El éxito, la guerra híbrida y las incertidumbres de China

Hace unos meses, el Presidente Xi Jinping, al conmemorar el 80 aniversario de la Larga Marcha, seguramente la principal gesta fundacional del Partido Comunista y la RP China, dijo: “Estamos en el punto de partida de una nueva Larga Marcha”.

La Larga Marcha fue la épica retirada, a lo largo de 12.000 kilómetros y más de un año de duración, del Ejército Popular para eludir ser rodeados por las tropas nacionalistas de Chang KaiShek durante la guerra civil. Solo uno de cada diez de los que participaron en ella llegaron vivos al final. ¿A qué se debe una analogía tan dramática y contundente? ¿Hay que tomársela en serio?

Para responder a la cuestión, repasemos cómo hemos llegado a la actual situación y retrocedamos algunas décadas en el tiempo.

El éxito

La integración de China en la globalización, entendida como el seudónimo del dominio mundial de Estados Unidos, contenía implícitamente como consecuencia el escenario de convertirla en vasallo de Occidente. El propósito era presionar a China para que aplicara las reformas estructurales definidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, abriera totalmente sus mercados a las empresas occidentales y que la integración de las élites chinas en su globalización acabara dando lugar a una forma de gobierno subalterno más aceptable para Occidente que la del Partido Comunista Chino.

Para comprar un solo avión Boeing a Estados Unidos, China debía producir cien millones de pares de pantalones. No estaba previsto que, jugando en el terreno diseñado por otros, China torciera aquel propósito.

El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento para fortalecerse de forma autónoma e independiente. Lo hizo poniendo condiciones y restricciones a la entrada del capital extranjero en China y sobre todo manteniendo un control bien firme de las riendas del proceso. Lo consiguió porque, gracias al bajo precio y alta eficacia de la mano de obra en China, los extranjeros hicieron enormes beneficios en la “fábrica del mundo” y eso apaciguó a sus gobiernos. China aprovechó esa integración en la globalización para desarrollarse, aprender y adquirir tecnología. Los resultados están a la vista:

Esperanza de vida: 43,7 años en 1960 / 76,7 en 2018.

Pobreza extrema: prácticamente eliminada.

Alfabetización: 65% en 1982 / 96% en 2018.

Salarios medios: multiplicados por 10 en empresas estatales en 25 años. Doblado en empleos privados entre 2009 y 2017. En general se gana más en el sector estatal que en el privado.

Peso de China en el PIB global: 2,3% en 1980 / 17,8% hoy.

Contaminación: hace quince años, 16 de las 20 ciudades más contaminadas del mundo eran chinas. Hoy la situación sigue siendo grave, pero China ya es líder mundial en energías renovables.

Ciencia y tecnología: Sigue por detrás de Occidente y todavía es muy dependiente en Alta Tecnología, pero sus avances e inversiones en STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y matemáticas) son muy considerables.

Militar: Los avances en misiles y recursos antisatélites y de interferencia de comunicaciones (ASAT) podrían limitar ya seriamente los escenarios aeronavales de Estados Unidos en territorio chino. (Subrayo esto porque contra lo que se dice, China no busca un desafío militar global a Estados Unidos, sino equilibrar estratégicamente la correlación de fuerzas regional en Asia sur oriental para disuadir cualquier tentación de enfrentamiento allá).

Empresas estatales: muchas figuran entre las mayores del mundo en ámbitos como telecomunicaciones, energía, infraestructuras, ferrocarril, metalurgia, navieras, telefonía móvil y automóviles.

Un conocido comentarista americano (Fareed Zakaria, de la CNN) expresaba así su desconcierto:

La estrategia  produjo complicaciones y  complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales.

La conclusión se ha hecho obvia: La integración en la globalización no debilitó, sino que fortaleció al sistema chino.

Y la crónica de los últimos años añade ansiedad a la situación:

1-La crisis financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro en Estados Unidos, ofreció la primera evidencia de debilidad occidental y de los peligros que contiene la no regularización del sector financiero, así como el hecho general de que el capital mande sobre los gobiernos y no al revés. China gobernó la crisis mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el estallido de la burbuja dot-com.

2-Las desastrosas consecuencias de las guerras que siguieron al 11-S neoyorkino hicieron patente una gigantesca irresponsabilidad por parte de la primera potencia mundial.

3-La retirada de Estados Unidos del acuerdo sobre cambio climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en comparación no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental) incrementaron esa evidencia de desbarajuste.

Todo esto no ha hecho más que aumentar la ansiedad en Occidente, lo que desemboca en un claro incremento de las tensiones (militares, comerciales, políticas) con China.

Así, el documento sobre estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos del año 2017, decía lo siguiente:

Asumimos que nuestra superioridad militar estaba garantizada y que una paz democrática era inevitable. Creíamos que la ampliación e inclusión liberal-democrática alterarían fundamentalmente la naturaleza de las relaciones internacionales y que la competencia daría paso a una cooperación pacífica. En cambio, ha comenzado una nueva era de competencia entre las grandes potencias que implica un choque sistémico entre las visiones libre y represiva del orden mundial.

El cerco y la respuesta

Hay que decir que el cerco comercial y militar alrededor de China siempre existió. En 1971, Nixon levantó el embargo comercial de 21 años iniciado con la guerra de Corea para incrementar la presión contra la URSS, que entonces era el enemigo principal, pero el cerco de bases militares se mantuvo: desde Corea hasta Afganistán, pasando por Japón, Australia y el Índico. En los últimos años se dan pasos para reactivar ese cerco y tras algunos contratiempos (el 11-S neoyorkino colocó al terrorismo yihadista en primer plano) se identifica definitivamente a China como el adversario principal.

La situación recuerda a la de un tahúr, que, jugando una partida de póker contra un adversario que creía insignificante, constata que pierde la partida pese a jugar con cartas marcadas. La reacción del tahúr en tal situación es volcar la mesa y desenfundar la pistola. Estamos asistiendo a algo muy parecido a eso.

Paralelamente, se produce un crecimiento de la política exterior china, que va parejo al incremento de su potencia. Conforme avanzaba el nuevo siglo, se hizo patente para los dirigentes chinos el desfase de la célebre recomendación de prudencia de Deng Xiaoping de finales de los años ochenta en materia de política exterior:

Observar la situación con calma, mantenernos firmes en nuestras posiciones. Responder con cautela. Solapar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno. Nunca reclamar el liderazgo.

En 2012 Obama anunció el “Pivot to Asia”, trasladar al Pacífico el grueso de la fuerza militar aeronaval de Estados Unidos. Ante la evidencia de las turbulencias que se anunciaban, la nueva dirección china con Xi Jinping al frente (quinta generación de dirigentes desde el nacimiento de la RPCh) se ha puesto el cinturón de seguridad: ha fortalecido la autoridad del PC en todos los órdenes, y en liderazgo personal en su dirección colectiva.

Pero sobre todo, en 2013 China anuncia una ambiciosa estrategia global para salir del cerco, la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative – B&RI): un esfuerzo de varias décadas de duración con una financiación astronómica (de 4 a 8 billones de dólares), encaminado a establecer una red geoeconómica internacional de apoyo que integre económica y comercialmente al 70% de la humanidad a través de Eurasia, lo que necesariamente erosiona el poder de Estados Unidos en el hemisferio y complica sobremanera cualquier propósito de cerco a una potencia que sin ser “amiga”, ni “aliada”, ni “líder de bloque”, es socia positiva de casi todas las naciones. El objetivo implícito, en palabras de Henry Kissinger, es, nada menos, que “trasladar el centro de gravedad del mundo desde el Atlántico al Pacífico”. A su lado el histórico Plan Marshall queda como algo pequeño…

Contra eso, Estados Unidos propone el viejo modus operandi de la guerra fría contra la URSS de sanciones, embargos y presión militar (sin comprender que China no es la URSS). Además, comete la inmensa torpeza de fomentar la alianza de Rusia con China, algo que ni Moscú ni Pekín deseaban.

Guerra híbrida

El recetario de esa presión contra China se traduce en una guerra híbrida que hoy tiene 9 frentes abiertos:

1. Una fuerte campaña de propaganda mediática para denigrar al gobierno chino.

2. Una alianza militar enfocada contra China en el ámbito de los océanos Índico y Pacífico: Quad; Australia, India, Estados Unidos y Japón (Se creó en 2007, pero se ha reactivado significativamente desde 2017).

3. Una cruda actividad de la CIA en China. (El NYT informó que entre 2010 y 2012, China desmanteló toda una red operativa eliminando o encarcelado a una docena de agentes).

4. Una intensa actividad de hackeo de las agencias de seguridad de Estados Unidos contra empresas, centros de investigación y ministerios chinos. (En Occidente solo se habla de hackeo referido a actividades de Rusia y China)

5. Fomento de las protestas separatistas en Hong Kong desde 2014 e incremento del apoyo militar a Taiwán.

6. Apoyo al separatismo en Xinjiang e intensa campaña de “derechos humanos” y denuncia de “campos de concentración” y “genocidio” contra los musulmanes uigures de esa región clave para la B&RI.

7. Incursiones aeronavales periódicas en el Mar de China Meridional.

8. Guerra tecnológica contra grandes empresas como el gigante de telecomunicaciones ZTE -designada como “amenaza a la seguridad nacional”- o Huawei, cuya directora financiera fue detenida en Canadá, con el objetivo de cortar su exitosa expansión en el mundo.

9. Guerra comercial, iniciada por Trump en 2018.

La situación es sumamente peligrosa porque Estados Unidos parece reaccionar a su relativo declive abandonando la diplomacia y recurriendo cada vez más a las sanciones, la presión y la acción militar. Recordemos que vivimos en un mundo hipertrofiado de recursos de destrucción masiva (que ya son de amplio consumo). Es verdad que eso ya era así en la anterior etapa de la dialéctica bipolar Estados Unidos/ Unión Soviética, pero es que ahora, además, se abandonan los acuerdos de control de armamentos entre superpotencias. Eso es gravísimo.

Ahí es donde hay que situar las declaraciones de Xi Jinping sobre la Larga Marcha y su mensaje de “prepararse para algo muy duro”. Es la creciente virulencia de la guerra comercial y tecnológica, de las provocaciones militares y de las campañas de denigración de los últimos meses, lo que determinan esos tonos dramáticos y movilizadores.

Aisladas de su contexto, este tipo de declaraciones se utilizan en Occidente para confirmar los peligros de una China crecida. Sin embargo la simple realidad es que en más de cuarenta años (mientras occidente se implicaba en guerras en: Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria, entre otras), China no ha participado en ningún conflicto bélico.  Y, sobre todo, si hay que hablar de gobernanza mundial hay que poner por delante una carencia de China que contrasta fuertemente con Estados Unidos y sus aliados occidentales: China carece de ideología mesiánica y de cualquier propósito de convertir en chinos a los demás países del mundo. La promoción de un chinese way of life no figura en los catálogos de exportación chinos (de puertas adentro, es otra cuestión como se ve en Tibet y Xinjiang), lo que supone una mayor garantía para la diversidad mundial.

Extractivismo y comercio ecológicamente desigual

De cara a su futuro comportamiento en el mundo, China presenta algunas ventajas y virtudes. Una clara ventaja para el mundo de hoy es su menor predisposición a la violencia y el conflicto, su desinterés en la carrera armamentística, la ausencia de un “complejo militar-industrial” capaz de influir e incluso determinar la política exterior, como ocurre en Estados Unidos, y su doctrina nuclear, que es la menos demencial entre las de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, por si solas, esas ventajas y virtudes no son una garantía de que un eventual dominio chino no degenere en otra modalidad de imperialismo.

La B&RI es conocida como la “nueva ruta de la seda”, que designa el flujo histórico de mercancías preciosas (y con ellas de algunos conocimientos) que unió el Asia Oriental sinocéntrica con el Occidente de manera intermitente e irregular durante siglos desde antes del nacimiento de Cristo. El nombre y la analogía que sugiere son bonitos, pero lo que hoy se mueve, y se moverá aún más en el futuro, no es seda, piedras preciosas, marfil y ámbar, sino carbón y recursos fósiles no renovables (utilizados para producir de todo en la fábrica del mundo), así como obras públicas desarrollistas para colocar los excedentes monetarios de la balanza comercial china. La pregunta sobre la proyección mundial de la potencia china es qué tipo de relaciones entre países creará esa estrategia.

En materia de dominio colonial-imperialista ha habido dos secuencias a lo largo de la historia. Una es la conquista militar, seguida del dominio económico (trade follows flag). Otra es el poder político como consecuencia del comercio y la inversión (flag follows trade). El occidente colonial e imperialista, que no imagina otro mundo que no sea jerárquico y desigual (“piensa el ladrón que todos son de su misma condición”, dice el refrán), afirma que China sigue el segundo modelo: a su expansión comercial e inversora, seguirá un dominio político.

En mi opinión este es un escenario que en absoluto se puede desdeñar.

Que China afirme que no quiere ser hegemón, conductor, guía, dominador, es algo que no pasará de ser una declaración de buenas intenciones, si su proyección mundial se basa en un comercio económica y ecológicamente desigual como el que tenemos en el mundo de hoy entre los países ricos y dominantes y los pobres y dependientes. Esa declaración puede ser tan irrelevante como la de los europeos llevando “la civilización” a los “salvajes” en el siglo XIX, o los estadounidenses promoviendo la “democracia y los derechos humanos” a punta de guerras y masacres en el siglo XX hasta el día de hoy.

En África y América Latina las actuales relaciones comerciales consagran por doquier la “economía extractivista”. Como ha explicado Joan Martínez Alier, se dice que una economía es extractivista cuando está dominada por la extracción, con poca elaboración, de materias primas concentradas en pocos sectores dependientes de la demanda exterior. En ese intercambio ecológicamente desigual, los costes ambientales (la extracción de materias primas tiene muchos) se transfieren a otros continentes y no se incluyen en la contabilidad económica, pese a que causan gravísimos perjuicios a la naturaleza, a las poblaciones inmersas en ella y a sus derechos. A eso responde el concepto de “deuda ecológica”.

Centenares de activistas han muerto en América Latina en los últimos veinte años enfrentándose al extractivismo y el atlas de los conflictos ambientales (que un equipo del Instituto de Ciencia y Tecnología ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona ha confeccionado) presenta un cuadro inequívoco al respecto.

Con la explotación de materias primas en las últimas vetas mundiales, China está adquiriendo un gran protagonismo en este tipo de intercambio que la puede instalar en una nueva fase de dominio imperialista, bien a pesar de las declaraciones e intenciones de sus líderes. Su demanda y su comercio están deforestando Gabón y Mozambique, creando una devastadora agricultura de monocultivo de soja en Brasil, Argentina y Paraguay. Seguramente China no hace nada que no hagan otros, o que otros han hecho antes en esos u otros países, pero eso cambia poco la cuestión…

Como consecuencia, e independientemente de la intensa campaña mediático-propagandística occidental contra China, la imagen del país ha empeorado en prácticamente todos los continentes, incluidos aquellos como África y América Latina, bien predispuestos hacia ella por razones de la empatía que una antigua y lejana nación históricamente sometida y colonizada genera en otras en situación similar. Por todo ello, será imperativo examinar fríamente el comportamiento exterior de China desde el punto de vista de lo que tenemos planteado como especie.


Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956) ha sido veinte años corresponsal de La Vanguardia en Moscú (1988-2002) y Pekín (2002-2008). Luego fue corresponsal en Berlín, de 2008 a 2014. Antes, en los años setenta y ochenta, estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste, fue corresponsal en España de Die Tageszeitung, redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 a 1987). Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS (traducido al ruso, chino y portugués), sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un pequeño ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis (traducido al italiano). En enero de 2018 fue despedido como corresponsal de La Vanguardia en París.