La izquierda después de Syriza

En los próximos meses, Grecia volverá a las urnas después de una legislatura convulsa, marcada por graves escándalos de corrupción y espionaje ilegal. La deriva autoritaria del Gobierno heleno, en manos de Nueva Democracia (miembro del Partido Popular Europeo), se completa con un asfixiante control sobre los medios de comunicación, tradicionalmente vinculados a las oligarquías locales y dependientes de la financiación estatal.

El asesinato sin resolver del cronista Girgios Karavaiz y el acoso a una periodista crítica con la política migratoria del primer ministro griego llevaron recientemente a Reporteros sin Fronteras a situar a Grecia en el lugar 108 de su lista global de la libertad de prensa, entre Burundi y Zambia.

Si bien las encuestas auguran que Nueva Democracia seguirá siendo el partido más votado en las próximas elecciones, la adopción de un sistema electoral proporcional abre la puerta a que Syriza recupere el Gobierno griego de la mano de su otrora rival PASOK. Al menos, este parece ser el deseo de la familia socialista europea, en cuyas reuniones Tsipras es desde hace tiempo un invitado habitual. Alternativamente, Nueva Democracia no descarta alianzas con la extrema derecha con el fin de mantenerse en el Gobierno, por lo que el voto a Syriza representa también un voto en defensa de las maltrechas instituciones del país heleno.

Las diferencias con la primera victoria de Tsipras resultan ilustrativas de la transformación vivida por el conjunto de la izquierda europea. Hace una década, el avance de Syriza se sustentaba en la descomposición del centroizquierda tradicional, cuya receta de políticas económicas liberales a cambio de mayor gasto social resultó inútil ante la crisis de 2008. Atenas era el espejo en el que se miraban partidos de tradición anticapitalista y movimientos de nuevo cuño nacidos de las protestas contra la austeridad, unidos en la lucha contra un modelo económico profundamente desigual.

La historia de esa experiencia es conocida. La especulación en los mercados de deuda pública de la Eurozona había forzado el rescate de la economía griega a cambio de duros recortes de derechos laborales y sociales; medidas que con su victoria en 2015, Syriza se había comprometido a revertir. En sus negociaciones con la Troika, el nuevo Gobierno heleno planteaba lo siguiente: las medidas impuestas estaban alargando la crisis económica iniciada en 2008, al deprimir el consumo de las familias y el gasto público; un estancamiento que se prolongaría en el futuro ya que la caída en la demanda reduciría también la inversión y el crecimiento a medio plazo de la economía.

El Ministerio de Finanzas, liderado entonces por Yanis Varoufakis, avisaba además de un posible efecto dominó sobre las economías de otros países periféricos y el sistema financiero de la Eurozona, dado la elevada exposición de la banca europea a su deuda pública.

Por su parte, la Troika formada por la Comisión Europea, el BCE y el FMI priorizaba la reducción de los desequilibrios externos (el exceso de importaciones sobre exportaciones) que había caracterizado a las economías periféricas (España, Portugal, Grecia…) durante la década de los 2000. Para ello, la recesión económica era un instrumento con el que reducir los costes salariales y aumentar la competitividad de las economías rescatadas, aun a costa de empobrecerlas y hacerlas más desiguales. En lenguaje marxista, el objetivo último era disciplinar a la clase trabajadora, sacrificando incluso el crecimiento económico.  Los riesgos financieros que esta decisión implicaba (el supuesto “as en la manga” de la negociación de Varoufakis) no se consideraban inasumibles: un cálculo acertado, como se demostró una vez el BCE empezó a inundar los mercados de liquidez.

No sabremos en qué momento preciso Tsipras y su entorno empezaron a dudar de la viabilidad de llegar a un acuerdo con sus acreedores europeos, pero parece claro que nunca hubo una estrategia alternativa, a pesar de las voces en el partido y el Parlamento que defendían prepararse, llegado el caso, para una salida del euro. Para cuando el fracaso de las negociaciones resultó evidente, la única posibilidad asumida era la capitulación. Tsipras intentó evitar el coste político de esta decisión trasladándola al pueblo griego con una consulta, en la que éste votó masivamente (61,3%) contra las políticas neoliberales impuestas por la Unión Europea. Pero la incapacidad de responder a este mandato llevó al Gobierno de Syriza a aprobar en el Parlamento heleno, con los votos de la oposición, una nueva ronda de medidas de austeridad.

Tsipras sería reelegido poco después en un ambiente de resignación diametralmente opuesto al de su primera elección, descontento que abriría el paso al retorno de Nueva Democracia en 2019. Cuatro años después, la campaña de Syriza tiene otra música para su proyecto: salvar las instituciones griegas de su secuestro por parte de una derecha corrupta, nacionalista y reaccionaria. Con menos ilusión, pero idéntica gravitas, Syriza y su posible alianza con el PASOK son hoy el símbolo de la recomposición del centroizquierda de antaño a través de su oposición a una derecha radicalizada. Un deslizamiento del debate político hacia la dicotomía entre democracia y autoritarismo en sintonía con el realineamiento producido en el tablero político global y europeo (y, por ende, en nuestro propio país).

A priori, parecería difícil alistar a la UE del lado de las democracias: no sólo por la experiencia de los años de la austeridad, sino también por el propio entramado institucional europeo, cuyos Tratados (que sólo pueden ser revisados por unanimidad) anteponen las libertades económicas a los derechos sociales y garantizan la primacía de los órganos ejecutivos frente al Parlamento Europeo, única institución elegida por la ciudadanía europea.

Pero Bruselas se ha pasado la última década enfrentándose a la derecha nacionalista, de los conservadores post-Brexit a los Gobiernos iliberales del este de Europa y ahora, de la mano de la OTAN, contra Putin. Es una confrontación retórica y selectiva: basta que los otrora enemigos de la democracia juren su fidelidad a las instituciones europeas y atlánticas (véase la reconciliación con Polonia tras su apoyo incondicional a la escalada bélica en Ucrania) para devolverles su estatus de socios aceptables para el bloque europeo. Aun así, es indudable que Bruselas ha recobrado, entre la opinión pública, algo de la legitimidad política perdida en los años de la Troika.

Este proceso de relegitimación tiene también una vertiente económica. La UE ha capitalizado la respuesta a la crisis de la pandemia, suspendiendo las reglas fiscales que encorsetan habitualmente la acción pública de los Estados miembros y aprobando de paso un presupuesto extraordinario ligado a inversiones en medio ambiente y digitalización (NGEU), con las que compensar el retraso de Europa frente a otros bloques económicos (EEUU y China). Obviando el carácter excepcional de estas medidas, parecen haberse establecido las bases para una reconciliación del campo progresista y las instituciones europeas, que convergen en un programa de liberalismo político y mejoras sociales.

Para la izquierda, la primera parte de esta fórmula debería resultar poco creíble, por los motivos antes esbozados, pero en tiempos de derrota es habitual explorar las posibilidades que la UE “realmente existente” ofrece para hacer avanzar las ideas progresistas. Existe, por lo tanto, la tentación de acomodarse a un europeísmo banal en una era en el que la UE parece prometer el retorno a alguna especie de keynesianismo, capaz de mejorar las circunstancias de las clases populares en Europa. Una tentación, cabe suponer, tanto más fuerte ante el fracaso de la estrategia de confrontación seguida en la década anterior por Syriza y sus aliados.

No es la primera vez que se anda este camino, aunque con distintos protagonistas. Durante los años ‘70 y ’80, distintos gobiernos europeos de la familia socialista (Callaghan en el Reino Unido o Mitterrand en Francia) sufrieron en sus carnes el agotamiento de las políticas keynesianas en el marco nacional, toda vez que el entonces incipiente proceso de integración económica ya impedía usar los instrumentos fiscales y monetarios tradicionales sin despertar los ataques del capital financiero global. Para ellos, el proceso de construcción europea (hegemonizado en lo económico, ayer como hoy, por la potencia más conservadora del continente: Alemania) ofrecía la promesa de reedificar las instituciones de política económica características del keynesianismo, esta vez sobre una base supranacional.

En una especie de etapismo inconsciente, se confiaba en que el proceso de creación de las instituciones de la actual UE a partir de la antigua CEE (el Mercado Único, la Moneda Única… instituidos en el Tratado de Maastricht) albergara en su seno el germen de una Europa con una fiscalidad común y potentes mecanismos redistributivos, del mismo modo que, históricamente, las instituciones económicas de los Estados liberales (configurados, precisamente, a través de la creación de mercados, moneda y economías nacionales homogéneas) había precedido a los Estados intervencionistas característicos de la  época keynesiana.

Subyace en esta visión la idea que las formas económicas keynesianas se impusieron sobre sus antecedentes liberales por su mayor racionalidad y que, por lo tanto, lo mismo sucedería de modo inevitable en el marco europeo. Ecos de este argumento se encuentran cuando se expone, con evidente satisfacción, que el giro actual de las políticas europeas se debe a que esta ha aprendido (¡por fin!) de los “errores” o el “fracaso” de las políticas del pasado.

Sin embargo, la formación del estado keynesiano no hubiera sido posible sin la experiencia histórica de la Primera Guerra Mundial, las crisis económicas del periodo de entreguerras y la competencia con el modelo soviético; experiencias que resultan, en nuestro tiempo, extraordinariamente lejanas.

Nadie en las élites europeas duda hoy de la capacidad del capitalismo para reproducirse sin subordinar el conflicto de clases a la mediación de un tercer agente (el Estado) o teme su sustitución por un sistema socialista: miedos que sin duda atormentaron a generaciones políticas anteriores. En plena continuidad con los años álgidos del neoliberalismo, el capital europeo puede plantear sus demandas a sabiendas que nadie discute de su rol director en la configuración de la política económica europea. En tiempos de pandemia, esto se concretó en un apoyo fiscal prácticamente ilimitado. Superada la pandemia, los debates que se producen vuelven a la época anterior.

Así, el actual debate sobre la reforma de las reglas fiscales, cuya suspensión acaba en 2023, está lejos de proponer ninguna reforma en profundidad. En las propuestas lanzadas hasta el momento se mantiene la obligación que el gasto público no crezca a mayor ritmo que la economía en el medio plazo, lo que en la práctica implica que el incremento del gasto público se ve limitado por el crecimiento de la productividad en el sector privado. Esto implica que difícilmente podrá darse continuidad a las políticas fiscales que han funcionado para sostener el empleo durante la pandemia, salvo en circunstancias excepcionales, incluso en aquellos países donde las tasas de desempleo siguen siendo elevadas. Y menos aun cuando se mantiene la obligación de adaptar la política fiscal para que la deuda pública caiga  hasta el 60% del PIB, cuando la deuda de la Eurozona supera ampliamente el 90% del PIB.

Es cierto que la Comisión Europea propuso, el pasado noviembre, eliminar algunas de las exigencias relativas al ritmo de reducción de esta deuda o al automatismo de las sanciones monetarias para los Estados que incumplieran las reglas fiscales. Pero se trata de exigencias y sanciones jamás implementadas, mientras que se propone reforzar otros mecanismos ya existentes, tales como fijar condiciones políticas parar recibir fondos europeos.

Para países que combinan altos niveles de deuda pública y elevados compromisos de gasto social (por la existencia de poblaciones envejecidas y altos niveles de desempleo) las reformas fiscales supondrán, con certeza, futuros recortes a los mecanismos de protección social existentes (véase, una nueva vuelta de tuerca al sistema de pensiones, como lleva tiempo planteándose en varios Estados miembros) o límites a una expansión sustancial del gasto público en otras partidas.

Los efectos de esta gobernanza fiscal podrían suavizarse si se implementaran políticas de transferencias entre los países más ricos y más pobres de la UE. No en vano, se ha planteado convertir en permanente el actual fondo NGEU, que ha servido para incrementar el gasto inversor en los países más afectados por la pandemia (en términos absolutos: Italia y España).

Sin embargo, está posibilidad parece vetada por la oposición de Alemania y otros países a mantener este programa, financiado con deuda europea, al considerar que el mismo supone un subsidio a los países receptores a costa del contribuyente (nor)europeo. Y esta oposición tiene el tiempo a su favor, toda vez que el NGEU caduca en 2026 y su continuidad requeriría un voto unánime de los Estados miembros.

En aparente contrapartida, Alemania y Francia apoyan una relajación de las reglas de competencia para subsidiar a las industrias estratégicas, en una propuesta conjunta lanzada el pasado diciembre. De implementarse, esta petición podría garantizar la competitividad de la industria europea en el mercado global, especialmente antes las medidas proteccionistas tomadas por otros países (véase, de nuevo, China y EEUU) y el retraso relativo de la UE en algunos sectores: un objetivo que comparte con el actual NGEU. Pero de implementarse sin relajar las reglas fiscales, esta propuesta conduciría a que sólo los países más ricos o aquellos más dispuestos a sacrificar el gasto público social en favor del apoyo a la empresa privada llevaran a cabo este tipo de programas, en una nueva fuente de dumping y desigualdad territorial entre países europeos. Un efecto que no cabe considerar como indeseado, vista la oposición de Alemania a cualquier mutualización de las inversiones.

Al retorno de la ortodoxia fiscal se le suma el retorno de la ortodoxia monetaria. Como respuesta a la actual espiral de precios, los tipos de interés del BCE empezaron a subir en julio hasta el 2,5% de estos momentos y se encuentran actualmente en niveles no vistos desde 2008, después de años de tipos nulos. El mensaje de Lagarde es que los tipos de interés seguirán subiendo hasta que la inflación caiga en la Eurozona hasta el 2% (como referencia, 2022 cerró con una inflación del 9,2%). Prueba de esta determinación es que el mismo 15 de diciembre, el BCE confirmó que empezaría a revertir sus programas de compras masivas de bonos a partir de marzo de 2023, lo que previsiblemente acelerará el incremento de los costes de financiación de la deuda de empresas y Estados, planteando dificultades adicionales a estos para cumplir con las reglas fiscales.

Este incremento supone, ya en la actualidad, un grave problema para las familias con hipotecas y créditos a tipo variable, en modo inversamente proporcional a su nivel de ingresos. El BCE opta por redistribuir la renta de abajo a arriba, lo que, además de empobrecer a las personas directamente afectadas, contribuirá en no poca medida a reducir la actividad económica en su conjunto.

Una vez más, el objetivo último es que el menor crecimiento del PIB discipline a la clase trabajadora y que la misma renuncie a incrementos salariales con los que recuperar el poder adquisitivo perdido, de modo que sean ellos (y no las empresas y sus márgenes de beneficios) quienes asuman los costes de reducir la actual tasa de inflación.

La combinación de estos factores no es halagüeña. La Comisión Europea preveía en octubre que la economía de la UE y la Eurozona creciera un +0,3% en 2023 (un +1,0% en el caso de España) y seguiría por debajo de la media pre-pandemia en 2024. Por otro lado, parece claro que la actual ronda de inflación está afectando desproporcionadamente la cesta de la compra de las clases populares (por su mayor gasto proporcional en alimentación y energía), que sufren además la erosión del valor de sus salarios. Un empobrecimiento que es probable que el nuevo rumbo de la política monetaria (y, en el medio plazo, la política fiscal) exacerbe.

Bajo crecimiento económico y mayor desigualdad es una combinación que parece incompatible con la estabilización del actual tablero político. Para aquellos situados en los estratos económicos medios, el miedo al desclasamiento favorece su captura por discursos reaccionarios: lo que facilita su adhesión al bloque conservador y la derechización del mismo.

Paradójicamente, movilizar a las clases populares en oposición a este bloque no es tarea sencilla: pues la falta de perspectivas de mejora económica se convierte en un poderoso factor de desmovilización y de participación social, así como de distanciamiento de las instituciones existentes. Y más si estas instituciones, como la UE, se encuentran en pleno retorno al orden. Por ello, es necesario combinar la defensa directa de los intereses populares con mensajes que capturen su indignación subterránea con el sistema.

La izquierda debería poder aspirar a gestionar el presente sin dejar de hacer ruido, porque la oposición a las políticas e ideologías que generan y justifican la desigualdad no pueden aislarse de la impugnación del marco en que las mismas se reproducen. Syriza fracasó en su asalto a las instituciones europeas, pero es este un camino al que no deberíamos renunciar.

Ramon Boixadera (1988) es doctorando en economía aplicada en la UIB. Ha colaborado en distintas publicaciones de economía crítica. Fue  asesor del GUE/NGL en el Parlamento Europeo durante la IX legislatura.

¿Socialismo en España?

¿Qué se quiere decir con socialismo y más concretamente socialismo en España? ¿Hay ventana de oportunidad para un socialismo en España en la actual fase histórica? Si no lo hay, ¿qué hacer en el mientras tanto? Pasen y lean.

¿Qué socialismo?

A bote pronto, plantear el socialismo en España, además de parecer una cosa de otra galaxia, lleva a la mayoría a mirar al PSOE; es decir, a la socialdemocracia (o el socioliberalismo). No a las formaciones a su supuesta izquierda que no utilizan el término, concepto o idea del socialismo en ningún caso. Estos nos hablan de “democracia”, “feminismo”, “ecologismo”, “derechos humanos”, “pueblos”, “LGTBIQ”, etc… Lógicamente, cuando reflexiono sobre el socialismo en España, no lo hago mirando al PSOE.

Ya Marx y Engels en el Manifiesto Comunista señalaban y criticaban diversos socialismos que consideraban erróneos frente al suyo. Desde aquí, siguiendo a Marx, parto del “socialismo” como un sistema basado en unas relaciones sociales de producción, y por ende un modo de producción, en donde los trabajadores son la clase dominante y dirigente, y con ello también lo son de una formación social (un Estado) determinado. También siguiendo a Marx, considero que el socialismo es un imposible sin un desarrollo capitalista que lo posibilite. Digo además “socialismo” porque, frente a Marx en la Critica al programa de Gotha, no considero el “socialismo”, que decía Lenin, o el “comunismo en su fase inferior”, que es como lo llamaba Marx, una mera transición al comunismo final o en su fase superior, sino un modo de producción estricto sensu frente al imposible comunismo final. Es decir, en el “socialismo” del que hablo seguirá habiendo dominación y explotación, división social y técnica del trabajo, Estado y clases sociales. La cuestión es cómo deberían ser todas esa jerarquías frente a cómo son en el capitalismo, al igual que cómo son las mismas en el capitalismo frente a cómo eran en el feudalismo, etc.

Ese “socialismo” debe, para ser más exactos, llamarse estatismo (y cercano al, aunque más desarrollado que, el llamado modo de producción “asiático/tributario/despotico comunal”, al que también se podría definir como estatista antiguo), ya que en este modo de producción son las relaciones de producción estatistas las determinantes, dominando a otros modos de producción como el capitalismo en una híbrida y compleja estructura económica. Por ese motivo, son los que controlan el Estado (en sus diversos aparatos y ramas, desde las militares hasta las judiciales o las económicas, entre otras) los que constituyen la clase dominante. Esa clase, por su posición en la estructura económica y política/jurídica/ideológica en las formaciones sociales de nuestro tiempo, solo puede estar compuesta por trabajadores asalariados, ciertamente, pero no nutrida por el proletariado de Marx, sino por la clase profesional y directiva asalariada. Esa es, precisamente, la clave del éxito del estatismo (socialismo) chino. Así, el hecho de haber sido auténticamente una “dictadura del proletariado”, es la clave que explica la caída del estatismo (socialismo) de la URSS.

Una vez aclarado qué se entiende y se propone por “socialismo”, pasemos al aterrizaje de las posibilidades del socialismo en España en la fase histórica en la que nos encontramos.

¿Qué fase histórica?

Arrancamos con una tesis fuerte: la historia es la historia de la lucha entre imperios, y el imperio que se impone, y precisamente por ello, es el que hace y continúa la historia. Dicho de otra manera: la historia es la historia de las sucesivas clases dominantes dentro de un modo de producción determinado con potencial para desarrollar las fuerzas productivas de cada etapa histórica, siendo a través de los imperios como se universalizan esas clases dominantes (y las subordinadas) de esos modos de producción y las fuerzas productivas desarrolladas por los mismos. Tesis fuerte, pues, a través de la cual se puede renovar el materialismo histórico de Marx.

Si eso ha sido así con los modos de producción precapitalistas (especialmente el esclavista y el feudal, no tanto así el estatista antiguo o “asiático/tributario/despótico comunal”), también lo es, y en mayor medida, con un modo de producción capitalista estructuralmente más dinámico y expansivo que ninguno de los existentes previamente, y por supuesto con un modo de producción poscapitalista que parte de lo logrado por el capitalismo, como el socialismo (estatismo) que pretende superar/subordinar al modo de producción capitalita.

Por ello, nuestra fase histórica actual se caracteriza (y se caracterizará) no por una “desglobalización”, sino por un choque entre globalizaciones. Es decir, por el choque entre dos imperios: el capitalista norteamericano y el estatista chino. Y es precisamente por la globalización del imperio chino, tan diferente a la expansión soviética en el campo socialista (la acumulación de fuerzas desde el contraataque que supuso la derrota de ejército nazi alemán hasta la expansión por la Europa del Este) por sus características centrípetas y ejemplaristas, a lo que se suma su escala geográfica: la de un Estado-continente-civilización equiparable a Estados Unidos, Rusia o India, y que solo puede ser igualada a través de la unión de diferentes Estados nacionales. En realidad, nunca pudo existir en el pasado, ni menos ahora, un socialismo en un solo país: solo cabe el socialismo, o el estatismo, en una alianza supranacional-estatal.

Es ahí donde se encuentra atrapada estructuralmente la posiblidad de un socialismo en España, atrapada entre una espada balcanizadora por un lado y una pared europeísta-atlantista por el otro. Concretamente, atrapados en la UE, que es sin duda la alianza supranacional-estatal más desarrollada que existe en todo el mundo, pero a la vez con una debilidades y contradicciones estructurales de primer orden. La UE no tiene ni tendrá un demos en el que apoyarse (el hecho de que la lingua franca sea la del Estado que la ha abandonado, el inglés, lengua también del imperio yanqui, lo dice todo). Se trata de un constructo conformado por Estados-nación con muy diferentes trayectorias históricas, de enfrentamientos seculares entre ellos. La UE es un cementerio de elefantes de antiguos imperios con diferencias sustanciales: las diferencias estructurales de lo que fue el imperio español respecto a los imperios europeos del XIX y XX son evidentes, excepto para los muchísimos cegados por la leyenda negra. Los Estados herederos de esos imperios se encuentran organizados jerárquicamente en torno a la reunificada Alemania, que utiliza a la UE como palanca para conformar un IV Reich (los anteriores, incluido el tercero, también querían una Unión Europea), y están a su vez subordinados al imperio estadounidense a través de la OTAN, en las batallas habidas o por venir frente a China o Rusia. En resumidas cuentas, y frente a Ortega: Europa no es la solución.

Dos dinámicas condicionan la evolución de España como Estado-nación y las posibilidades de alcanzar el socialismo. Por un lado, su inserción subordinada en un bloque supranacional en el que nuestros socios y aliados (anglos, franceses, germánicos o centroeuropeos, nórdicos, etc.) son enemigos históricos y actuales. Por el otro, la deriva federalista asimétrica confederalizante, empujada por los nacionalismos periféricos. Ambas, digo, debilitan al máximo la posibilidad del fortalecimiento del Estado-nación Español a todos los niveles, y concretamente el económico, como condición de posibilidad para poder no sólo desarrollar más y mejor las actuales fuerzas productivas (la tan mentada reindustrialización o cambio del modelo productivo), sino la posibilidad de insertarnos en otro bloque supranacional relacionado con nuestra historia, la de la primera globalización, en la que tuvimos como partenaire a China. Y ante esta disyuntiva, esta jaula de hierro en la que estamos metidos, ¿qué hacer?

¿Y mientras tanto?

Aquí, siguiendo a Gramsci, solo cabe tener el pesimismo de la inteligencia frente al optimismo de la voluntad. Ese pesimismo de la inteligencia nos permite ver que el desarrollo de las actuales fuerzas productivas necesita, como marco general, un “Estado emprendedor y de inversión social”. Este marco general puede materializarse según las correlaciones de fuerzas internas y externas en diferentes modelos; grosso modo, uno más blando, reproductor del capitalismo, y otro mas duro, superador/dominador del mismo. El blando es el que parece podrían ir Estados Unidos y la UE, con una especie de capitalismo semáforo que es, por lo tanto, lo que le tocaría a España. Es por ahí hacía donde apunta el sanchismo-yolandismo. El duro es el modelo estatista/socialista chino que, curiosamente, estaría aplicando exitosamente con mano de hierro (y precisamente por ello) el modelo socialista al que  apuntaba lo que en su día se llamó “eurocomunismo”.

Parece evidente que, salvo imprevistos o contingencias de profundo calado, la tendencia en España es hacía ese capitalismo semáforo patrocinado por los fondos europeos y las condiciones de la Unión Europea, todo ello hegemonizado por la izquierda sanchista-yolandista en la alianza con nacionalistas periféricos y, quizás también, con la aparición de las plataformas de la “España vaciada” frente a una derecha, PP y VOX, con gran caudal de votos, pero sin posibilidad de alianzas más allá de ellos y, por lo tanto, sin poder gobernar aunque se quedaran a poco de ello. Una derecha anclada en un trasnochado e ineficaz neoliberalismo, así como en la misma subordinación a los actuales bloques supranacionales en los que, de manera subordinada, se encuentra España, todo ello por mucha bandera nacional que enarbolen o se pongan como muñequera.

Ante este probable escenario, ya no sólo a corto sino a medio plazo, hay dos alternativas: una aparentemente realista, pragmática y posibilista es la de apoyar más o menos críticamente a la izquierda realmente existente y dominante y más concretamente al yolandismo en construcción; la otra es la de posicionarse frente a eso por sus inconsistencias y debilidades endémicas para ir más allá de una mera gestión del capitalismo y, siguiendo a Gramci, tirar de unas migajas del optimismo de la voluntad para, con estoica paciencia en una travesía del desierto, sin prisas pero sin pausa, ir fabricando una caja de herramientas teóricas que pudieran servir como raíces, llegado el momento y sin ninguna garantía de que eso pueda ser así (más bien lo contrario), para que pudieran crecer, como un imponente árbol, fuerzas políticas y sociales que plantearan el socialismo posible, identificando correctamente las clases sociales necesarias detrás del mismo y el bloque supranacional en el que insertarlo. Es fácil ver si se ha llegado a esta parte final del artículo la alternativa que modestamente se apoya.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

La izquierda y la España que dejó de ser problema

El otro relato olvidado de una transición ejemplar.

Al principio fue una aspiración colectiva: ser como ellos, poner fin a una historia de guerras civiles, de golpes de Estado y de una dictadura eterna. España era el problema y Europa la solución. Fue la consigna, se malinterpretó a Ortega, pero no importaba. Sutilmente, el acento se puso en Europa: ella nos salvaría. Nuestro europeísmo fue una huida de España y de sus problemas. La nueva generación política que llegó al gobierno con Felipe González fue más lejos: España no era capaz de autogobernarse, tendría que hacerlo un Mercado Común que pretendía ir hacia una mayor y superior integración europea.

Ni el ingreso en el Mercado Común ni la integración en la OTAN eran elementos de una política exterior a la altura de los tiempos. Era algo más profundo, más sustancial. Puesto que no éramos capaces de autogobernarnos; puesto que, de una u otra forma, llevamos siglos intervenidos por las grandes potencias, era necesario un anclaje en estructuras de poder externas que consolidaran el poder de las clases económicamente dominantes en España y que impidieran, de una u otra forma, que la correlación real de fuerzas fuese cuestionada. Las bases norteamericanas no bastaban, había que alinearse claramente con una potencia hegemónica que estaba derrotando al “imperio del mal”. La OTAN era la definición precisa de donde y con quién estábamos. Lo del Mercado Común era algo más complejo; les pasaba igual a todas las economías del sur de Europa: problemáticas económicamente, ingobernables socialmente y con aspiraciones políticas demasiado avanzadas.

El Tratado de Maastricht fue la salvación: perder soberanía a cambio de ganar estabilidad macroeconómica para disciplinar a un movimiento obrero demasiado fuerte; subordinar a unas izquierdas que no habían interiorizado que el muro cayó y que el tiempo del reformismo terminó. Fue la “gran audacia” del PSOE de González: gobernar la globalización neoliberal e impulsarla sin reservas en estrecha alianza con los grandes poderes. Con un poco de suerte y algo de habilidad se podría conseguir que los trabajadores alemanes terminaran financiando nuestro incipiente y débil Estado de Bienestar.

España, por fin, dejaba de ser un problema. Su futuro ya no dependía de ella. Estaba sólidamente determinada por una alianza política armada y por una integración europea que empezaba a dirigir de facto nuestra política económica. El futuro de España era dejar de ser un Estado y convertirse en una “comunidad autónoma” de una forma-dominio político esencialmente no democrática y bajo el control de unas élites que conseguían institucionalizar las reglas jurídico-económicas neoliberales. Eso sí -paradoja de las paradojas- bajo la hegemonía del poderoso Estado alemán.

La otra parte del relato se empezó a escribir desde aquí. La vieja cuestión nacional-territorial que siempre estuvo ahí, volvió a emerger. Las burguesías nacionalistas vasca y catalana -Galicia siempre fue otra cosa- acompañaron entusiásticamente el diseño de unas políticas que, de una u otra forma, garantizaban la economía capitalista, la democracia liberal y, sobre todo, la integración supranacional militar, económica y política. La idea era simple pero clara: puesto que el Estado español era una entidad a desaparecer en el marco de una Europa federal, había que apostar decididamente por su desmantelamiento y por una Cataluña y una Euskadi, primero regiones y luego Estados. Más Europa significaba menos España soberana e –inevitablemente- menos España democrática. El demos decidía muy poco en la política real y la democracia se cuarteaba entre la impotencia y la dictadura de una oligarquía omnipresente. El 15M fue la consecuencia, en gran parte fallida, de todo esto.

La operación era, al menos, curiosa. Se negaba el concepto de soberanía como antigualla en un mundo felizmente globalizado. A la vez, se reafirmaba la soberanía originaria de Euskadi y Cataluña y, finalmente, se apostaba por una Europa estatalmente organizada. Por decirlo de otro modo, se reconocía como hecho positivo que España era una democracia limitada; se aceptaba que la UE era el futuro y, coherentemente, se apostaba por su desmantelamiento. Lo que decían realmente los nacionalistas vascos y catalanes es que preferían ser regiones de la UE que comunidades autónomas de un Estado español condenado a la extinción. El paso al independentismo fue su consecuencia lógica. Algunos creyeron que se podía romper el Estado español sin que nada pasase y con el apoyo de una Unión Europea todopoderosa. Los resultados están a la vista: ruptura de la comunidad política catalana, emergencia de un nacionalismo español de masas y giro a la derecha en los aparatos del Estado en un proceso de automatización todavía no desvelado del todo, pero que se deja sentir cada vez con más fuerza.

Hablar de izquierda en serio: veracidad y radicalidad

De nuevo se habla de (re) fundar la izquierda. De abrir un debate de masas sobre su futuro, de escuchar mucho e iniciar una conversación sincera entre política y ciudadanía, entre política y clases trabajadoras en un mundo que cambia y no sabemos muy bien hacia dónde. Yo quisiera contribuir a este dialogo desde la realidad, intentando que esta no sea ocultada en los frondosos bosques de la retórica y, mucho menos, negada en el cotidiano quehacer del gobierno.   Por eso he querido comenzar por este “otro relato” conocido y casi siempre eludido: España es una democracia limitada, parte del dispositivo político-militar norteamericano en Europa, que no decide, desde hace años, sobre su política de seguridad y defensa; parte de la Unión Europea, que no decide, desde hace años, sobre su política monetaria, económica y fiscal. La que ya no tiene “derecho a decidir” es España. El otro lado de la contradicción es la crisis del Estado español; es decir, su cuestionamiento sustancial por dos movimientos nacionalistas que hacen del independentismo identidad y programa, en un proceso ampliado de desintegración y desarticulación espacial puesto en evidencia por las demandas de eso que se ha dado en llamar oblicuamente la “España vaciada”.

Quizás la primera cosa que habría que reivindicar es una visión crítica del pasado reciente. Venimos de una refundación y vamos hacia otra en apenas cinco años. ¿Qué se hizo mal?; ¿qué se hizo bien?; ¿dónde poner los acentos y qué instrumentos reivindicar? Además, se está gobernado: ¿algún balance?; ¿cambió la Unión Europea de paradigma? Los fondos europeos, ¿se orientan a transformar realmente el modelo productivo? ¿Este gobierno está reforzando efectivamente el Estado social, democratizando la economía, asegurando el futuro de las pensiones y poniendo freno al poder omnímodo empresarial en la relaciones colectivas e individuales del trabajo?

Las personas cuentan. Pablo Iglesias combinaba radicalidad verbal al servicio de un reformismo a ras del suelo. La agresividad cobarde de las derechas; unos medios de comunicación controlados por los poderes económicos, construyeron una figura-símbolo que concitaba grandes rechazos y significativos consensos. Decidió que había que aliarse con el PSOE de Pedro Sánchez para poder gobernar; es decir, con su principal rival electoral y, él lo sabía muy bien, con el auténtico partido del Régimen. La clave, según él, era dejar atrás a una izquierda que teme gobernar, que no está en disposición de asumir riesgos y mancharse las manos con la política de cada día; una izquierda que prefiere la comodidad de la oposición al duro quehacer para mejorar la vida de las gentes. Se aceptó como inevitable la pérdida de más de millón y medio de votos y la reducción a la mitad del grupo parlamentario. Menos fuerza social y electoral, pero más poder; las cuentas salían o lo parecía. Gobernar desde el BOE y gestionar con pericia las relaciones con los medios, esa era la política ganadora.

Había que ser realista. Negociar un programa de gobierno de verdad no era posible dadas las diferencias (reales o imaginarias) entre el PSOE y UP. La dirección de la coalición lo que hizo fue presentar una plataforma social y económica acompañada con sus mecanismos de financiación, centrando sobre ella la negociación. Los llamados “temas de Estado” nunca estuvieron en la agenda, solo declaraciones generales. Se dejaron en manos del PSOE la definición y la gestión exclusiva de todo lo referente a la política exterior, defensa y seguridad en momentos donde los cambios geopolíticos se aceleraban y, hay que subrayarlo, la crisis político-militar entre los EEUU y China se hacía presente con toda su importancia. Se aceptó que Pedro Sánchez se responsabilizara de todo lo referente a una Unión Europea obligada a diseñar nuevas políticas y se fue asumiendo la idea de que esta estaba cambiando de paradigma. Los fondos europeos eran la señal inequívoca de las nuevas orientaciones que, se decía, ponían fin a las etapas de austeridad.

Lo más sorprendente fue que nada se propusiese realmente para intentar resolver los variados problemas de la llamada “crisis territorial” más allá de las conocidas apelaciones al diálogo, a las buenas formas y a los consensos democráticos básicos. Cuestiones decisivas como democratización sustancial de la justicia, la reforma en profundidad de las administraciones públicas o de la urgente necesidad de organizar y diseñar nuevas estructuras para la gestión estatal de las políticas sociales, fueron dejadas prudentemente a un lado. La transición energética y ecológica, tema central, se asumió al modo PSOE; es decir, respetando el control del sector que tienen los grandes oligopolios. Se podía continuar. O se aceptaba este tipo de acuerdo o no habría gobierno de coalición posible. De camino, se clausuraban debates esenciales y se eludían otros: OTAN, bases militares, la Unión Europea del euro y el alineamiento férreo con los EEUU en su lucha existencial para mantener su orden y poder contra una China cada vez más fuerte, en alianza con Rusia, devenida, una vez más, en el “Imperio del mal”.

La salida de Pablo Iglesias del gobierno y, por ahora, de la política hubiese sido un buen momento para hacer un balance de los resultados de la coalición PSOE-UP. No se hizo así y lo que es peor, nombró a una “heredera” que, como era natural, hizo todo lo posible por separarse de quien le designó. ¿Qué tenemos? Un gobierno de coalición que no es capaz de dar un mensaje en positivo de cambio, una oposición hegemonizada por el discurso de la extrema derecha y un bloque que hizo posible el gobierno de Pedro Sánchez compuesto por nacionalistas e independentistas catalanes, vascos y gallegos que no acaban de sintonizar con las políticas que se promueven. En pocos días habrá elecciones en Castilla y León y parece que en primavera llegarán las andaluzas. Todo esto en un contexto presidido por la pandemia y una recuperación que arranca con menos fuerza de lo esperado y con una inflación que amenaza el crecimiento económico futuro.

La esperanza se ha ido depositando en Yolanda Díaz. Por ahora los medios la tratan bien. Su estilo reposado, dialogante y educado sintoniza con una parte significativa de la ciudadanía. Su gestión está bien valorada y sus políticas han significado, no sin una fuerte discusión, avances en determinados aspectos laborales y en mejoras económicas. Desde fuera se tiene la impresión que hay una complicidad personal fuerte entre ella y Pedro Sánchez que periódicamente tiene que ser renovada ante los conflictos recurrentes en el gobierno. El debate sobre la reforma laboral sigue abierto. Aquí, como en otros temas, los grandes calificativos acaban por oscurecer los avances reales. Más allá de las palabras, ¿se ha conseguido derogar la reforma laboral del PP? A mi juicio, no. ¿Los avances son positivos? Sí. Entre otras cosas porque la reforma laboral del PP estaba relacionada íntimamente con la reforma previa del PSOE. Queda por ver si la “reforma de la (contra)reforma” produce o no el fortalecimiento del poder contractual de las clases trabajadoras que siempre fue la clave de la negociación. De ello depende la mejora de los salarios, el fortalecimiento del sindicalismo y la estabilidad en el empleo. Veremos.

No me equivoco mucho, creo, si afirmo que el proyecto de la vicepresidenta segunda del gobierno tiene un carácter fundacional; es decir, pretende abrir una página nueva más allá de lo que hoy es Unidas Podemos. No habría que dejarse confundir: todo proyecto nuevo, en cierto sentido, es transversal ya que pretende ir más allá de los alineamientos políticos establecidos y crear un mapa electoral sustancialmente diferente al actual. La palabra clave es autonomía: político-programática frente al PSOE y estratégico-organizativa frente a los partidos políticos que componen Unidas Podemos. Esta última cuestión no será fácil. Sin las organizaciones que componen Unidas Podemos no es posible construir algo nuevo; con ellos puede haber dificultades. La clave es gobernar el proceso, crear dispositivos que amplíen las alianzas, que sumen colectivos sociales, personas independientes, cuadros y militantes.

Habría que aprender de errores pasados. La forma dominante actual de hacer política no creo que pueda servir para construir una fuerza alternativa de la izquierda. Lo normal hoy es que una fuerte personalidad política se reúna con un grupo de notables y se relacione con la población a través de los medios de comunicación. Luego viene la construcción de un grupo parlamentario homogéneo y, desde ahí, disputar el gobierno. Esto no ha funcionado ni creo que funcione en el futuro, insisto, para una fuerza que pretende ser alternativa; es decir, comprometida con la defensa de los derechos sociales, la democracia económica, el fortalecimiento del poder de las clases trabajadoras y la defensa intransigente de la soberanía popular.

No se debería confundir a una ciudadanía cansada de engaños y falsas promesas. Una cosa es construir una fuerza alternativa de la izquierda y otra, digamos que diferente, un partido bisagra aliado estratégico del PSOE y con la misión de hacerlo girar a la izquierda. Para esto no haría falta construir algo nuevo; basta con tirar con lo que hay, potenciar la imagen de la vicepresidenta y fomentar relaciones públicas ampliadas y desarrolladas. Para una fuerza alternativa con voluntad de mayoría y de gobierno, la esperanza tiene que ser organizada, convertida en compromiso político, sólidamente enraizada en el territorio, en los lugares donde se trasforma el sentido común y se potencia imaginarios críticos y rebeldes. La condición previa es la POLÍTICA entendida como proyecto de país, con mayúsculas y a lo grande.

Una propuesta nada modesta

Tres conceptos: proceso, consenso y programa en sentido fuerte. Repito lo ya dicho, una fuerza alternativa de la izquierda no se puede construir con las mismas formas y métodos que las de derechas. Hace falta dispositivos políticos que fomenten la (auto) organización, la pertenencia y la identidad. Los viejos partidos de integración de masas tienen que ser reformulados, adaptados a un tipo de sociedad que ha cambiado radicalmente para cumplir un papel imprescindible: crear poderes sociales, movilizar a la población y organizar la participación política.

Proceso para ir de menos a más, consenso en torno a los métodos organizativos y programa como construcción de un proyecto de país. Lo primero, definir una dirección política del proceso. No quiero entrar en temas delicados. Hace falta un núcleo político-organizativo que dirija el proceso, que tome decisiones y que promueva la idea de equipo, de colectivo dirigente. Se es grande cuando se cabalga a hombros de gigantes. Lo segundo, preparar a fondo una conferencia que apruebe un manifiesto-político dirigido al país y, lo tercero, ir a una constituyente para una nueva formación política.

Me quiero centrar en el tipo de conferencia política. El objetivo es aprobar un manifiesto que exprese un análisis veraz de las grandes transformaciones en curso y un conjunto de ideas-fuerza que promuevan un imaginario alternativo que dé cuenta de un proyecto de país. Lo normal sería un decálogo claro, preciso, transformador que impulse el debate público, el compromiso político y la organización. Programa, sujeto y organización están muy unidos. El método podría ser en dos fases: una conferencia que aprobara un borrador de manifiesto político; este sería discutido territorial y sectorialmente en un debate público lo más amplio posible que podría durar tres o cuatro meses. En la segunda fase se aprobaría y se convertiría en la base del programa de una nueva fórmula electoral.

Este manifiesto político tendría que definirse y decidir sobre algunas cuestiones fundamentales mal resueltas en Unidas Podemos y que fundamentarían una propuesta autónoma formulada en positivo. Estas deberían ser las siguientes: a) posición sobre los cambios geopolíticos y caracterización del orden multipolar en gestación. b) Plantearse con rigor una política de defensa y seguridad que supere a la OTAN y que consolide una política internacional al margen de la dependencia de EEUU. c) Caracterización de la UE, de su política económica centrada en el euro; su relación con la soberanía popular y el constitucionalismo social. d) Definición de lo que se entiende aquí y ahora por Estado federal en el marco de una propuesta constituyente. e) La democracia económica como consolidación y ampliación del Estado social, como democratización de los poderes económicos y revitalización el poder de las clases trabajadoras.

Se podría continuar. Esta (in)modesta proposición trata de propiciar el debate y la polémica. No acepta que la conversación con los ciudadanos sea solo a través de los medios de comunicación y eludiendo los debates básicos. Hay que aprender de las derechas y de las derechas extremas. Esperanza Aguirre, la señora Ayuso y el señor Abascal hacen de lo que ellos llaman el debate cultural, el núcleo duro. Cada día hablan más de ideología, proyecto, programa. La respuesta usual de la izquierda es eludir la ideología y centrarse en las medidas concretas; es decir, oponen tecnocracia a la política. Esta estrategia es perdedora, les deja la iniciativa a las derechas, sitúan a la izquierda a la defensiva y se entra en el territorio de la post verdad. La clave es la de siempre: ideas, proyecto que suscite compromiso político y que promueva la organización y la movilización social.

Madrid, 29 de enero de 2022

Manolo Monereo es analista político y exdiputado de Unidas Podemos.

Editorial: La nostalgia como carburante

Han ido pasando las semanas y, con ellas, los comentarios más insidiosos sobre la irrupción de Ana Iris Simón en el debate de la izquierda tras su intervención en Moncloa. Por aquellos días, a las acusaciones de racismo se sumaron interpretaciones malintencionadas de algunos pasajes de su novela, Feria –un homenaje a la tierra y a la familia bajo el cual subyace un retrato generacional, que recomendamos desde La Casamata –, y una persecución que rayó en obsesión personal en el caso de algún tertuliano progresista con ínfulas macartistas. Con esos ataques se pretendió etiquetar a la autora y, especialmente, a aquellos que la han apoyado públicamente como rojipardos. La campaña, con sus amenazas más o menos explícitas, también cumplía la función de apercibir a aquellos que todavía no se habían pronunciado, y ahora promete con convertirse en un argumento ad baculum: quien ose contradecir lo que defiende la autoridad competente (en las redes sociales y medios de comunicación autorizados) será apaleado hasta la cancelación.

Más allá de los ataques personales y de la banalidad de los discursos desplegados para contradecir a Simón, no deja de ser cierto que, bajo ellos, subyacen una serie de ideas acerca del mundo que algunos parecen tener en la cabeza, y que se parece mucho al descrito por el realizador Erik Gandini en su fantástico y perturbador documental La Teoría Sueca del Amor. En esa línea, la idea sería que, con tal de librarnos de los lazos personales tradicionales, con sus modos anticuados y su potencial para reproducir relaciones de explotación y dominación en la esfera doméstica, más vale profundizar en la dinámica individualista existente, siempre con la deseable protección del Estado. Reverberando de manera chocante el comportamiento de la burguesía, ya descrito en 1848, los absorbentes lazos familiares han de ser sustituidos por el deseo individual, que a día de hoy puede ser cumplido de manera aparentemente inocua gracias a las nuevas tecnologías y a unos códigos generacionales que permiten desechar a las personas a golpe de click; gestos y formas que, en realidad, no hacen sino apuntalar la mercantilización de las relaciones personales.

La defensa de ese modelo exige el descrédito ocasional del contrario. Así, frente a ellos se ubican los rojipardos, izquierdistas de vocación, conservadores de profesión, los cuales, de manera inconsciente (cuando no dolosa), sirven de tontos útiles al enemigo común: la extrema derecha. Por si fuera poco, gracias a la irrupción de Simón, los rojipardos devienen nostálgicos al apreciar los beneficios de la vida de la generación anterior a la luz de su propia experiencia. Aquí sucede algo parecido a cuando el rojipardismo critica el modelo migratorio actual, depredador de personas y sociedades enteras. En ese caso, se ha llegado a retorcer el argumento inicial para afirmar, en un giro argumental sorprendente, que quienes enuncian tal crítica defienden una Europa blanca. En el caso de la nostalgia por la vida de la generación anterior, el argumento se retuerce para entroncarla directamente con la restauración de la arcadia nacional perdida característica del fascismo.

Desde luego, aunque la nostalgia sea un arma arrojadiza barata en estos tiempos, la acusación toca una tecla sensible sobre la relación de la izquierda con el pasado y la aceptación de la realidad. No cabe duda de que la nostalgia puede tener un carácter regresivo cuando el objeto de esa nostalgia se fetichiza. La idealización de las gestas revolucionarias (desde el asalto al Palacio de Invierno hasta la gesta de los tripulantes del Granma), de los liderazgos legendarios (con el ejemplo clásico del Che Guevara), de la doctrina (como recuerda Juan Andrade a propósito de los debates sobre el leninismo en el PCE de la transición), de las experiencias socialistas de los tiempos de la Guerra Fría (desde la URSS hasta Albania pasando por Yugoslavia) e, incluso, de las derrotas (como la sufrida por la II República), ha sido tremendamente dañina para la izquierda cuando se empaqueta en la atemporalidad. Aquí, la idealización nostálgica paraliza al militante, cautivo de liderazgos escapistas poco interesados en trazar una estrategia consecuente para la emancipación; reduce la complejidad del pasado e impide la orientación hacia el futuro. Todo esto también puede aplicarse a vivencias sociales concretas. Desde la experiencia de los militantes de base que, ante el estupor causado por la deriva de la “nueva política”, pueden llegar a idealizar a la Izquierda Unida pre-2014 a la vida de los jóvenes de provincia que, después de haberle visto las costuras a la capital, rememoran con cariño la sencillez de la vida en poblaciones más pequeñas sin recordar los pormenores de vivir en esos lugares.

Sin embargo, el problema no tiene que ver tanto con el objeto de la nostalgia como con qué hacemos con él. Ciertamente, todo ejercicio de memoria, incluida la nostalgia, implica la parcelación e idealización del pasado.

En este punto, no se trata de idealizar ese pasado ni de hacer un retrato objetivo de la vida en los ochenta y los noventa, sino de entender la nostalgia como un síntoma de la generación de Simón, que nos habla de pobres con iPhone suscritos a Netflix  que viven hacinados en un barrio gentrificado del centro de la capital. Desdeñar esa nostalgia como un arrebato irracional tiene implicaciones inmediatas, como el descrédito de los acusados, pero también tiene consecuencias de largo recorrido. En particular, sirve para aparcar los aspectos ligados a la justicia social en debates políticos y económicos centrados únicamente en la representatividad del sistema político-institucional con respecto a la diversidad social y la capacidad de generar mayores ingresos a través de energías limpias, en una Europa que parece redistribuir algo entre Estados (y con muchos matices) pero poco entre clases. A ello se supeditarán aspectos tan relevantes como la nueva reforma laboral, las decisiones que se tomen en la mesa de negociación entre el Gobierno de España y la Generalidad de Cataluña (y sus consecuencias a medio plazo para la forma del Estado) o una política exterior muy condicionada por el chantaje marroquí. En cualquier caso, las decisiones que se tomen se justificarán en la necesidad de mirar hacia el futuro, de un nuevo comienzo, de no vivir anclados en el pasado. El que cuestione este marco se ubicará, en el mejor de los casos, al margen de la historia; en el peor será un traidor.

El razonamiento es falaz en la medida en que volver la vista atrás se entiende como un mecanismo para reactivar una realidad que, aparentemente, siempre ha estado ahí, latente. El pasado se evoca así de la misma forma en que lo hace la nostalgia regresiva a la que hacíamos referencia previamente; una nostalgia que, en términos spinozianos, es una pasión triste que desvincula al sujeto de la realidad.

Por el contrario, la nostalgia en Simón apela más a los males de la España actual que a sus referencias al pasado; más a la sensación de injusticia y las promesas incumplidas que a las condiciones de vida de la clase trabajadora en la España del felipismo. La evocación del pasado es, aquí, una fase transitoria de un proceso social de largo recorrido; un momento de una larga somatización que, a partir de los agravios del desempleo y la precariedad, tiene el potencial de desembocar en la formulación de un proyecto emancipador (que, en cualquier caso, todavía no se vislumbra). La nostalgia es, de este modo, un momento de duelo imprescindible para avanzar, un momento de reconstrucción del ser tras el trauma. Esto, que deberían tenerlo tan claro aquellos que tanto quieren experimentar con las identidades y su carácter performativo, parecen olvidarlo cuando en el ser aparecen rastros de aquello que no parece tan vanguardista, como son en este caso la familia y la seguridad como fundamentos para construir un futuro en común.

El duelo no es simplemente aceptable, sino una exigencia a la hora de abordar los serios problemas a los que nos enfrentamos desde una perspectiva analítica. Un ejemplo de ello se puede observar en el extraordinario Nuestros Niños, de Robert Putnam, un estudio acerca de las transformaciones sociales ligadas al incremento de las desigualdades en Estados Unidos. Antes de abordar los problemas concretos relacionados con el cambio en la estructura familiar, la paternidad, la escuela y la comunidad en ese país, arranca su obra de una manera impactante:

Mi pueblo fue, en los años cincuenta, una encarnación aceptable del sueño americano, un lugar que ofrecía oportunidades decentes a todos los niños del pueblo fuera cual fuera su origen. Sin embargo, medio siglo después, la vida en Port Clinton, Ohio, es una pesadilla americana de pantalla dividida; una comunidad en la que los niños del lado equivocado de las vías que dividen la ciudad apenas pueden imaginar el futuro que les espera a los niños del lado correcto. Además, la historia de Port Clinton resulta ser tristemente típica de Estados Unidos […] La historia económica y social más rigurosa disponible en la actualidad nos dice que las barreras socioeconómicas en Estados Unidos (y en Port Clinton) en la década de 1950 estaban en su punto más bajo en más de un siglo: la expansión económica y educativa era alta; la igualdad de ingresos era relativamente alta; la segregación de clases en los barrios y las escuelas era baja […]

Por más que, un poco más adelante en el libro, Putnam admita los problemas existentes en el pueblo en el que creció (especialmente la exclusión de la mujer del espacio público y el racismo), no parece descabellado pensar que, en algún momento mientras escribía ese libro, Putnam deseara volver atrás. Nadie en su sano juicio pensaría que, al escribir ese libro, Putnam hacía el juego a la extrema derecha norteamericana.

Ese deseo en ese momento concreto, en el que el duelo se manifiesta con toda su fuerza dentro de nosotros cuando sufrimos el golpe de realidad (en el caso de Putnam, el extraordinario incremento de las desigualdades sociales en las últimas décadas en su país), solo puede ser interpretado como una manifestación reaccionaria si, al mismo tiempo, se niega que, tras el análisis racional y riguroso, somos porque recordamos; si, en definitiva, se niega nuestra propia humanidad. En esas circunstancias, la memoria deviene en un ejercicio de resistencia. En palabras de Dubravka Ugrešić,

La memoria a veces se parece a un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, a los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe nuestra historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, la arqueología del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es una guardiana precisa de nuestro recuerdo más íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta y más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares. Porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien.

En su obra, Ana Iris Simón hurga en una herida generacional que marcará el devenir de España en las próximas décadas a través de un relato muy personal con el que es fácil sentirse identificado sea cual sea nuestro origen, lo cual habla de su habilidad como escritora. Con Feria, Simón ha conseguido representar ese momento de duelo por las promesas rotas, aunque con una profunda fe en la capacidad del ser humano para asumir la realidad y con la convicción de que el amor de quienes nos rodean es un carburante para avanzar en la dirección correcta.

Editorial: El semáforo español

– No me importa mucho el sitio… – dijo Alicia.

– Entonces no importa mucho el camino que tomes – dijo el gato.

Diego Rubio, director de la Oficina de Prospectiva y Estrategia del Gobierno de España, citó este párrafo de Alicia en el país de las maravillas en su presentación del documento España 2050. Tanto el título del libro citado como la propia cita parecen venir como anillo al dedo para el trabajo presentado. Sin duda es positivo que un gobierno intente escapar del ruido diario y del cortoplacismo que domina la política española, y que, con ello, también intente mirar al largo plazo de cara a planificar las mejores políticas públicas para el país. Pero evidentemente ese pensar con las luces largas y no viendo los árboles sino el bosque, no puede estar exento de unos fundamentos teóricos, ideológicos y filosóficos que sirven de herramientas para hacer esa prospectiva que luego guíe los planes y programas gubernamentales.

En el caso de España 2050, el futuro que se prevé y se propone es una especie de distopía-utopía (no comer carne, nada de avión, coches eléctricos, pensiones privadas ocupacionales, envejecimiento activo, cohousing, autónomos todos o quizás todes…) propia del “progresismo” socio-liberal predominante en el principal partido del gobierno, el PSOE, que se resume en lo que podríamos llamar un capitalismo semáforo, por los tres colores – verde, rojo, amarillo – de los verdes, socialdemócratas y liberales que podrían formar gobierno en Alemania tras las próximas elecciones, previstas para septiembre de este año. Y lo de Alemania viene al pelo ya que realmente no es en el 2050, sino desde este 2021 y los años venideros, en los que sí podemos alcanzar a ver a una España que va a seguir ocupando un lugar muy similar al actual en la división internacional del trabajo en el IV Reich, más conocido como Unión Europea. Es decir, mucho ladrillo (pero verde que te quiero verde) tanto para rehabilitar casas como para nuevas construcciones y con alquiler social “asequible”; turismo y hostelería, por supuesto, copas y fiesta para los extranjeros; muchos cuidados, con empresas viendo la oportunidad de negocio en esto; algo de coche eléctrico y más de energías renovables como industria; mucha Oferta Pública de Empleo (OPE), ya que hay que renovar al envejecido funcionariado y dar salida a millennials y generación Z titulada; y, por supuesto, la frontera sur de la UE con la inmigración en general de África y en particular del chantaje de un Marruecos crecido y con el escudo del Tío Sam. Un poco, bastante, lo de antes; un poco, bastante, lo de siempre, pero con barnices verdes y feministas liberales; un poco, bastante, lo de antes y siempre, pero cuqui.

Acaso podamos empezar a definir el sanchismo como un felipismo 3.0, en donde los fondos de cohesión de los 80 y 90 serían ahora los fondos Next Generation, en este  caso para poner los raíles de la variante española de una posible nueva onda de acumulación capitalista o fase A Kondratieff que podría durar del 2021 a ese 2050. Esta onda “semáforo” en occidente, con los Estados Unidos de Biden y la posible Alemania verde, socialdemócrata y liberal (un perfecto tándem antichino y antirruso), sería el sumun para el “progresismo” que incluye no sólo al PSOE sino a la mayor parte de todo lo que dice estar a su “izquierda”.

Hora es que los que no somos “progresistas” empecemos a construir una alternativa teórica, ideológica, filosófica, económica, política y geopolítica a esta versión española del semáforo; hora de pensar con luces largas y mirando el bosque y no los árboles, pero no con los colores del semáforo, sino con el color rojo debidamente actualizado y frente a todo este nuevo estado de cosas.