Editorial: Unión Europea

La ideología europeísta es una de las partes fundamentales del macizo o nebulosa ideológica (la caverna de Platón) dominante en España, uno de los países con mayor mayor aceptación de la UE entre las poblaciones de todos los Estados-nación miembros de la misma. Dicha ideología se basa en una supuesta unión armónica entre los diferentes Estados y pueblos europeos que tras siglos de guerra habrían encontrado, tras la Segunda Guerra Mundial, un punto de encuentro que no habría hecho más que expandirse desde el centro de Europa hasta el sur, norte y este, superando diferentes pruebas que se ponen en el camino para llegar en algún momento a la meta final de unos Estados Unidos de Europa. Se trataría de una Europa unida cuyo modelo económico-social-político-jurídico sería el sumun al que habría llegado la humanidad y que debe ser el faro que ilumine al resto del mundo. En España, tomaría como dogma el orteguiano España es el problema y Europa la solución.

Europapanatismo, altereuropeismo, euroescepticismo o Europa es la solución

Esa ideología europeísta, que podemos denominar como “europapanatismo”, se encuentra muy reforzada tras el acuerdo de los fondos europeos post-Covid y por la guerra de Ucrania. En España, tiene como ideologías, no tanto alternativas sino hijuelas suyas, un “altereuropeismo” y un “euroescepticismo”.

Ambas comparten no pocos principios con el “europapanatismo” y se diferencian entre ellas y con este en que el “altereuropeismo” ve en la UE un proceso no nato, pero tampoco abortado, capturado por el neoliberalismo, de una trasposición de la edad dorada del “wellfare state” de los Estados-nación a los futuros Estados Unidos de Europa (Europa federal, social, de los pueblos, etc.) y el “euroescepticismo” desconfía de las continuas cesiones de soberanía a la UE y sus “burocracias cosmopolitas y globalistas” (“el capitalismo neoliberal” para los otros), y mira como meta no una federalización que disuelva los Estados-nación en una macroestado europeo, sino un confederalismo intergubernamental (“Europa de las naciones”) con la finalidad de mantener una identidad impoluta (lo que para los altereuropeistas sería volver al “wellfare state” estatal-nacional).

Incluso en nuestro país podemos poner otra rama ideológica hijuela del “europapanatismo” que, moviéndose entre el “altereuropeismo” y el “euroescepticismo”, ve a esa Unión Europea como el lugar de desintegración de los Estados-nación opresores de las naciones auténticas y milenarias que verían su oportunidad de secesionarse de estas, y a la vez, tener un gran paraguas en una “Europa de las regiones”.

Se puede comprobar fácilmente estas diversas variantes de la ideología europeísta en las diferente formaciones políticas de nuestro país, así como en medios de comunicación, laboratorios de ideas, etc.

Eurorealismo, o Europa no es la solución

Desde nuestra posición defendemos lo que se puede denominar como “eurorealismo”. Esto es, mirar con los ojos limpios de las legañas del macizo o nebulosa ideológica europeísta para romper los cuentos y mitos de la misma:

    1. Para España, la pertenencia a la UE supone la entrada en un club claramente hegemonizado por Alemania en donde se ha sellado una alianza a prueba de fuego, aunque en posición subalterna, de nuestras clases dominantes con las clases dominantes del eje franco-alemán, y cuyo peaje tanto con los fondos de cohesión en los años ochenta y noventa del siglo pasado, o con los fondos europeos de ahora, con su albultada chequera, es la conversión de España en un economía política basada en  servicios de bajo valor añadido como destino para los vástagos de la clase obrera industrial producida en el desarrollismo franquista de los sesenta o de la población migrante que, en gran número, llega a partir de mediados de los noventa; en un débil sector público empresarial y social que, con todo, sirve como nicho de mercado laboral para sectores de la clase profesional y directiva asalariada (con sus más jóvenes generaciones socializadas en los erasmus); y cierto sector industrial en manos, y bajo los intereses, de Estados Unidos, Francia y Alemania. España es así un país claramente periférico dentro del contexto europeo, que despertó del supuesto generoso maná europeo de los años ochenta y noventa con la crisis del 2008 y el crack del modelo económico que ese mismo maná en parte subvenciono, con el brutal ajuste del “rescate” europeo con Rajoy. Todo parece indicar que estamos ahora ante un nuevo maná, a otra entrada en lo mismo.
    2. La Unión Europea se mueve al son de las necesidades de Alemania, que va construyendo una división europea del trabajo entre ellos y su hinterland centro-norte europeo, como el centro con el este y el sur de Europa como periferias, para mayor gloria de su producción y exportación industrial. Así, la UE no es más que un nuevo intento de una reunificada Alemania en ser una potencia, eso sí, incorporada a la globalización unipolar estadounidenses tras la caída de la URSS y su bloque, manteniendo su sumisión diplomático-militar al Imperio mientras el Tío Sam les dejaba a los teutones tener su coto de caza europeo a la vez que compraban a espuertas energía rusa y exportaban a China. Hasta ahora…

Tras la Oda a la Alegría, pues, resuena el “Deuschland uber alles”, sin ninguna posibilidad real de ir a ningunos Estados Unidos de Europa o una Confederación de naciones.

¿Qué hacer? España no es problema, tampoco la solución

Vivimos tiempos convulsos en donde se están entrecuzando tres momentos de transición o pasos del Rubicón a otras lógicas, regularidades o ciclos. El primero tiene que ver con los ciclos Kondratieff/ Schumpeter/Pérez de auge y decadencia del modo de producción capitalista espoleado por las revoluciones tecnológicas. El segundo es el paso de una potencia hegemónica a otra en el sentido de Arrighi, con su “trampa de Tucidides” incluida y el fantasma de una posible destrucción nuclear mutua. El tercero es la posibilidad de la transición del capitalismo como modo de producción dominante a otro (¿estatista?) con una nueva clase dominante. Todo esto se puede sintetizar en el conflicto principal que marcará el presente siglo XXI, el de la emergente globalización con características chinas frente a la declinante, pero resistente (y quizás resurgente) globalización occidental dirigida por Estados Unidos.

Una u otra globalización (y precisamente la UE es el ejemplo más avanzado y a la vez fallido de ello, en ese caso bajo las faldas de la globalización norteamericana) requieren de la formación de escalas geográficas, demográficas, económicas, políticas, militares, etc., a nivel continental, o incluso transcontinental, en las cuales la gran mayoria de los estados-nación deberán agruparse en organizaciones internacionales o supranacionales, las cuales tendrá que tener cono una de sus condiciones de posibilidad que haya una trayectoria histórica y cultural común detrás, todo lo cual arroja unas cuantas plataformas potenciales en nuestro mundo para ello.

Teniendo esto en cuenta, y a pesar de los muchos problemas que tiene España, no consideramos a nuestro país un problema que tendría la solución en una UE Federal, confederal o de las regiones, sino que podría tener una solución, más que complicadísima pero no imposible, en una de esas plataformas posibles por nuestra propia historia. Y más teniendo en cuenta que la globalización con características chinas busca construirse y llevarse a cabo con China como centro y todos aquellos “perdedores“, ya no sólo de la actual globalización estadounidense, sino también de la británica; es decir la “anglobalización” que ha dado forma al mundo de los ultimos 250 años. “Perdedores” que, antes de esa “anglobalización” capitalista de la llamada modernidad, fueron “ganadores” y aliados en la primera globalización. Pero esto se desarrollará en otro momento.

Editorial: Rusia

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la rusofobia, un fantasma con historia. Todo lo ruso ha de ser cancelado, censurado; medios de comunicación, artistas, exposiciones, lo que sea. Una campaña mediática unánime de derecha a izquierda, compartiendo un guion del que aquellos que se distancian mínimamente, ya ni hablamos de quienes lo critican y proponen otro, corren el serio peligro de ser estigmatizados y expulsados del debate público sin contemplaciones.

Un relato oficial que no se sonroja ni lo más mínimo por la flagrante doble vara de medir. Si una invasión, guerra o agresión militar no trae la bandera de Estados Unidos o de sus adláteres de la OTAN y la UE, y además viene de un considerado enemigo, en este caso Rusia, entonces se podrá sancionar para intentar desconectarlo del mercado occidental con la intención declarada de destruir su economía y propiciar una caída de su gobierno. Se aceptará el envío de armas a los invadidos, incluyendo a grupos neonazis, a los que se blanquea; se cancelará todo lo que tenga que ver con el Estado invasor, y se señalará a cualquier analista que no se alinee con el relato oficial. Ahora pónganse ustedes a imaginar en hacer todo eso a Estados Unidos o Israel, ¿verdad que resulta inconcebible?

Nosotros no vamos a caer en condenas ni admoniciones que nos recuerdan a aquello de Stalin sobre las divisiones que tenía el Papa. Estiraron la cuerda con Rusia e ignoraron sus fundamentadas razones históricas y geopolíticas y, al final, y Putin lo sabe, la paz es la paz de los vencedores. Esa es la realidad de la geopolítica: una dialéctica entre potencias o Imperios. La “trampa de Tucídides”. Esa realidad es el motor de la historia, a través de la que se expanden los modos de producción con más potencia para desarrollar las fuerzas productivas, con sus clases dominantes correspondientes. Esa dinámica nunca desapareció, siempre ha estado ahí. Tras la caída de la URSS, Estados Unidos se quedó solo. Hasta 2008. Hoy, ningún análisis geopolítico puede ignorar a una ascendente China, en la que Rusia se apoya económicamente, y que se sitúa frente al declinante Imperio estadounidense y sus adláteres, eso que se llama Occidente.

En este escenario, ¿qué puede hacer España? Y, puesto que los intereses no siempre coinciden, dejemos a un lado Europa y Occidente. ¿Qué puede hacer España en el nuevo mundo que ya está aquí? ¿Cuál es nuestro lugar y con quién? ¿Hay algo fuera del seguidismo a Berlín, Bruselas o Washington, más allá de donde (mal)estamos? Intentemos analizar las posibilidades, siguiendo a Spinoza: “No hay que reír ni llorar ni indignarse, sino simplemente comprender”.

Tiempos de ruptura

Vivimos un tiempo histórico, un auténtico parteaguas donde se anudan varias tendencias estructurales. Dos de ellas que tienen que ver con el modo de producción capitalista y una tercera que ha atravesado todos los modos de producción anteriores.

La primera tendencia enraizada en el modo de producción capitalista es el momento de transición de una fase B a una fase A de un ciclo Kondratieff, es decir, el paso de una fase de poco crecimiento y crisis recurrentes a otra de fuerte crecimiento y crisis más suaves y menos frecuentes. Otros autores, como Carlota Pérez o Schumpeter, hablan del fin de una fase de destrucción creativa, por la aparición y expansión de un nuevo paradigma tecnoeconómico, y el inicio de una fase de construcción creativa, por el isomorfismo de un nuevo entorno socio-institucional fundado en ese paradigma tecnoeconómico.

La segunda predisposición es la de los ciclos de potencias hegemónicas de Arrighi, que identifica las etapas históricas del modo de producción capitalista. Concretamente estaríamos en el paso del orden mundial hegemonizado por una potencia al de otra; o en la hegemonía de la misma, pero con un proceso de renovación para mantenerse. En cualquier caso, habríamos superado el momento de crisis hegemónica y nos encontraríamos en el colapso de la misma.

La tercera tendencia estructural, que va más allá del capitalismo, y puede encontrarse en otros modos de producción, es la llamada “trampa de Tucídides”. El griego narró el choque entre el declinante Imperio ateniense y la ascendente Esparta que sacudió a las polis griegas en el siglo V a.C. La disputa se decidió en la guerra del Peloponeso. La “trampa” que identificó Tucídides es la dominación de una ley de hierro que lleva inevitablemente a la guerra. Otros ejemplos de esta dinámica en la etapa de producción esclavista son la guerra entre el ascendente Imperio alejandrino/macedonio y el declinante Imperio persa o las guerras púnicas entre el ascendente Imperio romano y Cartago. Hoy la disyuntiva se plantea entre el declinante Imperio estadounidense y el ascendente Imperio chino, con Rusia en el medio.

Futuribles posibilidades para Rusia

Hacer prognosis es algo muy arriesgado, ya que la bola de cristal no existe, pero partiendo de las tendencias estructurales y las regularidades históricas, como las señaladas, sí se pueden esbozar posibilidades para el medio-largo plazo.

Un futurible tiene que ver con el tipo de régimen económico y político que se pueda dar en Rusia. Desde Occidente se fantasea con la posibilidad de quiebra y caída del putinismo y una especie de vuelta a la Rusia decaída y sumisa de Yeltsin, incluso con la fragmentación y balcanización de Rusia que ya se apuntaba en la etapa de Yeltsin con el conflicto checheno. Este sería un escenario plausible si la guerra de Ucrania se convirtiera en una ratonera para Rusia, su Vietnam, un conflicto que le drenara dinero y vidas, así como derrotas militares, unido al daño económico de las sanciones, la falta de inversión y de demanda occidental.

Otro camino es el de una revolución desde arriba, comandada por la actual clase dirigente rusa, que profundizara en el modelo nacional-conservador putinista. La intención sería tomar una dirección más intervencionista o estatista en lo económico, a través de la cual Rusia se embarcaría en la conversión de su actual estructura económica, muy dependiente de las rentas energéticas, hacia una que desarrolle las fuerzas productivas a través de unas planificadas inversiones en industria high-tech y servicios orientados al mercado interno y al asiático.

Sobre esa Eurasia, el analista Glenn Diesen apunta a las intenciones rusas de encarnar al Imperio Mongol que unificó esa Eurasia entre los siglos XIII-XIV. De uno de los fragmentos tras la caída de este -la horda de oro- emergió el Principado de Moscú, que se convertiría en el Zarato de Rusia. Las posibilidades de su recuperación son más que complicadas y todo apunta a que Rusia se posicionará más bien como el hermano pequeño de ese Imperio mongol, China. En ese futurible, Rusia podría aspirar a ser un actor fuerte, con voz y voto, con su propio espacio de influencia en buena parte de lo que fue la URSS y con la capacidad de balancear a China mediante alianzas con India, Irán o Turquía, por citar algunos ejemplos.

El último de los escenarios es el más sombrío. Una situación en la que el conflicto ucraniano se encone o quede mal cerrado y en el que acabe interviniendo más directamente la OTAN o países rusófobos como Polonia para intentar llevar a cabo sus propios planes expansionistas en Ucrania. En ese contexto, el uso de armas nucleares estaría asegurado, algo que también podría ocurrir en el supuesto de un conflicto entre China y Taiwán. En el paso de una guerra fría, en la que ya estamos inmersos, a una caliente solo nos quedaría esperar que el recurso a armas nucleares se limite a un uso táctico y no acabe en una destrucción total.

¿Y España?

Imaginen que el “gobierno más progresista de la historia” se hubiera acercado a las posiciones más prácticas de Macron, que hubiera intentado dialogar con Putin, que se hubiera ofrecido para mediar entre Ucrania y Rusia, que hubiera alzado su voz en la UE y en la OTAN por una salida diplomática antes y durante el conflicto, que hubiera intentado buscar una solución junto a los países hispano/iberoamericanos, con los del sur de Europa, hasta con China, y todo ello como diría Fraga: “sin tutelas ni tu tías”. Pues dejen de imaginar.

El “gobierno más progresista de la historia” ha sido y es uno de los mas acérrimos adherentes a las posiciones otanistas y proestadounidenses en el conflicto, más papistas que el Papa o el Tío Sam. Hasta el punto de arrodillarse en el problema saharaui ante unos desleales y amenazantes vecinos marroquíes, tirando por el suelo cualquier interés nacional en el altar de los intereses estadounidenses y franco-alemanes en la zona ante la nueva situación. El conflicto ha dejado momentos de sonrojo como el aplauso en pie a un Zelensky que acababa de ilegalizar a todos los partidos de izquierda ucranianos, las vergonzosas alabanzas al mismo por su alusión al bombardeo de Guernica mientras se mandan armas que acaban en manos del batallón Azov, neonazis insertados en la policía y ejército ucraniano. ¡¡Toda una alerta antifascista!! El concepto gramsciano de “transformismo” viene como anillo al dedo para la supuesta pata izquierda del “gobierno más progresista de la historia”.

El “no a la guerra” de Irak, que algunos de ellos traen a colación, demuestra la visión de paz que tienen. Una paz abstracta, con ecos en el “Imagine” de Lennon o el idealismo kantiano, una simple conciencia limpia y falsa, alejada de una concepción materialista de la historia. La paz es concreta. A lo largo de la historia ha habido períodos de paz, bajo el manto de diferentes órdenes imperiales, con sus clases dominantes y sus dominantes modos de producción: la “pax persa”, la “pax romana”, la “pax de los califatos islámicos”, la “pax hispánica'”, la “pax mongolica”, etc. ¿Cuál es la paz que esta sedicente izquierda defiende ahora?

Es más que evidente que su parapeto es el de la “pax estadounidense” o la “pax europea” que, a fin de cuentas, por su incapacidad para ser autónoma viene a ser lo mismo. Un mínimo esperable de quien se dice de izquierdas sería que defendiera esa “pax estadounidense”, “pax europea” o, incluso, “pax occidental” desde un posicionamiento marxista eurocomunista o socialdemócrata originario, que sostuviera que esas naciones occidentales cuentan con las condiciones para superar el capitalismo y, a partir de ahí, irradiar al resto del globo. Quizás así, merecerían algo de respeto. Pero todo su anhelo es el de ser la patita izquierda de un nuevo modelo de acumulación capitalista semáforo o versión light del Estado emprendedor e inversor social, en el que la “pax estadounidense”, con sus adláteres de la UE/ OTAN, se mantenga hostil frente al empuje de la “pax china”, con aliados como Rusia. A ello se entregan, sin proyecto para España. Un Estado que se queda sin opciones, más cada vez más dependiente y sumiso económica y políticamente y un creciente riesgo de fragmentación. Quizá estemos a tiempo de que la lucha sea fructífera, de articular algo en este momento histórico de colapso de la “pax estadounidense”, acelerado por la invasión de Rusia en Ucrania, y de abrir una ventana de oportunidad para salvarnos en una balsa de piedra.

¿Socialismo en España?

¿Qué se quiere decir con socialismo y más concretamente socialismo en España? ¿Hay ventana de oportunidad para un socialismo en España en la actual fase histórica? Si no lo hay, ¿qué hacer en el mientras tanto? Pasen y lean.

¿Qué socialismo?

A bote pronto, plantear el socialismo en España, además de parecer una cosa de otra galaxia, lleva a la mayoría a mirar al PSOE; es decir, a la socialdemocracia (o el socioliberalismo). No a las formaciones a su supuesta izquierda que no utilizan el término, concepto o idea del socialismo en ningún caso. Estos nos hablan de “democracia”, “feminismo”, “ecologismo”, “derechos humanos”, “pueblos”, “LGTBIQ”, etc… Lógicamente, cuando reflexiono sobre el socialismo en España, no lo hago mirando al PSOE.

Ya Marx y Engels en el Manifiesto Comunista señalaban y criticaban diversos socialismos que consideraban erróneos frente al suyo. Desde aquí, siguiendo a Marx, parto del “socialismo” como un sistema basado en unas relaciones sociales de producción, y por ende un modo de producción, en donde los trabajadores son la clase dominante y dirigente, y con ello también lo son de una formación social (un Estado) determinado. También siguiendo a Marx, considero que el socialismo es un imposible sin un desarrollo capitalista que lo posibilite. Digo además “socialismo” porque, frente a Marx en la Critica al programa de Gotha, no considero el “socialismo”, que decía Lenin, o el “comunismo en su fase inferior”, que es como lo llamaba Marx, una mera transición al comunismo final o en su fase superior, sino un modo de producción estricto sensu frente al imposible comunismo final. Es decir, en el “socialismo” del que hablo seguirá habiendo dominación y explotación, división social y técnica del trabajo, Estado y clases sociales. La cuestión es cómo deberían ser todas esa jerarquías frente a cómo son en el capitalismo, al igual que cómo son las mismas en el capitalismo frente a cómo eran en el feudalismo, etc.

Ese “socialismo” debe, para ser más exactos, llamarse estatismo (y cercano al, aunque más desarrollado que, el llamado modo de producción “asiático/tributario/despotico comunal”, al que también se podría definir como estatista antiguo), ya que en este modo de producción son las relaciones de producción estatistas las determinantes, dominando a otros modos de producción como el capitalismo en una híbrida y compleja estructura económica. Por ese motivo, son los que controlan el Estado (en sus diversos aparatos y ramas, desde las militares hasta las judiciales o las económicas, entre otras) los que constituyen la clase dominante. Esa clase, por su posición en la estructura económica y política/jurídica/ideológica en las formaciones sociales de nuestro tiempo, solo puede estar compuesta por trabajadores asalariados, ciertamente, pero no nutrida por el proletariado de Marx, sino por la clase profesional y directiva asalariada. Esa es, precisamente, la clave del éxito del estatismo (socialismo) chino. Así, el hecho de haber sido auténticamente una “dictadura del proletariado”, es la clave que explica la caída del estatismo (socialismo) de la URSS.

Una vez aclarado qué se entiende y se propone por “socialismo”, pasemos al aterrizaje de las posibilidades del socialismo en España en la fase histórica en la que nos encontramos.

¿Qué fase histórica?

Arrancamos con una tesis fuerte: la historia es la historia de la lucha entre imperios, y el imperio que se impone, y precisamente por ello, es el que hace y continúa la historia. Dicho de otra manera: la historia es la historia de las sucesivas clases dominantes dentro de un modo de producción determinado con potencial para desarrollar las fuerzas productivas de cada etapa histórica, siendo a través de los imperios como se universalizan esas clases dominantes (y las subordinadas) de esos modos de producción y las fuerzas productivas desarrolladas por los mismos. Tesis fuerte, pues, a través de la cual se puede renovar el materialismo histórico de Marx.

Si eso ha sido así con los modos de producción precapitalistas (especialmente el esclavista y el feudal, no tanto así el estatista antiguo o “asiático/tributario/despótico comunal”), también lo es, y en mayor medida, con un modo de producción capitalista estructuralmente más dinámico y expansivo que ninguno de los existentes previamente, y por supuesto con un modo de producción poscapitalista que parte de lo logrado por el capitalismo, como el socialismo (estatismo) que pretende superar/subordinar al modo de producción capitalita.

Por ello, nuestra fase histórica actual se caracteriza (y se caracterizará) no por una “desglobalización”, sino por un choque entre globalizaciones. Es decir, por el choque entre dos imperios: el capitalista norteamericano y el estatista chino. Y es precisamente por la globalización del imperio chino, tan diferente a la expansión soviética en el campo socialista (la acumulación de fuerzas desde el contraataque que supuso la derrota de ejército nazi alemán hasta la expansión por la Europa del Este) por sus características centrípetas y ejemplaristas, a lo que se suma su escala geográfica: la de un Estado-continente-civilización equiparable a Estados Unidos, Rusia o India, y que solo puede ser igualada a través de la unión de diferentes Estados nacionales. En realidad, nunca pudo existir en el pasado, ni menos ahora, un socialismo en un solo país: solo cabe el socialismo, o el estatismo, en una alianza supranacional-estatal.

Es ahí donde se encuentra atrapada estructuralmente la posiblidad de un socialismo en España, atrapada entre una espada balcanizadora por un lado y una pared europeísta-atlantista por el otro. Concretamente, atrapados en la UE, que es sin duda la alianza supranacional-estatal más desarrollada que existe en todo el mundo, pero a la vez con una debilidades y contradicciones estructurales de primer orden. La UE no tiene ni tendrá un demos en el que apoyarse (el hecho de que la lingua franca sea la del Estado que la ha abandonado, el inglés, lengua también del imperio yanqui, lo dice todo). Se trata de un constructo conformado por Estados-nación con muy diferentes trayectorias históricas, de enfrentamientos seculares entre ellos. La UE es un cementerio de elefantes de antiguos imperios con diferencias sustanciales: las diferencias estructurales de lo que fue el imperio español respecto a los imperios europeos del XIX y XX son evidentes, excepto para los muchísimos cegados por la leyenda negra. Los Estados herederos de esos imperios se encuentran organizados jerárquicamente en torno a la reunificada Alemania, que utiliza a la UE como palanca para conformar un IV Reich (los anteriores, incluido el tercero, también querían una Unión Europea), y están a su vez subordinados al imperio estadounidense a través de la OTAN, en las batallas habidas o por venir frente a China o Rusia. En resumidas cuentas, y frente a Ortega: Europa no es la solución.

Dos dinámicas condicionan la evolución de España como Estado-nación y las posibilidades de alcanzar el socialismo. Por un lado, su inserción subordinada en un bloque supranacional en el que nuestros socios y aliados (anglos, franceses, germánicos o centroeuropeos, nórdicos, etc.) son enemigos históricos y actuales. Por el otro, la deriva federalista asimétrica confederalizante, empujada por los nacionalismos periféricos. Ambas, digo, debilitan al máximo la posibilidad del fortalecimiento del Estado-nación Español a todos los niveles, y concretamente el económico, como condición de posibilidad para poder no sólo desarrollar más y mejor las actuales fuerzas productivas (la tan mentada reindustrialización o cambio del modelo productivo), sino la posibilidad de insertarnos en otro bloque supranacional relacionado con nuestra historia, la de la primera globalización, en la que tuvimos como partenaire a China. Y ante esta disyuntiva, esta jaula de hierro en la que estamos metidos, ¿qué hacer?

¿Y mientras tanto?

Aquí, siguiendo a Gramsci, solo cabe tener el pesimismo de la inteligencia frente al optimismo de la voluntad. Ese pesimismo de la inteligencia nos permite ver que el desarrollo de las actuales fuerzas productivas necesita, como marco general, un “Estado emprendedor y de inversión social”. Este marco general puede materializarse según las correlaciones de fuerzas internas y externas en diferentes modelos; grosso modo, uno más blando, reproductor del capitalismo, y otro mas duro, superador/dominador del mismo. El blando es el que parece podrían ir Estados Unidos y la UE, con una especie de capitalismo semáforo que es, por lo tanto, lo que le tocaría a España. Es por ahí hacía donde apunta el sanchismo-yolandismo. El duro es el modelo estatista/socialista chino que, curiosamente, estaría aplicando exitosamente con mano de hierro (y precisamente por ello) el modelo socialista al que  apuntaba lo que en su día se llamó “eurocomunismo”.

Parece evidente que, salvo imprevistos o contingencias de profundo calado, la tendencia en España es hacía ese capitalismo semáforo patrocinado por los fondos europeos y las condiciones de la Unión Europea, todo ello hegemonizado por la izquierda sanchista-yolandista en la alianza con nacionalistas periféricos y, quizás también, con la aparición de las plataformas de la “España vaciada” frente a una derecha, PP y VOX, con gran caudal de votos, pero sin posibilidad de alianzas más allá de ellos y, por lo tanto, sin poder gobernar aunque se quedaran a poco de ello. Una derecha anclada en un trasnochado e ineficaz neoliberalismo, así como en la misma subordinación a los actuales bloques supranacionales en los que, de manera subordinada, se encuentra España, todo ello por mucha bandera nacional que enarbolen o se pongan como muñequera.

Ante este probable escenario, ya no sólo a corto sino a medio plazo, hay dos alternativas: una aparentemente realista, pragmática y posibilista es la de apoyar más o menos críticamente a la izquierda realmente existente y dominante y más concretamente al yolandismo en construcción; la otra es la de posicionarse frente a eso por sus inconsistencias y debilidades endémicas para ir más allá de una mera gestión del capitalismo y, siguiendo a Gramci, tirar de unas migajas del optimismo de la voluntad para, con estoica paciencia en una travesía del desierto, sin prisas pero sin pausa, ir fabricando una caja de herramientas teóricas que pudieran servir como raíces, llegado el momento y sin ninguna garantía de que eso pueda ser así (más bien lo contrario), para que pudieran crecer, como un imponente árbol, fuerzas políticas y sociales que plantearan el socialismo posible, identificando correctamente las clases sociales necesarias detrás del mismo y el bloque supranacional en el que insertarlo. Es fácil ver si se ha llegado a esta parte final del artículo la alternativa que modestamente se apoya.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

La cuestión nacional en España y el socialismo

La cuestión nacional fue teorizada en el marxismo por parte de Otto Bauer (1907), Stalin (1913), y otros pensadores, en el momento en el que el nacionalismo de tipo alemán se convertía en hegemónico en Europa. Este nacionalismo consideraba que la nación era fruto de pulsiones inconscientes, del “espíritu del pueblo” (Volkgeist), la lengua, la geografía, la historia, la cultura común, y acabó fomentando el militarismo, el racismo y el patrioterismo, que llevó a los combatientes a marchar alegremente al combate en la Gran Guerra (1914). Aunque la alegría duró poco, con las terribles condiciones de la guerra de trincheras y las masacres de soldados sin sentido, muertos por tomar unos centenares de metros de tierra yerma, el nacionalismo jugó un papel esencial en el estallido del conflicto, en los sucesos que llevarían a la Segunda Guerra Mundial, y en un sinfín de conflictos de todo tipo que se extendieron hasta la actualidad.

Bauer definía la nación desde un punto de vista “culturalista”, como un conjunto de elementos…

… que aparecen en la estructura básica del espíritu, en el gusto intelectual y estético, en el modo de reaccionar a los mismos estímulos, cosas en que fijamos la atención si comparamos la vida espiritual de las diferentes naciones, su ciencia y su filosofía, su poesía, música y arte plástica, su vida pública y social, su estilo y sus hábitos de vida.

Bauer consideraba que la nación se definía en su momento actual, sin tener una vinculación con los antepasados, oponiéndose a las tesis organicistas que venían asociadas al nacionalismo de tipo alemán. La nación es construida desde el desarrollo de las fuerzas productivas, el desarrollo cultural y el devenir de la Historia, que conforman una comunidad de carácter y de destino, enfrentándose a las posturas ahistóricas típicas del nacionalismo.

Bauer defendía el desarrollo de las comunidades culturales, dentro de Austria-Hungría, con una administración general y que pudiesen cobrar impuestos, pero evitando su separación en varios Estados basados en raíces étnicas. También abogaba por tratar de evitar la competencia fiscal que se producirían entre ellas en caso de tener un autogobierno fuerte. Para Bauer era necesario combatir al nacionalismo que podía arrastrar a las masas explotadas al apoyo de sus propios explotadores, quienes los lanzarían al combate contra “el enemigo nacional” de turno, asegurando su hegemonía. El programa fue impracticable, pero no le faltaba razón en el análisis.

Stalin, sin embargo, desarrolló el concepto de nación alrededor de la siguiente idea:

[La] nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura.

Se trata de una noción que tiene ciertos parecidos con la definición de Bauer, aunque con más resabios del nacionalismo de tipo alemán.

No es sorprendente que los principales teóricos del marxismo de la época sobre la cuestión nacional (o problema nacional) fuesen dos personas que pertenecían a imperios multinacionales, aquejados de problemas serios -más en el caso austro-húngaro que en el ruso-, con nacionalismos irredentos y de conformación de una identidad nacional que aunase a la mayoría de la población. Tanto Rusia como Austria-Hungría se hundieron ante el peso de la guerra de masas y acabaron, durante la guerra, Rusia con el estallido de una Revolución “que conmocionó al mundo” (John Reed), y Austria-Hungría, con el armisticio, dejando de existir, dividida en numerosos Estados pequeños y enfrentados entre sí.  Austria-Hungría sólo estaba unida por la figura de su emperador, el longevo Francisco José I que, con su muerte en 1916, aceleró la descomposición, ya avanzada, de un Estado multinacional enfrentado a las minorías eslavas, checas, polacas e italianas.

En 1917, Vladimir Ilich Ulianov lanzó “el principio de autodeterminación de los pueblos”, que coincidió, aunque por motivos diferentes, con la propuesta del presidente Woodrow Wilson en sus famosos “14 puntos para la paz”. Para Lenin, el principio de autodeterminación era una forma de debilitar a las potencias imperialistas y ganarse a los pueblos oprimidos por los europeos para la causa del comunismo. De hecho, la Tercera Internacional organizó, bajo auspicios del gobierno soviético que estaba inmerso en los últimos compases de la guerra civil, en 1920, en Bakú (Azerbaijan), un Congreso donde participaron 2850 delegados de diversas naciones (Irán, Irak, Palestina, Kurdistán, China, etc.) oprimidas por los occidentales. Algunos de estos delegados murieron intentando llegar al Congreso o a la vuelta del mismo a manos de las autoridades de sus países (o de los británicos, en el caso iraní). En el Congreso se debatió sobre la situación de los países colonizados y sobre las posibilidades de maridaje entre el islam y el comunismo. Tras el Congreso se establecieron movimientos socialistas o comunistas en muchos países, como en China, aumentando la influencia comunista en el mundo dependiente.

Rosa Luxemburgo, sin embargo, criticó la propuesta de Lenin, al considerar que la independencia de su país, Polonia, acabaría, como finalmente ocurrió, en manos de los sectores reaccionarios. Lenin consideraba que la forma de consolidar el dominio soviético sobre el antiguo territorio zarista pasaba por dar voz a los pueblos oprimidos por la Rusia absolutista y que no hacerlo mantendría la dictadura. Mientras que Luxemburgo, que se oponía por las razones mencionadas antes, entendía que la utilización del “principio de autodeterminación de los pueblos” era un recurso táctico ante una situación política concreta y no un principio transmutado en verdad absoluta.

Para Wilson, el “principio de autodeterminación de los pueblos” estaba pensado para los países derrotados en la guerra que tenían problemas nacionales, lo que ayudó a la desaparición de Austria-Hungría, la desmembración del Imperio turco otomano, la pérdida de las colonias (y algunos territorios) alemanes y la independencia de zonas bajo dominio ruso (como Polonia), mediante un referéndum afirmativo.

El principio de autodeterminación expuesto por Wilson alentó a las nacionalidades sin Estado y a aquellos que querían separarse de otras naciones a formar Estados propios. Lo cierto es que el principio se aplicó a medias, debido a las múltiples tretas que usaron los franceses e ingleses. Éstos se repartieron los restos del Imperio colonial alemán, bajo el auspicio de la recién fundada Sociedad de Naciones, e incumplieron su palabra hacia el mundo árabe al repartirse las antiguas posesiones otomanas en el Tratado de Sykes-Picot. También Francia impidió la unión de Alemania y Austria, pese al referéndum afirmativo de unión realizado en Austria, que luego sería absorbida por Hitler con el “Anschluss” en 1938. La realpolitik se impuso sobre las buenas intenciones del presidente estadounidense. De hecho, la socialdemocracia austríaca (SPÖ), con Otto Bauer a la cabeza, se opuso a la desmembración del Imperio austro-húngaro, con escaso éxito, sabiendo que iba a debilitar a la clase obrera al ser separada en países de escasa entidad y fronteras y más tarde llegaría a apoyar la unión con Alemania.

Stalin utilizó el nacionalismo durante la Segunda Guerra Mundial y los viejos símbolos de la Rusia zarista, para movilizar al pueblo soviético contra el invasor nazi-fascista, con gran éxito. No en vano, en Rusia se llama a la Segunda Guerra Mundial “la Gran Guerra Patriótica”. El nacionalismo resurgió como fuerza cohesionadora en diversas repúblicas soviéticas, yugoslavas, checoslovacas, y de otros países del Este, en sustitución del marxismo-leninismo deformado por Stalin, cuando el sistema entró en crisis. De hecho, el nacionalismo aceleró la crisis que provocó la desaparición del bloque del Este entre 1989-91, y durante los años 90, en la antigua Yugoslavia.

La ONU tomará dicho principio refiriéndose principalmente al deber de las potencias colonialistas de descolonizarse y dar un marco jurídico para aquellas antiguas colonias, que, de acuerdo con la metrópoli o en contra de ella, lograsen independizarse. En este caso, el derecho de autodeterminación adquirió el significado de lucha por la independencia de los países colonizados. ETA, escisión de las juventudes del PNV, trató de maridar este principio con el marxismo, considerando de que el País Vasco era una colonia interior oprimida por unas fuerzas de ocupación (españolas) y que, por tanto, se les aplicaba dicho derecho.

En el caso español, la cuestión nacional va a intentar ser solucionada con mayor o menor éxito. En el turbulento siglo XIX, se trató de dar una solución federal durante la Primera República, que no llegó a aplicarse, mientras que los carlistas, el cantonalismo y la Guerra de Cuba hicieron inviable la propia República. A finales del siglo XIX surgieron el autonomismo andaluz, enraizado en el federalismo, el nacionalismo burgués catalán y el nacionalismo vasco, nacionalismos ambos de corte alemán-organicista. Por otro lado, surgió, durante el siglo XIX, el carlismo, que tuvo influencia en el nacionalismo vasco y en Navarra, con la defensa de los fueros.

A principios del siglo XX, el empuje del nacionalismo catalán conservador llevó a una solución de compromiso para el problema nacional: la Mancomunidad catalana, que duró de 1914 hasta su abolición en 1925 por la dictadura de Primo de Rivera. La Mancomunidad tenía competencias muy limitadas. Con la caída de la dictadura y la proclamación de la Segunda República emanó una tensión entre el sector federalista catalán capitaneado por ERC, donde existía un pequeño grupo independentista, y el resto de firmantes del “Pacto de San Sebastián”. Esta tirantez se solventó con una solución de compromiso que tuvo su concreción con el Estatuto de Autonomía de Cataluña, en el marco del Estado integral republicano, que siguió teniendo escasas competencias (aunque más que la Mancomunidad). Se aprobó también el vasco, en 1936, lo que favoreció que esta región fuese leal a la República en la Guerra Civil, e igualmente hubo proyectos en Galicia y Andalucía, cortados por la sublevación militar.

Cuando cayó el gobierno republicano-socialista, derrotado en las elecciones de 1933, fue sustituido por un gobierno radical-cedista (el “contubernio”, en palabras de Niceto Alcalá Zamora), que trató de obstruir la actividad legislativa de la Generalitat y el Parlament. Esto llevó a ERC a proclamar la “República Federal catalana en el interior de la República federal española”, en 1934, mientras en Asturias se producía un proceso revolucionario contra la entrada de ministros de la CEDA, que se consideraban “accidentalistas” con la forma de gobierno, y que usaban parafernalia fascista en un momento en el que Dölfuss había dado un golpe de Estado en Austria y eliminado al SPÖ. El choque fue favorable al gobierno, que utilizó al ejército contra los Mossos de Escuadra dirigidos por la Generalitat. El gobierno catalán acabó en la cárcel hasta que fue excarcelado tras la victoria del Frente Popular. Los militares usaron dicho movimiento como casus belli para iniciar un golpe de Estado, en 1936, junto con otros motivos, para evitar “el separatismo” y el final de España como nación unida.

Durante la Guerra Civil, aprovechando el caos en la zona gubernamental, se produjeron movimientos de desobediencia al gobierno republicano o de autonomismo de facto, que debilitaron la causa republicana. El gobierno de ERC fue mediatizado de forma importante por la CNT-FAI, que tomó decisiones desacertadas como la invasión de Mallorca, anunciada por la prensa, y que acabó siendo reprimida (CNT-POUM) en las jornadas oscuras de “los sucesos de Barcelona” de 1937. En Asturias se produjo el “gobernín” (Azaña), que separado de la zona republicana por la zona rebelde, trató de hacer la guerra por su cuenta. En el País Vasco, tras la toma del norte, el presidente del PNV, Aguirre, colaboró con el OSS -antecesor de la CIA- y trató de lograr la independencia del País Vasco, apoyada por los EEUU, con nulo éxito. Estos movimientos enfadaban al PSOE, que constituía la parte mayoritaria del gobierno del Frente Popular, y, especialmente, a Negrín.

El PSOE tenía relaciones con el federalismo, que variaron durante el tiempo, debido a que la frontera entre el republicanismo federal y el socialismo era muy porosa a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El socialismo dirigido por Pablo Iglesias empezó siendo hostil a la idea federalista. Pero, a partir de las alianzas con los republicanos y la institucionalización del partido, en 1910, el PSOE comenzó a virar hacia la “descentralización político-administrativa”. Aunque oponiéndose al nacionalismo vasco, por racista y conservador, se llegó, incluso, a apoyar la posibilidad de un estatuto para Cataluña, una posición que se rompió durante la huelga de la Canadiense, por el apoyo de la burguesía catalana a la represión obrera. Durante la Segunda República, el PSOE defendió el voto favorable al estatuto de autonomía catalán, y luego vasco, aunque rechazando establecer un estado federal como en Alemania o los EEUU. Durante la dictadura franquista, el PSOE se acercó, de nuevo, de la mano de Anselmo Carretero al federalismo, con declaraciones retóricas a favor del mismo, que acabaron mutando en un apoyo decidido al autonomismo tras el 78. El federalismo prendió especialmente en el socialismo catalán, más que en el resto de las comunidades de nuestro país.

El PCE-PSUC se posicionó en el debate constitucional contra el derecho de autodeterminación de los pueblos, tal y como estaba desarrollado en la enmienda Letamendía, con las sonoras ausencias “por motivos de vejiga” de Miquel Roca y los representantes del PSC. En realidad, el PSOE también se opuso, en dicha comisión, a incluir este principio en la propia Constitución. Jordi Solé Tura (PCE) hizo una interesante reflexión sobre este asunto:

Como principio general, el derecho de autodeterminación es, a mi entender, un principio democrático indiscutible, pues significa que todo pueblo sometido contra su voluntad a una dominación exterior u obligado a aceptar por métodos no democráticos un sistema de gobierno rechazado por la mayoría tiene derecho a su independencia y a la forma de gobierno que desee libremente.

Sostenía Solé Tura que había diferencias claras entre la posición socialista y comunista respecto a la de los nacionalistas:

La diferencia radical entre uno y otro concepto del derecho de autodeterminación es que la izquierda no nacionalista lo entendía como un principio que permitiría derrotar a los independentistas con métodos democráticos, es decir, oponiendo a las pretensiones de separación y de independencia la voluntad de una mayoría democráticamente forjada. Por eso comunistas y socialistas de izquierda proclamaban que eran partidarios del derecho de autodeterminación, pero al mismo tiempo se oponían a la separación y a la independencia de Cataluña, del País Vasco y de cualquier otra parte de España. El ejercicio de autodeterminación era visto como una vía para fortalecer la unidad de España como país plurinacional.

De hecho, señalaba que un sector de los nacionalistas y de la izquierda, inspirados en la Revolución cubana, defendía que sus regiones eran naciones oprimidas de manera colonial por parte de España, lo que les alejaba de las posiciones socialistas y comunistas.

Posteriormente, el término quedó entre abandonado, fosilizado en documentos de Congresos sin aplicación práctica, como discursos sin solución de continuidad, y como ejercicio retórico para consumo interno. La cuestión acabó resucitando con la aparición del procés catalán, que ha influido enormemente en la política española de manera negativa, por ejemplo, haciendo resurgir una visión más radical del nacionalismo español. Un procés en el que primero se utilizó el término blando del “derecho a decidir” -al que es difícil oponerse- para pasar, finalmente, a la independencia a través de un referéndum sin garantías, que acabó con lamentables cargas policiales, una declaración de independencia exprés con cara de funeral por parte de quienes la pronunciaban, la huida del president, y todo lo demás que ha acontecido en estos últimos años.

Uno de los grandes problemas es que un sector de la izquierda, especialmente en Cataluña, se vio obnubilada de manera a-crítica con el procés, hasta el punto de que o lo apoyaron de alguna manera (en algunos casos pasándose a ERC), o hicieron dejación de las funciones de crítica que conlleva la práctica política. El propio Solé Tura, de hecho, advertía hace años de esta posibilidad, señalando:

A mi entender, esa ambigüedad es muy peligrosa porque las fuerzas de izquierda no pueden ser ambiguas, so pena de dejar de ser de izquierda. En un país como el nuestro, a estas alturas del siglo XX, creo que no se puede seguir hablando del derecho de autodeterminación como mero principio ideológico, es decir, sin explicar claramente sus implicaciones políticas y, por tanto, sin ponerlo en relación con nuestro proceso histórico, con el modelo de Estado que hemos heredado y con el que se define en la Constitución, con las transformaciones sociales producidas, con los valores dominantes en la sociedad y con el papel de España en el contexto europeo y mundial.

Parece que Solé Tura hubiera adivinado el futuro en este párrafo tan certero:

Un conflicto de estas características no sería un choque entre la «izquierda» y la «derecha», ni entre el «progresismo» y la «reacción», sino un conflicto que atravesaría todas las clases sociales de Cataluña –en nuestro caso– y de España y que escindiría profundamente la sociedad de la propia nacionalidad que pretendiese convertirse en Estado independiente. Una batalla política y social de estas dimensiones convertiría a las fuerzas más derechistas en el principal núcleo de reagrupamiento de vastos sectores sociales –incluso de sectores obreros–, reavivaría hasta extremos insospechados el viejo nacionalismo español de las glorias imperiales, daría a las Fuerzas Armadas un protagonismo decisivo, muy superior y muy diferente al que les asigna la Constitución y colocaría a la Corona y al conjunto de las fuerzas democráticas en una situación defensiva extremadamente difícil, pues o bien tendrían que aceptar pasivamente la alternativa y el hecho de la independencia, con lo cual perderían la iniciativa política, o bien tendrían que combatirla, con lo cual irían a remolque de las fuerzas más antidemocráticas. Es difícil pensar, por otro lado, que un choque de estas características podría terminar tranquilamente con la independencia de una parte del territorio español o con la negación violenta de la independencia, sin destruir el sistema democrático de la Constitución de 1978.

Lo cierto es que España, por su estructura territorial y su historia, tiende hacia una estructura federal o federalizante. Su propia orografía e historia ha impedido durante el siglo XX la imposición de un Estado centralista salvo manu militari.  Los nacionalismos se necesitan los unos a los otros para subsistir. En ese choque la cuestión social, tal y como hemos visto en varios momentos en Cataluña, acaba desapareciendo o queda en un segundo plano, pasando a la política de las emociones y la división.

Durante la pandemia las estructuras federalizantes han funcionado moderadamente bien, con la excepción de la rebelión madrileña. Es hora de retomar el federalismo, aunque con algunas dosis de asimetría, como forma de solventar la cuestión nacional en España. Esto supone asumir que las lenguas y las distintas culturas (que son siempre mestizas) forman parte del acervo cultural español y nos enriquecen como país y como individuos. Esto supone reformar el Senado para convertirlo en una verdadera cámara territorial. Realizar una segunda tanda de descentralización pasando competencias de las Autonomías a los municipios y traspasando todas las competencias de las Diputaciones provinciales (salvo los Cabildos y los Consell) a las comunidades autónomas. Delimitar las competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, y constituir un reparto fiscal justo y solidario, acabando con el dumping fiscal de Madrid. Sería interesante repartir parte de las instituciones del gobierno central por el país. Para que estas reformas sean exitosas hay que establecer mecanismos de coordinación, cooperación, solidaridad y responsabilidad entre todas las comunidades autónomas y el Estado central. Hay que aprovechar los fondos europeos para volver a repartir las cartas de las oportunidades en este país y combatir, por ejemplo, la despoblación de algunas provincias, y repartir de manera más justa el poder. Es una oportunidad que no debemos desaprovechar.

La llegada del federalismo no será inmediata y va a ser compleja por la oposición de las derechas, pero hay que sembrar las semillas del debate para que pueda germinar en la sociedad y el cambio sea posible.

Pedro González de Molina Soler es pofesor de Geografía e Historia y máster en Relaciones Internacionales.

Javier Couso: una mirada poco habitual de España desde la izquierda

El presente es un extracto del libro En pie de calle (Akal: FOCA, 2020, pp. 101-113) publicado con permiso de Ediciones Akal.

Capítulo IV, Política nacional

Pregunta – Laura Pérez Rastrilla: Tienes una concepción del Estado poco habitual dentro de la izquierda española. ¿Siempre fue así?

Respuesta – Javier Couso: Desde el inicio de mi trayectoria política me he mantenido alejado de la defensa de los nacionalismos independentistas. En los movimientos sociales éramos muy críticos con la idea de patria, teníamos una visión internacionalista. Además, para mi generación, que nace al final del franquismo y que vivió los años de la transición, la idea de patria estaba vinculada al nacionalcatolicismo. El fascismo tenía capturada la idea de España y nosotros habíamos aceptado eso como algo natural.

Pero viajando me di cuenta de que esa no era la única lectura posible. En otros lugares, el concepto de patria no generaba ese rechazo. Cuando hacíamos giras con los grupos de música en los que tocaba, me sorprendía ver que los punks mexicanos llevaban la bandera mexicana con una anarquista. Esto se repetía en todos los países de América Latina y, prácticamente, en todos los países del mundo.

 

¿Se puede comparar España con cualquier otro país a la hora de definir qué es España y el Estado español?

Está claro que en nuestro país siempre ha habido un problema de encaje territorial. Lo podemos ver si nos remontamos hasta la misma formación del Estado. Su origen es una serie de pactos entre diferentes entidades, como queda reflejado en el escudo de España, y, en esa unificación, determinados poderes mantuvieron su diversidad.

En la Primera República intentaron abordar la cuestión territorial, tanto Salmerón como Pi i Margall. El presidente era un defensor del federalismo, es decir, entendió la diversidad de este país y que la convivencia sólo era posible desde el respeto a esas identidades. En la Segunda República se intentó solucionar la cuestión a través de los estatutos. Incluso al franquismo no le quedó más remedio que asumir esa diferencia. Hubo persecución de las lenguas gallega, vasca y catalana, pero no sólo no desaparecieron, sino que hubo que permitir que algunas elites las hablaran. Esto lo he vivido en mi propia familia. Una parte luchó con la República y otra con el franquismo y, precisamente, mi abuelo franquista hablaba y pensaba en gallego.

Mi idea del Estado se desmarca de la izquierda independentista actual en el sentido de que entiendo que existe un sentimiento cultural, e incluso de nación, pero siempre he sido partidario de conformarnos como una federación, porque España existe. Lo hemos visto en la crisis catalana. No es un enfrentamiento de España contra Cataluña, el problema es que, muchos menos de la mitad se sienten sólo catalanes y el resto españoles y catalanes.

 

Teniendo en cuenta tu idea de Estado y de España, crisis territoriales e identitarias como la catalana deben de ser difíciles desde la izquierda.

Para mí ha sido un choque interno. Por un lado, no puedo entender que en la izquierda seamos subalternos de las burguesías más reaccionarias y defensoras del neoliberalismo, como es el caso de la burguesía catalana. No dejaba de preguntarme qué hacíamos nosotros acompañándolas. Por otro, echaba de menos un discurso menos ambiguo.

Como he dicho, Pi i Margall lo tenía claro: el republicanismo federalista era español. Hasta Companys hablaba de la independencia de Cataluña dentro de la República española. Además, en términos estratégicos, también hay que considerar que todos los proyectos catalanistas hacia el resto de España han fracasado, desde Cambó en la Segunda República hasta Miquel Roca.

Creo que, acertadamente, Enric Juliana y José Antonio Zarzalejos señalaron que, actualmente, mantener una posición ambigua en esta cuestión es renunciar al liderazgo de la izquierda en todo el territorio. Y, en este sentido, Podemos ha supuesto una gran decepción. ¿Qué hacen ahí? ¿Cómo lo explican? ¿Dónde está la idea del Estado que quieren presidir? ¿Entienden los sentimientos del resto de España y de la Cataluña no independentista? La izquierda perdió la oportunidad de liderar un proyecto progresista, entendido en todo el territorio y con la capacidad de cohesionar la diversidad que caracteriza a España. El resultado de esa carencia es que se han limitado a funcionar como el apéndice minoritario del PSOE.

 

La sentencia supuso un punto de inflexión que reavivó la tensión. ¿Era previsible ese escenario?

Está claro que tras la sentencia del Tribunal Supremo nos encontramos con una situación agravada, pero lo esperable era una respuesta dura. Las circunstancias que se plantearon no eran un juego; se cuestionó al Estado y el Estado respondió con dureza. Hay un historiador que decía «a la independencia de un país se llega con una mayoría del 80 por 100 o tras una guerra». En el caso catalán no se cumple la primera premisa. Si tenemos en cuenta el número de votos, la mayoría la obtienen los partidos no independentistas. En las elecciones de noviembre de 2019 el porcentaje de votos de los partidos independentistas resultó en torno al 43 por 100; si sus representantes políticos obtienen más escaños es por la ley electoral.

Afortunadamente, tampoco podemos hablar de la segunda premisa en el caso catalán, a pesar de las palabras de Quim Torra, presidente de la Generalitat, aludiendo a la vía eslovena como mecanismo para llegar a la independencia. En el caso esloveno la independencia llegó tras enfrentamientos armados en el marco de la desintegración de la República Federal de Yugoslavia y gracias a poderosos apoyos externos, interesados en la atomización de un estado, como era Yugoslavia, que chocaba con el nuevo orden mundial.

 

Como has citado, el movimiento independentista ha intentado buscar referencias en otros procesos históricos, ¿crees que se puede comparar el caso de Cataluña con otros procesos políticos? Y, si es así, ¿cómo crees que podría evolucionar?

El modelo que ha seguido el movimiento independentista para lograr imponer la declaración unilateral de independencia es calcado a las revoluciones de colores y a los manuales de desestabilización de Gene Sharp. Es algo más que anecdótico las similitudes con el Maidán o el movimiento en Hong Kong. Con este último se han declarado el apoyo mutuo.

Una consecuencia que temo es que la escalada de tensión pueda llevar a un enfrentamiento civil más serio, en un contexto en el que el independentismo no alcanza o está en torno a la mitad de la población. Otro efecto muy negativo es que el tema sigue copando los debates y está siendo aprovechado por las elites para ocultar cuestiones sociales que se encuentran en un estadio grave. También está retroalimentado la irrupción y el crecimiento de un nacionalismo español ultra, que vehiculan en las urnas Ciudadanos y, sobre todo, Vox.

Considero que este es un momento muy delicado, porque dependiendo de cómo se gestione el conflicto podría conducir a un enfrentamiento civil cada vez más violento.

 

En este punto, ¿cuál crees que debe ser la posición de la izquierda?

Me parece que es necesario que la izquierda aclare que no se puede apoyar un movimiento unilateral por la independencia que sólo tiene el 43 por 100 de los votos. El Estado cuenta con la legitimidad de una mayoría de los ciudadanos con conciencia de ser españoles y que, además, asumen con normalidad la diversidad cultural e idiomática.

Si el independentismo quiere insistir en su objetivo, deberá dejar a un lado la declaración unilateral de independencia y dedicarse a intentar conquistar políticamente al resto de la población que no quiere la independencia. Con una fuerza que hoy no tiene, podrá salir del atolladero en el que se encuentra actualmente, generar un debate con representantes políticos no catalanes e incluir una reforma de la Constitución que permita, por ejemplo, un referéndum. En ese marco, lograría también la libertad de los condenados.

Por su parte, la izquierda debe reconectar con esa España real, que existe, que no es ultra y que respeta y se enorgullece de la diversidad de su país, para poder proponer como solución una España federal y republicana. Si seguimos manteniendo el apoyo total o la equidistancia por motivos electorales, sólo conseguimos regalar España a los sectores de la derecha y de la extrema derecha. España no es sinónimo de rancio, ni de Franco, ni de pandereta. Podemos hablar con orgullo de la España de Lorca o de Miguel Hernández, que no tienen nada que ver con el fascismo y que representaban la cultura ciudadana y obrera española.

Pero mientras sigamos en esta tesitura de cobardía iremos perdiendo apoyos paulatinamente, de lo que se beneficiarán los dos grandes partidos del régimen, PSOE y PP, la extrema derecha crecerá y el problema se cronificará.

Sé que este discurso rompe con el actual eje binario del mal y del bien, a lo que muchos responden con insultos y violencia, pero esto es lo que siento. Veo que la respuesta de la izquierda española a la cuestión catalana nos acerca cada vez más a la tendencia decadente de la izquierda en el resto de Europa. Necesitamos una izquierda fuerte y emancipada de movimientos liberales y reaccionarios, que no oculte su compromiso con una España federal común en la que todas las identidades sean respetadas.

 

Sobre el papel puede ser una solución ideal, pero parece una idea desco­nocida, poco arraigada entre la población y ausente en los discursos polí­ ticos y mediáticos. ¿Cómo debería proponer la izquierda esa alternativa federal o confederal para convencer a los ciudadanos?

La única manera es la normalización de esa opción. Para salir de la confrontación hay que hacer pedagogía, pero en la izquierda no lo hemos hecho. En España, la izquierda identificó, durante mucho tiempo, los procesos independentistas con reivindicaciones de izquierda per se. Eso ha dejado un lastre que impide entender a la otra parte de España, que no comprende lo que ocurre y que se opone visceralmente a esas regiones con movimientos independentistas. Para intentar comprender ese recelo no podemos obviar que los movimientos independentistas emergen en las zonas más industrializadas del estado, levantadas con mano de obra barata procedente del resto de España.

En la materialización de esa organización territorial, una parte del trabajo ya está hecho. En España tenemos características federales que muchos países federales no tienen. Si comparamos la transferencia de competencias con Alemania, España va más allá en la descentralización. Pero, aun así, no hemos conseguido completar ese encaje.

 

¿Crees que un referéndum es la solución?

Inicialmente sí que consideré que un referéndum pactado, como sucedió en Quebec o en Escocia, podría ser una buena opción para solucionar el problema. Pero, teniendo en cuenta las cifras, reconsideraría el referéndum como solución. El porcentaje de voto independentista no es suficiente para poner en cuestión la existencia de España. Hasta en los lugares donde la posición independentista es más alta no se puede plantear una secesión con la mitad, o menos, de la población. En esta reflexión también es un factor de peso el hecho de que al gran capital le molestan los estados-nación. Sus think tanks llevan años teorizando sobre la atomización en pequeñas naciones dependientes.

Pero lo más grave de esta crisis para la izquierda es que hemos caído en la trampa del enfrentamiento entre personas que tienen los mismos problemas, pero que se alían con las elites detrás de una bandera. Ese comportamiento ha conducido a la victoria de las derechas neoliberales, hablen en castellano o en catalán.

Como en otras ocasiones, se ha utilizado ese enfrentamiento nacionalista para ocultar cuestiones de clase, la degradación de la calidad de vida, el problema del diseño industrial en España o nuestro posicionamiento geopolítico respecto a Europa y EEUU.

Mi opinión es que la izquierda ha errado alineándose con el independentismo. El reconocimiento de identidades diferenciales no puede conducirnos a profundizar el distanciamiento entre regiones ricas y pobres o a quedarnos en la simplificación de negar la existencia de España. Por eso, no estaría de más recuperar la tradición federal real del movimiento obrero español, como nos lo enseñaron la Primera y la Segunda República. Hay que matizar que, en la situación actual, la socialdemocracia también tiene su cuota de responsabilidad, que se ha limitado a mantener el consenso con la derecha para no cambiar el modelo autonómico, a pesar de ser evidente que no funciona para todos.

En la izquierda tenemos que centrarnos en lograr la fuerza suficiente, que ahora no tenemos, para ir a un proceso constituyente en el que se reconozca el carácter federal del Estado y entender nuestra diversidad como una fortaleza. Por ejemplo, en Bolivia, donde conviven más lenguas y culturas que en España, han logrado un estado plurinacional cohesionado, aunque amenazado por la extrema derecha, racista y de raíz evangélica. La izquierda de nuestro país no puede renunciar a pelear por ello y dejarlo en manos de la derecha y la extrema derecha.

 

Aunque la respuesta de la derecha no sería la misma que en 1936, ¿cabe esperar que habría resistencia a una reconfiguración territorial?

Nunca se sabe… estamos viendo cómo la posición unilateral del independentismo, que persigue la ruptura sin contar con la mayoría de la población, retroalimenta la emergencia de un nacionalismo español ultra que crece poco a poco, devorando a Ciudadanos y comenzando a competir con el PP.

 

El contexto es diferente, así que podemos aventurar una respuesta dis­tinta. ¿Estimas posible alcanzar algún pacto con la derecha sobre la forma de organización del Estado?

Ocurriría como en todos los cambios sociales. Ellos mismos se darían cuenta de que también los favorece. La derecha sabe que necesita una renovación. El apoyo al Partido Popular ha descendido notablemente; por la franja de edad en la que están la mayoría de sus votantes y porque lastra un problema de corrupción estructural. Por eso, los grandes poderes han lanzado la nueva derecha representada por Ciudadanos, creando un escenario en el que se ha colado la extrema derecha de Vox, que es nacionalista y ultraliberal.

Por otro lado, ganar a esa derecha, que no entiende que tiene que haber una reconstrucción de un país que está teniendo graves problemas en el encaje territorial, es parte de la batalla ideológica.

El problema es que nosotros no hemos dado una respuesta alternativa, y hemos jugado más cerca de la derecha catalana que de la mayoría de la población de nuestro país. Esto hace que la situación sea más complicada, pero necesariamente tiene que pasar por un pacto. A no ser que se logre movilizar a un 60 por 100 o 70 por 100 de los electores para que apoye un proceso constituyente, como se ha dado en América Latina o en otros muchos países, no saldremos de ahí sin un acuerdo previo.

La extrema derecha de Vox ya ha influido en el discurso de toda la derecha, se consolida en gobiernos autonómicos y, si continúa esta tendencia ascendente, podría entrar en un gobierno central junto con el PP. Para evitar ese escenario es necesario tomar una posición, alejarse de ambigüedades y compartirla con tu población para que la conozca, la asuma y la pelee. Pero no estamos en esa situación. Los que apostamos por un nuevo modelo de país para que se acabe de una vez con estos problemas territoriales, que opacan todo lo demás, hemos quedado arrinconados.

 

Has mencionado que uno de los personajes históricos que admiras es el general y político francés Charles de Gaulle. ¿Qué peso tiene en esta concepción que tienes de la defensa de la unidad de España?

La realidad francesa no es la misma que la nuestra. El poder republicano es un poder central, jacobino. Un momento muy ilustrativo fue la visita de Macron a Córcega. El movimiento independentista corso, que practicó la lucha armada, ofreció llegar a un acuerdo para que el idioma fuera cooficial y se respetara su cultura diferencial. La respuesta del Estado francés fue que no les van a dar ni agua. Es una concepción republicana absolutamente diferente a la nuestra. La República española, tanto la Primera como la Segunda, sí entendía el problema nacional e intentó solucionarlo con una base federalista, pero en Francia no ha sido así. Entonces, no puede haber ninguna comparación en ese sentido.

Pero una dimensión que sí admiro de De gaulle es su valentía para actuar con coherencia al concluir que no podía mantener la ocupación de Argelia por la fuerza. Él intentó ganarla militarmente y, al darse cuenta de que no se podía imponer, facilitó la independencia. Con esta decisión entró en un periodo muy complicado a nivel personal, llegando a ser víctima de varios atentados. En uno de ellos, atravesaron completamente el Citroën en el que viajaba con su mujer y se libró por poco.

De Gaulle también es interesante por la salida que encuentra para lograr la liberación francesa de la ocupación nazi. En los meses posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial no tuvo problema en asumir algunos de los presupuestos del Partido Comunista. El primer programa que él propone muestra a una derecha desconocida en la Europa actual. Por ejemplo, defendía que el 40 por 100 de los servicios esenciales debía estar en manos del Estado. Ahora mismo no hay ninguna persona de derechas que lo defienda, el gaullismo ha sido vaciado.

 

Con la crisis de Cataluña se ha reactivado la leyenda negra de España, representándola como un país retrógrado y de pandereta. Esa imagen, a veces, ha estado impulsada desde la izquierda. ¿Compartes esta visión de España?

Para nada y me cabrea muchísimo. Esa apropiación de la idea de España por parte del franquismo hay que superarla. Los republicanos, hasta la izquierda anarquista, hablaban de España sin ningún tipo de problema. El franquismo logró que la izquierda se aliara con las zonas más ricas y de derechas y que se rindiera en la defensa de una España federal para alinearse con burguesías neoliberales. Hemos sido los tontos útiles de esas clases y esa sumisión tiene mucho que ver con ese imaginario de España. Nos hemos aliado con partidos catalanes ¡que hablan de subcontratar al ejército francés!

Esto ocurre porque no se habla con claridad, porque la izquierda no se atreve a participar en el debate y dejamos que nos marquen la agenda. Nosotros no tenemos nada que ver con los señores con los que se ha aliado la izquierda en el conflicto catalán. Hemos regalado el discurso sobre el sentimiento de la nación española plural a la derecha centralista y nos hemos equivocado.

No somos capaces de ver que la mayoría de los habitantes de este país comprenden que España es plural, que la diversidad cultural y lingüística nos hace más ricos. Por eso hay que defenderlo firmemente desde la izquierda y dar a todos esos ciudadanos una alternativa real, que no sea ni la recentralización que propone Ciudadanos ni la alianza con la derecha independentista. No podemos seguir siendo rehenes de los sectores más reaccionarios. Tenemos que articular un patriotismo propio, en el que quepan las singularidades de nuestro país, y la federación es una buena solución. Puede que no esté de moda decirlo desde la izquierda, pero yo me siento muy orgulloso de mi país.

 

¿Qué es más importante, la clase o la nación?

Creo que tiene que haber una simbiosis. El estado nación es importante, es la manera en que nos relacionamos con el mundo y todavía no se ha inventado nada mejor. Hay propuestas alternativas, como el consejismo o el anarquismo, pero, al final, incluso el anarquismo, en sus realizaciones prácticas en España, acabó creando estructuras parecidas al Estado. El consejo de Aragón funcionaba prácticamente con las competencias de un Estado, a pesar de que la propuesta partía de una federación de comunas.

El problema aparece cuando la nación se pone al servicio de los intereses de unas elites y de una clase que normalmente detenta los medios de producción, frente al interés común. Es curioso que, en la actualidad, muchas de esas elites abogan por la desaparición de los Estados. Recuerdo una entrevista que le hicieron a Gianni Agnelli, el jefe de Fiat, en los ochenta, y ya entonces decía que Francia debía entender que tendría que desaparecer para dar paso a un gobierno mundial.

Por ello, creo que la nación es importante, pero siempre como una defensa de los intereses de la mayoría de la población que conforma ese país. Un buen ejemplo de esa combinación es Cuba. Fidel entendió la defensa de la patria como el esfuerzo que hace una población para quitarse el yugo de la colonia y construirse como nación. Se trata de mezclar el patriotismo con la idea de un reparto más justo, del socialismo. Un cubano es profundamente patriota, pero alejado del tono conquistador o imperialista.

Conocer ese tipo de patriotismo, comprobar desde la práctica que es posible respetar a los países del entorno y compartir proyectos comunes desde la defensa de tu propia nación me ayudó a desmontar algunas ideas que tenía. Envidio a esos pueblos que sienten su patria, que aman a su país y que lo entienden como la defensa de la mayoría de la población y no de los intereses de una elite. Por eso para mí es tan importante lo uno como lo otro.

 

Entiendo que, para la izquierda, construir un modelo de país no debería tratarse únicamente de integrar las diferencias identitarias, que es hacia donde se ha dirigido el debate en España, sino que cuestiones como la recuperación de la soberanía deberían ser nucleares. ¿Qué postura tienes a este respecto?

Esa es la lucha eterna, arrebatar esa capacidad de poder a determinadas elites y distribuirla entre todos. Actualmente nos encontramos en un estadio grave en lo que se refiere a la defensa de la soberanía. La soberanía nacional es superada cada día por nuevos poderes globalizadores, como los financieros, frente a los que el estado nación cada vez tiene menos capacidad para reaccionar. Cuando hablo de los proyectos globalizadores me refiero a los grandes tratados trasnacionales, de grandes multinacionales que no tienen patria. Por ejemplo, cuando nos hablan de la defensa de los intereses de las empresas españolas en América Latina, en realidad, muchas de esas empresas no actúan como empresas españolas, son empresas que tienen un capital diverso y transnacional.

En ese sentido tenemos dos luchas por la soberanía, por un lado, la del Estado al que pertenecemos y, por otro, la lucha para que la gente pueda dotarse de instrumentos que le permitan enfrentarse a esos agujeros negros, en los que los ciudadanos no tienen voz para decidir. Estamos ante un capitalismo que ha conducido a una crisis brutal, que ha extendido aún más la deslocalización, que ha llevado al empeoramiento de las clases populares del primer mundo y a la transferencia de trabajos esclavos a las periferias. Ante esa pérdida de soberanía, los pueblos reaccionan, y, a veces, mal. Vemos que los partidos de la derecha recurren a un repliegue identitario y nos vemos inmersos en una gran batalla cultural.

Llegados a este punto, es muy complicado recuperar el control. Disponemos de muy pocos medios para oponernos, pero mantenemos la lucha. Es cierto que el ascenso de los BRICS está inclinando la balanza en la lucha por la soberanía, al menos a nivel geopolítico. Pero nuestro país es uno de los más perdidos. Desde el Parlamento Europeo veía a diario cómo las decisiones sobre nuestro país no las tomaba la población. Quisimos ser europeos para alejarnos de esa dictadura nacionalcatólica que nos llevó a la oscuridad, y entregamos todo para darnos cuenta, años después, de que ese diseño europeo nos quita la capacidad de poder legislar para nosotros y de que servimos a otros intereses.

 

¿No tiene en cuenta el Parlamento Europeo las realidades nacionales?

En ese sentido, la Comisión de Peticiones es uno de los órganos más importantes. En él se plantean los problemas de los Estados y se envían delegaciones parlamentarias que emiten un informe que sí tiene un impacto real en las situaciones denunciadas.

En el resto de comisiones, los parlamentarios siempre aportan su visión nacional. Por ejemplo, en el caso de España son clave los debates sobre la PAC o la pesca, porque nos afectan mucho. Sin embargo, después de nuestra adhesión a la UE, estos sectores han ido menguando progresivamente.

Javier Couso fue diputado al Parlamento Europeo en la octava legislatura (2014-2019).

Laura Pérez Rastrilla es profesora de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.

España: la soberanía ante la geopolítica mundial

El mundo tras la pandemia

La pandemia provocada por el coronavirus es uno de los acontecimientos políticos más relevantes desde la II Guerra Mundial. A escala psicológica, ha sido experimentado como un trauma colectivo, con cientos de miles de muertos en cada país, con una experiencia compartida de confinamiento en buena parte del globo y con unos efectos en la sociedad y las pautas de consumo y ocio que habrá que calibrar. En lo económico, ha supuesto una quiebra comparable a la del Viernes Negro de 1929, incidiendo sobre problemas estructurales derivados de las respuestas a la crisis de 2008. Los servicios públicos y los sistemas sanitarios de países como el nuestro llevaban décadas de recortes, reducción de personal y precarización, que limitaron su capacidad de respuesta; simultáneamente, procesos de externalización y privatización de la gestión dieron cabida al capital privado, como el ensayado en la sanidad madrileña desde los tiempos de Esperanza Aguirre, introduciendo una lógica espuria de búsqueda de beneficio y creando una dualidad entre la red pública y la de gestión privada que dispara el gasto degradando el servicio. Las perspectivas económicas para España y la evolución del desempleo en el arranque de 2022 son mejores de lo augurado, particularmente cuando se contrasta con mensajes catastrofistas propagados desde ópticas ultraliberales, contrarias a medidas gubernamentales como la subida del SMI o las medidas de protección social. Los indicadores hablan de un rebote del PIB, aunque inferior a la caída experimentada en los años previos, y una bajada notable del desempleo. Sin embargo, la recuperación se ha fundamentado en un modelo de precariedad laboral, derivado de las reformas laborales de los ejecutivos de Rodríguez Zapatero y Rajoy, en consonancia con las directrices e imposiciones europeas. Está por ver si la reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz podrá contribuir a cambiar nuestro modelo laboral. Si bien esta reforma no constituye una derogación de la norma anterior, condicionada como está por los fuertes corsés de la UE y la renuencia del PSOE a confrontar con el poder económico o las autoridades comunitarias, sí restablece elementos de la negociación colectiva que habían sido laminados.

La llegada de los fondos europeos Next Generation, dispuestos por los socios comunitarios para la reconstrucción económica tras la COVID-19, teóricamente deberán servir para impulsar la transformación del modelo productivo, la digitalización y la transición energética, abundando también en la cohesión territorial y en el reforzamiento del sistema sanitario.  Pero la endeblez del tejido empresarial español y la presencia de dinámicas especulativas podría lastrar los efectos de esta inyección. Además, si bien la inyección económica represente en términos absolutos una gran cuantía y ha venido de la mano de un mecanismo de mutualización de la deuda europea, las reticencias de los países frugales han limitado el alcance de estas inyecciones.

El economista Juan Torres ha abundado en su blog sobre los peligros que acechan en 2022 a nivel económico. Una crisis de suministros, debida a la paralización de las redes de distribución a escala global, incidiendo sobre las economías occidentales, cuyo tejido industrial acusó una fuerte deslocalización hacia el sudeste asiático, generándoles ahora una notable dependencia. Cuellos de botella en sectores estratégicos ante la reanudación de la actividad económica, siendo imposible atender la demanda en tiempo de microchips y otros componentes. Pero todo ello no se habría producido meramente por la pandemia, sino que en realidad ésta agravó un proceso de fondo ya en marcha.

El capitalismo se fundamenta en un proceso de acumulación, una búsqueda permanente del beneficio, la ampliación del capital, en torno al que gravitan los procesos de producción y circulación de bienes y servicios. Tal lógica, que requiere un crecimiento ilimitado, entra en contradicción con los límites ecológicos del planeta y la disponibilidad de recursos no renovables, condicionando la capacidad de respuesta de los países y estructuras transnacionales, que además están atravesadas por redes de servidumbres con el poder financiero y económico.

Finalmente, hay que incidir en que la crisis medioambiental se conjuga con un agotamiento profundo de la globalización neoliberal y una reorganización del sistema mundo que nos ha conducido a lo que se denomina ya como la II Guerra Fría. Una era multipolar, donde EEUU se disputa la hegemonía mundial con China en una pugna tecnológica, económica y cultural, que está redefiniendo los ejes de la geopolítica mundial. Junto a las dos potencias principales se posicionan potencias económicas y potencia regionales.

La pandemia ha acelerado esta transición geopolítica, evidenciando la mayor capacidad de respuesta de China, cuya estructura económica, financiera e industrial se subordina a los intereses estatales, en contraposición al encaje que las potencias occidentales han de hacer entre abordar la crisis sanitaria y no dañar los intereses de sus grandes consorcios empresariales o provocar un cierre masivo de sus pymes.

La UE sigue siendo una gran área económica, a pesar de la pujanza comercial de los países asiáticos, pero su articulación política ha creado fuertes asimetrías entre los estados miembros en favor de Alemania, como gran potencia hegemónica, y detrimento de países mediterráneas como el nuestro. Por otro lado, todo su aparato de tratados comunitarios y la normativa del BCE están inspirados por los planteamientos neoliberales, estableciendo unos mecanismos de estabilidad presupuestaria, mediante el control del déficit y la inflación, que han sido suspendidos para afrontar los desafíos de la COVID.

En definitiva, estamos en un periodo de recomposición profunda que la pandemia ha exacerbado. El papel de España en el sistema mundial, engastada en la estructura de la UE y en los vaivenes de la gran transición geopolítica, suscita todo un nudo de cuestiones que merecen reflexión.

España y la soberanía en el sistema-mundo

España ha tenido una profunda crisis social e institucional, conectada con un fuerte cuestionamiento de las estructuras de representación política demoliberales a escala de todo el orbe occidental. La globalización neoliberal trajo consigo un retroceso del estado social y de los derechos laborales que ha socavado las bases del contrato social en que se fundamentaban estas sociedades, erosionando las seguridades vitales de las mayorías e incrementando la desigualdad en favor del gran capital. Tal situación es un campo abonado para movimientos impugnadores de un signo u otro.
Se ha hecho patente que la capacidad de control ciudadano sobre el devenir político de sus sociedades, y la capacidad de las estructuras de políticas en que se expresa la soberanía popular para ejercer el control de su territorio y dictar leyes ha sido socavada. La globalización ha construido un capital transnacional que monopolizó amplios sectores productivos, al tiempo que se desregulaba el ámbito financiero, permitiendo el auge de la economía especulativa. Las deslocalizaciones que se produjeron al socaire de este proceso y la terciarización de las economías desarrolladas, erosionaron la capacidad de presión del movimiento obrero en occidente.

En el caso concreto de España, en 2011, cuando arreciaban los efectos de la anterior crisis económica, las presiones de la UE forzaron a cambiar la línea política en materia económica del gobierno de Rodríguez Zapatero, al tiempo que se conminó al país, desde las instituciones comunitarias a acometer una reforma del artículo 135 de la Constitución Española, introduciendo el criterio de estabilidad presupuestaria y primando el pago de los intereses derivados de la deuda pública por encima de mantenimiento de los servicios públicos. Tal reforma se llevó a cabo mediante un pacto entre el PSOE y el PP, que entonces controlaban el 90% del Parlamento, y no requirió ser sometida a referéndum.

La pregunta que se suscita es obvia: ¿dónde queda la soberanía del pueblo español, del que según el precepto constitucional emanan los poderes del Estado, si puede ser forzado a cambiar su carta magna por las instituciones económicas y por la Comisión Europea? ¿Dónde queda el mandato electoral si un gobierno surgido de una mayoría parlamentaria puede ser conminado a cambiar las líneas de su política económica so pena de enfrentarse a sanciones para el país o a mecanismos de presión en el acceso a la financiación internacional?

Lo cierto es que la soberanía sólo puede entenderse como soberanía absoluta en un plano jurídico doctrinal; la idea de la nación, entendida como conjunto de la ciudadanía para la que rige el principio de igualdad ante la ley de todos sus miembros, o el pueblo como una comunidad autodeterminada, tiene un carácter metafísico. De facto, la soberanía habrá de ser entendida como la capacidad efectiva de las instituciones y los poderes constituidos de un estado para dictar leyes, dirigir la política exterior y administrar la vida de la comunidad; y si esa soberanía se ejerce democráticamente, el gobierno, surgido por elección directa o por mayoría parlamentaria, debe poder ser nombrado a partir de la expresión del cuerpo electoral, además de estar sujeto al imperio de la ley y al control de los otros poderes del estado. En este sentido, la soberanía se presenta como una cuestión de grado: habrá estados que tengan un grado máximo de soberanía, en la medida en que se hallen en la cúspide de una jerarquía internacional, y estados con una soberanía demediada.

Pero, además, la soberanía está condicionada por la imbricación de las instituciones y administraciones de los estados con el poder económico y los grupos empresariales. Como han mostrado Saskia Sassen (véase Nuevas geopolíticas) o Pierre Dardot, aunque suela presentarse la globalización como un proceso vinculado al debilitamiento de los estados, más bien se habría tratado de un debilitamiento de determinadas estructuras, como los servicios públicos y las empresas estatales, acometido por los poderes ejecutivos de los propios estados y que, incluso, ha venido acompañado de importantes retrocesos en las libertades civiles.

Lo cierto es que los estados actúan en conjunción compleja con las entidades transnacionales; son los estados los que dictan regulaciones legales, aunque el poder económico movilice palancas de presión mediática; son las administraciones del estado las que llevan a cabo privatizaciones, externalizaciones de servicios o adjudicaciones de obra pública o concesiones. Son los grandes estados los que han tutelado las grandes directrices económicas, forzando a estados menores a aceptar memorándums o duros ajustes a cambio de rescates.

Más en concreto, la globalización tiene que entenderse ante todo como el proyecto de dominación imperial desarrollado por EEUU tras el colapso de la URSS. Tal proyecto se arropó con una doctrina globalista vinculada a una metafísica liberal y a la doctrina tecnocrática del supuesto mercado autorregulado, la reducción del gasto público y de la presión impositiva como marcos necesarios para garantizar el desarrollo económico y social. En realidad, esa doctrina propició fundamentalmente lo que David Harvey ha llamado la acumulación por desposesión: la transferencia de servicios creados y sostenidos merced a la inversión pública y sustraídos a la lógica de la búsqueda del beneficio a manos del capital privado para generar nuevos nichos de mercado.

En el contexto europeo, Alemania asumió tras su reunificación el papel de potencia hegemónica. Como han señalado Manuel Monero y Héctor Illueca (véase Oligarquía o Democracia, España, nuestro futuro) el proyecto mercantilista ordoliberal impulsado desde el país germánico se benefició de la desindustrialización de los países de la Europa mediterránea, convirtiéndonos en uno de sus nichos de importaciones, al tiempo que el modelo euro acabó con los mecanismos de la devaluación competitiva, al renunciar España, Portugal o Grecia a las devaluaciones competitivas. Alemania tiende a acumular de esta forma un superávit estructural, dado que, de haber seguido con el marco, su moneda se apreciaría. Esta situación genera desequilibrios que deberían ser corregidos mediante mecanismos de redistribución de riqueza intercontinental, por ejemplo, mediante una hacienda comunitaria o una integración de la fiscalidad. Pero aquí es donde entra en juego la peculiar arquitectura de UE.

El proceso de integración comunitaria ha supuesto una cesión de la soberanía por parte de los estados, aunque con importantes asimetrías en función del peso de las economías nacionales. En el caso de España e Italia, el Brexit ha supuesto un aumento de su peso relativo. Pero la UE no llega a ser una estructura federal, ni tampoco parece que lo vaya a ser en lo inmediato. Las instituciones comunitarias fueron proclives en el pasado a alentar las políticas de la llamada “ortodoxia” económica, al tiempo que en los países más favorecidos por la arquitectura comunitaria cuajaba la representación ideológica de los países del Sur como pueblos licenciosos, con escasa capacidad de trabajo y entregados al dispendio.

Si las políticas de austeridad ya estaban en entredicho y el ascenso de China como gran potencia tecnológica y económica estaba redefiniendo las líneas de fuerza del sistema mundo, la pandemia ha actuado como un catalizador que ha acelerado el proceso, al tiempo que ha hecho chirriar las estructuras esclerosadas de la UE. Parece que es el momento de recuperar las políticas de estímulo, en conjunción con los procesos de transición energética; el momento de reindustrializar y recuperar la producción nacional y la autosuficiencia para hacer más eficientes y menos sensibles las cadenas de suministro. Pero las inercias doctrinales neoliberales y los fuertes intereses del capital, limitan la capacidad de desarrollar esos planteamientos, al tiempo que las asimetrías entre los estados, dibujan un escenario de ganadores y perdedores.

Nos referíamos antes a que el retroceso del estado social proporcionaba un caldo de cultivo propicio para los movimientos impugnadores. Hoy el populismo de derechas experimenta un fuerte ascenso a escala internacional; con un discurso inflamado que va desde el neoconservadurismo al individualismo ultraliberal, propugnan una salvaguarda de la identidad occidental, con fuertes componentes xenófobos, y señalan a una élite globalista que está secuestrando la soberanía. Ocurre que la caracterización de esa élite tiene más de teoría de la conspiración que de señalamiento de la lógicas y redes del capital transnacional.

En España, estas opciones derechistas, hasta ahora cobijadas dentro del espacio sociológico unificado de un gran partido de derechas, han cristalizado como una relevante fuerza política merced a la confrontación con el nacionalismo catalán y el proceso soberanista. La idea de que el PP de Rajoy había actuado con tibieza y de que las izquierdas son cómplices de los nacionalistas en su intento de desarmar el país y oponerse a todo lo que se puede identificar con las esencias patrias, ha constituido el gran combustible para que un nacionalismo español excluyente haya podido emerger. Aunque sus proclamas soberanistas se restringen al plano exclusivamente interno, donde del rechazo a la pretensión de los nacionalistas periféricos de fragmentar la soberanía nacional para ejercer la pretendida autodeterminación, se pasa a una estigmatización enconada de la diversidad lingüística e ideológica de España. Por otro lado, y en línea con el trumpismo y otras fuerzas neoconservadoras, también se abonan al negacionismo del ecologismo, a la oposición al feminismo, o al cuestionamiento de la progresividad fiscal.

Es cierto que las izquierdas alternativas españolas parecen incapaces de confrontar con el nacionalismo catalán, más allá de reclamar una salida dialogada. Como si la no demonización de las opciones nacionalistas periféricas llevase aparejado transigir con la absurda idea de que la solidaridad interterritorial constituye un expolio de una región rica como Cataluña.

Volviendo al plano internacional, el discurso globalista sigue incidiendo en una suerte de visión tecnocrática que reclama retomar las políticas de austeridad, pretendiendo plantear que la pandemia ha sido un puro evento pasajero y que la recomposición geopolítica o los desafíos ecológicos y económicos pueden ser domeñados con más dosis de financiarización y desregulación económica. Frente a estas dos opciones, cabe quizás una defensa de las conquistas sociales representadas en el estado del bienestar y los mecanismos de redistribución de riqueza, así como la defensa del reforzamiento del sector público y de la intervención estatal en sectores estratégicos como el energético, al tiempo que se aboga por la progresividad fiscal. Pero esas medidas deben supeditarse al establecimiento de alianzas internacionales.

En lo que atañe a España, sería necesario actuar de manera coordinada con otras naciones mediterráneas para hacer valer nuestro peso en el marco de la UE y ante esta nueva circunstancia internacional. Deshacerse de mantras tecnocráticos periclitados y de la pánfila fascinación por un europeísmo acrítico. Aunque el gran problema es la imposibilidad de plantear ningún debate político serio en nuestro país, dado el nivel de crispación que los medios de comunicación se encargan de fomentar y que tanto favorece el populismo reaccionario.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de enseñanza secundaria en Corvera, un concejo próximo a la ciudad de Avilés.

La izquierda y la España que dejó de ser problema

El otro relato olvidado de una transición ejemplar.

Al principio fue una aspiración colectiva: ser como ellos, poner fin a una historia de guerras civiles, de golpes de Estado y de una dictadura eterna. España era el problema y Europa la solución. Fue la consigna, se malinterpretó a Ortega, pero no importaba. Sutilmente, el acento se puso en Europa: ella nos salvaría. Nuestro europeísmo fue una huida de España y de sus problemas. La nueva generación política que llegó al gobierno con Felipe González fue más lejos: España no era capaz de autogobernarse, tendría que hacerlo un Mercado Común que pretendía ir hacia una mayor y superior integración europea.

Ni el ingreso en el Mercado Común ni la integración en la OTAN eran elementos de una política exterior a la altura de los tiempos. Era algo más profundo, más sustancial. Puesto que no éramos capaces de autogobernarnos; puesto que, de una u otra forma, llevamos siglos intervenidos por las grandes potencias, era necesario un anclaje en estructuras de poder externas que consolidaran el poder de las clases económicamente dominantes en España y que impidieran, de una u otra forma, que la correlación real de fuerzas fuese cuestionada. Las bases norteamericanas no bastaban, había que alinearse claramente con una potencia hegemónica que estaba derrotando al “imperio del mal”. La OTAN era la definición precisa de donde y con quién estábamos. Lo del Mercado Común era algo más complejo; les pasaba igual a todas las economías del sur de Europa: problemáticas económicamente, ingobernables socialmente y con aspiraciones políticas demasiado avanzadas.

El Tratado de Maastricht fue la salvación: perder soberanía a cambio de ganar estabilidad macroeconómica para disciplinar a un movimiento obrero demasiado fuerte; subordinar a unas izquierdas que no habían interiorizado que el muro cayó y que el tiempo del reformismo terminó. Fue la “gran audacia” del PSOE de González: gobernar la globalización neoliberal e impulsarla sin reservas en estrecha alianza con los grandes poderes. Con un poco de suerte y algo de habilidad se podría conseguir que los trabajadores alemanes terminaran financiando nuestro incipiente y débil Estado de Bienestar.

España, por fin, dejaba de ser un problema. Su futuro ya no dependía de ella. Estaba sólidamente determinada por una alianza política armada y por una integración europea que empezaba a dirigir de facto nuestra política económica. El futuro de España era dejar de ser un Estado y convertirse en una “comunidad autónoma” de una forma-dominio político esencialmente no democrática y bajo el control de unas élites que conseguían institucionalizar las reglas jurídico-económicas neoliberales. Eso sí -paradoja de las paradojas- bajo la hegemonía del poderoso Estado alemán.

La otra parte del relato se empezó a escribir desde aquí. La vieja cuestión nacional-territorial que siempre estuvo ahí, volvió a emerger. Las burguesías nacionalistas vasca y catalana -Galicia siempre fue otra cosa- acompañaron entusiásticamente el diseño de unas políticas que, de una u otra forma, garantizaban la economía capitalista, la democracia liberal y, sobre todo, la integración supranacional militar, económica y política. La idea era simple pero clara: puesto que el Estado español era una entidad a desaparecer en el marco de una Europa federal, había que apostar decididamente por su desmantelamiento y por una Cataluña y una Euskadi, primero regiones y luego Estados. Más Europa significaba menos España soberana e –inevitablemente- menos España democrática. El demos decidía muy poco en la política real y la democracia se cuarteaba entre la impotencia y la dictadura de una oligarquía omnipresente. El 15M fue la consecuencia, en gran parte fallida, de todo esto.

La operación era, al menos, curiosa. Se negaba el concepto de soberanía como antigualla en un mundo felizmente globalizado. A la vez, se reafirmaba la soberanía originaria de Euskadi y Cataluña y, finalmente, se apostaba por una Europa estatalmente organizada. Por decirlo de otro modo, se reconocía como hecho positivo que España era una democracia limitada; se aceptaba que la UE era el futuro y, coherentemente, se apostaba por su desmantelamiento. Lo que decían realmente los nacionalistas vascos y catalanes es que preferían ser regiones de la UE que comunidades autónomas de un Estado español condenado a la extinción. El paso al independentismo fue su consecuencia lógica. Algunos creyeron que se podía romper el Estado español sin que nada pasase y con el apoyo de una Unión Europea todopoderosa. Los resultados están a la vista: ruptura de la comunidad política catalana, emergencia de un nacionalismo español de masas y giro a la derecha en los aparatos del Estado en un proceso de automatización todavía no desvelado del todo, pero que se deja sentir cada vez con más fuerza.

Hablar de izquierda en serio: veracidad y radicalidad

De nuevo se habla de (re) fundar la izquierda. De abrir un debate de masas sobre su futuro, de escuchar mucho e iniciar una conversación sincera entre política y ciudadanía, entre política y clases trabajadoras en un mundo que cambia y no sabemos muy bien hacia dónde. Yo quisiera contribuir a este dialogo desde la realidad, intentando que esta no sea ocultada en los frondosos bosques de la retórica y, mucho menos, negada en el cotidiano quehacer del gobierno.   Por eso he querido comenzar por este “otro relato” conocido y casi siempre eludido: España es una democracia limitada, parte del dispositivo político-militar norteamericano en Europa, que no decide, desde hace años, sobre su política de seguridad y defensa; parte de la Unión Europea, que no decide, desde hace años, sobre su política monetaria, económica y fiscal. La que ya no tiene “derecho a decidir” es España. El otro lado de la contradicción es la crisis del Estado español; es decir, su cuestionamiento sustancial por dos movimientos nacionalistas que hacen del independentismo identidad y programa, en un proceso ampliado de desintegración y desarticulación espacial puesto en evidencia por las demandas de eso que se ha dado en llamar oblicuamente la “España vaciada”.

Quizás la primera cosa que habría que reivindicar es una visión crítica del pasado reciente. Venimos de una refundación y vamos hacia otra en apenas cinco años. ¿Qué se hizo mal?; ¿qué se hizo bien?; ¿dónde poner los acentos y qué instrumentos reivindicar? Además, se está gobernado: ¿algún balance?; ¿cambió la Unión Europea de paradigma? Los fondos europeos, ¿se orientan a transformar realmente el modelo productivo? ¿Este gobierno está reforzando efectivamente el Estado social, democratizando la economía, asegurando el futuro de las pensiones y poniendo freno al poder omnímodo empresarial en la relaciones colectivas e individuales del trabajo?

Las personas cuentan. Pablo Iglesias combinaba radicalidad verbal al servicio de un reformismo a ras del suelo. La agresividad cobarde de las derechas; unos medios de comunicación controlados por los poderes económicos, construyeron una figura-símbolo que concitaba grandes rechazos y significativos consensos. Decidió que había que aliarse con el PSOE de Pedro Sánchez para poder gobernar; es decir, con su principal rival electoral y, él lo sabía muy bien, con el auténtico partido del Régimen. La clave, según él, era dejar atrás a una izquierda que teme gobernar, que no está en disposición de asumir riesgos y mancharse las manos con la política de cada día; una izquierda que prefiere la comodidad de la oposición al duro quehacer para mejorar la vida de las gentes. Se aceptó como inevitable la pérdida de más de millón y medio de votos y la reducción a la mitad del grupo parlamentario. Menos fuerza social y electoral, pero más poder; las cuentas salían o lo parecía. Gobernar desde el BOE y gestionar con pericia las relaciones con los medios, esa era la política ganadora.

Había que ser realista. Negociar un programa de gobierno de verdad no era posible dadas las diferencias (reales o imaginarias) entre el PSOE y UP. La dirección de la coalición lo que hizo fue presentar una plataforma social y económica acompañada con sus mecanismos de financiación, centrando sobre ella la negociación. Los llamados “temas de Estado” nunca estuvieron en la agenda, solo declaraciones generales. Se dejaron en manos del PSOE la definición y la gestión exclusiva de todo lo referente a la política exterior, defensa y seguridad en momentos donde los cambios geopolíticos se aceleraban y, hay que subrayarlo, la crisis político-militar entre los EEUU y China se hacía presente con toda su importancia. Se aceptó que Pedro Sánchez se responsabilizara de todo lo referente a una Unión Europea obligada a diseñar nuevas políticas y se fue asumiendo la idea de que esta estaba cambiando de paradigma. Los fondos europeos eran la señal inequívoca de las nuevas orientaciones que, se decía, ponían fin a las etapas de austeridad.

Lo más sorprendente fue que nada se propusiese realmente para intentar resolver los variados problemas de la llamada “crisis territorial” más allá de las conocidas apelaciones al diálogo, a las buenas formas y a los consensos democráticos básicos. Cuestiones decisivas como democratización sustancial de la justicia, la reforma en profundidad de las administraciones públicas o de la urgente necesidad de organizar y diseñar nuevas estructuras para la gestión estatal de las políticas sociales, fueron dejadas prudentemente a un lado. La transición energética y ecológica, tema central, se asumió al modo PSOE; es decir, respetando el control del sector que tienen los grandes oligopolios. Se podía continuar. O se aceptaba este tipo de acuerdo o no habría gobierno de coalición posible. De camino, se clausuraban debates esenciales y se eludían otros: OTAN, bases militares, la Unión Europea del euro y el alineamiento férreo con los EEUU en su lucha existencial para mantener su orden y poder contra una China cada vez más fuerte, en alianza con Rusia, devenida, una vez más, en el “Imperio del mal”.

La salida de Pablo Iglesias del gobierno y, por ahora, de la política hubiese sido un buen momento para hacer un balance de los resultados de la coalición PSOE-UP. No se hizo así y lo que es peor, nombró a una “heredera” que, como era natural, hizo todo lo posible por separarse de quien le designó. ¿Qué tenemos? Un gobierno de coalición que no es capaz de dar un mensaje en positivo de cambio, una oposición hegemonizada por el discurso de la extrema derecha y un bloque que hizo posible el gobierno de Pedro Sánchez compuesto por nacionalistas e independentistas catalanes, vascos y gallegos que no acaban de sintonizar con las políticas que se promueven. En pocos días habrá elecciones en Castilla y León y parece que en primavera llegarán las andaluzas. Todo esto en un contexto presidido por la pandemia y una recuperación que arranca con menos fuerza de lo esperado y con una inflación que amenaza el crecimiento económico futuro.

La esperanza se ha ido depositando en Yolanda Díaz. Por ahora los medios la tratan bien. Su estilo reposado, dialogante y educado sintoniza con una parte significativa de la ciudadanía. Su gestión está bien valorada y sus políticas han significado, no sin una fuerte discusión, avances en determinados aspectos laborales y en mejoras económicas. Desde fuera se tiene la impresión que hay una complicidad personal fuerte entre ella y Pedro Sánchez que periódicamente tiene que ser renovada ante los conflictos recurrentes en el gobierno. El debate sobre la reforma laboral sigue abierto. Aquí, como en otros temas, los grandes calificativos acaban por oscurecer los avances reales. Más allá de las palabras, ¿se ha conseguido derogar la reforma laboral del PP? A mi juicio, no. ¿Los avances son positivos? Sí. Entre otras cosas porque la reforma laboral del PP estaba relacionada íntimamente con la reforma previa del PSOE. Queda por ver si la “reforma de la (contra)reforma” produce o no el fortalecimiento del poder contractual de las clases trabajadoras que siempre fue la clave de la negociación. De ello depende la mejora de los salarios, el fortalecimiento del sindicalismo y la estabilidad en el empleo. Veremos.

No me equivoco mucho, creo, si afirmo que el proyecto de la vicepresidenta segunda del gobierno tiene un carácter fundacional; es decir, pretende abrir una página nueva más allá de lo que hoy es Unidas Podemos. No habría que dejarse confundir: todo proyecto nuevo, en cierto sentido, es transversal ya que pretende ir más allá de los alineamientos políticos establecidos y crear un mapa electoral sustancialmente diferente al actual. La palabra clave es autonomía: político-programática frente al PSOE y estratégico-organizativa frente a los partidos políticos que componen Unidas Podemos. Esta última cuestión no será fácil. Sin las organizaciones que componen Unidas Podemos no es posible construir algo nuevo; con ellos puede haber dificultades. La clave es gobernar el proceso, crear dispositivos que amplíen las alianzas, que sumen colectivos sociales, personas independientes, cuadros y militantes.

Habría que aprender de errores pasados. La forma dominante actual de hacer política no creo que pueda servir para construir una fuerza alternativa de la izquierda. Lo normal hoy es que una fuerte personalidad política se reúna con un grupo de notables y se relacione con la población a través de los medios de comunicación. Luego viene la construcción de un grupo parlamentario homogéneo y, desde ahí, disputar el gobierno. Esto no ha funcionado ni creo que funcione en el futuro, insisto, para una fuerza que pretende ser alternativa; es decir, comprometida con la defensa de los derechos sociales, la democracia económica, el fortalecimiento del poder de las clases trabajadoras y la defensa intransigente de la soberanía popular.

No se debería confundir a una ciudadanía cansada de engaños y falsas promesas. Una cosa es construir una fuerza alternativa de la izquierda y otra, digamos que diferente, un partido bisagra aliado estratégico del PSOE y con la misión de hacerlo girar a la izquierda. Para esto no haría falta construir algo nuevo; basta con tirar con lo que hay, potenciar la imagen de la vicepresidenta y fomentar relaciones públicas ampliadas y desarrolladas. Para una fuerza alternativa con voluntad de mayoría y de gobierno, la esperanza tiene que ser organizada, convertida en compromiso político, sólidamente enraizada en el territorio, en los lugares donde se trasforma el sentido común y se potencia imaginarios críticos y rebeldes. La condición previa es la POLÍTICA entendida como proyecto de país, con mayúsculas y a lo grande.

Una propuesta nada modesta

Tres conceptos: proceso, consenso y programa en sentido fuerte. Repito lo ya dicho, una fuerza alternativa de la izquierda no se puede construir con las mismas formas y métodos que las de derechas. Hace falta dispositivos políticos que fomenten la (auto) organización, la pertenencia y la identidad. Los viejos partidos de integración de masas tienen que ser reformulados, adaptados a un tipo de sociedad que ha cambiado radicalmente para cumplir un papel imprescindible: crear poderes sociales, movilizar a la población y organizar la participación política.

Proceso para ir de menos a más, consenso en torno a los métodos organizativos y programa como construcción de un proyecto de país. Lo primero, definir una dirección política del proceso. No quiero entrar en temas delicados. Hace falta un núcleo político-organizativo que dirija el proceso, que tome decisiones y que promueva la idea de equipo, de colectivo dirigente. Se es grande cuando se cabalga a hombros de gigantes. Lo segundo, preparar a fondo una conferencia que apruebe un manifiesto-político dirigido al país y, lo tercero, ir a una constituyente para una nueva formación política.

Me quiero centrar en el tipo de conferencia política. El objetivo es aprobar un manifiesto que exprese un análisis veraz de las grandes transformaciones en curso y un conjunto de ideas-fuerza que promuevan un imaginario alternativo que dé cuenta de un proyecto de país. Lo normal sería un decálogo claro, preciso, transformador que impulse el debate público, el compromiso político y la organización. Programa, sujeto y organización están muy unidos. El método podría ser en dos fases: una conferencia que aprobara un borrador de manifiesto político; este sería discutido territorial y sectorialmente en un debate público lo más amplio posible que podría durar tres o cuatro meses. En la segunda fase se aprobaría y se convertiría en la base del programa de una nueva fórmula electoral.

Este manifiesto político tendría que definirse y decidir sobre algunas cuestiones fundamentales mal resueltas en Unidas Podemos y que fundamentarían una propuesta autónoma formulada en positivo. Estas deberían ser las siguientes: a) posición sobre los cambios geopolíticos y caracterización del orden multipolar en gestación. b) Plantearse con rigor una política de defensa y seguridad que supere a la OTAN y que consolide una política internacional al margen de la dependencia de EEUU. c) Caracterización de la UE, de su política económica centrada en el euro; su relación con la soberanía popular y el constitucionalismo social. d) Definición de lo que se entiende aquí y ahora por Estado federal en el marco de una propuesta constituyente. e) La democracia económica como consolidación y ampliación del Estado social, como democratización de los poderes económicos y revitalización el poder de las clases trabajadoras.

Se podría continuar. Esta (in)modesta proposición trata de propiciar el debate y la polémica. No acepta que la conversación con los ciudadanos sea solo a través de los medios de comunicación y eludiendo los debates básicos. Hay que aprender de las derechas y de las derechas extremas. Esperanza Aguirre, la señora Ayuso y el señor Abascal hacen de lo que ellos llaman el debate cultural, el núcleo duro. Cada día hablan más de ideología, proyecto, programa. La respuesta usual de la izquierda es eludir la ideología y centrarse en las medidas concretas; es decir, oponen tecnocracia a la política. Esta estrategia es perdedora, les deja la iniciativa a las derechas, sitúan a la izquierda a la defensiva y se entra en el territorio de la post verdad. La clave es la de siempre: ideas, proyecto que suscite compromiso político y que promueva la organización y la movilización social.

Madrid, 29 de enero de 2022

Manolo Monereo es analista político y exdiputado de Unidas Podemos.

Notas sobre el papel del socialismo en España

Introducción

Como resulta imposible hacer filosofía en abstracto, sin tomar partido, me situaré en una perspectiva materialista, rechazando de mano cualquier tipo de esencialismo idealista con relación a la idea de cultura, a la idea de hombre, a la idea de nación y a la idea de España. ¿Hasta qué punto, me pregunto, es el idealismo filosófico el responsable de las confusiones ideológicas y de la crisis política que sufre actualmente España?

El idealismo filosófico entiende las culturas como entidades de tipo metafísico, entidades sustanciales cerradas, “mónadas leibnizianas”, dice Gustavo Bueno en El mito de la cultura (1996), capaces de establecer identidades en los individuos de modo prefijado. La identidad cultural así tomada como una entidad metafísica contribuye a perfilar los contornos de una idea metafísica de nación asociada a dicha cultura, arraigada en la etnia y, por tanto, muy próxima a los argumentos raciales y racistas, pues se entenderá que dicha cultura es fruto de la naturaleza particular de un pueblo. Entiendo el nacionalismo como el intento de legitimar un Estado sobre la idea de nación amparada en la concepción sustancial y metafísica de cultura arraigada y fijada en la etnia. Hay Estados pretendidamente étnicos en el mundo, como Israel o Grecia, y arrastran por ello problemas verdaderamente traumáticos y conflictos de compleja solución. En la película griega titulada Akadimia platonos (Filippos Tsitos, Grecia 2009) se aborda el asunto de un modo cómico pero impresionante, en clave dramática otra película, Xenia (Panos H. Koutras, Grecia 2014), ofrece otra versión del problema.

En el caso de Grecia, como en el de los desmenuzados Estados yugoeslavos, los griegos han tenido que replegarse a la etnia casi sin remedio al ser rechazados y expulsados de todos los países del entorno con el desmoronamiento del imperio otomano. Israel también es resultado de la expulsión traumática de la nación étnica, replegada en un territorio ya ocupado por otros pueblos, donde se ha ido haciendo fuerte, desplegando muros inverosímiles para separar las naciones étnicas y sojuzgarlas. El boyante indigenismo de Hispanoamérica ha dado lugar a situaciones incómodas. Países profundamente mestizos buscan legitimación étnica en los llamados “pueblos originarios”, con la recuperación de tradiciones culturales ancestrales incompatibles con los derechos humanos. De modo que el idealismo filosófico alimenta la conformación de Estados de etnias puras y culturas impolutas, al menos en cuanto a la representación, porque la realidad es que los conflictos de apariencia étnica son conflictos de clase.

I. España como Estado nación

1. España es hoy un Estado nación homologado como cualquier otro de los que conforman la Unión Europea. Existe un largo e intrincado debate acerca de la idea de España, pero para esa cuestión de la identidad de España, el materialismo exige renunciar a postular una esencia por así decir innata, perdida en el inicio de los tiempos, o cifrada en los genes de una raza. Lo que es y será España depende de su propia historia, y de lo que ese Estado nación pueda ir haciendo en el contexto de sus conflictos internos y de la dialéctica de Estados en la que necesariamente está envuelto. Desde una perspectiva materialista no hay posibilidad de defender, por lo tanto, un nacionalismo español en el sentido anteriormente señalado, puesto que renunciamos a la idea metafísica de cultura, y a la asociación de la cultura con una etnia como fundamento de un Estado. España no es un Estado étnico, ni atesora una cultura propia en sentido metafísico unitario, como ningún otro país, aunque se pretenda lo contrario (lo que no obsta para que sea nuestra nación una fuente inagotable de instituciones culturales de carácter universal).

Pero cuando decimos que España es un Estado nación queremos decir que se trata de una nación política. Y eso requiere alguna precisión porque el concepto de nación se usa de un modo confuso. Gustavo Bueno distingue cinco modos o usos de nación: biológica, étnica, histórica, política y fraccionaria. No hablamos de España como nación biológica, ni como nación étnica, sino como Estado. Los nacionalistas que “luchan” para establecer Estados étnicos secesionados de la madre patria amparan sus argumentos precisamente en esta consideración materialista que defendemos según la cual España no es un Estado sostenido por una étnica unidad cultural (racista). Porque, para ellos, si el Estado no es étnico es necesariamente un instrumento de represión contra esos supuestos “pueblos originarios”.

Sin embargo, en aquellas comunidades autónomas donde el nacionalismo es más fuerte, hasta el punto de imponer un idioma regional étnico como factor para el acceso al control de los resortes de poder burocrático, administrativo, policial y judicial de la comunidad autónoma, se acaba estableciendo un conflicto entre los autóctonos, que tienen abierto el camino al funcionariado que regula todos los procesos de control político y estatal de dichas autonomías, y los foráneos que, salvo excepciones, acaban ocupando su lugar como trabajadores inmigrantes en una casta inferior sojuzgada por la casta autóctona, de “ocho apellidos”. El nacionalismo etnicista fraccionario, al articularse en el entramado de un Estado, convierte un modo particular de lucha de clases en un pretendido conflicto étnico. Por esta razón, estas comunidades autónomas controladas por partidos nacionalistas fuerzan el modelo autonómico poniendo al servicio de sus intereses el bien común de la nación. Y curiosamente los españoles llegados a esas comunidades autónomas desde otras regiones son tratados como nación étnica, por cierto, definida con perfiles precisos insultantes e indignos.

2. España, como nación política, surge de la reorganización material de un Estado previo, un Estado del “antiguo régimen”, como tantos otros a su vez, en el cual era ante todo una nación histórica; un reino resultante de la confluencia de reinos previos desde cuya plataforma se perfilan las naciones étnicas. Y de esa fusión nació la monarquía hispánica católica que propició la unidad de la nación histórica española consolidándola por la expansión de la lengua común codificada por Nebrija (recomiendo la lectura del magnífico libro de Santiago Muñoz Machado, Hablamos la misma lengua, 2019). La idea de nación en sentido étnico, refiriéndose a los procedentes de un determinado lugar, se perfila, por lo tanto, desde dentro del Estado, y no antes. Cuando, por ejemplo, la Universidad Complutense de Alcalá de Henares creada por Cisneros organiza colegios mayores y menores para albergar a los estudiantes procedentes de distintas regiones de España está ejercitando esa idea de nación étnica, de procedencia, que no es incompatible con el Estado, sino expresión de su complejidad. Si la sociedad política la comparamos con un lago, decía Gustavo Bueno, las naciones étnicas vienen a ser los ríos. Los ríos no son el lago, que representa la unidad en la que las naciones confluyen, y así como los ríos no son el lago, así las naciones étnicas alcanzan su escala política en el lago.

Las naciones étnicas se perfilan desde la plataforma de un Estado. Fuera de él, las sociedades étnicamente cerradas son sencillamente sociedades preestatales, caracterizadas, según Gustavo Bueno, por el hecho de que sus planes y programas son convergentes, orientados al mantenimiento en equilibrio con su entorno, del mismo modo que puede hacerlo un enjambre de abejas. Puede haber conflictos individuales, pero la convergencia es uniforme. Los Estados, las sociedades políticas, se caracterizan porque sus planes y programas son divergentes, abiertos, y se conforman originariamente por la confluencia más o menos conflictiva de diversas sociedades preestatales. En el seno de esta nueva situación (lo que Lewis Morgan definía como el paso de la barbarie a la civilización) los diferentes grupos entran en un tipo de conflictos divergentes, abiertos, porque sus planes y programas son incompatibles, de modo que o bien se produce una desintegración, o bien puede ocurrir que uno de los grupos pueda establecerse como organizador del todo mediante el ejercicio del poder. Así irían surgiendo los “protoestados”, podríamos decir, porque el paso al Estado propiamente como tal, vendría cuando la sociedad política conformada por la confluencia de sociedades prepolíticas se encuentra con otra sociedad política. Ahí se perfila lo que Gustavo Bueno llama la “capa cortical” del Estado. De esta manera, los Estados se entienden como organizaciones sociales con planes y programas abiertos, cuyos conflictos internos procedentes sin duda de confluencia de pueblos preestatales se resuelven en la reorganización sistemática y cada vez más compleja del todo. Como, originariamente, los conflictos resultantes de la coexistencia de grupos preestatales en un mismo territorio y bajo un mismo poder se dan en el seno del Estado estos conflictos ya no son meramente étnicos, el Estado les confiere la forma que el marxismo ha identificado como lucha de clases.

3. El concepto de nación política que define a los Estados actuales es un concepto muy tardío, cristalizado en el siglo XVIII, que equivale a la “nacionalidad” que, según Gustavo Bueno, aparece en 1820 en lengua francesa. En esta época se produce el cambio del concepto de nación desde el sentido étnico al político. El concepto político de nación es completamente distinto, y procede de otras fuentes, no de la nación étnica, o biológica, sino de la transformación del Estado, tal y como Marx representó este proceso. La burguesía urbana independiente económicamente no puede esperar a las decisiones del rey. El grito de la batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792), “¡Viva la nación!”, se dirige contra el rey, tiene un origen republicano y va en contra de la monarquía absoluta. Una nueva clase se hace con el poder y entra en conflicto con la nobleza. Se produce una nueva definición de la sede del poder político. La soberanía reside en el pueblo que es el fundamento del poder político identificado como nación. Este concepto de nación es completamente distinto. Según Gustavo Bueno el uso de esta palabra “nación” puede estar influido por la metáfora de San Pablo del pueblo de Dios: “ya no hay gentes, todos nos refundimos en el cuerpo de Cristo”. En el pueblo soberano se refunden todas las naciones (étnicas). En este momento se concibe una nueva realidad política, renaciendo a un nuevo orden revolucionario y las naciones étnicas desaparecen.

La diferencia entre nación étnica y política es completa. Decía Bueno que la nación étnica es de ascendencia, de origen, “mira hacia atrás”. Mientras que la nación política mira hacia adelante, es proyecto: prolepsis. Además la nación política no admite otras naciones en su seno. El concepto de “nación de naciones” de Herrero de Miñón es una contradicción que proviene de la construcción a partir de un genitivo bíblico.

Así, aunque la ideología romántica declara que el Estado es fruto de la nación: “la nación se da a sí misma la forma de Estado”, lo cierto es que lo primero es la sociedad política, esto es, el Estado, y es en su seno en el que, en un proceso que va del siglo XVIII al siglo XX, nace la nación política, el Estado nacional.

II. España como nación histórica

1. Como Estado, según la teoría ofrecida por Gustavo Bueno en su Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas (1991), habría que considerar que España está compuesta por una capa basal, una capa cortical y una capa conjuntiva que se han ido fraguando a lo largo de los siglos en un proceso extraordinariamente largo en la historia. La capa cortical y la capa basal, mucho más estables, el territorio y sus fronteras, quedaron fijados hace varios cientos de años. Sin embargo, la capa conjuntiva es necesariamente variable, pues las sociedades humanas son anómalas, compuestas de individuos que nacen y mueren. Ningún individuo hereda por nacimiento su condición de español, debe ser troquelada esa condición en el contexto del Estado. Sin embargo, esa capa conjuntiva es la que históricamente gestiona el territorio y las fronteras y conforma lo que Bueno ha llamado la nación en sentido histórico.

Cuando se afronta la historia de los pueblos se insiste en el conjunto de acontecimientos políticos que han tenido lugar, las guerras, conflictos y detalles de diversos tipos, pero además de las acciones conforme a las cuales las sociedades han ido transformando sus relaciones en el conjunto de acontecimientos que jalonan su paso por el tiempo, en esos mismos procesos va teniendo lugar la conformación de su propio entramado territorial material que se proyecta más allá de las vidas individuales y de las generaciones. Un Estado se cristaliza en el tiempo a través de los procesos de transformación material que los habitantes van realizando, de modo que ese territorio adquiere el aspecto de una estructura, un entramado tecnológico y productivo articulado, un entramado que acaba regulando y determinando la vida y las acciones de los individuos en ese territorio.

Esa regulación de la vida a través del entramado estatal es la que confiere un patrón diferencial que constituye lo que podemos llamar la nación en sentido histórico. Una nación histórica no es un invento y no se puede establecer constitucionalmente, si no hay una intervención constante en el territorio y una transformación del mismo de modo más o menos cerrado, porque el entramado tecnológico que llamamos “basal” está organizado dentro de sus fronteras y a su través se difunde el poder y el orden político. Cuando las constituciones definen naciones y pueblos, mucho tiempo atrás ya esos pueblos y naciones han ido conformándose, y si ello no es así la situación es inestable y puede que explosiva. Es lo que ocurre por ejemplo con la instauración del Estado de Israel en Palestina. Una masa de población impone un nuevo orden estatal sobre otro ya organizado y necesariamente tiene que intervenir no solamente a escala conjuntiva, a la escala de las relaciones de producción, tiene que intervenir en la transformación del territorio, poblamiento, destrucción de poblaciones anteriores, “reclasificación” como mano de obra barata, destrucción de sus infraestructuras y recomposición de otras nuevas orientadas al sostenimiento de la población hegemónica. Muros, fronteras, colonias, y destrucción del entramado basal previo, todo es poco para reconfigurar el territorio en una nueva nación. La profundidad de la huella que se deja en el territorio define gran parte de la propia estabilidad y fortaleza de una sociedad política.

2. En este sentido decimos que los Estados son configuraciones complejas para la organización de la existencia de los hombres, pero no fruto de la voluntad, ni menos aun de un contrato social entre individuos ya capaces de decidir sobre su forma de organización política. Son artificiales, pero no coyunturales, porque no se dan sólo en el plano conjuntivo de las relaciones interpersonales de individuos y grupos, sino que se dan también en el plano basal, en la conformación histórica de un territorio: la patria, defendida frente a otros Estados. Es la escala en la que se perfila la historia universal. No es posible entender el Estado como una coyuntura determinada por una clase social burguesa para sojuzgar a la clase proletaria, una superestructura, como pretendía Jaime Pastor, en su libro El Estado (1977): “El Estado surgió en el momento de la aparición de las clases y no tiene por lo tanto ningún carácter “natural” sino que deberá “extinguirse” cuando desaparezcan las clases”. La confusión radica en que se entiende que al no ser natural la existencia del Estado es coyuntural, como instrumento al servicio de la lucha de clases, cuando es al contrario, si existe la lucha de clases es porque existe el Estado. La desaparición de las clases que propone Jaime Pastor no vendrá de la eliminación de las clases, sino de su multiplicación voluptuosa. La vida plenamente humana, con todas sus miserias y riquezas, se da en el seno de los Estados. Desde la perspectiva materialista no se puede entender un Estado sólo como una administración de las relaciones productivas, sino como el fundamento de las propias fuerzas productivas y de esas relaciones, en la medida en que estas se configuran a través de un entramado tecnológico práctico complejo cuya existencia se prolonga a través de las generaciones, gestionando y conformando su propia existencia.

En España, actualmente, en el contexto del desafío que supone la presencia de movimientos secesionistas bien organizados y financiados con dinero público, los independentismos periféricos no quieren sólo una independencia en sentido político, sino que para ello necesitan y pretenden desgajar parte del territorio nacional.  Pero precisamente ahí encuentran el principal escollo. Con las transferencias en materia educativa, tienen ya las estructuras necesarias para la conformación ideológica de las nuevas generaciones, aleccionadas en un odio atávico contra España, pero encuentran en la capa basal su principal dificultad, porque la capa basal de esos territorios está articulada en el contexto de la organización general de España y de su historia, de manera que resulta prácticamente imposible ejercer la soberanía separada sobre la capa basal de territorios como Galicia el País Vasco, Cataluña, Andalucía, etc. Y, por ello mismo, se insiste en estas regiones en la capa conjuntiva, esto es, en la dimensión política y social del independentismo como ideología, como símbolo, como emoción; haciendo a lo sumo instituciones regulativas, como por ejemplo “embajadas”, medios de comunicación, tergiversación de la historia, instituciones conjuntivas que no tienen suficiente fuerza para la ruptura efectiva del Estado.

La ruptura material efectiva requiere la destrucción previa de las estructuras basales que articulan el territorio nacional, y en gran medida esta es una de las funciones que han cumplido a lo largo de los siglos las guerras. Hay que destruir vías férreas, carreteras, puertos, canales, líneas eléctricas, tuberías, instituciones, edificios, cuarteles, reliquias que delaten el engaño, cortar todas las líneas de abastecimiento que pasen por el territorio enemigo, prohibir el idioma común y, en su caso, practicar la limpieza étnica, etc. Una vez redefinidas las fronteras hasta se podría permitir hablar español en sus territorios como parte de “su riqueza cultural”. Es lógico que con el fortalecimiento de los partidos independentistas en España, uno de los proyectos más necesarios y eficaces para la vertebración de la nación en el siglo XXI, en el contexto de los nuevos avatares climáticos, el Plan Hidrológico Nacional, fuera paralizado sin miramientos en el momento en que Zapatero fue elevado al poder. Y es que, visto en perspectiva, el régimen del 78, dirigido por el PSOE salvo intervenciones esporádicas del PP, parece orientado al desmantelamiento sistemático de la capa basal del Estado, como ya denunció Gustavo Bueno en su Discurso a los Mineros el viernes 28 de junio de 1991, con el fin de reducir su competitividad con los países hegemónicos de la Unión Europea, así como para satisfacer las ambiciones innobles de los nacionalismos secesionistas españoles que ven en el debilitamiento del Estado una oportunidad única para sus fines.

III. Lucha de clases y soberanía en el Estado nación

1. Esta unidad forjada de España como nación histórica sufrió un golpe decisivo con la invasión de las tropas napoleónicas, abriendo el camino para su transformación en nación política a través de la Guerra de Independencia -sin dejar de ser nación histórica, es decir, un Estado. Fue la Constitución de 1812 la que declaró a España como nación política, al postular que la soberanía reside en la nación, compuesta por los españoles de ambos hemisferios. Así pues, lo que definimos como nación política española parte del principio de la transferencia a toda la nación de la soberanía que en el Antiguo Régimen ostentaba el rey. Según esto, en la nación política la soberanía reside en todo el pueblo; en los vivos, pero también en los muertos enterrados en su seno, como decía Miguel Hernández en “Madre España”, y en los que vayan a nacer, como advertía Virgilio en el viaje de Eneas al inframundo. Es una totalización que convierte el territorio de la nación en propiedad común, y a todos sus habitantes en iguales. En una entrevista que un periodista español le hizo a Evo Morales, al plantearle la posibilidad de secesión en Bolivia de parte de su territorio, el que rodea a Santa Cruz de la Sierra, Evo Morales se quedó llamativamente sorprendido, y dijo que “la patria es sagrada”, Como lo formularía Miguel Hernández (selecciono estrofas donde queda definida de un modo telúrico la capa basal, la nación histórica y donde el sujeto queda triturado como sustancia):

Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas

donde desembocando se unen todas las sangres:

donde todos los huesos caídos se levantan:

madre.

Decir madre es decir tierra que me ha parido;

es decir a los muertos: hermanos, levantarse;

es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo

sangre.

La otra madre es un puente, nada más, de tus ríos.

El otro pecho es una burbuja de tus mares.

Tú eres la madre entera con todo su infinito,

madre.

Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.

Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.

Con más fuerza que antes, volverás a parirme,

madre.

España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos

de dolor y de piedra profunda para darme:

no me separarán de tus altas entrañas,

madre.

Así pues, la nación política, incluso en aquellos Estados que pretendidamente se conforman como Estados étnicos, se define por la soberanía; no se puede dividir en partes porque entonces una parte tendrá soberanía sobre el todo; y es incompatible con cualquier otra nación política. En el reciente conflicto catalán es evidente que si los catalanes votaran el referéndum, aunque ganara el no, serían ellos los que estarían ostentando la soberanía nacional, pues al decidir sobre una parte decidirían sobre el todo: “la Nación no puede recibir órdenes”. Tampoco es posible un Estado federal, porque la federación supondría que las comunidades ya son independientes, lo que, como decía Anguita, habría que haberlo votado entre todos primero. Por tanto, frente al idealismo romántico que ecualiza nación, cultura y Estado, diremos que no es la nación política soberana la que precede al Estado en la forma de un plebiscito, aunque sea cotidiano, como decía Renan, sino el Estado a la nación.

No obstante, lo más notable del fenómeno secesionista en España es que, aunque en su concepción filosófica los nacionalismos fraccionarios son idealistas por su apelación a esencias pretéritas acaso genéticas y anteriores a la historia, en su ejercicio objetivo actúan según los postulados materialistas aquí señalados, pues su propio auge político procede del hecho de que, en su oportunismo secular, están aprovechando las estructuras del Estado nación, su vertebración administrativa, como plataforma institucional para generar esas naciones fraccionarias.

De hecho, los primeros que reaccionan contra la nación política son las fuerzas del antiguo régimen. El propio Fernando VII se niega a reconocer la Constitución de 1812 amparado en el grito “Muera la nación, vivan las cadenas”; y cuando la monarquía liberal pacta la constitución, los carlistas pretenderán un rey que recupere el antiguo régimen contra los liberales. La conformación de España como nación política trae consigo una reorganización de la lucha de clases. En ella, aquellas fuerzas reaccionarias se irán transformando en las ideologías nacionalistas fraccionarias que, frente al nuevo Estado liberal, comenzarán a ejercer un sostenido y desconcertante oportunismo político a izquierda y derecha con el único objetivo más o menos explícito de la secesión, como denunciaron en su momento Manuel Azaña y Juan Negrín.

2. En las naciones políticas el Estado es propiedad colectiva de todos los ciudadanos porque la soberanía reside en la nación. En este sentido el socialismo del Estado es inevitable. Las privatizaciones en la gestión de los bienes públicos no pueden enajenar a la nación de su soberanía sobre todas las estructuras del Estado. En España esta especie de socialismo genérico se va fraguando a través del proceso de modernización, consolidación, racionalización y vertebración de todas las estructuras basales, conjuntivas y corticales del Estado, que se alcanzó en medio del fragor de la lucha de clases que se pone en marcha a partir de la Guerra de Independencia y durante todo el siglo XIX. Esto lo ha estudiado de un modo magistral Juan Pro Ruiz en su imprescindible libro La construcción del Estado en España (2019) señalando que dicho proceso tuvo una coherencia ejemplar, al margen de los avatares políticos en medio de los cuales tuvo lugar.

Ahora bien, el socialismo como alternativa política se construye a una escala de enfrentamiento entre clases que es sólo compatible con el Estado nación. Es una contradicción, porque la soberanía nacional supone una unidad más allá de las diferencias de clase. Por eso el Estado nación es visto desde el marxismo como un instrumento para la dominación, y se apela al internacionalismo porque los agentes enfrentados en la lucha de clases se reproducen distributivamente en cada Estado. Las clases se entienden como unidades que trascienden las fronteras nacionales, pero lo cierto es que fuera de los Estados pierden su sentido político y pasan a ser una mera categoría sociológica.

La lucha de clases no es solo una estructura de tipo sociológico, un sistema de clasificación científica de la sociedad, sino la expresión simplificada de los modos de apropiación de la soberanía nacional dentro de cada nación política, una vez que se superaron las soberanías monárquicas del Antiguo Régimen, por supuesto. Es una batalla finalista por hacerse con el poder del Estado. La lucha de clases, así entendida, sólo puede darse en el seno de cada Estado, aunque puedan eventualmente intervenir –y de hecho intervienen- en esa misma lucha otros Estados. Pero incluso cuando Trotski pretendía internacionalizar la revolución para llevarla a todo el mundo se imaginaba como resultado la creación de los Estados unidos de Europa. Es decir, le era necesario definir el fin de la revolución como la consecución de un poder que se materializaría en la construcción de un nuevo Estado, como la propia URSS. De modo que la clase universal proletaria sólo puede serlo a través del Estado correspondiente, y esa es su dialéctica. Por otra parte, de hecho, fuera de esas determinaciones, esas clases sociales se desvanecen absolutamente en la forma de las masas de refugiados a las que contribuimos los países europeos con la OTAN de modo decisivo. La única salvación de un refugiado es alcanzar una nueva nacionalidad, que es lo justo, aquello que le permite volver a vivir con dignidad.

De la misma manera, habría que decir que las clases sociales son los grupos divergentes que dentro del Estado están en condiciones de acceder por medio de la lucha política al poder y control del Estado. Eso define las clases, y no el hecho de ser meramente proletarios o burgueses. Esto se ve muy bien en la película Qué verde era mi valle (John Ford, 1941). Con esa narración sintética Ford distingue y señala la transformación de los meros trabajadores en una clase social cuando se conforma el sindicato de obreros. Nada hay esencialmente en un obrero que le convierta en proletario salvo el hecho de participar en la suma de fuerzas que le puede conducir al poder. Las fuerzas productivas son también las fuerzas de la lucha de clases. El burgués no tiene nada en su propia naturaleza que le defina como burgués salvo el hecho de ostentar la propiedad de los medios de producción.

Y si la clase burguesa necesita al Estado para sostener sus privilegios, como denuncia el marxismo, del mismo modo podemos decir que la clase proletaria necesita al Estado para defender sus derechos frente a los privilegios de la clase burguesa. El Estado es la plataforma, el terreno de juego y la fuente del poder en la lucha de clases.

Como el fin de la lucha de clases es el poder en el Estado, lo lógico es que la clase dominante pretenda imponerse sobre el todo. Pero esa lucha no termina cuando se alcanza el poder. Antes o después el conflicto reaparece, se manifiesta de formas nuevas, y los grupos se reorganizan en el conflicto, para alcanzar el poder. Todo esto sólo es posible en el seno de una nación política, por tanto la lucha de clases, aunque de un modo genérico está presente en todas las sociedades que alcanzan un grado determinado de desarrollo civilizatorio, sólo tiene un sentido político en el seno de una nación política, y en cierto modo esa lucha de clases, por el hecho de conformarse como una encarnizada guerra por alcanzar el poder sobre el resto de las clases, delimita los contornos de la propia nación política como tal, la define y la articula como unidad, como una unidad en conflicto.

3. Es cierto, en este sentido, que esa lucha puede ser tan odiosa y miserable que se conduzca de tal modo que los contrincantes sean capaces de destruirlo todo, como ocurre en las guerras civiles. Y aun aquí hay también grados, como lo pone de manifiesto el caso de los independentistas catalanes y vascos, que en medio de la guerra traicionaron al propio gobierno al que representaban, como denunció desesperado Juan Negrín, que sabía sin embargo desde el principio, que ese pacto, como el que ha firmado ahora el doctor Sánchez con los partidos secesionistas es un gran fracaso político. Se deduce de aquí que en la lucha de clases, cuando las clases no son suficientemente fuertes, pueden conducirse de modo secesionista o fraccionario, como expresión de su propia debilidad.

La ausencia de una clase social proletaria suficientemente fuerte y articulada en España es la principal tragedia para la nación española, porque es incapaz de articular un movimiento político nacional. Por eso el nacionalismo de izquierdas en España es tan nefasto. Al fin y al cabo, son las clases sociales revolucionarias las que han ejercido precisamente la razón política en un sentido más poderoso, porque frente al poder tradicionalmente heredado por la clase burguesa, la fuerza de la clase proletaria residía en el ejercicio del racionalismo crítico contra los privilegios heredados. El arma de la lógica es precisamente la más poderosa fuerza del proletariado, frente a la lógica de las armas que ostenta la clase dominante, cuyos argumentos de autoridad son los que representan a la derecha tradicionalmente, como ha dicho Gustavo Bueno. El racionalismo de la izquierda, que es lo que hace a la política de izquierdas siempre revolucionaria, supondría, según esto, llevar a la sociedad a un punto tal de análisis que en ella no queden más que sus partes átomas, es decir los componentes últimos de la sociedad política, independientemente de cualquier determinación positiva: los seres humanos, al margen de raza, sexo, condición social, etc.

En la guerra civil española, sin embargo, hasta los grupos políticos anarquistas defendían a España, y luchaban por España. Los anarquistas entendían que su lucha era por la liberación de España de la invasión de alemanes e italianos, como reconocía el gran escritor anarquista Benigno Bejarano en su interesantísimo ensayo, España, tumba del fascismo (1937). Los actuales partidos independentistas españoles hacen entonces el juego al poder aristocrático y a las clases oligárquicas, al renunciar a la lucha política, cediéndoles el poder en el Estado. Por eso estos dirigentes secesionistas afirman con una certeza fanática que España sólo puede ser arreglada destruyéndola. En eso reconocen su impotencia para luchar por la justicia social y el socialismo en la nación. No hay lucha de clases ahí, sino la renuncia a plantear la batalla por la justicia social. Su estrategia es sólo contribuir a la descomposición de la nación española que es la mayor traición que se puede hacer a esa patria que definía Miguel Hernández.

La lucha de clases en sentido político se da entre grupos que aspiran al poder de la nación, y esos grupos se definen por sus características entre la derecha y la izquierda en el sentido que le dio Bueno, según los criterios de racionalidad y socialismo. Los grupos independentistas, al renunciar a la lucha de clases, se convierten en instrumentos al servicio del poder dominante de las oligarquías, y por tanto bloquean toda transformación socialista en el Estado, debilitando las aspiraciones transformadoras de las clases proletarias en su intento de tomar el poder para transformar la realidad política y social a través del poder del Estado. Los partidos independentistas han conseguido convertir a la institución de la corona española en un bastión de la nación y aliada del socialismo. Cuando los partidos no nacionalistas que se supone que representan a las clases trabajadoras comienzan a compartir y compadrear con los partidos independentistas que se llenan la boca de socialismo pero no tienen valor para afrontar el reto de la lucha de clases, renuncian junto con ellos a cualquier intento de transformar la nación. Y dejan todo el espacio libre para que sean solamente los grupos que representan a las oligarquías de derechas los que aspiran al poder del Estado. Así, la profecía de los dirigentes secesionistas es una profecía autocumplida mientras acusan a España de ser una cárcel de pueblos, un instrumento al servicio de las clases opresoras, etc.

IV. Del comunismo al socialismo a través del Estado nación

1. El comunismo original es un movimiento político revolucionario que, apoyándose en la doctrina marxista de la lucha de clases, pretende la imposición de la dictadura del proletariado como medio para la emancipación de los hombres y la eliminación definitiva y en última instancia de todo Estado posible. Ahora bien, esa dictadura la regenta el Partido Comunista, que es el “único” partido posible dentro de ese sistema. Y, como la emancipación definitiva de la Humanidad resulta ser una aspiración metafísica impracticable, la dictadura del proletariado deja de ser un medio y se manifiesta como el verdadero fin de la revolución comunista.

Si el Partido Comunista necesita llevar adelante un proceso revolucionario no es sólo para hacerse coyunturalmente con el poder, sino para abrogarse la propia soberanía de la nación. Como en esas circunstancias la soberanía residiría en el Partido Comunista, la lucha de clases como tal “desaparece”, y se transforma en un programa práctico de reeducación y emancipación para todo el conjunto de individuos que están fuera del partido (las luchas pueden darse, sin duda, en el seno del partido, pero se les llama “purgas”). No es sólo un error histórico todo el entramado de campos de trabajo que desarrolló la Unión Soviética. Es como el modelo del Antiguo Régimen en su forma ilustrada, si se quiere, en la que la soberanía residía en el Rey, o en la aristocracia por él liderada, mientras el pueblo recibía con abnegado sometimiento las leyes más luminosas. Igualmente, el Partido Comunista, liderado por hombres que han sabido superar la conciencia alienada de clase, detenta la soberanía que tutela el largo proceso de la emancipación de toda la sociedad. Por eso preguntaba Lenin: “¿Libertad, para qué?” El fin es el medio por el que la revolución consolida sus medios como fines.

Sólo con la superación del llamado Antiguo Régimen pudo desplegarse el proceso de lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Ese conflicto generado por el hecho de que la realeza pierde la soberanía, es decir, la propiedad absoluta de tierras, bienes y personas, fue resolviéndose de diversos modos según las circunstancias particulares de cada nación histórica. Rusia no pudo aprovechar la coyuntura provocada por su victoria contra Napoleón porque el Zar lideraba la resistencia al invasor. Sin embargo, en España, donde el Rey se había pasado al enemigo, quedó en manos de los españoles la defensa de su tierra, dando lugar a uno de los procesos más genuinos de conformación de la soberanía nacional. Una vez reconocida en la Constitución de 1812, la soberanía pudo volver a perderse, pero siempre ya como una usurpación indebida y reparable. En Rusia, el fin del antiguo régimen trajo consigo una débil revolución burguesa (la de Kerenski) e inmediatamente la revolución de octubre, en la que se consuma la apropiación de la soberanía por parte del Partido, lo cual explica muchas de las tensiones que hubieron de sofocarse a golpe de látigo en aquellos momentos con grupos que han pasado a la historia como muy radicales, pero que no estaban dispuestos a que la soberanía recayera ahora en los bolcheviques. Y tampoco pudo la URSS desarrollar su bien merecida soberanía nacional soviética con la victoria en la que ellos llaman con acierto “la Gran Guerra Patria”, precisamente porque el modelo político creado por la usurpación de la soberanía por parte del Partido Comunista lo hacía imposible; y ese es el principal lamento de disidentes, como Alexander Zinoviev, que no pretendían destruir la URSS sino convertirla en una nación soberana precisamente limitando el poder del partido comunista.

2. Ahora bien, según lo dicho, como la lucha de clases es, en definitiva, una lucha por la soberanía, en la medida en que se canaliza a través de los partidos políticos, sólo cristaliza por decantación, como soberanía nacional, cuando ningún partido es capaz de imponer su particular dictadura, es decir, cuando la tensión de fuerzas puede al menos llegar a bloquear entre sí esas aspiraciones. Este es el fundamento de cualquier sociedad democrática como la nuestra. Los partidos pueden negociar la gestión de la soberanía pero no apropiársela, que es lo que hoy consideramos incurrir en corrupción. En este sentido puede decirse que la lucha de clases está totalmente institucionalizada y sometida a reglas.

Los proletarios soldados de los ejércitos en las guerras mundiales fueron, como los españoles de la guerra de independencia, ante todo, defensores de su tierra. En la Guerra Civil española, aunque se pulverizó la soberanía nacional, ninguno de los bandos renunció a España, salvo los secesionistas traidores al gobierno republicano. Hasta el punto de que el presidente de la República, Don Juan Negrín, llegó a decir: “Y si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos las entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables.” Ya he señalado que en el anarquismo, por ejemplo, se consideraba la guerra civil como otra guerra de independencia.

Paradójicamente, los partidos que actualmente defienden y apoyan la apropiación de la soberanía nacional por parte de una minoría regional actúan como los partidos comunistas revolucionarios que en el siglo XX pretendieron cancelar la lucha de clases mediante una dictadura del proletariado en la que la soberanía residiría en el Partido, aunque coreaban la Internacional. En los nacionalismos fraccionarios, puesto que pretenden una legitimidad racial, quienes se opongan al nuevo orden podrán ser considerados enemigos del pueblo, de hecho así ocurre en la vida cotidiana de las autonomías gobernadas por partidos independentistas.

V. El socialismo en el Estado nación

1. Cuál es y cómo podría definirse el sujeto político en el siglo XXI en una España que no puede tolerar ningún intento de apropiación partidaria de su soberanía nacional, la que reside en la nación española. El marxismo concebía el advenimiento del comunismo como el proceso revolucionario en virtud del cual una clase, el proletariado, se hace con la soberanía nacional. El proletariado es una clase social dentro del Estado, pero es, además, según el marxismo, la clase universal: “Proletarios de todos los países, uníos”. Se suponía que esa unión proletaria acabaría arrasando con el Estado como estructura de dominación burguesa. La realidad histórica puso ante los marxistas la evidencia de que los proletarios salían en defensa del Estado y no de su clase. Este contratiempo se fue sorteando con el argumento de que en virtud de su alienación los proletarios asumían los intereses de la burguesía dominante.

Por ello, la única universalidad a la que podemos aspirar es la que se perfila en términos de ciudadanía, esto es, la que corresponde a la soberanía nacional, aquella que se prefigura en los límites de una sociedad política. Esa universalidad es un precipitado por decantación de la lucha de clases por la soberanía en el seno de cada Estado. De hecho, puede decirse que un Estado nación es más recurrente cuando desarrolla todas las instituciones necesarias para moderar esa lucha de clases y evitar que el equilibrio homeostático se decante hacia cualquiera de ellas. La clase “universal” que decanta en el proceso de consolidación de los Estados nación como resultante de la lucha de clases no es ni la burguesía ni el proletariado, sino la idea de ciudadanía.

No queda más remedio que asumir que la idea de ciudadano es la noción más universal desde un punto de vista político en las naciones políticas. Es, a su vez, práctica y precisa, aunque abstracta. En ella se expresa y se neutraliza tanto la figura del proletariado como la de la burguesía, en ella se expresan y neutralizan las diferencias entre hombres y mujeres, en ella se reinterpretan y ecualizan las culturas y las razas y, por supuesto, también se ecualizan las regiones, las ciudades y los pueblos, las provincias y las comarcas y hasta las familias. No hay alternativa.

Ahora bien, sólo desde esa figura de ciudadano como “universal distributivo” dado en cada Estado es concebible la noción universal de hombre como persona moral, tal y como lo recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las sociedades políticas han procedido disolviendo y neutralizando las diferencias culturales transformándolas en meras diferencias sociológicas. Y es a través de esa ecualización como se ha ido perfilando la figura de la idea de persona moral universal. Esta es la dialéctica que está presente en el debate entre Sócrates y Protágoras en relación con la educación cuando se discute la diferencia entre Ciudadano y Hombre. Pero el dialelo moral estaría aquí delimitado por el hecho de que esa idea de persona moral universal sólo puede darse, en sentido material, práctico, efectivo, a través de los ciudadanos reales circunscritos por sociedades políticas en cuyo seno mantienen y articulan sus conflictos.

2. Los Derechos Humanos no son suficientes para garantizar una vida digna a aquellos refugiados que pierden su condición ciudadana. Sólo los Estados, en virtud de su fortaleza relativa, garantizan esa dignidad, incluso para aquellos refugiados que llegan a su territorio. Pero esa fortaleza sólo se alcanza fortaleciendo la soberanía nacional. No todos los Estados son iguales, ni todos pueden garantizar el mismo grado de justicia, igualdad y libertad a sus ciudadanos. Ello depende de su historia, de su capa basal, y de su soberanía objetiva en el contexto de la dialéctica efectiva entre Estados que nos afecta de modo decisivo.

Así pues, yo diría que el papel del socialismo político en el Estado nación debe orientarse a contribuir al fortalecimiento del Estado frente a las principales fuerzas que debilitan alternativa y conjugadamente la soberanía nacional: el primero, contra los movimientos aparentemente de izquierdas, pero irracionalistas, que sobre el idealismo nacionalista pretenden dividir a la nación; el segundo, contra los movimientos que defienden los intereses económicos de las oligarquías y que buscan acceder al poder político para fomentar todo tipo de políticas privatizadoras de la capa basal del Estado; y en tercer lugar, contra los partidos que luchan por el poder para facilitar la subordinación estructural de España sometiéndola al domino de potencias extranjeras a través de la presión de multinacionales, o de organizaciones de países como la UE. En definitiva, el papel del socialismo, por su propia naturaleza, radicaría en la defensa cerrada de la soberanía nacional, pero todo ello, sin embargo, bajo el principio fundamental de la renuncia inexcusable a cualquier aspiración por apropiarse de esa misma soberanía nacional, por lo que el esfuerzo debe ser recurrente y sostenido en el tiempo.

La defensa de la unidad de España como nación política es la defensa de la igualdad política y la justicia social. Por ello, es necesario descentralizar administrativamente con un criterio racionalista y proporcional, basado solamente en la necesidad de mejorar su eficacia; para lo cual cuenta con una estructura administrativa inmejorable que son las provincias. El Estado debe regular su estructura administrativa directamente a través de las provincias y los municipios. La entidad intermedia llamada comunidad autónoma sólo actúa como rémora de privilegios y estuche caprichoso de esencialismos irracionales porque “normaliza” la complejidad cultural y rompe el entretejimiento secular de las tradiciones y los pueblos de la nación española. De hecho las comunidades más grandes han generado a su vez en sus propios territorios desigualdades e injusticias intolerables para muchas provincias, dando paso al fenómeno de la tabarnización. España no es una cárcel de pueblos, son las comunidades autónomas las que actúan como cárceles de las provincias y del tejido cultural español, al segregar, subvencionar o ahogar, según convenga, las diferentes manifestaciones culturales, usándolas como “hecho diferencial”.

3. Si hay algo que hilvana el tejido de las tierras de España es precisamente el entretejimiento de las diferentes manifestaciones culturales, tradiciones, lenguas, hablas, y costumbres de lo más diverso, y de la propia población, a través del español como idioma común; y sus fronteras borrosas, facilitadas por los accidentes geográficos, nunca han coincidido con las fronteras autonómicas. Esto es lo que el actual régimen constitucional pretende “corregir” a toda costa: encorsetar las costumbres en su idealista y esencialista nación fraccionaria, “normalizando” modismos y hablas, separándolos por fronteras geográficas e institucionales, a base de subvenciones y funcionarios ad hoc, como comisarios políticos del nuevo régimen, para identificar cultura, nación y frontera. Así se usan las lenguas cooficiales por las comunidades autónomas: como agentes segregadores que fundan fronteras arbitrarias y generan sistemas de castas aborrecibles.

Esta vertebración territorial igualitaria es la que puede otorgar al Estado la fortaleza suficiente para actuar como una plataforma objetiva desde la que orientar los conflictos entre los Estados, que garantice la eficacia en las políticas exteriores y que canalice estas políticas de modo ajeno a los intereses de las grandes multinacionales o de imperios globalizadores diversos. España tiene una experiencia de siglos y un modelo civilizatorio, la Hispanidad, que sigue vigente, no en vano en España se forjó el derecho internacional con la Escuela de Salamanca. Contribuir a que Europa adquiera un papel generador de naciones políticas prósperas en el norte de África aplicando los principios del humanismo más elemental frente al uso de refugiados como mano de obra barata amparado en una caridad degradante, es seguramente la tarea más inmediata, así como entorpecer en lo posible las políticas neoliberales que pretende imponer la casta burocrática de la Unión Europea, y contribuir al fortalecimiento de las naciones hermanas de América en su insaciable lucha por la soberanía.

El socialismo político supone tomar en consideración esa situación originaria y constitutiva de la sociedad española entendida como “nación política”, para aplicar el principio socialista clásico: “a cada uno según sus necesidades y de cada uno según sus capacidades”. El Estado, como entramado institucional, comenzará a regular las condiciones para que las desigualdades objetivas se maticen sistemáticamente. Esa será la lucha y también el horizonte de incertidumbre e indeterminación para cualquier acción política de izquierdas. Este tipo de horizonte es el que ha llevado a muchos a imaginarse siempre la realización del socialismo como una utopía, pero al margen de finales escatológicos, es una agenda objetiva de trabajo político que permite establecer un programa y un proyecto de izquierdas en España. No es necesario enfatizar aquí la trascendental importancia que la institución de la Escuela pública debe jugar en el proceso de racionalización socialista que permitirá, en definitiva, la integración de los fines personales en los planes y programas generales de nuestra nación.

Al margen del marco de la democracia actual, el destino de España se juega en que surja algún partido político que afronte la tarea ilustrada y liberal de modernizar España sobre la base de esa igualdad originaria y abstracta, no como un punto de partida, sino como una metodología sistemática de disolución de élites, castas, racismos y fanatismos etnológicos. Que defienda la renuncia a todo tipo de privilegios regionales o autonómicos y de clase, y que reoriente la organización del Estado en términos administrativos, no escatológicos, abandonando la nostalgia o la creencia en esencias metafísicas independentistas. Que promocione la redistribución de la riqueza, la igualdad en cuanto al acceso a los bienes y servicios, la igualdad de oportunidades, y la promoción de la excelencia profesional individual. Que dé la batalla como frente común contra el idealismo pequeñoburgués de la izquierda nacionalista, contra el idealismo fanático de la derecha nacionalista, y contra el liberalismo radical de la derecha que se define precisamente por su lucha objetiva contra el racionalismo y el socialismo.

Gijón, a 16 de Enero de 2022.

Pablo Huerga Melcón (1966, Benavides de Órbigo, León) es profesor de Filosofía en el IES Rosario de Acuña de Gijón y profesor asociado en la Universidad de Oviedo. Su tesis doctoral fue la última dirigida por el filósofo Gustavo Bueno. Recibió el Premio Extraordinario de Licenciatura en 1989 y el Premio de las Letras Asturianas en 2009. Es autor de los libros La ciencia en la encrucijada (1999), Que piensen ellos (2003), El fin de la Educación (2010), La otra cara del Guernica (2011), La ventana indiscreta. Una poética materialista del cine (2015), Gnoseología de la película La Misión (2017) y Welcome to the Machine. Máquina y Ruido (2020); colabora habitualmente en revistas como Ábaco, El Basilisco, El Catoblepas, Llull, Nómadas, La balsa de piedra, Papeles de la FIM, Nuestra Bandera y en La Nueva España, La Voz de Asturias y La Nueva Crónica. Es además tertuliano habitual en el programa de la Radiotelevisión del Principado de Asturias (RPA) “Noche tras Noche”.

 

El secesionismo como revolución pasiva: de Eslovenia a Cataluña

Revolución pasiva y secesionismo

Desde el comienzo del proceso soberanista catalán en septiembre de 2012, sus dirigentes se han esforzado en destacar las similitudes entre su caso y otros de la historia europea reciente, sobre todo el esloveno. Las condiciones para esa evocación estaban dadas para ello ya antes del inicio del proceso, al menos desde que Jordi Pujol calificara a Eslovenia de país “modélico”, ya que su independencia se había conseguido gracias a unos dirigentes que insistieron hasta el final en la necesidad de llegar a acuerdos entre ellos. Pujol presumía de ser amigo personal del primer presidente de la Eslovenia independiente, Milan Kučan, y de haberlo aconsejado en los momentos críticos del proceso esloveno a finales de 1990. Más adelante, en octubre de 2017, horas antes de que Carles Puigdemont declarara (e inmediatamente después, suspendiera) la independencia, el eurodiputado catalán Ramón Tremosa evocó, realizando una interpretación muy personal de los hechos, el caso esloveno como similar al catalán y como un resultado aceptable para los actores internacionales (Morel, 2018: 122).

Paralelismos de este tipo fueron posibles gracias a los fluidos contactos entre los dirigentes secesionistas catalanes con el tejido político-social esloveno. Se pueden incluir como ejemplos la visita a Ljubljana de Raül Romeva –responsable de relaciones exteriores catalán– en marzo de 2017 y la de Pere Aragonès –responsable de economía– dos meses antes. Más adelante, en diciembre de 2018, un nuevo presidente catalán, Quim Torra, sostuvo una reunión informal con el presidente Borut Pahor en Ljubljana, tras la cual acudió a una reunión del Consejo para la República –una organización de carácter privado que, en la práctica, sirve a los intereses del expresidente Puigdemont en Bruselas– en la que afirmó: “los eslovenos lo tuvieron claro. Decidieron determinarse y tirar hacia delante en el camino de la libertad con todas sus consecuencias hasta conseguirlo. Hagamos como ellos –dijo Torra–. La vía eslovena es nuestra vía”.

A pesar de que los dirigentes catalanes han declarado seguir el camino esloveno, los resultados no han podido ser más diferentes. Mientras que el proceso esloveno se realizó sobre la base de una clase dirigente cohesionada y terminó con el reconocimiento internacional en 1992, el intento catalán ha concluido con una creciente polarización , sucesivas rupturas entre (y dentro de) los partidos políticos y entre estos y las élites económicas. Desde la supresión temporal de la autonomía catalana por parte del gobierno central de España (entre octubre y diciembre de 2017), se vive en Cataluña una etapa prolongada de confusión en la que los desarrollos coyunturales –caracterizados por el oportunismo a corto plazo de los actores– poco tienen que ver con la recomposición estructural posterior a la crisis de 2008, acelerada en el contexto de la pandemia de la COVID-19.

Ciertamente, ambos casos tienen un punto de partida común, ya que comenzaron tras una fase prolongada de desarrollo de instituciones políticas propias que protegían procesos económicos diferenciadas dentro de Yugoslavia y España. Además, el desencadenante común fue la existencia de una crisis política con un claro antecedente socio-económico. En ambos casos, las clases dirigentes locales emprendieron una serie de maniobras políticas que tenían como finalidad la reproducción de lajerarquía existente en las relaciones de producción a través de una reivindicación rupturista, como es la creación de un nuevo Estado, frente a riesgos como la recentralización o la articulación de alternativas políticas aparentemente radicales. En este sentido, ambos procesos secesionistas pueden ser vistos desde la óptica de la revolución pasiva de Antonio Gramsci (1981: 4/XIII, §57).

La revolución pasiva se diferencia de la revolución entendida en un sentido convencional en la medida en que la primera es articulada por las clases dirigentes en un momento de crisis de hegemonía con la finalidad de recomponer un bloque histórico, noción esta que sintetiza la problemática relación entre la forma política del cuerpo social con las relaciones de producción existentes (Gramsci, 1981: 10/XXIII, §1, §13; 13/XXX, §10). Mientras que la revolución convencional persigue una transformación orgánica de la sociedad de la mano de las clases trabajadoras, la revolución pasiva parte de la premisa de que “un sistema social no muere antes de que haya agotado todas sus posibilidades y puede conquistar su supervivencia introduciendo relativas ‘novedades’ en su modo de dirigir el conjunto social” (Campione, 2007: 93). La revolución pasiva, en este sentido, hace uso de la autonomía de lo político, sin por ello caer en el voluntarismo. En la recomposición exitosa de un bloque histórico hegemónico –objetivo final de la revolución pasiva–, las clases dominantes devienen en clases dirigentes a partir del momento en que, salvaguardando sus intereses corporativos, los superan para proyectarlos como comunes a los de todos los grupos subordinados de la sociedad a través del Estado, dando así una dirección política y ética al conjunto de la sociedad (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

Una vez alcanzada esa posición dirigente, la recomposición pasa, eventualmente, por un momento en el que se miden las fuerzas a nivel militar. A ese respecto, Gramsci utiliza el caso del secesionismo para ilustrar el problema:

Un ejemplo típico que puede servir como demostración-límite, es el de la relación de opresión militar de un Estado sobre una nación que trata de alcanzar su independencia estatal. La relación no es puramente militar, sino político-militar, y de hecho tal tipo de opresión sería inexplicable sin el estado de disgregación social del pueblo oprimido y la pasividad de su mayoría; por lo tanto, la independencia no podrá ser alcanzada con fuerzas puramente militares, sino militares y político-militares. Si la nación oprimida, en efecto, para iniciar la lucha de independencia tuviera que esperar a que el Estado hegemónico le permita organizar su propio ejército en el sentido estricto y técnico de la palabra, tendría que aguardar buen rato (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

La resolución exitosa del dilema identificado por Gramsci pasa, dentro de lo que él denomina “nación oprimida”, por un lado, por la articulación exitosa de un “partido orgánico”, una idea que va más allá de la forma institucionalizada de partido político y que da forma al programa común orgánico del conjunto de fuerzas que operan en la sociedad civil (Gramsci 1981: 17/IV, §37). Por el otro, en estrecha relación con lo anterior, por un proceso de “trasformismo” (Gramsci 1981: 8/XXVIII, §235). En este punto, la clase dirigente deviene en tal en la medida en que es capaz de absorber las fuerzas de los grupos aliados –e incluso de los rivales–, incluyendo aquí sus propios elementos activos, parte de sus programas y algunas de sus características ideológicas, en un proceso similiar al de la “cooptación” de Therborn (1979: 280-288), pero que lo supera. Las maniobras coyunturales dirigidas a ello son exitosas en la medida en que se conjuntan con los intereses estructurales de la clase dirigente. El éxito del proceso, finalmente, depende de la síntesis con la correlación de fuerzas internacional. Al respecto, Gramsci afirma:

Con todo, hay que tener en cuenta que a estas relaciones internas de un Estado nación se entretejen las relaciones internacionales, creando nuevas combinaciones originales e históricamente concretas. Una ideología de un país más desarrollado, se difunde a países menos desarrollados, incidiendo en el juego local de las combinaciones […] Esta relación entre fuerzas internacionales y fuerzas nacionales se complica aún más por la existencia en el interior de cada Estado de numerosas secciones territoriales de diversa estructura y de diversa relación de fuerza en todos los grados (Gramsci, 1981: 13/XXX, §17).

Analizando la naturaleza de los protagonistas de cada caso, su propio contexto espacial y temporal, y sus respectivas singularidades (Suau, 2016: 160), se identificarán las dinámicas que llevaron a la reconstrucción del bloque histórico hegemónico en Eslovenia y a la descomposición del bloque catalán a través de la observación de los tres momentos o grados del estudio de la correlación de fuerzas en el pensamiento gramsciano: el momento estructural, el de la correlación de fuerzas políticas y el de la relación de fuerzas militares.

Reproducción exitosa en Eslovenia

En la revolución pasiva eslovena, el aparato institucional llevó adelante una operación de transformismo de perfil nacionalista que permitió reproducir el esquema socioeconómico yugoslavo más allá de la independencia. El bloque histórico, hegemonizado por los gestores y cuadros técnicos de las comunidades de autogestión (Kirn, 2018), con la clase trabajada como grupo subordinado, consiguió reproducirse hasta la integración en la Unión Europea (Bembič, 2017).

El momento estructural de la revolución pasiva eslovena irrumpió con el inicio de la crisis sistémica yugoslava y los sucesivos intentos de resolverla a lo largo de la década de 1980. La subida abrupta de los tipos de interés, el cambio en las prioridades comerciales de Europa Occidental y la subida de los precios del petróleo generaron contradicciones que no podían ser salvadas únicamente a través de ajustes menores en el sistema (Woodward, 1995a: 47-48); sin embargo, sus características no permitieron modificar el statu quo (Palacios, 2001: 323-324). Así, a lo largo de la década se aplicaron políticas de austeridad para refinanciar la deuda, las cuales tuvieron efectos en la vida cotidiana de la población, que vio disminuido su poder adquisitivo en un contexto de incremento del desempleo. Esa dinámica fue inmediatamente mediada por los intereses de las comunidades de interés articuladas en las repúblicas y provincias autónomas, apuntaladas por la introducción de elementos de economía de mercado en Yugoslavia a partir de 1965, la cual vino acompañada de una creciente tendencia hacia la descentralización política.

Aquellas reformas contribuyeron a reforzar las diferencias ya existentes entre las regiones ricas del norte de Yugoslavia y las pobres, del sur, debido a que las empresas ubicadas en el norte tenían mayor capacidad de financiación y, en último término, podían beneficiarse de los bajos salarios existentes en la periferia. Para 1980, Eslovenia tenía la segunda balanza comercial interregional de Yugoslavia (sólo por detrás de la provincia serbia de Vojvodina) y la más favorable con respecto al comercio internacional (Bićanić, 1988: 121-123). Todo ello venía favorecido por aspectos como el desarrollo de infraestructuras, ferrocarriles, telecomunicaciones, sistemas de tuberías y tejido eléctrico (Mencinger, 2014: 15) y el elevado nivel de vida de la población (Zimmermann, 1977: 36). Esa bonanza permitió a las fuerzas políticas y sociales –incluida la clase técnico-gerencial y la clase trabajadora organizada, cuyos representantes cumplían una función armonizadora dentro de las empresas y entre estas y las instituciones políticas (Kirn, 2019: 125)– conformar una comunidad de intereses que, en nombre de la competitividad, se oponía al control de aspectos de la política económica por parte de las autoridades federales yugoslavas, entre los que se encontraba la redistribución del producto nacional entre regiones, la administración de las divisas, la estrategia industrial y la regulación de los precios.

Con ese punto de partida, la clase dirigente eslovena desplegó una serie de iniciativas político-institucionales que bloquearon cualquier tentativa de recentralización administrativa de la gestión económica, transformaron el carácter de la federación yugoslava y, finalmente, condicionaron su propia existencia como Estado. Así, el momento de la correlación de fuerzas tuvo un carácter preventivo ante los eventuales movimientos recentralizadores de otros actores en la federación; uno de ellos, en el fondo inofensivo para el estatus de Eslovenia, fue la creciente reafirmación del poder de Serbia en sus provincias autónomas, reflejada en el ascenso político de Slobodan Milošević (Veiga, 2011: 105); el otro, ansiado por las sucesivas administraciones federales –y defendido por las burocracias transnacionales (Woodward, 2017: 229)–, pretendía dotar al poder central de mayores prerrogativas para gestionar la crisis económica y mantener el mecanismo redistribución interna de la riqueza, lo cual sí atentaba contra los intereses de Ljubljana.

La reproducción del bloque histórico fue posible gracias al mantenimiento en Eslovenia de los niveles de pleno empleo –que fue una variable clave en el estallido de la crisis (Woodward, 1995b)– y, en ese contexto, a las iniciativas de la Liga de los Comunistas de Eslovenia, que transformó el modo de relacionarse con los grupos sociales de la república elevando su nivel de representatividad e integrándolos gradualmente en el sistema, dotándolo así de una nueva homogeneidad a nivel burocrático-institucional. Se articuló, pues, un “partido orgánico” esloveno, en un proceso que pasó por varias fases. La primera, a principios de los ochenta, consistió en el apadrinamiento de los nuevos movimientos sociales por parte de la Juventud Socialista (ZSMS) y en la articulación de una oposición nacionalista gracias a la creación de la publicación Nova revija, un hecho que, como recuerda su fundador, no hubiera sido posible sin el beneplácito de los comunistas (Rupel, 2017). Estos actores fueron desembocando gradualmente, y a un ritmo similar, en un frente común contra Belgrado: en 1987, con acontecimientos como la controversia del “Plakatna afera”, la publicación de las Contribuciones para el Programa Nacional Esloveno en Nova revija (que contaban con el conocimiento previo de los comunistas) o la reacción a la detención y el procesamiento de tres periodistas y un militar por revelación de secretos militares en la primavera de 1988. La reacción al hecho de que el juicio contra estos últimos se realizara en la jurisdicción militar y en serbocroata a pesar de realizarse en Eslovenia, dio pie a la articulación de un movimiento de masas conocido como “primavera eslovena”, al cual se sumaron los sectores más relevantes de la sociedad civil a través del Comité en Defensa de los Derechos Humanos (Odbor) fundado por Igor Bavčar, un hombre relacionado con la Alianza Socialista (que funcionaba como paraguas de las organizaciones de la sociedad civil). Con el tiempo, como recuerda uno de los miembros de Odbor, las reivindicaciones de ese movimiento se centraron en la defensa de la lengua eslovena desde una perspectiva nacionalista (Močnik, 2011). Sobre esa plataforma común se desplegaron iniciativas diversas para reformar la constitución eslovena (Žerdin, 1997: 26) y para crear los nuevos partidos políticos que competirían en una nueva democracia, limitada al ámbito esloveno (González Villa, 2014).

Con esa nueva homogeneidad, los actores abordaron el momento político-militar de la revolución pasiva, que comenzó con la aprobación de las enmiendas constitucionales de septiembre de 1989, las cuales no solo incrementaron el margen de maniobra de las instituciones eslovenas –que se dotaron del poder de proclamar la secesión, pasaron a tener el monopolio en la declaración del estado de emergencia y anunciaban que la república tendría la última palabra sobre qué funciones federales apoyaría–, sino que modificaron el propio carácter del Estado, convirtiéndolo, en la práctica, en una confederación (Hayden, 1999). Las reformas legislativas de diciembre de ese año, además, crearon el marco para el pluripartidismo republicano, desactivando, en la práctica, la articulación de partidos políticos y competición electoral a nivel federal (todo ello en un contexto en el que la instauración del sistema multipartidista parecía irresistible).

Las elecciones de 1990 resultaron en una “cohabitación” (Rupel, 2011) entre la presidencia, encabezada por el excomunista Milan Kučan, y un gobierno de mayoría derechista, aunque con representantes de todos los partidos parlamentarios. Desde entonces, el proceso soberanista se caracterizó por la unidad de acción. Ejemplo de ello fue la aprobación de la Declaración de Soberanía el 2 de julio de 1990, que salió adelante con 187 votos a favor, tres en contra y dos abstenciones (Pesek, 2007: 196). Con los meses, se conformó un esquema en el que la Presidencia proporcionaba el control del aparato del Estado, mientras que Kučan fue asumiendo paulatinamente los planteamientos del ala más propicia a avanzar en la agenda independentista, representada por figuras como Dimitrij Rupel, Igor Bavčar o Janez Janša (respectivamente, responsables de Exteriores, Interior y Defensa del ejecutivo, este último actual presidente del Gobierno esloveno). Precisamente esa ala fue la que empujó a la realización del referéndum de secesión en diciembre. El momento llegó como consecuencia del contexto yugoslavo –las crecientes tensiones en Croacia– e internacional –la consumación de la reunificación de Alemania, que proporcionó un marco que justificaba cambios de fronteras en Europa utilizando criterios étnico-nacionales–. Más que una herramienta para la deliberación democrática, el referéndum fue un método de legitimar una secesión que, en realidad, ya estaba en marcha. En este sentido, fue todo un éxito: el 88% del electorado se pronunció a favor de la secesión.

A partir de ese momento se abrió un período de seis meses en el cual los eslovenos culminaron los preparativos institucionales, militares y diplomáticos para culminar con éxito la secesión. Los primeros incluyeron la aprobación de un paquete de hasta trece leyes que debían garantizar el funcionamiento del Estado (Pesek, 2012: 181) y asumir el control total del sistema fiscal y la impresión de una nueva moneda. Sobre los preparativos militares, se adquirió el material necesario para, a partir de la Defensa Territorial de la república (que hasta entonces formaba parte, junto al ejército, del esquema de defensa de la federación), conformar unas fuerzas armadas operativas flexibles para entablar un conflicto breve con al Ejército Popular Yugoslavo. El armamento llegó entre diciembre de 1990 y junio de 1991 y tuvo procedencias muy diversas –aquí se incluye la llegada de armamento de Singapur gracias a la intermediación israelí (Haldnik, 2013), la importación de equipos de comunicación Racal del Reino Unido, la participación de intermediarios para hacerse con excedentes del ejército de la RDA y la intermediación de Estados como Bulgaria que, a través de su empresa Kintex, envió hasta 16 contenedores con armamentos que llegaron a Eslovenia pocos días antes de la proclamación de la independencia (Šurc y Zgaga, 2011: 206)–. Todo ello contó, cuando no con el apoyo de las potencias occidentales –como la financiación de las compras por parte de Alemania a través de empresas intermediarias (Šurc y Zgaga, 2011: 91-92)–, con su aceptación de los hechos consumados. Estos fueron asumidos desde muy pronto, considerando que, ya a principios de 1991, los representantes eslovenos mantuvieron encuentros informativos con representantes de las grandes potencias y de organizaciones internacionales como la OTAN, que de esta manera estuvieron al tanto de los desarrollos sobre el terreno (Janša, 1994: 92). Las grandes potencias no hicieron nada por evitar el desenlace. Al contrario, dieron su bendición a los hechos consumados a través de la intervención de la troika de la Comunidad Europea, que impulsó en julio de 1991 una negociación que sentó en la mesa, al mismo nivel, al gobierno federal y al esloveno. Ello derivó en la Declaración de Brioni –un preámbulo antes del reconocimiento de los Estados europeos, que llegaría en enero– y la retirada del Ejército Federal, conseguida gracias al acuerdo entre Borisav Jović y Janez Drnovšek, representantes serbio y esloveno en la presidencia federal respectivamente.

Descomposición en Cataluña

El momento estructural de la revolución pasiva catalana se contextualiza en la descomposición de la coalición social característica de los años en los que Jordi Pujol, líder histórico de Convergencia i Unió (CiU), representante de los intereses de la burguesía catalana, presidió el gobierno regional (1980-2003). Hegemonizado por esa clase, el bloque histórico incluía a la clase trabajadora, desarticulada políticamente en los años ochenta (un relato pormenorizado del asalto al movimiento comunista catalán en esa década puede encontrarse en la larga conversación entre Julio Anguita y Juan Andrade, Atraco a la Memoria). Los beneficios de ese período se empezaron a cuestionar con la crisis vinculada a la gran recesión, que representó un salto de una sociedad industrial a otra posindustrial (Sarasa, Porcel y Navarro Varas, 2013: 81). Ciertamente, el proceso soberanista se desarrolló en medio de la consolidación de esa sociedad posindustrial, que reducía la importancia del sector secundario de la economía y la construcción y profundizaba en la tercerización de la estructura económica. Así, el período 2006-2011 vio como la población dedicada a tareas típicamente industriales pasaba del 23% al 16% de la población. La destrucción de empleo en ese período, que también afectó al sector de la construcción, se compensó parcialmente a través de la creación de puestos de trabajos en el sector servicios y la extensión de la categoría de nuevos directivos terciarios. Todo ello coincidió con tendencias generales como la reducción de la protección social, la disminución de los niveles de renta, la extensión de la pobreza, la ampliación de las desigualdades –especialmente de aquellas que se daban dentro de las clases medias, entre directivos asalariados y el creciente número de trabajadores por cuenta propia– y el incremento del riesgo a perder el trabajo, una característica que atravesaba a todas las clases sociales (Sarasa, Porcel y Navarro Varas, 2013: 82).

En ese contexto, de miedo e incertidumbre, los apoyos a la independencia eran mayores entre aquellos que tenían algo que perder. El voto secesionista era el de los trabajadores bien remunerados, de los que se sentían satisfechos con sus ingresos y de los que consideraban que la situación económica de sus hogares mejoraba o, al menos, no empeoraba. Se situaban en contra la mayor parte de quienes tenían rentas por debajo de los 1.200 euros mensuales, de los que habían perdido el empleo, de los que habían visto reducir los ingresos de sus hogares en el último año y de aquellos quienes habían visto como los miembros de su entorno familiar quedaban en paro (Centre d’Estudis d’Opinió, 2017: 32-33, 38). Más que representar esa posición, los sindicatos se limitaron a apoyar el “derecho a decidir” –eufemismo del independentismo para evitar la problemática expresión “derecho de autodeterminación” (por lo señalado en la Declaración realizada por miembros de la Asociación Española de Profesores de Derechos Internacional y Relaciones Internacionales)–, aunque no la independencia en sí. Por otro lado, las clases altas se terminaron posicionando mayoritariamente en contra de la secesión. Tras la proclamación de independencia de octubre de 2017, una parte de las grandes empresas catalanas cambiaron su sede social, entre las que destacan La Caixa, Banco Sabadell, Gas Natural y Abertis. Para mayo de 2018, más de 4.000 empresas habían realizado ese trámite. La fragmentación era más visible en las organizaciones patronales, que han estado al borde de la ruptura en varias ocasiones debido a la divergencia entre la dirección y la mayor parte de las empresas de Foment del Treball, integrada en la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), contrarias a la independencia, y las organizaciones Cecot y Fepime, representante de las pequeñas y medianas empresas, cuyos componentes se mostraron partidarios de la secesión.

El segundo momento, de la correlación de fuerzas, es la historia de la instrumentalización fallida del secesionismo por parte de Convergencia i Unió (CiU), que con ello pretendía aplacar el peligro que representaban el movimiento de los Indignados de 2011 y el ciclo de lucha sindical en el contexto de la crisis del euro como consecuencia de la implementación de las políticas de austeridad en España. CiU, de hecho, había sido pionera en la aplicación de la austeridad en Cataluña entre 2010 y 2012 con el apoyo del Partido Popular. El cerco al parlamento catalán del 15 de junio de 2011 por parte de manifestantes relacionados con el movimiento 15-M fue, así, el origen directo del impulso secesionista por parte de CiU. El gobierno catalán entendió que la situación amenazaba de forma directa su hegemonía desde la izquierda radical, pero supo explotar con habilidad el origen “madrileño” del movimiento, ayudados para ello por la izquierda nacionalista. Así, desde Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el que había sido su líder, Josep-Lluis Carod Rovira, estigmatizó el 15-M en un virulento artículo como un “movimiento de indignación española”.

Un segundo motivo que llevó a la burguesía catalana a dar pie al proceso fue la posibilidad de utilizarlo como medida de presión para la obtención de un mayor nivel de descentralización fiscal dentro de España, similar al que tienen País Vasco o Navarra (Coscubiela, 2018; García, 2018: 28). El experimento secesionista (que se desarmó en octubre de 2017) se saldó con un estrepitoso fracaso para la burguesía catalana, en la medida en que la mencionada CiU ha dejado de existir y, además, sus restos han quedado a merced de organizaciones como la Candidatura de Unitat Popular (CUP), un partido pancatalanista, movimentista y asambleario. De este modo, la que hasta entonces había sido la clase hegemónica en Cataluña, se quedó huérfana de representación política (Santamaría, 2021), al menos de manera transitoria.

Las dinámicas políticas entre, y dentro de, los partidos secesionistas impidieron una estrategia coordinada para conseguir la independencia o, al menos, la obtención de una hacienda propia. La competición entre CiU y ERC por ser más creíble frente a las organizaciones de la sociedad civil independentista, sumada a la irrupción de la CUP, dio a la política partidista un nivel inaudito de autosuficiencia que sobrepasó ampliamente la noción de “autonomía relativa” de Poulantzas (1973: 143), convirtiéndola en un ejercicio de voluntarismo caricaturesco. Desde 2012, los partidos estaban sujetos a los vaivenes de una movilización social de carácter étnico-nacional, fundamentado en el deseo de autogestión económica (Canal, 2018: 161), y que llamaba a aplicar el mandato del pueblo en la calle a través de un referéndum y la polarización de ese pueblo con respecto a los elementos antagónicos –españoles– dentro de la sociedad catalana (Canal, 2018: 195-196). Todo ello sin apoyos orgánicos de ningún tipo y sin dar pasos reales en la dirección de conformar un nuevo Estado.

Conforme se endurecía la resistencia política y legal del gobierno central, el gobierno catalán incrementaba la presión de la movilización social, pero siempre por supervivencia y nunca con la intención de implementar los sucesivos mandatos populares que afirmaba seguir. En ese marco, se desarrollaron las movilizaciones sociales de 2013 y 2014, que se tradujeron en una declaración de soberanía (enero de 2013) y una consulta denominada “proceso participativo” (noviembre de 2014) promovida por el gobierno catalán tras la suspensión por parte del Tribunal Constitucional de un intento de convocatoria de un referéndum formal. El errático movimiento era el reflejo de la búsqueda de un equilibrio imposible entre el control de los sectores independentistas más radicales, la continuación de las políticas neoliberales y el mantenimiento de lo que podríamos denominar como un statu quo mejorado (esto es, la autonomía con un concierto económico, algo que, en cualquier caso, requería no perder de vista la necesidad de una eventual mejora de las relaciones con Madrid).

La huida hacia delante continuó con las elecciones anticipadas de septiembre de 2015, en la que los secesionistas se agruparon en la candidatura única Junts pel Sí (JxSí), con figuras de la sociedad civil pero controlada políticamente por ERC y Convergència Democràtica de Catalunya (uno de los componentes de la para entonces extingida CiU). Por encima de la estrategia común, la jugada permitía al primero acercase al objetivo de liderar el espacio soberanista, mientras que el segundo veía en el experimento una oportunidad para profundizar en una estrategia de largo recorrido que tenía como fin el ensanchamiento de su base de influencia social (Amat, 2018: 54-55). Las débiles bases del movimiento quedaron aún más tocadas tras los resultados electorales, inferiores a la suma de CiU y ERC en 2012. De hecho, la candidatura quedó a 10 escaños de la mayoría absoluta. Dado el carácter “plebiscitario” que se había atribuido a las elecciones, los 10 diputados de la CUP (que no se había unido a la candidatura común) devinieron vitales, pero aun así la suma de los votos de estas opciones quedaba lejos del 50% del total. El condicionante de la CUP tuvo efectos muy tangibles a corto plazo, como la caída de Artur Mas como líder de CiU y de su referente histórico, Jordi Pujol, por las revelaciones sobre corrupción. En ese contexto, se propuso elegir como nuevo jefe del gobierno a un casi desconocido: Carles Puigdemont, entonces alcalde de Gerona, de un perfil claramente independentista (García, 2018: 26).

Desde entonces, la fuerza motriz de la política catalana durante el período 2016-2017 fue la preservación de la coalición conformada entre los partidos secesionistas, a pesar del insuficiente apoyo con el que contaba el gobierno para llevar a cabo acciones tan trascendentes como la creación de un nuevo Estado. Es decir, el segundo momento de la revolución pasiva fue fallido, y ya no se podía esperar mucho del tercero –el de la confrontación político-militar con el Estado–. En esta nueva etapa, las iniciativas soberanistas tuvieron un impacto institucional limitado, pero llevaron a la polarización social y, en último término, a la ruptura del grupo dirigente catalán. Aquí se incluyen la aprobación de la resolución de noviembre de 2015, que declaraba iniciado el proceso soberanista; la creación de las llamadas “estructuras de Estado”, entre las que destacaba la nueva agencia tributaria; y la creación de una comisión de estudios para la planificación de un “proceso constituyente”. Todo ello fue suspendido por el Tribunal Constitucional. En ese contexto se puso de manifiesto, una vez más, la fragilidad del bloque burocrático-institucional secesionista, cuando la CUP forzó una cuestión de confianza derivada de su rechazo a los presupuestos en junio de 2016. La reacción del gobierno consistió en preparar el terreno para la celebración de un referéndum y la subsecuente declaración de independencia en otoño de 2017, aunque sin realizar, en ningún caso, preparativos para la implantación de un nuevo Estado (Vila, 2018: 23-24).

Los acontecimientos de aquellos meses demostraron, por un lado, el insuficiente capital político con el que contaba la opción secesionista, tal y como se observó a través de la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad el 6 y 7 de septiembre (en unas sesiones parlamentarias caracterizadas por la vulneración de los derechos de la oposición), la proclamación de independencia del 27 de octubre (puesta en suspenso unos segundos después) y la dimisión del consejero Santi Vila en la víspera del 27 de octubre. El relato de este último destaca el papel de ERC y las redes sociales, en las que resonaban las voces más radicales del soberanismo, en la decisión final de Puigdemont de no abortar el proceso en el último momento y convocar elecciones (Vila, 2018: 56-60). Además, también quedó claro que el gobierno español gozaba de poder suficiente para imponer su autoridad: en términos de apoyo social de la población del Estado –en algunos casos muy exaltado–, falta de resistencia en Cataluña y apoyo desde la Unión Europea (Cardenal, 2020). Todo ello le permitiría descabezar al soberanismo con detenciones, la intervención de la Policía Nacional y la Guardia Civil en el referéndum del 1 de octubre, ejercer el control directo de la administración autonómica sin resistencia y, finalmente, dar carta blanca a la fiscalía para el procesamiento de los principales actores secesionistas.

Conclusión

A través de este artículo se observaron dos caminos muy diferentes a partir de un punto en común: el intento de una clase dominante en un Estado complejo de huir hacia delante en una etapa turbulenta. Pero mientras las clases gerenciales eslovenas consiguieron seguir hegemonizando el bloque histórico local gracias a la sistemática acción de las élites políticas, la burguesía catalana, en un ejercicio de audacia temeraria, quedó huérfana de representación política. Esto último no habla tanto de la capacidad de esa clase de articular su representación –en realidad, sus intereses pueden tramitarse a través de otros partidos políticos, como ERC y el Partido de los Socialistas Catalanes– como de las dificultades que encuentra para recomponer su bloque histórico como consecuencia del desprecio mostrado hacia sus propias clases subordinadas, partidarias de permanecer en España.

En esa línea, no hay que perder de vista que el secesionismo europeo contemporáneo forma parte de un continuum de revoluciones pasivas dentro de una Europa cada vez más inestable, que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Eslovenia, a pesar de haber conseguido la independencia, no es ajena a esa dinámica. Tras la independencia y con la integración en la UE, sus clases dirigentes perdieron el control del aparato productivo y dejaron cautiva a una clase trabajadora cada vez más precarizada, haciendo cierta la máxima de Gramsci de que:

A menudo, el llamado ‘partido del extranjero’ no es precisamente el que como tal es vulgarmente indicado, sino precisamente el partido más nacionalista, que, en realidad, más que representar las fuerzas vitales de su propio país, representa su subordinación y el sometimiento económico a las naciones o a un grupo de naciones hegemónicas (1981: 13/XXX, §2).

Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha.

Artículo publicado previamente en la revista austriaca Kurswechsel (n. 3/2021, pp. 51-63) con el título “Passive Revolutionen mittels Sezessionismus: von Slowenien bis Katalonien” [Revoluciones Pasivas a través del Secesionismo: De Eslovenia a Cataluña].

Imagen: Concentració al passeig Lluís Companys esperant la proclamació d’independència de Catalunya. 10-10-17, por Amadalvarez.

 

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Editorial: España, cuestión nacional y socialismo

A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad. Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.

Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista.

Escribir de cuestión nacional y, por lo tanto, de la nación española, y hablar de socialismo en esa nación española, implica, si no queremos caer en significantes vacíos donde todos los gatos son pardos, retóricas vacías sobre matrias, o de socialismos que acaban siendo más bien socialistos, que intentemos aclarar ese par de conceptos: nación y socialismo.

Nación

El 24 de septiembre de 1810 se reunieron en la Isla de León las Cortes extraordinarias; el 20 de febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz; el 19 de marzo de 1812 promulgaron la nueva Constitución y el 20 de septiembre de 1813, tres años después de su apertura, terminaron sus sesiones. Las circunstancias en que se reunió este Congreso no tienen precedente en la historia. Además de que ninguna asamblea legislativa había hasta entonces reunido a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni había pretendido resolver el destino de regiones tan vastas en Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses, casi toda España se hallaba ocupada a la sazón por los franceses y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba. Desde la remota punta de la isla gaditana, las Cortes emprendieron la tarea de echar los cimientos de una nueva España, como habían hecho sus antepasados desde las montañas de Covadonga y Sobrarbe.

Karl Marx, La España Revolucionaria, 24 de noviembre de 1854.

Una de las cosas más increíbles que tienen que verse en la escena política española es la asunción de la sedicente izquierda (tanto el PSOE como UP y escisiones) del lugar que les asignó Franco; es decir, ser la “anti-España” e identificar a España como una especie de construcción del franquismo. No solo lo han asumido, sino que lo han convertido en característica esencial. ¿Cómo diablos esa izquierda puede ser realmente hegemónica, nacional-popular, si asume acríticamente todos los tópicos sobre la leyenda negra o la mercancía averiada de los nacionalismos periféricos?

La única nación que desde una posición de izquierdas se puede admitir es la nación política de ciudadanos que nace con la revolución francesa y que, en España, surge con la guerra de independencia frente al ocupante francés. Es evidente a la vez que esa nación política no surge de la nada; en el caso francés es por la transformación revolucionaria jacobina del Estado del antiguo régimen que deviene en Estado-nación. En el caso español, el proceso, como observaba Marx, difiere del francés, en tanto nuestro Estado del antiguo régimen era la monarquía hispánica católica cuyo desmembramiento, tras las guerras de independencia (o, más bien, civiles) irán dando lugar a todas las naciones políticas de nuestros hermanos americanos así como a la nuestra, España, a lo largo del siglo XIX.

Lo que desde ninguna posición de izquierdas es admisible como nación son las naciones étnicas, en las que se basan los nacionalismos periféricos en España (catalán, vasco, gallego), aunque decoradas con el mito de la cultura de raigambre alemán; del idealismo alemán del volk, que acabó, no por casualidad, materializándose en el nazismo. Por eso, es otro inmenso error de nuestras sedicentes izquierdas considerar esos nacionalistas étnicos separatistas como esencialmente progresistas, como aliados (tácticos y estratégicos), comprando todos y cada unos de sus mitos e historia-ficción.

Es aún más sangrante que consideren a grupos como ERC o Bildu de izquierdas. En la reforma laboral recientemente aprobada, por encima de todo, les importaba crear su propio marco de relaciones laborales, el de su terruño frente al del resto de España, o la tierra de maketos y charnegos. Además, existe una indisimulada admiración por un partido como el de los hijos del ultramontano y racista Sabino Arana, el de “Dios y fueros”, el PNV, que gracias al tremendo y medievalesco privilegio del concierto (al igual que Navarra) ha podido mantener cierto sector industrial (¿acaso eso no es un dumping como el que, con razón acusan, a Madrid?) en el País Vasco. Para qué hablar de la solidaridad mostrada hacía personajes como Puigdemont. No en vano, se puede calificar a esa izquierda en España –sobre todo el mundo de UP –como una especie de mamporreros y legitimadores de estos nacionalismos.

Qué duda cabe de que España es plural, al igual que todas las naciones políticas que en el mundo están formadas por el lisado y mezcla de esas naciones étnicas que, a su vez, ya estaban integradas en las naciones históricas o los Estados del antiguo régimen, en el caso de España aún más que en la Francia prerevolucionaria. Y claro que el catalán, el vasco, el gallego son lenguas a cuidar, conservar y fomentar, como lengua materna de millones de ciudadanos y como patrimonio de todos. Pero, sin duda alguna, también lo es el español, lengua común no sólo de la ciudadanía española sino de un nosotros que nos trasciende. Una lengua internacional, universal, de las más habladas del mundo, que, sin embargo, solo puede ser enseñada en un raquítico 25% por decisión judicial en Cataluña, aunque eso también quiera ser burlado y perseguido por el gobierno etnonacionalista separatista catalán y corifeos de la izquierda.

Lógicamente, el País Vasco o Cataluña no tienen derecho a la secesión porque ni son naciones, ni mucho menos territorios oprimidos o colonizados. Desde una posición nítidamente de izquierdas, como ya se ha dicho, la única nación es la política, y eso significa que todo el territorio nacional es de todos los nacionales o ciudadanos tanto nacidos como nacionalizados. En este sentido, los ciudadanos de ese territorio ejercen a diario el derecho de autodeterminación a través de su pertenencia a España. Así, para un ciudadano español, nacido o residente en Irún o Gerona, tan suyo es Madrid como para un ciudadano español nacido o residente en Madrid tan suyo es Irún o Gerona. Además, la riqueza socialmente producida en Cataluña o el País Vasco no solo ha venido, o viene, de millones de trabajadores de otras partes de España que residen allí desde hace varias generaciones, sino que el Estado-nación español ha invertido, e invierte, en esas partes de España desde siempre para proteger sus industrias; para que hayan sido, y sean, unas de sus partes más ricas del país, incluso durante el franquismo. El nacionalismo periférico es un fenómeno que surge como una de las consecuencias de esa industrialización.

Socialismo

Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, ya que éste es la palestra inmediata de su lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto Comunista, “por su forma”. Pero “el marco del Estado nacional de hoy”, por ejemplo, del imperio alemán, se halla a su vez, económicamente, “dentro del marco” del mercado mundial, y políticamente, “dentro del marco” de un sistema de Estados. Cualquier comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo tiempo, comercio exterior, y la grandeza del señor Bismarck reside precisamente en algún tipo de política internacional.

Karl Marx, Crítica al Programa de Gotha.

El socialismo se dice y se hace de muchas maneras, pero desde una posición materialista marxista el socialismo no es, o no solo es, una mejor redistribución de la riqueza como pudiera ser el estado del bienestar. El socialismo implica que los principales resortes económicos de la nación (política), los sectores estratégicos y las más potentes empresas sean del Estado; de un Estado-nación que nacionaliza esos medios de producción, de un Estado-nación conducido por, y que sirve a, los trabajadores, a quienes considera productores de la riqueza social.

También es evidente que desde una posición materialista marxista y, por lo tanto, sujetos a la prueba de la práctica, no se puede obviar, por un lado, la caída de la Unión Soviética y, por otro, el hasta ahora exitoso (y a lo que apunta) modelo chino de cara al tipo de socialismo más eficaz, un socialismo no de la escasez y de las colas, sino de la abundancia. Todo ello gracias al desarrollo de las fuerzas productivas y a mirar de tú a tú a las más desarrolladas naciones y potencias capitalistas, dejando también espacio al mercado y al capitalismo, aunque siempre bajo control. Tampoco se pueden obviar los cambios en la estructura de clases, nuevas clases emergentes y, de nuevo, el propio modelo chino para comprender que la “dictadura del proletariado” no lo será por el proletariado, no ya de cuello azul, o tampoco el nuevo de servicios, sino, ante todo, por un proletariado con credenciales universitarias, una nueva clase de trabajadores asalariados profesionales y directivos.

Desde esa posición materialista marxista, ese Estado-nación no puede estar troceado. Ha de tener una burocracia central fuerte, que coordina y planifica en nombre del conjunto. Debe ser unitario, que tienda más a la centralización de competencias y, en todo caso, como mucho, a un federalismo muy centrípeto y cooperativo. Sobre todo, el federalismo, más que a la organización territorial interior de las naciones políticas, debe tender a las relaciones entre ellas; es decir, si cabe hablar de federalismo, sería entre diferente Estados-nación que formen bloques supranacionales que puedan ganar o acercarse a la escala geográfica/demográfica de las grandes potencias. Es ahí donde se va a jugar la verdadera partida para la cuestión nacional y el socialismo para y en España, ya que el internacionalismo no es un imperativo categórico kantiano, o un deber ser; el internacionalismo es el ser al que obliga la dinámica expansiva del capitalismo y es la forma de superarlo. Pero ese internacionalismo no es, ni será, un cosmopolitismo a-nacional, sin fronteras ni tampoco bloques supranacionales, sin un demos con historia detrás que los sustente.

Imagen: Salvador Viniegra, ¡Viva la Pepa! (1912).