La OTAN: Transformación por hipertrofia

¿Resurrección?

La guerra en Ucrania ha dado lugar a una dinámica que parecía impensable hace apenas unos meses: que la OTAN reviviera como un actor relevante en la escena internacional. Las tensiones internas dentro de esa organización habían llevado a Emmanuel Macron a afirmar, a finales de 2019, que la OTAN se encontraba en una situación de “muerte cerebral”. Entonces, los intentos de rebajar la tensión por parte de Angela Merkel no ocultaban la realidad: que las diferentes prioridades de los Estados miembros estaban dejando a esa organización cada vez más vacía de contenido, hasta el punto de que sus tropas –y milicias delegadas– defendían intereses opuestos en escenarios como el sirio o el libio. Los polacos, por su parte, veían con horror como esa idea podía implicar el inicio de una nueva era en las relaciones de las potencias de Europa Occidental con Rusia. Por eso mismo, hoy los medios de comunicación franceses se preguntan si la guerra en Ucrania ha conseguido trascender esa situación, aunque sin obtener respuestas realmente convincentes. Sí parece haber más entusiasmo entre los especialistas norteamericanos, que urgen a la OTAN, como brazo armado de occidente, a actuar como garante de la seguridad global.

Da la impresión de que existen buenas razones para pensar que la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha contribuido a reanimar a una OTAN que, ya antes del inicio de la guerra, había venido incrementando el despliegue militar en los países de su flanco oriental. Además, la previsible incorporación de Finlandia y Suecia, los compromisos para el incremento del gasto militar de los Estados europeos (incluida Alemania), el anuncio de su despliegue en internet y, sobre todo, la reafirmación de Estados Unidos como árbitro de los grandes asuntos europeos, proyectan la idea de que la OTAN está más viva que nunca. En ese contexto, el proyecto de la Brújula Estratégica de la Unión Europea, adoptado tras el inicio de la guerra, parece condenado de inicio a la subalternidad con respecto a la Alianza Atlántica. Al igual que esta, la UE cuenta con miembros con intereses de lo más diversos, pero, por contra, carece de un líder indiscutible y con voluntad para imponer sus dictados estratégicos. El alto representante para la política exterior de la UE parece asumir esa carencia en su presentación del proyecto, en la que, a pesar de toda la retórica sobre el surgimiento de la UE como actor geopolítico, termina hablando de la necesidad de reforzar los lazos entre ambas organizaciones.

 

Las divergencias siguen su curso

Frente a esto, se puede argumentar que las divergencias, azuzadas por el cambio en el orden geopolítico mundial, siguen estando presentes a pesar de la fuerza con la que el conflicto armado en Ucrania ha irrumpido en los medios de comunicación y en las salas de máquinas de los actores internacionales. Es decir, que los factores que propiciaron la crisis que se cernía sobre la OTAN a finales de 2019 siguen evolucionando, incluso con más fuerza, aunque de una manera menos visible que entonces como consecuencia de la guerra.

El primero es la ya mencionada divergencia entre las prioridades y enfoques de sus miembros. El foco estratégico de los norteamericanos seguirá estando puesto sobre China, y así lo manifiesta su aparato propagandístico de cara a la cumbre de la OTAN en Madrid. Hasta tal punto es así que la guerra en Ucrania es, desde esta perspectiva, un conflicto por delegación, ya no contra Rusia, sino contra el gigante asiático, que estaría proporcionando munición militar y discursiva a su aliado. Las continuidades entre los planteamientos de las presidencias de Biden y Trump – que le planteó en su momento a John Bolton la posibilidad de exigir a los europeos se desconectaran de las fuentes de energía rusa y de incrementar al 2% de sus presupuestos el gasto militar a cambio de que Estados Unidos permaneciera en la OTAN – son cada vez más evidentes. Esta actitud se sintetiza bien con las prioridades de los países Bálticos y Polonia, que, a partir de sus propias consideraciones de seguridad, han devenido en plataformas al servicio no ya de la OTAN, sino de los propios Estados Unidos. Y, en efecto, a la hora de solicitar ayuda, prefieren que esta sea proporcionada directamente por esa potencia. A ellos se suma el Reino Unido post bréxit, que ha identificado a Rusia como su principal amenaza en la próxima década.

Las prioridades de las potencias europeas son diferentes, e incluyen el terrorismo y lo que ellas interpretan como la estabilidad en el norte de África y el Sahel. No deja de resultar paradójico que un país como Francia, que empujó de manera entusiasta a la OTAN a bombardear Libia en 2011, se erija hoy como un promotor de estabilidad en esa región, por más que lo haya intentado (con poco éxito) en Mali. A pesar de que este grupo, que incluye a la mencionada Francia, pero también a Alemania, se haya comprometido a apoyar a Ucrania, sancionar a Rusia y aumentar su presupuesto de defensa, el coste de esta dinámica implica riesgos económicos y políticos importantes en esos países. La idea de que Europa deje de ser dependiente de la energía rusa no deja de ser un planteamiento falaz en la medida de que, dejando a un lado las buenas intenciones del desarrollo de las energías verdes en la UE, los países europeos seguirán siendo dependientes de otras fuentes de energía no menos inciertas. Aquí se puede mencionar el corredor gasístico que se proyecta entre Nigeria y Marruecos que, de realizarse, atravesaría las fronteras de 13 países de la parte occidental de África. A corto plazo, el coste del gas licuado podría ser un problema menor frente a amenazas al suministro como la especulación en el mercado de los metaneros o la seguridad en los trayectos. En último término, aunque se consiga esa ansiada independencia, el suministro ruso seguirá condicionando los precios del mercado energético mundial (su participación en la OPEP+ está fuera de toda duda, por más que en occidente se proyecte la idea de que Rusia es un Estado paria) y podría llegar a Europa por otras vías. Esta hipótesis se puede formular a partir del fuerte incremento de las exportaciones de gas ruso a países como Emiratos Árabes Unidos desde el inicio de la guerra. Estas consideraciones dejan de lado el hecho de que las fuentes energéticas alternativas están dominadas por regímenes que violan los Derechos Humanos y que, como en el caso marroquí, han agredido a Estados vecinos; factores, estos dos, que parecen tener mucha importancia para la UE cuando se trata de Rusia.

Turquía, por su parte, visibiliza las contradicciones de la OTAN de una manera más clara. Mantiene relaciones fluidas tanto con Ucrania como con Rusia, hasta el punto de que es el único miembro de esa organización que no ha implementado sanciones contra esta última y su participación en cualquier arreglo al que se llegue tras la guerra parece inevitable. Su deriva autoritaria converge con la de otros miembros de la OTAN como Polonia y Hungría, lo cual ha propiciado que, desde centros liberales, se le etiquete con estos últimos como uno de los bad boys de esa organización.

Frente a esa denominación insustancial, ha surgido con la guerra un cierto Ukraine-washing, o un lavado de cara aplicable a medios de comunicación, partidos políticos, empresas y Estados a través de la defensa a ultranza de la causa ucraniana. Polonia se ha visto beneficiada de esta forma hasta el punto de que su primer ministro, Mateusz Morawiecki, ha llegado a afirmar que “Polonia nunca había tenido una imagen de marca tan buena en todo el mundo” como ahora. Hungría, que habitualmente va de la mano de Polonia en los asuntos de la UE, no ha tenido la fortuna de caer en el lado bueno de la historia en este caso. Por lo demás, la extrema derecha también ha pasado por su propio Ukraine-washing en los medios de comunicación occidentales, que para justificar lo injustificable se ven muchas veces forzados a calificar al Regimiento Azov como una unidad “controvertida”, con orígenes “complicados” y cuyos miembros, como los de cualquier otra unidad militar legítima, tienen sentimientos y familias. La legitimación de un movimiento neonazi a través de la banalización de una simbología hasta hace poco proscrita o de la invitación a extremistas a unirse a las filas del ejército ucraniano también forman parte de la lucha contra el mal absoluto que representa Rusia.

 

Crisis y transformaciones por hipertrofia

Frente a todo esto hay un argumento que merece la pena tomar en cuenta. Se trata del hecho de que la historia de la OTAN ha estado marcada por crisis de calado, algunas de las cuales igualan en tensión al escenario sirio. Efectivamente, la crisis con Turquía y la aireada reacción de Macron tienen su precedente, apuntado por Thomas Meaney, del Instituto Max Planck, que recuerda que dos Estados miembros se habían enfrentado en Chipre tras el golpe de Estado instigado por Grecia y la invasión turca de la isla en 1974. Entonces, Estados Unidos fungió de arbitro de la situación a través de las maniobras del todopoderoso Henry Kissinger, que favorecía la partición de la isla y los intereses de Turquía, una liado más fiable e importante en el contexto de la Guerra Fría que Grecia. Sin embargo, 45 años después, en el escenario sirio, los intereses de Turquía y Estados Unidos chocaron, y, en ese contexto, los norteamericanos llegaron a imponer sanciones sobre un socio de su alianza militar como consecuencia de la compra de los S-400 rusos.

La deriva autoritaria de Turquía tampoco es un escándalo que pudiera poner en cuestión los valores de la OTAN, si se considera que la Portugal de Salazar fue una de las fundadoras de esa organización y la Grecia de los coroneles permaneció en ella tras el golpe de 1967. Pero no es lo mismo la deriva de algunos Estados periféricos que, eventualmente, entraron en la conocida como tercera ola de la democratización, que un proceso de involución que se cierne de manera irresistible sobre los Estados centrales de esa organización, como sucede en la actualidad.

La situación actual es el resultado de al menos tres crisis concatenadas en la Posguerra Fría que la OTAN ha ido sorteando a través de cambios que la han terminado hipertrofiando. Esas crisis, generadas por la ausencia de un propósito común claro y la creciente divergencia en los intereses y características de sus miembros, se han ido compensando a través de sus ampliaciones, actuaciones fuera de área (esto es, al margen de lo especificado en el artículo 6 del Tratado de Washington) y en la reformulación de la relación con Rusia. Cada crisis se ha saldado con un respiro más para la OTAN, pero también con una alianza más hipertrofiada y cada vez más frágil internamente. Y siempre sin poner a prueba el test definitivo de la unidad: el artículo 5 del Tratado, que, hasta el momento, se ha activado una única vez – tras los ataques a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 – y de manera muy limitada.

La primera de esas tres crisis se desencadenó con el final de la Guerra Fría. Tras la derrota por incomparecencia del enemigo soviético, las potencias occidentales coquetearon con planteamientos que coincidían con los de la “casa común europea” de Gorbachov. En ese marco se inscribe la firma de la Carta de París, que consagraba el principio de la indivisibilidad de la segundad en el continente, de acuerdo con el cual “la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás”. La crisis se sorteó gracias a la capacidad de adaptación de la burocracia de la OTAN y, sobre todo, de las sucesivas administraciones norteamericanas. En noviembre de 1991, en el contexto de la crisis final de la URSS y la institucionalización de una política exterior europea, la OTAN aprobó un concepto estratégico para una nueva época. Se trata de un documento difuso, con repetidas referencias a la cooperación y al diálogo regional, sin una amenaza específicamente definida más allá de “riesgos” derivados de la “inestabilidad y las divisiones”, como la proliferación de armas de destrucción masiva o el terrorismo. Ese ejercicio de resistencia institucional creativa propició que la hipertrofia se manifestara a lo largo de los años noventa a través del comienzo de las ampliaciones a Europa Oriental y de las operaciones fuera de área, con las intervenciones en Bosnia y Hercegovina y la República Federal de Yugoslavia (en este último caso, atribuyéndose el rol de Naciones Unidas como guardián de la seguridad internacional). Además, en 1997 se firmó el Acta Fundacional OTAN-Rusia que, a pesar de las buenas palabras, reestablecía la relación dialéctica entre ambas partes, en la medida en que se negociaron garantías de seguridad mutuas como el compromiso de la OTAN de que no desplegaría armamento nuclear en los territorios hacia los que esa organización se terminaría expandiendo en 1999 (Hungría, Polonia y la República Checa).

Aquel año, el del cincuenta aniversario, la primera ampliación al este (seguida de otra, en 2004, que incluía a Estados que habían pertenecido a la Unión Soviética) y la primera operación sin autorización de la ONU, prometía muchas alegrías para el futuro de la OTAN, pero en realidad marcó el inicio de una nueva crisis. El ambiente festivo de la cumbre de Washington, de abril de ese año, fue socavado por las divisiones de la campaña de bombardeos, en marcha desde hacía un mes. A nivel operativo, se presentaron profundas grietas entre los aliados en relación al alcance del control político de las operaciones militares. Como recuerda el comandante de la OTAN en esa operación, el norteamericano Wesley Clark, los yugoslavos conocían algunos de los objetivos de los bombardeos y el momento en que serían atacados. Meses antes del inicio, un oficial francés asignado a los cuarteles generales de la OTAN había filtrado a los yugoslavos el plan operativo inicial, que se suponía en máximo secreto. Según señala Clark, algo similar siguió ocurriendo durante la campaña. Los generales norteamericanos, además, se quejaron amargamente de las interferencias políticas francesas en la selección de objetivos y las decisiones operativas, al tiempo que los franceses acusaban a Estados Unidos de realizar operaciones fuera de la cadena de mandos aliada.

Esas divisiones provocaron la transformación de la OTAN en lo que algunos, como Rafael Bardají, el gurú neocón de José María Aznar, llamaron una “caja de herramientas” que permitía a los miembros que así lo desearan aprovechar sus capacidades para conformar coaliciones ad hoc para misiones concretas. Y así lo hicieron a partir del 11 de septiembre de 2001, con la realización operaciones de alcance diverso grados de participación variable. Con algunas excepciones, todas ellas se realizaron fuera de área, e incluyeron Afganistán, Irak, Somalia, Yemen y Libia. Todo ello ocurría con la polarización con Rusia por parte de los norteamericanos como telón de fondo, con acciones como la denuncia del tratado AMB en junio de 2002 o el apoyo a las revoluciones de colores entre 2003 y 2005.

 

¿Hacia la crisis definitiva?

La tercera crisis se empezó a desenvolver al tiempo que la segunda parecía resolverse a través del anuncio, en la Cumbre de Bucarest de 2008, de la eventual incorporación de Ucrania y Georgia a la organización y la campaña de bombardeos sobre Libia en 2011. El primero es hoy una frustración consumada, mientras que la segunda nos recuerda que, si la historia se repite, es primero como tragedia (Yugoslavia) y luego como farsa.

El primer hecho terminó sentando un precedente para el estallido de dos conflictos armados que, al final, han frustrado su finalización en la práctica. Unos meses después de la cumbre, cuando los ojos del mundo estaban puestos en los Juegos Olímpicos de Pekín, el presidente de Georgia, Mijaíl Saakashvili, pareció tomarse muy en serio aquella promesa, e intentó recuperar por la fuerza la provincia secesionista de Osetia del Sur, que se encontraba desde bajo protección rusa desde 1992. A pesar de contar con el inestimable apoyo de los medios de comunicación occidentales, las cancillerías de la OTAN, empezando por la norteamericana, no ocultaron su disgusto ante tal hecho. En cualquier caso, aquella invitación, por difusa que fuera, fue recibida con entusiasmo, hasta el punto de que, años después, Saakashvili, que no oculta sus simpatías por los elementos más radicales de la administración Bush, señaló:

Creo que Estados Unidos respondió un poco tarde [al inicio de la guerra], pero cuando lo hizo, fue de manera apropiada. Lo único decepcionante fue que el Secretario de Defensa, Robert Gates, dijera básicamente que no usaría la fuerza militar y fue entonces cuando los rusos tomaron Akhalgori [en Osetia del Sur]. Básicamente, Rusia tomó Akhalgori después de unas palabras de Gates, que era realmente asquerosamente cínico y estaba en contra de nuestra integración en la OTAN, saboteó nuestro entrenamiento militar, fue uno de los iniciadores del embargo militar, etc. Cuando me vi con él en la Conferencia de Seguridad de Múnich – estaba sentado a mi lado en la cena – me dijo: “Bueno, realmente no creo que meterte en la OTAN sea una buena idea, pero nuestro presidente lo quiere, así que ¿qué puedo hacer?”. Más tarde hubo una reunión de la CIA en la que Bush dijo cuáles son nuestras opciones militares, en la que Cheney dijo: ‘Empleemos misiles de crucero’ y Gates dijo: ‘De ninguna manera’. Si en lugar de Gates hubiera estado Rumsfeld, creo que habrían utilizado esa opción.

En el escenario ucraniano, las maniobras de la primera ministra, la nacionalista Yulia Tymoshenko, evitaron una crisis que pudo haber hecho colapsar Ucrania en el invierno de 2008-2009. En aquella ocasión, Tymoshenko demostró que, a pesar de la retórica nacionalista, los negocios y los acuerdos podían ser una base para evitar la escalada en los conflictos. En 2010, con la victoria de Viktor Yanukovich, se impuso una línea prudente dentro de un país cuya población favorecía unas relaciones fluidas con múltiples actores, como reflejan los estudios de opinión realizados en 2013 (antes del comienzo de la crisis del Euromaidán):

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Estas actitudes se veían reflejadas en las posiciones sobre la conclusión del Acuerdo de Asociación con la UE (que los líderes europeos querían cerrar en la Cumbre de Vilna, prevista para noviembre de 2013) y la posible incorporación a la Unión Aduanera de Bielorrusia, Kazajistán y Rusia.

 

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Esas diferencias se manifestaban de manera dispar en las distintas regiones del país, aunque la polarización no era, ni mucho menos, absoluta.

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Si bien estos datos pueden hablar de un país dividido (una expresión recurrente en occidente para referirse a países periféricos), también hablan de una sociedad que podría estar cómoda gracias a – y no a pesar de – sus lazos con una variedad de actores. Este razonamiento no fue el seguido en los centros de poder euroatlánticos. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue tajante cuando señaló que el país no podía firmar un tratado de asociación con la UE y formar parte de la unión aduanera impulsada por Rusia al mismo tiempo. Ello, además, era profundamente injusto, dado que, por las propias características de la política de vecindad de la UE, esta no implica camino alguno hacia la integración en esa organización.

Lo cierto es que el Euromaidán estalló en ese complejo contexto social e hizo saltar por los aires la posibilidad de que Ucrania sirviera de puente entre Rusia y la Unión Europea. Las manifestaciones (que contaron con la presencia de personajes como John McCain), los acontecimientos políticos posteriores a la dimisión de Yanukovich (que incluyeron una pugna entre intereses europeos y norteamericanos en relación a la colocación de sus peones en el tablero interno ucraniano) y el desarrollo de la guerra de 2014 hicieron que el objetivo del acercamiento a la UE terminara convergiendo con la aspiración a incorporarse en la OTAN, y a finales de ese año Ucrania renunció oficialmente a su estatus de neutralidad. En adelante, la implicación de la Alianza Atlántica en ese país no haría sino aumentar.

Más allá de Georgia y Ucrania, la OTAN se implicó en las primaveras árabes sin tomar en consideración las consecuencias que ello tendría para la región y para sus propios Estados miembros; a saber, el crecimiento del terrorismo y un incremento en los flujos migratorios y de refugiados. Nada de ello importó a los decisores europeos, que contaban con información y análisis sobre estas cuestiones. A pesar de todos los problemas operativos y contradicciones morales, la operación en Yugoslavia en 1999 contaba con un objetivo claramente definido – la evacuación de Kosovo por parte de las fuerzas de seguridad serbias. En Libia, debido a que la operación contaba con el aval de Naciones Unidas (lo cual implicaba la aceptación de Rusia), esta se formuló en términos de la doctrina de la Responsabilidad de Proteger. En este sentido, la campaña no solo no cumplió con el objetivo, sino que dejó a una población más vulnerable que al principio.

Las implicaciones de aquella acción no solo provocaron muerte y sufrimiento, sino también los desequilibrios internos de la OTAN, que se pusieron de manifiesto en 2019. A pesar de las diferencias entre las personalidades de los presidentes norteamericanos, existen consensos en torno a la prioridad que supone China como enemigo estratégico, la necesidad de que los europeos incrementen sus presupuestos militares y un creciente proteccionismo comercial (que a finales de la pasada década adoptó forma de guerra comercial contra China y la Unión Europea). Frente a la inexistencia de un objetivo común de seguridad europea, las palabras de Macron sobre la “muerte cerebral” de la OTAN todavía reverberan como una muestra de frustración que solo se ha podido compensar, aunque sea transitoriamente, gracias a un nuevo enfrentamiento con Rusia.

Durante algunas décadas, la hipertrofia parecía dañina solo a nivel local. Ahora, en el contexto de la guerra en Ucrania, hay un salto cualitativo. Cabe preguntarse cuál será el siguiente salto hacia delante. En la transición tras la Guerra Fría, la OTAN pasó de ser una organización centrada en la defensa de sus miembros en un escenario internacional que parecía inamovible a una fuerza de avanzada de la política norteamericana en el Este de Europa. A pesar de todo, la crisis actual no parece ser una mera repetición de otras, y su resolución por hipertrofia genera riesgos ciertos. En relación a las ampliaciones, parece claro que se consumarán las incorporaciones de Finlandia y Suecia. Lo que no está tan claro es cómo sobrellevará esa alianza la frustración de no incorporar a Georgia y Ucrania.

En relación a las operaciones fuera de área, hay que mencionar que, más allá de la retórica, todas aquellas que ha llevado hasta el momento la Alianza Atlántica han sido con la aquiescencia de Rusia, incluida la de Kosovo, en la que Rusia terminó siendo clave a la hora de forzar a Milošević a retirar al ejército yugoslavo de la provincia. Posteriormente, la operación de Libia fue aprobada por el Consejo de Seguridad gracias a la abstención de Rusia, en una votación en la que, significativamente, también se abstuvo Alemania. Con la transformación acelerada del sistema internacional, que tiende hacia el refuerzo de la multipolaridad y que se va manifestando en virtualmente en cualquier rincón del mundo, se puede intuir que el tiempo de las operaciones fuera de área de la OTAN ha terminado.

Ucrania, por lo tanto, no es una oportunidad para la reconstrucción de la OTAN, sino la frontera que pondrá fin a su dilema: hipertrofia o supervivencia (evocando el título del célebre libro de Noam Chomsky). La supervivencia pasaría por reconocer que, fuera del artículo 5, la OTAN no tiene capacidad para alcanzar acuerdos. A partir de aquí, solo quedaría abogar por la estabilización de los frentes actualmente existentes en Ucrania y animar al gobierno de ese país a entablar una negociación comprehensiva que lleve, si no a firmar la paz, alcanzar un statu quo que permita a la población civil regresar a sus hogares y reconstruir, aunque fuera parcialmente, el tejido productivo del país, evitando, de paso, las consecuencias que el escenario actual puede tener en la seguridad alimentaria global. Según Henry Kissinger, las partes aún están a tiempo de conseguir esto. De lo contrario, la situación puede llevar a un punto de no retorno que pudiera poner en cuestión la propia estabilidad de Europa. Esta perspectiva asume que no será posible derrotar a Rusia, que cuenta con aliados como China y, además, ve como el sur global, incluidos los aliados de Estados Unidos en ese espacio, no parecen alinearse con las posiciones euroatlánticas.

Ese escenario parece probable, aunque solo de manera transitoria. Aunque los líderes euroatlánticos parecen empeñados en luchar la guerra hasta el último ucraniano (las presiones en este sentido han sido directas), ya insinúan que será necesario que Ucrania ceda parte de su territorio para llegar a algún tipo de acuerdo con Rusia. Da la impresión de que un acuerdo de esas características no representaría más que una tregua, aunque una más frágil aún que la que dio pie a los Acuerdos de Minsk en 2014 y 2015. En lo que respecta a la OTAN, parece claro que un arreglo de esas características le permitiría disfrutar de un cierto crédito a corto plazo, en la medida en que el conflicto en Ucrania sí le ha dado un respiro. Pero para continuar con la ensoñación, la doctrina del ni un paso atrás no estará en orden cuando se empiecen a deshacer las costuras de ese arreglo, aunque ello pueda tener consecuencias en la economía y el tejido social de los Estados europeos, nuevas crisis políticas y una posible implicación directa en la guerra, consumando así su crisis definitiva.

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha y secretario de la Asociación La Casamata.

Editorial: El laberinto de la lucha de clases en Francia

Cuatro diferentes autores franceses (1, 2, 3 y 4), desde diferentes perspectivas y posiciones, han escrito libros y artículos desde hace tiempo sobre la lucha de clases en Francia. En esos textos, a pesar de sus diferencias, hay puntos en común sobre esta cuestión, que tendrían que ver con las tendencias estructurales de los últimos cuarenta años que han llevado a Francia a la desindustrialización, la polarización del mercado de trabajo –entre el trabajo poco o nada cualificado y el muy cualificado por el doble movimiento del aumento de la población con estudios superiores y la irrupción de las nuevas tecnologías–, el aumento de la inmigración, el envejecimiento de la población y la concentración de las oportunidades y riqueza en los clusters de las grandes ciudades y sus alrededores frente a medianas y pequeñas ciudades desindustrializadas y zonas rurales. Se trata de tendencias estructurales en común con otras formaciones sociales/Estados-nación capitalistas desarrollados pero con, eso sí, especificidades francesas.

Evidentemente, esto ha arrojado un resultado de clases (y fracciones de clases) ganadoras y otras perdedoras. Entre las ganadoras encontramos sectores burgueses cercanos a las finanzas, las grandes transnacionales, industrias y sectores punta high-tech; la clase profesional y directiva asalariada en todas sus fracciones, aunque más los del sector privado que el público –aunque también hay que decir que, en Francia, pese a recortes y privatizaciones, se sigue manteniendo un alto gasto público social y un importante sector público empresarial.

Entre las perdedoras encontramos a los sectores más jóvenes (y de la fracción sociocultural) de la clase profesional y directiva asalariada, la clase trabajadora en su conjunto, aunque en mayor medida el viejo proletariado industrial de las regiones desindustrializadas, y el nuevo proletariado de servicios de las grandes ciudades, en gran parte de origen inmigrante y residente en los banlieues y la burguesía media, además de la pequeña, sobre todo de las zonas más deprimidas del país.

Todo esto ha arrojado una conflictividad y división social, una lucha entre clases y entre fracciones de unas mismas clases, que en lo que va de siglo que ha dado lugar a huelgas, Nuit Debout, violencia en las banlieues, chalecos amarillos, derrota electoral del referéndum sobre la Constitución europea, la aniquilación político/electoral de los dos grandes partidos de izquierda y derecha y el surgimiento de dos polos.

El primero es el representante de las clases y fracciones de clases ganadoras, unificado en torno a la figura de Emmanuel Macron y su partido. El macronismo ha engullido primero a una buena parte de la base social del socialismo francés y, posteriormente, de la del conservadurismo. Todo ello con el cemento ideológico-programático de un liberalismo progresista europeísta, síntesis del centro-izquierda y del centro-derecha. Es el representante francés del semáforo europeo.

El segundo polo es el representante de las clases y fracciones de clases perdedoras, pero divididas en dos. La primera es la pata melenchonista, que aglutina cada vez más al electorado de izquierdas, concretamente los universitarios en curso o ya diplomados pero que no consiguen trabajar de lo suyo o trabajan en peores condiciones que las generaciones más mayores de esa clase profesional y directiva asalariada; el proletariado de servicios de origen inmigrante (Sahel y Magreb del Imperio colonial francés) de las banlieues, agrupados todos bajo el cemento ideológico-programático con un pie en la vieja izquierda socialdemócrata y comunista y otro pie en la nueva izquierda posmo-identitaria. La segunda es la pata lepenista, que agrupa a la Francia periférica de sectores de la burguesía media y pequeña y la pequeña burguesía junto a la clase obrera autóctona de las regiones desindustrializadas, agrupadas en el cemento ideológico-programático de un nacionalismo proteccionista xenófobo, o el llamado chovinismo del bienestar, que ha puesto bajo su paraguas desde una parte de gentes proveniente de la izquierda hasta no identificados con el eje izquierda-derecha, pasando por una gran parte de la derecha más dura.

El gran vencedor de esta situación laberíntica ha sido ya, por dos veces (más debilitado la segunda que la primera), el polo macronista de las clases y fracciones de clase ganadoras o bloque en el poder. Esto se debe a la estructura política de la quinta república gaullista, construida en su momento para frenar y aislar al Partido Comunista Francés (las dobles vueltas en todo tipo de elecciones: presidenciales, legislativas y locales), y que ahora fuerza a elegir a uno de los dos polos perdedores. Tanto en 2017 como ahora, el melenchonismo ha jugado ese papel por su relación de agua y aceite con el lepenismo.

Veremos qué ocurre en las próximas legislativas y el próximo quinquenio (último ya) de Macron. Veremos si hay salida al laberinto en el que se encuentran, sobre todo, las clases y fracciones de clases perdedoras en Francia debido a su división en dos polos al parecer antitéticos en composición social y cemento ideológico-programático frente al polo de las clases y fracciones de clases ganadoras, o bloque histórico en el poder, y su cemento ideológico-programático.