Contra la nueva EBAU: en defensa de las disciplinas

La legislación educativa

Cada nueva ley educativa (y van 8 desde 1970, aprobadas y aplicadas con desigual fortuna) trae consigo su correspondiente dosis de polémica, debate público y acusaciones cruzadas entre Gobierno y oposición. Sin embargo, los asuntos sujetos a disputa no han cambiado al menos desde la implantación de la LOGSE, en 1995 -el papel de la Religión en el currículo, la relación entre la educación en valores y el adoctrinamiento, la cantidad de horas lectivas destinadas a la enseñanza de la Filosofía, el número de materias suspensas que permiten promocionar, etc.- . Sin restarles demasiada importancia, lo cierto es que el impacto de estas modificaciones en la práctica docente ha tendido a ser muy bajo, y todas las leyes aprobadas en el presente período de Segunda Restauración borbónica han coincidido en lo esencial: la generalización de la promoción y titulación para al mayor número posible de alumnos, la evolución de un modelo de enseñanza pretendidamente memorístico a uno competencial, la transformación del sistema educativo para adaptarlo a las demandas de la división internacional del trabajo (que se traduce en España en un proceso recurrente de terciarización y precarización), y la imposición creciente de la ideología pedagogista en los currículos y metodologías.

No obstante, si bien las leyes educativas tienden a no promover cambios de gran calado, algunas normas sí han supuesto un antes y un después en la organización del sistema educativo. Desde luego fue el caso de la LOGSE, que reordenó las etapas educativas hasta conformar las que aún están vigentes; y lo han hecho también los desarrollos autonómicos de las normas estatales, en especial los decretos de concreción del currículo (que han servido, como hemos visto en las últimas décadas, para adaptar el currículo al proyecto ideológico de la administración autonómica de turno, desde la promoción de la ideología neoliberal a la de los planes secesionistas).

Hoy nos encontramos ante uno de esos cambios que sí podría afectar estructuralmente al sistema educativo tal y como lo conocemos, o al menos a una parte de él. Al analizarlo es complicado no aventurar más de la cuenta, ya que del Decreto que lo desarrollará aún no sabemos nada y el Ministerio de Educación no nos ha servido más que una somera presentación de Power Point que apenas dibuja los detalles más básicos (así como un calendario de implantación que nos informa de que nuestros alumnos serán las cobayas del experimento al menos hasta 2027). Esta novedad, que no se presenta en forma de ley orgánica sino de desarrollo de la LOMLOE, es la propuesta de un nuevo modelo de EBAU (antigua Selectividad).

El proyecto se encuentra en trámite de implantación, entre la incertidumbre y el desconcierto generalizados en los centros y, no tan sorprendentemente, ante la más descorazonadora pasividad y connivencia de sindicatos y profesores (que en general han decidido no hacer ruido, a pesar de que en algunos casos convierte su trabajo en superfluo, al menos en la práctica). Suponemos que el signo de los partidos en el Gobierno tendrá algo que ver con este misterioso silencio.

Lo cierto es que, por esta razón u otras (la propuesta llega tras la publicación de la Ley y los Decretos de currículo, tras el verano, apresuradamente, ahogada por el trasiego del inicio del curso; aparentemente afecta solo al profesorado de Educación Secundaria; el modelo de Selectividad actual tiene muy mala fama), esta medida parece haber pasado desapercibida a la mayor parte de la opinión pública.

 

El nuevo examen

La nueva prueba busca, de acuerdo con el Ministerio, reducir la cantidad de exámenes (actualmente se realizan de cuatro a ocho) y abandonar progresivamente el modelo vigente, que califica de “memorístico”. El grueso del nuevo examen lo constituirá una “prueba de madurez académica”. En esta parte de la selección, se entregará a los alumnos un dossier formado por un conjunto de documentos (no se especifica de qué naturaleza) acerca de un “mismo tema (de actualidad, científico, humanístico, etc.)”, que deberán analizar mediante la respuesta a una serie de preguntas abiertas, semiconstruidas y cerradas. Dado que desaparecerá el examen específico de la materia de inglés, algunas de dichas preguntas serán formuladas en esta lengua, mezclándose en el mismo ejercicio el español y el idioma extranjero.

La segunda parte de la prueba consistirá en un examen de la materia obligatoria para cada modalidad del Bachillerato (Matemáticas en el científico, Dibujo Artístico o Análisis Musical/Artes Escénicas en el artístico, Latín en el humanístico, Ciencias Generales en el general). Este examen específico ponderará un 25% sobre la calificación (de modo que la llamada “prueba de madurez” lo hará el 75% restante).

Además de estas dos pruebas obligatorias, correspondientes a la “fase de acceso”, los candidatos podrán realizar otros dos exámenes de las asignaturas que escojan entre las de su modalidad y las comunes a todas las ramas (como Lengua o Inglés). Serán las universidades las que decidan cuánto contará la nota de estas pruebas específicas a la hora de solicitar el ingreso en cada carrera universitaria particular.

La implantación de este nuevo sistema se realizará de forma gradual, de modo que en los próximos años los alumnos tendrán aún que realizar algunos de los exámenes que habrán desaparecido para 2017, cuando se espera que esta reforma haya entrado plenamente en vigor. Para entonces, los alumnos realizarán un máximo de cuatro exámenes.

 

¿Evaluación de acceso a la universidad?

Así, podría darse el caso de que un alumno recién ingresado en el Grado de Arquitectura, por ejemplo, lo haya hecho sin examinarse nunca de Física o Dibujo Técnico, y con una calificación pobre en Matemáticas; siempre que hubiese obtenido una nota alta en la “prueba de madurez” en inglés y español, y durante ambos cursos del Bachillerato (perjudicando a los alumnos de aquellos centros más exigentes, y beneficiando a los de centros en los que se “inflan” las notas, al disminuir el peso de la prueba externa). Del mismo modo, un aspirante a acceder a la carrera universitaria de Filología Hispánica o Inglesa podría obtener su calificación de acceso sin haberse examinado sobre los conceptos más elementales de la gramática -habiendo, de hecho, realizado una prueba con preguntas cortas y otras menos cortas en que se mezclasen ambas lenguas-.

El nuevo modelo de Selectividad es, pues, menos selectivo -menos clasificador: tiende a unificar los exámenes y reducirlos, homogeneizando así a los candidatos- para un examen que ya supera la aplastadora mayoría de ellos (más del 96% en 2022). A pesar de las buenas cifras (la media de los alumnos aprobados supera el 7) se insiste en la innecesaria dificultad de la prueba y su duración tediosamente exagerada.

Sin lugar a dudas, el modelo vigente tiene aspectos criticables (por ejemplo, la injusticia que supone que haya exámenes diferentes en los diversos territorios, cuando el distrito universitario es único). Sin embargo, la propuesta no viene a atajar estos problemas sino a profundizar en ellos y, probablemente, a generar otros nuevos.

Ya hemos mencionado que el nuevo modelo, si no se modifica, beneficiará a aquellos estudiantes procedentes de centros en que se califique “por lo alto” en Bachillerato (un apunte: parece existir una tendencia a que los centros que empeoran sus resultados en la EBAU sean de titularidad privada o privada concertada). Y las razones de esta parcialidad de las pruebas no se reducen a la baja ponderación de los exámenes específicos a que nos hemos referido: la mayor dificultad a la hora de diseñar un ejercicio justo es la redacción y posterior calificación de la pretendida “prueba de madurez”.

Dejemos de lado, por el momento, la dificultad de determinar objetivamente en qué pueda consistir la madurez académica, concepto que por descontado no se explica (si no es en la aplicación competente de los conocimientos, necesariamente académicos, de las distintas disciplinas a problemas y ejercicios propios de sus campos, o lo que antes se llamaba “examen”).

En primer lugar, ¿cómo diseñar una prueba capaz de evaluar dicha madurez? ¿Qué temas “de actualidad” permitirán, por ejemplo, evaluar la “madurez académica” de un alumno en el área de la cultura clásica? ¿Qué posiciones u opiniones de los alumnos serán las que acrediten dicha madurez? ¿Estará demostrando falta de ella el candidato que exhiba una posición crítica, por ejemplo, ante los contenidos ideológicos que, disfrazados de competencias, se han colado entre los saberes básicos del Bachillerato y hasta en los objetivos de la etapa? ¿Qué temas “de actualidad” serán susceptibles de formar parte de una prueba? ¿Cómo se asegurará que las distintas Administraciones Educativas no instrumentalizan los exámenes escogiendo los “temas de actualidad” que mejor se ajusten a sus agendas? ¿Puede evaluarse, por ejemplo, la competencia de un hablante de inglés como segunda lengua salpicando de preguntas cortas un ejercicio en español? ¿Es esta, como se anuncia desde el Ministerio, la forma idónea de evaluar las competencias del discente?

En segundo lugar, no se puede olvidar que la EBAU es un proceso selectivo en que la calificación, por mucho que les pese a sus detractores, es el elemento que permite o no a los estudiantes acceder a la mayoría de grados universitarios. ¿Qué criterios se ofrecerá al profesorado corrector para calificar la madurez -o quedará esto a discreción de los correctores, introduciendo un vergonzoso elemento de desigualdad entre los aspirantes-? Las disciplinas particulares -Inglés, Lengua, Historia, Filosofía, etc.- establecen criterios internos a la materia para determinar la corrección o incorrección de una respuesta, pero, ¿qué estándar puede medir la madurez o inmadurez de la postura de un discente ante un “tema de actualidad” pretendidamente transversal a todas ellas? ¿Cómo va a asegurarse la igualdad entre los candidatos de todos los territorios cuando la mayor parte de su prueba en la fase de acceso (el 75%) consistirá en perorar más o menos libremente, según la pregunta, sobre un asunto diferente al de su competidor de otra región?

De acuerdo con el documento de que disponemos, los exámenes podrán ser corregidos de forma colegiada por profesores de distintas materias. ¿Qué sucederá en caso de discrepancia acerca de la competencia del alumno entre, por ejemplo, el profesor de Inglés y la de Historia? Además, según informa la misma propuesta, la guía de corrección recogerá las “ideas, expresiones y estructura” que deberán figurar entre las respuestas del alumnado. Aparentemente, en este modelo de evaluación “competencial”, el “saber hacer” y la madurez consistirán en acertar -o haber memorizado- las fórmulas que se considerarán correctas. ¿No acabará siendo esta prueba generalísima más memorística que la vigente?

 

El modelo memorístico no existe

La mayor parte de las críticas al llamado “modelo tradicional” de escuela, que se hace coincidir a menudo con lo que se suele llamar “enseñanza memorística”, atacan un hombre de paja que, si alguna vez existió, hace mucho que está extinto. La caricatura del centro educativo en que se repite con tedio la lista de los reyes godos hasta que “con sangre entre” dista mucho de la realidad de los centros educativos, y esto ya era así antes de que las autoridades educativas introdujesen la afortunada noción de “competencia” en el currículo. Y ello por dos razones: la primera procede de la psicología del aprendizaje; la segunda, de la teoría del conocimiento.

Por un lado, quienes denostan el aprendizaje memorístico critican fundamentalmente la mera repetición de enunciados, desprovista de significado para el estudiante (el clásico “memorizar para vaciarse en el examen, y olvidar a continuación”). Efectivamente, sabemos que existen diferencias entre las formas de procesar la información de la llamada “memoria semántica” -la que se refiere a la capacidad de recordar datos o conocimientos desconectados de la propia biografía- y la “episódica” -la capacidad para recuperar experiencias o vivencias autobiográficas-. De acuerdo con abundante evidencia experimental, los contenidos que se fijan en la segunda son más susceptibles de permanecer en la llamada “memoria a largo plazo”, mientras que los conocimientos generales que integran la memoria episódica son más proclives a ser olvidados pasado el corto plazo. Además, y según se cree generalmente, cuando los nuevos conocimientos se pueden relacionar con otros ya almacenados en la memoria (el llamado “aprendizaje significativo”) este tiende a permanecer en la memoria con mayor facilidad.

Dejemos por el momento la crítica razonable que cabe hacer a esta concepción de la memoria como un “doble almacén”, uno más profundo y otro más superficial, del que los individuos recuperaríamos las ideas y experiencias recopiladas a demanda (ya que tanto concepciones alternativas a este modelo como la evidencia experimental parecen apuntar a que la memoria no funciona así, o al menos no siempre). Incluso suponiendo que exista un nivel más profundo de procesamiento de la información que la fije a largo plazo, sabemos desde los años 70 (Jacoby, Bartz y Evans o Anderson, por ejemplo) que la repetición contribuye también a retener los datos a este nivel. Por otra parte, el sistema de enseñanza que impera hoy en los centros educativos (en especial en los de educación secundaria no obligatoria) no fomenta esta mera repetición no comprensiva de los contenidos, sino más bien su aplicación; y ello no solo en las asignaturas de índole más “práctica” sino también en las humanidades y ciencias sociales. El hecho de que un porcentaje relativamente alto del alumnado memorice efectivamente los contenidos sin comprenderlos no significa que esta sea la situación ideal a que tiende el diseño del modelo (y los profesores que me lean se habrán encontrado a menudo casos de alumnos que fracasan en Bachillerato por no comprender bien, saber relacionar o ser capaces de aplicar un volumen ya considerablemente alto de conocimientos en estos niveles). La posibilidad del aprendizaje significativo (la capacidad de establecer relaciones entre lo que uno ya sabe y lo que aprende) descansa, justamente, sobre la sujeción previa  a la memoria de lo que uno ya sabe.

La segunda razón tiene que ver con la naturaleza misma de los conocimientos, que son plurales y heterogéneos no solo en sus contenidos sino también en sus formas de proceder. Cada materia cuenta con sus propios términos (conceptos internos a su campo, que tienen significados distintos en uno y otro -pensemos, por ejemplo, en la palabra “fuerza”, que no significa lo mismo en clase de Física y de Educación Física), operaciones (las acciones propias de la disciplina, que no suelen coincidir con las de otros ámbitos) y relaciones entre esos términos que derivan de dichas operaciones (el signo “igual” indica un tipo de relación algebraica que se demuestra hallando el valor de la incógnita en la ecuación y probando su corrección). Intentar hallar “competencias transversales” que agoten esta pluralidad de formas de ejercitar los conocimientos es tan absurdo como intentar encontrar las partes de un soneto de Quevedo diseccionándolo en un laboratorio u observándolo al microscopio.

De modo que, si el aprendizaje competencial consiste en un “saber hacer” ajustado a las distintas disciplinas, esto es exactamente lo que se lleva a cabo en las escuelas con mejor o peor fortuna: saber resolver un sistema de ecuaciones, saber escribir un texto argumentativo, saber dibujar la planta y el alzado de un edificio, saber redactar un e-mail en francés, saber calcular el amperaje de una red eléctrica, saber comentar un documento histórico, saber recordar y ubicar la capital de Estonia. Todas estas operaciones requieren de operaciones de repetición y memorización de distintas clases, y de la capacidad para realizar con eficacia las acciones necesarias para aplicar los conocimientos a un problema determinado. Por ello, paradójicamente, cuando se priva a los alumnos de aplicar los ejercicios, conceptos y relaciones propios de cada campo, se les fuerza a mecanizar (memorizar) fórmulas huecas de resolución de problemas, pretendidamente transversales (que no existen, por la especificidad y particularidad del proceder de las distintas materias a que nos hemos referido). La brecha fuerte que los defensores del modelo competencial suponen entre “competencia” y “memoria” no es tal: ambas constituyen dos momentos inseparables del mismo proceso.

 

En defensa de las disciplinas

Por supuesto que es posible, y deseable, establecer relaciones entre los contenidos de las distintas materias que componen el catálogo disciplinar del Bachillerato. Constituye probablemente una prueba de la “madurez” del discente el que este sea capaz de identificar las conexiones entre los conocimientos parciales y heterogéneos que posee del mundo y hasta con sus propias experiencias y los problemas (sociales, políticos, económicos, etc.) de su presente. La cuestión es que esta visión crítica, transversal (filosófica, capaz de superar el punto de vista de una sola disciplina) procede necesariamente de poseer con anterioridad ese conocimiento. Es imposible razonar acerca de las relaciones entre realidades que se desconocen. A esto, probablemente, contribuirá el nuevo modelo de EBAU: a que los alumnos memoricen (no significativamente) una serie de fórmulas o mecanismos que aparenten relacionar los contenidos. Si en lugar de realizarle una prueba específica para medir las capacidades del alumno en ámbitos particulares se le invita a demostrar su competencia generalísima de análisis multidisciplinar, lo previsible es que el alumno no sea capaz de demostrar sus competencias en estos ámbitos, si es que las tiene.

¿Y por qué pensamos que van a perder la capacidad de obtener dichos conocimientos y competencias, si la estructura del Bachillerato, su currículo y materias van a permanecer casi inalteradas?

El Bachillerato, como etapa no obligatoria de transición a la Educación Superior (salvo en casos minoritarios, como los de los alumnos que desean preparar una oposición que lo requiere) se organiza y orienta hacia la realización de la EBAU. Podría objetarse, por supuesto, que este no debería ser el caso (por ejemplo, porque debería primar el aprendizaje significativo a la mera competencia para realizar un examen). Aún cuando aceptáramos la objeción (no lo hacemos, puesto que, como hemos dicho, para realizar esos exámenes es preciso haber realizado dicho aprendizaje), nuestro deseo no modifica la realidad, y esta es que los alumnos se esfuerzan para obtener una calificación suficiente para alcanzar la nota de corte requerida por el Grado de su elección. Además, es justo que se les califique con neutralidad y objetividad para este fin, tanto para ellos (de modo que sepan cuánto y cómo saben) como para quienes compiten con ellos por el mismo puesto en la universidad.

Por lo mismo, la desaparición de las pruebas específicas y la alta optatividad de estas convierte en la práctica numerosas asignaturas en materias “de segunda”, que no se evaluarán más que durante los cursos correspondientes en el entorno del centro. La desaparición de una prueba externa de medición que equipare el nivel entre los centros hace desaparecer también el elemento de presión que forzaba a profesores y alumnos a alcanzar un nivel mínimo determinado (el requerido para aprobar la EBAU). Eliminado este elemento, la evaluación del nivel en asignaturas tan fundamentales como Física o Inglés quedará al albur del profesor o del centro.

No se trata solamente de la pérdida de relevancia (o directa desaparición) de los contenidos de las asignaturas humanísticas que quedarán desdibujadas en el ámbito evaluado por la “prueba de madurez” (Literatura, Historia, Filosofía). Se trata también de la supresión del principal mecanismo de control externo de la enseñanza en disciplinas tan relevantes para el sistema productivo español y su competitividad como las ciencias y las tecnologías.

 

Sobre las posibles consecuencias

Se podría argumentar, ante las previsiones alarmistas, que las consecuencias de esta pérdida de peso de las disciplinas particulares en la enseñanza del Bachillerato afectan exclusivamente a parte del alumnado (en particular, aquella parte que desea cursar estudios universitarios). Lo que ocurre es que esa parte no es en absoluto despreciable.

En todo caso, en efecto, el principal eslabón del sistema educativo afectado por la reforma es la educación universitaria, ya que será esta la que deba lidiar con la ausencia de filtro y la homogeneización de las calificaciones. Ante el previsible ingreso de alumnos que no alcancen los conocimientos mínimos en ciertas materias, necesarios para cursar ciertos Grados, serán los centros universitarios los que se vean obligados bien a impartir enseñanzas complementarias para los adquieran, bien a rebajar el nivel para adecuarlo al medio de los nuevos alumnos. Naturalmente, la eliminación de pruebas específicas obligatorias en Biología o Francés no significa necesariamente que los alumnos dispuestos a entrar en Bioquímica o Filología no dispongan de los conocimientos necesarios. Significa, simplemente, que quienes los admiten para cursar enseñanzas superiores no pueden confiar en que los tengan. De nuevo, ante esta perspectiva, es llamativa la ausencia de oposición del profesorado y la administración universitarias, que, como sostenemos, son los primeros y principales afectados (y los responsables del diseño de la EBAU aún vigente).

Sin embargo, y por si finalmente se implanta la nueva propuesta tal y como nos la han presentado, es preciso comprender que el posible descenso de la calidad en la enseñanza universitaria no afecta exclusivamente a alumnos y profesorado universitarios. Las universidades operan hoy como la “bisagra” entre el sistema educativo obligatorio y buena parte del mercado laboral, especialmente en los sectores productivos de alto valor añadido (ingenierías, I+D, investigación biomédica, etc.). Debido a ello, las consecuencias de la posible devaluación de las enseñanzas universitarias alcanzarán previsiblemente también nuestra competitividad en estos sectores, agravadas por la falta de inversión y la terciarización de la economía españolas (que se traducen tan a menudo en la llamada  “fuga de cerebros”). Si a algún lector no le parece inquietante que un escolar español pueda llegar a titulado universitario sin haber probado saber qué es un sustantivo (en un examen oficial externo), que considere entonces la posibilidad de que nuestros aspirantes a ingenieros, arquitectos o médicos puedan recibir peor formación que las promociones que los precedieron.

Por todo ello, y si callan la Conferencia de Rectores, el profesorado universitario, los sindicatos de profesores de secundaria y los de estudiantes, siempre habrá quien al menos muestre su oposición pública y razonada al nuevo modelo de EBAU en defensa de las disciplinas (de su autonomía, de su pluralidad y heterogeneidad, y de su puesto en el Bachillerato español). Si es su caso, y si les convence lo que hasta aquí han leído, les animo a que también lo hagan.

Laura Rodríguez Montecino es profesora de enseñanza secundaria. Graduada en Periodismo y Comunicación Audiovisual, tiene también formación en Filosofía y Pedagogía. Dirigió el documental sobre filosofía y educación “Nos levantamos sobre ruinas” (2018), y actualmente coordina el proyecto audiovisual de crítica filosófica “Sobre Ruinas” en YouTube. Este proyecto se propone contribuir a la discusión para la necesaria reforma del sistema de instrucción pública en España. Es profesora de Lengua Castellana y Literatura en el sistema público de enseñanza secundaria.