Editorial: Estados Unidos, ¿el último imperio occidental?

En La Casamata llevamos un tiempo trabajando sobre el planteamiento de que la rivalidad actual entre China y Estados Unidos se proyecta, fundamentalmente, en la existencia de dos modelos de globalización que en la actualidad se encuentran en competición. Aspectos como la cada vez más evidente rivalidad geopolítica o la existencia de una alternativa al sistema de pagos tradicional en el comercio internacional son reflejos de ese punto de partida. Esta aproximación al problema requiere una perspectiva teórica más compleja que las explicaciones desplegadas durante la Guerra Fría, una pugna de marcado carácter ideológico y militar que, en realidad, disfrazaba (de manera brutal, eso sí) la realidad de la hegemonía norteamericana. Las claves explicativas, en esta oportunidad, tienden a centrarse en la capacidad de desarrollo tecnológico. Y aquí, desde la propia China se lanza una señal de alarma contundente: Yan Xuetong, figura fundamental de las Relaciones Internacionales chinas, ha señalado recientemente que Estados Unidos ganará esta guerra porque tiene una capacidad de atracción del talento que las universidades chinas hace tiempo perdieron.

Estos planteamientos pueden terminar siendo, vistos desde el futuro, tan simplistas como los de la Guerra Fría, en la medida en que estos últimos no esperaban que una de las grandes potencias dejara, primero, de participar en la contienda y, posteriormente, se disolviera. Lo cierto es que planteamientos como el de Yan Xuetong, al igual que los estudios estratégicos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, parten del supuesto de que las grandes potencias están para quedarse y que, frente a ello, poco se puede hacer, mas que intentar evitar el auge del otro.

Sin embargo, la realidad interna norteamericana no puede ser simplemente obviada, o segmentada, para tomar en cuenta únicamente las variables que dirimirán directamente la contienda tecnológica actual entre las grandes potencias. De hecho, Estados Unidos experimenta una crisis interna que, con el tiempo, podría terminar de descomponer su complejo Estado-sociedad, llevándose por delante la ventaja de la atracción del talento a la que tanto teme Yan Xuetong. Esa descomposición se manifiesta en un deterioro de los indicadores socio-sanitarios de algunos segmentos sociales, solo comparable al de algunos países en desarrollo. Pero, con todo, esa no es una tendencia novedosa. Lo que sí resalta en el momento actual es el hecho de que la descomposición puede terminar en un estallido violento. Dentro del social-liberalismo vinculado al Partido Demócrata, el miedo a una nueva guerra civil en Estados Unidos ha pasado el umbral de la ficción (con series como ‘El Cuento de la Criada’ u obras literarias como American War) para instalarse en el ensayo. Aquí destacan los recientes libros de Barbara Walter, How Civil Wars Start (al que se refiere Mariano Aguirre en su artículo para este número), y Stephen Marche, The Next Civil War: Dispatches From the American Future. En ellos, las tendencias hacia el autoritarismo, el cambio climático, las desigualdades sociales y la ausencia de un propósito nacional común son fuerzas motrices de un conflicto armado que ya se está gestando.

Marche, ferviente creyente él mismo en la promesa del sueño americano, ve en la política exterior un reflejo del deterioro interno: “Cuando su política exterior cayó en el cinismo y la brutalidad, [Estados Unidos] empezó a funcionar como otros imperios y naciones”. Ese autor sugiere que el giro tuvo lugar con la guerra contra el terrorismo y, especialmente, con la invasión de Irak. Ciertamente, la política exterior norteamericana, más allá de sus formulaciones doctrinarias y de las variaciones sobre la “gran estrategia” desplegada tras la Segunda Guerra Mundial, tiene su fundamento en el excepcionalismo. Estados Unidos no se permite tratar como iguales a los demás, dada la originalidad de sus instituciones y su sistema de valores que se atribuye.

Sus compromisos, incluidos aquellos a los que pudieran llegar con sus aliados, estarán siempre supeditados a ese rol histórico. Tras el abandono definitivo del aislacionismo en la Segunda Guerra Mundial, el excepcionalismo pudo sintetizarse con el interés de actores políticos y sociales de todo el mundo que temían a la Unión Soviética. La hegemonía norteamericana en la Guerra Fría tuvo que ver no solo con su capacidad de despliegue militar y económico (muy superior a la soviética, una gran potencia militar asentada, sin embargo, sobre una estructura semiperiférica), sino con la oportunidad que brindó el esquema político bipolar para proyectar sus intereses con una apariencia de universalidad. Con la crisis de la Guerra Fría, que coincidió con el inicio de una larga fase de declive estructural (representado por la fase b, o de contracción, de la cuarta ola de Kondratieff), se empezaron a ver las costuras de aquel lienzo. Las intervenciones militares convivían con los estallidos sociales internos, muy a pesar de los esfuerzos de Reagan en el ámbito ideológico-cultural. Los primeros años de la Posguerra Fría barnizaron esa realidad gracias a las venias del Consejo de Seguridad a las intervenciones en el Golfo Pérsico, Bosnia y Somalia, pero para finales de la década esto ya no era necesario. Desde la intervención en Yugoslavia, la ley del más fuerte, que no había dejado de ser el conductor de la política internacional, se manifestó con toda su crudeza.

¿Qué ha cambiado a día de hoy? El auténtico cambio no tiene que ver con el “cinismo” apuntado por Marche. Como recuerda Wesley Clark (el general que condujo el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia en 1999), la invasión de Irak perseguía un objetivo, marcado por los neoconservadores, que tenía que ver con terminar el trabajo iniciado en 1991, transformar el mapa de Oriente Medio y limpiar cualquier rastro de los regímenes que, en su día, se habían apoyado en la URSS. No fue la aventura de unos estadistas enloquecidos. Por otro lado, es posible que, con el tiempo, el cambio sí esté relacionado con el abandono de la esperanza depositada en Estados Unidos por diversos sectores sociales y actores políticos alrededor del globo: hasta hace poco tiempo, en las élites y clases medias aspiracionales de todo el mundo existía la idea de que el presidente de Estados Unidos es el presidente de todos. Esta aproximación parece ya residual. Episodios como el fallido intento de cambio de régimen en Venezuela, ejecutado por una mezcla de personajes extravagantes, crimen organizado y celebridades pop venidas a menos, sin duda han contribuido a minar esa idea.

Sobre todo, el auténtico cambio tiene que ver con la existencia de limites claros a la capacidad de maniobra de Estados Unidos. Son límites que podemos verificar en la prensa cada día de este tiempo que nos ha tocado vivir, y que se observan en una llamada telefónica a Zelenski que nadie se atreve a banalizar, en la construcción de una iniciativa de paz a la cual se podría sumar algún aliado de la OTAN, en un acuerdo de normalización histórico entre Irán y Arabia Saudí que desmonta el armazón teórico del internacionalismo liberal, en el abandono progresivo del dólar en las relaciones comerciales entre países que tienen sus propias monedas de curso legal, lo cual desatasca la chaqueta de fuerza dorada neoliberal. La diferencia es que hoy existen límites, y que estos los está poniendo China.

El excepcionalismo americano ha vivido variaciones muy significativas a lo largo de la historia, hasta el punto de que ha servido para justificar actitudes tanto aislacionistas como intervencionistas. Unas u otras se eligieron en función de las necesidades internas, nunca de la aceptación de la realidad externa. Y en cualquier caso, con lo único con lo que no se había encontrado el potente artefacto ideológico del excepcionalismo es con la existencia de límites. Frente a ello, se abren al menos dos escenarios. Uno podría ser un repliegue táctico a corto plazo seguido de un despliegue estratégico prudente que tome en cuenta la nueva realidad del mundo multipolar. Pero el excepcionalismo no entiende de aceptación de realidades. Se mantienen expresiones como credibilidad o liderazgo, y se tiene auténtica aversión a las muestras de debilidad. Las reacciones internas a un escenario de esas características serían probablemente más brutales que las experimentadas tras la distensión. Y, a diferencia de entonces, no hay actores políticos (sí intelectuales, como demuestran algunas honrosas excepciones) dispuestos a desplegar una política prudente.

Descartado ese escenario, solo queda la provocación militar a corto plazo. Las posibilidades que se abren aquí son potencialmente más peligrosas que la dinámica de la guerra en Ucrania, un espacio que, en realidad, ha estado en disputa durante décadas. Todo hace pensar que los límites a la excepcionalidad serán puestos a prueba más adelante, pero siempre en relación con la dinámica política interna. China es el único punto en el que existe un acuerdo claro entre demócratas y republicanos, lo cual podría justificar una provocación en Taiwán. Pero allí se encontrarán con límites mucho más claros que en Europa del Este. Uno de ellos, evidente, será la afirmación de la integridad territorial china. El otro será interno. El excepcionalismo requiere muestras de credibilidad, presidencias muy activas y dosis altas de escenificación en el Congreso, todo ello envenenado por la existencia de cálculos políticos condicionados por elecciones de carácter bianual en un clima social cada vez más violento.

En tal escenario, la estrategia racional para el resto del mundo parecería ser un alejamiento progresivo de esa dinámica tóxica. Los BRICS y lo que hasta ahora se denominaba “sur global” parecen dispuestos a ello. El liderazgo político de la UE, por el contrario, parece adicta a los desarrollos en ese país y le costará desengancharse. En cualquier caso, Marche señala que todos ellos conocen de primera mano la situación y las opciones existentes:

Los servicios de inteligencia de otros países están preparando dossieres sobre las posibilidades de colapso de Estados Unidos. Los gobiernos extranjeros tienen que prepararse para una América posdemocrática, una superpotencia autoritaria y, por tanto, mucho menos estable. Tienen que prepararse para una América rota, con muchos centros de poder diferentes. Necesitan prepararse para una América perdida, tan consumida por sus crisis que no puede concebir, y mucho menos promulgar, políticas nacionales o exteriores.

«A cada Imperio le llega su San Martín». ¿El turno de Estados Unidos?

El concepto e idea de imperio ha vuelto a los análisis y propuestas de diferentes analistas y teóricos en los últimos años. Esto es así, a mi juicio, porque el único imperio realmente existente, en cuanto a la realización de una hegemonía global, el estadounidense, ha pasado de no tener rival, desde la caída de la Unión Soviética, a verse claramente amenazado en su dominio unipolar por otros potenciales imperios, fundamentalmente el chino. Pero antes de meternos en faena para intentar dar cuenta del estadounidense, conviene definir los imperios y su papel clave en la historia.

 

¿La historia es la historia de la lucha de imperios?

El materialismo histórico de Marx necesita ser revisado en varios puntos para seguir dando inteligibilidad a esa concepción materialista de la historia. A mi juicio, uno de esos puntos es la inclusión de una teoría de los imperios, definidos como aquellas formaciones sociales, sociedades políticas o Estados que se expanden sobre otros. Esa expansión se produce, precisamente, porque en esa formación social se da tal conjugación entre estructuras políticas, jurídicas e ideológicas con la estructura económica, que acaba formando lo que Gramsci llamaba “bloque histórico”; un bloque soldado alrededor de una clase dominante (o los órdenes, estamentos o castas de las sociedades precapitalistas) que tiene una potencia tal que se expande más allá de sus limes, ya sea por la fuerza de las armas, la potencia del comercio, la emulación por parte de otros, la ideología y la cultura… o, más bien, una mezcla de todo ello. A la vez, existen diferentes clases de imperios, de acuerdo con la distinción establecida por Gustavo Bueno, que podemos ver en términos de tipos ideales (nunca puros):

  • El tipo de imperio o imperialismo generador (o civilizador o estructural asimilador), el cual, en su expansión, va clonando e hibridándose con lo que se encuentra. En esta dinámica entra el conjunto de instituciones del Estado imperialista de origen. No hay una relación metropoli-colonias, ya que todas las partes del imperio son tales partes, iguales de una misma totalidad, e incluso no pocas de las partes conquistadas tienen un mayor desarrollo que el centro que originalmente se había expandido. Ejemplos de ello se encuentran en los imperios macedonio, romano, omeya, español, francés-napoleónico y soviético.
  • El tipo de imperio o imperialismo depredador (o colonialista), que, en su expansión, va utilizando a los territorios y poblaciones por donde se expande para su único y propio provecho, sin la menor intención de exportar o clonar su modelo ni mezclarse, dejando a las sociedades bajo su férula igual, o aún peor, de como se las encontró. De este modo, tratan a las sociedades imperializadas como colonias de una metropoli. Ejemplos de ello se ven en los imperios persa, mongol, holandés, nazi-alemán y británico.

Como he dicho, estos tipos nunca son puros; es deci, todo imperio o imperialismo generador tiene elementos depredadores, aunque pesan más los generadores, y viceversa. Eso sí, el imperio o imperialismo depredador como una especie que anega al género es el considerado generalmente como el único tipo de imperio, y ello por la influencia del imperialismo sin duda depredador de las potencias capitalistas europeas de finales del último cuarto del siglo XIX y más de la mitad del siglo XX, retratadas por Lenin como “fase superior del capitalismo”, sin tener en cuanta la otra especie del género imperio, el generador.

Un materialismo histórico revisado y renovado podría ser uno que, básicamente, de cuenta de que la historia es sí, el paso de unos modos de producción a otros a través de la potencia de las relaciones de producción de cada uno de ellos para desarrollar las fuerzas productivas; sí, el paso de una clase dominante de un modo de producción al de otra, vía lucha de clases; y sí, que ese modo de producción y esa clase dominante del mismo se originan por circunstancias coyunturales concretas en determinadas formaciones sociales/sociedades políticas/Estados que, precisamente por darse ahí, tienen la potencia para ir más allá de sus limes y expandir ese modo de producción, con un único límite: el de otras formaciones sociales en las que, por circunstancias coyunturales concretas o por la propia expansión o influencia de imperios, surge un modo de producción, igual o diferente, o la misma o diferente clase dominante, con la potencia para frenar e imponerse al anterior imperio y ser el nuevo; es decir, sí, el paso de unos imperios ya generadores o depredadores a otros imperios ya generadores o depredadores.

Eso sí, aclaro, no hay ningún juicio de valor sobre unos imperios generadores que serían “buenos” o “progresistas” y otros depredadores que serían “malos” o “reaccionarios”, aunque es sobre todo a través de los generadores por donde más se ha expandido la civilización en todo el sentido de ese término, y sin duda también a sangre y fuego. Entre otras cosas, no hay juicio de valor porque en una concepción materialista de la historia no hay lugar para un maniqueísmo de ese tipo; porque para lo que en una época, etapa o fase histórica es un horror, en otra es una virtud y/o necesidad. Hay que huir del anacronismo sin caer en leyendas rosas, pero sin duda tampoco en leyendas negras, porque no hay un sentido determinista teleológico lineal progresivo en la historia por el que algún tipo de imperio o imperialismo generador, con su modo de producción y clase dominante correspondiente, nos llevará a la arcadia feliz. De hecho, todos los imperios generadores han caído, además, al no conseguir englobar a todo el planeta, y encima han sido más a lo largo de la historia los imperios depredadores que los generadores. Una concepción materialista de la historia, en última instancia, es la de la mayor potencia (económica, tecnológica, política, militar, ideológica, etc.) de unas clases/Estados/imperios frente a otros, sin que el resultado de esa mayor potencia haya sido, ni se vislumbra para nada que pueda ser, el fin de la explotación y la dominación de unos sobre otros, aunque quizás sí se podrían catalogar de mejores en cuanto más eficientes y menos lesivas, o menos malas de ejercer, unas que otras esa explotación y dominación.

Y ahora vamos con el Tío Sam.

 

¿Qué tipo de Imperio e imperialismo es el Imperio y el imperialismo estadounidense?

De esos dos tipos de imperio, ¿cuál sería el correspondiente a Estados Unidos? Según la perspectiva ideológica de ese país, se trataría de un imperialismo generador, ya que su “destino manifiesto” le lleva a expandir su modelo capitalista, liberal-democrático, a todo el globo terráqueo, o que el “american dream” y el “american way of life” lo sea para todos los habitantes de la tierra. ¿Pero es esto así?

Vayamos por partes, la globalización estadounidense, es decir, el imperialismo estadounidense, comienza tras la Segunda Guerra Mundial en un mundo dividido entre la esfera de influencia estadounidense y la soviética. En Europa Occidental, para reconstruirla tras la guerra y combatir la posible influencia soviética, Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, que ayudó a los países en que se implementó a tener altas tasas de crecimiento y adentrarse en lo que ya era el mismo Estados Unidos: una sociedad de consumo. Lo mismo vale para países asiáticos más o menos fronterizos con China, como Japón o los llamados “tigres asiáticos”, donde inversiones y facilidades de todo tipo contribuyeron, sin duda, a su gran desarrollo. A la vez, la homogeneización que el propio modo de producción capitalista lleva intrínsecamente por su propia lógica de desarrollo, en este caso bajo el manto del Tío Sam, da lugar a que haya Coca-Cola, McDonald’s, Amazon, Twitter, Facebook, Apple, Microsoft o las diferentes marcas y empresas, así como métodos de producción y de consumo, made in USA por todo el mundo, por no hablar de la más que poderosa industria del entretenimiento y la información con matriz norteamericana, con la extensión por todo el globo de su forma de ver y vivir la vida, así como también el inglés como lingua franca heredada del predecesor del Imperio estadounidense, el británico. Si solo tomáramos estos ejemplos, no menores para nada, podríamos decir que el Imperio estadounidense, si no es generador, se acerca bastante. Pero eso es solo una parte de la historia.

La otra parte es toda Hispano o Iberoamérica, concebida desde muy pronto como el patio trasero de los estadounidenses a través de la “doctrina Monroe”, que bloqueó toda posibilidad de desarrollo de estos países y favoreció sanguinarias dictaduras militares frente a cualquier gobierno que quisiera proteger sus riquezas frente al expolio de las multinacionales yanquis, por no hablar de los “ajustes estructurales” vía FMI. Esto fue posible como consecuencia de las primeras intervenciones expansionistas durante el siglo XIX, como por ejemplo la anexión de gran parte del territorio que México había heredado del Virreinato de Nueva España o la guerra contra España al final de ese siglo que hizo caer bajo férula yanqui a Cuba o Puerto Rico, además de Filipinas. Ya que estamos con Filipinas, no se puede dejar de destacar el genocidio al que se sometió a su población tras caer en manos norteamericanas, y qué decir de otras partes de Asia, como el Medio Oriente, donde no han tenido ningún problema en aliarse con, e invertir en, teocracias islámicas como las del Golfo Pérsico a cuenta del petróleo o lanzarse a guerras como en Afganistán o Irak, que destrozaron a esos países. Qué decir también del derrotado y fragmentado imperio (generador) soviético, al que Estados Unidos no ayudó con ningún Plan Marshall, pero con el apoyo a las terapias de choque neoliberales y con la presencia militar en sus alrededores, lo que representa los antecedentes de la actual guerra de Ucrania. Vista esa otra parte de la historia, la de la globalización o imperialismo estadounidense en el “Sur global” hispano/iberoamericano, asiático y africano, en los restos del imperio soviético, e incluso en sus aliados directos del “Norte global”, como los de la Unión Europea (en gran parte una criatura suya a la que ahora arrastra hacia la desindustrialización con las leyes anti-inflacion Biden, la guerra de Ucrania o el enfrentamiento con China) el Imperio estadounidense no se puede calificar más que como depredador.

Además, es en el propio territorio estadounidense, donde lo generador/depredador ha formado dos caras de la misma moneda. Y es que la expansión no empezó realmente hacía fuera, sino hacia lo que ahora es su adentro, o desde las trece colonias independizadas del Imperio británico a través de un proceso de expulsión o directamente destrucción (en este caso sí un genocidio) de los nativos indios americanos, metiendo a los muy pocos supervivientes en reservas. Se trató de un proceso totalmente depredador. También es cierto que, en esa expansión, que dará lugar a los actuales Estados Unidos, como la antes señalada anexión de territorios mexicanos o la llamada “conquista del oeste”, llevó a esos nuevos territorios al mismo modelo capitalista democrático liberal, en un proceso de características generadoras. A todo ello hay que unir aspectos relevantes a lo largo del tiempo. El primero, las dialécticas internas de clase entre los industriales del norte y terratenientes del sur, que explotó en la Guerra Civil del siglo XIX, la cual acabó con las propiedades de esos últimos (en una de las mayores expropiaciones de la historia) así como con la esclavitud de los territorios del sur (aunque no con el racismo y la exclusión de la población negra). En segundo lugar, el New Deal de Roosevelt, aupado por las luchas obreras en los 30’s del siglo XX y que, aun así, no logró construir un estado del bienestar mínimo. Finalmente, la apertura a migrantes de todo el mundo, de los cuales los de origen europeo y en parte asiáticos se han integrado bajo el lema “E pluribus unum”; sin embargo, queda una gran remesa de hispanos que ya son la primera minoría del país y el mayor reto de cara a ser aculturizados al molde WASP, como sí lo fueron otras cohortes de migrantes, a la vez que, quizás, toda una posible masa de población para un cambio y/o renacimiento en Estados Unidos que, por otro lado, se reencontraría con sus raíces y pasado hispano para ponerse al mismo nivel que el anglo.

Pero este imperio, con elementos generadores, pero también depredadores, pesando más estos últimos en la balanza y, por lo tanto, definiendo como tal a este imperio, ¿se encuentra en decadencia y enfilando su fin?

 

¿Se acabó lo que se daba?

En el apartado anterior sugerí que la globalización del imperialismo estadounidense comenzó en una especie de primera parte tras la Segunda Guerra Mundial; una primera parte de globalización parcial, eso sí, ya que una buena parte del mundo estaba bajo el llamado “campo socialista” (el Imperio soviético). Fue tras la caída de la URSS y su bloque –y, por lo tanto, de la victoria del Imperio estadounidense– cuando este vivió su momento más fulgurante. Era la única superpotencia en el mundo y lanzó, a través del llamado, “consenso de Washington” la segunda parte de su globalización, ahora sí plenamente global. Es más, desde 1991, hasta por lo menos la crisis del 2008, se vivió una especie de unipolaridad, dominada por el primer imperio realmente global, que permitió también extender a nivel global el modo y la relaciones sociales de producción capitalistas como nunca antes.

En la lógica de esa segunda parte de la globalización imperial estadounidense se insertó una China liderada por Deng Xiaoping y el resto de la clase dirigente del Partido Comunista, que, formando el ala derecha del mismo y tras sobrevivir a la última etapa del maoísmo, se había hecho con el partido y el país. Así, se insertó desde los ochenta mimados por unos Estados Unidos que se aprovechaban de la ruptura sino-soviética y de la enorme mano de obra dispuesta a trabajar en las industrias deslocalizadas, las cuales libraban tanto a los norteamericanos como a sus socios europeos occidentales de un proletariado industrial demasiado conflictivo, mientras se abría paso, en esos países, una sociedad de servicios con diferentes tipos de cualificación y revolución tecnológica encabezada desde Silicon Valley.

Pero con lo que no contaba la clase dominante y dirigente estadounidense es con una China que, lejos de conformarse con ser la “fábrica del mundo” de productos baratos, basados en bajos costes laborales y en donde, con el crecimiento económico acabaría llegando una democracia liberal capitalista, en realidad, y de manera sistemáticamente planificada, tomaría esta etapa de acumulación de capital y perfil bajo geopolítico en los años ochenta y noventa del siglo pasado como una acumulación de fuerzas para, a partir de los 2000, y sobre todo tras la llegada de Xi Jinping al timón del país, aprovechar todo ese crecimiento económico capitalista, más todo su conservado y renovado sector económico estatal dominante, para dar un salto hacia la producción industrial y de servicios de alta tecnología y alto valor añadido. Como colofón, terminaría lanzando su propio proyecto de globalización imperial a través de la “Nueva Ruta de la Seda” y organizaciones como los BRICS y BRICS, la OCS, etc…

Después de las guerras fallidas del imperio en Irak y Afganistán, la crisis del 2008, etc., ese mundo bajo la férula estadounidense, que venía desde 1991, llegó a su fin, y hoy la realidad es que estamos ante unos Estados Unidos que intentan mantener su decaída globalización renovándola frente a la pujante y emergente globalización impulsada por el Imperio del Centro. Ese es el conflicto esencial que va a caracterizar el actual siglo XXI. En este momento histórico trascendental en el que estamos, se cruzan a la vez la fase de colapso de una potencia hegemónica para pasar a otra, según Arrighi; el “turning point” del paso de una etapa a otra de una revolución tecnológica, según Carlota Pérez; el fin de un ciclo de un Imperio que se cruza con el comienzo del ciclo de otro imperio y la guerra que puede traer esto, según Ray Dalio. En definitiva, el posible paso de un modo de producción dominante a otro: del modo de producción capitalista del Imperio estadounidenses al modo de producción estatista chino.

En esa múltiple partida en juego se encuentra la prueba de la práctica del se acabó lo que se daba o a cada imperio le llega su San Martín para el Imperio estadounidense, todo a la vez que asistimos al comienzo de un nuevo imperio, el chino. Las alternativas a este escenario parecen claras: el freno a China y posterior renacimiento, cuál ave fénix, del Tío Sam (al que de momento no le llegaría su San Martín) o la terrorífica destrucción mutua y, con ello, del mundo en su totalidad, aunque ya no con cambio climático, sino con invierno nuclear.

Una última prognosis especulativa basada en potenciales tendencias del presente: la posible caída del Imperio estadounidense y su sustitución por el Imperio chino supondría un punto y aparte, en el sentido de que desde, la primera globalización protagonizada por el Imperio español o Monarquía Católica Hispánica (aunque en la misma tuvo como partenaire a China) ha sido el llamado “occidente” el que ha llevado la batuta del mundo, sobre todo tras la época, o fase histórica, del capitalismo como modo de producción dominante a través de los imperios anglosajones, británico y estadounidense, y sus globalizaciones, que pueden agruparse en una única anglobalización. Todo ello vendría ahora a ser sustituido por el “Lejano Oriente” a través del Imperio del Centro como Sol a cuyo alrededor girarían, por la fuerza de la gravedad de la globalización Made in China, los planetas de todos los Estados-nación, agrupados en bloques supranacionales, con trayectorias históricas comunes, del llamado “Sur global”, o los perdedores de la época o fase histórica de la anglobalización capitalista. En ese escenario, el “Norte global”, con Estados Unidos a la cabeza, quedaría como uno más de los polos, y no de los más importantes.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

La crisis interna y de liderazgo de Estados Unidos en la nueva Guerra Fría

Estados Unidos ha sido la potencia hegemónica del sistema internacional durante aproximadamente sesenta años, luego de desplazar a las potencias europeas de sus dominios coloniales y haber contenido la expansión del comunismo liderada por la Unión Soviética. Durante la Guerra Fría fue la potencia dominante. Pese a la reticencia a considerarse un imperio, el país ha operado como tal, pero se encuentra actualmente en declive relativo y afectado tanto por una serie de factores en su papel en el mundo como por una profunda y múltiple crisis interna que impacta en su capacidad de poder global.[1]  Su caso es particularmente relevante por los interrogantes que genera en el resto del mundo su capacidad futura de liderar el sistema internacional o continuar siendo en un actor todavía poderoso, pero en repliegue.

El país enfrenta graves problemas domésticos: una crisis constitucional y un sistema electoral obsoleto que es aprovechado por sectores antidemocráticos; desindustrialización; pérdida de competitividad internacional; profundas fracturas sociales en torno al racismo y reglas sociales (por ejemplo, en torno al aborto y la educación); grave desigualdad; muy altas cotas de violencia social; y desafíos al Estado y al monopolio del uso legítimo de la fuerza por parte de una proliferación de milicias ultraderechistas.

Desde la perspectiva de la seguridad Estados Unidos tiene un gasto en defensa igual al de China, Arabia Saudí, Rusia, Reino Unido, Alemania, India, Brasil, Francia, Corea del Sur y Japón combinados.[2]  A la vez, posee un diversificado sistema de fuerzas de seguridad interior (policías estatales, federales, sheriffs comarcales, guardia nacional, y más 1,1 millones de miembros de servicios privados).

El número de milicias con ideología antiestatal (como los Oath Keepers, los Three Percenters, los Proud Boys y los Boogaloo Boys, todos grupos que participaron en la toma del Congreso en enero de 2021) ha crecido en los últimos años. Forman parte de ellas antiguos miembros de diferentes cuerpos de las fuerzas armadas y ciudadanos de diversos sectores. Algunos de estos grupos se presentan como “aceleradores” del proceso de insurgencia contra el Estado. La mayor parte cree que la inmigración latina y la población negra están llevando a cabo un “gran reemplazo” de los ciudadanos blancos promocionada por el Partido Demócrata.

Estos grupos armados organizados tienen diversos enemigos como objetivos, pero en general están contra los afroamericanos, los judíos, los inmigrantes (latinos y musulmanes), Naciones Unidas y el Estado. La organización United Constitutional Patriots, por ejemplo, se dedica a atrapar extrajudicialmente a inmigrantes ilegales en la frontera con México, expulsarlos o entregarlos a las autoridades. Después de décadas de operar como grupos marginales, se han convertido en milicias ultraderechistas que operan como la fuerza de choque del Trumpismo.  Según la organización Southern Poverty Law Center, en 2021 había 488 grupos extremistas antigubernamentales que usan o están dispuestos a usar la violencia, que agrupan a entre 20.000 y 60.000 personas armadas que cuestionan el principio básico del Estado moderno del monopolio legítimo del uso de la fuerza, dentro de un total de 1.600 grupos extremistas (casi todos de ultraderecha) operando en el país.[3]

Los miembros de las milicias y cualquier ciudadano tienen gran facilidad para acceder a la compra de armas cortas y “de asalto” o de guerra en buena parte de los estados. El país tiene 328 millones de habitantes y se calcula que hay 390 millones de armas, parte de ellas ametralladoras y fusiles de repetición, en manos de los ciudadanos, según la organización Small Arms Survey.[4] Un sector de la sociedad considera que según la II Enmienda de la Constitución tienen derecho a tener y portar armas en público para, eventualmente, defenderse del Estado.

Algunos expertos, como Barbara Walters, consideran que están dadas las condiciones para que haya una guerra civil o una cadena de insurgencias, atentados, secuestros a políticos y personalidades públicas y diferentes tipos de violencias. Según esta profesora de la Universidad de San Diego,  una serie de factores pueden conducir a una guerra civil:

  1. Las crisis de sistemas democráticos “capturados” por partidos y políticos populistas que usan procedimientos democráticos para llegar al poder y luego tratar de acabar con ellos. A estos regímenes los denomina anocracias: “no son ni autocracias plenas ni democracias, sino algo intermedio”. Desde Brasil a Hungría, y de Filipinas a la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, es un modelo en expansión.
  2. La formación de facciones alrededor de identidades excluyentes con revisiones tergiversadas de la historia (por ejemplo, negar que en Estados Unidos hubo esclavitud), alentadas por redes sociales, noticias falsas y un flujo masivo de teorías conspirativas que incrementan las posibilidades de enfrentamientos violentos con grupos —por ejemplo, la población negra— que pueden sentirse amenazados.
  3. El nacionalismo étnico y su expresión a través de esas facciones. En el caso de Estados Unidos se materializa en el racismo contra la población negra, latina y musulmana, y en la consideración de que los votantes liberales del Partido Demócrata no son verdaderos “americanos”. En el Partido Republicano crece una tendencia que preconiza que Estados Unidos debe ser una “república” pero no una democracia, ya que este último concepto encubriría al comunismo y el multiculturalismo que aspiran a destruir el país.[5]

En las últimas cinco décadas la desigualdad, que algunos analistas consideran el origen de muchas disfunciones políticas del país, y sus múltiples impactos, han aumentado de forma sostenida. Esta tendencia ha avanzado en paralelo al declive del mundo laboral para la producción de bienes. Al mismo tiempo, ascendió la economía financiera y de alta tecnología: el sector social que trabaja en estos dos mundos se ha distanciado totalmente de quienes viven el mundo rural y los que han perdido sus trabajos en fábricas debido a la deslocalización de éstas a China y otros países, o porque son sustituidos por la robotización y la inteligencia artificial. En consecuencia, han pasado a engrosar las filas de la precariedad laboral.

El Partido Republicano se ha convertido en un movimiento que aglutina a diversas organizaciones, grupos e individuos que no creen en el sistema democrático y sus reglas, y que se muestran dispuestos destruir el sistema vigente a través de restricciones al voto de la población negra y joven, negar la victoria electoral de los Demócratas (y preparar el terreno para no aceptar un eventual triunfo en 2024), e impulsar una agenda ultraconservadora con la ayuda de la Corte Suprema.

Los Republicanos han adoptado de forma extrema la agenda cristiana evangélica que convierte a los Demócratas y liberales en impíos que desafían las reglas divinas, y la confrontación política en una guerra santa.[6]  Algunos senadores y representantes republicanos se hacen eco de la proliferación de teorías conspiratorias promovidas activamente a través de redes sociales.

El país está dividido entre Republicanos (mayoritariamente blancos y con una participación de latinos en aumento) y Demócratas (sector formado por diversas identidades y relaciones interraciales), con una “profunda y extendida tensión en el tiempo entre la ideología cristiana y blanca supremacista que se ha desarrollado justificando la esclavitud y una amplia base multiétnica de resistencia a ella”.[7]

De particular relevancia en la crisis interna son las denominadas “guerras culturales” alrededor de la migración, modelos de sexualidad y familia, derecho al aborto, papel de la mujer en la sociedad, revisión histórica de la esclavitud, programas educativos, el supuesto derecho a la posesión de armas por parte de los ciudadanos y el rechazo a aceptar que existe el cambio climático, entre otros temas.

 

El desarrollo del imperio

Estados Unidos tuvo un desarrollo expansionista del Estado desde su fundación en 1776, cuando 13 colonias se independizaron de Gran Bretaña. A partir de entonces conquistaron territorio hacia el Oeste y el Sur de América del Norte librando guerras contra los diversos pueblos indígenas que poblaban el país y luchando o comprando tierras a Francia, España, Reino Unido, México, Rusia y Japón.

El desarrollo económico del país se debió en gran medida a esta expansión territorial y la acumulación de capital derivada de la mano de obra esclava que trabajaba especialmente en campos de producción de algodón entre 1776 y 1865.[8] Pese a que la esclavitud fue abolida después de la Guerra Civil entre el Norte liberal y antiesclavista y el Sur partidario de continuar con la esclavitud, otras formas de explotación de la población negra continuaron hasta la mitad del siglo XX.[9]  Cornel West, profesor de filosofía en la Universidad de Harvard, vincula el proyecto imperial con el genocidio contra la población indígena y la expropiación de sus tierras, la esclavitud y el racismo hacia la población negra. “La expansión imperial, el capitalismo depredador, y el suprematismo blanco, explica, fueron las condiciones de fondo que hicieron posible la preciosa idea de la democracia y su práctica en América”.[10]

Entre la mitad del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, el país tuvo una guerra civil, se anexionó Florida, Texas, California y Hawái, libró una guerra contra España que le permitió anexionar Puerto Rico y controlar Cuba y Filipinas, y emergió triunfante de la Primera Guerra Mundial.

Durante la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos definió en gran medida la contienda contra el fascismo, fue el primer país del mundo en tener y usar armas nucleares (contra Japón), y salió de la guerra como absoluto triunfador y país líder de Occidente, heredando la influencia sobre las ex colonias de los imperios en declive de Francia, Gran Bretaña, Italia, Portugal, Alemania, Holanda y Bélgica.

A partir del final de la II Guerra Mundial Estados Unidos fue clave en la configuración del orden económico del mundo occidental, con la creación de organizaciones de desarrollo y crédito (el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial), con el dólar como la moneda de cambio para operaciones comerciales y financieras mundiales. Colaboró con la creación del orden multilateral (Naciones Unidas y sus agencias), pero preservando su capacidad de eximirse de ese orden cuando fuese en contra de sus intereses (en nombre de ser un país “excepcional”). Así mismo, financió planes de reconstrucción y desarrollo en Europa y Japón con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial.

A partir de los años cincuenta se expandieron las empresas multinacionales de origen estadounidense, y paralelamente operaron en el mundo occidental actores no estatales de ese país: fundaciones, universidades, cuerpos de paz, grupos religiosos, y una expansión de los valores culturales a través de la televisión y el cine.  Estados Unidos se consolidó como la primera potencia económica mundial. Aunque no era un imperio tradicional, en el sentido de controlar el poder político e institucional de una serie de países de forma directa, generó un poder imperial a través de la influencia sobre elites locales que aceptaron subordinación a cambio de beneficios y protección.  Eventualmente, cuando esa alianza se veía en peligro, utilizó la fuerza para preservar de esta forma, durante el período de la descolonización a nivel mundial (desde fines de la Segunda Guerra Mundial hasta la década de los setenta, o sea, sobre casi toda la Guerra Fría) pudo presentarse como potencia anticolonial a la vez que asentar sus bases como líder de un nuevo modelo de imperio.

 

Signos estructurales de crisis

Estados Unidos mantuvo el crecimiento económico y hegemonía política hasta los setenta, cuando se produjo la primera gran crisis del petróleo y signos de recesión en su economía y la de otros países. La guerra anticolonial de Vietnam, en la que Washington se implicó luego de la salida de Francia, produjo un desequilibrio entre su gasto militar y sus inversiones en ciencia y tecnología, que dio ventajas a Alemania y Japón.

A partir de los ochenta se produjeron cambios en su estructura económica, social y de relaciones con el mundo. La caída y desaparición de la URSS dio lugar a un breve momento de “unipolaridad”. Pero el crecimiento económico de Japón y la Unión Europea (y dentro de ella economías como la alemana y la francesa); el desarrollo de potencias regionales con intereses propios no siempre coincidentes con los de Estados Unidos; el progresivo advenimiento de China como gran potencia económica, comercial, financiera y militar; la incapacidad de sucesivos gobiernos de entender la complejidad del Sur Global, particularmente Oriente Medio y Afganistán; y los problemas internos del país, fueron restándole peso económico y político.

Hay diversos indicadores del declive relativo de Estados Unidos. Por  una parte, como explica el historiador Victor Bulmer-Thomas, la caída en su capacidad de acumular capital, haberse convertido en un país deudor en vez de acreedor, estar retrasado en innovación tecnológica (pese a contar con sectores punta en Silicon Valley pero que tienen gran parte de sus inversiones en el extranjero), falta de inversión en la calidad de su fuerza laboral (capital humano), estancamiento de los salarios de clases medias y trabajadores industriales y rurales, crisis de las infraestructuras, y crecimiento de la desigualdad. Este último en particular ha deslegitimado la capacidad imperial del país ante parte de su propia población, que rechaza la implicación de Estados Unidos en la denominada globalización y reclama no intervenir en guerras en países lejanos.

Hay también indicadores económicos de peso. Primero, la parte que Estados Unidos contribuía al Producto Interior Bruto global era del 23% en 1986, pero en 2022 es del 15,47%- (El de China es del 18.58%).

Segundo, Estados Unidos ya no es el mayor exportador e importador comercial, sustituido por China en 2014, ocupándose del 8,6% de las transacciones comerciales mundiales en 2021.

Tercero, el descenso de la capacidad de invertir en el extranjero (foreign direct investment). Los países imperiales, incluyendo a Estados Unidos durante décadas, se beneficiaban por tener una balanza comercial favorable. Las ganancias que dejaban estos términos de intercambio eran reinvertidas en diversas partes del mundo, reforzando la capacidad de hegemonía económica y política.[11]  Actualmente la economía de Estados Unidos depende en buena medida de las inversiones extranjeras, muchas de ellas capital especulativo y no productivo.[12]

Pese a tener la mayor capacidad militar del mundo, Estados Unidos encuentra difícil imponer sus criterios sobre otros países, incluyendo a aliados, como Israel o Arabia Saudí, de la forma que lo hacía décadas atrás. La guerra de Ucrania le ha dado un respiro a esta tendencia, pero la retirada de Estados Unidos de su papel de líder mundial continuará debido a los factores estructurales internos, el ascenso de otros Estados, y lo que Amitav Acharya denomina el fin del American World Order (AWO) u Orden Mundial Americano.[13] Esto significa que Estados Unidos no se encuentra en posición de crear nuevas reglas y dominar las instituciones de gobernanza global y el orden mundial de la forma en que lo hizo durante la mayor parte del período posterior a la Segunda Guerra Mundial.[14]

 

Competir o enfrentarse

En Estados Unidos hay diferentes formas de interpretar este escenario global. Unos analistas plantean que hay que reconocer el ascenso de nuevos actores en el sistema internacional y la consiguiente pérdida parcial de poder del país a nivel mundial. Ante esta situación, se deben diseñar políticas de reforzamiento del sistema multilateral, cooperación con aliados y “competencia competitiva” con Rusia y China en un marco de no confrontación violenta.[15]  El sector más crítico de esta tendencia va más lejos y aboga por terminar con las políticas militaristas e intervencionistas que han caracterizado la expansión y etapa imperial de Estados Unidos y denuncian que Washington se prepara para librar una nueva Guerra Fría contra Rusia y China.[16]

Una segunda escuela de pensamiento considera que Estados Unidos está destinado a continuar liderando el sistema internacional y que debe prepararse eventualmente para una confrontación, dado que se estaría entrando en una nueva “competencia entre grandes poderes”. Ésta podría ser violenta (cuando incluye la idea de “vencer” a los contrincantes), se libra en los terrenos económico, comercial, tecnológico, y con pugnas por el control de mercados, rutas para circulación de bienes y acceso a recursos en el mundo.[17] La guerra de Ucrania ha hecho emerger una serie de analistas (y renacer a algunos halcones de la Guerra Fría) que plantean la necesidad de “derrotar a Rusia”, dado que nos encontraríamos en una lucha por la esencia de la democracia contra el autoritarismo.

Una variación por la derecha nacionalista y aislacionista es que el país debe concentrarse en sus problemas internos y evitar intervenciones y guerras en otros países porque cuestan vidas de soldados propios (una secuela de la guerra de Vietnam entre 1955 y 1975, en la que murieron 58.236 efectivos de Estados Unidos). Ésta es la política que caóticamente adoptó la Administración de Donald Trump, que generó desconcierto entre sectores anti intervencionistas de la izquierda, y que mantiene con un lenguaje diferente la presidencia de Joe Biden.

Académicos de la escuela Realista de las Relaciones Internacionales como John Mearsheimer y Stephen M. Walt critican el intervencionismo liberal, que intenta expandir la democracia, en algunos casos mediante la fuerza, lleva al país a fracasos diplomáticos y militares, alimenta los intereses del complejo militar-industrial, y se ve  influido por intereses de gobiernos o sectores políticos extranjeros que usan sus lobbies para ganar el favor de Estados Unidos (como ocurrió con la campaña mediática y de presión que hicieron sectores exiliados iraquíes durante la Administración de George W. Bush para que Estados Unidos interviniese en Irak en 2003).[18]

El hecho de que Washington esté apoyando a Ucrania en una guerra por delegación contra Rusia tiene similitudes con las guerras que libraron la URSS y Estados Unidos en territorios poscoloniales y no va en contra de, más bien confirma, la tendencia a no implicar directamente tropas propias en nuevas guerras. Al mismo tiempo, en las últimas dos décadas Estados Unidos ha intervenido en más de una docena de “guerras secretas” (que no cuentan con autorización del Congreso) en 17 países, utilizando regulaciones para casos especiales creadas después del 11 de septiembre de 2001, según un informe del Brennan Center for Justice.[19]

Estados Unidos mantiene una red de 750 bases militares alrededor del mundo (Rusia tiene 36 y China cinco) pero la forma de intervenir es cada vez más a distancia, con drones y otras armas que  permiten llevar a cabo  asesinatos de líderes terroristas, controvertidos desde el punto de vista del Derecho Internacional (como los líderes de al-Qaeda Osama bin Laden y Ayman al-Zawahiri), realizar ataques, enviando asesores militares, y operaciones llevadas a cabo por pequeños grupos de fuerzas especiales.

Al igual que las otras potencias (y cada vez más países) EE. UU. usa la ciberguerra, la inteligencia artificial aplicada a nuevas armas, aviones no tripulados, algoritmos, interferencias políticas a través de redes sociales y “granjas” emisoras de información falsa. En suma, métodos de guerra sin presencia de personal humano en el campo de batalla.

Este cambio de política hacia métodos intervencionistas menos directos, y sin auspiciar golpes de Estado, se ha hecho evidente en América Latina y el Caribe. Washington ha convivido con gobiernos como el de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, imponiendo sanciones y presiones, pero sin llegar a involucrarse directamente en conspiraciones ni invasiones. Con motivo de la necesidad de contar con fuentes diversificadas de energía a partir de la guerra de Ucrania, Biden levantó parte de las sanciones a Venezuela. El presidente Obama reinició las relaciones diplomáticas con Cuba, un símbolo de la Guerra Fría, aunque no llegó a levantar el régimen de sanciones, que Trump volvió a reforzar. El presidente Biden no ha cambiado sustancialmente la política hacia el gobierno cubano.

 

La política exterior, en segundo plano

La política exterior es para todo gobierno una prioridad secundaria frente a cuestiones internas como el empleo o la educación, incluso en países imperiales. Pero en el clima político de Estados Unidos se produce la paradoja de que, en un país con una amplia agenda e intereses internacionales, la tendencia dominante de los Republicanos y su electorado es cerrarse al mundo (aislacionismo). Por su parte, la política de los Demócratas, más allá de la retórica del liderazgo y defender los derechos humanos y la democracia, es tener una relación selectiva con el mundo, exigir a los aliados que asuman mayores responsabilidades y desentenderse de intervenciones militares costosas e inciertas.

El gobierno de Biden tiene el complicado desafío de establecer un modelo económico incluyente, reconstruir la desgastada infraestructura industrial, y promover la reforma del sistema productivo para que sea competitivo, genere empleo y sea menos destructivo del medio ambiente. A la vez, tratar de frenar la brecha política y cultural que enfrenta radicalmente a la sociedad.

Biden ha planteado que su gobierno tiene una “política exterior para la clase media”, que es una forma más discreta y menos agresiva del America First de Trump. Su administración espera que la política exterior sirva para consolidar el papel de Estados Unidos en el mundo como actor que compita en mejores condiciones tecnológicas con China y otros países.

Pero frente al ascenso de China como potencia global y el intento de Moscú de reconstruir su influencia en el antiguo espacio soviético, hay consenso implícito o explícito entre Demócratas y Republicanos en competir con Pekín, librar la guerra contra Rusia a través de Ucrania, fortalecer la OTAN, mantener o reconstruir sus alianzas con actores regionales (como Israel, Arabia Saudí, Corea del Sur, Australia, Colombia y México), y tener presencia e influencia selectiva en lugares geopolíticamente claves.

Paralelamente, la imposibilidad de controlar realidades en un mundo altamente complejo (especialmente en Oriente Medio y en Afganistán) y el rechazo de gran parte de la sociedad estadounidense a implicarse militarmente en conflictos lejanos e inciertos conduce a un repliegue de su presencia internacional (ahora retrasado debido a la guerra en Ucrania, que le ha permitido presentarse otra vez como líder de Occidente). El diplomático William J. Burns, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en la presidencia de Joe Biden, escribió en 2019 en sus memorias:

“El valor del liderazgo de Estados Unidos ya no es un hecho, ni a nivel doméstico ni internacional. El cansancio con las intervenciones en el mundo después de dos décadas de guerra (en Afganistán e Irak) ha alimentado el deseo de liberar a este país de las restricciones de antiguas alianzas y asociaciones, y reducir los compromisos transcontinentales que parecen acarrear cargas de seguridad injustas y desventajas económicas”.[20]

 

El repliegue

La tendencia al repliegue comenzó durante la presidencia de Barack Obama, con un rechazo abierto a las políticas intervencionistas para cambiar regímenes que había promovido el sector denominado neoconservador.[21] Prosiguió con Donald Trump, en este caso presentando agresivamente el lema America First frente los compromisos de Estados Unidos con sus aliados y a las políticas que implicaron al país en la globalización, y que aceleraron la desindustrialización y la desigualdad. Trump promovió que Estados Unidos fuese una potencia que impusiera sus intereses, sin interesarse por valores democráticos.

Jeffrey Sachs, profesor en la Universidad de Columbia escribió que:

“La visión de America First de Donald Trump es una variante racista y populista de la tradicional excepcionalidad americana. Como estrategia racista va a dividir a la sociedad estadounidense. Como estrategia populista está condenada al fracaso y creará más daños económicos. Como una política exterior excepcional en una era de post excepcionalidad, seguramente va a fortalecer más que debilitar a los principales competidores del país, especialmente a China”.[22]

La presidencia de Trump estuvo marcada por el desgaste del sistema institucional y una política de ruptura con los aliados y los compromisos internacionales. En 2020 Ivo Daalder, ex embajador de Estados Unidos en la OTAN dijo que “la capacidad del país para ejercer un liderazgo global ha colapsado”.[23] Y analizando la crisis interior de EE. UU., la posibilidad de rupturas internas del Estado, y su proyección en la esfera internacional, Steven Simon y Jonathan Stevenson afirman:

“La realidad es que los estados ya no están unidos, si es que, salvo durante las guerras mundiales y la Guerra Fría, alguna vez lo estuvieron. Cuanto antes se ponga en marcha algún proceso para hacer coincidir la forma política con la sustancia política, menos probable será que la transición sea violenta. Muchos estadounidenses, tanto conservadores como liberales, considerarían que la desfederalización equivale a admitir que EE. UU. ya no puede jactarse de tener una ciudadanía ilustrada e ideológicamente cohesionada, y que ya no es una democracia unitaria grande y poderosa, un ejemplo político para el mundo, y una potencial fuerza global para el bien”.[24]

Biden ha enfatizado que Washington piensa seguir “liderando”, voluntad incierta ante las incapacidades del país. Los aliados de la OTAN sintieron un gran alivio ante el anuncio de que Estados Unidos “está de regreso”. Sin embargo, Washington no les consultó suficientemente durante la polémica salida de las tropas de Afganistán en agosto de 2021, y ven con preocupación que pueda haber un retorno de los Republicanos a la Casa Blanca, mucho más ante los múltiples compromisos que ha adoptado Estados Unidos con la OTAN a partir de la Conferencia de Madrid en julio de 2022. En Europa existe el temor, además, de que se rompa el acuerdo entre los partidos Demócrata y Republicano en torno a la guerra de Ucrania.

La invasión de Rusia a ese país generó, en efecto, un amplio consenso entre los dos partidos en torno a la imposición de sanciones y provisión de armas a Ucrania.  Pero a medida que han aumentado la inflación y los precios de la energía y la alimentación, los Republicanos centran su estrategia en los problemas económicos internos, de los que culpan a Biden. El consenso en el Congreso podría mantenerse durante un tiempo por los inmensos beneficios que genera a la industria militar y los puestos de trabajo que mantiene, pero es difícil que se prolongue. Charles Kupchan escribió en Foreign Affairs:

“Los cimientos internos de la política exterior de Estados Unidos son mucho más frágiles ahora que antes. El centrismo bipartidista que prevaleció durante la Guerra Fría desapareció hace mucho tiempo, dando paso no sólo a la polarización, sino a una potente corriente de sentimiento neo aislacionista. La política exterior de “Estados Unidos primero” del expresidente Donald Trump fue un síntoma más que una causa de este giro hacia adentro. La “política exterior para la clase media” de Biden indica que los Demócratas también son sensibles al deseo del electorado de que Washington dedique más tiempo y recursos a resolver problemas en casa en lugar de en el extranjero”.[25]

 

Cambio de rumbo

En su primer año y medio, Biden y el secretario de Estado Anthony Blinken han llevado a cabo una política pragmática, basada antes en los intereses económicos y políticos de Estados Unidos que en la defensa de la democracia y los derechos humanos en otras partes del mundo. Así ha ocurrido con el acercamiento de Washington a Arabia Saudí, luego de las fuertes críticas que Biden había hecho al príncipe heredero Mohammed bin Salman por instigar, según información de la CIA, el asesinato del periodista saudí, comentarista político en The Washington Post, Jamal Ahmad Khashoggi en 2018. La Administración Biden ha tratado de convencer a Arabia Saudí de que aumente la producción de petróleo para que desciendan los precios del crudo. En noviembre de 2022 el Departamento de Estado ordenó al Departamento de Justicia levantar todas las acusaciones contra bin Salman, permitiendo de esa forma que pueda viajar a Estados Unidos sin el peligro de ser acusado de asesinato. Pese a todos estos pasos, Riad no ha accedido a poner más crudo en el mercado mundial, incluso se ha unido a Rusia en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en 2022 para limitar la producción, mostrando a Washington sus límites para imponer políticas a aliados tradicionales.

La Casa Blanca acabó con la fascinación de Trump por el presidente ruso, Vladímir Putin, e intensificó sus críticas por la detención de opositores políticos. Sin embargo, hasta que se produjo la guerra de Ucrania, Rusia ocupaba un lugar secundario en las preocupaciones de la Washington, que parecía convivir con ese país siguiendo el modelo de tensión y negociación que se forjó con la URSS de la Guerra Fría (y en el que se formó políticamente el presidente Biden). Con motivo de la invasión rusa en febrero de 2022, el gobierno de Estados Unidos se marcó como prioridad que China, que evitó condenar la invasión, no apoyase a Moscú con armamento. Sin embargo, no ha podido evitar que se estrechen los lazos comerciales entre los dos países.

La nueva Administración adoptó una serie de medidas claramente diferentes de la anterior: cesó los ataques a Naciones Unidas, reintegró a su país al Acuerdo de París sobre cambio climático, a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a la Comisión sobre Derechos Humanos de la ONU. Acordó extender el plazo del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START) con Rusia, y reabrió negociaciones con Teherán para revisar el acuerdo sobre el programa nuclear iraní que Trump abandonó mientras volvía a imponer sanciones.

Ha sido también importante que, al menos en la formalidad política discursiva, Biden indicó durante la 77 Asamblea General de la ONU (septiembre de 2022) la apertura de su gobierno a que se amplíe el número de miembros permanentes y no permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, y que el derecho de veto que tienen los actuales cinco miembros permanentes se use lo menos posible. (Su propuesta fue apoyada por el presidente francés, Emmanuel Macron).[26]

Las grandes líneas de la política exterior hacia África Subsahariana, América Latina y el Caribe, sin embargo, no han cambiado con la Administración Demócrata respecto de otras anteriores. Fundamentalmente son selectivas, centradas en algunos países. En el caso de América Latina, los países prioritarios son México por las inversiones, el control de las migraciones del resto del continente, y el movimiento transfronterizo del crimen organizado; Colombia, debido a  los acuerdos de defensa entre las fuerzas armadas de ese país y el Pentágono, el combate al narcotráfico, y las inversiones de Estados Unidos; y América Central y el Caribe, debido a la migración, los tráficos ilícitos, y las oportunidades financieras que ofrecen los paraísos fiscales  del Caribe.

La nueva Administración no revirtió ninguna de las políticas sobre Oriente Medio adoptadas por Trump, que reconoció a Jerusalén como capital de Israel y los territorios ocupados sirios del Golán como parte de ese país, pese a múltiples Resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Biden y Blinken no han tomado ninguna medida sobre la ocupación y colonización violenta por parte de Israel de los Territorios Ocupados de Palestina, no han revertido el traslado de la capital y se han limitado a mantener y fortalecer militarmente la tradicional alianza con ese país, algo que podría comprometerle en acciones militares que eventualmente lleve a cabo Israel contra el programa nuclear de Irán o las que realiza habitualmente en Siria.[27]

Para Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, hay una perturbadora continuidad entre las políticas exteriores de Trump y Biden.[28] Pero esa continuidad no viene dada por afinidades ideológicas, sino por los factores estructurales que caracterizan el largo final de la era imperial del país.

Mariano Aguirre es Associate Fellow de Chatham House, y asesor político de la Red Latinoamericana de Seguridad de la Fundación Friedrich Ebert. Este texto es un extracto de su libro Guerra Fría 2.0. Claves para entender la nueva política internacional (Icaria, Barcelona, 2023).

[1] Entre la amplísima bibliografía sobre las raíces de la crisis y el debate acerca del declive (o en contra de esta tesis) ver diferentes análisis y perspectivas en Foreign Affairs, julio/agosto 2019; Paul Kennedy, Preparing for the Twenty-First Century, HarperCollins, Londres, 1993; José M. Tortosa, Democracia Made in USA, Icaria, Barcelona, 2004; Joseph S. Nye Jr, Is the American Century Over?, Polity Press, Cambridge, 2015; Fareed Zakaria, The Post-American World, Norton, Nueva York, 2009; Amitav Acharya, The End of American World Order (segunda edición), Polity Press, 2018, Edición Kindle; Edward Luce, The Retreat of Western Liberalism, Little Brown, Londres, 2017; Immanuel Wallerstein, The Decline of American Power, The New Press, Nueva York, 2003; Mariano Aguirre, Salto al vacío. Crisis y declive de Estados Unidos, Icaria, Barcelona, 2017.

[2] “U.S. Defense Spending Compared to Other Countries”, Peter G. Peterson Foundation, New York, 11 de mayo, 2022. https://www.pgpf.org/chart-archive/0053_defense-comparison

[3] Hate and Extremism, Southern Poverty and Law Center, 2022. https://www.splcenter.org/issues/hate-and-extremism

[4] Citado en Kara Wolf et al. “How US Gun Culture Stacks Up with the World”, CNN, 26 de mayo, 2022. https://edition.cnn.com/2021/11/26/world/us-gun-culture-world-comparison-intl-cmd/index.html

[5] Barbara F. Walters, How Civil Wars Start, Viking, Londres, 2022; Mariano Aguirre, “El debate sobre la violencia política en EE. UU.”, Política Exterior, 7 de octubre, 2022. https://www.politicaexterior.com/articulo/el-debate-sobre-la-violencia-politica-en-estados-unidos/

[6] Katherine Stewart, The Power Worshippers. Inside the Dangerous Rise of Religious Nationalism, Bloomsbury Publishing, Londres, 2020; Elizabeth Dias y Ruth Graham, “The Growing Religious Fervour in the American Right: “This is a Jesus Moment””, The New York Times, 6 de abril, 2022. https://www.nytimes.com/2022/04/06/us/christian-right-wing-politics.html

[7] Steven Simon y Jonathan Stevenson, “These Disunited states”, The New York Review of Books, 22 de septiembre, 2022. https://www.nybooks.com/articles/2022/09/22/these-disunited-states-steven-simon-jonathan-stevenson/

[8] Kyle T. Mays, An Afro-Indigenous History of the United States, Beacon Press, Boston, 2021.

[9] Howard W. French, Born in Blackness. Africa, Africans and the Making of the Modern World, 1471 to the Second World War, Liveright Publishing Company, Nueva York, 2021.

[10] Cornel West, Race Matters (25th Anniversary), Beacon Press, Boston, 2017, p. XVII.

[11] Victor Bulmer-Thomas, Empire in Retreat. The Past, Present, and Future of the United States, Yale University Press, New Haven, 2018, pp. 275-283.

[12]  Jeff Ferry, “Trillion-dollar Capital Flows into the U.S. are Driven by Tax Avoidance, Trading, and a Tiny Bit of Real Investment”, Coalition for a Prosperous America, Washington D.C., 3 de enero, 2022. https://prosperousamerica.org/trillion-dollar-capital-flows-into-the-u-s-are-driven-by-tax-avoidance-trading-and-a-tiny-bit-of-real-investment/

[13] Amitav Acharya, The End of American World Order, Op. Cit., p. II.

[14] Ibidem, p. XII.

[15] Emma Ashford, “Great-Power Competition Is a Recipe for Disaster”, Foreign Policy, 1 de abril, 2021. https://foreignpolicy.com/2021/04/01/china-usa-great-power-competition-recipe-for-disaster/

[16] Michael T. Klare, “Could the Cold War Return with a Vengeance? The Pentagon Plans for a Perpetual Three-Front “Long War” Against China and Russia”, TomDispatch, 3 de abril, 2018. https://tomdispatch.com/michael-klare-the-new-long-war/

[17] Zack Cooper y Hal Brands, “America Will Only Win When China’s Regime Fails”, Foreign Policy, 11 de marzo, 2021. https://foreignpolicy.com/2021/03/11/america-chinas-regime-fails/

[18] Stephen M. Walt, “The United States Couldn’t Stop Being Stupid if It Wanted To”, Foreign Policy, 13 de diciembre, 2022. https://foreignpolicy.com/2022/12/13/the-united-states-couldnt-stop-being-stupid-if-it-wanted-to/ ; John J. Mearsheimer, “Bound to Fail: The Rise and Fall of the Liberal International Order”, International Security, Vol. 43, issue 4, 1 de abril, 2019. https://doi.org/10.1162/isec_a_00342

[19] Katherine Yon Ebright, Secret Wars. How the U.S. Uses Partnerships and Proxy

Forces to Wage War Under the Radar, Brennan Center for Justice, Washington D.C., 3 de noviembre, 2022. https://www.brennancenter.org/our-work/research-reports/secret-war Sobre la legislación aprobada después del 11 de septiembre de 2002 ver “Overkill: Reforming the Legal Basis for the U.S. War on Terror”, International Crisis Group, 17 de septiembre, 2021.  https://www.crisisgroup.org/united-states/005-overkill-reforming-legal-basis-us-war-terror

[20] William J. Burns, The Back Channel. American Diplomacy in a Disorder World, Hurts & Co., Londres, 2019, p. 7.

[21] Robert Matthews, “Estados Unidos y su guerra contra el terrorismo cuatro años después: un repaso”, Centro de Investigación para la Paz, Madrid, 2005. https://www.almendron.com/tribuna/wp-content/uploads/2014/08/terror_0671.pdf

[22] Jeffrey D. Sachs, A New Foreign Policy. Beyond American Exceptionalism, Columbia University Press, 2018, p. 3.

[23] Citado en Michael Goldhaber, “Agenda for the Next President of the United States”, International Bar Association, 12 agosto, 2020. https://www.ibanet.org/article/4AFA6A68-B953-495C-8D53-35F2C4F5E765

[24] Steven Simon y Jonathan Stevenson, “These Disunited States”, Op. Cit.

[25]Charles Kupchan, “NATO’s Hard Road Ahead”, Foreign Affairs, junio, 2022. https://www.foreignaffairs.com/articles/ukraine/2022-06-29/natos-hard-road-ahead

[26] Remarks by President Biden Before the 77th Session of the United Nations General Assembly, The White House, 21 de septiembre, 2022. https://www.whitehouse.gov/briefing-room/speeches-remarks/2022/09/21/remarks-by-president-biden-before-the-77th-session-of-the-united-nations-general-assembly/

[27] Paul R. Pillar, “US quietly forges a new military alliance with Israel”, Responsible Statecraft, 29 de diciembre, 2022. https://responsiblestatecraft.org/2022/12/29/us-quietly-forges-a-new-military-alliance-with-israel/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=us-quietly-forges-a-new-military-alliance-with-israel&ct=t(RSS_EMAIL_CAMPAIGN)&mc_cid=dfd2e62c96&mc_eid=315c7e4427

[28] Richard Haass, “The Age of America First. Washington’s Flawed New Foreign Policy Consensus”, Foreign Affairs, noviembre-diciembre, 2021. https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2021-09-29/biden-trump-age-america-first

Los tentáculos de la política monetaria: crisis financieras, bancos centrales y hegemonía del dólar

El jueves 8 de marzo, el Sillicon Valley Bank (SVB) sufrió un gran choque de liquidez al retirar sus depositantes la friolera de 42.000 millones de dólares en un lapso de tiempo de diez horas. Esto suponía casi un 25 % del total de los depósitos del banco.

Algo importante a tener en cuenta es que el 96 % de los depósitos superaban la cifra que la agencia federal FDIC (Federal Deposit Insurance Corporation) marca como límite a asegurar en caso de insolvencia del banco: los 250.000 dólares. Es uno de los motivos por los que los depositantes, ante los rumores de problemas de liquidez, decidieron sacar esa cantidad milmillonaria del banco.

Estos rumores se generaron cuando el propio banco vendió activos (entre ellos, bonos del Tesoro norteamericano) por el valor de 21.000 millones de dólares reconociendo pérdidas de 1.800 millones de dólares por verse obligado a venderlos más baratos de lo que estaban valorados en su balance.

La causa de que al venderlos se incurriera en pérdidas tuvo que ver con en el aumento del diferencial entre la rentabilidad que generaban los bonos que ya tenía en posesión y la que generan actualmente los bonos de compra nueva por la subida en los tipos de interés de la Reserva Federal. Esto provoca que el precio de los bonos caiga y, por tanto, la cartera de activos del banco pierda valor, debiendo provisionar estas pérdidas para evitar desequilibrios en el balance (cosa que no hizo). Es decir, la política de subidas de tipos provocó aumentos en la rentabilidad que ofrece la deuda pública en sus bonos y, también, había ido provocando que los activos del banco fueran perdiendo valor a lo largo de todo el año anterior.

Es en este punto donde la historia converge con las políticas monetarias “anti-inflación” que se están llevando a cabo en los últimos meses.

En resumen, las principales causas de la crisis se pueden organizar en dos tipos:

  • Causas externas:

El aumento de los tipos de interés: el aumento de la rentabilidad que ofrece la deuda pública provocó que clientes del banco con elevadas cantidades de depósitos decidieran llevárselos en búsqueda de mayor remuneración.

Un problema de liquidez del propio sector tecnológico, que necesitaba liquidez después de un proceso de sobreinversión durante la pandemia Covid-19 que no ha tenido los retornos esperados (de ahí también la oleada de despidos en algunas grandes empresas del sector).

  • Causas internas:

El error del SVB: no provisionar las posibles pérdidas de valor de su cartera. Los bancos, como cualquier empresa, disponen de herramientas contables que les permiten crear fondos para hacer frente a posibles riesgos futuros. El SVB, ante el continuo aumento de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal, debería haber previsto y provisto la posibilidad de la crisis. Debería haber diversificado a tiempo una cartera que estaba muy expuesta a los bonos del Tesoro.

El perfil de clientes del SVB, todos del mismo sector y conectados entre sí, provocó que la pérdida de confianza se extendiera rápidamente entre los mismos.

Esta crisis iniciada en el SVB no tardó mucho en extenderse a otros bancos dentro y fuera de las fronteras norteamericanas. En el caso del Credit Suisse, lo que sucedió es que el Banco Nacional Saudí (principal accionista del Credit Suisse desde el pasado otoño con un 9,8 % del capital) decidió hacer público que no ampliaría su capital en el CS por el hecho de que se fuera a modificar la regulación que se le aplica si supera el 10 % del total del capital en propiedad. Estas declaraciones se hicieron el 15 de marzo, día poco apropiado por el contexto de crisis financiera del SVB. Hay que tener en cuenta que el Credit Suisse había ido perdiendo confianza durante los últimos años, lo que provocó que los inversores pensaran que la decisión  del Banco Nacional Saudí de no ampliar capital en el Credit Suisse se debía al contagia de la crisis del SVB.

Sus acciones se llegaron a desplomar un 30 % durante esos días. Se desencadenó el pánico y se produjo una retirada millonaria de depósitos y caída de la cotización de las acciones. Esto se sumó a la fuga millonaria de depósitos que había sufrido a finales de 2022.

La falta de confianza que los inversores ya venían teniendo en el Credit Suisse se da por diferentes motivos: pérdida del valor de sus acciones durante meses consecutivos, inversiones de alto riesgo, multa de 475 millones de dólares por un escándalo de corrupción en Mozambique, renuncia del presidente por haber acudido a un torneo de tenis cuando debía cumplir el confinamiento, filtraciones de detalles de 18.000 cuentas de clientes y el hecho de que, en junio del año pasado, se convirtiera en el primer banco suizo condenado penalmente por permitir el lavado de dinero a una red de narcotraficantes búlgaros. Además, durante el ejercicio económico de 2022 tuvo pérdidas multimillonarias: 7.381 millones de euros.

Sin embargo, el Credit Suisse está considerado como banco de riesgo sistémico, “too big to fail” (demasiado grande para caer). Es decir, las autoridades lo rescatan por las consecuencias catastróficas que puede tener en el conjunto de la economía.

Después de la crisis de 2007, políticamente, se ha fomentado que se produzcan fusiones entre bancos y que aumente esta concentración bancaria de manera irresponsable, pues se convierten en bancos cuyo potencial de contagio es mucho mayor y que, además, deben ser rescatados.

Otra de las réplicas del terremoto financiero provocado por SVB fue la caída en picado del precio de la acción de First Republic Bank. En una primera aproximación, se trató de una respuesta de los depositantes y de los inversores por la alta proporción de depósitos no asegurados, 68% de los depósitos con un valor por encima de 250.000 dólares, lo que daba al banco un gran parecido con el SVB. Finalmente, este banco cayó y, tras ser intervenido por las autoridades de EEUU, ha sido comprado por JP Morgan.

Otro caso fue el Deutsche Bank, al que le salpicó la crisis por su conocido alto volumen de derivados (instrumentos financieros complejos cuyo valor depende de la evolución del precio de otro activo, que puede ser más o menos volátil), productos que tanto inquietan por la posibilidad de que no estén correctamente valorados y cubiertos por activos subyacentes sólidos. Es decir, también una cuestión de desconfianza basada en motivos reales.

Además, un primer impacto directo y sistémico de la crisis del SBV sobre bancos de todo el mundo fue el desplome del precio de sus acciones, sobre todo de los bancos considerados de importancia sistémica mundial por la Junta de Estabilidad Financiera, entre los que están Credit Suisse, Deutsche Bank, Société Génerale, BNP Paribas, ING, Bank of América, Banco Santander, Citigroup, Goldman Sachs, JP Morgan, etc.

Por último, semanas después del comienzo de la crisis, varios son los bancos en riesgo de caída libre por las altas tasas de depósitos sin garantía y cuatro, con sus respectivos rescates, han sido los que ya han dicho un `adiós´ definitivo en EEUU: Silvergate Bank, Silicon Valley Bank, Signature Bank y First Republic Bank.

La banca siempre gana

A pesar de lo que pueda parecer a nivel mediático, todo este asunto de la crisis del Silicon Valley Bank y su efecto contagio es sencillo de analizar si se hace poniendo el foco sobre lo relevante del asunto: el papel que juega la clase trabajadora y sus salarios en el negocio de la banca y sus finanzas y cómo, en consecuencia, le impactan las crisis financieras. Es decir, analizándolo desde una perspectiva de clase.

Tanto para administrar nuestros salarios y rentas (gestionar nuestros ahorros) como para acceder a financiación para poder comprar vivienda o vehículos, las y los trabajadores dependemos completamente de la banca privada. Es decir, somos prestamistas y prestatarios del sistema al mismo tiempo, lo que no quiere decir que tengamos algún tipo de poder o capacidad de decisión sobre el mismo.

Lo único que significa es que los bancos utilizan nuestros ahorros para aumentar sus propios beneficios pero que, cuando necesitamos financiación (para comprar, por ejemplo, vivienda económicamente inaccesible debido a la propia especulación de la banca en el sector inmobiliario), las condiciones en las que accedemos no nos son favorables. He aquí un ejemplo, por tanto, de la relación entre mercado inmobiliario y banca privada, de la que las y los trabajadores no podemos escapar: la banca hincha los precios de la vivienda especulando en el mercado y posteriormente nos vende sus hipotecas más costosas y rentables. Rentables para ellos, claro.

Todo esto, en parte, queda validado y normalizado en la cotidianidad capitalista que habitamos -como si el dinero fuera algo neutral o un recurso natural más- bajo el paradigma neoclásico de la autorregulación de los mercados financieros: “el mercado del dinero, gracias a su propia mano invisible, volverá autónomamente a su estado de equilibrio cuando se produzca algún shock en alguna parte de su entramado mundial”.

Es decir, según estos postulados, la relación de poder de la banca sobre la clase trabajadora debe formar parte de esta dinámica intrínseca y, supuestamente, autosostenible del sistema financiero para que este último funcione.

El problema es que –oh, sorpresa-, ni aún con la clase trabajadora subordinada a las necesidades capitalistas de la banca, esta teórica autorregulación funciona y, de nuevo, es la primera la que paga los platos rotos a través de una doble vía:

  1. Una vía directa, a través de la que las y los trabajadores, directamente, con sus salarios en forma de dinero público, rescatan a la banca.
  2. Una vía indirecta, a través de la cual la crisis económica y productiva (y, por tanto, social) por efecto contagio de la crisis financiera, ahoga a la clase trabajadora de muchas maneras distintas: destrucción de empleo, aumento de la pobreza y desigualdad, recortes y destrucción del sistema del bienestar, privatizaciones de servicios públicos, etc. La banca no es un sector más, sino el sistema circulatorio del entramado económico y, si se produce un shock ahí, afecta al conjunto de la economía, de ahí su importancia crucial.

Además, aunque los canales mediáticos traten de proyectar la imagen de “pobrecita la banca, que ha quebrado”, no debemos ignorar que la compra de los activos de los bancos en quiebra por parte de otros bancos (como JP Morgan, el mayor banco de EEUU) en medio de rescates dirigidos por instituciones públicas y financiados por la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC por sus siglas en inglés) -un fondo colectivo financiado con cuotas de los bancos, aunque no con dinero público-, es un negocio asegurado que, además de incrementar en grandes cantidades los beneficios que obtienen estos bancos, provoca un aumento de la concentración bancaria. Esto último es un efecto indeseado que incrementa el riesgo de carácter sistémico del sistema financiero privado, precisamente lo que nos ha llevado hasta aquí.

En definitiva, se trata de hacer una lectura con perspectiva de clase de la actual crisis financiera originada en Estados Unidos. No será posible escapar de la dinámica de crisis sistémicas que amenazan al conjunto de la economía –consecuencia de la búsqueda maximizadora de rentabilidad de la banca privada- sin el desarrollo de una banca pública basado en políticas de gestión que pongan el foco en las necesidades de la clase trabajadora, de la economía productiva y de la solvencia del sistema.

Financiarización, crisis y política monetaria

En un contexto de financiarización de la economía…

De manera muy simplificada, la financiarización de la economía es un fenómeno que consiste en que el conjunto de la economía productiva se guíe por las reglas y lógicas de los mercados financieros, difuminándose la frontera entre la economía financiera y la productiva. Los capitales financieros, que pueden ser especulativos, se funden con lo productivo (a través de inversiones, de compra-ventas especulativas, de activos financieros de alto riesgo, como hipotecas en el contexto de la burbuja inmobiliaria o los famosos derivados, etc.) y, cada vez más, generan riesgos sistémicos de mayor calado.

Es así como, en periodos de tiempo realmente cortos, se extienden las crisis financieras y se da un efecto contagio de lo financiero a lo productivo. La explosión de la burbuja inmobiliaria es un claro ejemplo de las nefastas consecuencias en la economía real que la financiarización puede tener: el sector de la construcción, superando participaciones del 10 % sobre el PIB nacional español y siendo uno de los sectores que más empleo -aunque precario- generaba, fue dinamitado por una crisis de especulación financiera.

Es decir, hace ya casi 15 años, la crisis de 2007 demostró al mundo entero que una gestión especulativa de un sistema financiero que lo traspasa todo –una mala gestión intencionada y acorde a los intereses económicos de unos pocos- era capaz de provocar una crisis tan profunda y con un efecto multiplicador tan grande que dejase a amplias capas de la población en desempleo, sin hogar, con deudas desorbitadas con la banca y sumidas en la precariedad.

…y en la búsqueda de la estabilidad financiera y de precios…

La política monetaria de la Reserva Federal (Fed) y del Banco Central Europeo (BCE) se demostró entonces tan disfuncional como lo hace ahora. Estos bancos centrales -cuyo objetivo de política económica es “mantener la estabilidad de precios” y cuyas habituales únicas herramientas son la inyección o detracción de liquidez y la variación de los tipos de interés- han demostrado que no pueden hacer frente a las problemáticas que acontecen a las economías occidentales en los últimos años, ya sea por ignorarlo, por asumir, a sabiendas, un diagnóstico erróneo de los procesos de inflación o deflación y/o por la falta de complementariedad con la política fiscal de los Estados, para el caso de la Unión Europea (UE), por la propia naturaleza de la UE.

…el BCE solo encuentra los deseos e intereses de los bancos y capitales…

La Fed y el BCE solo contemplaron la posibilidad de ralentizar la política de subidas de tipos de interés -política que está llevando a cabo para, supuestamente, controlar la inflación y que tanto está perjudicando a la clase trabajadora hipotecada- después de haber sucedido la crisis del SVB, cuando es al sistema financiero al que parece perjudicar estas subidas de tipos.

Ambos bancos centrales han abierto la puerta a inyecciones masivas de liquidez a los bancos que se ven perjudicados por los aumentos de los tipos de interés, lo que muestra, por un lado, que se trata de una política monetaria a disposición de las necesidades de los grandes bancos y capitales -además de una profunda incoherencia en el seno de la política monetaria central-.

Por otro lado, deja en evidencia las limitaciones y contradicciones de los mecanismos de la política monetaria tradicionalmente conservadora. Esto se debe a que los únicos objetivos (que son el control de la inflación y la estabilidad financiera para el BCE, y a la Fed se añade la maximización del empleo) entran en conflicto cuando las herramientas que usan para afrontarlos son contradictorias entre sí.

Es decir, como acabamos de presenciar con la crisis financiera originada en el Silicon Valley Bank, la subida de tipos de interés para el control de la inflación (lo que se conoce como una política monetaria restrictiva) ha iniciado una crisis financiera. La respuesta tanto de la Fed como del BCE para hacer frente a este problema de inestabilidad financiera (uno de sus supuestos objetivos) ha consistido en inyectar liquidez a la banca (lo que se denomina política monetaria expansiva), algo que va en contra, según su propia teoría económica, del primer objetivo anti-inflación.

En resumen, los bancos centrales han aumentado los tipos de interés para, teóricamente, hacer frente a la inflación y esto no solo no está teniendo un efecto en la disminución de los precios si no que ha desencadenado (aunque, como señalaba anteriormente, las causas estructurales sean otras) una crisis financiera que los propios bancos centrales tienen que solucionar regando los balances de los bancos con liquidez, lo que supone una medida contradictoria con el primer objetivo de reducción de la inflación. Mientras tanto, los y las trabajadoras vemos disminuida la capacidad adquisitiva de nuestros salarios por la inflación y el aumento de las hipotecas (consecuencia, esta última, del aumento de los tipos de interés por parte de los bancos centrales).

La política monetaria no está dando resultados porque, como se explica a continuación, el diagnóstico que hacen los bancos centrales sobre las causas de la inflación -desde los enfoques más ortodoxos del monetarismo- es erróneo desde hace mucho tiempo.

…que son órdenes para el rumbo y la intensidad no solo del desastre, sino también de la política monetaria.

Diagnósticos erróneos basados en postulados ortodoxos y algunos hitos recientes para entender el fracaso de la política monetaria.

La política monetaria que se siguió tras la crisis financiera originada en 2007, la famosa Quantitative Easing (QE) (expansión cuantitativa en castellano), tenía por objetivo dinamizar la economía, facilitando el crédito al consumo y alcanzar niveles de inflación de alrededor del 2 %.

Esto se hacía con inyecciones de liquidez al sistema bancario (comprando activos de deuda pública en posesión de la banca y, posteriormente, se abrió la puerta a comprar bonos corporativos también) para hacer disminuir los tipos de interés y aumentar los precios al consumo, en un contexto de estancamiento de los precios y de bajas tasas de crecimiento económico generalizadas en la UE y en EEUU.

Esto significa que se apostaba por el diagnóstico de que la causa de los bajos niveles de inflación y crecimiento económico era un fenómeno monetario, un problema de escasez de dinero en la economía. Sin embargo, nos encontrábamos con un tejido productivo débil por la desindustrialización en algunas regiones occidentales, como España, incapaces de levantar economías estancadas y con problemas estructurales típicos de economías terciarizadas. Es decir, el problema central de la imposible recuperación económica era de oferta (productiva, no monetaria) y, por tanto, el diagnóstico, erróneo.

Posteriormente, después de que tanto la Fed como el BCE inyectaran cantidades billonarias de dinero en forma de liquidez a la banca privada (a través del QE) y de dejar en sus manos la última fase del mecanismo de expansión de la política monetaria (que la banca otorgase crédito a la ciudadanía y empresas para dinamizar la economía y aumentar los precios) se constató el fracaso. La razón es que los bancos utilizaron esa liquidez barata para otros fines más rentables como volver a avivar la especulación en el mercado inmobiliario y que la ciudadanía, que no estaba dispuesta a seguir endeudándose, no demandaba crédito privado.

Además, comenzó un círculo cerrado entre los bancos centrales y la banca privada en el que los primeros inyectaban liquidez a la segunda y esta devolvía ese dinero en forma de depósitos a los bancos centrales, aunque tuvieran que pagar por ello a causa de que los tipos de interés eran negativos. La ciudadanía y las empresas quedábamos fuera.

En definitiva, durante varios años se estuvieron regando los balances de los bancos, mientras los gobiernos aplicaban agendas radicales de recortes y privatizaciones a los sistemas de bienestar de la población.

En la actualidad, tal y como se adelantaba anteriormente, tanto la Fed como el BCE aumentan los tipos de interés para limitar el dinero en circulación de la economía, con el propósito de “deprimir” la economía, véase reducir la demanda de consumo y, que así, bajen los precios.

De nuevo, se está asumiendo que hay un problema de demanda –en el marco de un fenómeno monetario–, por exceso. Sin embargo, las causas de la inflación son otras. Por un lado, los cortes en las cadenas globales de suministro por dos motivos principales: 1) una restricción de la oferta de petróleo de la OPEP y 2) de los semiconductores provenientes de China. Es decir, menor oferta a mayor precio. Y, por otro lado, el aumento de los beneficios empresariales.

Es decir, el problema, claramente, vuelve a ser de oferta y el diagnóstico, erróneo. Además, el uso de la política monetaria vía aumento de tipos de interés como medida estrella ignora por completo el conflicto distributivo entre capital y trabajo que subyace al fenómeno de la inflación. Falta de enfoque.

¿Es posible deprimir todavía más una economía post-pandémica, asolada por una crisis de acceso a la energía y una guerra en Europa, además de las consecuencias económicas de la crisis climática con las que ya estamos empezando a convivir (por ejemplo, pérdidas de cosechas a causa de las sequías)?

¿El comienzo del fin de la hegemonía mundial de la gestión del dólar como política monetaria internacional?

Por último, y de manera muy breve, hay que mencionar que el caso de la política monetaria de la Reserva Federal de EE.UU. tiene sus particularidades. Por un lado, el dólar y su gestión siempre han tenido una gran capacidad de extracción de riqueza y control sobre otras naciones. El hecho de ser, desde los años cincuenta, la moneda en la que ha operado mayormente el comercio internacional, las inversiones y otras operaciones financieras internacionales, como los fondos y ayudas de los propios bancos internacionales de desarrollo, ha provocado que las balanzas de pagos de muchos países estén hasta arriba de deuda y reservas en dólares. Esta hegemonía se ha ido fundamentando en dos cuestiones principales:

  1. El petrodólar, o un compromiso de países exportadores de petróleo parar realizar sus exportaciones en dólares a cambio de protección por parte de EEUU.
  2. El dólar como divisa internacional de reserva.

De este modo, la política monetaria de la Fed tiene una importante influencia en las políticas económicas de otros gobiernos (pudiendo influir en las propias cuentas nacionales de los Estados) y, también, ha posibilitado el uso del dólar por parte de EEUU como arma de guerra.

Actualmente, existe un debate sobre la existencia (o no) de un giro en el orden geopolítico mundial y, principalmente, sobre el posible aumento de poder de China en detrimento de la posición hegemónica de EEUU.

Esto, principalmente, se debe a que recientemente está habiendo movimientos en algunos elementos que pueden afectar a la configuración del reparto de poder a nivel mundial, pero, empíricamente, los datos todavía no muestran una tendencia afianzada hacia la pérdida de hegemonía estadounidense en algunos ámbitos.

En primer lugar, la política económica del gobierno chino ha tenido, y tiene, una claro propósito de posicionarse de manera más poderosa con respecto a la economía mundial. Esto, como se observa en los gráficos 1 y 2, se ha visto materializado, principalmente, en un aumento de la cuota mundial china en mercados que pertenecen a fases clave de cadenas globales de producción y suministro que afectan directamente a la política industrial -y económica en general- de gobiernos occidentales. Véase la concentración mundial en la producción china de baterías para las cadenas globales del vehículo eléctrico o el liderazgo en la fabricación y suministro al resto del mundo de tecnología clave para la transición energética, como son las placas solares o las turbinas eólicas (`electronics´, `machinery´ y `metals´ en los gráficos). China alcanza en 2020 cuotas mundiales del 28,32 % en electrónica, del 22,5 % en maquinaria y del 16,08 % en la industria del metal. La cuota estadounidense en estos mismos sectores clave se ha visto reducida desde final de los años 90, representando en 2020 un 6,3 %, un 10,16 % y un 5,25 %, respectivamente.

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Gráfico 1. Evolución de la participación de las exportaciones estadounidenses en el mercado mundial. Fuente: Atlas of Economic Complexity by the Growth Lab at Harvard University.
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Gráfico 2. Evolución de la participación de las exportaciones chinas en el mercado mundial. Fuente: Atlas of Economic Complexity by the Growth Lab at Harvard University.

En segundo lugar, los cambios en algunas cuestiones vinculadas a las relaciones entre China y Arabia Saudí se están interpretando como un reposicionamiento de Arabia Saudí en el mercado energético mundial, confluyendo con China y enfrentándose a EEUU y generándose, por tanto, una mayor influencia de Rusia y China sobre los países árabes que restaría poder a EEUU.

En tercer lugar, se debate sobre la posibilidad de que se esté produciendo una pérdida de poder y representación del dólar en los procesos económicos internacionales, una sustitución del dólar por el yuan como como divisa en las transacciones comerciales internacionales y como divisa internacional de reserva. En este sentido, hay que mencionar que el yuan ha entrado en los Derechos Especiales de Giro del FMI -la unidad de cambio que usa esta institución para desplegar sus líneas de crédito como prestamista de última instancia- y que el Banco de Desarrollo Chino es el mayor del mundo llevando líneas de crédito en yuanes a América Latina y África.

Sin embargo, los datos sobre la representación del dólar en balances de otros países y en operaciones internacionales no muestran esta caída. Por un lado, aunque sí se ha dado una disminución de su representación desde comienzo de siglo (pasando de un 71 % en el año 2000 a un 58 % en 2022), el dólar sigue siendo la mayor divisa como reserva internacional en los bancos centrales. El reminbi chino apenas alcanzó, en 2022, el 2,69 %.

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Gráfico 3. Composición de las reservas internacionales oficiales por divisa. Fuente: elaboración propia con datos del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Por otro lado, la participación del dólar en el comercio internacional sigue representando casi la mitad del valor del total de las transacciones internacionales, siguiéndole el euro, mientras que el renminbi chino todavía tiene una participación muy pequeña.

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Gráfico 4. Divisas más usadas en pagos internacionales, sobre el valor total de las transacciones en el mundo. Fuente: Statista (datos de Society for Worldwide Interbank Financial Telecommunication).

En definitiva, analizando estas variables económicas (posición del dólar en reservas y pagos, y la cuota mundial de las exportaciones estadounidenses) observamos que el dólar sigue ejerciendo una posición hegemónica, lo que implica que la política monetaria de la Reserva Federal puede seguir teniendo grandes impactos (incluso haciendo estragos) en la economía mundial en general y en la economía de otros países en particular.

Sin embargo, los datos sí muestran que el mercado mundial de mercancías ha ido sufriendo una recomposición tanto sectorial como de especialización geográfica. ¿Será suficiente esta reconfiguración geopolítica de las fuerzas productivas para hacer tambalear a la hegemonía del dólar en el mercado de divisas?

Sabina Chamorro Claver es economista en la Federación de Servicios a la Ciudadanía de CCOO de Madrid. Cursó el Máster en Economía Internacional y Desarrollo de la UCM. Anteriormente fue economista en la Juventud Confederal de UGT. Ha sido militante y educadora en el ámbito de la educación no formal y de la educación para el desarrollo en el Movimiento Laico y Progresista de Aragón. En el ámbito de la educación formal, ha sido docente en enseñanza pública secundaria.

Algunas consideraciones sobre Estados Unidos y la reconfiguración del sistema mundial

Un cambio de época

En su contribución al estudio Panorama Estratégico 2023, que publica el Instituto Español de Estudios Estratégicos, Emilio Lamo de Espinosa subraya que estamos asistiendo a una transformación que no tiene parangón desde la Revolución Industrial y que, comparada con ésta, presenta mayor extensión, más profundidad y ritmo más veloz. Según Lamo de Espinosa, la Revolución Industrial se habría focalizado principalmente en el área noratlántica, en lo que respecta a las transformaciones antropológicas más sustanciales, la creación de centros de producción tecno-industrial. Aunque hay que puntualizar que el capitalismo habría creado un sistema mundial interconectado por mediación de los circuitos mercantiles y de la conquista y dominación colonial, cuyas estructuras dependían de la primacía occidental.

Ahora, estaríamos asistiendo a un proceso de alcance verdaderamente mundial, por el crecimiento sin parangón de China e India, pero también de algunos países africanos. Estaría afectando a las instituciones sociales y a las formas de vida, con un crecimiento sostenido de mega urbes que ha hecho que, en 2007, por primera vez en la historia, la población urbana superase a la población rural, previéndose por parte de Naciones Unidas que, hacia 2050, el 70% de la población mundial vivirá en grandes urbes. Ello arrastrará, presumiblemente, una convergencia de hábitos y estructuras sociales.

Si la propia Revolución Industrial y la producción capitalista ya crearon un mundo dominado por una pulsión constante de cambio y dinamismo, la velocidad de las transformaciones se vuelve cada vez mayor. Para Lamo de Espinosa, entre toda la panoplia de factores a considerar, habría dos fundamentales: la divergencia demográfica del Este con el Oeste, y la convergencia tecnológica. Se estima que la población mundial superará los 9.000 millones en 2050 y la gran mayoría de esa población no es occidental. Pero, además, los países occidentales han perdido el monopolio tecnocientífico e incluso se han desprendido de buena parte de su tejido productivo e industrial, convirtiéndose en sociedades dependientes, como quedó patente durante la pandemia del coronavirus, cuando los países europeos tuvieron que importar de Asia productos sanitarios básicos. Se trata de una contradicción paradójica, engendrada por los intereses de los poderes económicos y financieros que auspiciaron la globalización neoliberal, propiciando que los gobiernos de EEUU y los países de la UE se aplicasen en desarrollar políticas que socavaron su primacía geopolítica, económica y tecnológica.

 

Sobre la Trampa de Tucídides

El politólogo estadounidense Graham T. Allison enunció en un artículo para el Financial Times en 2012, que luego desarrollaría en su ensayo de 2017, Destined for War, una tesis histórica que denominó Trampa de Tucídides. El nombre hace alusión al autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso y, en concreto, a una reflexión con la que arranca esa obra, según la cual fue el ascenso de Atenas y el temor que infundió a Esparta lo que habría ocasionado aquella guerra de la Antigüedad.

En virtud de la Trampa de Tucídides, cuando una potencia emergente desafía el estatus, el poder económico y militar, y disputa las áreas de influencia de una potencia ya consolidada, o que da muestras de decadencia, se produce una tendencia hacia la guerra abierta.

La tendencia hacia el conflicto puede articularse a través de paulatinas reorganizaciones de la hegemonía, que van definiéndose en diferentes ámbitos, desde el diplomático al tecnológico, económico y militar. Puede que la potencia en decadencia retenga su hegemonía y sea capaz de anular o contener el ascenso de su rival; puede que la nueva potencia resulte triunfadora, desplazando o acogotando a su antagonista; puede que se logre una nueva distribución de las áreas de influencia, las redes de supremacía y dependencia por una vía más o menos pacífica, o desplazándose los conflictos bélicos a las periferias de las grandes potencias. O puede, también, como ocurrió con Atenas y Esparta, que ambas se enzarcen en una guerra, más o menos prolongada, que precipite el languidecimiento de los contendientes.

Allison estudia diferentes casos históricos, como la pugna entre España y Portugal en el siglo XV, entre Inglaterra y EEUU a finales del siglo XIX y la propia Guerra Fría. Observa que la guerra no siempre es inevitable y que entran en juego parámetros subjetivos e ideológicos, además de los puramente económicos y geoestratégicos.

Ahora estaríamos adentrándonos en la Segunda Guerra Fría, denominación que va cuajando entre los analistas políticos para referirse al choque entre EEUU y China ¿Culminará con un enfrentamiento armado o se canalizará por vías diplomáticas? ¿Cómo se reposicionarán los diferentes actores políticos de segundo nivel? ¿Creará la tensión creciente un nuevo sistema de gobernanza internacional, acaso actualizando el entramado de Naciones Unidas o estimulando nuevos instrumentos multilaterales o bilaterales?

Es habitual que el pretendido Realismo Político se abone a lecturas mecanicistas que atienden a los intereses materiales de los estados, de las élites económicas y políticas, y de los diversos grupos sociales, en conjunción con aspectos geopolíticos, como los factores que actúan por detrás de los procesos históricos y de los conflictos, pero desdeñan el peso de la ideología, las cosmovisiones, el tejido jurídico administrativo de las sociedades, las particularidades culturales y las corrientes de pensamiento en que se inscriban las poblaciones, los grandes decisores políticos o las propias élites.  Ahora bien, si las relaciones sociales y los condicionantes materiales actúan efectivamente como el marco en el que los sujetos y actores políticos desarrollan la Historia, y ciertamente las voluntades humanas no pueden sustraerse a su corsé, los condicionantes materiales de la economía, la producción, y todas las contradicciones que se engendran en la vida material no pueden operar sino es a través de las categorías, conceptos y sistemas de pensamiento que vertebran la comprensión de la realidad. La superestructura, como ya había advertido Marx en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, aporta las instancias políticas, jurídicas, institucionales e ideológicas por mediación de las cuales las contradicciones del “ser social” se les hacen patentes a los sujetos, permitiéndoles cobrar conciencia de las mismas.

La evolución de los acontecimientos, incluyendo la posibilidad misma de la guerra entre China y EEUU, no se rige por un destino inexorable, sino que está sujeta a una pluralidad de factores causales, incluyendo elementos subjetivos, que pueden interaccionar de formas diversas y sólo parcialmente predecibles.

 

Las fases del sistema internacional tras la disolución de la URSS

Esther Barbé, en su manual Relaciones Internacionales (capítulo VI. “La sociedad internacional desde el final de la Guerra Fría: constitución, transición y contestación del orden internacional”), ha dibujado el cuadro de la evolución del Sistema Internacional y del desarrollo de la hegemonía estadounidense en las últimas décadas. Para ello, ha considerado la interacción, entre las redes de poder y dependencia, las instituciones internacionales y transnacionales, y las ideologías de los diferentes actores. El entrelazamiento dialéctico de estos tres factores, muchas veces conflictivo, y sus mutaciones respectivas permitiría diferenciar tres periodos en la evolución del Sistema Internacional tras la Guerra Fría.

Tras el colapso de la URSS, entre 1989 y 2001 se iría configurando un Orden Internacional unipolar, marcado por la hegemonía absoluta de EEUU. Washington pudo hacer valer esta posición hegemonizando el Consejo de Seguridad y otras estructuras de las Naciones Unidas, concitando en torno suyo amplias coaliciones de países para proteger sus intereses geoestratégicos o promover tratados y regulaciones favorables. Ejemplos de esto serían la intervención en la Guerra del Golfo de 1991, bajo mandato de Naciones Unidades, o la intervención en la Guerra de los Balcanes. George Bush senior verbalizaría esta capacidad hegemónica afirmando que EEUU había superado el Síndrome de Vietnam.

En el plano de las instituciones internacionales, iría cuajando un internacionalismo liberal que daría lugar a una efervescencia normativa que habría desbordado ocasionalmente las propias directrices estadounidenses. Las normas que pretendían regular las relaciones entre los estados se volvieron más densas, definiéndose protocolos contra el Cambio Climático (Protocolo de Kioto), justicia internacional a través de la Corte Penal Internacional o convenciones contra la proliferación de armas químicas y minas antipersonas.

La dimensión ideológica instauraría la idea, al menos a nivel retórico, de que los estados deben subordinar su soberanía al cumplimiento de los Derechos Humanos, pero también a directrices económicas. Se iría perfilando el Consenso de Washington, ampliando a escala global la ofensiva ideológica ultraliberal de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Fundaciones, académicos, medios de comunicación y otros agentes ideológicos se afanaron en instalar la idea de que el mercado auto-regulado es el asignador eficiente de recursos y que la privatización de los servicios públicos, la contención de las deudas públicas, la flexibilización de los derechos laborales y el recorte del Estado Social eran la clave para el desarrollo económico y el progreso.
Bajo el impulso estadounidense, la Globalización Neoliberal, la deslocalización de los centros productivos desde los países occidentales hacia áreas con menores costes laborales y menores regulaciones medioambientales, unida a los recortes, privatizaciones y a la financiarización de la economía, se iría implementando.

La segunda fase identificada por Barbé iría de 2001 a 2008. Dos hechos la marcarían. De una parte, los atentados yihadistas del 11s de 2001 darían pie a acciones unilaterales del gobierno de George Bush junior, en contraste con el ropaje multilateralista del periodo Clinton. La intervención militar en Irak, que tanta contestación tuvo en España y donde resultó obvio que la lucha contra el yihadismo o inutilizar las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein eran una pantalla para controlar los recursos petrolíferos de la zona, sería el ejemplo por antonomasia.

Por otro lado, en 2001 tuvo lugar la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio. Se suponía que China, que había pasado a ser la gran fábrica del mundo merced a los procesos de deslocalización, iría mutando, abandonando su carácter socialista y su sistema político dominado por el PCCH, para convertirse un estado más del orden liberal. La convergencia económica en el marco de una economía globalizada iría abatiendo la gran muralla doctrinal y política del sistema chino. La convergencia económica arrastraría a una convergencia en las formas y valores del estado demo-liberal. Eso se creía. Sin embargo, China fue capaz de administrar su inclusión en ese entramado liberal internacional y proseguir con su modelo de economía planificada y subordinada a directrices estatales, combinada con aspectos de libre mercado, al tiempo que se iba convirtiendo en una potencia científica y tecnológica de primer nivel.

Las instituciones de la gobernanza neoliberal seguían siendo promocionadas a diferentes niveles, pero la acción unilateral de la potencia hegemónica y la reticencia creciente de los ideólogos y élites políticas estadounidenses ante el auge de China comenzaban a precipitar al sistema internacional a la siguiente fase.

La última fase definida por Barbé habría empezado en 2008, con la crisis que se desató con la quiebra de Lehman Brothers y el estallido de la burbuja inmobiliaria, y llegaría hasta la actualidad, pasando por las administraciones de Obama, Trump y la actual presidencia de Biden.

El orden internacional se ha tornado una disputa entre China y EEUU por sus espacios de poder e influencia, al tiempo que otras potencias regionales y emergentes tratan de consolidar sus intereses estratégicos. India, Brasil, Turquía o Sudáfrica, por su parte, contienen un gran potencial demográfico y económico. La UE, sin embargo, si bien sigue siendo una gran área económica, pierde peso, carece de cohesión por el conflicto de intereses entre sus miembros; se debate entre la sujeción a EEUU y buscar una autonomía diplomática y estratégica, y tiene a la demografía en contra.

 

Las administraciones estadounidenses ante los desafíos del presente

Se suelen subrayar las diferencias entre las administraciones demócratas y republicanas en EEUU. Mientras que en la época de Obama se buscó recuperar la acción multilateral, concitando apoyos internacionales para hacer valer los proyectos estadounidenses, conduciéndose casi siempre bajo la apariencia de salvaguardar las instituciones de Naciones Unidas y marcando distancias con las actuaciones unilaterales de la era Bush, Trump abogó por confrontar con la ideología globalista, planteando un retraimiento respecto de las instituciones internacionales e incluso declarando la obsolescencia de la OTAN. Ello recordaba a las posiciones aislacionistas que se habían opuesto a la participación de EEUU en la I y en la II Guerra Mundial. Se les reprochaba a los países de la Europa Occidental haberle endosado sus gastos de defensa a EEUU, y se los instaba a corresponsabilizarse e incrementar su inversión militar.

Trump se perfiló como aspirante a la presidencia cargando contra la élite política tradicional, presentándose como un hombre hecho a sí mismo, ajeno a los gerifaltes al uso del partido Republicano. Esa clase política tradicional es la que habría propiciado el auge de China y el eclipse de la supremacía estadounidense y occidental, al impulsar la desindustrialización y las deslocalizaciones, destruyendo el tejido económico, desprotegiendo a los productores americanos y condenando al desempleo y a la precarización a las clases trabajadoras. Pero, aunque este diagnóstico pueda parecer atinado en este punto, se conjuga con una demonización de la inmigración (a la que se acusa de ser el instrumento de una sustitución étnica), un ataque a los derechos civiles, ultraconservadurismo y negacionismo del cambio climático y los problemas medioambientales inherentes a la producción capitalista.

El trumpismo, al igual que la retórica de las nuevas derechas populistas, denuesta los elementos de la democracia representativa y los sistemas constitucionales, al tiempo que denuncia las imposiciones de una pretendida élite globalista. En la conceptuación del globalismo que se hace desde el trumpismo y sus epígonos, las ideas progresistas, las evidencias científicas sobre el cambio climático y los protocolos para paliarlo son identificadas con una agenda oculta de una élite mundial que pretendería derruir el poder occidental, debilitando su estructura productiva y desnaturalizando su cultura y sus tradiciones.

Biden anunció su intención de dar carpetazo a los planteamientos trumpianos proclamando, en su primer discurso como presidente electo, en el Queen Theatre de Wilmington, en Delaware, el 24 de noviembre de 2020, que EEUU estaba de regreso. El nacionalismo unilateralista de su antecesor sería sustituido por el multilateralismo y se regresaría a los acuerdos sobre el cambio climático.

Sin embargo, por debajo de las diferencias apreciables entre las diversas administraciones estadounidenses, hay puntos de continuidad que vienen dados por los condicionantes geopolíticos. Y es que la decadencia del poder de EEUU, el temor al auge chino y el intento de contenerlo se plasmaron, ya en la época de Obama, en el desplazamiento de los recursos militares y la atención hacia el área indo-pacífica.

En esa clave puede leerse el acuerdo AUKUS (Australia, United Kingdom y United States), anunciado en septiembre de 2021. Este tratado le da acceso a Australia a tecnología avanzada de defensa, que le permitirá dotarse de submarinos de propulsión nuclear, en el marco de un acuerdo de cooperación en seguridad y defensa que militariza la relación con China en la región. También tiene una importante dimensión económica, al suponer contratos cuantiosos para la industria armamentística estadounidense.

Este acuerdo supuso un desaire a Francia, dado que Australia canceló un contrato de fabricación de submarinos convencionales con el país galo. Ello revela que la Administración Biden considera a los países europeos socios menos confiables y de segundo nivel respecto al núcleo duro anglosajón; pero, sobre todo, que prioriza la estrategia de contención de China por encima del ascendiente sobre los principales países de la UE. También cabe suponer que los estrategas estadounidenses tienen presente la involucración comercial de los grandes países de la UE con China, de tal manera que su sujeción a las directrices estadounidenses puede verse comprometida por sus propios intereses. Y en esta cuestión, uno de los ejes fundamentales de la política exterior, vemos que la presidencia de Biden sigue un curso de acción similar al de Trump.

Finalmente, hay que referirse a la Guerra de Ucrania, que comenzaría como tal con la invasión rusa del 24 de febrero de 2022, tras años de tensiones que se retrotraen a los disturbios del Euromaidán, suscitados por la suspensión de la firma de los acuerdos de anexión Ucrania a la UE.

La invasión rusa ha supuesto una revitalización de la OTAN, con el ingreso de Finlandia y con EEUU impulsando sanciones económicas. Se organizan envíos de armas, apoyo militar y respaldo diplomático al ejército ucraniano. EEUU ha presionado para que Alemania prescinda del gas y el petróleo rusos. Cabe recordar en este punto el sabotaje del gasoducto Nordstream; según la información publicada por el premio Pulitzer Seymour Hersh, habrían sido buzos de la armada estadounidense, durante unas maniobras de la OTAN, quienes instalaron artefactos explosivos que, posteriormente, el 26 de septiembre de 2022, serían detonados por la marina noruega utilizando una boya hidroacústica.

Con la guerra ahora enquistada, y los países de la Europa del Este pidiendo más implicación y dureza en el conflicto, existe el peligro constante de una escalada e incluso del uso de armamento nuclear.

Rafael Poch, en su opúsculo la Invasión de Ucrania, nos recuerda que tras la disolución del Pacto de Varsovia y la caída del Telón de Acero, EEUU bloqueó la construcción de una seguridad europea integrada y de los planteamientos de distensión. En la Cumbre de la OTAN en Roma, 1991, los documentos manifestaban la voluntad de expandirse hacia el Este y posicionarse en las áreas de influencia de la extinta URSS, incluyendo Ucrania. Sin menoscabo de denunciar la violación de la soberanía ucraniana que ha perpetrado Putin, Poch nos insta a no olvidar que la expansión de la OTAN creó la condiciones para posteriores conflictos, dado que Rusia estaba viendo atacados sus intereses geopolíticos. Henry Kissinger y George Kennan se han manifestado contrarios a esta expansión, precisamente porque suponía ir cebando un posterior conflicto.

Los gobiernos de EEUU acabaron pugnando por la ampliación de la OTAN al Este, ante la perspectiva de que la construcción de una seguridad europea sin el paraguas atlantista, buscando una entente y una distensión con Rusia, les supusiese perder influencia.

En la cumbre de la Alianza Atlántica en Madrid, celebrada en junio de 2022, se definió un nuevo Concepto Estratégico para los próximos diez años, orientado a la contención de Rusia y la disuasión, apelando explícitamente a la posibilidad de una confrontación nuclear, y situando también al Indo-Pacífico como una zona de conflicto estratégico.

 

Conclusión

La pugna entre EEUU y China está ya definiendo nuestro presente. Hemos entrado de lleno en la II Guerra Fría, y la Guerra de Ucrania, si bien tiene que ver la disputa de áreas de influencia en los viejos territorios del Bloque Soviético, ha forzado a los países europeos a reactivar su compromiso atlantista, al menos mientras la guerra continúe.

La fuerza de la demografía, el desarrollo económico y la convergencia tecnológica han creado un sistema multipolar donde las potencias emergentes, en la medida en que sean capaces de contener sus problemáticas sociales y lograr cierta cohesión interna, se prevé que reforzarán su peso e influencia, actuando como actores de segundo nivel tras las dos grandes hiperpotencias.

La pugna con China, a nivel diplomático, económico y tecnológico, la contención de una Rusia que busca recuperar su tradicional área de influencia, y las relaciones con otros actores regionales definen hoy la agenda exterior estadounidense. En el trasfondo, la gran crisis ecológica condiciona todas estas dialécticas geopolíticas, y éstas, a su vez, condicionan y limitan la capacidad de hacer frente a este desafío global.

Referencias

Aguirre, Mariano, Guerra Fría 2.0. Claves para entender la nueva política internacional, Icaria, 2023.

Barbé, Esther, Relaciones Internacionales, Tecnos, 2020.

Poch, Rafael, La invasión de Ucrania, CTXT (colección ¡Movilizaos!), 2022.

OTAN, Concepto Estratégico, NATO Review, 2023. www.nato.int/docu/review/es/articles/2022/06/02/el-concepto-estrategico-de-madrid-y-el-futuro-de-la-otan.

Instituto Español de Estudios Estratégicos, Panorama Estratégico, 2023. www.ieee.es/publicaciones-new/panorama-estrategico.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de Filosofía en el IES Universidad Laboral de Gijón.

Tres tesis sobre la UE

Como objeto político no identificado se ha llegado a definir a la Unión Europea, una agrupación supranacional de estados-nación que ve la luz como una evolución de la Comunidad Económica Europea a la luz de sucesivos tratados con el objetivo de una mayor integración de los mercados, en muy primer lugar, y a nivel social, fiscal, político, jurídico y geopolítico de manera más secundaria.

Parece fuera de toda duda que, de cara a pintar algo, la escala geo-económica-política-demográfica de nuestro presente ha de tener un nivel continental. Fuera de grandes Estados como Estados Unidos, Rusia, India o China, la gran mayoría del resto de Estados deben agruparse para conseguir esa escala. No cabe duda que es la UE el proyecto más avanzado en ese sentido de los que hay en todo el planeta. Sin embargo, esa realización cuenta con una serie de contradicciones estructurales que la hacen un gigante con pies de barro. En las próximas tres tesis intentaré explicarlas.

Tesis 1: La UE no tiene demos (o la UE es una jungla, no un jardín)

El proceso de construcción de Estados nacionales en Europa occidental vino espoleado a través de dos vías paralelas que terminaron convergiendo: la revolución industrial de origen británico y la revolución francesa más las guerras napoleónicas. Todo el siglo XIX es el resultado de las ondas de éstas dos explosiones, las cuales dieron lugar, a través de revoluciones activas, pasivas o mezcla de las dos, a la construcción de estos Estados nacionales. Pero estos no venían de la nada; los demos de ciudadanos eran el resultado de la transformación de Estados anteriores del antiguo régimen, unas naciones históricas construidas, a su vez, en un proceso de siglos bajo las monarquías, primero autoritarias y luego absolutas, en el largo periodo de transición del feudalismo al capitalismo.

La Unión Europea parte, pues, de unos Estados nacionales con trayectorias históricas muy anteriores; y no solo dispares, sino enfrentadas entre sí. Se trata de un proceso en el que las diferentes naciones europeas dibujan una relación histórica entre ellas, similar a la de una biocenosis que, como estas, se mantiene porque unos se comen a otros continuamente. Es decir, que si ha habido históricamente alguna unidad entre los pueblos europeos ha sido la unidad de la guerra de todos contra todos. Ucrania es el último episodio de esta dinámica.

La Unión Europea, supuestamente el culmen de un proceso de aprendizaje que empezó tras la Segunda Guerra Mundial y la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, a través del cual ese pasado de siglos de guerra continua habría sido superado bajo las notas de la Oda a la Alegría, no es más que el triunfo momentáneo de un reunificado Estado-nación alemán tras el resquebrajamiento del imperio soviético. Esa pax alemana intenta, siempre bajo el manto del Tío Sam, volver a levantar un Imperio (o IV Reich), algo que por su propia esencia depredadora, por un lado, y sumisa al Imperio norteamericano, por otro, está destinado al fracaso. Nada más lejos de un jardín.

Un detalle final de la falta de un demos europeo es que la lengua franca en la torre de babel europea ni siquiera es el alemán, sino la del Estado que abandonó la Unión.

Tesis 2: La UE es un cementerio de imperios creado por el Imperio USA (al que estarán siempre subordinados)

La historia de Europa no solo es la historia de continuas guerras, sino también la historia de los imperios europeos que han acabado dando forma al mundo. Precisamente, imperios que han guerreado entre sí y que se vieron ya totalmente desmembrados tras el final de la Segunda Guerra Mundial y décadas posteriores.

Si la guerra de los treinta años significó el principio del fin de la hegemonía de la Monarquía Católica Hispánica de los Austrias y el comienzo del orden westfaliano, el fin de la Segunda Guerra Mundial, sumado a los resultados de la primera y su ínterin, puede considerarse una segunda guerra de los treinta años expandida a nivel global (precisamente por los imperios europeos combatientes) que trajo consigo, en la parte occidental europea, la entrada en escena del victorioso imperio norteamericano como antídoto para frenar al, en aquel momento, pujante imperio soviético. Para ello, llevó a cabo el Plan Marshall (European Recovery Act), que contribuyó a la estabilización económica y social a la Europa Occidental y que, a través de OECE (Organización Europea para la Cooperación Económica, hoy la OCDE (14)) puso las primeras piedras para lo que serían los tratados e instituciones que dieron forma a los cimientos de la actual UE (La Comunidad Económica del Carbón y del Acero, la Comunidad Económica Europea y EUROATOM). La propia UE, nacida en el Tratado de Maastrich de 1992, es una criatura que vio luz tras la caída de la URSS y su bloque; es decir, consustancial al nuevo orden mundial unipolar de la globalización feliz estadounidense.

A todo ello hay que sumar las muchas bases estadounidenses en territorio de países europeos y el hecho de que casi todos los países de la UE pertenecen a la OTAN (organización militar hegemonizada por USA) y están sometidos la estrategia estadounidense frente a Rusia y, cada vez más, frente a China. Por ello, toda la cháchara sobre la “autonomía estratégica” de la UE frente a Estados Unidos no es más que eso, un brindis al sol o la carta a los Reyes Magos. Y ello es así porque la Unión Europea, desde sus semillas hasta la actualidad, es en buena medida creación y protectorado del imperio estadounidense.

Tesis 3: La UE no puede ser un Imperio (o el imposible imperio alemán)

Alemania ha intentado hasta en dos ocasiones anteriores convertirse en una gran potencia imperial. De hecho, las dos guerras mundiales del siglo XX pueden entenderse como el momento de la crítica de las armas en la pugna de la Alemania los II y III Reich para suceder cono hegemonía global al decadente Imperio Británico. Concretamente, el III Reich nazi puede verse como otro antecedente de una Unión Europea bajo el imperio alemán hitleriano, y de hecho estaba en sus planes y programas en caso de haber vencido. La continuidad puede ser ilustrada a través de la evolución del jurista nazi Walter Hallstein, que terminó presidiendo la Comisión Europea.

La derrota del nazismo dividió Alemania, pasando su lado oriental a la órbita soviética y la occidental la estadounidense. Los Estados Unidos mimaron especialmente a la nueva República Federal de Alemania con el Plan Marshall. Ese Estado, junto a los del Benelux, Italia y Francia, puso las semillas de los tratados e instituciones de lo que hoy es la UE.

Tras la derrota y fragmentación de la URSS y su imperio, Alemania se reunificó (mejor dicho, el oeste absorbió al este) y se lanzó a velocidad de crucero a dar otra vuelta de tuerca a la integración europea, con el Tratado de Maastrich que básicamente elevaba el canón ordoliberal alemán a el nivel europeo, además de una moneda común que era, algo así, como elevar el marco a moneda europea.

Esa Alemania, completamente insertada en la globalización unipolar estadounidense del cambio de siglo, podía construir, siempre bajo el protectorado norteamericano, otra unidad europea bajo el mando del imperio alemán, como buscó el III Reich, pero ahora no en nombre de la raza aria, sino de la economía social de mercado, el IV Reich. Este último, con consecuencias devastadoras por todos conocidas en el sur de Europa o en los Balcanes, por ejemplo. Su punto álgido llegó con el largo mandato de Angela Merkel, tanto por su machaque a países como España o Grecia tras la crisis del 2008 como por el intento de equilibrio junto a su lugarteniente francés entre su hinterland nórdico/centroeuropeo (su patio trasero industrial del este de Europa) y la periferia sur-europea para poder parir los llamados fondos europeos con los que salvar el mercado europeo y, por lo tanto, su propia economía.

Pero cuando con la solución de los fondos europeos el IV Reich parecía poder tomar un nuevo rumbo, estalló la invasión rusa a Ucrania y la consiguiente guerra que ha puesto de nuevo encima de la mesa dos cosas. La primero, como vengo diciendo, es que este nuevo imperio alemán tiene, en última instancia, un patrón al otro lado del Atlántico al que se sigue, aunque sea a cambio de tiros en el pie. La segunda, que la propia Alemania pone todo su potencial económico para salvarse sin pensar en sus socios, incluyendo Francia, aunque a la vez les pida solidaridad energética.

Una situación, la que tenemos encima, que muy bien podría ser la de la tercera derrota de Alemania en su tercer intento de construirse como potencia imperial, que, si es así, tendría consecuencias para la propia UE.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

Editorial: Unión Europea

La ideología europeísta es una de las partes fundamentales del macizo o nebulosa ideológica (la caverna de Platón) dominante en España, uno de los países con mayor mayor aceptación de la UE entre las poblaciones de todos los Estados-nación miembros de la misma. Dicha ideología se basa en una supuesta unión armónica entre los diferentes Estados y pueblos europeos que tras siglos de guerra habrían encontrado, tras la Segunda Guerra Mundial, un punto de encuentro que no habría hecho más que expandirse desde el centro de Europa hasta el sur, norte y este, superando diferentes pruebas que se ponen en el camino para llegar en algún momento a la meta final de unos Estados Unidos de Europa. Se trataría de una Europa unida cuyo modelo económico-social-político-jurídico sería el sumun al que habría llegado la humanidad y que debe ser el faro que ilumine al resto del mundo. En España, tomaría como dogma el orteguiano España es el problema y Europa la solución.

Europapanatismo, altereuropeismo, euroescepticismo o Europa es la solución

Esa ideología europeísta, que podemos denominar como “europapanatismo”, se encuentra muy reforzada tras el acuerdo de los fondos europeos post-Covid y por la guerra de Ucrania. En España, tiene como ideologías, no tanto alternativas sino hijuelas suyas, un “altereuropeismo” y un “euroescepticismo”.

Ambas comparten no pocos principios con el “europapanatismo” y se diferencian entre ellas y con este en que el “altereuropeismo” ve en la UE un proceso no nato, pero tampoco abortado, capturado por el neoliberalismo, de una trasposición de la edad dorada del “wellfare state” de los Estados-nación a los futuros Estados Unidos de Europa (Europa federal, social, de los pueblos, etc.) y el “euroescepticismo” desconfía de las continuas cesiones de soberanía a la UE y sus “burocracias cosmopolitas y globalistas” (“el capitalismo neoliberal” para los otros), y mira como meta no una federalización que disuelva los Estados-nación en una macroestado europeo, sino un confederalismo intergubernamental (“Europa de las naciones”) con la finalidad de mantener una identidad impoluta (lo que para los altereuropeistas sería volver al “wellfare state” estatal-nacional).

Incluso en nuestro país podemos poner otra rama ideológica hijuela del “europapanatismo” que, moviéndose entre el “altereuropeismo” y el “euroescepticismo”, ve a esa Unión Europea como el lugar de desintegración de los Estados-nación opresores de las naciones auténticas y milenarias que verían su oportunidad de secesionarse de estas, y a la vez, tener un gran paraguas en una “Europa de las regiones”.

Se puede comprobar fácilmente estas diversas variantes de la ideología europeísta en las diferente formaciones políticas de nuestro país, así como en medios de comunicación, laboratorios de ideas, etc.

Eurorealismo, o Europa no es la solución

Desde nuestra posición defendemos lo que se puede denominar como “eurorealismo”. Esto es, mirar con los ojos limpios de las legañas del macizo o nebulosa ideológica europeísta para romper los cuentos y mitos de la misma:

    1. Para España, la pertenencia a la UE supone la entrada en un club claramente hegemonizado por Alemania en donde se ha sellado una alianza a prueba de fuego, aunque en posición subalterna, de nuestras clases dominantes con las clases dominantes del eje franco-alemán, y cuyo peaje tanto con los fondos de cohesión en los años ochenta y noventa del siglo pasado, o con los fondos europeos de ahora, con su albultada chequera, es la conversión de España en un economía política basada en  servicios de bajo valor añadido como destino para los vástagos de la clase obrera industrial producida en el desarrollismo franquista de los sesenta o de la población migrante que, en gran número, llega a partir de mediados de los noventa; en un débil sector público empresarial y social que, con todo, sirve como nicho de mercado laboral para sectores de la clase profesional y directiva asalariada (con sus más jóvenes generaciones socializadas en los erasmus); y cierto sector industrial en manos, y bajo los intereses, de Estados Unidos, Francia y Alemania. España es así un país claramente periférico dentro del contexto europeo, que despertó del supuesto generoso maná europeo de los años ochenta y noventa con la crisis del 2008 y el crack del modelo económico que ese mismo maná en parte subvenciono, con el brutal ajuste del “rescate” europeo con Rajoy. Todo parece indicar que estamos ahora ante un nuevo maná, a otra entrada en lo mismo.
    2. La Unión Europea se mueve al son de las necesidades de Alemania, que va construyendo una división europea del trabajo entre ellos y su hinterland centro-norte europeo, como el centro con el este y el sur de Europa como periferias, para mayor gloria de su producción y exportación industrial. Así, la UE no es más que un nuevo intento de una reunificada Alemania en ser una potencia, eso sí, incorporada a la globalización unipolar estadounidenses tras la caída de la URSS y su bloque, manteniendo su sumisión diplomático-militar al Imperio mientras el Tío Sam les dejaba a los teutones tener su coto de caza europeo a la vez que compraban a espuertas energía rusa y exportaban a China. Hasta ahora…

Tras la Oda a la Alegría, pues, resuena el “Deuschland uber alles”, sin ninguna posibilidad real de ir a ningunos Estados Unidos de Europa o una Confederación de naciones.

¿Qué hacer? España no es problema, tampoco la solución

Vivimos tiempos convulsos en donde se están entrecuzando tres momentos de transición o pasos del Rubicón a otras lógicas, regularidades o ciclos. El primero tiene que ver con los ciclos Kondratieff/ Schumpeter/Pérez de auge y decadencia del modo de producción capitalista espoleado por las revoluciones tecnológicas. El segundo es el paso de una potencia hegemónica a otra en el sentido de Arrighi, con su “trampa de Tucidides” incluida y el fantasma de una posible destrucción nuclear mutua. El tercero es la posibilidad de la transición del capitalismo como modo de producción dominante a otro (¿estatista?) con una nueva clase dominante. Todo esto se puede sintetizar en el conflicto principal que marcará el presente siglo XXI, el de la emergente globalización con características chinas frente a la declinante, pero resistente (y quizás resurgente) globalización occidental dirigida por Estados Unidos.

Una u otra globalización (y precisamente la UE es el ejemplo más avanzado y a la vez fallido de ello, en ese caso bajo las faldas de la globalización norteamericana) requieren de la formación de escalas geográficas, demográficas, económicas, políticas, militares, etc., a nivel continental, o incluso transcontinental, en las cuales la gran mayoria de los estados-nación deberán agruparse en organizaciones internacionales o supranacionales, las cuales tendrá que tener cono una de sus condiciones de posibilidad que haya una trayectoria histórica y cultural común detrás, todo lo cual arroja unas cuantas plataformas potenciales en nuestro mundo para ello.

Teniendo esto en cuenta, y a pesar de los muchos problemas que tiene España, no consideramos a nuestro país un problema que tendría la solución en una UE Federal, confederal o de las regiones, sino que podría tener una solución, más que complicadísima pero no imposible, en una de esas plataformas posibles por nuestra propia historia. Y más teniendo en cuenta que la globalización con características chinas busca construirse y llevarse a cabo con China como centro y todos aquellos “perdedores“, ya no sólo de la actual globalización estadounidense, sino también de la británica; es decir la “anglobalización” que ha dado forma al mundo de los ultimos 250 años. “Perdedores” que, antes de esa “anglobalización” capitalista de la llamada modernidad, fueron “ganadores” y aliados en la primera globalización. Pero esto se desarrollará en otro momento.

La OTAN: Transformación por hipertrofia

¿Resurrección?

La guerra en Ucrania ha dado lugar a una dinámica que parecía impensable hace apenas unos meses: que la OTAN reviviera como un actor relevante en la escena internacional. Las tensiones internas dentro de esa organización habían llevado a Emmanuel Macron a afirmar, a finales de 2019, que la OTAN se encontraba en una situación de “muerte cerebral”. Entonces, los intentos de rebajar la tensión por parte de Angela Merkel no ocultaban la realidad: que las diferentes prioridades de los Estados miembros estaban dejando a esa organización cada vez más vacía de contenido, hasta el punto de que sus tropas –y milicias delegadas– defendían intereses opuestos en escenarios como el sirio o el libio. Los polacos, por su parte, veían con horror como esa idea podía implicar el inicio de una nueva era en las relaciones de las potencias de Europa Occidental con Rusia. Por eso mismo, hoy los medios de comunicación franceses se preguntan si la guerra en Ucrania ha conseguido trascender esa situación, aunque sin obtener respuestas realmente convincentes. Sí parece haber más entusiasmo entre los especialistas norteamericanos, que urgen a la OTAN, como brazo armado de occidente, a actuar como garante de la seguridad global.

Da la impresión de que existen buenas razones para pensar que la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha contribuido a reanimar a una OTAN que, ya antes del inicio de la guerra, había venido incrementando el despliegue militar en los países de su flanco oriental. Además, la previsible incorporación de Finlandia y Suecia, los compromisos para el incremento del gasto militar de los Estados europeos (incluida Alemania), el anuncio de su despliegue en internet y, sobre todo, la reafirmación de Estados Unidos como árbitro de los grandes asuntos europeos, proyectan la idea de que la OTAN está más viva que nunca. En ese contexto, el proyecto de la Brújula Estratégica de la Unión Europea, adoptado tras el inicio de la guerra, parece condenado de inicio a la subalternidad con respecto a la Alianza Atlántica. Al igual que esta, la UE cuenta con miembros con intereses de lo más diversos, pero, por contra, carece de un líder indiscutible y con voluntad para imponer sus dictados estratégicos. El alto representante para la política exterior de la UE parece asumir esa carencia en su presentación del proyecto, en la que, a pesar de toda la retórica sobre el surgimiento de la UE como actor geopolítico, termina hablando de la necesidad de reforzar los lazos entre ambas organizaciones.

 

Las divergencias siguen su curso

Frente a esto, se puede argumentar que las divergencias, azuzadas por el cambio en el orden geopolítico mundial, siguen estando presentes a pesar de la fuerza con la que el conflicto armado en Ucrania ha irrumpido en los medios de comunicación y en las salas de máquinas de los actores internacionales. Es decir, que los factores que propiciaron la crisis que se cernía sobre la OTAN a finales de 2019 siguen evolucionando, incluso con más fuerza, aunque de una manera menos visible que entonces como consecuencia de la guerra.

El primero es la ya mencionada divergencia entre las prioridades y enfoques de sus miembros. El foco estratégico de los norteamericanos seguirá estando puesto sobre China, y así lo manifiesta su aparato propagandístico de cara a la cumbre de la OTAN en Madrid. Hasta tal punto es así que la guerra en Ucrania es, desde esta perspectiva, un conflicto por delegación, ya no contra Rusia, sino contra el gigante asiático, que estaría proporcionando munición militar y discursiva a su aliado. Las continuidades entre los planteamientos de las presidencias de Biden y Trump – que le planteó en su momento a John Bolton la posibilidad de exigir a los europeos se desconectaran de las fuentes de energía rusa y de incrementar al 2% de sus presupuestos el gasto militar a cambio de que Estados Unidos permaneciera en la OTAN – son cada vez más evidentes. Esta actitud se sintetiza bien con las prioridades de los países Bálticos y Polonia, que, a partir de sus propias consideraciones de seguridad, han devenido en plataformas al servicio no ya de la OTAN, sino de los propios Estados Unidos. Y, en efecto, a la hora de solicitar ayuda, prefieren que esta sea proporcionada directamente por esa potencia. A ellos se suma el Reino Unido post bréxit, que ha identificado a Rusia como su principal amenaza en la próxima década.

Las prioridades de las potencias europeas son diferentes, e incluyen el terrorismo y lo que ellas interpretan como la estabilidad en el norte de África y el Sahel. No deja de resultar paradójico que un país como Francia, que empujó de manera entusiasta a la OTAN a bombardear Libia en 2011, se erija hoy como un promotor de estabilidad en esa región, por más que lo haya intentado (con poco éxito) en Mali. A pesar de que este grupo, que incluye a la mencionada Francia, pero también a Alemania, se haya comprometido a apoyar a Ucrania, sancionar a Rusia y aumentar su presupuesto de defensa, el coste de esta dinámica implica riesgos económicos y políticos importantes en esos países. La idea de que Europa deje de ser dependiente de la energía rusa no deja de ser un planteamiento falaz en la medida de que, dejando a un lado las buenas intenciones del desarrollo de las energías verdes en la UE, los países europeos seguirán siendo dependientes de otras fuentes de energía no menos inciertas. Aquí se puede mencionar el corredor gasístico que se proyecta entre Nigeria y Marruecos que, de realizarse, atravesaría las fronteras de 13 países de la parte occidental de África. A corto plazo, el coste del gas licuado podría ser un problema menor frente a amenazas al suministro como la especulación en el mercado de los metaneros o la seguridad en los trayectos. En último término, aunque se consiga esa ansiada independencia, el suministro ruso seguirá condicionando los precios del mercado energético mundial (su participación en la OPEP+ está fuera de toda duda, por más que en occidente se proyecte la idea de que Rusia es un Estado paria) y podría llegar a Europa por otras vías. Esta hipótesis se puede formular a partir del fuerte incremento de las exportaciones de gas ruso a países como Emiratos Árabes Unidos desde el inicio de la guerra. Estas consideraciones dejan de lado el hecho de que las fuentes energéticas alternativas están dominadas por regímenes que violan los Derechos Humanos y que, como en el caso marroquí, han agredido a Estados vecinos; factores, estos dos, que parecen tener mucha importancia para la UE cuando se trata de Rusia.

Turquía, por su parte, visibiliza las contradicciones de la OTAN de una manera más clara. Mantiene relaciones fluidas tanto con Ucrania como con Rusia, hasta el punto de que es el único miembro de esa organización que no ha implementado sanciones contra esta última y su participación en cualquier arreglo al que se llegue tras la guerra parece inevitable. Su deriva autoritaria converge con la de otros miembros de la OTAN como Polonia y Hungría, lo cual ha propiciado que, desde centros liberales, se le etiquete con estos últimos como uno de los bad boys de esa organización.

Frente a esa denominación insustancial, ha surgido con la guerra un cierto Ukraine-washing, o un lavado de cara aplicable a medios de comunicación, partidos políticos, empresas y Estados a través de la defensa a ultranza de la causa ucraniana. Polonia se ha visto beneficiada de esta forma hasta el punto de que su primer ministro, Mateusz Morawiecki, ha llegado a afirmar que “Polonia nunca había tenido una imagen de marca tan buena en todo el mundo” como ahora. Hungría, que habitualmente va de la mano de Polonia en los asuntos de la UE, no ha tenido la fortuna de caer en el lado bueno de la historia en este caso. Por lo demás, la extrema derecha también ha pasado por su propio Ukraine-washing en los medios de comunicación occidentales, que para justificar lo injustificable se ven muchas veces forzados a calificar al Regimiento Azov como una unidad “controvertida”, con orígenes “complicados” y cuyos miembros, como los de cualquier otra unidad militar legítima, tienen sentimientos y familias. La legitimación de un movimiento neonazi a través de la banalización de una simbología hasta hace poco proscrita o de la invitación a extremistas a unirse a las filas del ejército ucraniano también forman parte de la lucha contra el mal absoluto que representa Rusia.

 

Crisis y transformaciones por hipertrofia

Frente a todo esto hay un argumento que merece la pena tomar en cuenta. Se trata del hecho de que la historia de la OTAN ha estado marcada por crisis de calado, algunas de las cuales igualan en tensión al escenario sirio. Efectivamente, la crisis con Turquía y la aireada reacción de Macron tienen su precedente, apuntado por Thomas Meaney, del Instituto Max Planck, que recuerda que dos Estados miembros se habían enfrentado en Chipre tras el golpe de Estado instigado por Grecia y la invasión turca de la isla en 1974. Entonces, Estados Unidos fungió de arbitro de la situación a través de las maniobras del todopoderoso Henry Kissinger, que favorecía la partición de la isla y los intereses de Turquía, una liado más fiable e importante en el contexto de la Guerra Fría que Grecia. Sin embargo, 45 años después, en el escenario sirio, los intereses de Turquía y Estados Unidos chocaron, y, en ese contexto, los norteamericanos llegaron a imponer sanciones sobre un socio de su alianza militar como consecuencia de la compra de los S-400 rusos.

La deriva autoritaria de Turquía tampoco es un escándalo que pudiera poner en cuestión los valores de la OTAN, si se considera que la Portugal de Salazar fue una de las fundadoras de esa organización y la Grecia de los coroneles permaneció en ella tras el golpe de 1967. Pero no es lo mismo la deriva de algunos Estados periféricos que, eventualmente, entraron en la conocida como tercera ola de la democratización, que un proceso de involución que se cierne de manera irresistible sobre los Estados centrales de esa organización, como sucede en la actualidad.

La situación actual es el resultado de al menos tres crisis concatenadas en la Posguerra Fría que la OTAN ha ido sorteando a través de cambios que la han terminado hipertrofiando. Esas crisis, generadas por la ausencia de un propósito común claro y la creciente divergencia en los intereses y características de sus miembros, se han ido compensando a través de sus ampliaciones, actuaciones fuera de área (esto es, al margen de lo especificado en el artículo 6 del Tratado de Washington) y en la reformulación de la relación con Rusia. Cada crisis se ha saldado con un respiro más para la OTAN, pero también con una alianza más hipertrofiada y cada vez más frágil internamente. Y siempre sin poner a prueba el test definitivo de la unidad: el artículo 5 del Tratado, que, hasta el momento, se ha activado una única vez – tras los ataques a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 – y de manera muy limitada.

La primera de esas tres crisis se desencadenó con el final de la Guerra Fría. Tras la derrota por incomparecencia del enemigo soviético, las potencias occidentales coquetearon con planteamientos que coincidían con los de la “casa común europea” de Gorbachov. En ese marco se inscribe la firma de la Carta de París, que consagraba el principio de la indivisibilidad de la segundad en el continente, de acuerdo con el cual “la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás”. La crisis se sorteó gracias a la capacidad de adaptación de la burocracia de la OTAN y, sobre todo, de las sucesivas administraciones norteamericanas. En noviembre de 1991, en el contexto de la crisis final de la URSS y la institucionalización de una política exterior europea, la OTAN aprobó un concepto estratégico para una nueva época. Se trata de un documento difuso, con repetidas referencias a la cooperación y al diálogo regional, sin una amenaza específicamente definida más allá de “riesgos” derivados de la “inestabilidad y las divisiones”, como la proliferación de armas de destrucción masiva o el terrorismo. Ese ejercicio de resistencia institucional creativa propició que la hipertrofia se manifestara a lo largo de los años noventa a través del comienzo de las ampliaciones a Europa Oriental y de las operaciones fuera de área, con las intervenciones en Bosnia y Hercegovina y la República Federal de Yugoslavia (en este último caso, atribuyéndose el rol de Naciones Unidas como guardián de la seguridad internacional). Además, en 1997 se firmó el Acta Fundacional OTAN-Rusia que, a pesar de las buenas palabras, reestablecía la relación dialéctica entre ambas partes, en la medida en que se negociaron garantías de seguridad mutuas como el compromiso de la OTAN de que no desplegaría armamento nuclear en los territorios hacia los que esa organización se terminaría expandiendo en 1999 (Hungría, Polonia y la República Checa).

Aquel año, el del cincuenta aniversario, la primera ampliación al este (seguida de otra, en 2004, que incluía a Estados que habían pertenecido a la Unión Soviética) y la primera operación sin autorización de la ONU, prometía muchas alegrías para el futuro de la OTAN, pero en realidad marcó el inicio de una nueva crisis. El ambiente festivo de la cumbre de Washington, de abril de ese año, fue socavado por las divisiones de la campaña de bombardeos, en marcha desde hacía un mes. A nivel operativo, se presentaron profundas grietas entre los aliados en relación al alcance del control político de las operaciones militares. Como recuerda el comandante de la OTAN en esa operación, el norteamericano Wesley Clark, los yugoslavos conocían algunos de los objetivos de los bombardeos y el momento en que serían atacados. Meses antes del inicio, un oficial francés asignado a los cuarteles generales de la OTAN había filtrado a los yugoslavos el plan operativo inicial, que se suponía en máximo secreto. Según señala Clark, algo similar siguió ocurriendo durante la campaña. Los generales norteamericanos, además, se quejaron amargamente de las interferencias políticas francesas en la selección de objetivos y las decisiones operativas, al tiempo que los franceses acusaban a Estados Unidos de realizar operaciones fuera de la cadena de mandos aliada.

Esas divisiones provocaron la transformación de la OTAN en lo que algunos, como Rafael Bardají, el gurú neocón de José María Aznar, llamaron una “caja de herramientas” que permitía a los miembros que así lo desearan aprovechar sus capacidades para conformar coaliciones ad hoc para misiones concretas. Y así lo hicieron a partir del 11 de septiembre de 2001, con la realización operaciones de alcance diverso grados de participación variable. Con algunas excepciones, todas ellas se realizaron fuera de área, e incluyeron Afganistán, Irak, Somalia, Yemen y Libia. Todo ello ocurría con la polarización con Rusia por parte de los norteamericanos como telón de fondo, con acciones como la denuncia del tratado AMB en junio de 2002 o el apoyo a las revoluciones de colores entre 2003 y 2005.

 

¿Hacia la crisis definitiva?

La tercera crisis se empezó a desenvolver al tiempo que la segunda parecía resolverse a través del anuncio, en la Cumbre de Bucarest de 2008, de la eventual incorporación de Ucrania y Georgia a la organización y la campaña de bombardeos sobre Libia en 2011. El primero es hoy una frustración consumada, mientras que la segunda nos recuerda que, si la historia se repite, es primero como tragedia (Yugoslavia) y luego como farsa.

El primer hecho terminó sentando un precedente para el estallido de dos conflictos armados que, al final, han frustrado su finalización en la práctica. Unos meses después de la cumbre, cuando los ojos del mundo estaban puestos en los Juegos Olímpicos de Pekín, el presidente de Georgia, Mijaíl Saakashvili, pareció tomarse muy en serio aquella promesa, e intentó recuperar por la fuerza la provincia secesionista de Osetia del Sur, que se encontraba desde bajo protección rusa desde 1992. A pesar de contar con el inestimable apoyo de los medios de comunicación occidentales, las cancillerías de la OTAN, empezando por la norteamericana, no ocultaron su disgusto ante tal hecho. En cualquier caso, aquella invitación, por difusa que fuera, fue recibida con entusiasmo, hasta el punto de que, años después, Saakashvili, que no oculta sus simpatías por los elementos más radicales de la administración Bush, señaló:

Creo que Estados Unidos respondió un poco tarde [al inicio de la guerra], pero cuando lo hizo, fue de manera apropiada. Lo único decepcionante fue que el Secretario de Defensa, Robert Gates, dijera básicamente que no usaría la fuerza militar y fue entonces cuando los rusos tomaron Akhalgori [en Osetia del Sur]. Básicamente, Rusia tomó Akhalgori después de unas palabras de Gates, que era realmente asquerosamente cínico y estaba en contra de nuestra integración en la OTAN, saboteó nuestro entrenamiento militar, fue uno de los iniciadores del embargo militar, etc. Cuando me vi con él en la Conferencia de Seguridad de Múnich – estaba sentado a mi lado en la cena – me dijo: “Bueno, realmente no creo que meterte en la OTAN sea una buena idea, pero nuestro presidente lo quiere, así que ¿qué puedo hacer?”. Más tarde hubo una reunión de la CIA en la que Bush dijo cuáles son nuestras opciones militares, en la que Cheney dijo: ‘Empleemos misiles de crucero’ y Gates dijo: ‘De ninguna manera’. Si en lugar de Gates hubiera estado Rumsfeld, creo que habrían utilizado esa opción.

En el escenario ucraniano, las maniobras de la primera ministra, la nacionalista Yulia Tymoshenko, evitaron una crisis que pudo haber hecho colapsar Ucrania en el invierno de 2008-2009. En aquella ocasión, Tymoshenko demostró que, a pesar de la retórica nacionalista, los negocios y los acuerdos podían ser una base para evitar la escalada en los conflictos. En 2010, con la victoria de Viktor Yanukovich, se impuso una línea prudente dentro de un país cuya población favorecía unas relaciones fluidas con múltiples actores, como reflejan los estudios de opinión realizados en 2013 (antes del comienzo de la crisis del Euromaidán):

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Estas actitudes se veían reflejadas en las posiciones sobre la conclusión del Acuerdo de Asociación con la UE (que los líderes europeos querían cerrar en la Cumbre de Vilna, prevista para noviembre de 2013) y la posible incorporación a la Unión Aduanera de Bielorrusia, Kazajistán y Rusia.

 

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Esas diferencias se manifestaban de manera dispar en las distintas regiones del país, aunque la polarización no era, ni mucho menos, absoluta.

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Si bien estos datos pueden hablar de un país dividido (una expresión recurrente en occidente para referirse a países periféricos), también hablan de una sociedad que podría estar cómoda gracias a – y no a pesar de – sus lazos con una variedad de actores. Este razonamiento no fue el seguido en los centros de poder euroatlánticos. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue tajante cuando señaló que el país no podía firmar un tratado de asociación con la UE y formar parte de la unión aduanera impulsada por Rusia al mismo tiempo. Ello, además, era profundamente injusto, dado que, por las propias características de la política de vecindad de la UE, esta no implica camino alguno hacia la integración en esa organización.

Lo cierto es que el Euromaidán estalló en ese complejo contexto social e hizo saltar por los aires la posibilidad de que Ucrania sirviera de puente entre Rusia y la Unión Europea. Las manifestaciones (que contaron con la presencia de personajes como John McCain), los acontecimientos políticos posteriores a la dimisión de Yanukovich (que incluyeron una pugna entre intereses europeos y norteamericanos en relación a la colocación de sus peones en el tablero interno ucraniano) y el desarrollo de la guerra de 2014 hicieron que el objetivo del acercamiento a la UE terminara convergiendo con la aspiración a incorporarse en la OTAN, y a finales de ese año Ucrania renunció oficialmente a su estatus de neutralidad. En adelante, la implicación de la Alianza Atlántica en ese país no haría sino aumentar.

Más allá de Georgia y Ucrania, la OTAN se implicó en las primaveras árabes sin tomar en consideración las consecuencias que ello tendría para la región y para sus propios Estados miembros; a saber, el crecimiento del terrorismo y un incremento en los flujos migratorios y de refugiados. Nada de ello importó a los decisores europeos, que contaban con información y análisis sobre estas cuestiones. A pesar de todos los problemas operativos y contradicciones morales, la operación en Yugoslavia en 1999 contaba con un objetivo claramente definido – la evacuación de Kosovo por parte de las fuerzas de seguridad serbias. En Libia, debido a que la operación contaba con el aval de Naciones Unidas (lo cual implicaba la aceptación de Rusia), esta se formuló en términos de la doctrina de la Responsabilidad de Proteger. En este sentido, la campaña no solo no cumplió con el objetivo, sino que dejó a una población más vulnerable que al principio.

Las implicaciones de aquella acción no solo provocaron muerte y sufrimiento, sino también los desequilibrios internos de la OTAN, que se pusieron de manifiesto en 2019. A pesar de las diferencias entre las personalidades de los presidentes norteamericanos, existen consensos en torno a la prioridad que supone China como enemigo estratégico, la necesidad de que los europeos incrementen sus presupuestos militares y un creciente proteccionismo comercial (que a finales de la pasada década adoptó forma de guerra comercial contra China y la Unión Europea). Frente a la inexistencia de un objetivo común de seguridad europea, las palabras de Macron sobre la “muerte cerebral” de la OTAN todavía reverberan como una muestra de frustración que solo se ha podido compensar, aunque sea transitoriamente, gracias a un nuevo enfrentamiento con Rusia.

Durante algunas décadas, la hipertrofia parecía dañina solo a nivel local. Ahora, en el contexto de la guerra en Ucrania, hay un salto cualitativo. Cabe preguntarse cuál será el siguiente salto hacia delante. En la transición tras la Guerra Fría, la OTAN pasó de ser una organización centrada en la defensa de sus miembros en un escenario internacional que parecía inamovible a una fuerza de avanzada de la política norteamericana en el Este de Europa. A pesar de todo, la crisis actual no parece ser una mera repetición de otras, y su resolución por hipertrofia genera riesgos ciertos. En relación a las ampliaciones, parece claro que se consumarán las incorporaciones de Finlandia y Suecia. Lo que no está tan claro es cómo sobrellevará esa alianza la frustración de no incorporar a Georgia y Ucrania.

En relación a las operaciones fuera de área, hay que mencionar que, más allá de la retórica, todas aquellas que ha llevado hasta el momento la Alianza Atlántica han sido con la aquiescencia de Rusia, incluida la de Kosovo, en la que Rusia terminó siendo clave a la hora de forzar a Milošević a retirar al ejército yugoslavo de la provincia. Posteriormente, la operación de Libia fue aprobada por el Consejo de Seguridad gracias a la abstención de Rusia, en una votación en la que, significativamente, también se abstuvo Alemania. Con la transformación acelerada del sistema internacional, que tiende hacia el refuerzo de la multipolaridad y que se va manifestando en virtualmente en cualquier rincón del mundo, se puede intuir que el tiempo de las operaciones fuera de área de la OTAN ha terminado.

Ucrania, por lo tanto, no es una oportunidad para la reconstrucción de la OTAN, sino la frontera que pondrá fin a su dilema: hipertrofia o supervivencia (evocando el título del célebre libro de Noam Chomsky). La supervivencia pasaría por reconocer que, fuera del artículo 5, la OTAN no tiene capacidad para alcanzar acuerdos. A partir de aquí, solo quedaría abogar por la estabilización de los frentes actualmente existentes en Ucrania y animar al gobierno de ese país a entablar una negociación comprehensiva que lleve, si no a firmar la paz, alcanzar un statu quo que permita a la población civil regresar a sus hogares y reconstruir, aunque fuera parcialmente, el tejido productivo del país, evitando, de paso, las consecuencias que el escenario actual puede tener en la seguridad alimentaria global. Según Henry Kissinger, las partes aún están a tiempo de conseguir esto. De lo contrario, la situación puede llevar a un punto de no retorno que pudiera poner en cuestión la propia estabilidad de Europa. Esta perspectiva asume que no será posible derrotar a Rusia, que cuenta con aliados como China y, además, ve como el sur global, incluidos los aliados de Estados Unidos en ese espacio, no parecen alinearse con las posiciones euroatlánticas.

Ese escenario parece probable, aunque solo de manera transitoria. Aunque los líderes euroatlánticos parecen empeñados en luchar la guerra hasta el último ucraniano (las presiones en este sentido han sido directas), ya insinúan que será necesario que Ucrania ceda parte de su territorio para llegar a algún tipo de acuerdo con Rusia. Da la impresión de que un acuerdo de esas características no representaría más que una tregua, aunque una más frágil aún que la que dio pie a los Acuerdos de Minsk en 2014 y 2015. En lo que respecta a la OTAN, parece claro que un arreglo de esas características le permitiría disfrutar de un cierto crédito a corto plazo, en la medida en que el conflicto en Ucrania sí le ha dado un respiro. Pero para continuar con la ensoñación, la doctrina del ni un paso atrás no estará en orden cuando se empiecen a deshacer las costuras de ese arreglo, aunque ello pueda tener consecuencias en la economía y el tejido social de los Estados europeos, nuevas crisis políticas y una posible implicación directa en la guerra, consumando así su crisis definitiva.

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha y secretario de la Asociación La Casamata.

El éxito, la guerra híbrida y las incertidumbres de China

Hace unos meses, el Presidente Xi Jinping, al conmemorar el 80 aniversario de la Larga Marcha, seguramente la principal gesta fundacional del Partido Comunista y la RP China, dijo: “Estamos en el punto de partida de una nueva Larga Marcha”.

La Larga Marcha fue la épica retirada, a lo largo de 12.000 kilómetros y más de un año de duración, del Ejército Popular para eludir ser rodeados por las tropas nacionalistas de Chang KaiShek durante la guerra civil. Solo uno de cada diez de los que participaron en ella llegaron vivos al final. ¿A qué se debe una analogía tan dramática y contundente? ¿Hay que tomársela en serio?

Para responder a la cuestión, repasemos cómo hemos llegado a la actual situación y retrocedamos algunas décadas en el tiempo.

El éxito

La integración de China en la globalización, entendida como el seudónimo del dominio mundial de Estados Unidos, contenía implícitamente como consecuencia el escenario de convertirla en vasallo de Occidente. El propósito era presionar a China para que aplicara las reformas estructurales definidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, abriera totalmente sus mercados a las empresas occidentales y que la integración de las élites chinas en su globalización acabara dando lugar a una forma de gobierno subalterno más aceptable para Occidente que la del Partido Comunista Chino.

Para comprar un solo avión Boeing a Estados Unidos, China debía producir cien millones de pares de pantalones. No estaba previsto que, jugando en el terreno diseñado por otros, China torciera aquel propósito.

El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento para fortalecerse de forma autónoma e independiente. Lo hizo poniendo condiciones y restricciones a la entrada del capital extranjero en China y sobre todo manteniendo un control bien firme de las riendas del proceso. Lo consiguió porque, gracias al bajo precio y alta eficacia de la mano de obra en China, los extranjeros hicieron enormes beneficios en la “fábrica del mundo” y eso apaciguó a sus gobiernos. China aprovechó esa integración en la globalización para desarrollarse, aprender y adquirir tecnología. Los resultados están a la vista:

Esperanza de vida: 43,7 años en 1960 / 76,7 en 2018.

Pobreza extrema: prácticamente eliminada.

Alfabetización: 65% en 1982 / 96% en 2018.

Salarios medios: multiplicados por 10 en empresas estatales en 25 años. Doblado en empleos privados entre 2009 y 2017. En general se gana más en el sector estatal que en el privado.

Peso de China en el PIB global: 2,3% en 1980 / 17,8% hoy.

Contaminación: hace quince años, 16 de las 20 ciudades más contaminadas del mundo eran chinas. Hoy la situación sigue siendo grave, pero China ya es líder mundial en energías renovables.

Ciencia y tecnología: Sigue por detrás de Occidente y todavía es muy dependiente en Alta Tecnología, pero sus avances e inversiones en STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y matemáticas) son muy considerables.

Militar: Los avances en misiles y recursos antisatélites y de interferencia de comunicaciones (ASAT) podrían limitar ya seriamente los escenarios aeronavales de Estados Unidos en territorio chino. (Subrayo esto porque contra lo que se dice, China no busca un desafío militar global a Estados Unidos, sino equilibrar estratégicamente la correlación de fuerzas regional en Asia sur oriental para disuadir cualquier tentación de enfrentamiento allá).

Empresas estatales: muchas figuran entre las mayores del mundo en ámbitos como telecomunicaciones, energía, infraestructuras, ferrocarril, metalurgia, navieras, telefonía móvil y automóviles.

Un conocido comentarista americano (Fareed Zakaria, de la CNN) expresaba así su desconcierto:

La estrategia  produjo complicaciones y  complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales.

La conclusión se ha hecho obvia: La integración en la globalización no debilitó, sino que fortaleció al sistema chino.

Y la crónica de los últimos años añade ansiedad a la situación:

1-La crisis financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro en Estados Unidos, ofreció la primera evidencia de debilidad occidental y de los peligros que contiene la no regularización del sector financiero, así como el hecho general de que el capital mande sobre los gobiernos y no al revés. China gobernó la crisis mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el estallido de la burbuja dot-com.

2-Las desastrosas consecuencias de las guerras que siguieron al 11-S neoyorkino hicieron patente una gigantesca irresponsabilidad por parte de la primera potencia mundial.

3-La retirada de Estados Unidos del acuerdo sobre cambio climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en comparación no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental) incrementaron esa evidencia de desbarajuste.

Todo esto no ha hecho más que aumentar la ansiedad en Occidente, lo que desemboca en un claro incremento de las tensiones (militares, comerciales, políticas) con China.

Así, el documento sobre estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos del año 2017, decía lo siguiente:

Asumimos que nuestra superioridad militar estaba garantizada y que una paz democrática era inevitable. Creíamos que la ampliación e inclusión liberal-democrática alterarían fundamentalmente la naturaleza de las relaciones internacionales y que la competencia daría paso a una cooperación pacífica. En cambio, ha comenzado una nueva era de competencia entre las grandes potencias que implica un choque sistémico entre las visiones libre y represiva del orden mundial.

El cerco y la respuesta

Hay que decir que el cerco comercial y militar alrededor de China siempre existió. En 1971, Nixon levantó el embargo comercial de 21 años iniciado con la guerra de Corea para incrementar la presión contra la URSS, que entonces era el enemigo principal, pero el cerco de bases militares se mantuvo: desde Corea hasta Afganistán, pasando por Japón, Australia y el Índico. En los últimos años se dan pasos para reactivar ese cerco y tras algunos contratiempos (el 11-S neoyorkino colocó al terrorismo yihadista en primer plano) se identifica definitivamente a China como el adversario principal.

La situación recuerda a la de un tahúr, que, jugando una partida de póker contra un adversario que creía insignificante, constata que pierde la partida pese a jugar con cartas marcadas. La reacción del tahúr en tal situación es volcar la mesa y desenfundar la pistola. Estamos asistiendo a algo muy parecido a eso.

Paralelamente, se produce un crecimiento de la política exterior china, que va parejo al incremento de su potencia. Conforme avanzaba el nuevo siglo, se hizo patente para los dirigentes chinos el desfase de la célebre recomendación de prudencia de Deng Xiaoping de finales de los años ochenta en materia de política exterior:

Observar la situación con calma, mantenernos firmes en nuestras posiciones. Responder con cautela. Solapar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno. Nunca reclamar el liderazgo.

En 2012 Obama anunció el “Pivot to Asia”, trasladar al Pacífico el grueso de la fuerza militar aeronaval de Estados Unidos. Ante la evidencia de las turbulencias que se anunciaban, la nueva dirección china con Xi Jinping al frente (quinta generación de dirigentes desde el nacimiento de la RPCh) se ha puesto el cinturón de seguridad: ha fortalecido la autoridad del PC en todos los órdenes, y en liderazgo personal en su dirección colectiva.

Pero sobre todo, en 2013 China anuncia una ambiciosa estrategia global para salir del cerco, la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative – B&RI): un esfuerzo de varias décadas de duración con una financiación astronómica (de 4 a 8 billones de dólares), encaminado a establecer una red geoeconómica internacional de apoyo que integre económica y comercialmente al 70% de la humanidad a través de Eurasia, lo que necesariamente erosiona el poder de Estados Unidos en el hemisferio y complica sobremanera cualquier propósito de cerco a una potencia que sin ser “amiga”, ni “aliada”, ni “líder de bloque”, es socia positiva de casi todas las naciones. El objetivo implícito, en palabras de Henry Kissinger, es, nada menos, que “trasladar el centro de gravedad del mundo desde el Atlántico al Pacífico”. A su lado el histórico Plan Marshall queda como algo pequeño…

Contra eso, Estados Unidos propone el viejo modus operandi de la guerra fría contra la URSS de sanciones, embargos y presión militar (sin comprender que China no es la URSS). Además, comete la inmensa torpeza de fomentar la alianza de Rusia con China, algo que ni Moscú ni Pekín deseaban.

Guerra híbrida

El recetario de esa presión contra China se traduce en una guerra híbrida que hoy tiene 9 frentes abiertos:

1. Una fuerte campaña de propaganda mediática para denigrar al gobierno chino.

2. Una alianza militar enfocada contra China en el ámbito de los océanos Índico y Pacífico: Quad; Australia, India, Estados Unidos y Japón (Se creó en 2007, pero se ha reactivado significativamente desde 2017).

3. Una cruda actividad de la CIA en China. (El NYT informó que entre 2010 y 2012, China desmanteló toda una red operativa eliminando o encarcelado a una docena de agentes).

4. Una intensa actividad de hackeo de las agencias de seguridad de Estados Unidos contra empresas, centros de investigación y ministerios chinos. (En Occidente solo se habla de hackeo referido a actividades de Rusia y China)

5. Fomento de las protestas separatistas en Hong Kong desde 2014 e incremento del apoyo militar a Taiwán.

6. Apoyo al separatismo en Xinjiang e intensa campaña de “derechos humanos” y denuncia de “campos de concentración” y “genocidio” contra los musulmanes uigures de esa región clave para la B&RI.

7. Incursiones aeronavales periódicas en el Mar de China Meridional.

8. Guerra tecnológica contra grandes empresas como el gigante de telecomunicaciones ZTE -designada como “amenaza a la seguridad nacional”- o Huawei, cuya directora financiera fue detenida en Canadá, con el objetivo de cortar su exitosa expansión en el mundo.

9. Guerra comercial, iniciada por Trump en 2018.

La situación es sumamente peligrosa porque Estados Unidos parece reaccionar a su relativo declive abandonando la diplomacia y recurriendo cada vez más a las sanciones, la presión y la acción militar. Recordemos que vivimos en un mundo hipertrofiado de recursos de destrucción masiva (que ya son de amplio consumo). Es verdad que eso ya era así en la anterior etapa de la dialéctica bipolar Estados Unidos/ Unión Soviética, pero es que ahora, además, se abandonan los acuerdos de control de armamentos entre superpotencias. Eso es gravísimo.

Ahí es donde hay que situar las declaraciones de Xi Jinping sobre la Larga Marcha y su mensaje de “prepararse para algo muy duro”. Es la creciente virulencia de la guerra comercial y tecnológica, de las provocaciones militares y de las campañas de denigración de los últimos meses, lo que determinan esos tonos dramáticos y movilizadores.

Aisladas de su contexto, este tipo de declaraciones se utilizan en Occidente para confirmar los peligros de una China crecida. Sin embargo la simple realidad es que en más de cuarenta años (mientras occidente se implicaba en guerras en: Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria, entre otras), China no ha participado en ningún conflicto bélico.  Y, sobre todo, si hay que hablar de gobernanza mundial hay que poner por delante una carencia de China que contrasta fuertemente con Estados Unidos y sus aliados occidentales: China carece de ideología mesiánica y de cualquier propósito de convertir en chinos a los demás países del mundo. La promoción de un chinese way of life no figura en los catálogos de exportación chinos (de puertas adentro, es otra cuestión como se ve en Tibet y Xinjiang), lo que supone una mayor garantía para la diversidad mundial.

Extractivismo y comercio ecológicamente desigual

De cara a su futuro comportamiento en el mundo, China presenta algunas ventajas y virtudes. Una clara ventaja para el mundo de hoy es su menor predisposición a la violencia y el conflicto, su desinterés en la carrera armamentística, la ausencia de un “complejo militar-industrial” capaz de influir e incluso determinar la política exterior, como ocurre en Estados Unidos, y su doctrina nuclear, que es la menos demencial entre las de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, por si solas, esas ventajas y virtudes no son una garantía de que un eventual dominio chino no degenere en otra modalidad de imperialismo.

La B&RI es conocida como la “nueva ruta de la seda”, que designa el flujo histórico de mercancías preciosas (y con ellas de algunos conocimientos) que unió el Asia Oriental sinocéntrica con el Occidente de manera intermitente e irregular durante siglos desde antes del nacimiento de Cristo. El nombre y la analogía que sugiere son bonitos, pero lo que hoy se mueve, y se moverá aún más en el futuro, no es seda, piedras preciosas, marfil y ámbar, sino carbón y recursos fósiles no renovables (utilizados para producir de todo en la fábrica del mundo), así como obras públicas desarrollistas para colocar los excedentes monetarios de la balanza comercial china. La pregunta sobre la proyección mundial de la potencia china es qué tipo de relaciones entre países creará esa estrategia.

En materia de dominio colonial-imperialista ha habido dos secuencias a lo largo de la historia. Una es la conquista militar, seguida del dominio económico (trade follows flag). Otra es el poder político como consecuencia del comercio y la inversión (flag follows trade). El occidente colonial e imperialista, que no imagina otro mundo que no sea jerárquico y desigual (“piensa el ladrón que todos son de su misma condición”, dice el refrán), afirma que China sigue el segundo modelo: a su expansión comercial e inversora, seguirá un dominio político.

En mi opinión este es un escenario que en absoluto se puede desdeñar.

Que China afirme que no quiere ser hegemón, conductor, guía, dominador, es algo que no pasará de ser una declaración de buenas intenciones, si su proyección mundial se basa en un comercio económica y ecológicamente desigual como el que tenemos en el mundo de hoy entre los países ricos y dominantes y los pobres y dependientes. Esa declaración puede ser tan irrelevante como la de los europeos llevando “la civilización” a los “salvajes” en el siglo XIX, o los estadounidenses promoviendo la “democracia y los derechos humanos” a punta de guerras y masacres en el siglo XX hasta el día de hoy.

En África y América Latina las actuales relaciones comerciales consagran por doquier la “economía extractivista”. Como ha explicado Joan Martínez Alier, se dice que una economía es extractivista cuando está dominada por la extracción, con poca elaboración, de materias primas concentradas en pocos sectores dependientes de la demanda exterior. En ese intercambio ecológicamente desigual, los costes ambientales (la extracción de materias primas tiene muchos) se transfieren a otros continentes y no se incluyen en la contabilidad económica, pese a que causan gravísimos perjuicios a la naturaleza, a las poblaciones inmersas en ella y a sus derechos. A eso responde el concepto de “deuda ecológica”.

Centenares de activistas han muerto en América Latina en los últimos veinte años enfrentándose al extractivismo y el atlas de los conflictos ambientales (que un equipo del Instituto de Ciencia y Tecnología ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona ha confeccionado) presenta un cuadro inequívoco al respecto.

Con la explotación de materias primas en las últimas vetas mundiales, China está adquiriendo un gran protagonismo en este tipo de intercambio que la puede instalar en una nueva fase de dominio imperialista, bien a pesar de las declaraciones e intenciones de sus líderes. Su demanda y su comercio están deforestando Gabón y Mozambique, creando una devastadora agricultura de monocultivo de soja en Brasil, Argentina y Paraguay. Seguramente China no hace nada que no hagan otros, o que otros han hecho antes en esos u otros países, pero eso cambia poco la cuestión…

Como consecuencia, e independientemente de la intensa campaña mediático-propagandística occidental contra China, la imagen del país ha empeorado en prácticamente todos los continentes, incluidos aquellos como África y América Latina, bien predispuestos hacia ella por razones de la empatía que una antigua y lejana nación históricamente sometida y colonizada genera en otras en situación similar. Por todo ello, será imperativo examinar fríamente el comportamiento exterior de China desde el punto de vista de lo que tenemos planteado como especie.


Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956) ha sido veinte años corresponsal de La Vanguardia en Moscú (1988-2002) y Pekín (2002-2008). Luego fue corresponsal en Berlín, de 2008 a 2014. Antes, en los años setenta y ochenta, estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste, fue corresponsal en España de Die Tageszeitung, redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 a 1987). Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS (traducido al ruso, chino y portugués), sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un pequeño ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis (traducido al italiano). En enero de 2018 fue despedido como corresponsal de La Vanguardia en París.