Editorial: Estados Unidos, ¿el último imperio occidental?

En La Casamata llevamos un tiempo trabajando sobre el planteamiento de que la rivalidad actual entre China y Estados Unidos se proyecta, fundamentalmente, en la existencia de dos modelos de globalización que en la actualidad se encuentran en competición. Aspectos como la cada vez más evidente rivalidad geopolítica o la existencia de una alternativa al sistema de pagos tradicional en el comercio internacional son reflejos de ese punto de partida. Esta aproximación al problema requiere una perspectiva teórica más compleja que las explicaciones desplegadas durante la Guerra Fría, una pugna de marcado carácter ideológico y militar que, en realidad, disfrazaba (de manera brutal, eso sí) la realidad de la hegemonía norteamericana. Las claves explicativas, en esta oportunidad, tienden a centrarse en la capacidad de desarrollo tecnológico. Y aquí, desde la propia China se lanza una señal de alarma contundente: Yan Xuetong, figura fundamental de las Relaciones Internacionales chinas, ha señalado recientemente que Estados Unidos ganará esta guerra porque tiene una capacidad de atracción del talento que las universidades chinas hace tiempo perdieron.

Estos planteamientos pueden terminar siendo, vistos desde el futuro, tan simplistas como los de la Guerra Fría, en la medida en que estos últimos no esperaban que una de las grandes potencias dejara, primero, de participar en la contienda y, posteriormente, se disolviera. Lo cierto es que planteamientos como el de Yan Xuetong, al igual que los estudios estratégicos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, parten del supuesto de que las grandes potencias están para quedarse y que, frente a ello, poco se puede hacer, mas que intentar evitar el auge del otro.

Sin embargo, la realidad interna norteamericana no puede ser simplemente obviada, o segmentada, para tomar en cuenta únicamente las variables que dirimirán directamente la contienda tecnológica actual entre las grandes potencias. De hecho, Estados Unidos experimenta una crisis interna que, con el tiempo, podría terminar de descomponer su complejo Estado-sociedad, llevándose por delante la ventaja de la atracción del talento a la que tanto teme Yan Xuetong. Esa descomposición se manifiesta en un deterioro de los indicadores socio-sanitarios de algunos segmentos sociales, solo comparable al de algunos países en desarrollo. Pero, con todo, esa no es una tendencia novedosa. Lo que sí resalta en el momento actual es el hecho de que la descomposición puede terminar en un estallido violento. Dentro del social-liberalismo vinculado al Partido Demócrata, el miedo a una nueva guerra civil en Estados Unidos ha pasado el umbral de la ficción (con series como ‘El Cuento de la Criada’ u obras literarias como American War) para instalarse en el ensayo. Aquí destacan los recientes libros de Barbara Walter, How Civil Wars Start (al que se refiere Mariano Aguirre en su artículo para este número), y Stephen Marche, The Next Civil War: Dispatches From the American Future. En ellos, las tendencias hacia el autoritarismo, el cambio climático, las desigualdades sociales y la ausencia de un propósito nacional común son fuerzas motrices de un conflicto armado que ya se está gestando.

Marche, ferviente creyente él mismo en la promesa del sueño americano, ve en la política exterior un reflejo del deterioro interno: “Cuando su política exterior cayó en el cinismo y la brutalidad, [Estados Unidos] empezó a funcionar como otros imperios y naciones”. Ese autor sugiere que el giro tuvo lugar con la guerra contra el terrorismo y, especialmente, con la invasión de Irak. Ciertamente, la política exterior norteamericana, más allá de sus formulaciones doctrinarias y de las variaciones sobre la “gran estrategia” desplegada tras la Segunda Guerra Mundial, tiene su fundamento en el excepcionalismo. Estados Unidos no se permite tratar como iguales a los demás, dada la originalidad de sus instituciones y su sistema de valores que se atribuye.

Sus compromisos, incluidos aquellos a los que pudieran llegar con sus aliados, estarán siempre supeditados a ese rol histórico. Tras el abandono definitivo del aislacionismo en la Segunda Guerra Mundial, el excepcionalismo pudo sintetizarse con el interés de actores políticos y sociales de todo el mundo que temían a la Unión Soviética. La hegemonía norteamericana en la Guerra Fría tuvo que ver no solo con su capacidad de despliegue militar y económico (muy superior a la soviética, una gran potencia militar asentada, sin embargo, sobre una estructura semiperiférica), sino con la oportunidad que brindó el esquema político bipolar para proyectar sus intereses con una apariencia de universalidad. Con la crisis de la Guerra Fría, que coincidió con el inicio de una larga fase de declive estructural (representado por la fase b, o de contracción, de la cuarta ola de Kondratieff), se empezaron a ver las costuras de aquel lienzo. Las intervenciones militares convivían con los estallidos sociales internos, muy a pesar de los esfuerzos de Reagan en el ámbito ideológico-cultural. Los primeros años de la Posguerra Fría barnizaron esa realidad gracias a las venias del Consejo de Seguridad a las intervenciones en el Golfo Pérsico, Bosnia y Somalia, pero para finales de la década esto ya no era necesario. Desde la intervención en Yugoslavia, la ley del más fuerte, que no había dejado de ser el conductor de la política internacional, se manifestó con toda su crudeza.

¿Qué ha cambiado a día de hoy? El auténtico cambio no tiene que ver con el “cinismo” apuntado por Marche. Como recuerda Wesley Clark (el general que condujo el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia en 1999), la invasión de Irak perseguía un objetivo, marcado por los neoconservadores, que tenía que ver con terminar el trabajo iniciado en 1991, transformar el mapa de Oriente Medio y limpiar cualquier rastro de los regímenes que, en su día, se habían apoyado en la URSS. No fue la aventura de unos estadistas enloquecidos. Por otro lado, es posible que, con el tiempo, el cambio sí esté relacionado con el abandono de la esperanza depositada en Estados Unidos por diversos sectores sociales y actores políticos alrededor del globo: hasta hace poco tiempo, en las élites y clases medias aspiracionales de todo el mundo existía la idea de que el presidente de Estados Unidos es el presidente de todos. Esta aproximación parece ya residual. Episodios como el fallido intento de cambio de régimen en Venezuela, ejecutado por una mezcla de personajes extravagantes, crimen organizado y celebridades pop venidas a menos, sin duda han contribuido a minar esa idea.

Sobre todo, el auténtico cambio tiene que ver con la existencia de limites claros a la capacidad de maniobra de Estados Unidos. Son límites que podemos verificar en la prensa cada día de este tiempo que nos ha tocado vivir, y que se observan en una llamada telefónica a Zelenski que nadie se atreve a banalizar, en la construcción de una iniciativa de paz a la cual se podría sumar algún aliado de la OTAN, en un acuerdo de normalización histórico entre Irán y Arabia Saudí que desmonta el armazón teórico del internacionalismo liberal, en el abandono progresivo del dólar en las relaciones comerciales entre países que tienen sus propias monedas de curso legal, lo cual desatasca la chaqueta de fuerza dorada neoliberal. La diferencia es que hoy existen límites, y que estos los está poniendo China.

El excepcionalismo americano ha vivido variaciones muy significativas a lo largo de la historia, hasta el punto de que ha servido para justificar actitudes tanto aislacionistas como intervencionistas. Unas u otras se eligieron en función de las necesidades internas, nunca de la aceptación de la realidad externa. Y en cualquier caso, con lo único con lo que no se había encontrado el potente artefacto ideológico del excepcionalismo es con la existencia de límites. Frente a ello, se abren al menos dos escenarios. Uno podría ser un repliegue táctico a corto plazo seguido de un despliegue estratégico prudente que tome en cuenta la nueva realidad del mundo multipolar. Pero el excepcionalismo no entiende de aceptación de realidades. Se mantienen expresiones como credibilidad o liderazgo, y se tiene auténtica aversión a las muestras de debilidad. Las reacciones internas a un escenario de esas características serían probablemente más brutales que las experimentadas tras la distensión. Y, a diferencia de entonces, no hay actores políticos (sí intelectuales, como demuestran algunas honrosas excepciones) dispuestos a desplegar una política prudente.

Descartado ese escenario, solo queda la provocación militar a corto plazo. Las posibilidades que se abren aquí son potencialmente más peligrosas que la dinámica de la guerra en Ucrania, un espacio que, en realidad, ha estado en disputa durante décadas. Todo hace pensar que los límites a la excepcionalidad serán puestos a prueba más adelante, pero siempre en relación con la dinámica política interna. China es el único punto en el que existe un acuerdo claro entre demócratas y republicanos, lo cual podría justificar una provocación en Taiwán. Pero allí se encontrarán con límites mucho más claros que en Europa del Este. Uno de ellos, evidente, será la afirmación de la integridad territorial china. El otro será interno. El excepcionalismo requiere muestras de credibilidad, presidencias muy activas y dosis altas de escenificación en el Congreso, todo ello envenenado por la existencia de cálculos políticos condicionados por elecciones de carácter bianual en un clima social cada vez más violento.

En tal escenario, la estrategia racional para el resto del mundo parecería ser un alejamiento progresivo de esa dinámica tóxica. Los BRICS y lo que hasta ahora se denominaba “sur global” parecen dispuestos a ello. El liderazgo político de la UE, por el contrario, parece adicta a los desarrollos en ese país y le costará desengancharse. En cualquier caso, Marche señala que todos ellos conocen de primera mano la situación y las opciones existentes:

Los servicios de inteligencia de otros países están preparando dossieres sobre las posibilidades de colapso de Estados Unidos. Los gobiernos extranjeros tienen que prepararse para una América posdemocrática, una superpotencia autoritaria y, por tanto, mucho menos estable. Tienen que prepararse para una América rota, con muchos centros de poder diferentes. Necesitan prepararse para una América perdida, tan consumida por sus crisis que no puede concebir, y mucho menos promulgar, políticas nacionales o exteriores.

«A cada Imperio le llega su San Martín». ¿El turno de Estados Unidos?

El concepto e idea de imperio ha vuelto a los análisis y propuestas de diferentes analistas y teóricos en los últimos años. Esto es así, a mi juicio, porque el único imperio realmente existente, en cuanto a la realización de una hegemonía global, el estadounidense, ha pasado de no tener rival, desde la caída de la Unión Soviética, a verse claramente amenazado en su dominio unipolar por otros potenciales imperios, fundamentalmente el chino. Pero antes de meternos en faena para intentar dar cuenta del estadounidense, conviene definir los imperios y su papel clave en la historia.

 

¿La historia es la historia de la lucha de imperios?

El materialismo histórico de Marx necesita ser revisado en varios puntos para seguir dando inteligibilidad a esa concepción materialista de la historia. A mi juicio, uno de esos puntos es la inclusión de una teoría de los imperios, definidos como aquellas formaciones sociales, sociedades políticas o Estados que se expanden sobre otros. Esa expansión se produce, precisamente, porque en esa formación social se da tal conjugación entre estructuras políticas, jurídicas e ideológicas con la estructura económica, que acaba formando lo que Gramsci llamaba “bloque histórico”; un bloque soldado alrededor de una clase dominante (o los órdenes, estamentos o castas de las sociedades precapitalistas) que tiene una potencia tal que se expande más allá de sus limes, ya sea por la fuerza de las armas, la potencia del comercio, la emulación por parte de otros, la ideología y la cultura… o, más bien, una mezcla de todo ello. A la vez, existen diferentes clases de imperios, de acuerdo con la distinción establecida por Gustavo Bueno, que podemos ver en términos de tipos ideales (nunca puros):

  • El tipo de imperio o imperialismo generador (o civilizador o estructural asimilador), el cual, en su expansión, va clonando e hibridándose con lo que se encuentra. En esta dinámica entra el conjunto de instituciones del Estado imperialista de origen. No hay una relación metropoli-colonias, ya que todas las partes del imperio son tales partes, iguales de una misma totalidad, e incluso no pocas de las partes conquistadas tienen un mayor desarrollo que el centro que originalmente se había expandido. Ejemplos de ello se encuentran en los imperios macedonio, romano, omeya, español, francés-napoleónico y soviético.
  • El tipo de imperio o imperialismo depredador (o colonialista), que, en su expansión, va utilizando a los territorios y poblaciones por donde se expande para su único y propio provecho, sin la menor intención de exportar o clonar su modelo ni mezclarse, dejando a las sociedades bajo su férula igual, o aún peor, de como se las encontró. De este modo, tratan a las sociedades imperializadas como colonias de una metropoli. Ejemplos de ello se ven en los imperios persa, mongol, holandés, nazi-alemán y británico.

Como he dicho, estos tipos nunca son puros; es deci, todo imperio o imperialismo generador tiene elementos depredadores, aunque pesan más los generadores, y viceversa. Eso sí, el imperio o imperialismo depredador como una especie que anega al género es el considerado generalmente como el único tipo de imperio, y ello por la influencia del imperialismo sin duda depredador de las potencias capitalistas europeas de finales del último cuarto del siglo XIX y más de la mitad del siglo XX, retratadas por Lenin como “fase superior del capitalismo”, sin tener en cuanta la otra especie del género imperio, el generador.

Un materialismo histórico revisado y renovado podría ser uno que, básicamente, de cuenta de que la historia es sí, el paso de unos modos de producción a otros a través de la potencia de las relaciones de producción de cada uno de ellos para desarrollar las fuerzas productivas; sí, el paso de una clase dominante de un modo de producción al de otra, vía lucha de clases; y sí, que ese modo de producción y esa clase dominante del mismo se originan por circunstancias coyunturales concretas en determinadas formaciones sociales/sociedades políticas/Estados que, precisamente por darse ahí, tienen la potencia para ir más allá de sus limes y expandir ese modo de producción, con un único límite: el de otras formaciones sociales en las que, por circunstancias coyunturales concretas o por la propia expansión o influencia de imperios, surge un modo de producción, igual o diferente, o la misma o diferente clase dominante, con la potencia para frenar e imponerse al anterior imperio y ser el nuevo; es decir, sí, el paso de unos imperios ya generadores o depredadores a otros imperios ya generadores o depredadores.

Eso sí, aclaro, no hay ningún juicio de valor sobre unos imperios generadores que serían “buenos” o “progresistas” y otros depredadores que serían “malos” o “reaccionarios”, aunque es sobre todo a través de los generadores por donde más se ha expandido la civilización en todo el sentido de ese término, y sin duda también a sangre y fuego. Entre otras cosas, no hay juicio de valor porque en una concepción materialista de la historia no hay lugar para un maniqueísmo de ese tipo; porque para lo que en una época, etapa o fase histórica es un horror, en otra es una virtud y/o necesidad. Hay que huir del anacronismo sin caer en leyendas rosas, pero sin duda tampoco en leyendas negras, porque no hay un sentido determinista teleológico lineal progresivo en la historia por el que algún tipo de imperio o imperialismo generador, con su modo de producción y clase dominante correspondiente, nos llevará a la arcadia feliz. De hecho, todos los imperios generadores han caído, además, al no conseguir englobar a todo el planeta, y encima han sido más a lo largo de la historia los imperios depredadores que los generadores. Una concepción materialista de la historia, en última instancia, es la de la mayor potencia (económica, tecnológica, política, militar, ideológica, etc.) de unas clases/Estados/imperios frente a otros, sin que el resultado de esa mayor potencia haya sido, ni se vislumbra para nada que pueda ser, el fin de la explotación y la dominación de unos sobre otros, aunque quizás sí se podrían catalogar de mejores en cuanto más eficientes y menos lesivas, o menos malas de ejercer, unas que otras esa explotación y dominación.

Y ahora vamos con el Tío Sam.

 

¿Qué tipo de Imperio e imperialismo es el Imperio y el imperialismo estadounidense?

De esos dos tipos de imperio, ¿cuál sería el correspondiente a Estados Unidos? Según la perspectiva ideológica de ese país, se trataría de un imperialismo generador, ya que su “destino manifiesto” le lleva a expandir su modelo capitalista, liberal-democrático, a todo el globo terráqueo, o que el “american dream” y el “american way of life” lo sea para todos los habitantes de la tierra. ¿Pero es esto así?

Vayamos por partes, la globalización estadounidense, es decir, el imperialismo estadounidense, comienza tras la Segunda Guerra Mundial en un mundo dividido entre la esfera de influencia estadounidense y la soviética. En Europa Occidental, para reconstruirla tras la guerra y combatir la posible influencia soviética, Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, que ayudó a los países en que se implementó a tener altas tasas de crecimiento y adentrarse en lo que ya era el mismo Estados Unidos: una sociedad de consumo. Lo mismo vale para países asiáticos más o menos fronterizos con China, como Japón o los llamados “tigres asiáticos”, donde inversiones y facilidades de todo tipo contribuyeron, sin duda, a su gran desarrollo. A la vez, la homogeneización que el propio modo de producción capitalista lleva intrínsecamente por su propia lógica de desarrollo, en este caso bajo el manto del Tío Sam, da lugar a que haya Coca-Cola, McDonald’s, Amazon, Twitter, Facebook, Apple, Microsoft o las diferentes marcas y empresas, así como métodos de producción y de consumo, made in USA por todo el mundo, por no hablar de la más que poderosa industria del entretenimiento y la información con matriz norteamericana, con la extensión por todo el globo de su forma de ver y vivir la vida, así como también el inglés como lingua franca heredada del predecesor del Imperio estadounidense, el británico. Si solo tomáramos estos ejemplos, no menores para nada, podríamos decir que el Imperio estadounidense, si no es generador, se acerca bastante. Pero eso es solo una parte de la historia.

La otra parte es toda Hispano o Iberoamérica, concebida desde muy pronto como el patio trasero de los estadounidenses a través de la “doctrina Monroe”, que bloqueó toda posibilidad de desarrollo de estos países y favoreció sanguinarias dictaduras militares frente a cualquier gobierno que quisiera proteger sus riquezas frente al expolio de las multinacionales yanquis, por no hablar de los “ajustes estructurales” vía FMI. Esto fue posible como consecuencia de las primeras intervenciones expansionistas durante el siglo XIX, como por ejemplo la anexión de gran parte del territorio que México había heredado del Virreinato de Nueva España o la guerra contra España al final de ese siglo que hizo caer bajo férula yanqui a Cuba o Puerto Rico, además de Filipinas. Ya que estamos con Filipinas, no se puede dejar de destacar el genocidio al que se sometió a su población tras caer en manos norteamericanas, y qué decir de otras partes de Asia, como el Medio Oriente, donde no han tenido ningún problema en aliarse con, e invertir en, teocracias islámicas como las del Golfo Pérsico a cuenta del petróleo o lanzarse a guerras como en Afganistán o Irak, que destrozaron a esos países. Qué decir también del derrotado y fragmentado imperio (generador) soviético, al que Estados Unidos no ayudó con ningún Plan Marshall, pero con el apoyo a las terapias de choque neoliberales y con la presencia militar en sus alrededores, lo que representa los antecedentes de la actual guerra de Ucrania. Vista esa otra parte de la historia, la de la globalización o imperialismo estadounidense en el “Sur global” hispano/iberoamericano, asiático y africano, en los restos del imperio soviético, e incluso en sus aliados directos del “Norte global”, como los de la Unión Europea (en gran parte una criatura suya a la que ahora arrastra hacia la desindustrialización con las leyes anti-inflacion Biden, la guerra de Ucrania o el enfrentamiento con China) el Imperio estadounidense no se puede calificar más que como depredador.

Además, es en el propio territorio estadounidense, donde lo generador/depredador ha formado dos caras de la misma moneda. Y es que la expansión no empezó realmente hacía fuera, sino hacia lo que ahora es su adentro, o desde las trece colonias independizadas del Imperio británico a través de un proceso de expulsión o directamente destrucción (en este caso sí un genocidio) de los nativos indios americanos, metiendo a los muy pocos supervivientes en reservas. Se trató de un proceso totalmente depredador. También es cierto que, en esa expansión, que dará lugar a los actuales Estados Unidos, como la antes señalada anexión de territorios mexicanos o la llamada “conquista del oeste”, llevó a esos nuevos territorios al mismo modelo capitalista democrático liberal, en un proceso de características generadoras. A todo ello hay que unir aspectos relevantes a lo largo del tiempo. El primero, las dialécticas internas de clase entre los industriales del norte y terratenientes del sur, que explotó en la Guerra Civil del siglo XIX, la cual acabó con las propiedades de esos últimos (en una de las mayores expropiaciones de la historia) así como con la esclavitud de los territorios del sur (aunque no con el racismo y la exclusión de la población negra). En segundo lugar, el New Deal de Roosevelt, aupado por las luchas obreras en los 30’s del siglo XX y que, aun así, no logró construir un estado del bienestar mínimo. Finalmente, la apertura a migrantes de todo el mundo, de los cuales los de origen europeo y en parte asiáticos se han integrado bajo el lema “E pluribus unum”; sin embargo, queda una gran remesa de hispanos que ya son la primera minoría del país y el mayor reto de cara a ser aculturizados al molde WASP, como sí lo fueron otras cohortes de migrantes, a la vez que, quizás, toda una posible masa de población para un cambio y/o renacimiento en Estados Unidos que, por otro lado, se reencontraría con sus raíces y pasado hispano para ponerse al mismo nivel que el anglo.

Pero este imperio, con elementos generadores, pero también depredadores, pesando más estos últimos en la balanza y, por lo tanto, definiendo como tal a este imperio, ¿se encuentra en decadencia y enfilando su fin?

 

¿Se acabó lo que se daba?

En el apartado anterior sugerí que la globalización del imperialismo estadounidense comenzó en una especie de primera parte tras la Segunda Guerra Mundial; una primera parte de globalización parcial, eso sí, ya que una buena parte del mundo estaba bajo el llamado “campo socialista” (el Imperio soviético). Fue tras la caída de la URSS y su bloque –y, por lo tanto, de la victoria del Imperio estadounidense– cuando este vivió su momento más fulgurante. Era la única superpotencia en el mundo y lanzó, a través del llamado, “consenso de Washington” la segunda parte de su globalización, ahora sí plenamente global. Es más, desde 1991, hasta por lo menos la crisis del 2008, se vivió una especie de unipolaridad, dominada por el primer imperio realmente global, que permitió también extender a nivel global el modo y la relaciones sociales de producción capitalistas como nunca antes.

En la lógica de esa segunda parte de la globalización imperial estadounidense se insertó una China liderada por Deng Xiaoping y el resto de la clase dirigente del Partido Comunista, que, formando el ala derecha del mismo y tras sobrevivir a la última etapa del maoísmo, se había hecho con el partido y el país. Así, se insertó desde los ochenta mimados por unos Estados Unidos que se aprovechaban de la ruptura sino-soviética y de la enorme mano de obra dispuesta a trabajar en las industrias deslocalizadas, las cuales libraban tanto a los norteamericanos como a sus socios europeos occidentales de un proletariado industrial demasiado conflictivo, mientras se abría paso, en esos países, una sociedad de servicios con diferentes tipos de cualificación y revolución tecnológica encabezada desde Silicon Valley.

Pero con lo que no contaba la clase dominante y dirigente estadounidense es con una China que, lejos de conformarse con ser la “fábrica del mundo” de productos baratos, basados en bajos costes laborales y en donde, con el crecimiento económico acabaría llegando una democracia liberal capitalista, en realidad, y de manera sistemáticamente planificada, tomaría esta etapa de acumulación de capital y perfil bajo geopolítico en los años ochenta y noventa del siglo pasado como una acumulación de fuerzas para, a partir de los 2000, y sobre todo tras la llegada de Xi Jinping al timón del país, aprovechar todo ese crecimiento económico capitalista, más todo su conservado y renovado sector económico estatal dominante, para dar un salto hacia la producción industrial y de servicios de alta tecnología y alto valor añadido. Como colofón, terminaría lanzando su propio proyecto de globalización imperial a través de la “Nueva Ruta de la Seda” y organizaciones como los BRICS y BRICS, la OCS, etc…

Después de las guerras fallidas del imperio en Irak y Afganistán, la crisis del 2008, etc., ese mundo bajo la férula estadounidense, que venía desde 1991, llegó a su fin, y hoy la realidad es que estamos ante unos Estados Unidos que intentan mantener su decaída globalización renovándola frente a la pujante y emergente globalización impulsada por el Imperio del Centro. Ese es el conflicto esencial que va a caracterizar el actual siglo XXI. En este momento histórico trascendental en el que estamos, se cruzan a la vez la fase de colapso de una potencia hegemónica para pasar a otra, según Arrighi; el “turning point” del paso de una etapa a otra de una revolución tecnológica, según Carlota Pérez; el fin de un ciclo de un Imperio que se cruza con el comienzo del ciclo de otro imperio y la guerra que puede traer esto, según Ray Dalio. En definitiva, el posible paso de un modo de producción dominante a otro: del modo de producción capitalista del Imperio estadounidenses al modo de producción estatista chino.

En esa múltiple partida en juego se encuentra la prueba de la práctica del se acabó lo que se daba o a cada imperio le llega su San Martín para el Imperio estadounidense, todo a la vez que asistimos al comienzo de un nuevo imperio, el chino. Las alternativas a este escenario parecen claras: el freno a China y posterior renacimiento, cuál ave fénix, del Tío Sam (al que de momento no le llegaría su San Martín) o la terrorífica destrucción mutua y, con ello, del mundo en su totalidad, aunque ya no con cambio climático, sino con invierno nuclear.

Una última prognosis especulativa basada en potenciales tendencias del presente: la posible caída del Imperio estadounidense y su sustitución por el Imperio chino supondría un punto y aparte, en el sentido de que desde, la primera globalización protagonizada por el Imperio español o Monarquía Católica Hispánica (aunque en la misma tuvo como partenaire a China) ha sido el llamado “occidente” el que ha llevado la batuta del mundo, sobre todo tras la época, o fase histórica, del capitalismo como modo de producción dominante a través de los imperios anglosajones, británico y estadounidense, y sus globalizaciones, que pueden agruparse en una única anglobalización. Todo ello vendría ahora a ser sustituido por el “Lejano Oriente” a través del Imperio del Centro como Sol a cuyo alrededor girarían, por la fuerza de la gravedad de la globalización Made in China, los planetas de todos los Estados-nación, agrupados en bloques supranacionales, con trayectorias históricas comunes, del llamado “Sur global”, o los perdedores de la época o fase histórica de la anglobalización capitalista. En ese escenario, el “Norte global”, con Estados Unidos a la cabeza, quedaría como uno más de los polos, y no de los más importantes.

Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

Algunas consideraciones sobre Estados Unidos y la reconfiguración del sistema mundial

Un cambio de época

En su contribución al estudio Panorama Estratégico 2023, que publica el Instituto Español de Estudios Estratégicos, Emilio Lamo de Espinosa subraya que estamos asistiendo a una transformación que no tiene parangón desde la Revolución Industrial y que, comparada con ésta, presenta mayor extensión, más profundidad y ritmo más veloz. Según Lamo de Espinosa, la Revolución Industrial se habría focalizado principalmente en el área noratlántica, en lo que respecta a las transformaciones antropológicas más sustanciales, la creación de centros de producción tecno-industrial. Aunque hay que puntualizar que el capitalismo habría creado un sistema mundial interconectado por mediación de los circuitos mercantiles y de la conquista y dominación colonial, cuyas estructuras dependían de la primacía occidental.

Ahora, estaríamos asistiendo a un proceso de alcance verdaderamente mundial, por el crecimiento sin parangón de China e India, pero también de algunos países africanos. Estaría afectando a las instituciones sociales y a las formas de vida, con un crecimiento sostenido de mega urbes que ha hecho que, en 2007, por primera vez en la historia, la población urbana superase a la población rural, previéndose por parte de Naciones Unidas que, hacia 2050, el 70% de la población mundial vivirá en grandes urbes. Ello arrastrará, presumiblemente, una convergencia de hábitos y estructuras sociales.

Si la propia Revolución Industrial y la producción capitalista ya crearon un mundo dominado por una pulsión constante de cambio y dinamismo, la velocidad de las transformaciones se vuelve cada vez mayor. Para Lamo de Espinosa, entre toda la panoplia de factores a considerar, habría dos fundamentales: la divergencia demográfica del Este con el Oeste, y la convergencia tecnológica. Se estima que la población mundial superará los 9.000 millones en 2050 y la gran mayoría de esa población no es occidental. Pero, además, los países occidentales han perdido el monopolio tecnocientífico e incluso se han desprendido de buena parte de su tejido productivo e industrial, convirtiéndose en sociedades dependientes, como quedó patente durante la pandemia del coronavirus, cuando los países europeos tuvieron que importar de Asia productos sanitarios básicos. Se trata de una contradicción paradójica, engendrada por los intereses de los poderes económicos y financieros que auspiciaron la globalización neoliberal, propiciando que los gobiernos de EEUU y los países de la UE se aplicasen en desarrollar políticas que socavaron su primacía geopolítica, económica y tecnológica.

 

Sobre la Trampa de Tucídides

El politólogo estadounidense Graham T. Allison enunció en un artículo para el Financial Times en 2012, que luego desarrollaría en su ensayo de 2017, Destined for War, una tesis histórica que denominó Trampa de Tucídides. El nombre hace alusión al autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso y, en concreto, a una reflexión con la que arranca esa obra, según la cual fue el ascenso de Atenas y el temor que infundió a Esparta lo que habría ocasionado aquella guerra de la Antigüedad.

En virtud de la Trampa de Tucídides, cuando una potencia emergente desafía el estatus, el poder económico y militar, y disputa las áreas de influencia de una potencia ya consolidada, o que da muestras de decadencia, se produce una tendencia hacia la guerra abierta.

La tendencia hacia el conflicto puede articularse a través de paulatinas reorganizaciones de la hegemonía, que van definiéndose en diferentes ámbitos, desde el diplomático al tecnológico, económico y militar. Puede que la potencia en decadencia retenga su hegemonía y sea capaz de anular o contener el ascenso de su rival; puede que la nueva potencia resulte triunfadora, desplazando o acogotando a su antagonista; puede que se logre una nueva distribución de las áreas de influencia, las redes de supremacía y dependencia por una vía más o menos pacífica, o desplazándose los conflictos bélicos a las periferias de las grandes potencias. O puede, también, como ocurrió con Atenas y Esparta, que ambas se enzarcen en una guerra, más o menos prolongada, que precipite el languidecimiento de los contendientes.

Allison estudia diferentes casos históricos, como la pugna entre España y Portugal en el siglo XV, entre Inglaterra y EEUU a finales del siglo XIX y la propia Guerra Fría. Observa que la guerra no siempre es inevitable y que entran en juego parámetros subjetivos e ideológicos, además de los puramente económicos y geoestratégicos.

Ahora estaríamos adentrándonos en la Segunda Guerra Fría, denominación que va cuajando entre los analistas políticos para referirse al choque entre EEUU y China ¿Culminará con un enfrentamiento armado o se canalizará por vías diplomáticas? ¿Cómo se reposicionarán los diferentes actores políticos de segundo nivel? ¿Creará la tensión creciente un nuevo sistema de gobernanza internacional, acaso actualizando el entramado de Naciones Unidas o estimulando nuevos instrumentos multilaterales o bilaterales?

Es habitual que el pretendido Realismo Político se abone a lecturas mecanicistas que atienden a los intereses materiales de los estados, de las élites económicas y políticas, y de los diversos grupos sociales, en conjunción con aspectos geopolíticos, como los factores que actúan por detrás de los procesos históricos y de los conflictos, pero desdeñan el peso de la ideología, las cosmovisiones, el tejido jurídico administrativo de las sociedades, las particularidades culturales y las corrientes de pensamiento en que se inscriban las poblaciones, los grandes decisores políticos o las propias élites.  Ahora bien, si las relaciones sociales y los condicionantes materiales actúan efectivamente como el marco en el que los sujetos y actores políticos desarrollan la Historia, y ciertamente las voluntades humanas no pueden sustraerse a su corsé, los condicionantes materiales de la economía, la producción, y todas las contradicciones que se engendran en la vida material no pueden operar sino es a través de las categorías, conceptos y sistemas de pensamiento que vertebran la comprensión de la realidad. La superestructura, como ya había advertido Marx en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, aporta las instancias políticas, jurídicas, institucionales e ideológicas por mediación de las cuales las contradicciones del “ser social” se les hacen patentes a los sujetos, permitiéndoles cobrar conciencia de las mismas.

La evolución de los acontecimientos, incluyendo la posibilidad misma de la guerra entre China y EEUU, no se rige por un destino inexorable, sino que está sujeta a una pluralidad de factores causales, incluyendo elementos subjetivos, que pueden interaccionar de formas diversas y sólo parcialmente predecibles.

 

Las fases del sistema internacional tras la disolución de la URSS

Esther Barbé, en su manual Relaciones Internacionales (capítulo VI. “La sociedad internacional desde el final de la Guerra Fría: constitución, transición y contestación del orden internacional”), ha dibujado el cuadro de la evolución del Sistema Internacional y del desarrollo de la hegemonía estadounidense en las últimas décadas. Para ello, ha considerado la interacción, entre las redes de poder y dependencia, las instituciones internacionales y transnacionales, y las ideologías de los diferentes actores. El entrelazamiento dialéctico de estos tres factores, muchas veces conflictivo, y sus mutaciones respectivas permitiría diferenciar tres periodos en la evolución del Sistema Internacional tras la Guerra Fría.

Tras el colapso de la URSS, entre 1989 y 2001 se iría configurando un Orden Internacional unipolar, marcado por la hegemonía absoluta de EEUU. Washington pudo hacer valer esta posición hegemonizando el Consejo de Seguridad y otras estructuras de las Naciones Unidas, concitando en torno suyo amplias coaliciones de países para proteger sus intereses geoestratégicos o promover tratados y regulaciones favorables. Ejemplos de esto serían la intervención en la Guerra del Golfo de 1991, bajo mandato de Naciones Unidades, o la intervención en la Guerra de los Balcanes. George Bush senior verbalizaría esta capacidad hegemónica afirmando que EEUU había superado el Síndrome de Vietnam.

En el plano de las instituciones internacionales, iría cuajando un internacionalismo liberal que daría lugar a una efervescencia normativa que habría desbordado ocasionalmente las propias directrices estadounidenses. Las normas que pretendían regular las relaciones entre los estados se volvieron más densas, definiéndose protocolos contra el Cambio Climático (Protocolo de Kioto), justicia internacional a través de la Corte Penal Internacional o convenciones contra la proliferación de armas químicas y minas antipersonas.

La dimensión ideológica instauraría la idea, al menos a nivel retórico, de que los estados deben subordinar su soberanía al cumplimiento de los Derechos Humanos, pero también a directrices económicas. Se iría perfilando el Consenso de Washington, ampliando a escala global la ofensiva ideológica ultraliberal de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Fundaciones, académicos, medios de comunicación y otros agentes ideológicos se afanaron en instalar la idea de que el mercado auto-regulado es el asignador eficiente de recursos y que la privatización de los servicios públicos, la contención de las deudas públicas, la flexibilización de los derechos laborales y el recorte del Estado Social eran la clave para el desarrollo económico y el progreso.
Bajo el impulso estadounidense, la Globalización Neoliberal, la deslocalización de los centros productivos desde los países occidentales hacia áreas con menores costes laborales y menores regulaciones medioambientales, unida a los recortes, privatizaciones y a la financiarización de la economía, se iría implementando.

La segunda fase identificada por Barbé iría de 2001 a 2008. Dos hechos la marcarían. De una parte, los atentados yihadistas del 11s de 2001 darían pie a acciones unilaterales del gobierno de George Bush junior, en contraste con el ropaje multilateralista del periodo Clinton. La intervención militar en Irak, que tanta contestación tuvo en España y donde resultó obvio que la lucha contra el yihadismo o inutilizar las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein eran una pantalla para controlar los recursos petrolíferos de la zona, sería el ejemplo por antonomasia.

Por otro lado, en 2001 tuvo lugar la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio. Se suponía que China, que había pasado a ser la gran fábrica del mundo merced a los procesos de deslocalización, iría mutando, abandonando su carácter socialista y su sistema político dominado por el PCCH, para convertirse un estado más del orden liberal. La convergencia económica en el marco de una economía globalizada iría abatiendo la gran muralla doctrinal y política del sistema chino. La convergencia económica arrastraría a una convergencia en las formas y valores del estado demo-liberal. Eso se creía. Sin embargo, China fue capaz de administrar su inclusión en ese entramado liberal internacional y proseguir con su modelo de economía planificada y subordinada a directrices estatales, combinada con aspectos de libre mercado, al tiempo que se iba convirtiendo en una potencia científica y tecnológica de primer nivel.

Las instituciones de la gobernanza neoliberal seguían siendo promocionadas a diferentes niveles, pero la acción unilateral de la potencia hegemónica y la reticencia creciente de los ideólogos y élites políticas estadounidenses ante el auge de China comenzaban a precipitar al sistema internacional a la siguiente fase.

La última fase definida por Barbé habría empezado en 2008, con la crisis que se desató con la quiebra de Lehman Brothers y el estallido de la burbuja inmobiliaria, y llegaría hasta la actualidad, pasando por las administraciones de Obama, Trump y la actual presidencia de Biden.

El orden internacional se ha tornado una disputa entre China y EEUU por sus espacios de poder e influencia, al tiempo que otras potencias regionales y emergentes tratan de consolidar sus intereses estratégicos. India, Brasil, Turquía o Sudáfrica, por su parte, contienen un gran potencial demográfico y económico. La UE, sin embargo, si bien sigue siendo una gran área económica, pierde peso, carece de cohesión por el conflicto de intereses entre sus miembros; se debate entre la sujeción a EEUU y buscar una autonomía diplomática y estratégica, y tiene a la demografía en contra.

 

Las administraciones estadounidenses ante los desafíos del presente

Se suelen subrayar las diferencias entre las administraciones demócratas y republicanas en EEUU. Mientras que en la época de Obama se buscó recuperar la acción multilateral, concitando apoyos internacionales para hacer valer los proyectos estadounidenses, conduciéndose casi siempre bajo la apariencia de salvaguardar las instituciones de Naciones Unidas y marcando distancias con las actuaciones unilaterales de la era Bush, Trump abogó por confrontar con la ideología globalista, planteando un retraimiento respecto de las instituciones internacionales e incluso declarando la obsolescencia de la OTAN. Ello recordaba a las posiciones aislacionistas que se habían opuesto a la participación de EEUU en la I y en la II Guerra Mundial. Se les reprochaba a los países de la Europa Occidental haberle endosado sus gastos de defensa a EEUU, y se los instaba a corresponsabilizarse e incrementar su inversión militar.

Trump se perfiló como aspirante a la presidencia cargando contra la élite política tradicional, presentándose como un hombre hecho a sí mismo, ajeno a los gerifaltes al uso del partido Republicano. Esa clase política tradicional es la que habría propiciado el auge de China y el eclipse de la supremacía estadounidense y occidental, al impulsar la desindustrialización y las deslocalizaciones, destruyendo el tejido económico, desprotegiendo a los productores americanos y condenando al desempleo y a la precarización a las clases trabajadoras. Pero, aunque este diagnóstico pueda parecer atinado en este punto, se conjuga con una demonización de la inmigración (a la que se acusa de ser el instrumento de una sustitución étnica), un ataque a los derechos civiles, ultraconservadurismo y negacionismo del cambio climático y los problemas medioambientales inherentes a la producción capitalista.

El trumpismo, al igual que la retórica de las nuevas derechas populistas, denuesta los elementos de la democracia representativa y los sistemas constitucionales, al tiempo que denuncia las imposiciones de una pretendida élite globalista. En la conceptuación del globalismo que se hace desde el trumpismo y sus epígonos, las ideas progresistas, las evidencias científicas sobre el cambio climático y los protocolos para paliarlo son identificadas con una agenda oculta de una élite mundial que pretendería derruir el poder occidental, debilitando su estructura productiva y desnaturalizando su cultura y sus tradiciones.

Biden anunció su intención de dar carpetazo a los planteamientos trumpianos proclamando, en su primer discurso como presidente electo, en el Queen Theatre de Wilmington, en Delaware, el 24 de noviembre de 2020, que EEUU estaba de regreso. El nacionalismo unilateralista de su antecesor sería sustituido por el multilateralismo y se regresaría a los acuerdos sobre el cambio climático.

Sin embargo, por debajo de las diferencias apreciables entre las diversas administraciones estadounidenses, hay puntos de continuidad que vienen dados por los condicionantes geopolíticos. Y es que la decadencia del poder de EEUU, el temor al auge chino y el intento de contenerlo se plasmaron, ya en la época de Obama, en el desplazamiento de los recursos militares y la atención hacia el área indo-pacífica.

En esa clave puede leerse el acuerdo AUKUS (Australia, United Kingdom y United States), anunciado en septiembre de 2021. Este tratado le da acceso a Australia a tecnología avanzada de defensa, que le permitirá dotarse de submarinos de propulsión nuclear, en el marco de un acuerdo de cooperación en seguridad y defensa que militariza la relación con China en la región. También tiene una importante dimensión económica, al suponer contratos cuantiosos para la industria armamentística estadounidense.

Este acuerdo supuso un desaire a Francia, dado que Australia canceló un contrato de fabricación de submarinos convencionales con el país galo. Ello revela que la Administración Biden considera a los países europeos socios menos confiables y de segundo nivel respecto al núcleo duro anglosajón; pero, sobre todo, que prioriza la estrategia de contención de China por encima del ascendiente sobre los principales países de la UE. También cabe suponer que los estrategas estadounidenses tienen presente la involucración comercial de los grandes países de la UE con China, de tal manera que su sujeción a las directrices estadounidenses puede verse comprometida por sus propios intereses. Y en esta cuestión, uno de los ejes fundamentales de la política exterior, vemos que la presidencia de Biden sigue un curso de acción similar al de Trump.

Finalmente, hay que referirse a la Guerra de Ucrania, que comenzaría como tal con la invasión rusa del 24 de febrero de 2022, tras años de tensiones que se retrotraen a los disturbios del Euromaidán, suscitados por la suspensión de la firma de los acuerdos de anexión Ucrania a la UE.

La invasión rusa ha supuesto una revitalización de la OTAN, con el ingreso de Finlandia y con EEUU impulsando sanciones económicas. Se organizan envíos de armas, apoyo militar y respaldo diplomático al ejército ucraniano. EEUU ha presionado para que Alemania prescinda del gas y el petróleo rusos. Cabe recordar en este punto el sabotaje del gasoducto Nordstream; según la información publicada por el premio Pulitzer Seymour Hersh, habrían sido buzos de la armada estadounidense, durante unas maniobras de la OTAN, quienes instalaron artefactos explosivos que, posteriormente, el 26 de septiembre de 2022, serían detonados por la marina noruega utilizando una boya hidroacústica.

Con la guerra ahora enquistada, y los países de la Europa del Este pidiendo más implicación y dureza en el conflicto, existe el peligro constante de una escalada e incluso del uso de armamento nuclear.

Rafael Poch, en su opúsculo la Invasión de Ucrania, nos recuerda que tras la disolución del Pacto de Varsovia y la caída del Telón de Acero, EEUU bloqueó la construcción de una seguridad europea integrada y de los planteamientos de distensión. En la Cumbre de la OTAN en Roma, 1991, los documentos manifestaban la voluntad de expandirse hacia el Este y posicionarse en las áreas de influencia de la extinta URSS, incluyendo Ucrania. Sin menoscabo de denunciar la violación de la soberanía ucraniana que ha perpetrado Putin, Poch nos insta a no olvidar que la expansión de la OTAN creó la condiciones para posteriores conflictos, dado que Rusia estaba viendo atacados sus intereses geopolíticos. Henry Kissinger y George Kennan se han manifestado contrarios a esta expansión, precisamente porque suponía ir cebando un posterior conflicto.

Los gobiernos de EEUU acabaron pugnando por la ampliación de la OTAN al Este, ante la perspectiva de que la construcción de una seguridad europea sin el paraguas atlantista, buscando una entente y una distensión con Rusia, les supusiese perder influencia.

En la cumbre de la Alianza Atlántica en Madrid, celebrada en junio de 2022, se definió un nuevo Concepto Estratégico para los próximos diez años, orientado a la contención de Rusia y la disuasión, apelando explícitamente a la posibilidad de una confrontación nuclear, y situando también al Indo-Pacífico como una zona de conflicto estratégico.

 

Conclusión

La pugna entre EEUU y China está ya definiendo nuestro presente. Hemos entrado de lleno en la II Guerra Fría, y la Guerra de Ucrania, si bien tiene que ver la disputa de áreas de influencia en los viejos territorios del Bloque Soviético, ha forzado a los países europeos a reactivar su compromiso atlantista, al menos mientras la guerra continúe.

La fuerza de la demografía, el desarrollo económico y la convergencia tecnológica han creado un sistema multipolar donde las potencias emergentes, en la medida en que sean capaces de contener sus problemáticas sociales y lograr cierta cohesión interna, se prevé que reforzarán su peso e influencia, actuando como actores de segundo nivel tras las dos grandes hiperpotencias.

La pugna con China, a nivel diplomático, económico y tecnológico, la contención de una Rusia que busca recuperar su tradicional área de influencia, y las relaciones con otros actores regionales definen hoy la agenda exterior estadounidense. En el trasfondo, la gran crisis ecológica condiciona todas estas dialécticas geopolíticas, y éstas, a su vez, condicionan y limitan la capacidad de hacer frente a este desafío global.

Referencias

Aguirre, Mariano, Guerra Fría 2.0. Claves para entender la nueva política internacional, Icaria, 2023.

Barbé, Esther, Relaciones Internacionales, Tecnos, 2020.

Poch, Rafael, La invasión de Ucrania, CTXT (colección ¡Movilizaos!), 2022.

OTAN, Concepto Estratégico, NATO Review, 2023. www.nato.int/docu/review/es/articles/2022/06/02/el-concepto-estrategico-de-madrid-y-el-futuro-de-la-otan.

Instituto Español de Estudios Estratégicos, Panorama Estratégico, 2023. www.ieee.es/publicaciones-new/panorama-estrategico.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de Filosofía en el IES Universidad Laboral de Gijón.

Editorial: Unión Europea

La ideología europeísta es una de las partes fundamentales del macizo o nebulosa ideológica (la caverna de Platón) dominante en España, uno de los países con mayor mayor aceptación de la UE entre las poblaciones de todos los Estados-nación miembros de la misma. Dicha ideología se basa en una supuesta unión armónica entre los diferentes Estados y pueblos europeos que tras siglos de guerra habrían encontrado, tras la Segunda Guerra Mundial, un punto de encuentro que no habría hecho más que expandirse desde el centro de Europa hasta el sur, norte y este, superando diferentes pruebas que se ponen en el camino para llegar en algún momento a la meta final de unos Estados Unidos de Europa. Se trataría de una Europa unida cuyo modelo económico-social-político-jurídico sería el sumun al que habría llegado la humanidad y que debe ser el faro que ilumine al resto del mundo. En España, tomaría como dogma el orteguiano España es el problema y Europa la solución.

Europapanatismo, altereuropeismo, euroescepticismo o Europa es la solución

Esa ideología europeísta, que podemos denominar como “europapanatismo”, se encuentra muy reforzada tras el acuerdo de los fondos europeos post-Covid y por la guerra de Ucrania. En España, tiene como ideologías, no tanto alternativas sino hijuelas suyas, un “altereuropeismo” y un “euroescepticismo”.

Ambas comparten no pocos principios con el “europapanatismo” y se diferencian entre ellas y con este en que el “altereuropeismo” ve en la UE un proceso no nato, pero tampoco abortado, capturado por el neoliberalismo, de una trasposición de la edad dorada del “wellfare state” de los Estados-nación a los futuros Estados Unidos de Europa (Europa federal, social, de los pueblos, etc.) y el “euroescepticismo” desconfía de las continuas cesiones de soberanía a la UE y sus “burocracias cosmopolitas y globalistas” (“el capitalismo neoliberal” para los otros), y mira como meta no una federalización que disuelva los Estados-nación en una macroestado europeo, sino un confederalismo intergubernamental (“Europa de las naciones”) con la finalidad de mantener una identidad impoluta (lo que para los altereuropeistas sería volver al “wellfare state” estatal-nacional).

Incluso en nuestro país podemos poner otra rama ideológica hijuela del “europapanatismo” que, moviéndose entre el “altereuropeismo” y el “euroescepticismo”, ve a esa Unión Europea como el lugar de desintegración de los Estados-nación opresores de las naciones auténticas y milenarias que verían su oportunidad de secesionarse de estas, y a la vez, tener un gran paraguas en una “Europa de las regiones”.

Se puede comprobar fácilmente estas diversas variantes de la ideología europeísta en las diferente formaciones políticas de nuestro país, así como en medios de comunicación, laboratorios de ideas, etc.

Eurorealismo, o Europa no es la solución

Desde nuestra posición defendemos lo que se puede denominar como “eurorealismo”. Esto es, mirar con los ojos limpios de las legañas del macizo o nebulosa ideológica europeísta para romper los cuentos y mitos de la misma:

    1. Para España, la pertenencia a la UE supone la entrada en un club claramente hegemonizado por Alemania en donde se ha sellado una alianza a prueba de fuego, aunque en posición subalterna, de nuestras clases dominantes con las clases dominantes del eje franco-alemán, y cuyo peaje tanto con los fondos de cohesión en los años ochenta y noventa del siglo pasado, o con los fondos europeos de ahora, con su albultada chequera, es la conversión de España en un economía política basada en  servicios de bajo valor añadido como destino para los vástagos de la clase obrera industrial producida en el desarrollismo franquista de los sesenta o de la población migrante que, en gran número, llega a partir de mediados de los noventa; en un débil sector público empresarial y social que, con todo, sirve como nicho de mercado laboral para sectores de la clase profesional y directiva asalariada (con sus más jóvenes generaciones socializadas en los erasmus); y cierto sector industrial en manos, y bajo los intereses, de Estados Unidos, Francia y Alemania. España es así un país claramente periférico dentro del contexto europeo, que despertó del supuesto generoso maná europeo de los años ochenta y noventa con la crisis del 2008 y el crack del modelo económico que ese mismo maná en parte subvenciono, con el brutal ajuste del “rescate” europeo con Rajoy. Todo parece indicar que estamos ahora ante un nuevo maná, a otra entrada en lo mismo.
    2. La Unión Europea se mueve al son de las necesidades de Alemania, que va construyendo una división europea del trabajo entre ellos y su hinterland centro-norte europeo, como el centro con el este y el sur de Europa como periferias, para mayor gloria de su producción y exportación industrial. Así, la UE no es más que un nuevo intento de una reunificada Alemania en ser una potencia, eso sí, incorporada a la globalización unipolar estadounidenses tras la caída de la URSS y su bloque, manteniendo su sumisión diplomático-militar al Imperio mientras el Tío Sam les dejaba a los teutones tener su coto de caza europeo a la vez que compraban a espuertas energía rusa y exportaban a China. Hasta ahora…

Tras la Oda a la Alegría, pues, resuena el “Deuschland uber alles”, sin ninguna posibilidad real de ir a ningunos Estados Unidos de Europa o una Confederación de naciones.

¿Qué hacer? España no es problema, tampoco la solución

Vivimos tiempos convulsos en donde se están entrecuzando tres momentos de transición o pasos del Rubicón a otras lógicas, regularidades o ciclos. El primero tiene que ver con los ciclos Kondratieff/ Schumpeter/Pérez de auge y decadencia del modo de producción capitalista espoleado por las revoluciones tecnológicas. El segundo es el paso de una potencia hegemónica a otra en el sentido de Arrighi, con su “trampa de Tucidides” incluida y el fantasma de una posible destrucción nuclear mutua. El tercero es la posibilidad de la transición del capitalismo como modo de producción dominante a otro (¿estatista?) con una nueva clase dominante. Todo esto se puede sintetizar en el conflicto principal que marcará el presente siglo XXI, el de la emergente globalización con características chinas frente a la declinante, pero resistente (y quizás resurgente) globalización occidental dirigida por Estados Unidos.

Una u otra globalización (y precisamente la UE es el ejemplo más avanzado y a la vez fallido de ello, en ese caso bajo las faldas de la globalización norteamericana) requieren de la formación de escalas geográficas, demográficas, económicas, políticas, militares, etc., a nivel continental, o incluso transcontinental, en las cuales la gran mayoria de los estados-nación deberán agruparse en organizaciones internacionales o supranacionales, las cuales tendrá que tener cono una de sus condiciones de posibilidad que haya una trayectoria histórica y cultural común detrás, todo lo cual arroja unas cuantas plataformas potenciales en nuestro mundo para ello.

Teniendo esto en cuenta, y a pesar de los muchos problemas que tiene España, no consideramos a nuestro país un problema que tendría la solución en una UE Federal, confederal o de las regiones, sino que podría tener una solución, más que complicadísima pero no imposible, en una de esas plataformas posibles por nuestra propia historia. Y más teniendo en cuenta que la globalización con características chinas busca construirse y llevarse a cabo con China como centro y todos aquellos “perdedores“, ya no sólo de la actual globalización estadounidense, sino también de la británica; es decir la “anglobalización” que ha dado forma al mundo de los ultimos 250 años. “Perdedores” que, antes de esa “anglobalización” capitalista de la llamada modernidad, fueron “ganadores” y aliados en la primera globalización. Pero esto se desarrollará en otro momento.

Editorial: Rusia

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la rusofobia, un fantasma con historia. Todo lo ruso ha de ser cancelado, censurado; medios de comunicación, artistas, exposiciones, lo que sea. Una campaña mediática unánime de derecha a izquierda, compartiendo un guion del que aquellos que se distancian mínimamente, ya ni hablamos de quienes lo critican y proponen otro, corren el serio peligro de ser estigmatizados y expulsados del debate público sin contemplaciones.

Un relato oficial que no se sonroja ni lo más mínimo por la flagrante doble vara de medir. Si una invasión, guerra o agresión militar no trae la bandera de Estados Unidos o de sus adláteres de la OTAN y la UE, y además viene de un considerado enemigo, en este caso Rusia, entonces se podrá sancionar para intentar desconectarlo del mercado occidental con la intención declarada de destruir su economía y propiciar una caída de su gobierno. Se aceptará el envío de armas a los invadidos, incluyendo a grupos neonazis, a los que se blanquea; se cancelará todo lo que tenga que ver con el Estado invasor, y se señalará a cualquier analista que no se alinee con el relato oficial. Ahora pónganse ustedes a imaginar en hacer todo eso a Estados Unidos o Israel, ¿verdad que resulta inconcebible?

Nosotros no vamos a caer en condenas ni admoniciones que nos recuerdan a aquello de Stalin sobre las divisiones que tenía el Papa. Estiraron la cuerda con Rusia e ignoraron sus fundamentadas razones históricas y geopolíticas y, al final, y Putin lo sabe, la paz es la paz de los vencedores. Esa es la realidad de la geopolítica: una dialéctica entre potencias o Imperios. La “trampa de Tucídides”. Esa realidad es el motor de la historia, a través de la que se expanden los modos de producción con más potencia para desarrollar las fuerzas productivas, con sus clases dominantes correspondientes. Esa dinámica nunca desapareció, siempre ha estado ahí. Tras la caída de la URSS, Estados Unidos se quedó solo. Hasta 2008. Hoy, ningún análisis geopolítico puede ignorar a una ascendente China, en la que Rusia se apoya económicamente, y que se sitúa frente al declinante Imperio estadounidense y sus adláteres, eso que se llama Occidente.

En este escenario, ¿qué puede hacer España? Y, puesto que los intereses no siempre coinciden, dejemos a un lado Europa y Occidente. ¿Qué puede hacer España en el nuevo mundo que ya está aquí? ¿Cuál es nuestro lugar y con quién? ¿Hay algo fuera del seguidismo a Berlín, Bruselas o Washington, más allá de donde (mal)estamos? Intentemos analizar las posibilidades, siguiendo a Spinoza: “No hay que reír ni llorar ni indignarse, sino simplemente comprender”.

Tiempos de ruptura

Vivimos un tiempo histórico, un auténtico parteaguas donde se anudan varias tendencias estructurales. Dos de ellas que tienen que ver con el modo de producción capitalista y una tercera que ha atravesado todos los modos de producción anteriores.

La primera tendencia enraizada en el modo de producción capitalista es el momento de transición de una fase B a una fase A de un ciclo Kondratieff, es decir, el paso de una fase de poco crecimiento y crisis recurrentes a otra de fuerte crecimiento y crisis más suaves y menos frecuentes. Otros autores, como Carlota Pérez o Schumpeter, hablan del fin de una fase de destrucción creativa, por la aparición y expansión de un nuevo paradigma tecnoeconómico, y el inicio de una fase de construcción creativa, por el isomorfismo de un nuevo entorno socio-institucional fundado en ese paradigma tecnoeconómico.

La segunda predisposición es la de los ciclos de potencias hegemónicas de Arrighi, que identifica las etapas históricas del modo de producción capitalista. Concretamente estaríamos en el paso del orden mundial hegemonizado por una potencia al de otra; o en la hegemonía de la misma, pero con un proceso de renovación para mantenerse. En cualquier caso, habríamos superado el momento de crisis hegemónica y nos encontraríamos en el colapso de la misma.

La tercera tendencia estructural, que va más allá del capitalismo, y puede encontrarse en otros modos de producción, es la llamada “trampa de Tucídides”. El griego narró el choque entre el declinante Imperio ateniense y la ascendente Esparta que sacudió a las polis griegas en el siglo V a.C. La disputa se decidió en la guerra del Peloponeso. La “trampa” que identificó Tucídides es la dominación de una ley de hierro que lleva inevitablemente a la guerra. Otros ejemplos de esta dinámica en la etapa de producción esclavista son la guerra entre el ascendente Imperio alejandrino/macedonio y el declinante Imperio persa o las guerras púnicas entre el ascendente Imperio romano y Cartago. Hoy la disyuntiva se plantea entre el declinante Imperio estadounidense y el ascendente Imperio chino, con Rusia en el medio.

Futuribles posibilidades para Rusia

Hacer prognosis es algo muy arriesgado, ya que la bola de cristal no existe, pero partiendo de las tendencias estructurales y las regularidades históricas, como las señaladas, sí se pueden esbozar posibilidades para el medio-largo plazo.

Un futurible tiene que ver con el tipo de régimen económico y político que se pueda dar en Rusia. Desde Occidente se fantasea con la posibilidad de quiebra y caída del putinismo y una especie de vuelta a la Rusia decaída y sumisa de Yeltsin, incluso con la fragmentación y balcanización de Rusia que ya se apuntaba en la etapa de Yeltsin con el conflicto checheno. Este sería un escenario plausible si la guerra de Ucrania se convirtiera en una ratonera para Rusia, su Vietnam, un conflicto que le drenara dinero y vidas, así como derrotas militares, unido al daño económico de las sanciones, la falta de inversión y de demanda occidental.

Otro camino es el de una revolución desde arriba, comandada por la actual clase dirigente rusa, que profundizara en el modelo nacional-conservador putinista. La intención sería tomar una dirección más intervencionista o estatista en lo económico, a través de la cual Rusia se embarcaría en la conversión de su actual estructura económica, muy dependiente de las rentas energéticas, hacia una que desarrolle las fuerzas productivas a través de unas planificadas inversiones en industria high-tech y servicios orientados al mercado interno y al asiático.

Sobre esa Eurasia, el analista Glenn Diesen apunta a las intenciones rusas de encarnar al Imperio Mongol que unificó esa Eurasia entre los siglos XIII-XIV. De uno de los fragmentos tras la caída de este -la horda de oro- emergió el Principado de Moscú, que se convertiría en el Zarato de Rusia. Las posibilidades de su recuperación son más que complicadas y todo apunta a que Rusia se posicionará más bien como el hermano pequeño de ese Imperio mongol, China. En ese futurible, Rusia podría aspirar a ser un actor fuerte, con voz y voto, con su propio espacio de influencia en buena parte de lo que fue la URSS y con la capacidad de balancear a China mediante alianzas con India, Irán o Turquía, por citar algunos ejemplos.

El último de los escenarios es el más sombrío. Una situación en la que el conflicto ucraniano se encone o quede mal cerrado y en el que acabe interviniendo más directamente la OTAN o países rusófobos como Polonia para intentar llevar a cabo sus propios planes expansionistas en Ucrania. En ese contexto, el uso de armas nucleares estaría asegurado, algo que también podría ocurrir en el supuesto de un conflicto entre China y Taiwán. En el paso de una guerra fría, en la que ya estamos inmersos, a una caliente solo nos quedaría esperar que el recurso a armas nucleares se limite a un uso táctico y no acabe en una destrucción total.

¿Y España?

Imaginen que el “gobierno más progresista de la historia” se hubiera acercado a las posiciones más prácticas de Macron, que hubiera intentado dialogar con Putin, que se hubiera ofrecido para mediar entre Ucrania y Rusia, que hubiera alzado su voz en la UE y en la OTAN por una salida diplomática antes y durante el conflicto, que hubiera intentado buscar una solución junto a los países hispano/iberoamericanos, con los del sur de Europa, hasta con China, y todo ello como diría Fraga: “sin tutelas ni tu tías”. Pues dejen de imaginar.

El “gobierno más progresista de la historia” ha sido y es uno de los mas acérrimos adherentes a las posiciones otanistas y proestadounidenses en el conflicto, más papistas que el Papa o el Tío Sam. Hasta el punto de arrodillarse en el problema saharaui ante unos desleales y amenazantes vecinos marroquíes, tirando por el suelo cualquier interés nacional en el altar de los intereses estadounidenses y franco-alemanes en la zona ante la nueva situación. El conflicto ha dejado momentos de sonrojo como el aplauso en pie a un Zelensky que acababa de ilegalizar a todos los partidos de izquierda ucranianos, las vergonzosas alabanzas al mismo por su alusión al bombardeo de Guernica mientras se mandan armas que acaban en manos del batallón Azov, neonazis insertados en la policía y ejército ucraniano. ¡¡Toda una alerta antifascista!! El concepto gramsciano de “transformismo” viene como anillo al dedo para la supuesta pata izquierda del “gobierno más progresista de la historia”.

El “no a la guerra” de Irak, que algunos de ellos traen a colación, demuestra la visión de paz que tienen. Una paz abstracta, con ecos en el “Imagine” de Lennon o el idealismo kantiano, una simple conciencia limpia y falsa, alejada de una concepción materialista de la historia. La paz es concreta. A lo largo de la historia ha habido períodos de paz, bajo el manto de diferentes órdenes imperiales, con sus clases dominantes y sus dominantes modos de producción: la “pax persa”, la “pax romana”, la “pax de los califatos islámicos”, la “pax hispánica'”, la “pax mongolica”, etc. ¿Cuál es la paz que esta sedicente izquierda defiende ahora?

Es más que evidente que su parapeto es el de la “pax estadounidense” o la “pax europea” que, a fin de cuentas, por su incapacidad para ser autónoma viene a ser lo mismo. Un mínimo esperable de quien se dice de izquierdas sería que defendiera esa “pax estadounidense”, “pax europea” o, incluso, “pax occidental” desde un posicionamiento marxista eurocomunista o socialdemócrata originario, que sostuviera que esas naciones occidentales cuentan con las condiciones para superar el capitalismo y, a partir de ahí, irradiar al resto del globo. Quizás así, merecerían algo de respeto. Pero todo su anhelo es el de ser la patita izquierda de un nuevo modelo de acumulación capitalista semáforo o versión light del Estado emprendedor e inversor social, en el que la “pax estadounidense”, con sus adláteres de la UE/ OTAN, se mantenga hostil frente al empuje de la “pax china”, con aliados como Rusia. A ello se entregan, sin proyecto para España. Un Estado que se queda sin opciones, más cada vez más dependiente y sumiso económica y políticamente y un creciente riesgo de fragmentación. Quizá estemos a tiempo de que la lucha sea fructífera, de articular algo en este momento histórico de colapso de la “pax estadounidense”, acelerado por la invasión de Rusia en Ucrania, y de abrir una ventana de oportunidad para salvarnos en una balsa de piedra.

Marx, el socialismo en China y nosotros

¿Por qué es el Partido Comunista de China capaz? ¿Por qué es el socialismo con características chinas tan bueno? La razón última es que el marxismo funciona.

 

Xi Jinping, discurso por el 100 aniversario del PCCh, julio 2021.

En un artículo anterior intenté describir la estructura de clases en China. Hoy intento hacerlo desde la perspectiva de las relaciones del Partido Comunista de China con Marx y el socialismo.

Marx en Pekín

La utilización de Marx por el Partido Comunista de China para justificar y/o legitimar su práctica política puede ser interpretada como un mero ardid ideológico para ocultar unas políticas que en realidad no tendrían nada que ver con el de Tréveris. Esta postura está presente en muchas de las críticas a China desde la “izquierda”. Pero aquí voy a tomar muy en serio la adscripción marxista de la dirigencia china y voy a identificar a China como heredera y deudora del barbudo alemán.

Desde el giro de timón de Deng hace cuarenta años, la dirigencia china ha abrazado una lectura o interpretación del marxismo contraria a la “voluntarista” o “izquierdista”, que habría sido la de Mao (sobre todo en su última etapa, primero con el “gran salto adelante” y luego con “la revolución cultural”). La interpretación o lectura de Marx desde Deng hasta ahora podríamos denominarla “objetivista” o “derechista”, en cuanto abraza las lecturas o interpretaciones de Marx (y tan presentes junto a sus contrarias en la propia obra de Marx) más deterministas, tecno-economicistas-productivistas. O, lo que es lo mismo, la primacía del desarrollo de las fuerzas productivas (medios de producción, incluyendo ciencia, tecnología, fuerza de trabajo y recursos naturales/energéticos) sobre la primacía de la lucha de clases. De los dos marxismos que identificaba Gouldner, el “crítico” y el “científico”, el ala derecha del Partido que se hace con el poder desde Deng hasta ahora se acoge al segundo. Aquí también viene a cuento la dicotomía que hace David Priestland entre “comunismo romántico” y “comunismo tecnocrático”, siendo este último el de la dirigencia china posterior a Mao.

Deng puso encima de la mesa la “fase primaria del socialismo”, en la que la dirigencia china dice que aún se encuentra el país; una especie de transición a la transición (es decir, al socialismo propiamente dicho o transición al comunismo) en la que la prioridad absoluta es el desarrollo de las fuerzas productivas de la nación con todos los instrumentos posibles. De ahí el famoso dicho de Deng: “da igual que el gato sea blanco o negro con tal de que cace al ratón”; es decir, la introducción de la producción de valor y plusvalor, el mercado y dos modos de producción: el capitalista y el mercantil simple. ¿Pero qué es esa “fase primaria del socialismo” y qué tiene que ver con Marx?

Los socialismos según Marx y el socialismo chino

John Ross, un economista marxista inglés, profesor de la Universidad Renmin de China, contextualiza esa “fase primaria del socialismo” dentro de lo que Marx llamó “fase inferior del comunismo” en la Crítica al programa de Gotha. Es decir, una fase de transición entre el capitalismo y el comunismo en la cual ambos modos de producción coexisten con ese comunismo en minúsculas (o en su “fase inferior”), siendo este dominante. Esto es lo que Lenin (no Marx, ni Engels) denomina “socialismo”. Además de las diferencias terminológicas con Marx, hay una cuestión clave: para Marx la superación del comunismo por el capitalismo solo sería posible en las naciones capitalistas más desarrolladas, pero en el siglo XX fueron los “eslabones débiles”, en Rusia o China, entre otros, donde se produjo la revolución. Por lo tanto, la transición entre modos de producción se complicó enormemente. De ahí que esa fase “primaria” en China tenga todo el sentido marxista, al menos desde la perspectiva marxista que da primacía al desarrollo de las fuerzas productivas.

Y, de nuevo con Lenin, el capitalismo de Estado. Siguiendo esa línea, Mcnally caracteriza el “reformado” capitalismo de Estado del siglo XXI tomando en cuenta la variedad de especies que conforman ese género: no es lo mismo el islamo-teocrático de los del Golfo Pérsico, el conservador ruso de Putin, el socialdemócrata noruego, el “liberal” de Singapur, o el “socialista” chino. Pero todos ellos tienen coincidencias en su inserción en el mercado mundial, en el hecho de que aplican la lógica capitalista a sus empresas públicas (fondos soberanos de inversión, fondos de pensiones, holdings de empresas públicas, etc.) y en la importancia de un potente sector privado favorecido por el Estado para competir internacionalmente, como también favorecen a las empresas públicas para lo mismo. El capitalismo de Estado chino sería uno de los más exitosos de todos ellos.

Uniendo todo esto con el marxista estadounidense Erik Olin Wright y su teoría sobre los posibles futuros poscapitalistas y la interpenetración entre modos de producción, podemos tener una mirada de la deuda y la herencia marxista del “socialismo de mercado chino” y su “fase primaria del socialismo” como una especie exitosa del género capitalismo de Estado 2.0, cuya especificidad es su pasado socialista (estatista de partido único) que marca la dominancia de ese modo de producción estatista sobre el capitalista (u otros como el mercantil simple), aunque ese capitalismo también imprima su lógica en el estatista (D-M-D’). Un modo de producción estatista que se dio de forma plena en la URSS y en la China de Mao, cayendo en ambos casos por sus contradicciones sistémicas, con la diferencia clave entre la URSS y China de que estos últimos han conseguido reformarlo y salvarlo a través de esa “fase primaria del socialismo”.

Pero no podemos acabar de caracterizar ese “socialismo de mercado chino” en su fase “primaria” si nos dejamos otro texto de Marx (y Engels), el Manifiesto Comunista. En uno de sus apartados, nos describen y critican una serie de “socialismos” con bases sociales y teóricas determinadas a los que tiran por la borda frente al suyo propio (aclarando que tanto Marx como Engels abjuraban del término socialismo y preferían comunismo, aunque Engels también denominara socialismo al suyo, pero siempre con el apellido “científico”).

Partiendo de esto, podemos definir el “socialismo chino” como uno de esos socialismos que Marx y Engels no hubieran aceptado como suyo por: 1) su base social, ya que no es el proletariado la clase dominante sino la clase profesional y directiva asalariada encuadrada en el Partido Comunista y organizaciones políticas y sociales satélites del mismo; y 2) el hecho de que, en China, se considera el modo de producción socialista como un modo de producción en sí mismo y no un mero medio para la transición a un comunismo –para Marx, en la Crítica al programa de Gotha, esa transición era una coexistencia jerárquica entre el modo de producción capitalista y el comunista, la cual ni siquiera llama socialismo, sino “fase inferior del comunismo”– que en China ni está ni se le espera. A ese modo de producción socialista a lo chino se espera llegar en 2049, tras la fase “primaria” en la que llevan desde finales de los setenta.

Pero, a la vez, y esa es la paradoja, ese “socialismo chino” es deudor y heredero de Marx, ya que, como hemos visto, la dirigencia post-Mao se basa en la lectura e interpretación más determinista, tecno-economicista-productivista de Marx (o la primacía de las fuerzas productivas) para, con su mezcla de planificación y mercado, estatismo y capitalismo,1 ser uno de los ejemplos más exitosos del capitalismo de Estado 2.0 y gran rival geopolítico de Estados Unidos a un nivel que nunca pudo ser la URSS. Otra paradoja es que este “socialismo chino” estaría llevando a la práctica un modelo económico (aunque obviamente no político) muy cercano al que aspiraba lo que se llamó a finales de los setenta el fracasado “eurocomunismo”, quizás porque comparten ambos esa clase profesional y directiva asalariada como la que se encuentra detrás de ambos llevando el marxismo a su ascua.

El socialismo chino y nosotros

A diferencia de la URSS que tenía un carácter expansivo y consideraba su modelo como algo a extender –y lo hizo manu militari–, China mantiene su trayectoria histórica de Imperio del Centro (significado del nombre del país) y, por ello, su expansión internacional no es centrífuga, como la soviética, sino centrípeta. Hoy, se considera el Sol de un sistema en el que los demás países (o alianza de países) del resto del mundo giran a su alrededor por la fuerza gravitatoria de la “nueva ruta de la seda”. Ni quiere imponer su modelo, ni tiene necesidad de entrometerse en sus asuntos internos, ni política ni militarmente. Eso sí, esos otros Estados-nación (o alianzas supranacionales entre Estados-nación) sí pueden tomar como ejemplo tal o cual política, económica o de cualquier otro tipo, de China con el fin de adaptarla a su entorno, cosa que China tampoco va a tratar de impedir. Además, las diferentes inversiones chinas en el extranjero son más favorables para los países receptores en Asia, África o Hispano/Iberoamérica en comparación con las de Estados Unidos u otras potencias occidentales. Así, en otra diferencia con la URSS y su bloque, China está conectada al mercado mundial (es el principal socio comercial de la gran mayoría de las naciones del mundo, principal receptor de inversión extranjera y uno de los principales inversores en el mundo), pero lo hace desde esa posición señalada y, con ello, plantea una globalización alternativa a la que ha sido la globalización dominante desde el fin de la URSS hasta ahora; la de Estados Unidos y sus aliados.

¿Qué puede significar esto para la posibilidad ardua de un proyecto de izquierdas a la altura de los retos del presente aquí en España? Esto se puede empezar a contestar haciendo frente a un debate mal planteado que se repite cíclicamente en nuestro país.

China ha progresado –y de qué manera–, pero los chinos tienen y cultivan patria, familia, tradición, seguridad, orden. Si allí ha habido, y hay, un progreso objetivo, un desarrollo de las fuerzas productivas, unas nuevas generaciones que, desde luego. viven mejor que las anteriores, si son la única alternativa al bloque anglogermánico… entonces, si, en esos marcos señalados, la solución solo puede ser “reaccionaria” o “roji-parda”, según algunos, ¿Es China reaccionaria? El progreso, entonces, ¿lo conforman la socio-liberal Suecia, la Alemania de una posible coalición “semáforo”, los Estados Unidos de Biden y, claro, el sanchismo/yolandismo/errejonismo aquí en España? La respuesta es un no.

La cuestión no es ser “nostálgicos” u “obreristas”, pero ni mucho menos sumergirse en el clasemedianismo posmoprogre antiobrero que anega a la inmensa mayoría de la “izquierda” realmente existente en el mundo occidental en general y en España en particular.

A mi juicio, la única clase social con potencial para ser la nueva clase dirigente y hegemónica, basada en una formación social en donde el modo de producción dominante es el estatista y donde otros modos de producción que seguirán existiendo (como el capitalismo o el mercantil simple) están subordinados a ese (y esto es el único “socialismo” posible, eso es China). Esta clase es la profesional y directiva asalariada.

Pero para lograr eso, unas fracciones de la misma deben tener más peso que otras y, además, estar unida y encuadrada por un Partido (o varios partidos, además de organizaciones sociales de diverso tipo) con unos fundamentos teóricos, ideológicos y filosóficos que no son la ideología posmoprogre, que viene a ser la ideología espontánea de esta clase en occidente, sobre todo la de ciertas fracciones de la misma. En esto soy muy leninista. Para el líder de la revolución bolchevique, si el proletariado no estaba organizado por el partido (el “Príncipe moderno” de Gramsci) era, como mucho “tradeunionista”; es decir, reformista-socialdemócrata. Lo mismo pasa para esta clase profesional y directiva asalariada. Si no está organizada por el partido (o varios partidos y organizaciones de diverso tipo), la ideología y el proyecto adecuados, no puede cumplir su potencial (por ejemplo, su potencial como “capital humano”), y, como mucho, es “semáforo” (socialdemócrata/verde/liberal).

¿Qué queda para la clase obrera, tanto la “vieja” industrial como la “nueva”, de servicios? No ser una masa de maniobra para tal o cual fracción de la clase profesional y directiva asalariada en sus disputas internas, o de alguna de estas fracciones en sus disputas con la clase capitalista o tal o cual fracción de esta o viceversa. Su lugar tiene que ser el de aliado subalterno, sí, pero aliado en un bloque de poder con la clase profesional y directiva asalariada (con las mejores condiciones laborales y sociales, así como con igualdad de oportunidades real para que haya movilidad social de los hijos e hijas de la clase obrera a la otra clase de asalariados). Aliados, pues, en un proyecto de “socialismo” a lo chino, eso sí, sin copia ni calco, sino amoldado a las características, peculiaridades, trayectoria histórica, etc., de las distintas formaciones sociales o Estados-nación (y las necesarias alianzas entre ellos para articularse en las escalas geográficas y demográficas globales en la actualidad, que es la de una China, una Rusia, unos Estados Unidos, una India, etc.) Es decir, un bloque continental supranacional (que para España ni empieza, ni termina, ni tiene solo que ser el de la UE (o IV Reich) que navegue en un mundo en donde no hay, ni habrá, desglobalización, sino choque entre la globalización con centro en el Imperio del Centro –es decir, China– y la globalización de Estados Unidos y sus aliados. O ese socialismo aquí descrito, con todo lo inmensamente difícil que es, o, el más probable, capitalismo semáforo 2050 al que parece dirigirse el bloque anglo-germánico y, dentro del mismo, España.

  1. También hay que decir que otras escuelas económicas complementan a esa versión del marxismo en China, como la desarrollista, la schumpeteriana o el Keynes de la “socialización de la inversión”.


Javier Álvarez Vázquez es obrero (auto)ilustrado, técnico de sonido, diseñador gráfico, repartidor de propaganda, camarero, comercial, y desde hace unos años empleado en la FSC CCOO Madrid. Quinta del 72, marxista sin comunismo a la vista para nada, comunista sin partido; por lo tanto, un Ronin o un samurai sin señor, viejo rockero hasta el fin. Presidente de la Asociación La Casamata y director de la revista La Casamata.

Leyendo China desde España en 2021

Libros reseñados:

  • Ríos, Xulio. La metamorfosis del comunismo en China. Ágora K, 2021.
  • Feijoo, Claudio. El gran sueño de China. Tecno-socialismo y capitalismo de Estado. Técnos, 2021.
  • Parra Pérez, Águeda. China, las rutas del poder. Edición propia, 2021.

La literatura reciente sobre China en España ofrece una variedad creciente de trabajos elaborados por académicos, periodistas y especialistas de diferentes sectores. El irresistible ascenso del gigante asiático como gran potencia justifica ese interés, pero también las relaciones bilaterales, tanto las políticas (que gozan de buena salud) como las económicas. Con respecto a estas últimas, China fue el único destino importante en el que crecieron las exportaciones españolas durante la fase más dura de la pandemia –casi un 20% entre enero y septiembre de 2020– y es ya su segundo destino fuera de la Unión Europea gracias, especialmente, al interés que despierta en ese país la industria agroalimentaria española.

En este contexto, en España existe una literatura actualizada que puede brindar a los actores sociales interesados análisis rigurosos acerca de los fundamentos y las dinámicas subyacentes a la irrupción de China. Un conocimiento propio de los fenómenos es una condición para la existencia de una política autónoma. El conocimiento existe; la definición de nuevos planteamientos políticos en España, sin embargo, parece que tendrá que esperar.

A través de las tres obras seleccionadas se puede concluir que existe una manera de ver a China desde España que se aleja de los prejuicios mediáticos habituales. Los autores hacen un esfuerzo por conocer la realidad histórica y social a partir de sus protagonistas, sus motivaciones y las estructuras en las que se mueven. Se alejan así de la tentación de aplicar mecánicamente esquemas que tienen menos que ver con la realidad que con complejos nacionales ajenos, como la narrativa del neorrealista norteamericano John Mearsheimer, basada en la Trampa de Tucídides. En los trabajos de Ríos, Feijoo y Parra, el tratamiento de la realidad china es multidimensional, transdisciplinar y, sobre todo, matizado. En ellos, la atención al detalle no está reñida con los contextos internacional y estructural, muy presentes en todos los casos, aunque hilados con estilos y enfoques diferentes.

Con La metamorfosis del comunismo en China, Xulio Ríos ofrece un detallado repaso histórico del Partido Comunista Chino (PCCh) en la celebración de su primer centenario y lo enlaza con el proyecto actual de esa organización, bajo el liderazgo de Xi Jinping, de construir una sociedad “modestamente acomodada”. Las vicisitudes de la turbulenta historia del PCCh son diseccionadas por un autor con una larga trayectoria que le acaba de hacer merecedor del premio Casa Asia 2021 en la categoría de Cultura y Sociedad por su trabajo en “la construcción de una sinología en lengua española” a través de diversos proyectos como la Red Iberoamericana de Sinología. Ese saber acumulado se pone de manifiesto en un libro bien informado, con una bibliografía rica en fuentes primarias que incluye las obras de los principales dirigentes del Partido Comunista y dos útiles anexos, uno que sistematiza los datos fundamentales de los congresos nacionales y otro que hace una relación de sus principales figuras con datos biográficos básicos.

El libro está dividido en cuatro grandes bloques. Los tres primeros abordan la historia del PCCh en tres períodos: la larga fase del sovietismo al maoísmo, la etapa del denguismo y las líneas políticas y problemas del xiísmo. El estilo de estos bloques –que ocupan más de tres cuartas partes de las 435 páginas del libro– es directo y con muestras de erudición por parte del autor. Su atención a los detalles en la explicación de contextos complejos impide que el libro pueda ser caracterizado como una obra introductoria para quienes no conozcan, al menos, los aspectos básicos de la historia china y del sistema internacional en el siglo XX. El autor consigue explicar cómo una organización con una historia turbulenta y, por momentos, errática ha culminado con el afianzamiento de China como gran potencia gracias, en buena medida, a la preservación de los postulados fundacionales del Partido, caracterizado por Ríos como la “última dinastía” china (p. 5). Esa dinastía, que rompe con una tendencia histórica de aislamiento del exterior, tiene un carácter “orgánico” (la primera de ese tipo, como señala Ríos, p. 402) que ha permitido la continuidad de la cultura política tradicional en una tendencia secular.

La consolidación de esa dinastía orgánica tiene sus orígenes en la propia incepción del Partido, en un contexto de rechazo la intervención imperialista y de defensa de la propia experiencia revolucionaria frente al modelo soviético. En la explicación de episodios críticos durante el maoísmo, como la Larga Marcha, el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, el autor huye de cualquier tentación de fetichizar las justificaciones ideológicas esgrimidas en cada caso; en su lugar, hace hincapié en las luchas entre facciones dentro del Partido. Si la ideología encuentra su lugar en el relato –en el maoísmo se trata de la síntesis entre antiimperialismo, el rechazo de las tradiciones ideológico-culturales tradicionales como el confucianismo y la épica de la lucha armada– es por su importancia en la justificación de las acciones de las facciones y por su capacidad para explicar las líneas de continuidad y ruptura en la historia de la organización.

La segunda parte, sobre el denguismo, sintetiza el modo en que el Partido superó la turbulenta fase del maoismo y logró cohesionarse a través de la democratización interna, el fin de la exaltación ideológica y la descentralización y autonomía en la toma de decisiones económicas, en un proceso de apertura que implicó, entre otras características,  creación de las primeras zonas económicas especiales:

La insistencia en el desarrollo de las fuerzas productivas sepultó la idea anteriormente predominante de insistir en hacer la revolución solo por la revolución; se trataba ahora de cambiar las relaciones de producción, la superestructura y las formas de administración, un profundo cambio apegado a la realidad de partida y con el horizonte claro del mismo empeño modernizador que abrigaron los ilustrados chinos del siglo XIX (p. 125).

Y todo ello sin realizar privatizaciones masivas, sino mejorando el funcionamiento de las empresas públicas en un sistema “híbrido en el que conviven formas propias o comunes, tanto del capitalismo como del socialismo, y ya sea a nivel económico o social” (p. 176). La modernización y la exclusión de la ideología como justificación de las luchas internas facilitaron una larga fase de estabilidad que permitió no solo los relevos en la cúpula del Partido, sino también cambios graduales en la estrategia de desarrollo del país. Así, en los años 2000 se abrió una fase de refuerzo del consumo interno, reducción de la dependencia del comercio exterior e incremento del sector de investigación y desarrollo, dinámicas, todas ellas, que sentaron los pilares del xiísmo.

En la tercera parte, Ríos detalla los aspectos críticos de la fase actual, sintetizados en las “cuatro tareas integrales” presentadas por Xi Jinping en 2014: la consecución de una sociedad modestamente acomodada, la profundización de la reforma económica, el consolidación del gobierno a través de la ley –o neolegismo– y el refuerzo de la autoridad del partido. En contraste con la etapa de Mao, señala el autor,

La modernización, o el sueño chino de la revitalización del país [a través del desarrollo tecnológico], no se entiende al margen de la cultural tradicional que Xi llegó a definir como ‘el alma de la nación’, considerando el resurgir cultural como un requisito previo del rejuvenecimiento de China (pp. 289-290).

Todo ello, sin renunciar a los aspectos ideológicos fundamentales –incluyendo el nacionalismo y el marxismo–, lo que termina dando un carácter ecléctico a la identidad proyectada por el Partido. En esta lógica, la ideología forma parte del proyecto de reafirmación histórica de China y, a la vez, de los cambios internos que ha sufrido la organización. Así, la justificación de la recuperación de la cultura tradicional se consigue en la medida en que las ideas de Xi han adquirido el carácter de ‘pensamiento’, un estadio superior al de las ‘teorías’ desarrolladas por los dirigentes del denguismo. Al poner sus planteamientos al nivel de los del propio Mao, Xi se erige como referente personal del objetivo de finalizar la modernización de China. Como advierte el autor, ello amenza con conformar “un poder absoluto y sin límites, que supondría una notable regresión en el modelo conformado” (p. 403), en relación a la institucionalidad articulada durante el denguismo, que permitió mantener un cierto equilibrio interno tras la inestabilidad vinculada al maoísmo.

El relato histórico y el análisis pormenorizado de los episodios críticos dan paso, en el último bloque, a un análisis que gira alrededor de la idea de continuidad. Intentar contraponer el maoísmo y denguismo, alabando a uno y repudiando al otro, no permite comprender la evolución del PCCh. De este modo, aunque la historia de esa organización no puede representarse en un relato lineal, sí existen características que gozan de continuidad en el tiempo. Aquí destacan el componente nacionalista, el desarrollo social y el empeño en marcar una senda propia en la construcción del socialismo. Las tensiones históricas –sobre la preeminencia de la ideología o el pragmatismo, los estilos de liderazgo o la primacía del igualitarismo social– en realidad contribuyen a explicar lo que el autor denomina “expresiones de evolución” (p. 378), en las que se pone de manifiesto la metamorfosis del Partido y su síntesis actual, caracterizada por una elaboración ideológica ecléctica en la que caben elementos inicialmente rechazados, como el confucianismo; por el significado concreto de la democracia, especialmente valorada en el ámbito local y que, “en una sociedad de [las dimensiones de la china], cuando más se evoluciona hacia arriba en la pirámide político-administrativa, más importancia se le otorga al mérito y otras claves como expresión de la competencia y la mejor elección” (p. 381); y por el equilibrio entre planificación y mercado en un sistema fuertemente influenciado por la iniciativa estatal en la economía.

Con China, las rutas de poder, Águeda Parra hace una atractiva introducción a la realidad social y tecnológica del gigante asiático y sus implicaciones en el sistema político. Parte del atractivo del libro reside en su estructura, que evoca a una enciclopedia en la que, a través de capítulos breves, se desgranan los aspectos críticos que han de tomarse en cuenta para comprender los cambios que están teniendo lugar en el país: desde los cambios generacionales hasta las implicaciones geopolíticas del desarrollo tecnológico chino, pasando por el ecosistema tecnológico-empresarial y las formas de intervención estatal en su desarrollo. Todo ello es posible gracias al hecho de que la autora es capaz de abordar aspectos muy concretos a la vez que los contextualiza en el marco social general. Su formación como ingeniera en Telecomunicaciones (campo en el que desarrolla su carrera profesional en Telefónica), sinóloga y doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid ayudan a explicar el carácter transdisciplinar de la obra, que se divide en cinco apartados sobre la revolución tecnológica y el cambio generacional en China, el papel de las grandes tecnológicas, las contradicciones sociales, el marco político y la proyección exterior de la República Popular.

El orden de los capítulos no es arbitrario. El proyecto tecnológico chino, manifestado en un ecosistema digital propio, solo puede ser explicado en relación al cambio social protagonizado los nativos digitales: más de 200 millones de personas, con mayor y mejor formación que las generaciones anteriores, que crean la mayor parte de las 10.000 empresas que se constituyen al día en China. Se trata de una auténtica vanguardia generacional que expande tendencias y hábitos al resto de la población, incluyendo los pagos electrónicos (que ya son más que los que se hacen con tarjeta) o la incorporación del comercio electrónico a tradiciones más (como el día de los solteros, que hace tiempo superó al Black Friday en ventas online) o menos (como la tradicional Festividad de Año Nuevo) novedosas. Pero las nuevas iniciativas no tendrían lugar si no fuera por los gigantes, que, como señala la autora, “están siendo los principales embajadores de los avances tecnológicos que pretende Made in China 2025” (p. 51), la estrategia de dirección estatal que persigue incrementar la producción nacional de componentes y materiales básicos hasta 70% en ese año. Es justo en este punto en que historias de éxito como las de Alibaba o Xiaomi, que rivalizan en épica generacional con las de Silycon Valley, difieren de las occidentales en la medida en que en Estados Unidos no están subordinadas a un poder político reacio a regular su sector tecnológico. El contraste es aún más claro si se compara la estrategia china con la ausencia de un ecosistema propiamente europeo. En este punto, Parra apunta especialmente a los problemas de financiación y la ausencia de una visión unificada de los problemas globales (pp. 61-62). Más allá del talento y del tamaño del mercado –dos condiciones que cumple la Unión Europea–, la autora concluye que, sin independencia tecnológica, no se pueden desarrollar las capacidades para operar como gran potencia en la actualidad.

La cuestión de la dirección política es un aspecto clave en el desarrollo de estrategias como la mencionada Made in China 2025 o Healthy China 2030 –esta, para la modernización del sistema de salud a través de la inteligencia artificial en un país con escasa disponibilidad de médicos a corto plazo–. Solo así se entiende que, gracias a esta última, las empresas con márgenes de ganancia superiores al equivalente de 2,6 millones de euros deban invertir hasta el 2% de sus ingresos en I+D para el cumplimiento de objetivos nacionales como el aumento de la esperanza de vida y la reducción de las muertes prematuras (p.104). El impulso estatal es aún más claro en la nueva Ruta de la Seda, que requiere un gran despliegue de política exterior para estrechar las relaciones con los Estados en los que invierte en infraestructuras el gigante asiático y que representan el 70% de la población mundial (p. 107). La permanencia del Partido Comunista en el poder no equivale a una continuidad en las políticas más allá de la persona que esté a cargo. Por ello, la autora vincula el crecimiento de la inversión en I+D (clave de bóveda del proyecto chino) a la permanencia en el poder de Xi Jinping más allá de 2023 (p. 97). Por otro lado, Parra presta atención al envejecimiento de la población y el descenso de la natalidad, que potencialmente ponen en peligro la consecución del proyecto de convertir a China en una economía avanzada (p. 90).

El valor de El gran sueño de China. Tecno-socialismo y capitalismo de Estado, de Claudio Feijoo, radica en su capacidad para vincular las grandes tendencias políticas, económicas y tecnológicas con aspectos del día a día de la sociedad china, la cual demuestra conocer en profundidad. Feijoo, catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid (de la que es director para Asia) y codirector del Sino-Spanish Campus de la Universidad Tongji, vive a caballo entre España y China desde 2014. El gran sueño de China es un libro que va sorprendiendo al lector a medida que se adentra en sus páginas por su carácter transdisciplinar; todo ello facilitado por un estilo muy pedagógico y por las recapitulaciones periódicas realizadas por el autor para contextualizar sus explicaciones, que se condensan en la afirmación de que, el sistema chino es:

Una versión hipertrofiada de capitalismo estatal con un soporte cultural y social en el que se insiste hasta la saciedad. Se trata de una economía planificada en el simple sentido de que tiene un plan. Pero no es un plan muy diferente del que tienen las grandes empresas tecnológicas. Resulta que en China el Estado no es el Estado, es una empresa de tamaño monstruoso. Y como toda empresa, compite –y colabora cuando conviene– para conseguir su objetivo fundamental: maximizar sus ingresos y dotarse de una posición competitiva en el largo plazo, incluyendo de forma particular a sus accionistas –su clase dirigente: el PCC–. En una sola frase: dominar el mercado –el mundo – (p. 364).

El libro se divide en cuatro partes que abordan las diferentes dimensiones del plan del Partido Comunista Chino de desarrollar al país basándose en el uso de la tecnología –lo que el autor denomina “tecno-socialismo”– y un epílogo en el que aborda la posición de Europa a la luz de la experiencia China. En la primera parte, el autor pone de manifiesto algunos de los límites potenciales del desarrollo de China como gran potencia –incluidos los riesgos financieros, el no tan rápido desarrollo de la inteligencia artificial y el peligro de estancamiento en una fase en la que se aspira a alcanzar la renta de los países más desarrollados, o “trampa de los ingresos medios”– y los condicionantes históricos, incluido el trauma que supone la memoria del “siglo de humillación” y las sucesivas intervenciones extranjeras en territorio chino hasta la fundación de la República Popular. A renglón seguido, la segunda parte analiza el modelo del tecno-socialismo chino, destacando el alineamiento de la política de desarrollo tecnológico con los intereses del Estado, en contraste con las políticas norteamericana (con el protagonismo del capital privado en el desarrollo tecnológico y del mercado en la transformación de este en bienestar social) y europea (caracterizada por sus la elaboración de estrictos marcos regulatorios desde el momento en que se detectan los avances). En el modelo chino, la política de tutela y apoyo a las empresas para conseguir su primacía en el mercado local y su proyección en el internacional tiene tres aristas: el impulso de la innovación de las industrias emergentes; la protección de campeones nacionales como Baidu, Alibaba, Tencent, Huawei o Didi Chuxing, entre otros; y las relaciones con las grandes tecnológicas extranjeras (sobre todo norteamericanas) con presencia en China. El modelo se fundamenta en unas relaciones sociales “armoniosas”, una aspiración que explica el desarrollo del sistema de “confianza social” (que erróneamente se conoce como de “crédito social”) sobre los agentes económicos –cuyo funcionamiento “no se diferencia mucho de lo que una agencia de rating crediticio haría”, aunque con la diferencia de que, en este caso, el sistema está dirigido por el gobierno (pp. 75-76)– y personas individuales. El autor incide también en el uso de la tecnología para reforzar un cierto “centro” social a través de campañas públicas de corte paternalista y de la adecuación de los algoritmos de las plataformas con el fin de alejar a los ciudadanos de “radicalismos contrarios a los intereses que el partido asigna a su visión social” (p. 84); todo lo contrario que el refuerzo del filtro burbuja que reproduce en las redes sociales en occidente. El autor dedica un sugerente capítulo al uso de la tecnología del blockchain como herramienta de “notarización” con aplicaciones diversas, incluyendo la estandarización del desarrollo de aplicaciones, la verificación en sistemas de pago y operaciones en cadenas de suministros y su uso por parte de las fuerzas de seguridad.

La tercera parte se centra en las contradicciones del sistema y sus implicaciones. La apertura económica ha conllevado la creación de riqueza y la práctica eliminación de la pobreza, pero también el crecimiento de las desigualdades socioeconómicas y entre regiones que intenta ser amortiguado a través del fomento de las cooperativas en el campo y de iniciativas como la creación de hasta 1.500 parques de emprendimiento en zonas rurales. El autor señala en esta parte los riesgos del modelo, como el hecho de que el desarrollo tecnológico se base más en las oportunidades de negocio que brinda internet que en el avance en la creación de tecnologías disruptivas. Otro problema es el de la regulación de los mercados, una necesidad que surge cuando los intereses de los agentes económicos empiezan a chocar con los del Estado. La tentación de resolver este problema a través de la intervención directa de los comités del Partido en las empresas no es siempre posible. La alternativa, apunta Feijoo, ha sido un desarrollo legislativo tan detallado que, en su aplicación, puede poner trabas a la innovación en diferentes sectores de la economía. El autor señala que, a pesar de las ventajas que ofrece la existencia de un liderazgo nacional fuerte y de una sociedad en principio dispuesta a realizar sacrificios, los cambios generacionales y el incremento del nivel de vida hacen que los intereses individuales y de las empresas diverjan de manera progresiva con respecto a los del Estado.

En cuarto lugar, el autor aborda las implicaciones internacionales del modelo. Más allá de la competición, es sugerente la explicación del autor sobre las dinámicas de “co-opetition” –o de colaboración en el desarrollo de los aspectos básicos de las tecnologías a través de centros de investigación de las grandes tecnológicas en el territorio del competidor–, que facilitan el intercambio de conocimiento científico o de desarrollo de normas para la estandarización, como en el caso de las redes 5G. Pero, a su vez, ello se da en un contexto de competición en el desarrollo práctico de esas tecnologías, que van generando ecosistemas aislados que, ya sea por la incompatibilidad técnica, por las medidas proteccionistas o por las implicaciones en el terreno de la seguridad, dan al modelo un barniz de “tecno-nacionalismo”. El autor dedica un espacio aquí a la Ruta de la Seda Digital, que cerraría un “círculo virtuoso” para que China se asegure una balanza comercial positiva a través de la expansión de sus capacidades financieras, la mejora de las infraestructuras, los avances tecnológicos y la expansión de sus capacidades en ciberseguridad, todo mientras consolida su presencia internacional. Se trata de un proyecto que, en último término, facilitaría la expansión de sus campeones nacionales gracias a características como la creación de una “nube china” para almacenar y procesar datos o el desarrollo de redes 5G que permitan a los actores implicados optar por un ecosistema digital propio.

En el epílogo, Feijoo se muestra optimista con respecto al lugar que ocuparía Europa en un mundo crecientemente delineado por el conflicto, fundamentalmente tecnológico, entre Estados Unidos y China y las lecciones que se pueden extraer de la experiencia del gigante asiático. Europa, en el marco de la “autonomía estratégica” que intenta impulsar una parte del establishment de Bruselas, tendría un modelo diferenciado, caracterizado por la regulación del desarrollo tecnológico sobre la base de la primacía de la sociedad civil y los derechos humanos. Además, el autor menciona el liderazgo en sectores tecnolígicos específicos, incluyendo la robótica, la aplicaciones de software industriales B2B (businesss-to-business), salud, transporte, entre otros. Pero, sobre todo, en diferentes pasajes del libro pone en valor el liderazgo europeo en educación y capacidad para la atracción del talento. Todo ello desemboca en una apuesta por una unidad europea que imite los aspectos positivos de China, como la posibilidad de desarrollar respuestas rápidas y eficientes en situaciones de crisis –como se vio con el estallido de la pandemia de la COVID-19–, la capacidad de atraer a los mejores cuadros administrativos disponibles en la sociedad, la planificación a largo plazo y las condiciones sociales que permiten aunar fuerzas en torno a un objetivo común. Todo ello, como se desprende de las referencias en diferentes partes de El Gran Sueño de China, se inspira en los planteamientos de autores como Mariana Mazzucatto o Leigh Phillips y Michal Rozworski sobre las posibilidades de una planificación económica en la que la innovación y la eficiencia tecnológicas no sean independientes del respeto a las libertades individuales.

Un último aspecto a destacar es que El Gran Sueño de China aúna exposiciones eruditas sobre diferentes aspectos del desarrollo del gigante asiático en los últimos años con la experiencia personal del autor. Ese sexto sentido, desarrollado a través del conocimiento directo, permiten ilustrar dinámicas como el desarrollo de nuevas ciudades dormitorio cerca de los grandes polos tecnológicos o el condicionante que supone el comportamiento de la población para el funcionamiento del sistema, como puede ser el hecho de que una parte de los chinos haya aprendido a sacar partido del sistema de crédito social en la medida en que algunas personas utilicen una buena puntuación como reclamo para encontrar pareja más fácilmente. En realidad, la tecnología, en cualquier sociedad, da una orientación al conjunto en cuanto al sistema de valores y pautas de comportamiento. En El gran sueño de China, Claudio Feijoo explica, con gran nivel de detalle, como ese hecho ha sido aprehendido por el Partido Comunista Chino para, a través de herramientas como la inteligencia artificial, la red 5G o el blockchain, reafirmar la misión histórica de una organización que ha devenido en guía de la nación, y que lo ha hecho asumiendo su papel en la reconstrucción histórica del Imperio del Centro. Podemos esperar más análisis en el futuro próximo por parte del autor, que en el prólogo de la obra apunta que se trata de la primera de una trilogía sobre el gigante asiático.

Con perspectivas y estilos diferentes, los tres libros abordan las características, potencialidades, condicionantes y debilidades en el camino de China para consolidarse como gran potencia, sorteando la trampa de los ingresos medios a través de un desarrollo tecnológico con dirección estatal. Mientras Ríos lo hace estudiando la historia del PCCho, Feijoo y Parra se centran en los desarrollos más recientes. El primero, con una visión que podríamos denominar “de arriba abajo”, centrándose primero en el proyecto político y social para, posteriormente, entrar en los detalles de su impacto en la población. La segunda, con una perspectiva “de abajo arriba”, comenzando por el cambio generacional y las dinámicas sociales de la nueva China para, poco a poco, adentrarse en las características del proyecto.

Un aspecto común que se desprende de estas lecturas tiene que ver con la diferencia con la que se trata el factor tiempo en China, en comparación a los ritmos occidentales. Se trata de un aspecto que juega a su favor. Y no deja de ser sorprendente el hecho de que, a pesar de que esa característica parecía ser comprendida –este mismo año desde la Casa Blanca se declaró que la “paciencia” guiará la política norteamericana hacia China– la ansiedad geopolítica agite el avispero de las alianzas occidentales a través de la venta de submarinos nucleares a Australia con el fin de articular una política de contención en el Pacífico.

En esta nueva guerra fría, a diferencia de la anterior –con sus armas nucleares, grandes escenificaciones diplomáticas y enfrentamientos armados indirectos– la competición es visible en la medida en que pueda afectar a los actores económicos, desde las grandes tecnológicas al consumidor final. Sobre todo, si hay una nueva guerra fría, no es tanto por las contradicciones ideológicas (el nuevo contendiente, China, no aspira a exportar su modelo), sino por la ya habitual actitud de Estados Unidos de retornar a la posición de salida de los años cuarenta. Desde Ronald Reagan, no hay presidente de ese país que no aspire a volver a aquella década y soñar con (re)crear un mundo a su imagen y semejanza. Y con cada intento, los norteamericanos van dejando por el camino las ventajas con las que contaba en aquellos tiempos: un bloque histórico cohesionado tras la victoria en la guerra, el cual, con la hegemonía del capital industrial, participaba en la tarea de expandir el poder imperial y no dejaba abandonada a su suerte a las clases trabajadoras.

Con diferencias importantes, el bloque histórico armonioso a día de hoy parece ser el chino, con una dirección política cohesionada y decidida, cuyas iniciativas descansan en los hábitos, ideas y aspiraciones de la sociedad. Los libros reseñados nos hablan de una potencia, China, que, si bien no quiere exportar su modelo político, sí considera que la consecución de los objetivos estratégicos pasa por garantizar su independencia y su preponderancia tecnológica a largo plazo. En ese esfuerzo colectivo están implicadas todas las fracciones sociales bajo el liderazgo del PCCh.


Carlos González-Villa es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Castilla-La Mancha.

La China comunista y Branko Milanović

Hoy, sobre el pueblo chino  pesan también dos grandes montañas, una se llama imperialismo y la otra, feudalismo. El Partido Comunista de China hace tiempo que decidió eliminarlas.

Mao Zedong.

Cuando las cañoneras británicas abrieron fuego contra la flota china en 1839, China entró abruptamente en la época Contemporánea. El estallido de las Guerras del Opio y las subsiguientes guerras contra el poderío extranjero -la de los Boxers, las sucesivas guerras civiles y movimientos sociales contrarios al imperio (los Nian o los Taiping), el Break up of China, las injerencias rusas y la guerra contra la modernizada Japón- acabaron por hundir al Imperio y a la dinastía Qing, poniendo fin al poderío manchú en el “Imperio del medio”.

Las injerencias europeas fueron devastadoras para el modelo socio-económico y político chino. Pusieron al Imperio de rodillas frente a Gran Bretaña, Alemania y Francia, a las que se sumaron Japón, Rusia y EEUU. Las potencias extranjeras se aliaron con los señores de la guerra, que desplazaron del poder al Guomindang dos años después de la Revolución de 1911, e introdujeron las relaciones comerciales desiguales entre las naciones, colocando a China en una posición de dependencia y de endeudamiento. Los bancos chinos no sobrevivieron a las crisis ni a la competencia contra los bancos europeos y la burguesía china tardó tiempo en poder construir sus propias fábricas y negocios adecuados al capitalismo moderno por el peso de la competencia. El comercio de opio, en pleano auge, tuvo un gran impacto en las dinámicas socio-económicas, sin olvidar los enormes cambios que sufrió la infraestructura en las regiones marítimas, como consecuencia de la intensificación del comercio con Europa y los EEUU, o la aparición, en ciertas regiones, del ferrocarril que daba entrada por sus vías a las relaciones del capitalismo moderno. Todo este proceso trastocó las relaciones socio-económicas y produjo un descontento que se manifestó en diversas revueltas y revoluciones, como las mencionadas.

Además de las injerencias europea y norteamericana sancionadas legalmente por los Tratados Desiguales, China debía hacer frente a las relaciones cuasi-feudales que dominaban en el campo. Hasta principios del siglo XX, China era un país mayoritariamente rural. Solo algunas zonas se podían asemejar a las ciudades de tipo moderno, como Cantón o las zonas de la costa china, donde surgieron las fábricas, puertos, ferrocarriles, etc., y donde nació el proletariado moderno. Precisamente Mao era consciente de estas particularidades. Tras unos éxitos efímeros del recién creado Partido Comunista Chino, en 1921, este fue duramente reprimido por las autoridades, lo que empujó a Mao a defender la heterodoxa tesis de trasladar la revolución al campo y considerar a la clase campesina como el sujeto revolucionario.

En 1926, tras la muerte de Sun Yat Sen, fundador del Kuomintag, su sucesor, Chiang Kai-shek, lanzó, con apoyo soviético, una ofensiva victoriosa contra los caudillos del norte. En 1927, Chiang Kai-shek rompió sus relaciones con los comunistas, con los que no pretendía compartir el poder, y dio comienzo a la guerra civil china. El Kuomintang presionó a los comunistas, que se desplazaron hacia el interior y acabaron, tras una derrota gravísima, retirándose en la larga marcha hasta las bases montañosas, donde construyeron un Estado que aplicó una reforma agraria radical. Mao percibió que la desigual distribución de la tierra era el principal problema de China, y que parte de los apoyos que se habían pasado al Kuomintang eran, precisamente, los terratenientes agrarios. Por ello, el PCC se marcó como objetivo prioritario arruinar la base social del Kuomintang y repartir tierras entre los campesinos, mientras los reclutaba.

La guerra civil tuvo que paralizarse ante la ofensiva japonesa y se llegó al acuerdo de alianza entre el Partido Comunista y el Kuomintang, siguiendo el modelo de los Frentes Populares contra el fascismo lanzada por la Kormitern. Durante la Segunda Guerra Mundial, se demostró la corrupción y la ineficacia del Kuomintang, que se desprestigió por sus métodos policiales y represivos, por la lluvia de oro a costa del Estado de las cuatro grandes familias y por su ineficacia militar. Hasta el General Stilwell, asesor de los EEUU en China, se dio cuenta de esta situación y llegó a financiar y armar a los comunistas, hasta que Kai-shek logró que lo relevasen en 1944. Mientras el descrédito del Kuomintang crecía por su incompetencia, los comunistas lograban el efecto contrario. La resistencia, la disciplina y su buen hacer no sólo les otorgaron prestigio en su lucha contra los japoneses, sino que lograron equilibrar la situación frente al Kuomintang. Tanto es así que, en los siguientes cuatro años tras la Segunda Guerra Mundial, los comunistas se hicieron con el control del país, salvo con Taiwan, isla a la que huyó Chiang Kai-chek y que se convirtió en un protectorado de los EEUU.

Durante esos años, Mao lanzó el programa “Nueva Democracia” con la finalidad de reducir el apoyo al Kuomintang, con el que consiguió exitosamente atraer a una parte de la burguesía industrial, de los intelectuales, clases medias, proletariado y campesinado de la liga democrática y de los disidentes del Kuomintang, logrando la hegemonía que llevó a los comunistas, con ayuda soviética, al poder.

China siguió siendo un país pobre durante los años subsiguientes, y no sólo por las erráticas políticas de Mao, que llevaron a desastres humanitarios importantes. Sin embargo, en 1976, a partir del ascenso al poder de Deng Xiaoping, que ya había tenido cargos importantes antes, se inició un programa de reformas que han convertido a China en una potencia económica mundial, con tasas de crecimiento, junto con Vietnam, nunca vistas en muchos países desarrollados. ¿Qué ocurrió? ¿Cuál es el análisis de este despegue?

Mientras que Japón deslumbraba a gran parte de los economistas -al ser una economía cuasifeudal en 1867 y, pocas décadas más tarde, transformarse en una potencia industrial e imperialista-, ni Vietnam, ni la China comunista han despertado el mismo interés, ya que, curiosamente, ponen en duda el paradigma liberal de crecimiento o la necesidad de tener que compaginar la democracia liberal con el capitalismo más o menos regulado.

En la búsqueda de las características del modelo chino nos pueden servir las tesis mantenidas por Branko Milanović en su libro “Capitalismo, nada más” (2020). Milanović defiende que existen dos modelos de capitalismo: el capitalismo meritocrático liberal, basado en la democracia, con una clase media importante (aunque está menguando con las consecuencias de la crisis de 2008 y las del COVID19) y un mercado más o menos regulado, frente al capitalismo político, que definiremos más adelante, y que es el modelo chino, vietnamita, y de algunos otros países.

¿Qué papel, argumenta Milanović, que cumplió el comunismo en estos países? Para Milanović el comunismo en las sociedades más atrasadas y/o colonizadas fue el estadio intermedio entre el feudalismo y el capitalismo. Dicho de otra manera, el comunismo es el equivalente funcional al desarrollo de las burguesías europeas. Los Partidos Comunistas de China y Vietnam lograron llevar a cabo las dos revoluciones pendientes en sus países, la revolución social (que partidos nacionalistas como el Congreso Indio, decidieron no llevar muy lejos) y la independencia nacional de las potencias imperialistas.

El Partido Comunista Chino dio un vuelvo a las relaciones sociales, económicas y culturales del país. Rechazó el confucianismo (ideología de la clase dominante precedente), alfabetizó a la población, transformó las relaciones familiares en dinámicas modernas basadas en la familia nuclear y la igualdad de género, abolió las relaciones cuasifeudales, especialmente en el campo, eliminó a la clase terrateniente con una reforma agraria radical, debilitó las relaciones sociales basadas en el clan, favoreció una educación generalizada donde se dio una “acción afirmativa” a favor de la clase obrera y campesina y renovó casi por completo las élites del Estado chino, que fueron sustituidas por los miembros del PCC. En palabras de Wang Ming, dirigente comunista posteriormente purgado por “inclinaciones troskistas”, Mao levantó, con cierto éxito, “una tosca superestructura de estilo extranjero sobre sólidos fundamentos chinos”, mezclando los viejos clásicos del pensamiento chino con los fundamentos del marxismo-leninismo. El PCC combinó el nacionalismo chino, una relación de ambigüedad respecto a Moscú, y el comunismo adaptado a las necesidades de su revolución social y nacional.

Por consiguiente, China -junto a Vietnam y otros países- al llevar a cabo la revolución nacional y social, lograron, pasado bastante tiempo, construir una clase capitalista autóctona que impulsó la economía, tal y como había pasado en Occidente. La diferencia estribaba en que la transformación del feudalismo al capitalismo se realizó mediante la intervención decidida y potente de un Estado poderoso, en un proceso diferente al de Occidente, donde el Estado tuvo un papel menor y estuvo libre de injerencias extranjeras. El rol del Estado y de las intervenciones extranjeras contra las que hubo que combatir, marca, según Milanović, la diferencia fundamental con Occidente y es lo que ha llevado a los Estados de estos países a tener una faceta autoritaria.

Siguiendo a Milanović, y atendiendo a las tasas de crecimiento brutas, el comunismo tuvo éxito en aquellos países que estaban atrasados y eran rurales, frente a aquellos países que estaban industrializados previamente y avanzados, como la Alemania Oriental o Checoeslovaquia. Los problemas a los que se enfrentaron las economías socialistas europeas fueron la incapacidad de crear y administrar los cambios tecnológicos y la falta de sustituibilidad del capital y del trabajo. En esta línea de pensamiento, los países más ricos socialistas nunca alcanzaron a los países más ricos capitalistas, lo que refuerza la provocadora teoría de Milanović, que refuta la teoría clásica marxista, defendiendo que si se hubiese expandido por los países occidentales habría tenido un éxito menor que en Europa del Este.

Para muestra, esta tabla aportada en el mismo libro sobre el crecimiento de Vietnam y China respecto a los EEUU.

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Tasas de crecimiento del PIB per cápita en China, Vietnam y Estados Unidos, 1990-2016. Los datos están en términos reales, basados en dólares PPA (paridad de poder adquisitivo) de 2011. Fuente de los datos: Indicadores de Desarrollo Mundial del Banco Mundial, versión 2017.

Milanović defiende que China se convirtió en un país capitalista a partir de 1978, con Deng Xiaoping en el poder, siguiendo las definiciones de Weber y Marx sobre el capitalismo. Por ejemplo, en 1977, el 100% de las empresas del sector industrial eran públicas, mientras que, en 2020, el Estado chino sólo controlaba el 20%. De hecho, el número de empleados contratados por el Estado en 2017 está en torno al 9%, incluyendo mano de obra rural y urbana (números similares a los de Francia en los años 80). Desde 1978 se introdujo en el campo el “sistema responsable”, por el que se permitía la propiedad privada en el campo, lo que provocó que el sistema comunal de gestión haya sido sustituido por uno prácticamente 100% privado, de hecho, los trabajadores del campo no son asalariados sino trabajadores autónomos. Además, con el éxodo del campo a la ciudad se espera una intensificación de las relaciones capitalistas en el campo. Las empresas municipales y locales (de propiedad colectiva), que crecieron en el pasado para dar servicios y fabricar diversos productos utilizando el excedente agrario, han ido perdiendo importancia y tienen diferentes tipos de propiedad: estatal, cooperativa y puramente privada.

En China existen grandes compañías privadas y una enorme miríada de empresas medianas y pequeñas, que constituyen las empresas más ricas y que más valor económico generan. Aunque hay más pruebas que demuestran el carácter capitalista de China, haremos un alto en el camino, sin olvidar que, aunque el Estado haya perdido una parte sustancial de las empresas que eran antiguamente públicas, sigue teniendo un papel fundamental en la economía, como en la orientación de las inversiones estratégicas y las empresas que operan en el país.

Como conclusión: ¿qué es el capitalismo político que opera en China y qué características tiene?

La primera característica es la existencia de una burocracia, muy eficiente y tecnocráticamente experta, que vela por que continúe el crecimiento económico y que pone en práctica las políticas para lograr dicho fin. En términos gramscianos, el crecimiento es fundamental para mantener su hegemonía. Dentro del sistema chino existe meritocracia en el interior de la burocracia, necesario para mantener su éxito como clase dominante, especialmente porque no existe el imperio de la ley típico del capitalismo meritocrático liberal.

Deng lanzó las reformas en 1978 con la idea de que la economía debía de transformarse, pero sin aplicar reformas de tipo occidental en el sistema político ni dar manga ancha a las empresas privadas, evitando así que éstas llegasen a acumular tanto poder como para doblarle la mano al Estado y al PCC y dictar sus condiciones, tal y como ocurre en ocasiones en Occidente.

La segunda característica es la utilización selectiva del imperio de la ley, que se aplica contra las empresas competidoras, contra enemigos políticos o miembros indeseables del partido, y que se ignoran cuando es necesario para mantener el poder de la clase dominante (en este caso el PCC). El PCC gobierna desde la arbitrariedad de la aplicación de la ley, o la falta de ella, y es una de las partes consustanciales del sistema.

Este mecanismo genera algunas contradicciones, como el choque entre la formación y existencia de una élite tecnocrática muy cualificada y una aplicación selectiva de las leyes, lo que socava al sistema en sí mismo, ya que dicha élite ha sido educada en la aplicación de la legislación y la acción de acuerdo a las normas. Una segunda contradicción es la corrupción que incrementa la desigualdad y la necesidad de mantener la desigualdad bajo control, por necesidades de legitimación del sistema. Según Milanović, la corrupción es endémica por el poder discrecional de la burocracia. Algunos miembros utilizan su posición para enriquecerse y el abuso de poder es mayor cuanto más alta es la posición. La corrupción es inherente al sistema del capitalismo político, pero si no se le pone freno o va muy lejos, puede minar la legitimidad de la burocracia como clase dominante (y del Partido), a la par que socavaría el crecimiento económico. Es por lo que el PCC, de vez en cuando, realiza campañas contra la corrupción, donde ejecuta unas cuantas cabezas de turco mandando un doble mensaje, contra los que se excedan en su avaricia y para demostrar a la población que existe un compromiso para reducir estas prácticas.

Como conclusión, si el gobierno chino no logra mantener a raya la corrupción endémica y se produce una combinación de crisis económica, aumento de las desigualdades y bajada del nivel de vida, pueden provocarse turbulencias en el gigante asiático, pero si logran poner límites y el crecimiento continúa, el dominio del PCC y de la burocracia estará (por el momento) garantizado.


Pedro González de Molina Soler es pofesor de Geografía e Historia y máster en Relaciones Internacionales.

El éxito, la guerra híbrida y las incertidumbres de China

Hace unos meses, el Presidente Xi Jinping, al conmemorar el 80 aniversario de la Larga Marcha, seguramente la principal gesta fundacional del Partido Comunista y la RP China, dijo: “Estamos en el punto de partida de una nueva Larga Marcha”.

La Larga Marcha fue la épica retirada, a lo largo de 12.000 kilómetros y más de un año de duración, del Ejército Popular para eludir ser rodeados por las tropas nacionalistas de Chang KaiShek durante la guerra civil. Solo uno de cada diez de los que participaron en ella llegaron vivos al final. ¿A qué se debe una analogía tan dramática y contundente? ¿Hay que tomársela en serio?

Para responder a la cuestión, repasemos cómo hemos llegado a la actual situación y retrocedamos algunas décadas en el tiempo.

El éxito

La integración de China en la globalización, entendida como el seudónimo del dominio mundial de Estados Unidos, contenía implícitamente como consecuencia el escenario de convertirla en vasallo de Occidente. El propósito era presionar a China para que aplicara las reformas estructurales definidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, abriera totalmente sus mercados a las empresas occidentales y que la integración de las élites chinas en su globalización acabara dando lugar a una forma de gobierno subalterno más aceptable para Occidente que la del Partido Comunista Chino.

Para comprar un solo avión Boeing a Estados Unidos, China debía producir cien millones de pares de pantalones. No estaba previsto que, jugando en el terreno diseñado por otros, China torciera aquel propósito.

El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento para fortalecerse de forma autónoma e independiente. Lo hizo poniendo condiciones y restricciones a la entrada del capital extranjero en China y sobre todo manteniendo un control bien firme de las riendas del proceso. Lo consiguió porque, gracias al bajo precio y alta eficacia de la mano de obra en China, los extranjeros hicieron enormes beneficios en la “fábrica del mundo” y eso apaciguó a sus gobiernos. China aprovechó esa integración en la globalización para desarrollarse, aprender y adquirir tecnología. Los resultados están a la vista:

Esperanza de vida: 43,7 años en 1960 / 76,7 en 2018.

Pobreza extrema: prácticamente eliminada.

Alfabetización: 65% en 1982 / 96% en 2018.

Salarios medios: multiplicados por 10 en empresas estatales en 25 años. Doblado en empleos privados entre 2009 y 2017. En general se gana más en el sector estatal que en el privado.

Peso de China en el PIB global: 2,3% en 1980 / 17,8% hoy.

Contaminación: hace quince años, 16 de las 20 ciudades más contaminadas del mundo eran chinas. Hoy la situación sigue siendo grave, pero China ya es líder mundial en energías renovables.

Ciencia y tecnología: Sigue por detrás de Occidente y todavía es muy dependiente en Alta Tecnología, pero sus avances e inversiones en STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y matemáticas) son muy considerables.

Militar: Los avances en misiles y recursos antisatélites y de interferencia de comunicaciones (ASAT) podrían limitar ya seriamente los escenarios aeronavales de Estados Unidos en territorio chino. (Subrayo esto porque contra lo que se dice, China no busca un desafío militar global a Estados Unidos, sino equilibrar estratégicamente la correlación de fuerzas regional en Asia sur oriental para disuadir cualquier tentación de enfrentamiento allá).

Empresas estatales: muchas figuran entre las mayores del mundo en ámbitos como telecomunicaciones, energía, infraestructuras, ferrocarril, metalurgia, navieras, telefonía móvil y automóviles.

Un conocido comentarista americano (Fareed Zakaria, de la CNN) expresaba así su desconcierto:

La estrategia  produjo complicaciones y  complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales.

La conclusión se ha hecho obvia: La integración en la globalización no debilitó, sino que fortaleció al sistema chino.

Y la crónica de los últimos años añade ansiedad a la situación:

1-La crisis financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro en Estados Unidos, ofreció la primera evidencia de debilidad occidental y de los peligros que contiene la no regularización del sector financiero, así como el hecho general de que el capital mande sobre los gobiernos y no al revés. China gobernó la crisis mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el estallido de la burbuja dot-com.

2-Las desastrosas consecuencias de las guerras que siguieron al 11-S neoyorkino hicieron patente una gigantesca irresponsabilidad por parte de la primera potencia mundial.

3-La retirada de Estados Unidos del acuerdo sobre cambio climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en comparación no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental) incrementaron esa evidencia de desbarajuste.

Todo esto no ha hecho más que aumentar la ansiedad en Occidente, lo que desemboca en un claro incremento de las tensiones (militares, comerciales, políticas) con China.

Así, el documento sobre estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos del año 2017, decía lo siguiente:

Asumimos que nuestra superioridad militar estaba garantizada y que una paz democrática era inevitable. Creíamos que la ampliación e inclusión liberal-democrática alterarían fundamentalmente la naturaleza de las relaciones internacionales y que la competencia daría paso a una cooperación pacífica. En cambio, ha comenzado una nueva era de competencia entre las grandes potencias que implica un choque sistémico entre las visiones libre y represiva del orden mundial.

El cerco y la respuesta

Hay que decir que el cerco comercial y militar alrededor de China siempre existió. En 1971, Nixon levantó el embargo comercial de 21 años iniciado con la guerra de Corea para incrementar la presión contra la URSS, que entonces era el enemigo principal, pero el cerco de bases militares se mantuvo: desde Corea hasta Afganistán, pasando por Japón, Australia y el Índico. En los últimos años se dan pasos para reactivar ese cerco y tras algunos contratiempos (el 11-S neoyorkino colocó al terrorismo yihadista en primer plano) se identifica definitivamente a China como el adversario principal.

La situación recuerda a la de un tahúr, que, jugando una partida de póker contra un adversario que creía insignificante, constata que pierde la partida pese a jugar con cartas marcadas. La reacción del tahúr en tal situación es volcar la mesa y desenfundar la pistola. Estamos asistiendo a algo muy parecido a eso.

Paralelamente, se produce un crecimiento de la política exterior china, que va parejo al incremento de su potencia. Conforme avanzaba el nuevo siglo, se hizo patente para los dirigentes chinos el desfase de la célebre recomendación de prudencia de Deng Xiaoping de finales de los años ochenta en materia de política exterior:

Observar la situación con calma, mantenernos firmes en nuestras posiciones. Responder con cautela. Solapar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno. Nunca reclamar el liderazgo.

En 2012 Obama anunció el “Pivot to Asia”, trasladar al Pacífico el grueso de la fuerza militar aeronaval de Estados Unidos. Ante la evidencia de las turbulencias que se anunciaban, la nueva dirección china con Xi Jinping al frente (quinta generación de dirigentes desde el nacimiento de la RPCh) se ha puesto el cinturón de seguridad: ha fortalecido la autoridad del PC en todos los órdenes, y en liderazgo personal en su dirección colectiva.

Pero sobre todo, en 2013 China anuncia una ambiciosa estrategia global para salir del cerco, la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative – B&RI): un esfuerzo de varias décadas de duración con una financiación astronómica (de 4 a 8 billones de dólares), encaminado a establecer una red geoeconómica internacional de apoyo que integre económica y comercialmente al 70% de la humanidad a través de Eurasia, lo que necesariamente erosiona el poder de Estados Unidos en el hemisferio y complica sobremanera cualquier propósito de cerco a una potencia que sin ser “amiga”, ni “aliada”, ni “líder de bloque”, es socia positiva de casi todas las naciones. El objetivo implícito, en palabras de Henry Kissinger, es, nada menos, que “trasladar el centro de gravedad del mundo desde el Atlántico al Pacífico”. A su lado el histórico Plan Marshall queda como algo pequeño…

Contra eso, Estados Unidos propone el viejo modus operandi de la guerra fría contra la URSS de sanciones, embargos y presión militar (sin comprender que China no es la URSS). Además, comete la inmensa torpeza de fomentar la alianza de Rusia con China, algo que ni Moscú ni Pekín deseaban.

Guerra híbrida

El recetario de esa presión contra China se traduce en una guerra híbrida que hoy tiene 9 frentes abiertos:

1. Una fuerte campaña de propaganda mediática para denigrar al gobierno chino.

2. Una alianza militar enfocada contra China en el ámbito de los océanos Índico y Pacífico: Quad; Australia, India, Estados Unidos y Japón (Se creó en 2007, pero se ha reactivado significativamente desde 2017).

3. Una cruda actividad de la CIA en China. (El NYT informó que entre 2010 y 2012, China desmanteló toda una red operativa eliminando o encarcelado a una docena de agentes).

4. Una intensa actividad de hackeo de las agencias de seguridad de Estados Unidos contra empresas, centros de investigación y ministerios chinos. (En Occidente solo se habla de hackeo referido a actividades de Rusia y China)

5. Fomento de las protestas separatistas en Hong Kong desde 2014 e incremento del apoyo militar a Taiwán.

6. Apoyo al separatismo en Xinjiang e intensa campaña de “derechos humanos” y denuncia de “campos de concentración” y “genocidio” contra los musulmanes uigures de esa región clave para la B&RI.

7. Incursiones aeronavales periódicas en el Mar de China Meridional.

8. Guerra tecnológica contra grandes empresas como el gigante de telecomunicaciones ZTE -designada como “amenaza a la seguridad nacional”- o Huawei, cuya directora financiera fue detenida en Canadá, con el objetivo de cortar su exitosa expansión en el mundo.

9. Guerra comercial, iniciada por Trump en 2018.

La situación es sumamente peligrosa porque Estados Unidos parece reaccionar a su relativo declive abandonando la diplomacia y recurriendo cada vez más a las sanciones, la presión y la acción militar. Recordemos que vivimos en un mundo hipertrofiado de recursos de destrucción masiva (que ya son de amplio consumo). Es verdad que eso ya era así en la anterior etapa de la dialéctica bipolar Estados Unidos/ Unión Soviética, pero es que ahora, además, se abandonan los acuerdos de control de armamentos entre superpotencias. Eso es gravísimo.

Ahí es donde hay que situar las declaraciones de Xi Jinping sobre la Larga Marcha y su mensaje de “prepararse para algo muy duro”. Es la creciente virulencia de la guerra comercial y tecnológica, de las provocaciones militares y de las campañas de denigración de los últimos meses, lo que determinan esos tonos dramáticos y movilizadores.

Aisladas de su contexto, este tipo de declaraciones se utilizan en Occidente para confirmar los peligros de una China crecida. Sin embargo la simple realidad es que en más de cuarenta años (mientras occidente se implicaba en guerras en: Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria, entre otras), China no ha participado en ningún conflicto bélico.  Y, sobre todo, si hay que hablar de gobernanza mundial hay que poner por delante una carencia de China que contrasta fuertemente con Estados Unidos y sus aliados occidentales: China carece de ideología mesiánica y de cualquier propósito de convertir en chinos a los demás países del mundo. La promoción de un chinese way of life no figura en los catálogos de exportación chinos (de puertas adentro, es otra cuestión como se ve en Tibet y Xinjiang), lo que supone una mayor garantía para la diversidad mundial.

Extractivismo y comercio ecológicamente desigual

De cara a su futuro comportamiento en el mundo, China presenta algunas ventajas y virtudes. Una clara ventaja para el mundo de hoy es su menor predisposición a la violencia y el conflicto, su desinterés en la carrera armamentística, la ausencia de un “complejo militar-industrial” capaz de influir e incluso determinar la política exterior, como ocurre en Estados Unidos, y su doctrina nuclear, que es la menos demencial entre las de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, por si solas, esas ventajas y virtudes no son una garantía de que un eventual dominio chino no degenere en otra modalidad de imperialismo.

La B&RI es conocida como la “nueva ruta de la seda”, que designa el flujo histórico de mercancías preciosas (y con ellas de algunos conocimientos) que unió el Asia Oriental sinocéntrica con el Occidente de manera intermitente e irregular durante siglos desde antes del nacimiento de Cristo. El nombre y la analogía que sugiere son bonitos, pero lo que hoy se mueve, y se moverá aún más en el futuro, no es seda, piedras preciosas, marfil y ámbar, sino carbón y recursos fósiles no renovables (utilizados para producir de todo en la fábrica del mundo), así como obras públicas desarrollistas para colocar los excedentes monetarios de la balanza comercial china. La pregunta sobre la proyección mundial de la potencia china es qué tipo de relaciones entre países creará esa estrategia.

En materia de dominio colonial-imperialista ha habido dos secuencias a lo largo de la historia. Una es la conquista militar, seguida del dominio económico (trade follows flag). Otra es el poder político como consecuencia del comercio y la inversión (flag follows trade). El occidente colonial e imperialista, que no imagina otro mundo que no sea jerárquico y desigual (“piensa el ladrón que todos son de su misma condición”, dice el refrán), afirma que China sigue el segundo modelo: a su expansión comercial e inversora, seguirá un dominio político.

En mi opinión este es un escenario que en absoluto se puede desdeñar.

Que China afirme que no quiere ser hegemón, conductor, guía, dominador, es algo que no pasará de ser una declaración de buenas intenciones, si su proyección mundial se basa en un comercio económica y ecológicamente desigual como el que tenemos en el mundo de hoy entre los países ricos y dominantes y los pobres y dependientes. Esa declaración puede ser tan irrelevante como la de los europeos llevando “la civilización” a los “salvajes” en el siglo XIX, o los estadounidenses promoviendo la “democracia y los derechos humanos” a punta de guerras y masacres en el siglo XX hasta el día de hoy.

En África y América Latina las actuales relaciones comerciales consagran por doquier la “economía extractivista”. Como ha explicado Joan Martínez Alier, se dice que una economía es extractivista cuando está dominada por la extracción, con poca elaboración, de materias primas concentradas en pocos sectores dependientes de la demanda exterior. En ese intercambio ecológicamente desigual, los costes ambientales (la extracción de materias primas tiene muchos) se transfieren a otros continentes y no se incluyen en la contabilidad económica, pese a que causan gravísimos perjuicios a la naturaleza, a las poblaciones inmersas en ella y a sus derechos. A eso responde el concepto de “deuda ecológica”.

Centenares de activistas han muerto en América Latina en los últimos veinte años enfrentándose al extractivismo y el atlas de los conflictos ambientales (que un equipo del Instituto de Ciencia y Tecnología ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona ha confeccionado) presenta un cuadro inequívoco al respecto.

Con la explotación de materias primas en las últimas vetas mundiales, China está adquiriendo un gran protagonismo en este tipo de intercambio que la puede instalar en una nueva fase de dominio imperialista, bien a pesar de las declaraciones e intenciones de sus líderes. Su demanda y su comercio están deforestando Gabón y Mozambique, creando una devastadora agricultura de monocultivo de soja en Brasil, Argentina y Paraguay. Seguramente China no hace nada que no hagan otros, o que otros han hecho antes en esos u otros países, pero eso cambia poco la cuestión…

Como consecuencia, e independientemente de la intensa campaña mediático-propagandística occidental contra China, la imagen del país ha empeorado en prácticamente todos los continentes, incluidos aquellos como África y América Latina, bien predispuestos hacia ella por razones de la empatía que una antigua y lejana nación históricamente sometida y colonizada genera en otras en situación similar. Por todo ello, será imperativo examinar fríamente el comportamiento exterior de China desde el punto de vista de lo que tenemos planteado como especie.


Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956) ha sido veinte años corresponsal de La Vanguardia en Moscú (1988-2002) y Pekín (2002-2008). Luego fue corresponsal en Berlín, de 2008 a 2014. Antes, en los años setenta y ochenta, estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste, fue corresponsal en España de Die Tageszeitung, redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 a 1987). Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS (traducido al ruso, chino y portugués), sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un pequeño ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis (traducido al italiano). En enero de 2018 fue despedido como corresponsal de La Vanguardia en París.

Editorial: ¿Un emergente imperio chino?

“China es un gigante dormido. Déjenla dormir, porque cuando despierte, sacudirá el mundo”.

Napoleón Bonaparte.

 

“La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China”.

Marx y Engels, Manifiesto Comunista.

Continuamos la aventura de La Casamata con este número dos, dedicado a China. Y empezamos en esta ocasión con dos citas muy interesantes. En la de Napoleón, el corso no llegó a ver lo que sí llegó a ver Marx: que la entrada de la burguesía extranjera –empezando por la británica, a través, por ejemplo, de las Guerras del Opio– en ese milenario “gigante dormido” era posible. La paradoja es que sean unos herederos de Marx, el Partido Comunista de China (PCCh), los grandes promotores del despertar de ese gigante y los protagonistas de su contraataque, dando la vuelta a eso que decían Marx y Engels sobre “el bajo precio de las mercancías” que “derrumba todas las murallas chinas”. El PCCh es el que ahora derrumba otras murallas, esta vez las de aquellos que les sumieron en el “siglo de las humillaciones”. Lo hace, además, no sólo con mercancías baratas, sino con mercancías con tecnología de punta.

Ese despertar y contraataque de China implica un montón de preguntas. En el terreno de la economía política: ¿es China un capitalismo salvaje gestionado por una burocracia estalinista?, ¿es un socialismo sui géneris comparable a la NEP de los primeros años 20 en la URSS?, ¿es una estructura económica compleja e híbrida, donde el capitalismo se encuentra subordinado a un modo de producción estatista que podría describirse como un modo de producción poscapitalista aunque no socialista?, ¿o simplemente es una variedad de capitalismo, como puede ser el socialdemócrata nórdico, el liberal anglosajón o el conservador germano, siendo en este caso un capitalismo de Estado asiático confuciano?

En el terreno de la política: ¿se rompe con China el mantra de la inevitabilidad de la democracia liberal una vez que se llega a un cierto nivel de desarrollo?, ¿se pone de manifiesto que un dictadura es más eficiente que las democracias?, ¿es China la venganza de Platón, Hegel y Marx contra Popper, en el sentido de que una “sociedad cerrada” (autocrática) se muestra como una alternativa y dura competidora a lo que este último denominaba “sociedades abiertas” (las democracias capitalistas)? ¿y si China nos hace revisar las clasificaciones de los regímenes políticos que hicieron los clásicos griegos como Platón y Aristóteles, y resulta que China pudiera ser una aristocracia o gobierno de los mejores frente a la plutocracia/oligarquía o gobierno de los ricos en occidente?

En el terreno de la sociología: ¿es China una dictadura? Siguiendo a Marx, sí, igual que ocurre en toda sociedad de clases y todo Estado, por lo que, independientemente de la forma o régimen político (más democrático o más autocrático o mezclas de ambos), la pregunta es cuál es la clase dominante de turno: ¿es la clase capitalista dominante en China o lo es una nueva clase profesional y directiva asalariada?, ¿cuál es la posición del proletariado y los campesinos?

En el terreno de la (filosofía de la) historia, una vez que el “fin de la historia” de Fukuyama se ha ido por el desagüe, y aunque por supuesto no tenemos la ciencia media como no la tiene nadie, y, por lo tanto, no se puede saber lo que el indeterminado futuro nos depara, a su vez sí que hay tendencias muy fuertes y, por supuesto, sus contratendencias y contingencias posibles de todo tipo. Frente a la filosofía de la historia de Hegel, que veía la modernidad burguesa como la racionalizadora de la historia con el despliegue del “espíritu absoluto” a través de ese “espíritu objetivo” burgués y el “amanecer del espíritu” como preámbulo de la historia, en oriente, concretamente China… frente a Marx, que consideraba el comunismo, traído a través de las revoluciones y las dictaduras del proletariado, como el comienzo de la historia frente a la prehistoria que serían todas las sociedades estatales y de clases tras el “comunismo primitivo”, siendo el “modo de producción asiático” (de nuevo el oriente y por supuesto también China) esa primera sociedad estatal y de clases… ¿puede devenir la China actual en el triunfo de una sociedad que implique una vuelta a ese “amanecer del espíritu” oriental de Hegel o ese “modo de producción asiático” de Marx, pero con las nuevas fuerzas productivas y la nueva clase como protagonistas?

Parafraseando a Weber sobre “el espíritu protestante del capitalismo”, ¿podríamos decir que “el espíritu confuciano del modo de producción neoasiatico” se perfila como el “movimiento real que anula y supera el estado cosas partiendo de las premisas existente”, que decían Marx y Engels sobre el comunismo?, ¿y eso no sería, al fin y al cabo, el culmen de la “racionalidad burocrática” de Weber como la característica esencial de la modernidad llevada a su máximo?

Y si seguimos al filósofo español Gustavo Bueno, concretamente su filosofía de la historia como “vuelta del reves de Marx”; es decir, la dialéctica conjugada de clases y Estados e imperios como “motor” de la historia, y, en su máximo, de imperios que, cuando vencen a otros, son los que hacen historia, ¿qué tipo de imperio es el chino? Dado que no se propone exportar su modelo económico-social-político-ideológico, su imperialismo no sería, siguiendo a Bueno, “generador” (como el macedónico de Alejandro, el romano, el califato omeya, el español, el francés napoleónico o el soviético) ni centrifugo; es decir, teniendo como límite todo el planeta y, por lo tanto, no busca reproducir sus estructuras e instituciones de todo tipo más allá de la gran muralla; en todo caso, busca que las demás sociedades giren a su alrededor y a su conveniencia. Se trataría, por lo tanto, de un imperio centrípeto: el “imperio del centro”. Pero, a la vez, tampoco parece ser un imperialismo “depredador” (el contrario del “generador”) como el persa, ateniense, mogol, otomano, británico, holandés, la Alemania nazi, la UE alemana como Cuarto Reich o el norteamericano, ya que con América Latina, África o Asia, a través de su presencia comercial, es mucho menos “depredador” que otras potencias, como las occidentales, ya que eleva el nivel de estos aunque no les hace ni busca hacerlos chinos o “nuevas chinas”. ¿Y si nos encontramos, de ahora en adelante, ante la decadencia del imperialismo liberal anglosajón, protestante, capitalista y depredador (antes, el Imperio inglés que venció al español y, después, el norteamericano que venció al soviético), que han dominado la modernidad capitalista, ante el emergente imperio estatista, socialista, capitalista de Estado y confuciano chino?