España: la soberanía ante la geopolítica mundial

El mundo tras la pandemia

La pandemia provocada por el coronavirus es uno de los acontecimientos políticos más relevantes desde la II Guerra Mundial. A escala psicológica, ha sido experimentado como un trauma colectivo, con cientos de miles de muertos en cada país, con una experiencia compartida de confinamiento en buena parte del globo y con unos efectos en la sociedad y las pautas de consumo y ocio que habrá que calibrar. En lo económico, ha supuesto una quiebra comparable a la del Viernes Negro de 1929, incidiendo sobre problemas estructurales derivados de las respuestas a la crisis de 2008. Los servicios públicos y los sistemas sanitarios de países como el nuestro llevaban décadas de recortes, reducción de personal y precarización, que limitaron su capacidad de respuesta; simultáneamente, procesos de externalización y privatización de la gestión dieron cabida al capital privado, como el ensayado en la sanidad madrileña desde los tiempos de Esperanza Aguirre, introduciendo una lógica espuria de búsqueda de beneficio y creando una dualidad entre la red pública y la de gestión privada que dispara el gasto degradando el servicio. Las perspectivas económicas para España y la evolución del desempleo en el arranque de 2022 son mejores de lo augurado, particularmente cuando se contrasta con mensajes catastrofistas propagados desde ópticas ultraliberales, contrarias a medidas gubernamentales como la subida del SMI o las medidas de protección social. Los indicadores hablan de un rebote del PIB, aunque inferior a la caída experimentada en los años previos, y una bajada notable del desempleo. Sin embargo, la recuperación se ha fundamentado en un modelo de precariedad laboral, derivado de las reformas laborales de los ejecutivos de Rodríguez Zapatero y Rajoy, en consonancia con las directrices e imposiciones europeas. Está por ver si la reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz podrá contribuir a cambiar nuestro modelo laboral. Si bien esta reforma no constituye una derogación de la norma anterior, condicionada como está por los fuertes corsés de la UE y la renuencia del PSOE a confrontar con el poder económico o las autoridades comunitarias, sí restablece elementos de la negociación colectiva que habían sido laminados.

La llegada de los fondos europeos Next Generation, dispuestos por los socios comunitarios para la reconstrucción económica tras la COVID-19, teóricamente deberán servir para impulsar la transformación del modelo productivo, la digitalización y la transición energética, abundando también en la cohesión territorial y en el reforzamiento del sistema sanitario.  Pero la endeblez del tejido empresarial español y la presencia de dinámicas especulativas podría lastrar los efectos de esta inyección. Además, si bien la inyección económica represente en términos absolutos una gran cuantía y ha venido de la mano de un mecanismo de mutualización de la deuda europea, las reticencias de los países frugales han limitado el alcance de estas inyecciones.

El economista Juan Torres ha abundado en su blog sobre los peligros que acechan en 2022 a nivel económico. Una crisis de suministros, debida a la paralización de las redes de distribución a escala global, incidiendo sobre las economías occidentales, cuyo tejido industrial acusó una fuerte deslocalización hacia el sudeste asiático, generándoles ahora una notable dependencia. Cuellos de botella en sectores estratégicos ante la reanudación de la actividad económica, siendo imposible atender la demanda en tiempo de microchips y otros componentes. Pero todo ello no se habría producido meramente por la pandemia, sino que en realidad ésta agravó un proceso de fondo ya en marcha.

El capitalismo se fundamenta en un proceso de acumulación, una búsqueda permanente del beneficio, la ampliación del capital, en torno al que gravitan los procesos de producción y circulación de bienes y servicios. Tal lógica, que requiere un crecimiento ilimitado, entra en contradicción con los límites ecológicos del planeta y la disponibilidad de recursos no renovables, condicionando la capacidad de respuesta de los países y estructuras transnacionales, que además están atravesadas por redes de servidumbres con el poder financiero y económico.

Finalmente, hay que incidir en que la crisis medioambiental se conjuga con un agotamiento profundo de la globalización neoliberal y una reorganización del sistema mundo que nos ha conducido a lo que se denomina ya como la II Guerra Fría. Una era multipolar, donde EEUU se disputa la hegemonía mundial con China en una pugna tecnológica, económica y cultural, que está redefiniendo los ejes de la geopolítica mundial. Junto a las dos potencias principales se posicionan potencias económicas y potencia regionales.

La pandemia ha acelerado esta transición geopolítica, evidenciando la mayor capacidad de respuesta de China, cuya estructura económica, financiera e industrial se subordina a los intereses estatales, en contraposición al encaje que las potencias occidentales han de hacer entre abordar la crisis sanitaria y no dañar los intereses de sus grandes consorcios empresariales o provocar un cierre masivo de sus pymes.

La UE sigue siendo una gran área económica, a pesar de la pujanza comercial de los países asiáticos, pero su articulación política ha creado fuertes asimetrías entre los estados miembros en favor de Alemania, como gran potencia hegemónica, y detrimento de países mediterráneas como el nuestro. Por otro lado, todo su aparato de tratados comunitarios y la normativa del BCE están inspirados por los planteamientos neoliberales, estableciendo unos mecanismos de estabilidad presupuestaria, mediante el control del déficit y la inflación, que han sido suspendidos para afrontar los desafíos de la COVID.

En definitiva, estamos en un periodo de recomposición profunda que la pandemia ha exacerbado. El papel de España en el sistema mundial, engastada en la estructura de la UE y en los vaivenes de la gran transición geopolítica, suscita todo un nudo de cuestiones que merecen reflexión.

España y la soberanía en el sistema-mundo

España ha tenido una profunda crisis social e institucional, conectada con un fuerte cuestionamiento de las estructuras de representación política demoliberales a escala de todo el orbe occidental. La globalización neoliberal trajo consigo un retroceso del estado social y de los derechos laborales que ha socavado las bases del contrato social en que se fundamentaban estas sociedades, erosionando las seguridades vitales de las mayorías e incrementando la desigualdad en favor del gran capital. Tal situación es un campo abonado para movimientos impugnadores de un signo u otro.
Se ha hecho patente que la capacidad de control ciudadano sobre el devenir político de sus sociedades, y la capacidad de las estructuras de políticas en que se expresa la soberanía popular para ejercer el control de su territorio y dictar leyes ha sido socavada. La globalización ha construido un capital transnacional que monopolizó amplios sectores productivos, al tiempo que se desregulaba el ámbito financiero, permitiendo el auge de la economía especulativa. Las deslocalizaciones que se produjeron al socaire de este proceso y la terciarización de las economías desarrolladas, erosionaron la capacidad de presión del movimiento obrero en occidente.

En el caso concreto de España, en 2011, cuando arreciaban los efectos de la anterior crisis económica, las presiones de la UE forzaron a cambiar la línea política en materia económica del gobierno de Rodríguez Zapatero, al tiempo que se conminó al país, desde las instituciones comunitarias a acometer una reforma del artículo 135 de la Constitución Española, introduciendo el criterio de estabilidad presupuestaria y primando el pago de los intereses derivados de la deuda pública por encima de mantenimiento de los servicios públicos. Tal reforma se llevó a cabo mediante un pacto entre el PSOE y el PP, que entonces controlaban el 90% del Parlamento, y no requirió ser sometida a referéndum.

La pregunta que se suscita es obvia: ¿dónde queda la soberanía del pueblo español, del que según el precepto constitucional emanan los poderes del Estado, si puede ser forzado a cambiar su carta magna por las instituciones económicas y por la Comisión Europea? ¿Dónde queda el mandato electoral si un gobierno surgido de una mayoría parlamentaria puede ser conminado a cambiar las líneas de su política económica so pena de enfrentarse a sanciones para el país o a mecanismos de presión en el acceso a la financiación internacional?

Lo cierto es que la soberanía sólo puede entenderse como soberanía absoluta en un plano jurídico doctrinal; la idea de la nación, entendida como conjunto de la ciudadanía para la que rige el principio de igualdad ante la ley de todos sus miembros, o el pueblo como una comunidad autodeterminada, tiene un carácter metafísico. De facto, la soberanía habrá de ser entendida como la capacidad efectiva de las instituciones y los poderes constituidos de un estado para dictar leyes, dirigir la política exterior y administrar la vida de la comunidad; y si esa soberanía se ejerce democráticamente, el gobierno, surgido por elección directa o por mayoría parlamentaria, debe poder ser nombrado a partir de la expresión del cuerpo electoral, además de estar sujeto al imperio de la ley y al control de los otros poderes del estado. En este sentido, la soberanía se presenta como una cuestión de grado: habrá estados que tengan un grado máximo de soberanía, en la medida en que se hallen en la cúspide de una jerarquía internacional, y estados con una soberanía demediada.

Pero, además, la soberanía está condicionada por la imbricación de las instituciones y administraciones de los estados con el poder económico y los grupos empresariales. Como han mostrado Saskia Sassen (véase Nuevas geopolíticas) o Pierre Dardot, aunque suela presentarse la globalización como un proceso vinculado al debilitamiento de los estados, más bien se habría tratado de un debilitamiento de determinadas estructuras, como los servicios públicos y las empresas estatales, acometido por los poderes ejecutivos de los propios estados y que, incluso, ha venido acompañado de importantes retrocesos en las libertades civiles.

Lo cierto es que los estados actúan en conjunción compleja con las entidades transnacionales; son los estados los que dictan regulaciones legales, aunque el poder económico movilice palancas de presión mediática; son las administraciones del estado las que llevan a cabo privatizaciones, externalizaciones de servicios o adjudicaciones de obra pública o concesiones. Son los grandes estados los que han tutelado las grandes directrices económicas, forzando a estados menores a aceptar memorándums o duros ajustes a cambio de rescates.

Más en concreto, la globalización tiene que entenderse ante todo como el proyecto de dominación imperial desarrollado por EEUU tras el colapso de la URSS. Tal proyecto se arropó con una doctrina globalista vinculada a una metafísica liberal y a la doctrina tecnocrática del supuesto mercado autorregulado, la reducción del gasto público y de la presión impositiva como marcos necesarios para garantizar el desarrollo económico y social. En realidad, esa doctrina propició fundamentalmente lo que David Harvey ha llamado la acumulación por desposesión: la transferencia de servicios creados y sostenidos merced a la inversión pública y sustraídos a la lógica de la búsqueda del beneficio a manos del capital privado para generar nuevos nichos de mercado.

En el contexto europeo, Alemania asumió tras su reunificación el papel de potencia hegemónica. Como han señalado Manuel Monero y Héctor Illueca (véase Oligarquía o Democracia, España, nuestro futuro) el proyecto mercantilista ordoliberal impulsado desde el país germánico se benefició de la desindustrialización de los países de la Europa mediterránea, convirtiéndonos en uno de sus nichos de importaciones, al tiempo que el modelo euro acabó con los mecanismos de la devaluación competitiva, al renunciar España, Portugal o Grecia a las devaluaciones competitivas. Alemania tiende a acumular de esta forma un superávit estructural, dado que, de haber seguido con el marco, su moneda se apreciaría. Esta situación genera desequilibrios que deberían ser corregidos mediante mecanismos de redistribución de riqueza intercontinental, por ejemplo, mediante una hacienda comunitaria o una integración de la fiscalidad. Pero aquí es donde entra en juego la peculiar arquitectura de UE.

El proceso de integración comunitaria ha supuesto una cesión de la soberanía por parte de los estados, aunque con importantes asimetrías en función del peso de las economías nacionales. En el caso de España e Italia, el Brexit ha supuesto un aumento de su peso relativo. Pero la UE no llega a ser una estructura federal, ni tampoco parece que lo vaya a ser en lo inmediato. Las instituciones comunitarias fueron proclives en el pasado a alentar las políticas de la llamada “ortodoxia” económica, al tiempo que en los países más favorecidos por la arquitectura comunitaria cuajaba la representación ideológica de los países del Sur como pueblos licenciosos, con escasa capacidad de trabajo y entregados al dispendio.

Si las políticas de austeridad ya estaban en entredicho y el ascenso de China como gran potencia tecnológica y económica estaba redefiniendo las líneas de fuerza del sistema mundo, la pandemia ha actuado como un catalizador que ha acelerado el proceso, al tiempo que ha hecho chirriar las estructuras esclerosadas de la UE. Parece que es el momento de recuperar las políticas de estímulo, en conjunción con los procesos de transición energética; el momento de reindustrializar y recuperar la producción nacional y la autosuficiencia para hacer más eficientes y menos sensibles las cadenas de suministro. Pero las inercias doctrinales neoliberales y los fuertes intereses del capital, limitan la capacidad de desarrollar esos planteamientos, al tiempo que las asimetrías entre los estados, dibujan un escenario de ganadores y perdedores.

Nos referíamos antes a que el retroceso del estado social proporcionaba un caldo de cultivo propicio para los movimientos impugnadores. Hoy el populismo de derechas experimenta un fuerte ascenso a escala internacional; con un discurso inflamado que va desde el neoconservadurismo al individualismo ultraliberal, propugnan una salvaguarda de la identidad occidental, con fuertes componentes xenófobos, y señalan a una élite globalista que está secuestrando la soberanía. Ocurre que la caracterización de esa élite tiene más de teoría de la conspiración que de señalamiento de la lógicas y redes del capital transnacional.

En España, estas opciones derechistas, hasta ahora cobijadas dentro del espacio sociológico unificado de un gran partido de derechas, han cristalizado como una relevante fuerza política merced a la confrontación con el nacionalismo catalán y el proceso soberanista. La idea de que el PP de Rajoy había actuado con tibieza y de que las izquierdas son cómplices de los nacionalistas en su intento de desarmar el país y oponerse a todo lo que se puede identificar con las esencias patrias, ha constituido el gran combustible para que un nacionalismo español excluyente haya podido emerger. Aunque sus proclamas soberanistas se restringen al plano exclusivamente interno, donde del rechazo a la pretensión de los nacionalistas periféricos de fragmentar la soberanía nacional para ejercer la pretendida autodeterminación, se pasa a una estigmatización enconada de la diversidad lingüística e ideológica de España. Por otro lado, y en línea con el trumpismo y otras fuerzas neoconservadoras, también se abonan al negacionismo del ecologismo, a la oposición al feminismo, o al cuestionamiento de la progresividad fiscal.

Es cierto que las izquierdas alternativas españolas parecen incapaces de confrontar con el nacionalismo catalán, más allá de reclamar una salida dialogada. Como si la no demonización de las opciones nacionalistas periféricas llevase aparejado transigir con la absurda idea de que la solidaridad interterritorial constituye un expolio de una región rica como Cataluña.

Volviendo al plano internacional, el discurso globalista sigue incidiendo en una suerte de visión tecnocrática que reclama retomar las políticas de austeridad, pretendiendo plantear que la pandemia ha sido un puro evento pasajero y que la recomposición geopolítica o los desafíos ecológicos y económicos pueden ser domeñados con más dosis de financiarización y desregulación económica. Frente a estas dos opciones, cabe quizás una defensa de las conquistas sociales representadas en el estado del bienestar y los mecanismos de redistribución de riqueza, así como la defensa del reforzamiento del sector público y de la intervención estatal en sectores estratégicos como el energético, al tiempo que se aboga por la progresividad fiscal. Pero esas medidas deben supeditarse al establecimiento de alianzas internacionales.

En lo que atañe a España, sería necesario actuar de manera coordinada con otras naciones mediterráneas para hacer valer nuestro peso en el marco de la UE y ante esta nueva circunstancia internacional. Deshacerse de mantras tecnocráticos periclitados y de la pánfila fascinación por un europeísmo acrítico. Aunque el gran problema es la imposibilidad de plantear ningún debate político serio en nuestro país, dado el nivel de crispación que los medios de comunicación se encargan de fomentar y que tanto favorece el populismo reaccionario.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de enseñanza secundaria en Corvera, un concejo próximo a la ciudad de Avilés.

La izquierda y la España que dejó de ser problema

El otro relato olvidado de una transición ejemplar.

Al principio fue una aspiración colectiva: ser como ellos, poner fin a una historia de guerras civiles, de golpes de Estado y de una dictadura eterna. España era el problema y Europa la solución. Fue la consigna, se malinterpretó a Ortega, pero no importaba. Sutilmente, el acento se puso en Europa: ella nos salvaría. Nuestro europeísmo fue una huida de España y de sus problemas. La nueva generación política que llegó al gobierno con Felipe González fue más lejos: España no era capaz de autogobernarse, tendría que hacerlo un Mercado Común que pretendía ir hacia una mayor y superior integración europea.

Ni el ingreso en el Mercado Común ni la integración en la OTAN eran elementos de una política exterior a la altura de los tiempos. Era algo más profundo, más sustancial. Puesto que no éramos capaces de autogobernarnos; puesto que, de una u otra forma, llevamos siglos intervenidos por las grandes potencias, era necesario un anclaje en estructuras de poder externas que consolidaran el poder de las clases económicamente dominantes en España y que impidieran, de una u otra forma, que la correlación real de fuerzas fuese cuestionada. Las bases norteamericanas no bastaban, había que alinearse claramente con una potencia hegemónica que estaba derrotando al “imperio del mal”. La OTAN era la definición precisa de donde y con quién estábamos. Lo del Mercado Común era algo más complejo; les pasaba igual a todas las economías del sur de Europa: problemáticas económicamente, ingobernables socialmente y con aspiraciones políticas demasiado avanzadas.

El Tratado de Maastricht fue la salvación: perder soberanía a cambio de ganar estabilidad macroeconómica para disciplinar a un movimiento obrero demasiado fuerte; subordinar a unas izquierdas que no habían interiorizado que el muro cayó y que el tiempo del reformismo terminó. Fue la “gran audacia” del PSOE de González: gobernar la globalización neoliberal e impulsarla sin reservas en estrecha alianza con los grandes poderes. Con un poco de suerte y algo de habilidad se podría conseguir que los trabajadores alemanes terminaran financiando nuestro incipiente y débil Estado de Bienestar.

España, por fin, dejaba de ser un problema. Su futuro ya no dependía de ella. Estaba sólidamente determinada por una alianza política armada y por una integración europea que empezaba a dirigir de facto nuestra política económica. El futuro de España era dejar de ser un Estado y convertirse en una “comunidad autónoma” de una forma-dominio político esencialmente no democrática y bajo el control de unas élites que conseguían institucionalizar las reglas jurídico-económicas neoliberales. Eso sí -paradoja de las paradojas- bajo la hegemonía del poderoso Estado alemán.

La otra parte del relato se empezó a escribir desde aquí. La vieja cuestión nacional-territorial que siempre estuvo ahí, volvió a emerger. Las burguesías nacionalistas vasca y catalana -Galicia siempre fue otra cosa- acompañaron entusiásticamente el diseño de unas políticas que, de una u otra forma, garantizaban la economía capitalista, la democracia liberal y, sobre todo, la integración supranacional militar, económica y política. La idea era simple pero clara: puesto que el Estado español era una entidad a desaparecer en el marco de una Europa federal, había que apostar decididamente por su desmantelamiento y por una Cataluña y una Euskadi, primero regiones y luego Estados. Más Europa significaba menos España soberana e –inevitablemente- menos España democrática. El demos decidía muy poco en la política real y la democracia se cuarteaba entre la impotencia y la dictadura de una oligarquía omnipresente. El 15M fue la consecuencia, en gran parte fallida, de todo esto.

La operación era, al menos, curiosa. Se negaba el concepto de soberanía como antigualla en un mundo felizmente globalizado. A la vez, se reafirmaba la soberanía originaria de Euskadi y Cataluña y, finalmente, se apostaba por una Europa estatalmente organizada. Por decirlo de otro modo, se reconocía como hecho positivo que España era una democracia limitada; se aceptaba que la UE era el futuro y, coherentemente, se apostaba por su desmantelamiento. Lo que decían realmente los nacionalistas vascos y catalanes es que preferían ser regiones de la UE que comunidades autónomas de un Estado español condenado a la extinción. El paso al independentismo fue su consecuencia lógica. Algunos creyeron que se podía romper el Estado español sin que nada pasase y con el apoyo de una Unión Europea todopoderosa. Los resultados están a la vista: ruptura de la comunidad política catalana, emergencia de un nacionalismo español de masas y giro a la derecha en los aparatos del Estado en un proceso de automatización todavía no desvelado del todo, pero que se deja sentir cada vez con más fuerza.

Hablar de izquierda en serio: veracidad y radicalidad

De nuevo se habla de (re) fundar la izquierda. De abrir un debate de masas sobre su futuro, de escuchar mucho e iniciar una conversación sincera entre política y ciudadanía, entre política y clases trabajadoras en un mundo que cambia y no sabemos muy bien hacia dónde. Yo quisiera contribuir a este dialogo desde la realidad, intentando que esta no sea ocultada en los frondosos bosques de la retórica y, mucho menos, negada en el cotidiano quehacer del gobierno.   Por eso he querido comenzar por este “otro relato” conocido y casi siempre eludido: España es una democracia limitada, parte del dispositivo político-militar norteamericano en Europa, que no decide, desde hace años, sobre su política de seguridad y defensa; parte de la Unión Europea, que no decide, desde hace años, sobre su política monetaria, económica y fiscal. La que ya no tiene “derecho a decidir” es España. El otro lado de la contradicción es la crisis del Estado español; es decir, su cuestionamiento sustancial por dos movimientos nacionalistas que hacen del independentismo identidad y programa, en un proceso ampliado de desintegración y desarticulación espacial puesto en evidencia por las demandas de eso que se ha dado en llamar oblicuamente la “España vaciada”.

Quizás la primera cosa que habría que reivindicar es una visión crítica del pasado reciente. Venimos de una refundación y vamos hacia otra en apenas cinco años. ¿Qué se hizo mal?; ¿qué se hizo bien?; ¿dónde poner los acentos y qué instrumentos reivindicar? Además, se está gobernado: ¿algún balance?; ¿cambió la Unión Europea de paradigma? Los fondos europeos, ¿se orientan a transformar realmente el modelo productivo? ¿Este gobierno está reforzando efectivamente el Estado social, democratizando la economía, asegurando el futuro de las pensiones y poniendo freno al poder omnímodo empresarial en la relaciones colectivas e individuales del trabajo?

Las personas cuentan. Pablo Iglesias combinaba radicalidad verbal al servicio de un reformismo a ras del suelo. La agresividad cobarde de las derechas; unos medios de comunicación controlados por los poderes económicos, construyeron una figura-símbolo que concitaba grandes rechazos y significativos consensos. Decidió que había que aliarse con el PSOE de Pedro Sánchez para poder gobernar; es decir, con su principal rival electoral y, él lo sabía muy bien, con el auténtico partido del Régimen. La clave, según él, era dejar atrás a una izquierda que teme gobernar, que no está en disposición de asumir riesgos y mancharse las manos con la política de cada día; una izquierda que prefiere la comodidad de la oposición al duro quehacer para mejorar la vida de las gentes. Se aceptó como inevitable la pérdida de más de millón y medio de votos y la reducción a la mitad del grupo parlamentario. Menos fuerza social y electoral, pero más poder; las cuentas salían o lo parecía. Gobernar desde el BOE y gestionar con pericia las relaciones con los medios, esa era la política ganadora.

Había que ser realista. Negociar un programa de gobierno de verdad no era posible dadas las diferencias (reales o imaginarias) entre el PSOE y UP. La dirección de la coalición lo que hizo fue presentar una plataforma social y económica acompañada con sus mecanismos de financiación, centrando sobre ella la negociación. Los llamados “temas de Estado” nunca estuvieron en la agenda, solo declaraciones generales. Se dejaron en manos del PSOE la definición y la gestión exclusiva de todo lo referente a la política exterior, defensa y seguridad en momentos donde los cambios geopolíticos se aceleraban y, hay que subrayarlo, la crisis político-militar entre los EEUU y China se hacía presente con toda su importancia. Se aceptó que Pedro Sánchez se responsabilizara de todo lo referente a una Unión Europea obligada a diseñar nuevas políticas y se fue asumiendo la idea de que esta estaba cambiando de paradigma. Los fondos europeos eran la señal inequívoca de las nuevas orientaciones que, se decía, ponían fin a las etapas de austeridad.

Lo más sorprendente fue que nada se propusiese realmente para intentar resolver los variados problemas de la llamada “crisis territorial” más allá de las conocidas apelaciones al diálogo, a las buenas formas y a los consensos democráticos básicos. Cuestiones decisivas como democratización sustancial de la justicia, la reforma en profundidad de las administraciones públicas o de la urgente necesidad de organizar y diseñar nuevas estructuras para la gestión estatal de las políticas sociales, fueron dejadas prudentemente a un lado. La transición energética y ecológica, tema central, se asumió al modo PSOE; es decir, respetando el control del sector que tienen los grandes oligopolios. Se podía continuar. O se aceptaba este tipo de acuerdo o no habría gobierno de coalición posible. De camino, se clausuraban debates esenciales y se eludían otros: OTAN, bases militares, la Unión Europea del euro y el alineamiento férreo con los EEUU en su lucha existencial para mantener su orden y poder contra una China cada vez más fuerte, en alianza con Rusia, devenida, una vez más, en el “Imperio del mal”.

La salida de Pablo Iglesias del gobierno y, por ahora, de la política hubiese sido un buen momento para hacer un balance de los resultados de la coalición PSOE-UP. No se hizo así y lo que es peor, nombró a una “heredera” que, como era natural, hizo todo lo posible por separarse de quien le designó. ¿Qué tenemos? Un gobierno de coalición que no es capaz de dar un mensaje en positivo de cambio, una oposición hegemonizada por el discurso de la extrema derecha y un bloque que hizo posible el gobierno de Pedro Sánchez compuesto por nacionalistas e independentistas catalanes, vascos y gallegos que no acaban de sintonizar con las políticas que se promueven. En pocos días habrá elecciones en Castilla y León y parece que en primavera llegarán las andaluzas. Todo esto en un contexto presidido por la pandemia y una recuperación que arranca con menos fuerza de lo esperado y con una inflación que amenaza el crecimiento económico futuro.

La esperanza se ha ido depositando en Yolanda Díaz. Por ahora los medios la tratan bien. Su estilo reposado, dialogante y educado sintoniza con una parte significativa de la ciudadanía. Su gestión está bien valorada y sus políticas han significado, no sin una fuerte discusión, avances en determinados aspectos laborales y en mejoras económicas. Desde fuera se tiene la impresión que hay una complicidad personal fuerte entre ella y Pedro Sánchez que periódicamente tiene que ser renovada ante los conflictos recurrentes en el gobierno. El debate sobre la reforma laboral sigue abierto. Aquí, como en otros temas, los grandes calificativos acaban por oscurecer los avances reales. Más allá de las palabras, ¿se ha conseguido derogar la reforma laboral del PP? A mi juicio, no. ¿Los avances son positivos? Sí. Entre otras cosas porque la reforma laboral del PP estaba relacionada íntimamente con la reforma previa del PSOE. Queda por ver si la “reforma de la (contra)reforma” produce o no el fortalecimiento del poder contractual de las clases trabajadoras que siempre fue la clave de la negociación. De ello depende la mejora de los salarios, el fortalecimiento del sindicalismo y la estabilidad en el empleo. Veremos.

No me equivoco mucho, creo, si afirmo que el proyecto de la vicepresidenta segunda del gobierno tiene un carácter fundacional; es decir, pretende abrir una página nueva más allá de lo que hoy es Unidas Podemos. No habría que dejarse confundir: todo proyecto nuevo, en cierto sentido, es transversal ya que pretende ir más allá de los alineamientos políticos establecidos y crear un mapa electoral sustancialmente diferente al actual. La palabra clave es autonomía: político-programática frente al PSOE y estratégico-organizativa frente a los partidos políticos que componen Unidas Podemos. Esta última cuestión no será fácil. Sin las organizaciones que componen Unidas Podemos no es posible construir algo nuevo; con ellos puede haber dificultades. La clave es gobernar el proceso, crear dispositivos que amplíen las alianzas, que sumen colectivos sociales, personas independientes, cuadros y militantes.

Habría que aprender de errores pasados. La forma dominante actual de hacer política no creo que pueda servir para construir una fuerza alternativa de la izquierda. Lo normal hoy es que una fuerte personalidad política se reúna con un grupo de notables y se relacione con la población a través de los medios de comunicación. Luego viene la construcción de un grupo parlamentario homogéneo y, desde ahí, disputar el gobierno. Esto no ha funcionado ni creo que funcione en el futuro, insisto, para una fuerza que pretende ser alternativa; es decir, comprometida con la defensa de los derechos sociales, la democracia económica, el fortalecimiento del poder de las clases trabajadoras y la defensa intransigente de la soberanía popular.

No se debería confundir a una ciudadanía cansada de engaños y falsas promesas. Una cosa es construir una fuerza alternativa de la izquierda y otra, digamos que diferente, un partido bisagra aliado estratégico del PSOE y con la misión de hacerlo girar a la izquierda. Para esto no haría falta construir algo nuevo; basta con tirar con lo que hay, potenciar la imagen de la vicepresidenta y fomentar relaciones públicas ampliadas y desarrolladas. Para una fuerza alternativa con voluntad de mayoría y de gobierno, la esperanza tiene que ser organizada, convertida en compromiso político, sólidamente enraizada en el territorio, en los lugares donde se trasforma el sentido común y se potencia imaginarios críticos y rebeldes. La condición previa es la POLÍTICA entendida como proyecto de país, con mayúsculas y a lo grande.

Una propuesta nada modesta

Tres conceptos: proceso, consenso y programa en sentido fuerte. Repito lo ya dicho, una fuerza alternativa de la izquierda no se puede construir con las mismas formas y métodos que las de derechas. Hace falta dispositivos políticos que fomenten la (auto) organización, la pertenencia y la identidad. Los viejos partidos de integración de masas tienen que ser reformulados, adaptados a un tipo de sociedad que ha cambiado radicalmente para cumplir un papel imprescindible: crear poderes sociales, movilizar a la población y organizar la participación política.

Proceso para ir de menos a más, consenso en torno a los métodos organizativos y programa como construcción de un proyecto de país. Lo primero, definir una dirección política del proceso. No quiero entrar en temas delicados. Hace falta un núcleo político-organizativo que dirija el proceso, que tome decisiones y que promueva la idea de equipo, de colectivo dirigente. Se es grande cuando se cabalga a hombros de gigantes. Lo segundo, preparar a fondo una conferencia que apruebe un manifiesto-político dirigido al país y, lo tercero, ir a una constituyente para una nueva formación política.

Me quiero centrar en el tipo de conferencia política. El objetivo es aprobar un manifiesto que exprese un análisis veraz de las grandes transformaciones en curso y un conjunto de ideas-fuerza que promuevan un imaginario alternativo que dé cuenta de un proyecto de país. Lo normal sería un decálogo claro, preciso, transformador que impulse el debate público, el compromiso político y la organización. Programa, sujeto y organización están muy unidos. El método podría ser en dos fases: una conferencia que aprobara un borrador de manifiesto político; este sería discutido territorial y sectorialmente en un debate público lo más amplio posible que podría durar tres o cuatro meses. En la segunda fase se aprobaría y se convertiría en la base del programa de una nueva fórmula electoral.

Este manifiesto político tendría que definirse y decidir sobre algunas cuestiones fundamentales mal resueltas en Unidas Podemos y que fundamentarían una propuesta autónoma formulada en positivo. Estas deberían ser las siguientes: a) posición sobre los cambios geopolíticos y caracterización del orden multipolar en gestación. b) Plantearse con rigor una política de defensa y seguridad que supere a la OTAN y que consolide una política internacional al margen de la dependencia de EEUU. c) Caracterización de la UE, de su política económica centrada en el euro; su relación con la soberanía popular y el constitucionalismo social. d) Definición de lo que se entiende aquí y ahora por Estado federal en el marco de una propuesta constituyente. e) La democracia económica como consolidación y ampliación del Estado social, como democratización de los poderes económicos y revitalización el poder de las clases trabajadoras.

Se podría continuar. Esta (in)modesta proposición trata de propiciar el debate y la polémica. No acepta que la conversación con los ciudadanos sea solo a través de los medios de comunicación y eludiendo los debates básicos. Hay que aprender de las derechas y de las derechas extremas. Esperanza Aguirre, la señora Ayuso y el señor Abascal hacen de lo que ellos llaman el debate cultural, el núcleo duro. Cada día hablan más de ideología, proyecto, programa. La respuesta usual de la izquierda es eludir la ideología y centrarse en las medidas concretas; es decir, oponen tecnocracia a la política. Esta estrategia es perdedora, les deja la iniciativa a las derechas, sitúan a la izquierda a la defensiva y se entra en el territorio de la post verdad. La clave es la de siempre: ideas, proyecto que suscite compromiso político y que promueva la organización y la movilización social.

Madrid, 29 de enero de 2022

Manolo Monereo es analista político y exdiputado de Unidas Podemos.