Algunas consideraciones sobre Estados Unidos y la reconfiguración del sistema mundial

Un cambio de época

En su contribución al estudio Panorama Estratégico 2023, que publica el Instituto Español de Estudios Estratégicos, Emilio Lamo de Espinosa subraya que estamos asistiendo a una transformación que no tiene parangón desde la Revolución Industrial y que, comparada con ésta, presenta mayor extensión, más profundidad y ritmo más veloz. Según Lamo de Espinosa, la Revolución Industrial se habría focalizado principalmente en el área noratlántica, en lo que respecta a las transformaciones antropológicas más sustanciales, la creación de centros de producción tecno-industrial. Aunque hay que puntualizar que el capitalismo habría creado un sistema mundial interconectado por mediación de los circuitos mercantiles y de la conquista y dominación colonial, cuyas estructuras dependían de la primacía occidental.

Ahora, estaríamos asistiendo a un proceso de alcance verdaderamente mundial, por el crecimiento sin parangón de China e India, pero también de algunos países africanos. Estaría afectando a las instituciones sociales y a las formas de vida, con un crecimiento sostenido de mega urbes que ha hecho que, en 2007, por primera vez en la historia, la población urbana superase a la población rural, previéndose por parte de Naciones Unidas que, hacia 2050, el 70% de la población mundial vivirá en grandes urbes. Ello arrastrará, presumiblemente, una convergencia de hábitos y estructuras sociales.

Si la propia Revolución Industrial y la producción capitalista ya crearon un mundo dominado por una pulsión constante de cambio y dinamismo, la velocidad de las transformaciones se vuelve cada vez mayor. Para Lamo de Espinosa, entre toda la panoplia de factores a considerar, habría dos fundamentales: la divergencia demográfica del Este con el Oeste, y la convergencia tecnológica. Se estima que la población mundial superará los 9.000 millones en 2050 y la gran mayoría de esa población no es occidental. Pero, además, los países occidentales han perdido el monopolio tecnocientífico e incluso se han desprendido de buena parte de su tejido productivo e industrial, convirtiéndose en sociedades dependientes, como quedó patente durante la pandemia del coronavirus, cuando los países europeos tuvieron que importar de Asia productos sanitarios básicos. Se trata de una contradicción paradójica, engendrada por los intereses de los poderes económicos y financieros que auspiciaron la globalización neoliberal, propiciando que los gobiernos de EEUU y los países de la UE se aplicasen en desarrollar políticas que socavaron su primacía geopolítica, económica y tecnológica.

 

Sobre la Trampa de Tucídides

El politólogo estadounidense Graham T. Allison enunció en un artículo para el Financial Times en 2012, que luego desarrollaría en su ensayo de 2017, Destined for War, una tesis histórica que denominó Trampa de Tucídides. El nombre hace alusión al autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso y, en concreto, a una reflexión con la que arranca esa obra, según la cual fue el ascenso de Atenas y el temor que infundió a Esparta lo que habría ocasionado aquella guerra de la Antigüedad.

En virtud de la Trampa de Tucídides, cuando una potencia emergente desafía el estatus, el poder económico y militar, y disputa las áreas de influencia de una potencia ya consolidada, o que da muestras de decadencia, se produce una tendencia hacia la guerra abierta.

La tendencia hacia el conflicto puede articularse a través de paulatinas reorganizaciones de la hegemonía, que van definiéndose en diferentes ámbitos, desde el diplomático al tecnológico, económico y militar. Puede que la potencia en decadencia retenga su hegemonía y sea capaz de anular o contener el ascenso de su rival; puede que la nueva potencia resulte triunfadora, desplazando o acogotando a su antagonista; puede que se logre una nueva distribución de las áreas de influencia, las redes de supremacía y dependencia por una vía más o menos pacífica, o desplazándose los conflictos bélicos a las periferias de las grandes potencias. O puede, también, como ocurrió con Atenas y Esparta, que ambas se enzarcen en una guerra, más o menos prolongada, que precipite el languidecimiento de los contendientes.

Allison estudia diferentes casos históricos, como la pugna entre España y Portugal en el siglo XV, entre Inglaterra y EEUU a finales del siglo XIX y la propia Guerra Fría. Observa que la guerra no siempre es inevitable y que entran en juego parámetros subjetivos e ideológicos, además de los puramente económicos y geoestratégicos.

Ahora estaríamos adentrándonos en la Segunda Guerra Fría, denominación que va cuajando entre los analistas políticos para referirse al choque entre EEUU y China ¿Culminará con un enfrentamiento armado o se canalizará por vías diplomáticas? ¿Cómo se reposicionarán los diferentes actores políticos de segundo nivel? ¿Creará la tensión creciente un nuevo sistema de gobernanza internacional, acaso actualizando el entramado de Naciones Unidas o estimulando nuevos instrumentos multilaterales o bilaterales?

Es habitual que el pretendido Realismo Político se abone a lecturas mecanicistas que atienden a los intereses materiales de los estados, de las élites económicas y políticas, y de los diversos grupos sociales, en conjunción con aspectos geopolíticos, como los factores que actúan por detrás de los procesos históricos y de los conflictos, pero desdeñan el peso de la ideología, las cosmovisiones, el tejido jurídico administrativo de las sociedades, las particularidades culturales y las corrientes de pensamiento en que se inscriban las poblaciones, los grandes decisores políticos o las propias élites.  Ahora bien, si las relaciones sociales y los condicionantes materiales actúan efectivamente como el marco en el que los sujetos y actores políticos desarrollan la Historia, y ciertamente las voluntades humanas no pueden sustraerse a su corsé, los condicionantes materiales de la economía, la producción, y todas las contradicciones que se engendran en la vida material no pueden operar sino es a través de las categorías, conceptos y sistemas de pensamiento que vertebran la comprensión de la realidad. La superestructura, como ya había advertido Marx en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, aporta las instancias políticas, jurídicas, institucionales e ideológicas por mediación de las cuales las contradicciones del “ser social” se les hacen patentes a los sujetos, permitiéndoles cobrar conciencia de las mismas.

La evolución de los acontecimientos, incluyendo la posibilidad misma de la guerra entre China y EEUU, no se rige por un destino inexorable, sino que está sujeta a una pluralidad de factores causales, incluyendo elementos subjetivos, que pueden interaccionar de formas diversas y sólo parcialmente predecibles.

 

Las fases del sistema internacional tras la disolución de la URSS

Esther Barbé, en su manual Relaciones Internacionales (capítulo VI. “La sociedad internacional desde el final de la Guerra Fría: constitución, transición y contestación del orden internacional”), ha dibujado el cuadro de la evolución del Sistema Internacional y del desarrollo de la hegemonía estadounidense en las últimas décadas. Para ello, ha considerado la interacción, entre las redes de poder y dependencia, las instituciones internacionales y transnacionales, y las ideologías de los diferentes actores. El entrelazamiento dialéctico de estos tres factores, muchas veces conflictivo, y sus mutaciones respectivas permitiría diferenciar tres periodos en la evolución del Sistema Internacional tras la Guerra Fría.

Tras el colapso de la URSS, entre 1989 y 2001 se iría configurando un Orden Internacional unipolar, marcado por la hegemonía absoluta de EEUU. Washington pudo hacer valer esta posición hegemonizando el Consejo de Seguridad y otras estructuras de las Naciones Unidas, concitando en torno suyo amplias coaliciones de países para proteger sus intereses geoestratégicos o promover tratados y regulaciones favorables. Ejemplos de esto serían la intervención en la Guerra del Golfo de 1991, bajo mandato de Naciones Unidades, o la intervención en la Guerra de los Balcanes. George Bush senior verbalizaría esta capacidad hegemónica afirmando que EEUU había superado el Síndrome de Vietnam.

En el plano de las instituciones internacionales, iría cuajando un internacionalismo liberal que daría lugar a una efervescencia normativa que habría desbordado ocasionalmente las propias directrices estadounidenses. Las normas que pretendían regular las relaciones entre los estados se volvieron más densas, definiéndose protocolos contra el Cambio Climático (Protocolo de Kioto), justicia internacional a través de la Corte Penal Internacional o convenciones contra la proliferación de armas químicas y minas antipersonas.

La dimensión ideológica instauraría la idea, al menos a nivel retórico, de que los estados deben subordinar su soberanía al cumplimiento de los Derechos Humanos, pero también a directrices económicas. Se iría perfilando el Consenso de Washington, ampliando a escala global la ofensiva ideológica ultraliberal de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Fundaciones, académicos, medios de comunicación y otros agentes ideológicos se afanaron en instalar la idea de que el mercado auto-regulado es el asignador eficiente de recursos y que la privatización de los servicios públicos, la contención de las deudas públicas, la flexibilización de los derechos laborales y el recorte del Estado Social eran la clave para el desarrollo económico y el progreso.
Bajo el impulso estadounidense, la Globalización Neoliberal, la deslocalización de los centros productivos desde los países occidentales hacia áreas con menores costes laborales y menores regulaciones medioambientales, unida a los recortes, privatizaciones y a la financiarización de la economía, se iría implementando.

La segunda fase identificada por Barbé iría de 2001 a 2008. Dos hechos la marcarían. De una parte, los atentados yihadistas del 11s de 2001 darían pie a acciones unilaterales del gobierno de George Bush junior, en contraste con el ropaje multilateralista del periodo Clinton. La intervención militar en Irak, que tanta contestación tuvo en España y donde resultó obvio que la lucha contra el yihadismo o inutilizar las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein eran una pantalla para controlar los recursos petrolíferos de la zona, sería el ejemplo por antonomasia.

Por otro lado, en 2001 tuvo lugar la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio. Se suponía que China, que había pasado a ser la gran fábrica del mundo merced a los procesos de deslocalización, iría mutando, abandonando su carácter socialista y su sistema político dominado por el PCCH, para convertirse un estado más del orden liberal. La convergencia económica en el marco de una economía globalizada iría abatiendo la gran muralla doctrinal y política del sistema chino. La convergencia económica arrastraría a una convergencia en las formas y valores del estado demo-liberal. Eso se creía. Sin embargo, China fue capaz de administrar su inclusión en ese entramado liberal internacional y proseguir con su modelo de economía planificada y subordinada a directrices estatales, combinada con aspectos de libre mercado, al tiempo que se iba convirtiendo en una potencia científica y tecnológica de primer nivel.

Las instituciones de la gobernanza neoliberal seguían siendo promocionadas a diferentes niveles, pero la acción unilateral de la potencia hegemónica y la reticencia creciente de los ideólogos y élites políticas estadounidenses ante el auge de China comenzaban a precipitar al sistema internacional a la siguiente fase.

La última fase definida por Barbé habría empezado en 2008, con la crisis que se desató con la quiebra de Lehman Brothers y el estallido de la burbuja inmobiliaria, y llegaría hasta la actualidad, pasando por las administraciones de Obama, Trump y la actual presidencia de Biden.

El orden internacional se ha tornado una disputa entre China y EEUU por sus espacios de poder e influencia, al tiempo que otras potencias regionales y emergentes tratan de consolidar sus intereses estratégicos. India, Brasil, Turquía o Sudáfrica, por su parte, contienen un gran potencial demográfico y económico. La UE, sin embargo, si bien sigue siendo una gran área económica, pierde peso, carece de cohesión por el conflicto de intereses entre sus miembros; se debate entre la sujeción a EEUU y buscar una autonomía diplomática y estratégica, y tiene a la demografía en contra.

 

Las administraciones estadounidenses ante los desafíos del presente

Se suelen subrayar las diferencias entre las administraciones demócratas y republicanas en EEUU. Mientras que en la época de Obama se buscó recuperar la acción multilateral, concitando apoyos internacionales para hacer valer los proyectos estadounidenses, conduciéndose casi siempre bajo la apariencia de salvaguardar las instituciones de Naciones Unidas y marcando distancias con las actuaciones unilaterales de la era Bush, Trump abogó por confrontar con la ideología globalista, planteando un retraimiento respecto de las instituciones internacionales e incluso declarando la obsolescencia de la OTAN. Ello recordaba a las posiciones aislacionistas que se habían opuesto a la participación de EEUU en la I y en la II Guerra Mundial. Se les reprochaba a los países de la Europa Occidental haberle endosado sus gastos de defensa a EEUU, y se los instaba a corresponsabilizarse e incrementar su inversión militar.

Trump se perfiló como aspirante a la presidencia cargando contra la élite política tradicional, presentándose como un hombre hecho a sí mismo, ajeno a los gerifaltes al uso del partido Republicano. Esa clase política tradicional es la que habría propiciado el auge de China y el eclipse de la supremacía estadounidense y occidental, al impulsar la desindustrialización y las deslocalizaciones, destruyendo el tejido económico, desprotegiendo a los productores americanos y condenando al desempleo y a la precarización a las clases trabajadoras. Pero, aunque este diagnóstico pueda parecer atinado en este punto, se conjuga con una demonización de la inmigración (a la que se acusa de ser el instrumento de una sustitución étnica), un ataque a los derechos civiles, ultraconservadurismo y negacionismo del cambio climático y los problemas medioambientales inherentes a la producción capitalista.

El trumpismo, al igual que la retórica de las nuevas derechas populistas, denuesta los elementos de la democracia representativa y los sistemas constitucionales, al tiempo que denuncia las imposiciones de una pretendida élite globalista. En la conceptuación del globalismo que se hace desde el trumpismo y sus epígonos, las ideas progresistas, las evidencias científicas sobre el cambio climático y los protocolos para paliarlo son identificadas con una agenda oculta de una élite mundial que pretendería derruir el poder occidental, debilitando su estructura productiva y desnaturalizando su cultura y sus tradiciones.

Biden anunció su intención de dar carpetazo a los planteamientos trumpianos proclamando, en su primer discurso como presidente electo, en el Queen Theatre de Wilmington, en Delaware, el 24 de noviembre de 2020, que EEUU estaba de regreso. El nacionalismo unilateralista de su antecesor sería sustituido por el multilateralismo y se regresaría a los acuerdos sobre el cambio climático.

Sin embargo, por debajo de las diferencias apreciables entre las diversas administraciones estadounidenses, hay puntos de continuidad que vienen dados por los condicionantes geopolíticos. Y es que la decadencia del poder de EEUU, el temor al auge chino y el intento de contenerlo se plasmaron, ya en la época de Obama, en el desplazamiento de los recursos militares y la atención hacia el área indo-pacífica.

En esa clave puede leerse el acuerdo AUKUS (Australia, United Kingdom y United States), anunciado en septiembre de 2021. Este tratado le da acceso a Australia a tecnología avanzada de defensa, que le permitirá dotarse de submarinos de propulsión nuclear, en el marco de un acuerdo de cooperación en seguridad y defensa que militariza la relación con China en la región. También tiene una importante dimensión económica, al suponer contratos cuantiosos para la industria armamentística estadounidense.

Este acuerdo supuso un desaire a Francia, dado que Australia canceló un contrato de fabricación de submarinos convencionales con el país galo. Ello revela que la Administración Biden considera a los países europeos socios menos confiables y de segundo nivel respecto al núcleo duro anglosajón; pero, sobre todo, que prioriza la estrategia de contención de China por encima del ascendiente sobre los principales países de la UE. También cabe suponer que los estrategas estadounidenses tienen presente la involucración comercial de los grandes países de la UE con China, de tal manera que su sujeción a las directrices estadounidenses puede verse comprometida por sus propios intereses. Y en esta cuestión, uno de los ejes fundamentales de la política exterior, vemos que la presidencia de Biden sigue un curso de acción similar al de Trump.

Finalmente, hay que referirse a la Guerra de Ucrania, que comenzaría como tal con la invasión rusa del 24 de febrero de 2022, tras años de tensiones que se retrotraen a los disturbios del Euromaidán, suscitados por la suspensión de la firma de los acuerdos de anexión Ucrania a la UE.

La invasión rusa ha supuesto una revitalización de la OTAN, con el ingreso de Finlandia y con EEUU impulsando sanciones económicas. Se organizan envíos de armas, apoyo militar y respaldo diplomático al ejército ucraniano. EEUU ha presionado para que Alemania prescinda del gas y el petróleo rusos. Cabe recordar en este punto el sabotaje del gasoducto Nordstream; según la información publicada por el premio Pulitzer Seymour Hersh, habrían sido buzos de la armada estadounidense, durante unas maniobras de la OTAN, quienes instalaron artefactos explosivos que, posteriormente, el 26 de septiembre de 2022, serían detonados por la marina noruega utilizando una boya hidroacústica.

Con la guerra ahora enquistada, y los países de la Europa del Este pidiendo más implicación y dureza en el conflicto, existe el peligro constante de una escalada e incluso del uso de armamento nuclear.

Rafael Poch, en su opúsculo la Invasión de Ucrania, nos recuerda que tras la disolución del Pacto de Varsovia y la caída del Telón de Acero, EEUU bloqueó la construcción de una seguridad europea integrada y de los planteamientos de distensión. En la Cumbre de la OTAN en Roma, 1991, los documentos manifestaban la voluntad de expandirse hacia el Este y posicionarse en las áreas de influencia de la extinta URSS, incluyendo Ucrania. Sin menoscabo de denunciar la violación de la soberanía ucraniana que ha perpetrado Putin, Poch nos insta a no olvidar que la expansión de la OTAN creó la condiciones para posteriores conflictos, dado que Rusia estaba viendo atacados sus intereses geopolíticos. Henry Kissinger y George Kennan se han manifestado contrarios a esta expansión, precisamente porque suponía ir cebando un posterior conflicto.

Los gobiernos de EEUU acabaron pugnando por la ampliación de la OTAN al Este, ante la perspectiva de que la construcción de una seguridad europea sin el paraguas atlantista, buscando una entente y una distensión con Rusia, les supusiese perder influencia.

En la cumbre de la Alianza Atlántica en Madrid, celebrada en junio de 2022, se definió un nuevo Concepto Estratégico para los próximos diez años, orientado a la contención de Rusia y la disuasión, apelando explícitamente a la posibilidad de una confrontación nuclear, y situando también al Indo-Pacífico como una zona de conflicto estratégico.

 

Conclusión

La pugna entre EEUU y China está ya definiendo nuestro presente. Hemos entrado de lleno en la II Guerra Fría, y la Guerra de Ucrania, si bien tiene que ver la disputa de áreas de influencia en los viejos territorios del Bloque Soviético, ha forzado a los países europeos a reactivar su compromiso atlantista, al menos mientras la guerra continúe.

La fuerza de la demografía, el desarrollo económico y la convergencia tecnológica han creado un sistema multipolar donde las potencias emergentes, en la medida en que sean capaces de contener sus problemáticas sociales y lograr cierta cohesión interna, se prevé que reforzarán su peso e influencia, actuando como actores de segundo nivel tras las dos grandes hiperpotencias.

La pugna con China, a nivel diplomático, económico y tecnológico, la contención de una Rusia que busca recuperar su tradicional área de influencia, y las relaciones con otros actores regionales definen hoy la agenda exterior estadounidense. En el trasfondo, la gran crisis ecológica condiciona todas estas dialécticas geopolíticas, y éstas, a su vez, condicionan y limitan la capacidad de hacer frente a este desafío global.

Referencias

Aguirre, Mariano, Guerra Fría 2.0. Claves para entender la nueva política internacional, Icaria, 2023.

Barbé, Esther, Relaciones Internacionales, Tecnos, 2020.

Poch, Rafael, La invasión de Ucrania, CTXT (colección ¡Movilizaos!), 2022.

OTAN, Concepto Estratégico, NATO Review, 2023. www.nato.int/docu/review/es/articles/2022/06/02/el-concepto-estrategico-de-madrid-y-el-futuro-de-la-otan.

Instituto Español de Estudios Estratégicos, Panorama Estratégico, 2023. www.ieee.es/publicaciones-new/panorama-estrategico.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de Filosofía en el IES Universidad Laboral de Gijón.

Tres tesis sobre la UE

Como objeto político no identificado se ha llegado a definir a la Unión Europea, una agrupación supranacional de estados-nación que ve la luz como una evolución de la Comunidad Económica Europea a la luz de sucesivos tratados con el objetivo de una mayor integración de los mercados, en muy primer lugar, y a nivel social, fiscal, político, jurídico y geopolítico de manera más secundaria.

Parece fuera de toda duda que, de cara a pintar algo, la escala geo-económica-política-demográfica de nuestro presente ha de tener un nivel continental. Fuera de grandes Estados como Estados Unidos, Rusia, India o China, la gran mayoría del resto de Estados deben agruparse para conseguir esa escala. No cabe duda que es la UE el proyecto más avanzado en ese sentido de los que hay en todo el planeta. Sin embargo, esa realización cuenta con una serie de contradicciones estructurales que la hacen un gigante con pies de barro. En las próximas tres tesis intentaré explicarlas.

Tesis 1: La UE no tiene demos (o la UE es una jungla, no un jardín)

El proceso de construcción de Estados nacionales en Europa occidental vino espoleado a través de dos vías paralelas que terminaron convergiendo: la revolución industrial de origen británico y la revolución francesa más las guerras napoleónicas. Todo el siglo XIX es el resultado de las ondas de éstas dos explosiones, las cuales dieron lugar, a través de revoluciones activas, pasivas o mezcla de las dos, a la construcción de estos Estados nacionales. Pero estos no venían de la nada; los demos de ciudadanos eran el resultado de la transformación de Estados anteriores del antiguo régimen, unas naciones históricas construidas, a su vez, en un proceso de siglos bajo las monarquías, primero autoritarias y luego absolutas, en el largo periodo de transición del feudalismo al capitalismo.

La Unión Europea parte, pues, de unos Estados nacionales con trayectorias históricas muy anteriores; y no solo dispares, sino enfrentadas entre sí. Se trata de un proceso en el que las diferentes naciones europeas dibujan una relación histórica entre ellas, similar a la de una biocenosis que, como estas, se mantiene porque unos se comen a otros continuamente. Es decir, que si ha habido históricamente alguna unidad entre los pueblos europeos ha sido la unidad de la guerra de todos contra todos. Ucrania es el último episodio de esta dinámica.

La Unión Europea, supuestamente el culmen de un proceso de aprendizaje que empezó tras la Segunda Guerra Mundial y la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, a través del cual ese pasado de siglos de guerra continua habría sido superado bajo las notas de la Oda a la Alegría, no es más que el triunfo momentáneo de un reunificado Estado-nación alemán tras el resquebrajamiento del imperio soviético. Esa pax alemana intenta, siempre bajo el manto del Tío Sam, volver a levantar un Imperio (o IV Reich), algo que por su propia esencia depredadora, por un lado, y sumisa al Imperio norteamericano, por otro, está destinado al fracaso. Nada más lejos de un jardín.

Un detalle final de la falta de un demos europeo es que la lengua franca en la torre de babel europea ni siquiera es el alemán, sino la del Estado que abandonó la Unión.

Tesis 2: La UE es un cementerio de imperios creado por el Imperio USA (al que estarán siempre subordinados)

La historia de Europa no solo es la historia de continuas guerras, sino también la historia de los imperios europeos que han acabado dando forma al mundo. Precisamente, imperios que han guerreado entre sí y que se vieron ya totalmente desmembrados tras el final de la Segunda Guerra Mundial y décadas posteriores.

Si la guerra de los treinta años significó el principio del fin de la hegemonía de la Monarquía Católica Hispánica de los Austrias y el comienzo del orden westfaliano, el fin de la Segunda Guerra Mundial, sumado a los resultados de la primera y su ínterin, puede considerarse una segunda guerra de los treinta años expandida a nivel global (precisamente por los imperios europeos combatientes) que trajo consigo, en la parte occidental europea, la entrada en escena del victorioso imperio norteamericano como antídoto para frenar al, en aquel momento, pujante imperio soviético. Para ello, llevó a cabo el Plan Marshall (European Recovery Act), que contribuyó a la estabilización económica y social a la Europa Occidental y que, a través de OECE (Organización Europea para la Cooperación Económica, hoy la OCDE (14)) puso las primeras piedras para lo que serían los tratados e instituciones que dieron forma a los cimientos de la actual UE (La Comunidad Económica del Carbón y del Acero, la Comunidad Económica Europea y EUROATOM). La propia UE, nacida en el Tratado de Maastrich de 1992, es una criatura que vio luz tras la caída de la URSS y su bloque; es decir, consustancial al nuevo orden mundial unipolar de la globalización feliz estadounidense.

A todo ello hay que sumar las muchas bases estadounidenses en territorio de países europeos y el hecho de que casi todos los países de la UE pertenecen a la OTAN (organización militar hegemonizada por USA) y están sometidos la estrategia estadounidense frente a Rusia y, cada vez más, frente a China. Por ello, toda la cháchara sobre la “autonomía estratégica” de la UE frente a Estados Unidos no es más que eso, un brindis al sol o la carta a los Reyes Magos. Y ello es así porque la Unión Europea, desde sus semillas hasta la actualidad, es en buena medida creación y protectorado del imperio estadounidense.

Tesis 3: La UE no puede ser un Imperio (o el imposible imperio alemán)

Alemania ha intentado hasta en dos ocasiones anteriores convertirse en una gran potencia imperial. De hecho, las dos guerras mundiales del siglo XX pueden entenderse como el momento de la crítica de las armas en la pugna de la Alemania los II y III Reich para suceder cono hegemonía global al decadente Imperio Británico. Concretamente, el III Reich nazi puede verse como otro antecedente de una Unión Europea bajo el imperio alemán hitleriano, y de hecho estaba en sus planes y programas en caso de haber vencido. La continuidad puede ser ilustrada a través de la evolución del jurista nazi Walter Hallstein, que terminó presidiendo la Comisión Europea.

La derrota del nazismo dividió Alemania, pasando su lado oriental a la órbita soviética y la occidental la estadounidense. Los Estados Unidos mimaron especialmente a la nueva República Federal de Alemania con el Plan Marshall. Ese Estado, junto a los del Benelux, Italia y Francia, puso las semillas de los tratados e instituciones de lo que hoy es la UE.

Tras la derrota y fragmentación de la URSS y su imperio, Alemania se reunificó (mejor dicho, el oeste absorbió al este) y se lanzó a velocidad de crucero a dar otra vuelta de tuerca a la integración europea, con el Tratado de Maastrich que básicamente elevaba el canón ordoliberal alemán a el nivel europeo, además de una moneda común que era, algo así, como elevar el marco a moneda europea.

Esa Alemania, completamente insertada en la globalización unipolar estadounidense del cambio de siglo, podía construir, siempre bajo el protectorado norteamericano, otra unidad europea bajo el mando del imperio alemán, como buscó el III Reich, pero ahora no en nombre de la raza aria, sino de la economía social de mercado, el IV Reich. Este último, con consecuencias devastadoras por todos conocidas en el sur de Europa o en los Balcanes, por ejemplo. Su punto álgido llegó con el largo mandato de Angela Merkel, tanto por su machaque a países como España o Grecia tras la crisis del 2008 como por el intento de equilibrio junto a su lugarteniente francés entre su hinterland nórdico/centroeuropeo (su patio trasero industrial del este de Europa) y la periferia sur-europea para poder parir los llamados fondos europeos con los que salvar el mercado europeo y, por lo tanto, su propia economía.

Pero cuando con la solución de los fondos europeos el IV Reich parecía poder tomar un nuevo rumbo, estalló la invasión rusa a Ucrania y la consiguiente guerra que ha puesto de nuevo encima de la mesa dos cosas. La primero, como vengo diciendo, es que este nuevo imperio alemán tiene, en última instancia, un patrón al otro lado del Atlántico al que se sigue, aunque sea a cambio de tiros en el pie. La segunda, que la propia Alemania pone todo su potencial económico para salvarse sin pensar en sus socios, incluyendo Francia, aunque a la vez les pida solidaridad energética.

Una situación, la que tenemos encima, que muy bien podría ser la de la tercera derrota de Alemania en su tercer intento de construirse como potencia imperial, que, si es así, tendría consecuencias para la propia UE.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

Crisis global y transformaciones políticas en la Unión Europea

Grabación del debate entre Pedro Chaves Giraldo y Carlos González-Villa realizado el pasado 23 de noviembre gracias a la colaboración entre las asociaciones Isegoría y La Casamata.

Editorial: Unión Europea

La ideología europeísta es una de las partes fundamentales del macizo o nebulosa ideológica (la caverna de Platón) dominante en España, uno de los países con mayor mayor aceptación de la UE entre las poblaciones de todos los Estados-nación miembros de la misma. Dicha ideología se basa en una supuesta unión armónica entre los diferentes Estados y pueblos europeos que tras siglos de guerra habrían encontrado, tras la Segunda Guerra Mundial, un punto de encuentro que no habría hecho más que expandirse desde el centro de Europa hasta el sur, norte y este, superando diferentes pruebas que se ponen en el camino para llegar en algún momento a la meta final de unos Estados Unidos de Europa. Se trataría de una Europa unida cuyo modelo económico-social-político-jurídico sería el sumun al que habría llegado la humanidad y que debe ser el faro que ilumine al resto del mundo. En España, tomaría como dogma el orteguiano España es el problema y Europa la solución.

Europapanatismo, altereuropeismo, euroescepticismo o Europa es la solución

Esa ideología europeísta, que podemos denominar como “europapanatismo”, se encuentra muy reforzada tras el acuerdo de los fondos europeos post-Covid y por la guerra de Ucrania. En España, tiene como ideologías, no tanto alternativas sino hijuelas suyas, un “altereuropeismo” y un “euroescepticismo”.

Ambas comparten no pocos principios con el “europapanatismo” y se diferencian entre ellas y con este en que el “altereuropeismo” ve en la UE un proceso no nato, pero tampoco abortado, capturado por el neoliberalismo, de una trasposición de la edad dorada del “wellfare state” de los Estados-nación a los futuros Estados Unidos de Europa (Europa federal, social, de los pueblos, etc.) y el “euroescepticismo” desconfía de las continuas cesiones de soberanía a la UE y sus “burocracias cosmopolitas y globalistas” (“el capitalismo neoliberal” para los otros), y mira como meta no una federalización que disuelva los Estados-nación en una macroestado europeo, sino un confederalismo intergubernamental (“Europa de las naciones”) con la finalidad de mantener una identidad impoluta (lo que para los altereuropeistas sería volver al “wellfare state” estatal-nacional).

Incluso en nuestro país podemos poner otra rama ideológica hijuela del “europapanatismo” que, moviéndose entre el “altereuropeismo” y el “euroescepticismo”, ve a esa Unión Europea como el lugar de desintegración de los Estados-nación opresores de las naciones auténticas y milenarias que verían su oportunidad de secesionarse de estas, y a la vez, tener un gran paraguas en una “Europa de las regiones”.

Se puede comprobar fácilmente estas diversas variantes de la ideología europeísta en las diferente formaciones políticas de nuestro país, así como en medios de comunicación, laboratorios de ideas, etc.

Eurorealismo, o Europa no es la solución

Desde nuestra posición defendemos lo que se puede denominar como “eurorealismo”. Esto es, mirar con los ojos limpios de las legañas del macizo o nebulosa ideológica europeísta para romper los cuentos y mitos de la misma:

    1. Para España, la pertenencia a la UE supone la entrada en un club claramente hegemonizado por Alemania en donde se ha sellado una alianza a prueba de fuego, aunque en posición subalterna, de nuestras clases dominantes con las clases dominantes del eje franco-alemán, y cuyo peaje tanto con los fondos de cohesión en los años ochenta y noventa del siglo pasado, o con los fondos europeos de ahora, con su albultada chequera, es la conversión de España en un economía política basada en  servicios de bajo valor añadido como destino para los vástagos de la clase obrera industrial producida en el desarrollismo franquista de los sesenta o de la población migrante que, en gran número, llega a partir de mediados de los noventa; en un débil sector público empresarial y social que, con todo, sirve como nicho de mercado laboral para sectores de la clase profesional y directiva asalariada (con sus más jóvenes generaciones socializadas en los erasmus); y cierto sector industrial en manos, y bajo los intereses, de Estados Unidos, Francia y Alemania. España es así un país claramente periférico dentro del contexto europeo, que despertó del supuesto generoso maná europeo de los años ochenta y noventa con la crisis del 2008 y el crack del modelo económico que ese mismo maná en parte subvenciono, con el brutal ajuste del “rescate” europeo con Rajoy. Todo parece indicar que estamos ahora ante un nuevo maná, a otra entrada en lo mismo.
    2. La Unión Europea se mueve al son de las necesidades de Alemania, que va construyendo una división europea del trabajo entre ellos y su hinterland centro-norte europeo, como el centro con el este y el sur de Europa como periferias, para mayor gloria de su producción y exportación industrial. Así, la UE no es más que un nuevo intento de una reunificada Alemania en ser una potencia, eso sí, incorporada a la globalización unipolar estadounidenses tras la caída de la URSS y su bloque, manteniendo su sumisión diplomático-militar al Imperio mientras el Tío Sam les dejaba a los teutones tener su coto de caza europeo a la vez que compraban a espuertas energía rusa y exportaban a China. Hasta ahora…

Tras la Oda a la Alegría, pues, resuena el “Deuschland uber alles”, sin ninguna posibilidad real de ir a ningunos Estados Unidos de Europa o una Confederación de naciones.

¿Qué hacer? España no es problema, tampoco la solución

Vivimos tiempos convulsos en donde se están entrecuzando tres momentos de transición o pasos del Rubicón a otras lógicas, regularidades o ciclos. El primero tiene que ver con los ciclos Kondratieff/ Schumpeter/Pérez de auge y decadencia del modo de producción capitalista espoleado por las revoluciones tecnológicas. El segundo es el paso de una potencia hegemónica a otra en el sentido de Arrighi, con su “trampa de Tucidides” incluida y el fantasma de una posible destrucción nuclear mutua. El tercero es la posibilidad de la transición del capitalismo como modo de producción dominante a otro (¿estatista?) con una nueva clase dominante. Todo esto se puede sintetizar en el conflicto principal que marcará el presente siglo XXI, el de la emergente globalización con características chinas frente a la declinante, pero resistente (y quizás resurgente) globalización occidental dirigida por Estados Unidos.

Una u otra globalización (y precisamente la UE es el ejemplo más avanzado y a la vez fallido de ello, en ese caso bajo las faldas de la globalización norteamericana) requieren de la formación de escalas geográficas, demográficas, económicas, políticas, militares, etc., a nivel continental, o incluso transcontinental, en las cuales la gran mayoria de los estados-nación deberán agruparse en organizaciones internacionales o supranacionales, las cuales tendrá que tener cono una de sus condiciones de posibilidad que haya una trayectoria histórica y cultural común detrás, todo lo cual arroja unas cuantas plataformas potenciales en nuestro mundo para ello.

Teniendo esto en cuenta, y a pesar de los muchos problemas que tiene España, no consideramos a nuestro país un problema que tendría la solución en una UE Federal, confederal o de las regiones, sino que podría tener una solución, más que complicadísima pero no imposible, en una de esas plataformas posibles por nuestra propia historia. Y más teniendo en cuenta que la globalización con características chinas busca construirse y llevarse a cabo con China como centro y todos aquellos “perdedores“, ya no sólo de la actual globalización estadounidense, sino también de la británica; es decir la “anglobalización” que ha dado forma al mundo de los ultimos 250 años. “Perdedores” que, antes de esa “anglobalización” capitalista de la llamada modernidad, fueron “ganadores” y aliados en la primera globalización. Pero esto se desarrollará en otro momento.

Editorial: España, entre los buenos deseos y Marruecos

Atendiendo a la Estrategia de Acción Exterior 2021-2024 da la impresión de que los dilemas de la política exterior de España se pueden resolver apelando a los buenos deseos. En ella, el interés nacional de España se define tomando como referencia “el progreso y la mejora de las condiciones de vida de nuestra ciudadanía, lo cual sólo es posible en un mundo más pacífico, más desarrollado y más próspero”. Más adelante se va un poco más allá y se llega a afirmar que la agenda española “no se guía por un interés nacional limitado y responde a una filosofía global y solidaria”. El interés aquí ya no se define por la defensa del “progreso y la mejora de las condiciones de vida”, sino que la referencia pasa a ser “el carácter nodal de España” en el contexto de una “red de alianzas y acuerdos formales e informales”. No es una perspectiva novedosa. Esa óptica liberal, que bebe del wilsonianismo que proporcionó las bases del fallido orden internacional tras el fin de la Gran Guerra, parece irresistible en la formulación de las estrategias de política exterior europeas desde la reinvención de la OTAN tras la caída de la URSS y, más concretamente, desde la adopción de la Estrategia Europea de Defensa de 2003, “Una Europa segura en un mundo mejor”, impulsada por Javier Solana.

Desde la incorporación a la OTAN y la entonces Comunidad Europea, España navega de manera irremediable con un rumbo trazado desde fuera. Sus élites asumen esto con naturalidad, y su acción se limita a ofrecer servicios puntuales a sus aliados en el ámbito geográfico-histórico-cultural en el que se atribuye un papel de liderazgo, como ha ocurrido con Venezuela a lo largo de la última década. En esta actitud de los dirigentes, qué duda cabe, hay mediocridad, desidia y, en ocasiones, un desprecio deliberado a la idea de un interés nacional. Pero las decisiones, basadas en un seguidismo acrítico y por momentos vergonzante de la política norteamericana también deben ser leídas en relación al contexto interno. Esas élites, en realidad, no hacen sino reflejar la autocomplacencia de una sociedad ensimismada y temerosa, que se ha olvidado de que, fuera de sus fronteras, no todo el mundo es bueno; también existen aprovechados y enemigos. Existen también los socios olvidados. Y hay compinches coyunturales que no necesariamente persiguen un mundo “más pacífico, más desarrollado y más próspero”, en términos de la Estrategia. Y no nos referimos aquí solo a los casos más clamorosos, como las privilegiadas relaciones que mantiene nuestro país con los países del Golfo Pérsico.

La relación con Marruecos es lo que mejor ejemplifica todo esto. La monarquía alauí lleva el control de la relación con España hasta niveles sonrojantes. En una reciente entrevista, el ministro de Asuntos Exteriores, orgulloso de su gestión, señaló lo siguiente:

… quiero subrayar y elogiar el papel de Marruecos para canalizar los flujos migratorios irregulares. Solamente en el periodo de Navidad, en un periodo de unos 15 días, se ha impedido el salto a las vallas de Ceuta y Melilla de más de 1.000 personas. Eso sería muy difícil conseguirlo sin la colaboración de Marruecos y es lo que le hace un socio estratégico para España y también para Europa. Evidentemente no me conformo con eso, sino que quiero ir a más. Y entiendo que también Marruecos está en esa línea.

Ello no sería más que una simple muestra de la capacidad de simulación que caracteriza a los diplomáticos en el ejercicio de sus funciones profesionales si no fuera porque cargos públicos españoles, incluida la anterior ministra, están siendo sometidos a un acoso judicial y profesional como consecuencia de haber llevado a cabo decisiones que no eran del agrado del vecino del sur. Para añadir insulto a la injuria, ese acoso, promovido por ese mismo país, está siendo vehiculado por un connacional.

El hecho de que en abril de 2021 el ingreso del presidente de la República Árabe Saharaui Democrática a territorio español se realizara en secreto no deja de ser un hecho vergonzante en sí mismo. Pero lo que siguió ha sido directamente bochornoso. La reacción de Rabat fue contundente, facilitando la llegada de hasta 8.000 inmigrantes a Ceuta en mayo y la retirada de su embajadora en Madrid. A lo largo del año se sucedieron otros desplantes, como la acusación de Marruecos de que España no realizaba los controles previos a los viajes con el debido rigor. Desde entonces, Madrid mendiga de manera sonrojante una reconciliación que solo llegará cuando así lo decida Rabat.

Han cambiado las tornas, desde luego, si se compara el momento actual con la respuesta del gobierno de José María Aznar a la invasión de Perejil (respuesta que, por cierto, solo encontró un tibio apoyo en los aliados atlánticos, todo aquello en un contexto de apoyo a la solución de Naciones Unidas para el Sáhara). Precisamente es el estatus de la antigua provincia española lo que está en juego hoy. El apoyo a la incorporación de ese territorio a Marruecos (dentro de una “autonomía”) fue lo que permitió la normalización de las relaciones con Alemania, cuyo embajador en Naciones Unidas había osado definir al Sáhara como un “territorio ocupado” después de que Estados Unidos reconociera la anexión. Y no parece que la normalización con España vayan a ir por un camino diferente.

Para España, la defensa de las plazas de soberanía y de la solución basada en la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental no es únicamente una cuestión de defensa de la legalidad internacional, como podría ser para Alemania. A cargo de la diplomacia de este último país está la pata verde de la coalición semáforo, que ha renunciado a la defensa del pueblo saharaui al tiempo que, en instituciones como el Parlamento Europeo, utiliza los principios como plastilina, amoldándolos para la justificación de la ofensiva occidental de turno, ya sea contra Rusia, Venezuela, Siria o China. Pero mientras Alemania puede permitirse este giro estratégico (necesario para diversificar sus fuentes de energía), para España se trata de defender su integridad territorial, proteger sus intereses económicos y no ver minada su credibilidad como actor regional.

Visto lo visto, España no puede esperar reciprocidad en sus aliados para defender sus intereses en su frontera sur. Para ellos, la autocracia marroquí parece adecuarse más a sus valores que el presidencialismo ruso. Mohammed VI y su régimen ni siquiera merecen, a los ojos de los aliados de España y sus portavoces, un poco de la retórica hostil que, ocasionalmente, se lanza contra Turquía, otro país que hace frontera con la UE. Ellos tienen sus razones, basadas en consideraciones estratégicas y económicas. No se les puede culpar por ello. Pero sí a los dirigentes de España, que no son capaces de proporcionarles razones creíbles para solicitar ayuda más allá de las crisis periódicas como las de los veranos, en las que apela no a su condición de Estado miembro de una comunidad política, sino a su carácter de “frontera sur” de Europa.

Más allá de la coyuntura, la clase dirigente española no tiene claro cuál es el interés nacional al sur de Tarifa. En ella podemos incluir a actores políticos que van desde expresidentes del gobierno y exministros de PSOE y PP o, incluso, al anterior jefe del Estado. De acuerdo con los apuntes del general Emilio Alonso Manglano, director del CESID entre 1981 y 1995 (recogidos en parte en El Jefe de los Espías, de los periodistas Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote), Juan Carlos I habría afirmado en 1983 que:

…hay que empezar a trabajar sobre el asunto de C. y Melilla. Esta última no es muy defentible. Hay que preparar para negociar Melilla. Ceuta puede potenciarse al máximo.

Todo ello viene a corroborar el hecho de que, tal y como recogiera el Departamento de Estado, el exjefe del Estado estuviera dispuesto a entregar Melilla (y convertir a Ceuta en un protectorado internacional) ya en 1979.

Nuestros aviones, eso sí, patrullan el Báltico y se ofrecen para ir a Bulgaria a defender la cruzada contra Rusia. Ello parece formar parte de un plan de acuerdo con el cual España y sus intereses al otro lado del Estrecho recibirían más atención por parte de los aliados atlánticos (o sea, Estados Unidos) en la medida en que Madrid se implique con más intensidad en los asuntos de la alianza. Aquí entran cuestiones coyunturales, como el apoyo acrítico a la ofensiva propagandística contra Rusia (que se está llevando a cabo con la inestimable colaboración de los medios de comunicación), pero también el cambio de rumbo en políticas de largo recorrido, como en el caso del enfoque sobre la autoproclamada República de Kosovo. Si bien no parece que vaya a reconocerse su independencia, se espera algún tipo de gesto que acerque la postura entre España y la mayor parte de los miembros de la OTAN, como pudiera ser la reanudación de la participación española en la misión militar en ese territorio. Y todo ello a pocos meses de que se celebre la cumbre de la OTAN en Madrid.

Podría dar la impresión de que la estrategia del gobierno tiene cierta lógica: en un contexto internacional turbulento, más vale arrimar el hombro con los amigos tradicionales para no salir más dañados aún. Se trata, sin embargo, de una visión cortoplacista que obvia el hecho de que Marruecos tiene detrás a los mismos aliados y, además, cuenta con toda una quinta columna dentro de España, bien asentada en sus élites políticas y mediáticas. El dilema se agudiza si se considera que, llegado el caso de que España tome una decisión autónoma, soberana, sobre estas cuestiones, parece razonable pensar que esas debilidades internas (a las que podríamos añadir otras, como los nacionalismos periféricos) podrían ser activadas por una diversidad de actores externos para neutralizar el efecto de alguna decisión que se salga de los esperable.

El cálculo, además, cuenta con que las cosas no se van a complicar aún más en Europa Oriental. Si las provocaciones atlantistas contribuyen al estallido de un conflicto armado entre Rusia y Ucrania, se verán fuertes contradicciones dentro de su seno, al igual que ocurriera durante el bombardeo de Yugoslavia en 1999. Y llegados a ese punto, ¿de qué serviría la apuesta española en un marco de resquebrajamiento de las alianzas occidentales? Finalmente, ese cortoplacismo deja de lado que la solución al conflicto del Sáhara y los posibles apoyos a Marruecos en sus reivindicaciones territoriales sobre España no vendrán dictados únicamente por Washington o Berlín. Con el tiempo, se va poniendo de manifiesto que el siglo XXI es el siglo chino-africano.