonizarse y dar un marco jurídico para aquellas antiguas colonias, que, de acuerdo con la metrópoli o en contra de ella, lograsen independizarse. En este caso, el derecho de autodeterminación adquirió el significado de lucha por la independencia de los países colonizados. ETA, escisión de las juventudes del PNV, trató de maridar este principio con el marxismo, considerando de que el País Vasco era una colonia interior oprimida por unas fuerzas de ocupación (españolas) y que, por tanto, se les aplicaba dicho derecho.

En el caso español, la cuestión nacional va a intentar ser solucionada con mayor o menor éxito. En el turbulento siglo XIX, se trató de dar una solución federal durante la Primera República, que no llegó a aplicarse, mientras que los carlistas, el cantonalismo y la Guerra de Cuba hicieron inviable la propia República. A finales del siglo XIX surgieron el autonomismo andaluz, enraizado en el federalismo, el nacionalismo burgués catalán y el nacionalismo vasco, nacionalismos ambos de corte alemán-organicista. Por otro lado, surgió, durante el siglo XIX, el carlismo, que tuvo influencia en el nacionalismo vasco y en Navarra, con la defensa de los fueros.

A principios del siglo XX, el empuje del nacionalismo catalán conservador llevó a una solución de compromiso para el problema nacional: la Mancomunidad catalana, que duró de 1914 hasta su abolición en 1925 por la dictadura de Primo de Rivera. La Mancomunidad tenía competencias muy limitadas. Con la caída de la dictadura y la proclamación de la Segunda República emanó una tensión entre el sector federalista catalán capitaneado por ERC, donde existía un pequeño grupo independentista, y el resto de firmantes del “Pacto de San Sebastián”. Esta tirantez se solventó con una solución de compromiso que tuvo su concreción con el Estatuto de Autonomía de Cataluña, en el marco del Estado integral republicano, que siguió teniendo escasas competencias (aunque más que la Mancomunidad). Se aprobó también el vasco, en 1936, lo que favoreció que esta región fuese leal a la República en la Guerra Civil, e igualmente hubo proyectos en Galicia y Andalucía, cortados por la sublevación militar.

Cuando cayó el gobierno republicano-socialista, derrotado en las elecciones de 1933, fue sustituido por un gobierno radical-cedista (el “contubernio”, en palabras de Niceto Alcalá Zamora), que trató de obstruir la actividad legislativa de la Generalitat y el Parlament. Esto llevó a ERC a proclamar la “República Federal catalana en el interior de la República federal española”, en 1934, mientras en Asturias se producía un proceso revolucionario contra la entrada de ministros de la CEDA, que se consideraban “accidentalistas” con la forma de gobierno, y que usaban parafernalia fascista en un momento en el que Dölfuss había dado un golpe de Estado en Austria y eliminado al SPÖ. El choque fue favorable al gobierno, que utilizó al ejército contra los Mossos de Escuadra dirigidos por la Generalitat. El gobierno catalán acabó en la cárcel hasta que fue excarcelado tras la victoria del Frente Popular. Los militares usaron dicho movimiento como casus belli para iniciar un golpe de Estado, en 1936, junto con otros motivos, para evitar “el separatismo” y el final de España como nación unida.

Durante la Guerra Civil, aprovechando el caos en la zona gubernamental, se produjeron movimientos de desobediencia al gobierno republicano o de autonomismo de facto, que debilitaron la causa republicana. El gobierno de ERC fue mediatizado de forma importante por la CNT-FAI, que tomó decisiones desacertadas como la invasión de Mallorca, anunciada por la prensa, y que acabó siendo reprimida (CNT-POUM) en las jornadas oscuras de “los sucesos de Barcelona” de 1937. En Asturias se produjo el “gobernín” (Azaña), que separado de la zona republicana por la zona rebelde, trató de hacer la guerra por su cuenta. En el País Vasco, tras la toma del norte, el presidente del PNV, Aguirre, colaboró con el OSS -antecesor de la CIA- y trató de lograr la independencia del País Vasco, apoyada por los EEUU, con nulo éxito. Estos movimientos enfadaban al PSOE, que constituía la parte mayoritaria del gobierno del Frente Popular, y, especialmente, a Negrín.

El PSOE tenía relaciones con el federalismo, que variaron durante el tiempo, debido a que la frontera entre el republicanismo federal y el socialismo era muy porosa a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El socialismo dirigido por Pablo Iglesias empezó siendo hostil a la idea federalista. Pero, a partir de las alianzas con los republicanos y la institucionalización del partido, en 1910, el PSOE comenzó a virar hacia la “descentralización político-administrativa”. Aunque oponiéndose al nacionalismo vasco, por racista y conservador, se llegó, incluso, a apoyar la posibilidad de un estatuto para Cataluña, una posición que se rompió durante la huelga de la Canadiense, por el apoyo de la burguesía catalana a la represión obrera. Durante la Segunda República, el PSOE defendió el voto favorable al estatuto de autonomía catalán, y luego vasco, aunque rechazando establecer un estado federal como en Alemania o los EEUU. Durante la dictadura franquista, el PSOE se acercó, de nuevo, de la mano de Anselmo Carretero al federalismo, con declaraciones retóricas a favor del mismo, que acabaron mutando en un apoyo decidido al autonomismo tras el 78. El federalismo prendió especialmente en el socialismo catalán, más que en el resto de las comunidades de nuestro país.

El PCE-PSUC se posicionó en el debate constitucional contra el derecho de autodeterminación de los pueblos, tal y como estaba desarrollado en la enmienda Letamendía, con las sonoras ausencias “por motivos de vejiga” de Miquel Roca y los representantes del PSC. En realidad, el PSOE también se opuso, en dicha comisión, a incluir este principio en la propia Constitución. Jordi Solé Tura (PCE) hizo una interesante reflexión sobre este asunto:

Como principio general, el derecho de autodeterminación es, a mi entender, un principio democrático indiscutible, pues significa que todo pueblo sometido contra su voluntad a una dominación exterior u obligado a aceptar por métodos no democráticos un sistema de gobierno rechazado por la mayoría tiene derecho a su independencia y a la forma de gobierno que desee libremente.

Sostenía Solé Tura que había diferencias claras entre la posición socialista y comunista respecto a la de los nacionalistas:

La diferencia radical entre uno y otro concepto del derecho de autodeterminación es que la izquierda no nacionalista lo entendía como un principio que permitiría derrotar a los independentistas con métodos democráticos, es decir, oponiendo a las pretensiones de separación y de independencia la voluntad de una mayoría democráticamente forjada. Por eso comunistas y socialistas de izquierda proclamaban que eran partidarios del derecho de autodeterminación, pero al mismo tiempo se oponían a la separación y a la independencia de Cataluña, del País Vasco y de cualquier otra parte de España. El ejercicio de autodeterminación era visto como una vía para fortalecer la unidad de España como país plurinacional.

De hecho, señalaba que un sector de los nacionalistas y de la izquierda, inspirados en la Revolución cubana, defendía que sus regiones eran naciones oprimidas de manera colonial por parte de España, lo que les alejaba de las posiciones socialistas y comunistas.

Posteriormente, el término quedó entre abandonado, fosilizado en documentos de Congresos sin aplicación práctica, como discursos sin solución de continuidad, y como ejercicio retórico para consumo interno. La cuestión acabó resucitando con la aparición del procés catalán, que ha influido enormemente en la política española de manera negativa, por ejemplo, haciendo resurgir una visión más radical del nacionalismo español. Un procés en el que primero se utilizó el término blando del “derecho a decidir” -al que es difícil oponerse- para pasar, finalmente, a la independencia a través de un referéndum sin garantías, que acabó con lamentables cargas policiales, una declaración de independencia exprés con cara de funeral por parte de quienes la pronunciaban, la huida del president, y todo lo demás que ha acontecido en estos últimos años.

Uno de los grandes problemas es que un sector de la izquierda, especialmente en Cataluña, se vio obnubilada de manera a-crítica con el procés, hasta el punto de que o lo apoyaron de alguna manera (en algunos casos pasándose a ERC), o hicieron dejación de las funciones de crítica que conlleva la práctica política. El propio Solé Tura, de hecho, advertía hace años de esta posibilidad, señalando:

A mi entender, esa ambigüedad es muy peligrosa porque las fuerzas de izquierda no pueden ser ambiguas, so pena de dejar de ser de izquierda. En un país como el nuestro, a estas alturas del siglo XX, creo que no se puede seguir hablando del derecho de autodeterminación como mero principio ideológico, es decir, sin explicar claramente sus implicaciones políticas y, por tanto, sin ponerlo en relación con nuestro proceso histórico, con el modelo de Estado que hemos heredado y con el que se define en la Constitución, con las transformaciones sociales producidas, con los valores dominantes en la sociedad y con el papel de España en el contexto europeo y mundial.

Parece que Solé Tura hubiera adivinado el futuro en este párrafo tan certero:

Un conflicto de estas características no sería un choque entre la «izquierda» y la «derecha», ni entre el «progresismo» y la «reacción», sino un conflicto que atravesaría todas las clases sociales de Cataluña –en nuestro caso– y de España y que escindiría profundamente la sociedad de la propia nacionalidad que pretendiese convertirse en Estado independiente. Una batalla política y social de estas dimensiones convertiría a las fuerzas más derechistas en el principal núcleo de reagrupamiento de vastos sectores sociales –incluso de sectores obreros–, reavivaría hasta extremos insospechados el viejo nacionalismo español de las glorias imperiales, daría a las Fuerzas Armadas un protagonismo decisivo, muy superior y muy diferente al que les asigna la Constitución y colocaría a la Corona y al conjunto de las fuerzas democráticas en una situación defensiva extremadamente difícil, pues o bien tendrían que aceptar pasivamente la alternativa y el hecho de la independencia, con lo cual perderían la iniciativa política, o bien tendrían que combatirla, con lo cual irían a remolque de las fuerzas más antidemocráticas. Es difícil pensar, por otro lado, que un choque de estas características podría terminar tranquilamente con la independencia de una parte del territorio español o con la negación violenta de la independencia, sin destruir el sistema democrático de la Constitución de 1978.

Lo cierto es que España, por su estructura territorial y su historia, tiende hacia una estructura federal o federalizante. Su propia orografía e historia ha impedido durante el siglo XX la imposición de un Estado centralista salvo manu militari.  Los nacionalismos se necesitan los unos a los otros para subsistir. En ese choque la cuestión social, tal y como hemos visto en varios momentos en Cataluña, acaba desapareciendo o queda en un segundo plano, pasando a la política de las emociones y la división.

Durante la pandemia las estructuras federalizantes han funcionado moderadamente bien, con la excepción de la rebelión madrileña. Es hora de retomar el federalismo, aunque con algunas dosis de asimetría, como forma de solventar la cuestión nacional en España. Esto supone asumir que las lenguas y las distintas culturas (que son siempre mestizas) forman parte del acervo cultural español y nos enriquecen como país y como individuos. Esto supone reformar el Senado para convertirlo en una verdadera cámara territorial. Realizar una segunda tanda de descentralización pasando competencias de las Autonomías a los municipios y traspasando todas las competencias de las Diputaciones provinciales (salvo los Cabildos y los Consell) a las comunidades autónomas. Delimitar las competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, y constituir un reparto fiscal justo y solidario, acabando con el dumping fiscal de Madrid. Sería interesante repartir parte de las instituciones del gobierno central por el país. Para que estas reformas sean exitosas hay que establecer mecanismos de coordinación, cooperación, solidaridad y responsabilidad entre todas las comunidades autónomas y el Estado central. Hay que aprovechar los fondos europeos para volver a repartir las cartas de las oportunidades en este país y combatir, por ejemplo, la despoblación de algunas provincias, y repartir de manera más justa el poder. Es una oportunidad que no debemos desaprovechar.

La llegada del federalismo no será inmediata y va a ser compleja por la oposición de las derechas, pero hay que sembrar las semillas del debate para que pueda germinar en la sociedad y el cambio sea posible.

Pedro González de Molina Soler es pofesor de Geografía e Historia y máster en Relaciones Internacionales.

Marx, el socialismo en China y nosotros

¿Por qué es el Partido Comunista de China capaz? ¿Por qué es el socialismo con características chinas tan bueno? La razón última es que el marxismo funciona.

 

Xi Jinping, discurso por el 100 aniversario del PCCh, julio 2021.

En un artículo anterior intenté describir la estructura de clases en China. Hoy intento hacerlo desde la perspectiva de las relaciones del Partido Comunista de China con Marx y el socialismo.

Marx en Pekín

La utilización de Marx por el Partido Comunista de China para justificar y/o legitimar su práctica política puede ser interpretada como un mero ardid ideológico para ocultar unas políticas que en realidad no tendrían nada que ver con el de Tréveris. Esta postura está presente en muchas de las críticas a China desde la “izquierda”. Pero aquí voy a tomar muy en serio la adscripción marxista de la dirigencia china y voy a identificar a China como heredera y deudora del barbudo alemán.

Desde el giro de timón de Deng hace cuarenta años, la dirigencia china ha abrazado una lectura o interpretación del marxismo contraria a la “voluntarista” o “izquierdista”, que habría sido la de Mao (sobre todo en su última etapa, primero con el “gran salto adelante” y luego con “la revolución cultural”). La interpretación o lectura de Marx desde Deng hasta ahora podríamos denominarla “objetivista” o “derechista”, en cuanto abraza las lecturas o interpretaciones de Marx (y tan presentes junto a sus contrarias en la propia obra de Marx) más deterministas, tecno-economicistas-productivistas. O, lo que es lo mismo, la primacía del desarrollo de las fuerzas productivas (medios de producción, incluyendo ciencia, tecnología, fuerza de trabajo y recursos naturales/energéticos) sobre la primacía de la lucha de clases. De los dos marxismos que identificaba Gouldner, el “crítico” y el “científico”, el ala derecha del Partido que se hace con el poder desde Deng hasta ahora se acoge al segundo. Aquí también viene a cuento la dicotomía que hace David Priestland entre “comunismo romántico” y “comunismo tecnocrático”, siendo este último el de la dirigencia china posterior a Mao.

Deng puso encima de la mesa la “fase primaria del socialismo”, en la que la dirigencia china dice que aún se encuentra el país; una especie de transición a la transición (es decir, al socialismo propiamente dicho o transición al comunismo) en la que la prioridad absoluta es el desarrollo de las fuerzas productivas de la nación con todos los instrumentos posibles. De ahí el famoso dicho de Deng: “da igual que el gato sea blanco o negro con tal de que cace al ratón”; es decir, la introducción de la producción de valor y plusvalor, el mercado y dos modos de producción: el capitalista y el mercantil simple. ¿Pero qué es esa “fase primaria del socialismo” y qué tiene que ver con Marx?

Los socialismos según Marx y el socialismo chino

John Ross, un economista marxista inglés, profesor de la Universidad Renmin de China, contextualiza esa “fase primaria del socialismo” dentro de lo que Marx llamó “fase inferior del comunismo” en la Crítica al programa de Gotha. Es decir, una fase de transición entre el capitalismo y el comunismo en la cual ambos modos de producción coexisten con ese comunismo en minúsculas (o en su “fase inferior”), siendo este dominante. Esto es lo que Lenin (no Marx, ni Engels) denomina “socialismo”. Además de las diferencias terminológicas con Marx, hay una cuestión clave: para Marx la superación del comunismo por el capitalismo solo sería posible en las naciones capitalistas más desarrolladas, pero en el siglo XX fueron los “eslabones débiles”, en Rusia o China, entre otros, donde se produjo la revolución. Por lo tanto, la transición entre modos de producción se complicó enormemente. De ahí que esa fase “primaria” en China tenga todo el sentido marxista, al menos desde la perspectiva marxista que da primacía al desarrollo de las fuerzas productivas.

Y, de nuevo con Lenin, el capitalismo de Estado. Siguiendo esa línea, Mcnally caracteriza el “reformado” capitalismo de Estado del siglo XXI tomando en cuenta la variedad de especies que conforman ese género: no es lo mismo el islamo-teocrático de los del Golfo Pérsico, el conservador ruso de Putin, el socialdemócrata noruego, el “liberal” de Singapur, o el “socialista” chino. Pero todos ellos tienen coincidencias en su inserción en el mercado mundial, en el hecho de que aplican la lógica capitalista a sus empresas públicas (fondos soberanos de inversión, fondos de pensiones, holdings de empresas públicas, etc.) y en la importancia de un potente sector privado favorecido por el Estado para competir internacionalmente, como también favorecen a las empresas públicas para lo mismo. El capitalismo de Estado chino sería uno de los más exitosos de todos ellos.

Uniendo todo esto con el marxista estadounidense Erik Olin Wright y su teoría sobre los posibles futuros poscapitalistas y la interpenetración entre modos de producción, podemos tener una mirada de la deuda y la herencia marxista del “socialismo de mercado chino” y su “fase primaria del socialismo” como una especie exitosa del género capitalismo de Estado 2.0, cuya especificidad es su pasado socialista (estatista de partido único) que marca la dominancia de ese modo de producción estatista sobre el capitalista (u otros como el mercantil simple), aunque ese capitalismo también imprima su lógica en el estatista (D-M-D’). Un modo de producción estatista que se dio de forma plena en la URSS y en la China de Mao, cayendo en ambos casos por sus contradicciones sistémicas, con la diferencia clave entre la URSS y China de que estos últimos han conseguido reformarlo y salvarlo a través de esa “fase primaria del socialismo”.

Pero no podemos acabar de caracterizar ese “socialismo de mercado chino” en su fase “primaria” si nos dejamos otro texto de Marx (y Engels), el Manifiesto Comunista. En uno de sus apartados, nos describen y critican una serie de “socialismos” con bases sociales y teóricas determinadas a los que tiran por la borda frente al suyo propio (aclarando que tanto Marx como Engels abjuraban del término socialismo y preferían comunismo, aunque Engels también denominara socialismo al suyo, pero siempre con el apellido “científico”).

Partiendo de esto, podemos definir el “socialismo chino” como uno de esos socialismos que Marx y Engels no hubieran aceptado como suyo por: 1) su base social, ya que no es el proletariado la clase dominante sino la clase profesional y directiva asalariada encuadrada en el Partido Comunista y organizaciones políticas y sociales satélites del mismo; y 2) el hecho de que, en China, se considera el modo de producción socialista como un modo de producción en sí mismo y no un mero medio para la transición a un comunismo –para Marx, en la Crítica al programa de Gotha, esa transición era una coexistencia jerárquica entre el modo de producción capitalista y el comunista, la cual ni siquiera llama socialismo, sino “fase inferior del comunismo”– que en China ni está ni se le espera. A ese modo de producción socialista a lo chino se espera llegar en 2049, tras la fase “primaria” en la que llevan desde finales de los setenta.

Pero, a la vez, y esa es la paradoja, ese “socialismo chino” es deudor y heredero de Marx, ya que, como hemos visto, la dirigencia post-Mao se basa en la lectura e interpretación más determinista, tecno-economicista-productivista de Marx (o la primacía de las fuerzas productivas) para, con su mezcla de planificación y mercado, estatismo y capitalismo,1 ser uno de los ejemplos más exitosos del capitalismo de Estado 2.0 y gran rival geopolítico de Estados Unidos a un nivel que nunca pudo ser la URSS. Otra paradoja es que este “socialismo chino” estaría llevando a la práctica un modelo económico (aunque obviamente no político) muy cercano al que aspiraba lo que se llamó a finales de los setenta el fracasado “eurocomunismo”, quizás porque comparten ambos esa clase profesional y directiva asalariada como la que se encuentra detrás de ambos llevando el marxismo a su ascua.

El socialismo chino y nosotros

A diferencia de la URSS que tenía un carácter expansivo y consideraba su modelo como algo a extender –y lo hizo manu militari–, China mantiene su trayectoria histórica de Imperio del Centro (significado del nombre del país) y, por ello, su expansión internacional no es centrífuga, como la soviética, sino centrípeta. Hoy, se considera el Sol de un sistema en el que los demás países (o alianza de países) del resto del mundo giran a su alrededor por la fuerza gravitatoria de la “nueva ruta de la seda”. Ni quiere imponer su modelo, ni tiene necesidad de entrometerse en sus asuntos internos, ni política ni militarmente. Eso sí, esos otros Estados-nación (o alianzas supranacionales entre Estados-nación) sí pueden tomar como ejemplo tal o cual política, económica o de cualquier otro tipo, de China con el fin de adaptarla a su entorno, cosa que China tampoco va a tratar de impedir. Además, las diferentes inversiones chinas en el extranjero son más favorables para los países receptores en Asia, África o Hispano/Iberoamérica en comparación con las de Estados Unidos u otras potencias occidentales. Así, en otra diferencia con la URSS y su bloque, China está conectada al mercado mundial (es el principal socio comercial de la gran mayoría de las naciones del mundo, principal receptor de inversión extranjera y uno de los principales inversores en el mundo), pero lo hace desde esa posición señalada y, con ello, plantea una globalización alternativa a la que ha sido la globalización dominante desde el fin de la URSS hasta ahora; la de Estados Unidos y sus aliados.

¿Qué puede significar esto para la posibilidad ardua de un proyecto de izquierdas a la altura de los retos del presente aquí en España? Esto se puede empezar a contestar haciendo frente a un debate mal planteado que se repite cíclicamente en nuestro país.

China ha progresado –y de qué manera–, pero los chinos tienen y cultivan patria, familia, tradición, seguridad, orden. Si allí ha habido, y hay, un progreso objetivo, un desarrollo de las fuerzas productivas, unas nuevas generaciones que, desde luego. viven mejor que las anteriores, si son la única alternativa al bloque anglogermánico… entonces, si, en esos marcos señalados, la solución solo puede ser “reaccionaria” o “roji-parda”, según algunos, ¿Es China reaccionaria? El progreso, entonces, ¿lo conforman la socio-liberal Suecia, la Alemania de una posible coalición “semáforo”, los Estados Unidos de Biden y, claro, el sanchismo/yolandismo/errejonismo aquí en España? La respuesta es un no.

La cuestión no es ser “nostálgicos” u “obreristas”, pero ni mucho menos sumergirse en el clasemedianismo posmoprogre antiobrero que anega a la inmensa mayoría de la “izquierda” realmente existente en el mundo occidental en general y en España en particular.

A mi juicio, la única clase social con potencial para ser la nueva clase dirigente y hegemónica, basada en una formación social en donde el modo de producción dominante es el estatista y donde otros modos de producción que seguirán existiendo (como el capitalismo o el mercantil simple) están subordinados a ese (y esto es el único “socialismo” posible, eso es China). Esta clase es la profesional y directiva asalariada.

Pero para lograr eso, unas fracciones de la misma deben tener más peso que otras y, además, estar unida y encuadrada por un Partido (o varios partidos, además de organizaciones sociales de diverso tipo) con unos fundamentos teóricos, ideológicos y filosóficos que no son la ideología posmoprogre, que viene a ser la ideología espontánea de esta clase en occidente, sobre todo la de ciertas fracciones de la misma. En esto soy muy leninista. Para el líder de la revolución bolchevique, si el proletariado no estaba organizado por el partido (el “Príncipe moderno” de Gramsci) era, como mucho “tradeunionista”; es decir, reformista-socialdemócrata. Lo mismo pasa para esta clase profesional y directiva asalariada. Si no está organizada por el partido (o varios partidos y organizaciones de diverso tipo), la ideología y el proyecto adecuados, no puede cumplir su potencial (por ejemplo, su potencial como “capital humano”), y, como mucho, es “semáforo” (socialdemócrata/verde/liberal).

¿Qué queda para la clase obrera, tanto la “vieja” industrial como la “nueva”, de servicios? No ser una masa de maniobra para tal o cual fracción de la clase profesional y directiva asalariada en sus disputas internas, o de alguna de estas fracciones en sus disputas con la clase capitalista o tal o cual fracción de esta o viceversa. Su lugar tiene que ser el de aliado subalterno, sí, pero aliado en un bloque de poder con la clase profesional y directiva asalariada (con las mejores condiciones laborales y sociales, así como con igualdad de oportunidades real para que haya movilidad social de los hijos e hijas de la clase obrera a la otra clase de asalariados). Aliados, pues, en un proyecto de “socialismo” a lo chino, eso sí, sin copia ni calco, sino amoldado a las características, peculiaridades, trayectoria histórica, etc., de las distintas formaciones sociales o Estados-nación (y las necesarias alianzas entre ellos para articularse en las escalas geográficas y demográficas globales en la actualidad, que es la de una China, una Rusia, unos Estados Unidos, una India, etc.) Es decir, un bloque continental supranacional (que para España ni empieza, ni termina, ni tiene solo que ser el de la UE (o IV Reich) que navegue en un mundo en donde no hay, ni habrá, desglobalización, sino choque entre la globalización con centro en el Imperio del Centro –es decir, China– y la globalización de Estados Unidos y sus aliados. O ese socialismo aquí descrito, con todo lo inmensamente difícil que es, o, el más probable, capitalismo semáforo 2050 al que parece dirigirse el bloque anglo-germánico y, dentro del mismo, España.

  1. También hay que decir que otras escuelas económicas complementan a esa versión del marxismo en China, como la desarrollista, la schumpeteriana o el Keynes de la “socialización de la inversión”.


Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.