Editorial: Estados Unidos, ¿el último imperio occidental?

En La Casamata llevamos un tiempo trabajando sobre el planteamiento de que la rivalidad actual entre China y Estados Unidos se proyecta, fundamentalmente, en la existencia de dos modelos de globalización que en la actualidad se encuentran en competición. Aspectos como la cada vez más evidente rivalidad geopolítica o la existencia de una alternativa al sistema de pagos tradicional en el comercio internacional son reflejos de ese punto de partida. Esta aproximación al problema requiere una perspectiva teórica más compleja que las explicaciones desplegadas durante la Guerra Fría, una pugna de marcado carácter ideológico y militar que, en realidad, disfrazaba (de manera brutal, eso sí) la realidad de la hegemonía norteamericana. Las claves explicativas, en esta oportunidad, tienden a centrarse en la capacidad de desarrollo tecnológico. Y aquí, desde la propia China se lanza una señal de alarma contundente: Yan Xuetong, figura fundamental de las Relaciones Internacionales chinas, ha señalado recientemente que Estados Unidos ganará esta guerra porque tiene una capacidad de atracción del talento que las universidades chinas hace tiempo perdieron.

Estos planteamientos pueden terminar siendo, vistos desde el futuro, tan simplistas como los de la Guerra Fría, en la medida en que estos últimos no esperaban que una de las grandes potencias dejara, primero, de participar en la contienda y, posteriormente, se disolviera. Lo cierto es que planteamientos como el de Yan Xuetong, al igual que los estudios estratégicos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, parten del supuesto de que las grandes potencias están para quedarse y que, frente a ello, poco se puede hacer, mas que intentar evitar el auge del otro.

Sin embargo, la realidad interna norteamericana no puede ser simplemente obviada, o segmentada, para tomar en cuenta únicamente las variables que dirimirán directamente la contienda tecnológica actual entre las grandes potencias. De hecho, Estados Unidos experimenta una crisis interna que, con el tiempo, podría terminar de descomponer su complejo Estado-sociedad, llevándose por delante la ventaja de la atracción del talento a la que tanto teme Yan Xuetong. Esa descomposición se manifiesta en un deterioro de los indicadores socio-sanitarios de algunos segmentos sociales, solo comparable al de algunos países en desarrollo. Pero, con todo, esa no es una tendencia novedosa. Lo que sí resalta en el momento actual es el hecho de que la descomposición puede terminar en un estallido violento. Dentro del social-liberalismo vinculado al Partido Demócrata, el miedo a una nueva guerra civil en Estados Unidos ha pasado el umbral de la ficción (con series como ‘El Cuento de la Criada’ u obras literarias como American War) para instalarse en el ensayo. Aquí destacan los recientes libros de Barbara Walter, How Civil Wars Start (al que se refiere Mariano Aguirre en su artículo para este número), y Stephen Marche, The Next Civil War: Dispatches From the American Future. En ellos, las tendencias hacia el autoritarismo, el cambio climático, las desigualdades sociales y la ausencia de un propósito nacional común son fuerzas motrices de un conflicto armado que ya se está gestando.

Marche, ferviente creyente él mismo en la promesa del sueño americano, ve en la política exterior un reflejo del deterioro interno: “Cuando su política exterior cayó en el cinismo y la brutalidad, [Estados Unidos] empezó a funcionar como otros imperios y naciones”. Ese autor sugiere que el giro tuvo lugar con la guerra contra el terrorismo y, especialmente, con la invasión de Irak. Ciertamente, la política exterior norteamericana, más allá de sus formulaciones doctrinarias y de las variaciones sobre la “gran estrategia” desplegada tras la Segunda Guerra Mundial, tiene su fundamento en el excepcionalismo. Estados Unidos no se permite tratar como iguales a los demás, dada la originalidad de sus instituciones y su sistema de valores que se atribuye.

Sus compromisos, incluidos aquellos a los que pudieran llegar con sus aliados, estarán siempre supeditados a ese rol histórico. Tras el abandono definitivo del aislacionismo en la Segunda Guerra Mundial, el excepcionalismo pudo sintetizarse con el interés de actores políticos y sociales de todo el mundo que temían a la Unión Soviética. La hegemonía norteamericana en la Guerra Fría tuvo que ver no solo con su capacidad de despliegue militar y económico (muy superior a la soviética, una gran potencia militar asentada, sin embargo, sobre una estructura semiperiférica), sino con la oportunidad que brindó el esquema político bipolar para proyectar sus intereses con una apariencia de universalidad. Con la crisis de la Guerra Fría, que coincidió con el inicio de una larga fase de declive estructural (representado por la fase b, o de contracción, de la cuarta ola de Kondratieff), se empezaron a ver las costuras de aquel lienzo. Las intervenciones militares convivían con los estallidos sociales internos, muy a pesar de los esfuerzos de Reagan en el ámbito ideológico-cultural. Los primeros años de la Posguerra Fría barnizaron esa realidad gracias a las venias del Consejo de Seguridad a las intervenciones en el Golfo Pérsico, Bosnia y Somalia, pero para finales de la década esto ya no era necesario. Desde la intervención en Yugoslavia, la ley del más fuerte, que no había dejado de ser el conductor de la política internacional, se manifestó con toda su crudeza.

¿Qué ha cambiado a día de hoy? El auténtico cambio no tiene que ver con el “cinismo” apuntado por Marche. Como recuerda Wesley Clark (el general que condujo el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia en 1999), la invasión de Irak perseguía un objetivo, marcado por los neoconservadores, que tenía que ver con terminar el trabajo iniciado en 1991, transformar el mapa de Oriente Medio y limpiar cualquier rastro de los regímenes que, en su día, se habían apoyado en la URSS. No fue la aventura de unos estadistas enloquecidos. Por otro lado, es posible que, con el tiempo, el cambio sí esté relacionado con el abandono de la esperanza depositada en Estados Unidos por diversos sectores sociales y actores políticos alrededor del globo: hasta hace poco tiempo, en las élites y clases medias aspiracionales de todo el mundo existía la idea de que el presidente de Estados Unidos es el presidente de todos. Esta aproximación parece ya residual. Episodios como el fallido intento de cambio de régimen en Venezuela, ejecutado por una mezcla de personajes extravagantes, crimen organizado y celebridades pop venidas a menos, sin duda han contribuido a minar esa idea.

Sobre todo, el auténtico cambio tiene que ver con la existencia de limites claros a la capacidad de maniobra de Estados Unidos. Son límites que podemos verificar en la prensa cada día de este tiempo que nos ha tocado vivir, y que se observan en una llamada telefónica a Zelenski que nadie se atreve a banalizar, en la construcción de una iniciativa de paz a la cual se podría sumar algún aliado de la OTAN, en un acuerdo de normalización histórico entre Irán y Arabia Saudí que desmonta el armazón teórico del internacionalismo liberal, en el abandono progresivo del dólar en las relaciones comerciales entre países que tienen sus propias monedas de curso legal, lo cual desatasca la chaqueta de fuerza dorada neoliberal. La diferencia es que hoy existen límites, y que estos los está poniendo China.

El excepcionalismo americano ha vivido variaciones muy significativas a lo largo de la historia, hasta el punto de que ha servido para justificar actitudes tanto aislacionistas como intervencionistas. Unas u otras se eligieron en función de las necesidades internas, nunca de la aceptación de la realidad externa. Y en cualquier caso, con lo único con lo que no se había encontrado el potente artefacto ideológico del excepcionalismo es con la existencia de límites. Frente a ello, se abren al menos dos escenarios. Uno podría ser un repliegue táctico a corto plazo seguido de un despliegue estratégico prudente que tome en cuenta la nueva realidad del mundo multipolar. Pero el excepcionalismo no entiende de aceptación de realidades. Se mantienen expresiones como credibilidad o liderazgo, y se tiene auténtica aversión a las muestras de debilidad. Las reacciones internas a un escenario de esas características serían probablemente más brutales que las experimentadas tras la distensión. Y, a diferencia de entonces, no hay actores políticos (sí intelectuales, como demuestran algunas honrosas excepciones) dispuestos a desplegar una política prudente.

Descartado ese escenario, solo queda la provocación militar a corto plazo. Las posibilidades que se abren aquí son potencialmente más peligrosas que la dinámica de la guerra en Ucrania, un espacio que, en realidad, ha estado en disputa durante décadas. Todo hace pensar que los límites a la excepcionalidad serán puestos a prueba más adelante, pero siempre en relación con la dinámica política interna. China es el único punto en el que existe un acuerdo claro entre demócratas y republicanos, lo cual podría justificar una provocación en Taiwán. Pero allí se encontrarán con límites mucho más claros que en Europa del Este. Uno de ellos, evidente, será la afirmación de la integridad territorial china. El otro será interno. El excepcionalismo requiere muestras de credibilidad, presidencias muy activas y dosis altas de escenificación en el Congreso, todo ello envenenado por la existencia de cálculos políticos condicionados por elecciones de carácter bianual en un clima social cada vez más violento.

En tal escenario, la estrategia racional para el resto del mundo parecería ser un alejamiento progresivo de esa dinámica tóxica. Los BRICS y lo que hasta ahora se denominaba “sur global” parecen dispuestos a ello. El liderazgo político de la UE, por el contrario, parece adicta a los desarrollos en ese país y le costará desengancharse. En cualquier caso, Marche señala que todos ellos conocen de primera mano la situación y las opciones existentes:

Los servicios de inteligencia de otros países están preparando dossieres sobre las posibilidades de colapso de Estados Unidos. Los gobiernos extranjeros tienen que prepararse para una América posdemocrática, una superpotencia autoritaria y, por tanto, mucho menos estable. Tienen que prepararse para una América rota, con muchos centros de poder diferentes. Necesitan prepararse para una América perdida, tan consumida por sus crisis que no puede concebir, y mucho menos promulgar, políticas nacionales o exteriores.

«A cada Imperio le llega su San Martín». ¿El turno de Estados Unidos?

El concepto e idea de imperio ha vuelto a los análisis y propuestas de diferentes analistas y teóricos en los últimos años. Esto es así, a mi juicio, porque el único imperio realmente existente, en cuanto a la realización de una hegemonía global, el estadounidense, ha pasado de no tener rival, desde la caída de la Unión Soviética, a verse claramente amenazado en su dominio unipolar por otros potenciales imperios, fundamentalmente el chino. Pero antes de meternos en faena para intentar dar cuenta del estadounidense, conviene definir los imperios y su papel clave en la historia.

 

¿La historia es la historia de la lucha de imperios?

El materialismo histórico de Marx necesita ser revisado en varios puntos para seguir dando inteligibilidad a esa concepción materialista de la historia. A mi juicio, uno de esos puntos es la inclusión de una teoría de los imperios, definidos como aquellas formaciones sociales, sociedades políticas o Estados que se expanden sobre otros. Esa expansión se produce, precisamente, porque en esa formación social se da tal conjugación entre estructuras políticas, jurídicas e ideológicas con la estructura económica, que acaba formando lo que Gramsci llamaba “bloque histórico”; un bloque soldado alrededor de una clase dominante (o los órdenes, estamentos o castas de las sociedades precapitalistas) que tiene una potencia tal que se expande más allá de sus limes, ya sea por la fuerza de las armas, la potencia del comercio, la emulación por parte de otros, la ideología y la cultura… o, más bien, una mezcla de todo ello. A la vez, existen diferentes clases de imperios, de acuerdo con la distinción establecida por Gustavo Bueno, que podemos ver en términos de tipos ideales (nunca puros):

  • El tipo de imperio o imperialismo generador (o civilizador o estructural asimilador), el cual, en su expansión, va clonando e hibridándose con lo que se encuentra. En esta dinámica entra el conjunto de instituciones del Estado imperialista de origen. No hay una relación metropoli-colonias, ya que todas las partes del imperio son tales partes, iguales de una misma totalidad, e incluso no pocas de las partes conquistadas tienen un mayor desarrollo que el centro que originalmente se había expandido. Ejemplos de ello se encuentran en los imperios macedonio, romano, omeya, español, francés-napoleónico y soviético.
  • El tipo de imperio o imperialismo depredador (o colonialista), que, en su expansión, va utilizando a los territorios y poblaciones por donde se expande para su único y propio provecho, sin la menor intención de exportar o clonar su modelo ni mezclarse, dejando a las sociedades bajo su férula igual, o aún peor, de como se las encontró. De este modo, tratan a las sociedades imperializadas como colonias de una metropoli. Ejemplos de ello se ven en los imperios persa, mongol, holandés, nazi-alemán y británico.

Como he dicho, estos tipos nunca son puros; es deci, todo imperio o imperialismo generador tiene elementos depredadores, aunque pesan más los generadores, y viceversa. Eso sí, el imperio o imperialismo depredador como una especie que anega al género es el considerado generalmente como el único tipo de imperio, y ello por la influencia del imperialismo sin duda depredador de las potencias capitalistas europeas de finales del último cuarto del siglo XIX y más de la mitad del siglo XX, retratadas por Lenin como “fase superior del capitalismo”, sin tener en cuanta la otra especie del género imperio, el generador.

Un materialismo histórico revisado y renovado podría ser uno que, básicamente, de cuenta de que la historia es sí, el paso de unos modos de producción a otros a través de la potencia de las relaciones de producción de cada uno de ellos para desarrollar las fuerzas productivas; sí, el paso de una clase dominante de un modo de producción al de otra, vía lucha de clases; y sí, que ese modo de producción y esa clase dominante del mismo se originan por circunstancias coyunturales concretas en determinadas formaciones sociales/sociedades políticas/Estados que, precisamente por darse ahí, tienen la potencia para ir más allá de sus limes y expandir ese modo de producción, con un único límite: el de otras formaciones sociales en las que, por circunstancias coyunturales concretas o por la propia expansión o influencia de imperios, surge un modo de producción, igual o diferente, o la misma o diferente clase dominante, con la potencia para frenar e imponerse al anterior imperio y ser el nuevo; es decir, sí, el paso de unos imperios ya generadores o depredadores a otros imperios ya generadores o depredadores.

Eso sí, aclaro, no hay ningún juicio de valor sobre unos imperios generadores que serían “buenos” o “progresistas” y otros depredadores que serían “malos” o “reaccionarios”, aunque es sobre todo a través de los generadores por donde más se ha expandido la civilización en todo el sentido de ese término, y sin duda también a sangre y fuego. Entre otras cosas, no hay juicio de valor porque en una concepción materialista de la historia no hay lugar para un maniqueísmo de ese tipo; porque para lo que en una época, etapa o fase histórica es un horror, en otra es una virtud y/o necesidad. Hay que huir del anacronismo sin caer en leyendas rosas, pero sin duda tampoco en leyendas negras, porque no hay un sentido determinista teleológico lineal progresivo en la historia por el que algún tipo de imperio o imperialismo generador, con su modo de producción y clase dominante correspondiente, nos llevará a la arcadia feliz. De hecho, todos los imperios generadores han caído, además, al no conseguir englobar a todo el planeta, y encima han sido más a lo largo de la historia los imperios depredadores que los generadores. Una concepción materialista de la historia, en última instancia, es la de la mayor potencia (económica, tecnológica, política, militar, ideológica, etc.) de unas clases/Estados/imperios frente a otros, sin que el resultado de esa mayor potencia haya sido, ni se vislumbra para nada que pueda ser, el fin de la explotación y la dominación de unos sobre otros, aunque quizás sí se podrían catalogar de mejores en cuanto más eficientes y menos lesivas, o menos malas de ejercer, unas que otras esa explotación y dominación.

Y ahora vamos con el Tío Sam.

 

¿Qué tipo de Imperio e imperialismo es el Imperio y el imperialismo estadounidense?

De esos dos tipos de imperio, ¿cuál sería el correspondiente a Estados Unidos? Según la perspectiva ideológica de ese país, se trataría de un imperialismo generador, ya que su “destino manifiesto” le lleva a expandir su modelo capitalista, liberal-democrático, a todo el globo terráqueo, o que el “american dream” y el “american way of life” lo sea para todos los habitantes de la tierra. ¿Pero es esto así?

Vayamos por partes, la globalización estadounidense, es decir, el imperialismo estadounidense, comienza tras la Segunda Guerra Mundial en un mundo dividido entre la esfera de influencia estadounidense y la soviética. En Europa Occidental, para reconstruirla tras la guerra y combatir la posible influencia soviética, Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, que ayudó a los países en que se implementó a tener altas tasas de crecimiento y adentrarse en lo que ya era el mismo Estados Unidos: una sociedad de consumo. Lo mismo vale para países asiáticos más o menos fronterizos con China, como Japón o los llamados “tigres asiáticos”, donde inversiones y facilidades de todo tipo contribuyeron, sin duda, a su gran desarrollo. A la vez, la homogeneización que el propio modo de producción capitalista lleva intrínsecamente por su propia lógica de desarrollo, en este caso bajo el manto del Tío Sam, da lugar a que haya Coca-Cola, McDonald’s, Amazon, Twitter, Facebook, Apple, Microsoft o las diferentes marcas y empresas, así como métodos de producción y de consumo, made in USA por todo el mundo, por no hablar de la más que poderosa industria del entretenimiento y la información con matriz norteamericana, con la extensión por todo el globo de su forma de ver y vivir la vida, así como también el inglés como lingua franca heredada del predecesor del Imperio estadounidense, el británico. Si solo tomáramos estos ejemplos, no menores para nada, podríamos decir que el Imperio estadounidense, si no es generador, se acerca bastante. Pero eso es solo una parte de la historia.

La otra parte es toda Hispano o Iberoamérica, concebida desde muy pronto como el patio trasero de los estadounidenses a través de la “doctrina Monroe”, que bloqueó toda posibilidad de desarrollo de estos países y favoreció sanguinarias dictaduras militares frente a cualquier gobierno que quisiera proteger sus riquezas frente al expolio de las multinacionales yanquis, por no hablar de los “ajustes estructurales” vía FMI. Esto fue posible como consecuencia de las primeras intervenciones expansionistas durante el siglo XIX, como por ejemplo la anexión de gran parte del territorio que México había heredado del Virreinato de Nueva España o la guerra contra España al final de ese siglo que hizo caer bajo férula yanqui a Cuba o Puerto Rico, además de Filipinas. Ya que estamos con Filipinas, no se puede dejar de destacar el genocidio al que se sometió a su población tras caer en manos norteamericanas, y qué decir de otras partes de Asia, como el Medio Oriente, donde no han tenido ningún problema en aliarse con, e invertir en, teocracias islámicas como las del Golfo Pérsico a cuenta del petróleo o lanzarse a guerras como en Afganistán o Irak, que destrozaron a esos países. Qué decir también del derrotado y fragmentado imperio (generador) soviético, al que Estados Unidos no ayudó con ningún Plan Marshall, pero con el apoyo a las terapias de choque neoliberales y con la presencia militar en sus alrededores, lo que representa los antecedentes de la actual guerra de Ucrania. Vista esa otra parte de la historia, la de la globalización o imperialismo estadounidense en el “Sur global” hispano/iberoamericano, asiático y africano, en los restos del imperio soviético, e incluso en sus aliados directos del “Norte global”, como los de la Unión Europea (en gran parte una criatura suya a la que ahora arrastra hacia la desindustrialización con las leyes anti-inflacion Biden, la guerra de Ucrania o el enfrentamiento con China) el Imperio estadounidense no se puede calificar más que como depredador.

Además, es en el propio territorio estadounidense, donde lo generador/depredador ha formado dos caras de la misma moneda. Y es que la expansión no empezó realmente hacía fuera, sino hacia lo que ahora es su adentro, o desde las trece colonias independizadas del Imperio británico a través de un proceso de expulsión o directamente destrucción (en este caso sí un genocidio) de los nativos indios americanos, metiendo a los muy pocos supervivientes en reservas. Se trató de un proceso totalmente depredador. También es cierto que, en esa expansión, que dará lugar a los actuales Estados Unidos, como la antes señalada anexión de territorios mexicanos o la llamada “conquista del oeste”, llevó a esos nuevos territorios al mismo modelo capitalista democrático liberal, en un proceso de características generadoras. A todo ello hay que unir aspectos relevantes a lo largo del tiempo. El primero, las dialécticas internas de clase entre los industriales del norte y terratenientes del sur, que explotó en la Guerra Civil del siglo XIX, la cual acabó con las propiedades de esos últimos (en una de las mayores expropiaciones de la historia) así como con la esclavitud de los territorios del sur (aunque no con el racismo y la exclusión de la población negra). En segundo lugar, el New Deal de Roosevelt, aupado por las luchas obreras en los 30’s del siglo XX y que, aun así, no logró construir un estado del bienestar mínimo. Finalmente, la apertura a migrantes de todo el mundo, de los cuales los de origen europeo y en parte asiáticos se han integrado bajo el lema “E pluribus unum”; sin embargo, queda una gran remesa de hispanos que ya son la primera minoría del país y el mayor reto de cara a ser aculturizados al molde WASP, como sí lo fueron otras cohortes de migrantes, a la vez que, quizás, toda una posible masa de población para un cambio y/o renacimiento en Estados Unidos que, por otro lado, se reencontraría con sus raíces y pasado hispano para ponerse al mismo nivel que el anglo.

Pero este imperio, con elementos generadores, pero también depredadores, pesando más estos últimos en la balanza y, por lo tanto, definiendo como tal a este imperio, ¿se encuentra en decadencia y enfilando su fin?

 

¿Se acabó lo que se daba?

En el apartado anterior sugerí que la globalización del imperialismo estadounidense comenzó en una especie de primera parte tras la Segunda Guerra Mundial; una primera parte de globalización parcial, eso sí, ya que una buena parte del mundo estaba bajo el llamado “campo socialista” (el Imperio soviético). Fue tras la caída de la URSS y su bloque –y, por lo tanto, de la victoria del Imperio estadounidense– cuando este vivió su momento más fulgurante. Era la única superpotencia en el mundo y lanzó, a través del llamado, “consenso de Washington” la segunda parte de su globalización, ahora sí plenamente global. Es más, desde 1991, hasta por lo menos la crisis del 2008, se vivió una especie de unipolaridad, dominada por el primer imperio realmente global, que permitió también extender a nivel global el modo y la relaciones sociales de producción capitalistas como nunca antes.

En la lógica de esa segunda parte de la globalización imperial estadounidense se insertó una China liderada por Deng Xiaoping y el resto de la clase dirigente del Partido Comunista, que, formando el ala derecha del mismo y tras sobrevivir a la última etapa del maoísmo, se había hecho con el partido y el país. Así, se insertó desde los ochenta mimados por unos Estados Unidos que se aprovechaban de la ruptura sino-soviética y de la enorme mano de obra dispuesta a trabajar en las industrias deslocalizadas, las cuales libraban tanto a los norteamericanos como a sus socios europeos occidentales de un proletariado industrial demasiado conflictivo, mientras se abría paso, en esos países, una sociedad de servicios con diferentes tipos de cualificación y revolución tecnológica encabezada desde Silicon Valley.

Pero con lo que no contaba la clase dominante y dirigente estadounidense es con una China que, lejos de conformarse con ser la “fábrica del mundo” de productos baratos, basados en bajos costes laborales y en donde, con el crecimiento económico acabaría llegando una democracia liberal capitalista, en realidad, y de manera sistemáticamente planificada, tomaría esta etapa de acumulación de capital y perfil bajo geopolítico en los años ochenta y noventa del siglo pasado como una acumulación de fuerzas para, a partir de los 2000, y sobre todo tras la llegada de Xi Jinping al timón del país, aprovechar todo ese crecimiento económico capitalista, más todo su conservado y renovado sector económico estatal dominante, para dar un salto hacia la producción industrial y de servicios de alta tecnología y alto valor añadido. Como colofón, terminaría lanzando su propio proyecto de globalización imperial a través de la “Nueva Ruta de la Seda” y organizaciones como los BRICS y BRICS, la OCS, etc…

Después de las guerras fallidas del imperio en Irak y Afganistán, la crisis del 2008, etc., ese mundo bajo la férula estadounidense, que venía desde 1991, llegó a su fin, y hoy la realidad es que estamos ante unos Estados Unidos que intentan mantener su decaída globalización renovándola frente a la pujante y emergente globalización impulsada por el Imperio del Centro. Ese es el conflicto esencial que va a caracterizar el actual siglo XXI. En este momento histórico trascendental en el que estamos, se cruzan a la vez la fase de colapso de una potencia hegemónica para pasar a otra, según Arrighi; el “turning point” del paso de una etapa a otra de una revolución tecnológica, según Carlota Pérez; el fin de un ciclo de un Imperio que se cruza con el comienzo del ciclo de otro imperio y la guerra que puede traer esto, según Ray Dalio. En definitiva, el posible paso de un modo de producción dominante a otro: del modo de producción capitalista del Imperio estadounidenses al modo de producción estatista chino.

En esa múltiple partida en juego se encuentra la prueba de la práctica del se acabó lo que se daba o a cada imperio le llega su San Martín para el Imperio estadounidense, todo a la vez que asistimos al comienzo de un nuevo imperio, el chino. Las alternativas a este escenario parecen claras: el freno a China y posterior renacimiento, cuál ave fénix, del Tío Sam (al que de momento no le llegaría su San Martín) o la terrorífica destrucción mutua y, con ello, del mundo en su totalidad, aunque ya no con cambio climático, sino con invierno nuclear.

Una última prognosis especulativa basada en potenciales tendencias del presente: la posible caída del Imperio estadounidense y su sustitución por el Imperio chino supondría un punto y aparte, en el sentido de que desde, la primera globalización protagonizada por el Imperio español o Monarquía Católica Hispánica (aunque en la misma tuvo como partenaire a China) ha sido el llamado “occidente” el que ha llevado la batuta del mundo, sobre todo tras la época, o fase histórica, del capitalismo como modo de producción dominante a través de los imperios anglosajones, británico y estadounidense, y sus globalizaciones, que pueden agruparse en una única anglobalización. Todo ello vendría ahora a ser sustituido por el “Lejano Oriente” a través del Imperio del Centro como Sol a cuyo alrededor girarían, por la fuerza de la gravedad de la globalización Made in China, los planetas de todos los Estados-nación, agrupados en bloques supranacionales, con trayectorias históricas comunes, del llamado “Sur global”, o los perdedores de la época o fase histórica de la anglobalización capitalista. En ese escenario, el “Norte global”, con Estados Unidos a la cabeza, quedaría como uno más de los polos, y no de los más importantes.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

La crisis interna y de liderazgo de Estados Unidos en la nueva Guerra Fría

Estados Unidos ha sido la potencia hegemónica del sistema internacional durante aproximadamente sesenta años, luego de desplazar a las potencias europeas de sus dominios coloniales y haber contenido la expansión del comunismo liderada por la Unión Soviética. Durante la Guerra Fría fue la potencia dominante. Pese a la reticencia a considerarse un imperio, el país ha operado como tal, pero se encuentra actualmente en declive relativo y afectado tanto por una serie de factores en su papel en el mundo como por una profunda y múltiple crisis interna que impacta en su capacidad de poder global.[1]  Su caso es particularmente relevante por los interrogantes que genera en el resto del mundo su capacidad futura de liderar el sistema internacional o continuar siendo en un actor todavía poderoso, pero en repliegue.

El país enfrenta graves problemas domésticos: una crisis constitucional y un sistema electoral obsoleto que es aprovechado por sectores antidemocráticos; desindustrialización; pérdida de competitividad internacional; profundas fracturas sociales en torno al racismo y reglas sociales (por ejemplo, en torno al aborto y la educación); grave desigualdad; muy altas cotas de violencia social; y desafíos al Estado y al monopolio del uso legítimo de la fuerza por parte de una proliferación de milicias ultraderechistas.

Desde la perspectiva de la seguridad Estados Unidos tiene un gasto en defensa igual al de China, Arabia Saudí, Rusia, Reino Unido, Alemania, India, Brasil, Francia, Corea del Sur y Japón combinados.[2]  A la vez, posee un diversificado sistema de fuerzas de seguridad interior (policías estatales, federales, sheriffs comarcales, guardia nacional, y más 1,1 millones de miembros de servicios privados).

El número de milicias con ideología antiestatal (como los Oath Keepers, los Three Percenters, los Proud Boys y los Boogaloo Boys, todos grupos que participaron en la toma del Congreso en enero de 2021) ha crecido en los últimos años. Forman parte de ellas antiguos miembros de diferentes cuerpos de las fuerzas armadas y ciudadanos de diversos sectores. Algunos de estos grupos se presentan como “aceleradores” del proceso de insurgencia contra el Estado. La mayor parte cree que la inmigración latina y la población negra están llevando a cabo un “gran reemplazo” de los ciudadanos blancos promocionada por el Partido Demócrata.

Estos grupos armados organizados tienen diversos enemigos como objetivos, pero en general están contra los afroamericanos, los judíos, los inmigrantes (latinos y musulmanes), Naciones Unidas y el Estado. La organización United Constitutional Patriots, por ejemplo, se dedica a atrapar extrajudicialmente a inmigrantes ilegales en la frontera con México, expulsarlos o entregarlos a las autoridades. Después de décadas de operar como grupos marginales, se han convertido en milicias ultraderechistas que operan como la fuerza de choque del Trumpismo.  Según la organización Southern Poverty Law Center, en 2021 había 488 grupos extremistas antigubernamentales que usan o están dispuestos a usar la violencia, que agrupan a entre 20.000 y 60.000 personas armadas que cuestionan el principio básico del Estado moderno del monopolio legítimo del uso de la fuerza, dentro de un total de 1.600 grupos extremistas (casi todos de ultraderecha) operando en el país.[3]

Los miembros de las milicias y cualquier ciudadano tienen gran facilidad para acceder a la compra de armas cortas y “de asalto” o de guerra en buena parte de los estados. El país tiene 328 millones de habitantes y se calcula que hay 390 millones de armas, parte de ellas ametralladoras y fusiles de repetición, en manos de los ciudadanos, según la organización Small Arms Survey.[4] Un sector de la sociedad considera que según la II Enmienda de la Constitución tienen derecho a tener y portar armas en público para, eventualmente, defenderse del Estado.

Algunos expertos, como Barbara Walters, consideran que están dadas las condiciones para que haya una guerra civil o una cadena de insurgencias, atentados, secuestros a políticos y personalidades públicas y diferentes tipos de violencias. Según esta profesora de la Universidad de San Diego,  una serie de factores pueden conducir a una guerra civil:

  1. Las crisis de sistemas democráticos “capturados” por partidos y políticos populistas que usan procedimientos democráticos para llegar al poder y luego tratar de acabar con ellos. A estos regímenes los denomina anocracias: “no son ni autocracias plenas ni democracias, sino algo intermedio”. Desde Brasil a Hungría, y de Filipinas a la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, es un modelo en expansión.
  2. La formación de facciones alrededor de identidades excluyentes con revisiones tergiversadas de la historia (por ejemplo, negar que en Estados Unidos hubo esclavitud), alentadas por redes sociales, noticias falsas y un flujo masivo de teorías conspirativas que incrementan las posibilidades de enfrentamientos violentos con grupos —por ejemplo, la población negra— que pueden sentirse amenazados.
  3. El nacionalismo étnico y su expresión a través de esas facciones. En el caso de Estados Unidos se materializa en el racismo contra la población negra, latina y musulmana, y en la consideración de que los votantes liberales del Partido Demócrata no son verdaderos “americanos”. En el Partido Republicano crece una tendencia que preconiza que Estados Unidos debe ser una “república” pero no una democracia, ya que este último concepto encubriría al comunismo y el multiculturalismo que aspiran a destruir el país.[5]

En las últimas cinco décadas la desigualdad, que algunos analistas consideran el origen de muchas disfunciones políticas del país, y sus múltiples impactos, han aumentado de forma sostenida. Esta tendencia ha avanzado en paralelo al declive del mundo laboral para la producción de bienes. Al mismo tiempo, ascendió la economía financiera y de alta tecnología: el sector social que trabaja en estos dos mundos se ha distanciado totalmente de quienes viven el mundo rural y los que han perdido sus trabajos en fábricas debido a la deslocalización de éstas a China y otros países, o porque son sustituidos por la robotización y la inteligencia artificial. En consecuencia, han pasado a engrosar las filas de la precariedad laboral.

El Partido Republicano se ha convertido en un movimiento que aglutina a diversas organizaciones, grupos e individuos que no creen en el sistema democrático y sus reglas, y que se muestran dispuestos destruir el sistema vigente a través de restricciones al voto de la población negra y joven, negar la victoria electoral de los Demócratas (y preparar el terreno para no aceptar un eventual triunfo en 2024), e impulsar una agenda ultraconservadora con la ayuda de la Corte Suprema.

Los Republicanos han adoptado de forma extrema la agenda cristiana evangélica que convierte a los Demócratas y liberales en impíos que desafían las reglas divinas, y la confrontación política en una guerra santa.[6]  Algunos senadores y representantes republicanos se hacen eco de la proliferación de teorías conspiratorias promovidas activamente a través de redes sociales.

El país está dividido entre Republicanos (mayoritariamente blancos y con una participación de latinos en aumento) y Demócratas (sector formado por diversas identidades y relaciones interraciales), con una “profunda y extendida tensión en el tiempo entre la ideología cristiana y blanca supremacista que se ha desarrollado justificando la esclavitud y una amplia base multiétnica de resistencia a ella”.[7]

De particular relevancia en la crisis interna son las denominadas “guerras culturales” alrededor de la migración, modelos de sexualidad y familia, derecho al aborto, papel de la mujer en la sociedad, revisión histórica de la esclavitud, programas educativos, el supuesto derecho a la posesión de armas por parte de los ciudadanos y el rechazo a aceptar que existe el cambio climático, entre otros temas.

 

El desarrollo del imperio

Estados Unidos tuvo un desarrollo expansionista del Estado desde su fundación en 1776, cuando 13 colonias se independizaron de Gran Bretaña. A partir de entonces conquistaron territorio hacia el Oeste y el Sur de América del Norte librando guerras contra los diversos pueblos indígenas que poblaban el país y luchando o comprando tierras a Francia, España, Reino Unido, México, Rusia y Japón.

El desarrollo económico del país se debió en gran medida a esta expansión territorial y la acumulación de capital derivada de la mano de obra esclava que trabajaba especialmente en campos de producción de algodón entre 1776 y 1865.[8] Pese a que la esclavitud fue abolida después de la Guerra Civil entre el Norte liberal y antiesclavista y el Sur partidario de continuar con la esclavitud, otras formas de explotación de la población negra continuaron hasta la mitad del siglo XX.[9]  Cornel West, profesor de filosofía en la Universidad de Harvard, vincula el proyecto imperial con el genocidio contra la población indígena y la expropiación de sus tierras, la esclavitud y el racismo hacia la población negra. “La expansión imperial, el capitalismo depredador, y el suprematismo blanco, explica, fueron las condiciones de fondo que hicieron posible la preciosa idea de la democracia y su práctica en América”.[10]

Entre la mitad del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, el país tuvo una guerra civil, se anexionó Florida, Texas, California y Hawái, libró una guerra contra España que le permitió anexionar Puerto Rico y controlar Cuba y Filipinas, y emergió triunfante de la Primera Guerra Mundial.

Durante la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos definió en gran medida la contienda contra el fascismo, fue el primer país del mundo en tener y usar armas nucleares (contra Japón), y salió de la guerra como absoluto triunfador y país líder de Occidente, heredando la influencia sobre las ex colonias de los imperios en declive de Francia, Gran Bretaña, Italia, Portugal, Alemania, Holanda y Bélgica.

A partir del final de la II Guerra Mundial Estados Unidos fue clave en la configuración del orden económico del mundo occidental, con la creación de organizaciones de desarrollo y crédito (el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial), con el dólar como la moneda de cambio para operaciones comerciales y financieras mundiales. Colaboró con la creación del orden multilateral (Naciones Unidas y sus agencias), pero preservando su capacidad de eximirse de ese orden cuando fuese en contra de sus intereses (en nombre de ser un país “excepcional”). Así mismo, financió planes de reconstrucción y desarrollo en Europa y Japón con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial.

A partir de los años cincuenta se expandieron las empresas multinacionales de origen estadounidense, y paralelamente operaron en el mundo occidental actores no estatales de ese país: fundaciones, universidades, cuerpos de paz, grupos religiosos, y una expansión de los valores culturales a través de la televisión y el cine.  Estados Unidos se consolidó como la primera potencia económica mundial. Aunque no era un imperio tradicional, en el sentido de controlar el poder político e institucional de una serie de países de forma directa, generó un poder imperial a través de la influencia sobre elites locales que aceptaron subordinación a cambio de beneficios y protección.  Eventualmente, cuando esa alianza se veía en peligro, utilizó la fuerza para preservar de esta forma, durante el período de la descolonización a nivel mundial (desde fines de la Segunda Guerra Mundial hasta la década de los setenta, o sea, sobre casi toda la Guerra Fría) pudo presentarse como potencia anticolonial a la vez que asentar sus bases como líder de un nuevo modelo de imperio.

 

Signos estructurales de crisis

Estados Unidos mantuvo el crecimiento económico y hegemonía política hasta los setenta, cuando se produjo la primera gran crisis del petróleo y signos de recesión en su economía y la de otros países. La guerra anticolonial de Vietnam, en la que Washington se implicó luego de la salida de Francia, produjo un desequilibrio entre su gasto militar y sus inversiones en ciencia y tecnología, que dio ventajas a Alemania y Japón.

A partir de los ochenta se produjeron cambios en su estructura económica, social y de relaciones con el mundo. La caída y desaparición de la URSS dio lugar a un breve momento de “unipolaridad”. Pero el crecimiento económico de Japón y la Unión Europea (y dentro de ella economías como la alemana y la francesa); el desarrollo de potencias regionales con intereses propios no siempre coincidentes con los de Estados Unidos; el progresivo advenimiento de China como gran potencia económica, comercial, financiera y militar; la incapacidad de sucesivos gobiernos de entender la complejidad del Sur Global, particularmente Oriente Medio y Afganistán; y los problemas internos del país, fueron restándole peso económico y político.

Hay diversos indicadores del declive relativo de Estados Unidos. Por  una parte, como explica el historiador Victor Bulmer-Thomas, la caída en su capacidad de acumular capital, haberse convertido en un país deudor en vez de acreedor, estar retrasado en innovación tecnológica (pese a contar con sectores punta en Silicon Valley pero que tienen gran parte de sus inversiones en el extranjero), falta de inversión en la calidad de su fuerza laboral (capital humano), estancamiento de los salarios de clases medias y trabajadores industriales y rurales, crisis de las infraestructuras, y crecimiento de la desigualdad. Este último en particular ha deslegitimado la capacidad imperial del país ante parte de su propia población, que rechaza la implicación de Estados Unidos en la denominada globalización y reclama no intervenir en guerras en países lejanos.

Hay también indicadores económicos de peso. Primero, la parte que Estados Unidos contribuía al Producto Interior Bruto global era del 23% en 1986, pero en 2022 es del 15,47%- (El de China es del 18.58%).

Segundo, Estados Unidos ya no es el mayor exportador e importador comercial, sustituido por China en 2014, ocupándose del 8,6% de las transacciones comerciales mundiales en 2021.

Tercero, el descenso de la capacidad de invertir en el extranjero (foreign direct investment). Los países imperiales, incluyendo a Estados Unidos durante décadas, se beneficiaban por tener una balanza comercial favorable. Las ganancias que dejaban estos términos de intercambio eran reinvertidas en diversas partes del mundo, reforzando la capacidad de hegemonía económica y política.[11]  Actualmente la economía de Estados Unidos depende en buena medida de las inversiones extranjeras, muchas de ellas capital especulativo y no productivo.[12]

Pese a tener la mayor capacidad militar del mundo, Estados Unidos encuentra difícil imponer sus criterios sobre otros países, incluyendo a aliados, como Israel o Arabia Saudí, de la forma que lo hacía décadas atrás. La guerra de Ucrania le ha dado un respiro a esta tendencia, pero la retirada de Estados Unidos de su papel de líder mundial continuará debido a los factores estructurales internos, el ascenso de otros Estados, y lo que Amitav Acharya denomina el fin del American World Order (AWO) u Orden Mundial Americano.[13] Esto significa que Estados Unidos no se encuentra en posición de crear nuevas reglas y dominar las instituciones de gobernanza global y el orden mundial de la forma en que lo hizo durante la mayor parte del período posterior a la Segunda Guerra Mundial.[14]

 

Competir o enfrentarse

En Estados Unidos hay diferentes formas de interpretar este escenario global. Unos analistas plantean que hay que reconocer el ascenso de nuevos actores en el sistema internacional y la consiguiente pérdida parcial de poder del país a nivel mundial. Ante esta situación, se deben diseñar políticas de reforzamiento del sistema multilateral, cooperación con aliados y “competencia competitiva” con Rusia y China en un marco de no confrontación violenta.[15]  El sector más crítico de esta tendencia va más lejos y aboga por terminar con las políticas militaristas e intervencionistas que han caracterizado la expansión y etapa imperial de Estados Unidos y denuncian que Washington se prepara para librar una nueva Guerra Fría contra Rusia y China.[16]

Una segunda escuela de pensamiento considera que Estados Unidos está destinado a continuar liderando el sistema internacional y que debe prepararse eventualmente para una confrontación, dado que se estaría entrando en una nueva “competencia entre grandes poderes”. Ésta podría ser violenta (cuando incluye la idea de “vencer” a los contrincantes), se libra en los terrenos económico, comercial, tecnológico, y con pugnas por el control de mercados, rutas para circulación de bienes y acceso a recursos en el mundo.[17] La guerra de Ucrania ha hecho emerger una serie de analistas (y renacer a algunos halcones de la Guerra Fría) que plantean la necesidad de “derrotar a Rusia”, dado que nos encontraríamos en una lucha por la esencia de la democracia contra el autoritarismo.

Una variación por la derecha nacionalista y aislacionista es que el país debe concentrarse en sus problemas internos y evitar intervenciones y guerras en otros países porque cuestan vidas de soldados propios (una secuela de la guerra de Vietnam entre 1955 y 1975, en la que murieron 58.236 efectivos de Estados Unidos). Ésta es la política que caóticamente adoptó la Administración de Donald Trump, que generó desconcierto entre sectores anti intervencionistas de la izquierda, y que mantiene con un lenguaje diferente la presidencia de Joe Biden.

Académicos de la escuela Realista de las Relaciones Internacionales como John Mearsheimer y Stephen M. Walt critican el intervencionismo liberal, que intenta expandir la democracia, en algunos casos mediante la fuerza, lleva al país a fracasos diplomáticos y militares, alimenta los intereses del complejo militar-industrial, y se ve  influido por intereses de gobiernos o sectores políticos extranjeros que usan sus lobbies para ganar el favor de Estados Unidos (como ocurrió con la campaña mediática y de presión que hicieron sectores exiliados iraquíes durante la Administración de George W. Bush para que Estados Unidos interviniese en Irak en 2003).[18]

El hecho de que Washington esté apoyando a Ucrania en una guerra por delegación contra Rusia tiene similitudes con las guerras que libraron la URSS y Estados Unidos en territorios poscoloniales y no va en contra de, más bien confirma, la tendencia a no implicar directamente tropas propias en nuevas guerras. Al mismo tiempo, en las últimas dos décadas Estados Unidos ha intervenido en más de una docena de “guerras secretas” (que no cuentan con autorización del Congreso) en 17 países, utilizando regulaciones para casos especiales creadas después del 11 de septiembre de 2001, según un informe del Brennan Center for Justice.[19]

Estados Unidos mantiene una red de 750 bases militares alrededor del mundo (Rusia tiene 36 y China cinco) pero la forma de intervenir es cada vez más a distancia, con drones y otras armas que  permiten llevar a cabo  asesinatos de líderes terroristas, controvertidos desde el punto de vista del Derecho Internacional (como los líderes de al-Qaeda Osama bin Laden y Ayman al-Zawahiri), realizar ataques, enviando asesores militares, y operaciones llevadas a cabo por pequeños grupos de fuerzas especiales.

Al igual que las otras potencias (y cada vez más países) EE. UU. usa la ciberguerra, la inteligencia artificial aplicada a nuevas armas, aviones no tripulados, algoritmos, interferencias políticas a través de redes sociales y “granjas” emisoras de información falsa. En suma, métodos de guerra sin presencia de personal humano en el campo de batalla.

Este cambio de política hacia métodos intervencionistas menos directos, y sin auspiciar golpes de Estado, se ha hecho evidente en América Latina y el Caribe. Washington ha convivido con gobiernos como el de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, imponiendo sanciones y presiones, pero sin llegar a involucrarse directamente en conspiraciones ni invasiones. Con motivo de la necesidad de contar con fuentes diversificadas de energía a partir de la guerra de Ucrania, Biden levantó parte de las sanciones a Venezuela. El presidente Obama reinició las relaciones diplomáticas con Cuba, un símbolo de la Guerra Fría, aunque no llegó a levantar el régimen de sanciones, que Trump volvió a reforzar. El presidente Biden no ha cambiado sustancialmente la política hacia el gobierno cubano.

 

La política exterior, en segundo plano

La política exterior es para todo gobierno una prioridad secundaria frente a cuestiones internas como el empleo o la educación, incluso en países imperiales. Pero en el clima político de Estados Unidos se produce la paradoja de que, en un país con una amplia agenda e intereses internacionales, la tendencia dominante de los Republicanos y su electorado es cerrarse al mundo (aislacionismo). Por su parte, la política de los Demócratas, más allá de la retórica del liderazgo y defender los derechos humanos y la democracia, es tener una relación selectiva con el mundo, exigir a los aliados que asuman mayores responsabilidades y desentenderse de intervenciones militares costosas e inciertas.

El gobierno de Biden tiene el complicado desafío de establecer un modelo económico incluyente, reconstruir la desgastada infraestructura industrial, y promover la reforma del sistema productivo para que sea competitivo, genere empleo y sea menos destructivo del medio ambiente. A la vez, tratar de frenar la brecha política y cultural que enfrenta radicalmente a la sociedad.

Biden ha planteado que su gobierno tiene una “política exterior para la clase media”, que es una forma más discreta y menos agresiva del America First de Trump. Su administración espera que la política exterior sirva para consolidar el papel de Estados Unidos en el mundo como actor que compita en mejores condiciones tecnológicas con China y otros países.

Pero frente al ascenso de China como potencia global y el intento de Moscú de reconstruir su influencia en el antiguo espacio soviético, hay consenso implícito o explícito entre Demócratas y Republicanos en competir con Pekín, librar la guerra contra Rusia a través de Ucrania, fortalecer la OTAN, mantener o reconstruir sus alianzas con actores regionales (como Israel, Arabia Saudí, Corea del Sur, Australia, Colombia y México), y tener presencia e influencia selectiva en lugares geopolíticamente claves.

Paralelamente, la imposibilidad de controlar realidades en un mundo altamente complejo (especialmente en Oriente Medio y en Afganistán) y el rechazo de gran parte de la sociedad estadounidense a implicarse militarmente en conflictos lejanos e inciertos conduce a un repliegue de su presencia internacional (ahora retrasado debido a la guerra en Ucrania, que le ha permitido presentarse otra vez como líder de Occidente). El diplomático William J. Burns, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en la presidencia de Joe Biden, escribió en 2019 en sus memorias:

“El valor del liderazgo de Estados Unidos ya no es un hecho, ni a nivel doméstico ni internacional. El cansancio con las intervenciones en el mundo después de dos décadas de guerra (en Afganistán e Irak) ha alimentado el deseo de liberar a este país de las restricciones de antiguas alianzas y asociaciones, y reducir los compromisos transcontinentales que parecen acarrear cargas de seguridad injustas y desventajas económicas”.[20]

 

El repliegue

La tendencia al repliegue comenzó durante la presidencia de Barack Obama, con un rechazo abierto a las políticas intervencionistas para cambiar regímenes que había promovido el sector denominado neoconservador.[21] Prosiguió con Donald Trump, en este caso presentando agresivamente el lema America First frente los compromisos de Estados Unidos con sus aliados y a las políticas que implicaron al país en la globalización, y que aceleraron la desindustrialización y la desigualdad. Trump promovió que Estados Unidos fuese una potencia que impusiera sus intereses, sin interesarse por valores democráticos.

Jeffrey Sachs, profesor en la Universidad de Columbia escribió que:

“La visión de America First de Donald Trump es una variante racista y populista de la tradicional excepcionalidad americana. Como estrategia racista va a dividir a la sociedad estadounidense. Como estrategia populista está condenada al fracaso y creará más daños económicos. Como una política exterior excepcional en una era de post excepcionalidad, seguramente va a fortalecer más que debilitar a los principales competidores del país, especialmente a China”.[22]

La presidencia de Trump estuvo marcada por el desgaste del sistema institucional y una política de ruptura con los aliados y los compromisos internacionales. En 2020 Ivo Daalder, ex embajador de Estados Unidos en la OTAN dijo que “la capacidad del país para ejercer un liderazgo global ha colapsado”.[23] Y analizando la crisis interior de EE. UU., la posibilidad de rupturas internas del Estado, y su proyección en la esfera internacional, Steven Simon y Jonathan Stevenson afirman:

“La realidad es que los estados ya no están unidos, si es que, salvo durante las guerras mundiales y la Guerra Fría, alguna vez lo estuvieron. Cuanto antes se ponga en marcha algún proceso para hacer coincidir la forma política con la sustancia política, menos probable será que la transición sea violenta. Muchos estadounidenses, tanto conservadores como liberales, considerarían que la desfederalización equivale a admitir que EE. UU. ya no puede jactarse de tener una ciudadanía ilustrada e ideológicamente cohesionada, y que ya no es una democracia unitaria grande y poderosa, un ejemplo político para el mundo, y una potencial fuerza global para el bien”.[24]

Biden ha enfatizado que Washington piensa seguir “liderando”, voluntad incierta ante las incapacidades del país. Los aliados de la OTAN sintieron un gran alivio ante el anuncio de que Estados Unidos “está de regreso”. Sin embargo, Washington no les consultó suficientemente durante la polémica salida de las tropas de Afganistán en agosto de 2021, y ven con preocupación que pueda haber un retorno de los Republicanos a la Casa Blanca, mucho más ante los múltiples compromisos que ha adoptado Estados Unidos con la OTAN a partir de la Conferencia de Madrid en julio de 2022. En Europa existe el temor, además, de que se rompa el acuerdo entre los partidos Demócrata y Republicano en torno a la guerra de Ucrania.

La invasión de Rusia a ese país generó, en efecto, un amplio consenso entre los dos partidos en torno a la imposición de sanciones y provisión de armas a Ucrania.  Pero a medida que han aumentado la inflación y los precios de la energía y la alimentación, los Republicanos centran su estrategia en los problemas económicos internos, de los que culpan a Biden. El consenso en el Congreso podría mantenerse durante un tiempo por los inmensos beneficios que genera a la industria militar y los puestos de trabajo que mantiene, pero es difícil que se prolongue. Charles Kupchan escribió en Foreign Affairs:

“Los cimientos internos de la política exterior de Estados Unidos son mucho más frágiles ahora que antes. El centrismo bipartidista que prevaleció durante la Guerra Fría desapareció hace mucho tiempo, dando paso no sólo a la polarización, sino a una potente corriente de sentimiento neo aislacionista. La política exterior de “Estados Unidos primero” del expresidente Donald Trump fue un síntoma más que una causa de este giro hacia adentro. La “política exterior para la clase media” de Biden indica que los Demócratas también son sensibles al deseo del electorado de que Washington dedique más tiempo y recursos a resolver problemas en casa en lugar de en el extranjero”.[25]

 

Cambio de rumbo

En su primer año y medio, Biden y el secretario de Estado Anthony Blinken han llevado a cabo una política pragmática, basada antes en los intereses económicos y políticos de Estados Unidos que en la defensa de la democracia y los derechos humanos en otras partes del mundo. Así ha ocurrido con el acercamiento de Washington a Arabia Saudí, luego de las fuertes críticas que Biden había hecho al príncipe heredero Mohammed bin Salman por instigar, según información de la CIA, el asesinato del periodista saudí, comentarista político en The Washington Post, Jamal Ahmad Khashoggi en 2018. La Administración Biden ha tratado de convencer a Arabia Saudí de que aumente la producción de petróleo para que desciendan los precios del crudo. En noviembre de 2022 el Departamento de Estado ordenó al Departamento de Justicia levantar todas las acusaciones contra bin Salman, permitiendo de esa forma que pueda viajar a Estados Unidos sin el peligro de ser acusado de asesinato. Pese a todos estos pasos, Riad no ha accedido a poner más crudo en el mercado mundial, incluso se ha unido a Rusia en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en 2022 para limitar la producción, mostrando a Washington sus límites para imponer políticas a aliados tradicionales.

La Casa Blanca acabó con la fascinación de Trump por el presidente ruso, Vladímir Putin, e intensificó sus críticas por la detención de opositores políticos. Sin embargo, hasta que se produjo la guerra de Ucrania, Rusia ocupaba un lugar secundario en las preocupaciones de la Washington, que parecía convivir con ese país siguiendo el modelo de tensión y negociación que se forjó con la URSS de la Guerra Fría (y en el que se formó políticamente el presidente Biden). Con motivo de la invasión rusa en febrero de 2022, el gobierno de Estados Unidos se marcó como prioridad que China, que evitó condenar la invasión, no apoyase a Moscú con armamento. Sin embargo, no ha podido evitar que se estrechen los lazos comerciales entre los dos países.

La nueva Administración adoptó una serie de medidas claramente diferentes de la anterior: cesó los ataques a Naciones Unidas, reintegró a su país al Acuerdo de París sobre cambio climático, a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a la Comisión sobre Derechos Humanos de la ONU. Acordó extender el plazo del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START) con Rusia, y reabrió negociaciones con Teherán para revisar el acuerdo sobre el programa nuclear iraní que Trump abandonó mientras volvía a imponer sanciones.

Ha sido también importante que, al menos en la formalidad política discursiva, Biden indicó durante la 77 Asamblea General de la ONU (septiembre de 2022) la apertura de su gobierno a que se amplíe el número de miembros permanentes y no permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, y que el derecho de veto que tienen los actuales cinco miembros permanentes se use lo menos posible. (Su propuesta fue apoyada por el presidente francés, Emmanuel Macron).[26]

Las grandes líneas de la política exterior hacia África Subsahariana, América Latina y el Caribe, sin embargo, no han cambiado con la Administración Demócrata respecto de otras anteriores. Fundamentalmente son selectivas, centradas en algunos países. En el caso de América Latina, los países prioritarios son México por las inversiones, el control de las migraciones del resto del continente, y el movimiento transfronterizo del crimen organizado; Colombia, debido a  los acuerdos de defensa entre las fuerzas armadas de ese país y el Pentágono, el combate al narcotráfico, y las inversiones de Estados Unidos; y América Central y el Caribe, debido a la migración, los tráficos ilícitos, y las oportunidades financieras que ofrecen los paraísos fiscales  del Caribe.

La nueva Administración no revirtió ninguna de las políticas sobre Oriente Medio adoptadas por Trump, que reconoció a Jerusalén como capital de Israel y los territorios ocupados sirios del Golán como parte de ese país, pese a múltiples Resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Biden y Blinken no han tomado ninguna medida sobre la ocupación y colonización violenta por parte de Israel de los Territorios Ocupados de Palestina, no han revertido el traslado de la capital y se han limitado a mantener y fortalecer militarmente la tradicional alianza con ese país, algo que podría comprometerle en acciones militares que eventualmente lleve a cabo Israel contra el programa nuclear de Irán o las que realiza habitualmente en Siria.[27]

Para Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, hay una perturbadora continuidad entre las políticas exteriores de Trump y Biden.[28] Pero esa continuidad no viene dada por afinidades ideológicas, sino por los factores estructurales que caracterizan el largo final de la era imperial del país.

Mariano Aguirre es Associate Fellow de Chatham House, y asesor político de la Red Latinoamericana de Seguridad de la Fundación Friedrich Ebert. Este texto es un extracto de su libro Guerra Fría 2.0. Claves para entender la nueva política internacional (Icaria, Barcelona, 2023).

[1] Entre la amplísima bibliografía sobre las raíces de la crisis y el debate acerca del declive (o en contra de esta tesis) ver diferentes análisis y perspectivas en Foreign Affairs, julio/agosto 2019; Paul Kennedy, Preparing for the Twenty-First Century, HarperCollins, Londres, 1993; José M. Tortosa, Democracia Made in USA, Icaria, Barcelona, 2004; Joseph S. Nye Jr, Is the American Century Over?, Polity Press, Cambridge, 2015; Fareed Zakaria, The Post-American World, Norton, Nueva York, 2009; Amitav Acharya, The End of American World Order (segunda edición), Polity Press, 2018, Edición Kindle; Edward Luce, The Retreat of Western Liberalism, Little Brown, Londres, 2017; Immanuel Wallerstein, The Decline of American Power, The New Press, Nueva York, 2003; Mariano Aguirre, Salto al vacío. Crisis y declive de Estados Unidos, Icaria, Barcelona, 2017.

[2] “U.S. Defense Spending Compared to Other Countries”, Peter G. Peterson Foundation, New York, 11 de mayo, 2022. https://www.pgpf.org/chart-archive/0053_defense-comparison

[3] Hate and Extremism, Southern Poverty and Law Center, 2022. https://www.splcenter.org/issues/hate-and-extremism

[4] Citado en Kara Wolf et al. “How US Gun Culture Stacks Up with the World”, CNN, 26 de mayo, 2022. https://edition.cnn.com/2021/11/26/world/us-gun-culture-world-comparison-intl-cmd/index.html

[5] Barbara F. Walters, How Civil Wars Start, Viking, Londres, 2022; Mariano Aguirre, “El debate sobre la violencia política en EE. UU.”, Política Exterior, 7 de octubre, 2022. https://www.politicaexterior.com/articulo/el-debate-sobre-la-violencia-politica-en-estados-unidos/

[6] Katherine Stewart, The Power Worshippers. Inside the Dangerous Rise of Religious Nationalism, Bloomsbury Publishing, Londres, 2020; Elizabeth Dias y Ruth Graham, “The Growing Religious Fervour in the American Right: “This is a Jesus Moment””, The New York Times, 6 de abril, 2022. https://www.nytimes.com/2022/04/06/us/christian-right-wing-politics.html

[7] Steven Simon y Jonathan Stevenson, “These Disunited states”, The New York Review of Books, 22 de septiembre, 2022. https://www.nybooks.com/articles/2022/09/22/these-disunited-states-steven-simon-jonathan-stevenson/

[8] Kyle T. Mays, An Afro-Indigenous History of the United States, Beacon Press, Boston, 2021.

[9] Howard W. French, Born in Blackness. Africa, Africans and the Making of the Modern World, 1471 to the Second World War, Liveright Publishing Company, Nueva York, 2021.

[10] Cornel West, Race Matters (25th Anniversary), Beacon Press, Boston, 2017, p. XVII.

[11] Victor Bulmer-Thomas, Empire in Retreat. The Past, Present, and Future of the United States, Yale University Press, New Haven, 2018, pp. 275-283.

[12]  Jeff Ferry, “Trillion-dollar Capital Flows into the U.S. are Driven by Tax Avoidance, Trading, and a Tiny Bit of Real Investment”, Coalition for a Prosperous America, Washington D.C., 3 de enero, 2022. https://prosperousamerica.org/trillion-dollar-capital-flows-into-the-u-s-are-driven-by-tax-avoidance-trading-and-a-tiny-bit-of-real-investment/

[13] Amitav Acharya, The End of American World Order, Op. Cit., p. II.

[14] Ibidem, p. XII.

[15] Emma Ashford, “Great-Power Competition Is a Recipe for Disaster”, Foreign Policy, 1 de abril, 2021. https://foreignpolicy.com/2021/04/01/china-usa-great-power-competition-recipe-for-disaster/

[16] Michael T. Klare, “Could the Cold War Return with a Vengeance? The Pentagon Plans for a Perpetual Three-Front “Long War” Against China and Russia”, TomDispatch, 3 de abril, 2018. https://tomdispatch.com/michael-klare-the-new-long-war/

[17] Zack Cooper y Hal Brands, “America Will Only Win When China’s Regime Fails”, Foreign Policy, 11 de marzo, 2021. https://foreignpolicy.com/2021/03/11/america-chinas-regime-fails/

[18] Stephen M. Walt, “The United States Couldn’t Stop Being Stupid if It Wanted To”, Foreign Policy, 13 de diciembre, 2022. https://foreignpolicy.com/2022/12/13/the-united-states-couldnt-stop-being-stupid-if-it-wanted-to/ ; John J. Mearsheimer, “Bound to Fail: The Rise and Fall of the Liberal International Order”, International Security, Vol. 43, issue 4, 1 de abril, 2019. https://doi.org/10.1162/isec_a_00342

[19] Katherine Yon Ebright, Secret Wars. How the U.S. Uses Partnerships and Proxy

Forces to Wage War Under the Radar, Brennan Center for Justice, Washington D.C., 3 de noviembre, 2022. https://www.brennancenter.org/our-work/research-reports/secret-war Sobre la legislación aprobada después del 11 de septiembre de 2002 ver “Overkill: Reforming the Legal Basis for the U.S. War on Terror”, International Crisis Group, 17 de septiembre, 2021.  https://www.crisisgroup.org/united-states/005-overkill-reforming-legal-basis-us-war-terror

[20] William J. Burns, The Back Channel. American Diplomacy in a Disorder World, Hurts & Co., Londres, 2019, p. 7.

[21] Robert Matthews, “Estados Unidos y su guerra contra el terrorismo cuatro años después: un repaso”, Centro de Investigación para la Paz, Madrid, 2005. https://www.almendron.com/tribuna/wp-content/uploads/2014/08/terror_0671.pdf

[22] Jeffrey D. Sachs, A New Foreign Policy. Beyond American Exceptionalism, Columbia University Press, 2018, p. 3.

[23] Citado en Michael Goldhaber, “Agenda for the Next President of the United States”, International Bar Association, 12 agosto, 2020. https://www.ibanet.org/article/4AFA6A68-B953-495C-8D53-35F2C4F5E765

[24] Steven Simon y Jonathan Stevenson, “These Disunited States”, Op. Cit.

[25]Charles Kupchan, “NATO’s Hard Road Ahead”, Foreign Affairs, junio, 2022. https://www.foreignaffairs.com/articles/ukraine/2022-06-29/natos-hard-road-ahead

[26] Remarks by President Biden Before the 77th Session of the United Nations General Assembly, The White House, 21 de septiembre, 2022. https://www.whitehouse.gov/briefing-room/speeches-remarks/2022/09/21/remarks-by-president-biden-before-the-77th-session-of-the-united-nations-general-assembly/

[27] Paul R. Pillar, “US quietly forges a new military alliance with Israel”, Responsible Statecraft, 29 de diciembre, 2022. https://responsiblestatecraft.org/2022/12/29/us-quietly-forges-a-new-military-alliance-with-israel/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=us-quietly-forges-a-new-military-alliance-with-israel&ct=t(RSS_EMAIL_CAMPAIGN)&mc_cid=dfd2e62c96&mc_eid=315c7e4427

[28] Richard Haass, “The Age of America First. Washington’s Flawed New Foreign Policy Consensus”, Foreign Affairs, noviembre-diciembre, 2021. https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2021-09-29/biden-trump-age-america-first

Marx, el socialismo en China y nosotros

¿Por qué es el Partido Comunista de China capaz? ¿Por qué es el socialismo con características chinas tan bueno? La razón última es que el marxismo funciona.

 

Xi Jinping, discurso por el 100 aniversario del PCCh, julio 2021.

En un artículo anterior intenté describir la estructura de clases en China. Hoy intento hacerlo desde la perspectiva de las relaciones del Partido Comunista de China con Marx y el socialismo.

Marx en Pekín

La utilización de Marx por el Partido Comunista de China para justificar y/o legitimar su práctica política puede ser interpretada como un mero ardid ideológico para ocultar unas políticas que en realidad no tendrían nada que ver con el de Tréveris. Esta postura está presente en muchas de las críticas a China desde la “izquierda”. Pero aquí voy a tomar muy en serio la adscripción marxista de la dirigencia china y voy a identificar a China como heredera y deudora del barbudo alemán.

Desde el giro de timón de Deng hace cuarenta años, la dirigencia china ha abrazado una lectura o interpretación del marxismo contraria a la “voluntarista” o “izquierdista”, que habría sido la de Mao (sobre todo en su última etapa, primero con el “gran salto adelante” y luego con “la revolución cultural”). La interpretación o lectura de Marx desde Deng hasta ahora podríamos denominarla “objetivista” o “derechista”, en cuanto abraza las lecturas o interpretaciones de Marx (y tan presentes junto a sus contrarias en la propia obra de Marx) más deterministas, tecno-economicistas-productivistas. O, lo que es lo mismo, la primacía del desarrollo de las fuerzas productivas (medios de producción, incluyendo ciencia, tecnología, fuerza de trabajo y recursos naturales/energéticos) sobre la primacía de la lucha de clases. De los dos marxismos que identificaba Gouldner, el “crítico” y el “científico”, el ala derecha del Partido que se hace con el poder desde Deng hasta ahora se acoge al segundo. Aquí también viene a cuento la dicotomía que hace David Priestland entre “comunismo romántico” y “comunismo tecnocrático”, siendo este último el de la dirigencia china posterior a Mao.

Deng puso encima de la mesa la “fase primaria del socialismo”, en la que la dirigencia china dice que aún se encuentra el país; una especie de transición a la transición (es decir, al socialismo propiamente dicho o transición al comunismo) en la que la prioridad absoluta es el desarrollo de las fuerzas productivas de la nación con todos los instrumentos posibles. De ahí el famoso dicho de Deng: “da igual que el gato sea blanco o negro con tal de que cace al ratón”; es decir, la introducción de la producción de valor y plusvalor, el mercado y dos modos de producción: el capitalista y el mercantil simple. ¿Pero qué es esa “fase primaria del socialismo” y qué tiene que ver con Marx?

Los socialismos según Marx y el socialismo chino

John Ross, un economista marxista inglés, profesor de la Universidad Renmin de China, contextualiza esa “fase primaria del socialismo” dentro de lo que Marx llamó “fase inferior del comunismo” en la Crítica al programa de Gotha. Es decir, una fase de transición entre el capitalismo y el comunismo en la cual ambos modos de producción coexisten con ese comunismo en minúsculas (o en su “fase inferior”), siendo este dominante. Esto es lo que Lenin (no Marx, ni Engels) denomina “socialismo”. Además de las diferencias terminológicas con Marx, hay una cuestión clave: para Marx la superación del comunismo por el capitalismo solo sería posible en las naciones capitalistas más desarrolladas, pero en el siglo XX fueron los “eslabones débiles”, en Rusia o China, entre otros, donde se produjo la revolución. Por lo tanto, la transición entre modos de producción se complicó enormemente. De ahí que esa fase “primaria” en China tenga todo el sentido marxista, al menos desde la perspectiva marxista que da primacía al desarrollo de las fuerzas productivas.

Y, de nuevo con Lenin, el capitalismo de Estado. Siguiendo esa línea, Mcnally caracteriza el “reformado” capitalismo de Estado del siglo XXI tomando en cuenta la variedad de especies que conforman ese género: no es lo mismo el islamo-teocrático de los del Golfo Pérsico, el conservador ruso de Putin, el socialdemócrata noruego, el “liberal” de Singapur, o el “socialista” chino. Pero todos ellos tienen coincidencias en su inserción en el mercado mundial, en el hecho de que aplican la lógica capitalista a sus empresas públicas (fondos soberanos de inversión, fondos de pensiones, holdings de empresas públicas, etc.) y en la importancia de un potente sector privado favorecido por el Estado para competir internacionalmente, como también favorecen a las empresas públicas para lo mismo. El capitalismo de Estado chino sería uno de los más exitosos de todos ellos.

Uniendo todo esto con el marxista estadounidense Erik Olin Wright y su teoría sobre los posibles futuros poscapitalistas y la interpenetración entre modos de producción, podemos tener una mirada de la deuda y la herencia marxista del “socialismo de mercado chino” y su “fase primaria del socialismo” como una especie exitosa del género capitalismo de Estado 2.0, cuya especificidad es su pasado socialista (estatista de partido único) que marca la dominancia de ese modo de producción estatista sobre el capitalista (u otros como el mercantil simple), aunque ese capitalismo también imprima su lógica en el estatista (D-M-D’). Un modo de producción estatista que se dio de forma plena en la URSS y en la China de Mao, cayendo en ambos casos por sus contradicciones sistémicas, con la diferencia clave entre la URSS y China de que estos últimos han conseguido reformarlo y salvarlo a través de esa “fase primaria del socialismo”.

Pero no podemos acabar de caracterizar ese “socialismo de mercado chino” en su fase “primaria” si nos dejamos otro texto de Marx (y Engels), el Manifiesto Comunista. En uno de sus apartados, nos describen y critican una serie de “socialismos” con bases sociales y teóricas determinadas a los que tiran por la borda frente al suyo propio (aclarando que tanto Marx como Engels abjuraban del término socialismo y preferían comunismo, aunque Engels también denominara socialismo al suyo, pero siempre con el apellido “científico”).

Partiendo de esto, podemos definir el “socialismo chino” como uno de esos socialismos que Marx y Engels no hubieran aceptado como suyo por: 1) su base social, ya que no es el proletariado la clase dominante sino la clase profesional y directiva asalariada encuadrada en el Partido Comunista y organizaciones políticas y sociales satélites del mismo; y 2) el hecho de que, en China, se considera el modo de producción socialista como un modo de producción en sí mismo y no un mero medio para la transición a un comunismo –para Marx, en la Crítica al programa de Gotha, esa transición era una coexistencia jerárquica entre el modo de producción capitalista y el comunista, la cual ni siquiera llama socialismo, sino “fase inferior del comunismo”– que en China ni está ni se le espera. A ese modo de producción socialista a lo chino se espera llegar en 2049, tras la fase “primaria” en la que llevan desde finales de los setenta.

Pero, a la vez, y esa es la paradoja, ese “socialismo chino” es deudor y heredero de Marx, ya que, como hemos visto, la dirigencia post-Mao se basa en la lectura e interpretación más determinista, tecno-economicista-productivista de Marx (o la primacía de las fuerzas productivas) para, con su mezcla de planificación y mercado, estatismo y capitalismo,1 ser uno de los ejemplos más exitosos del capitalismo de Estado 2.0 y gran rival geopolítico de Estados Unidos a un nivel que nunca pudo ser la URSS. Otra paradoja es que este “socialismo chino” estaría llevando a la práctica un modelo económico (aunque obviamente no político) muy cercano al que aspiraba lo que se llamó a finales de los setenta el fracasado “eurocomunismo”, quizás porque comparten ambos esa clase profesional y directiva asalariada como la que se encuentra detrás de ambos llevando el marxismo a su ascua.

El socialismo chino y nosotros

A diferencia de la URSS que tenía un carácter expansivo y consideraba su modelo como algo a extender –y lo hizo manu militari–, China mantiene su trayectoria histórica de Imperio del Centro (significado del nombre del país) y, por ello, su expansión internacional no es centrífuga, como la soviética, sino centrípeta. Hoy, se considera el Sol de un sistema en el que los demás países (o alianza de países) del resto del mundo giran a su alrededor por la fuerza gravitatoria de la “nueva ruta de la seda”. Ni quiere imponer su modelo, ni tiene necesidad de entrometerse en sus asuntos internos, ni política ni militarmente. Eso sí, esos otros Estados-nación (o alianzas supranacionales entre Estados-nación) sí pueden tomar como ejemplo tal o cual política, económica o de cualquier otro tipo, de China con el fin de adaptarla a su entorno, cosa que China tampoco va a tratar de impedir. Además, las diferentes inversiones chinas en el extranjero son más favorables para los países receptores en Asia, África o Hispano/Iberoamérica en comparación con las de Estados Unidos u otras potencias occidentales. Así, en otra diferencia con la URSS y su bloque, China está conectada al mercado mundial (es el principal socio comercial de la gran mayoría de las naciones del mundo, principal receptor de inversión extranjera y uno de los principales inversores en el mundo), pero lo hace desde esa posición señalada y, con ello, plantea una globalización alternativa a la que ha sido la globalización dominante desde el fin de la URSS hasta ahora; la de Estados Unidos y sus aliados.

¿Qué puede significar esto para la posibilidad ardua de un proyecto de izquierdas a la altura de los retos del presente aquí en España? Esto se puede empezar a contestar haciendo frente a un debate mal planteado que se repite cíclicamente en nuestro país.

China ha progresado –y de qué manera–, pero los chinos tienen y cultivan patria, familia, tradición, seguridad, orden. Si allí ha habido, y hay, un progreso objetivo, un desarrollo de las fuerzas productivas, unas nuevas generaciones que, desde luego. viven mejor que las anteriores, si son la única alternativa al bloque anglogermánico… entonces, si, en esos marcos señalados, la solución solo puede ser “reaccionaria” o “roji-parda”, según algunos, ¿Es China reaccionaria? El progreso, entonces, ¿lo conforman la socio-liberal Suecia, la Alemania de una posible coalición “semáforo”, los Estados Unidos de Biden y, claro, el sanchismo/yolandismo/errejonismo aquí en España? La respuesta es un no.

La cuestión no es ser “nostálgicos” u “obreristas”, pero ni mucho menos sumergirse en el clasemedianismo posmoprogre antiobrero que anega a la inmensa mayoría de la “izquierda” realmente existente en el mundo occidental en general y en España en particular.

A mi juicio, la única clase social con potencial para ser la nueva clase dirigente y hegemónica, basada en una formación social en donde el modo de producción dominante es el estatista y donde otros modos de producción que seguirán existiendo (como el capitalismo o el mercantil simple) están subordinados a ese (y esto es el único “socialismo” posible, eso es China). Esta clase es la profesional y directiva asalariada.

Pero para lograr eso, unas fracciones de la misma deben tener más peso que otras y, además, estar unida y encuadrada por un Partido (o varios partidos, además de organizaciones sociales de diverso tipo) con unos fundamentos teóricos, ideológicos y filosóficos que no son la ideología posmoprogre, que viene a ser la ideología espontánea de esta clase en occidente, sobre todo la de ciertas fracciones de la misma. En esto soy muy leninista. Para el líder de la revolución bolchevique, si el proletariado no estaba organizado por el partido (el “Príncipe moderno” de Gramsci) era, como mucho “tradeunionista”; es decir, reformista-socialdemócrata. Lo mismo pasa para esta clase profesional y directiva asalariada. Si no está organizada por el partido (o varios partidos y organizaciones de diverso tipo), la ideología y el proyecto adecuados, no puede cumplir su potencial (por ejemplo, su potencial como “capital humano”), y, como mucho, es “semáforo” (socialdemócrata/verde/liberal).

¿Qué queda para la clase obrera, tanto la “vieja” industrial como la “nueva”, de servicios? No ser una masa de maniobra para tal o cual fracción de la clase profesional y directiva asalariada en sus disputas internas, o de alguna de estas fracciones en sus disputas con la clase capitalista o tal o cual fracción de esta o viceversa. Su lugar tiene que ser el de aliado subalterno, sí, pero aliado en un bloque de poder con la clase profesional y directiva asalariada (con las mejores condiciones laborales y sociales, así como con igualdad de oportunidades real para que haya movilidad social de los hijos e hijas de la clase obrera a la otra clase de asalariados). Aliados, pues, en un proyecto de “socialismo” a lo chino, eso sí, sin copia ni calco, sino amoldado a las características, peculiaridades, trayectoria histórica, etc., de las distintas formaciones sociales o Estados-nación (y las necesarias alianzas entre ellos para articularse en las escalas geográficas y demográficas globales en la actualidad, que es la de una China, una Rusia, unos Estados Unidos, una India, etc.) Es decir, un bloque continental supranacional (que para España ni empieza, ni termina, ni tiene solo que ser el de la UE (o IV Reich) que navegue en un mundo en donde no hay, ni habrá, desglobalización, sino choque entre la globalización con centro en el Imperio del Centro –es decir, China– y la globalización de Estados Unidos y sus aliados. O ese socialismo aquí descrito, con todo lo inmensamente difícil que es, o, el más probable, capitalismo semáforo 2050 al que parece dirigirse el bloque anglo-germánico y, dentro del mismo, España.

  1. También hay que decir que otras escuelas económicas complementan a esa versión del marxismo en China, como la desarrollista, la schumpeteriana o el Keynes de la “socialización de la inversión”.


Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

La China comunista y Branko Milanović

Hoy, sobre el pueblo chino  pesan también dos grandes montañas, una se llama imperialismo y la otra, feudalismo. El Partido Comunista de China hace tiempo que decidió eliminarlas.

Mao Zedong.

Cuando las cañoneras británicas abrieron fuego contra la flota china en 1839, China entró abruptamente en la época Contemporánea. El estallido de las Guerras del Opio y las subsiguientes guerras contra el poderío extranjero -la de los Boxers, las sucesivas guerras civiles y movimientos sociales contrarios al imperio (los Nian o los Taiping), el Break up of China, las injerencias rusas y la guerra contra la modernizada Japón- acabaron por hundir al Imperio y a la dinastía Qing, poniendo fin al poderío manchú en el “Imperio del medio”.

Las injerencias europeas fueron devastadoras para el modelo socio-económico y político chino. Pusieron al Imperio de rodillas frente a Gran Bretaña, Alemania y Francia, a las que se sumaron Japón, Rusia y EEUU. Las potencias extranjeras se aliaron con los señores de la guerra, que desplazaron del poder al Guomindang dos años después de la Revolución de 1911, e introdujeron las relaciones comerciales desiguales entre las naciones, colocando a China en una posición de dependencia y de endeudamiento. Los bancos chinos no sobrevivieron a las crisis ni a la competencia contra los bancos europeos y la burguesía china tardó tiempo en poder construir sus propias fábricas y negocios adecuados al capitalismo moderno por el peso de la competencia. El comercio de opio, en pleano auge, tuvo un gran impacto en las dinámicas socio-económicas, sin olvidar los enormes cambios que sufrió la infraestructura en las regiones marítimas, como consecuencia de la intensificación del comercio con Europa y los EEUU, o la aparición, en ciertas regiones, del ferrocarril que daba entrada por sus vías a las relaciones del capitalismo moderno. Todo este proceso trastocó las relaciones socio-económicas y produjo un descontento que se manifestó en diversas revueltas y revoluciones, como las mencionadas.

Además de las injerencias europea y norteamericana sancionadas legalmente por los Tratados Desiguales, China debía hacer frente a las relaciones cuasi-feudales que dominaban en el campo. Hasta principios del siglo XX, China era un país mayoritariamente rural. Solo algunas zonas se podían asemejar a las ciudades de tipo moderno, como Cantón o las zonas de la costa china, donde surgieron las fábricas, puertos, ferrocarriles, etc., y donde nació el proletariado moderno. Precisamente Mao era consciente de estas particularidades. Tras unos éxitos efímeros del recién creado Partido Comunista Chino, en 1921, este fue duramente reprimido por las autoridades, lo que empujó a Mao a defender la heterodoxa tesis de trasladar la revolución al campo y considerar a la clase campesina como el sujeto revolucionario.

En 1926, tras la muerte de Sun Yat Sen, fundador del Kuomintag, su sucesor, Chiang Kai-shek, lanzó, con apoyo soviético, una ofensiva victoriosa contra los caudillos del norte. En 1927, Chiang Kai-shek rompió sus relaciones con los comunistas, con los que no pretendía compartir el poder, y dio comienzo a la guerra civil china. El Kuomintang presionó a los comunistas, que se desplazaron hacia el interior y acabaron, tras una derrota gravísima, retirándose en la larga marcha hasta las bases montañosas, donde construyeron un Estado que aplicó una reforma agraria radical. Mao percibió que la desigual distribución de la tierra era el principal problema de China, y que parte de los apoyos que se habían pasado al Kuomintang eran, precisamente, los terratenientes agrarios. Por ello, el PCC se marcó como objetivo prioritario arruinar la base social del Kuomintang y repartir tierras entre los campesinos, mientras los reclutaba.

La guerra civil tuvo que paralizarse ante la ofensiva japonesa y se llegó al acuerdo de alianza entre el Partido Comunista y el Kuomintang, siguiendo el modelo de los Frentes Populares contra el fascismo lanzada por la Kormitern. Durante la Segunda Guerra Mundial, se demostró la corrupción y la ineficacia del Kuomintang, que se desprestigió por sus métodos policiales y represivos, por la lluvia de oro a costa del Estado de las cuatro grandes familias y por su ineficacia militar. Hasta el General Stilwell, asesor de los EEUU en China, se dio cuenta de esta situación y llegó a financiar y armar a los comunistas, hasta que Kai-shek logró que lo relevasen en 1944. Mientras el descrédito del Kuomintang crecía por su incompetencia, los comunistas lograban el efecto contrario. La resistencia, la disciplina y su buen hacer no sólo les otorgaron prestigio en su lucha contra los japoneses, sino que lograron equilibrar la situación frente al Kuomintang. Tanto es así que, en los siguientes cuatro años tras la Segunda Guerra Mundial, los comunistas se hicieron con el control del país, salvo con Taiwan, isla a la que huyó Chiang Kai-chek y que se convirtió en un protectorado de los EEUU.

Durante esos años, Mao lanzó el programa “Nueva Democracia” con la finalidad de reducir el apoyo al Kuomintang, con el que consiguió exitosamente atraer a una parte de la burguesía industrial, de los intelectuales, clases medias, proletariado y campesinado de la liga democrática y de los disidentes del Kuomintang, logrando la hegemonía que llevó a los comunistas, con ayuda soviética, al poder.

China siguió siendo un país pobre durante los años subsiguientes, y no sólo por las erráticas políticas de Mao, que llevaron a desastres humanitarios importantes. Sin embargo, en 1976, a partir del ascenso al poder de Deng Xiaoping, que ya había tenido cargos importantes antes, se inició un programa de reformas que han convertido a China en una potencia económica mundial, con tasas de crecimiento, junto con Vietnam, nunca vistas en muchos países desarrollados. ¿Qué ocurrió? ¿Cuál es el análisis de este despegue?

Mientras que Japón deslumbraba a gran parte de los economistas -al ser una economía cuasifeudal en 1867 y, pocas décadas más tarde, transformarse en una potencia industrial e imperialista-, ni Vietnam, ni la China comunista han despertado el mismo interés, ya que, curiosamente, ponen en duda el paradigma liberal de crecimiento o la necesidad de tener que compaginar la democracia liberal con el capitalismo más o menos regulado.

En la búsqueda de las características del modelo chino nos pueden servir las tesis mantenidas por Branko Milanović en su libro “Capitalismo, nada más” (2020). Milanović defiende que existen dos modelos de capitalismo: el capitalismo meritocrático liberal, basado en la democracia, con una clase media importante (aunque está menguando con las consecuencias de la crisis de 2008 y las del COVID19) y un mercado más o menos regulado, frente al capitalismo político, que definiremos más adelante, y que es el modelo chino, vietnamita, y de algunos otros países.

¿Qué papel, argumenta Milanović, que cumplió el comunismo en estos países? Para Milanović el comunismo en las sociedades más atrasadas y/o colonizadas fue el estadio intermedio entre el feudalismo y el capitalismo. Dicho de otra manera, el comunismo es el equivalente funcional al desarrollo de las burguesías europeas. Los Partidos Comunistas de China y Vietnam lograron llevar a cabo las dos revoluciones pendientes en sus países, la revolución social (que partidos nacionalistas como el Congreso Indio, decidieron no llevar muy lejos) y la independencia nacional de las potencias imperialistas.

El Partido Comunista Chino dio un vuelvo a las relaciones sociales, económicas y culturales del país. Rechazó el confucianismo (ideología de la clase dominante precedente), alfabetizó a la población, transformó las relaciones familiares en dinámicas modernas basadas en la familia nuclear y la igualdad de género, abolió las relaciones cuasifeudales, especialmente en el campo, eliminó a la clase terrateniente con una reforma agraria radical, debilitó las relaciones sociales basadas en el clan, favoreció una educación generalizada donde se dio una “acción afirmativa” a favor de la clase obrera y campesina y renovó casi por completo las élites del Estado chino, que fueron sustituidas por los miembros del PCC. En palabras de Wang Ming, dirigente comunista posteriormente purgado por “inclinaciones troskistas”, Mao levantó, con cierto éxito, “una tosca superestructura de estilo extranjero sobre sólidos fundamentos chinos”, mezclando los viejos clásicos del pensamiento chino con los fundamentos del marxismo-leninismo. El PCC combinó el nacionalismo chino, una relación de ambigüedad respecto a Moscú, y el comunismo adaptado a las necesidades de su revolución social y nacional.

Por consiguiente, China -junto a Vietnam y otros países- al llevar a cabo la revolución nacional y social, lograron, pasado bastante tiempo, construir una clase capitalista autóctona que impulsó la economía, tal y como había pasado en Occidente. La diferencia estribaba en que la transformación del feudalismo al capitalismo se realizó mediante la intervención decidida y potente de un Estado poderoso, en un proceso diferente al de Occidente, donde el Estado tuvo un papel menor y estuvo libre de injerencias extranjeras. El rol del Estado y de las intervenciones extranjeras contra las que hubo que combatir, marca, según Milanović, la diferencia fundamental con Occidente y es lo que ha llevado a los Estados de estos países a tener una faceta autoritaria.

Siguiendo a Milanović, y atendiendo a las tasas de crecimiento brutas, el comunismo tuvo éxito en aquellos países que estaban atrasados y eran rurales, frente a aquellos países que estaban industrializados previamente y avanzados, como la Alemania Oriental o Checoeslovaquia. Los problemas a los que se enfrentaron las economías socialistas europeas fueron la incapacidad de crear y administrar los cambios tecnológicos y la falta de sustituibilidad del capital y del trabajo. En esta línea de pensamiento, los países más ricos socialistas nunca alcanzaron a los países más ricos capitalistas, lo que refuerza la provocadora teoría de Milanović, que refuta la teoría clásica marxista, defendiendo que si se hubiese expandido por los países occidentales habría tenido un éxito menor que en Europa del Este.

Para muestra, esta tabla aportada en el mismo libro sobre el crecimiento de Vietnam y China respecto a los EEUU.

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Tasas de crecimiento del PIB per cápita en China, Vietnam y Estados Unidos, 1990-2016. Los datos están en términos reales, basados en dólares PPA (paridad de poder adquisitivo) de 2011. Fuente de los datos: Indicadores de Desarrollo Mundial del Banco Mundial, versión 2017.

Milanović defiende que China se convirtió en un país capitalista a partir de 1978, con Deng Xiaoping en el poder, siguiendo las definiciones de Weber y Marx sobre el capitalismo. Por ejemplo, en 1977, el 100% de las empresas del sector industrial eran públicas, mientras que, en 2020, el Estado chino sólo controlaba el 20%. De hecho, el número de empleados contratados por el Estado en 2017 está en torno al 9%, incluyendo mano de obra rural y urbana (números similares a los de Francia en los años 80). Desde 1978 se introdujo en el campo el “sistema responsable”, por el que se permitía la propiedad privada en el campo, lo que provocó que el sistema comunal de gestión haya sido sustituido por uno prácticamente 100% privado, de hecho, los trabajadores del campo no son asalariados sino trabajadores autónomos. Además, con el éxodo del campo a la ciudad se espera una intensificación de las relaciones capitalistas en el campo. Las empresas municipales y locales (de propiedad colectiva), que crecieron en el pasado para dar servicios y fabricar diversos productos utilizando el excedente agrario, han ido perdiendo importancia y tienen diferentes tipos de propiedad: estatal, cooperativa y puramente privada.

En China existen grandes compañías privadas y una enorme miríada de empresas medianas y pequeñas, que constituyen las empresas más ricas y que más valor económico generan. Aunque hay más pruebas que demuestran el carácter capitalista de China, haremos un alto en el camino, sin olvidar que, aunque el Estado haya perdido una parte sustancial de las empresas que eran antiguamente públicas, sigue teniendo un papel fundamental en la economía, como en la orientación de las inversiones estratégicas y las empresas que operan en el país.

Como conclusión: ¿qué es el capitalismo político que opera en China y qué características tiene?

La primera característica es la existencia de una burocracia, muy eficiente y tecnocráticamente experta, que vela por que continúe el crecimiento económico y que pone en práctica las políticas para lograr dicho fin. En términos gramscianos, el crecimiento es fundamental para mantener su hegemonía. Dentro del sistema chino existe meritocracia en el interior de la burocracia, necesario para mantener su éxito como clase dominante, especialmente porque no existe el imperio de la ley típico del capitalismo meritocrático liberal.

Deng lanzó las reformas en 1978 con la idea de que la economía debía de transformarse, pero sin aplicar reformas de tipo occidental en el sistema político ni dar manga ancha a las empresas privadas, evitando así que éstas llegasen a acumular tanto poder como para doblarle la mano al Estado y al PCC y dictar sus condiciones, tal y como ocurre en ocasiones en Occidente.

La segunda característica es la utilización selectiva del imperio de la ley, que se aplica contra las empresas competidoras, contra enemigos políticos o miembros indeseables del partido, y que se ignoran cuando es necesario para mantener el poder de la clase dominante (en este caso el PCC). El PCC gobierna desde la arbitrariedad de la aplicación de la ley, o la falta de ella, y es una de las partes consustanciales del sistema.

Este mecanismo genera algunas contradicciones, como el choque entre la formación y existencia de una élite tecnocrática muy cualificada y una aplicación selectiva de las leyes, lo que socava al sistema en sí mismo, ya que dicha élite ha sido educada en la aplicación de la legislación y la acción de acuerdo a las normas. Una segunda contradicción es la corrupción que incrementa la desigualdad y la necesidad de mantener la desigualdad bajo control, por necesidades de legitimación del sistema. Según Milanović, la corrupción es endémica por el poder discrecional de la burocracia. Algunos miembros utilizan su posición para enriquecerse y el abuso de poder es mayor cuanto más alta es la posición. La corrupción es inherente al sistema del capitalismo político, pero si no se le pone freno o va muy lejos, puede minar la legitimidad de la burocracia como clase dominante (y del Partido), a la par que socavaría el crecimiento económico. Es por lo que el PCC, de vez en cuando, realiza campañas contra la corrupción, donde ejecuta unas cuantas cabezas de turco mandando un doble mensaje, contra los que se excedan en su avaricia y para demostrar a la población que existe un compromiso para reducir estas prácticas.

Como conclusión, si el gobierno chino no logra mantener a raya la corrupción endémica y se produce una combinación de crisis económica, aumento de las desigualdades y bajada del nivel de vida, pueden provocarse turbulencias en el gigante asiático, pero si logran poner límites y el crecimiento continúa, el dominio del PCC y de la burocracia estará (por el momento) garantizado.


Pedro González de Molina Soler es pofesor de Geografía e Historia y máster en Relaciones Internacionales.

Editorial: ¿Un emergente imperio chino?

“China es un gigante dormido. Déjenla dormir, porque cuando despierte, sacudirá el mundo”.

Napoleón Bonaparte.

 

“La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China”.

Marx y Engels, Manifiesto Comunista.

Continuamos la aventura de La Casamata con este número dos, dedicado a China. Y empezamos en esta ocasión con dos citas muy interesantes. En la de Napoleón, el corso no llegó a ver lo que sí llegó a ver Marx: que la entrada de la burguesía extranjera –empezando por la británica, a través, por ejemplo, de las Guerras del Opio– en ese milenario “gigante dormido” era posible. La paradoja es que sean unos herederos de Marx, el Partido Comunista de China (PCCh), los grandes promotores del despertar de ese gigante y los protagonistas de su contraataque, dando la vuelta a eso que decían Marx y Engels sobre “el bajo precio de las mercancías” que “derrumba todas las murallas chinas”. El PCCh es el que ahora derrumba otras murallas, esta vez las de aquellos que les sumieron en el “siglo de las humillaciones”. Lo hace, además, no sólo con mercancías baratas, sino con mercancías con tecnología de punta.

Ese despertar y contraataque de China implica un montón de preguntas. En el terreno de la economía política: ¿es China un capitalismo salvaje gestionado por una burocracia estalinista?, ¿es un socialismo sui géneris comparable a la NEP de los primeros años 20 en la URSS?, ¿es una estructura económica compleja e híbrida, donde el capitalismo se encuentra subordinado a un modo de producción estatista que podría describirse como un modo de producción poscapitalista aunque no socialista?, ¿o simplemente es una variedad de capitalismo, como puede ser el socialdemócrata nórdico, el liberal anglosajón o el conservador germano, siendo en este caso un capitalismo de Estado asiático confuciano?

En el terreno de la política: ¿se rompe con China el mantra de la inevitabilidad de la democracia liberal una vez que se llega a un cierto nivel de desarrollo?, ¿se pone de manifiesto que un dictadura es más eficiente que las democracias?, ¿es China la venganza de Platón, Hegel y Marx contra Popper, en el sentido de que una “sociedad cerrada” (autocrática) se muestra como una alternativa y dura competidora a lo que este último denominaba “sociedades abiertas” (las democracias capitalistas)? ¿y si China nos hace revisar las clasificaciones de los regímenes políticos que hicieron los clásicos griegos como Platón y Aristóteles, y resulta que China pudiera ser una aristocracia o gobierno de los mejores frente a la plutocracia/oligarquía o gobierno de los ricos en occidente?

En el terreno de la sociología: ¿es China una dictadura? Siguiendo a Marx, sí, igual que ocurre en toda sociedad de clases y todo Estado, por lo que, independientemente de la forma o régimen político (más democrático o más autocrático o mezclas de ambos), la pregunta es cuál es la clase dominante de turno: ¿es la clase capitalista dominante en China o lo es una nueva clase profesional y directiva asalariada?, ¿cuál es la posición del proletariado y los campesinos?

En el terreno de la (filosofía de la) historia, una vez que el “fin de la historia” de Fukuyama se ha ido por el desagüe, y aunque por supuesto no tenemos la ciencia media como no la tiene nadie, y, por lo tanto, no se puede saber lo que el indeterminado futuro nos depara, a su vez sí que hay tendencias muy fuertes y, por supuesto, sus contratendencias y contingencias posibles de todo tipo. Frente a la filosofía de la historia de Hegel, que veía la modernidad burguesa como la racionalizadora de la historia con el despliegue del “espíritu absoluto” a través de ese “espíritu objetivo” burgués y el “amanecer del espíritu” como preámbulo de la historia, en oriente, concretamente China… frente a Marx, que consideraba el comunismo, traído a través de las revoluciones y las dictaduras del proletariado, como el comienzo de la historia frente a la prehistoria que serían todas las sociedades estatales y de clases tras el “comunismo primitivo”, siendo el “modo de producción asiático” (de nuevo el oriente y por supuesto también China) esa primera sociedad estatal y de clases… ¿puede devenir la China actual en el triunfo de una sociedad que implique una vuelta a ese “amanecer del espíritu” oriental de Hegel o ese “modo de producción asiático” de Marx, pero con las nuevas fuerzas productivas y la nueva clase como protagonistas?

Parafraseando a Weber sobre “el espíritu protestante del capitalismo”, ¿podríamos decir que “el espíritu confuciano del modo de producción neoasiatico” se perfila como el “movimiento real que anula y supera el estado cosas partiendo de las premisas existente”, que decían Marx y Engels sobre el comunismo?, ¿y eso no sería, al fin y al cabo, el culmen de la “racionalidad burocrática” de Weber como la característica esencial de la modernidad llevada a su máximo?

Y si seguimos al filósofo español Gustavo Bueno, concretamente su filosofía de la historia como “vuelta del reves de Marx”; es decir, la dialéctica conjugada de clases y Estados e imperios como “motor” de la historia, y, en su máximo, de imperios que, cuando vencen a otros, son los que hacen historia, ¿qué tipo de imperio es el chino? Dado que no se propone exportar su modelo económico-social-político-ideológico, su imperialismo no sería, siguiendo a Bueno, “generador” (como el macedónico de Alejandro, el romano, el califato omeya, el español, el francés napoleónico o el soviético) ni centrifugo; es decir, teniendo como límite todo el planeta y, por lo tanto, no busca reproducir sus estructuras e instituciones de todo tipo más allá de la gran muralla; en todo caso, busca que las demás sociedades giren a su alrededor y a su conveniencia. Se trataría, por lo tanto, de un imperio centrípeto: el “imperio del centro”. Pero, a la vez, tampoco parece ser un imperialismo “depredador” (el contrario del “generador”) como el persa, ateniense, mogol, otomano, británico, holandés, la Alemania nazi, la UE alemana como Cuarto Reich o el norteamericano, ya que con América Latina, África o Asia, a través de su presencia comercial, es mucho menos “depredador” que otras potencias, como las occidentales, ya que eleva el nivel de estos aunque no les hace ni busca hacerlos chinos o “nuevas chinas”. ¿Y si nos encontramos, de ahora en adelante, ante la decadencia del imperialismo liberal anglosajón, protestante, capitalista y depredador (antes, el Imperio inglés que venció al español y, después, el norteamericano que venció al soviético), que han dominado la modernidad capitalista, ante el emergente imperio estatista, socialista, capitalista de Estado y confuciano chino?