España: la soberanía ante la geopolítica mundial

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En lo que atañe a España, sería necesario actuar de manera coordinada con otras naciones mediterráneas para hacer valer nuestro peso en el marco de la UE y ante el nuevo contexto internacional.

El mundo tras la pandemia

La pandemia provocada por el coronavirus es uno de los acontecimientos políticos más relevantes desde la II Guerra Mundial. A escala psicológica, ha sido experimentado como un trauma colectivo, con cientos de miles de muertos en cada país, con una experiencia compartida de confinamiento en buena parte del globo y con unos efectos en la sociedad y las pautas de consumo y ocio que habrá que calibrar. En lo económico, ha supuesto una quiebra comparable a la del Viernes Negro de 1929, incidiendo sobre problemas estructurales derivados de las respuestas a la crisis de 2008. Los servicios públicos y los sistemas sanitarios de países como el nuestro llevaban décadas de recortes, reducción de personal y precarización, que limitaron su capacidad de respuesta; simultáneamente, procesos de externalización y privatización de la gestión dieron cabida al capital privado, como el ensayado en la sanidad madrileña desde los tiempos de Esperanza Aguirre, introduciendo una lógica espuria de búsqueda de beneficio y creando una dualidad entre la red pública y la de gestión privada que dispara el gasto degradando el servicio. Las perspectivas económicas para España y la evolución del desempleo en el arranque de 2022 son mejores de lo augurado, particularmente cuando se contrasta con mensajes catastrofistas propagados desde ópticas ultraliberales, contrarias a medidas gubernamentales como la subida del SMI o las medidas de protección social. Los indicadores hablan de un rebote del PIB, aunque inferior a la caída experimentada en los años previos, y una bajada notable del desempleo. Sin embargo, la recuperación se ha fundamentado en un modelo de precariedad laboral, derivado de las reformas laborales de los ejecutivos de Rodríguez Zapatero y Rajoy, en consonancia con las directrices e imposiciones europeas. Está por ver si la reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz podrá contribuir a cambiar nuestro modelo laboral. Si bien esta reforma no constituye una derogación de la norma anterior, condicionada como está por los fuertes corsés de la UE y la renuencia del PSOE a confrontar con el poder económico o las autoridades comunitarias, sí restablece elementos de la negociación colectiva que habían sido laminados.

La llegada de los fondos europeos Next Generation, dispuestos por los socios comunitarios para la reconstrucción económica tras la COVID-19, teóricamente deberán servir para impulsar la transformación del modelo productivo, la digitalización y la transición energética, abundando también en la cohesión territorial y en el reforzamiento del sistema sanitario.  Pero la endeblez del tejido empresarial español y la presencia de dinámicas especulativas podría lastrar los efectos de esta inyección. Además, si bien la inyección económica represente en términos absolutos una gran cuantía y ha venido de la mano de un mecanismo de mutualización de la deuda europea, las reticencias de los países frugales han limitado el alcance de estas inyecciones.

El economista Juan Torres ha abundado en su blog sobre los peligros que acechan en 2022 a nivel económico. Una crisis de suministros, debida a la paralización de las redes de distribución a escala global, incidiendo sobre las economías occidentales, cuyo tejido industrial acusó una fuerte deslocalización hacia el sudeste asiático, generándoles ahora una notable dependencia. Cuellos de botella en sectores estratégicos ante la reanudación de la actividad económica, siendo imposible atender la demanda en tiempo de microchips y otros componentes. Pero todo ello no se habría producido meramente por la pandemia, sino que en realidad ésta agravó un proceso de fondo ya en marcha.

El capitalismo se fundamenta en un proceso de acumulación, una búsqueda permanente del beneficio, la ampliación del capital, en torno al que gravitan los procesos de producción y circulación de bienes y servicios. Tal lógica, que requiere un crecimiento ilimitado, entra en contradicción con los límites ecológicos del planeta y la disponibilidad de recursos no renovables, condicionando la capacidad de respuesta de los países y estructuras transnacionales, que además están atravesadas por redes de servidumbres con el poder financiero y económico.

Finalmente, hay que incidir en que la crisis medioambiental se conjuga con un agotamiento profundo de la globalización neoliberal y una reorganización del sistema mundo que nos ha conducido a lo que se denomina ya como la II Guerra Fría. Una era multipolar, donde EEUU se disputa la hegemonía mundial con China en una pugna tecnológica, económica y cultural, que está redefiniendo los ejes de la geopolítica mundial. Junto a las dos potencias principales se posicionan potencias económicas y potencia regionales.

La pandemia ha acelerado esta transición geopolítica, evidenciando la mayor capacidad de respuesta de China, cuya estructura económica, financiera e industrial se subordina a los intereses estatales, en contraposición al encaje que las potencias occidentales han de hacer entre abordar la crisis sanitaria y no dañar los intereses de sus grandes consorcios empresariales o provocar un cierre masivo de sus pymes.

La UE sigue siendo una gran área económica, a pesar de la pujanza comercial de los países asiáticos, pero su articulación política ha creado fuertes asimetrías entre los estados miembros en favor de Alemania, como gran potencia hegemónica, y detrimento de países mediterráneas como el nuestro. Por otro lado, todo su aparato de tratados comunitarios y la normativa del BCE están inspirados por los planteamientos neoliberales, estableciendo unos mecanismos de estabilidad presupuestaria, mediante el control del déficit y la inflación, que han sido suspendidos para afrontar los desafíos de la COVID.

En definitiva, estamos en un periodo de recomposición profunda que la pandemia ha exacerbado. El papel de España en el sistema mundial, engastada en la estructura de la UE y en los vaivenes de la gran transición geopolítica, suscita todo un nudo de cuestiones que merecen reflexión.

España y la soberanía en el sistema-mundo

España ha tenido una profunda crisis social e institucional, conectada con un fuerte cuestionamiento de las estructuras de representación política demoliberales a escala de todo el orbe occidental. La globalización neoliberal trajo consigo un retroceso del estado social y de los derechos laborales que ha socavado las bases del contrato social en que se fundamentaban estas sociedades, erosionando las seguridades vitales de las mayorías e incrementando la desigualdad en favor del gran capital. Tal situación es un campo abonado para movimientos impugnadores de un signo u otro.
Se ha hecho patente que la capacidad de control ciudadano sobre el devenir político de sus sociedades, y la capacidad de las estructuras de políticas en que se expresa la soberanía popular para ejercer el control de su territorio y dictar leyes ha sido socavada. La globalización ha construido un capital transnacional que monopolizó amplios sectores productivos, al tiempo que se desregulaba el ámbito financiero, permitiendo el auge de la economía especulativa. Las deslocalizaciones que se produjeron al socaire de este proceso y la terciarización de las economías desarrolladas, erosionaron la capacidad de presión del movimiento obrero en occidente.

En el caso concreto de España, en 2011, cuando arreciaban los efectos de la anterior crisis económica, las presiones de la UE forzaron a cambiar la línea política en materia económica del gobierno de Rodríguez Zapatero, al tiempo que se conminó al país, desde las instituciones comunitarias a acometer una reforma del artículo 135 de la Constitución Española, introduciendo el criterio de estabilidad presupuestaria y primando el pago de los intereses derivados de la deuda pública por encima de mantenimiento de los servicios públicos. Tal reforma se llevó a cabo mediante un pacto entre el PSOE y el PP, que entonces controlaban el 90% del Parlamento, y no requirió ser sometida a referéndum.

La pregunta que se suscita es obvia: ¿dónde queda la soberanía del pueblo español, del que según el precepto constitucional emanan los poderes del Estado, si puede ser forzado a cambiar su carta magna por las instituciones económicas y por la Comisión Europea? ¿Dónde queda el mandato electoral si un gobierno surgido de una mayoría parlamentaria puede ser conminado a cambiar las líneas de su política económica so pena de enfrentarse a sanciones para el país o a mecanismos de presión en el acceso a la financiación internacional?

Lo cierto es que la soberanía sólo puede entenderse como soberanía absoluta en un plano jurídico doctrinal; la idea de la nación, entendida como conjunto de la ciudadanía para la que rige el principio de igualdad ante la ley de todos sus miembros, o el pueblo como una comunidad autodeterminada, tiene un carácter metafísico. De facto, la soberanía habrá de ser entendida como la capacidad efectiva de las instituciones y los poderes constituidos de un estado para dictar leyes, dirigir la política exterior y administrar la vida de la comunidad; y si esa soberanía se ejerce democráticamente, el gobierno, surgido por elección directa o por mayoría parlamentaria, debe poder ser nombrado a partir de la expresión del cuerpo electoral, además de estar sujeto al imperio de la ley y al control de los otros poderes del estado. En este sentido, la soberanía se presenta como una cuestión de grado: habrá estados que tengan un grado máximo de soberanía, en la medida en que se hallen en la cúspide de una jerarquía internacional, y estados con una soberanía demediada.

Pero, además, la soberanía está condicionada por la imbricación de las instituciones y administraciones de los estados con el poder económico y los grupos empresariales. Como han mostrado Saskia Sassen (véase Nuevas geopolíticas) o Pierre Dardot, aunque suela presentarse la globalización como un proceso vinculado al debilitamiento de los estados, más bien se habría tratado de un debilitamiento de determinadas estructuras, como los servicios públicos y las empresas estatales, acometido por los poderes ejecutivos de los propios estados y que, incluso, ha venido acompañado de importantes retrocesos en las libertades civiles.

Lo cierto es que los estados actúan en conjunción compleja con las entidades transnacionales; son los estados los que dictan regulaciones legales, aunque el poder económico movilice palancas de presión mediática; son las administraciones del estado las que llevan a cabo privatizaciones, externalizaciones de servicios o adjudicaciones de obra pública o concesiones. Son los grandes estados los que han tutelado las grandes directrices económicas, forzando a estados menores a aceptar memorándums o duros ajustes a cambio de rescates.

Más en concreto, la globalización tiene que entenderse ante todo como el proyecto de dominación imperial desarrollado por EEUU tras el colapso de la URSS. Tal proyecto se arropó con una doctrina globalista vinculada a una metafísica liberal y a la doctrina tecnocrática del supuesto mercado autorregulado, la reducción del gasto público y de la presión impositiva como marcos necesarios para garantizar el desarrollo económico y social. En realidad, esa doctrina propició fundamentalmente lo que David Harvey ha llamado la acumulación por desposesión: la transferencia de servicios creados y sostenidos merced a la inversión pública y sustraídos a la lógica de la búsqueda del beneficio a manos del capital privado para generar nuevos nichos de mercado.

En el contexto europeo, Alemania asumió tras su reunificación el papel de potencia hegemónica. Como han señalado Manuel Monero y Héctor Illueca (véase Oligarquía o Democracia, España, nuestro futuro) el proyecto mercantilista ordoliberal impulsado desde el país germánico se benefició de la desindustrialización de los países de la Europa mediterránea, convirtiéndonos en uno de sus nichos de importaciones, al tiempo que el modelo euro acabó con los mecanismos de la devaluación competitiva, al renunciar España, Portugal o Grecia a las devaluaciones competitivas. Alemania tiende a acumular de esta forma un superávit estructural, dado que, de haber seguido con el marco, su moneda se apreciaría. Esta situación genera desequilibrios que deberían ser corregidos mediante mecanismos de redistribución de riqueza intercontinental, por ejemplo, mediante una hacienda comunitaria o una integración de la fiscalidad. Pero aquí es donde entra en juego la peculiar arquitectura de UE.

El proceso de integración comunitaria ha supuesto una cesión de la soberanía por parte de los estados, aunque con importantes asimetrías en función del peso de las economías nacionales. En el caso de España e Italia, el Brexit ha supuesto un aumento de su peso relativo. Pero la UE no llega a ser una estructura federal, ni tampoco parece que lo vaya a ser en lo inmediato. Las instituciones comunitarias fueron proclives en el pasado a alentar las políticas de la llamada “ortodoxia” económica, al tiempo que en los países más favorecidos por la arquitectura comunitaria cuajaba la representación ideológica de los países del Sur como pueblos licenciosos, con escasa capacidad de trabajo y entregados al dispendio.

Si las políticas de austeridad ya estaban en entredicho y el ascenso de China como gran potencia tecnológica y económica estaba redefiniendo las líneas de fuerza del sistema mundo, la pandemia ha actuado como un catalizador que ha acelerado el proceso, al tiempo que ha hecho chirriar las estructuras esclerosadas de la UE. Parece que es el momento de recuperar las políticas de estímulo, en conjunción con los procesos de transición energética; el momento de reindustrializar y recuperar la producción nacional y la autosuficiencia para hacer más eficientes y menos sensibles las cadenas de suministro. Pero las inercias doctrinales neoliberales y los fuertes intereses del capital, limitan la capacidad de desarrollar esos planteamientos, al tiempo que las asimetrías entre los estados, dibujan un escenario de ganadores y perdedores.

Nos referíamos antes a que el retroceso del estado social proporcionaba un caldo de cultivo propicio para los movimientos impugnadores. Hoy el populismo de derechas experimenta un fuerte ascenso a escala internacional; con un discurso inflamado que va desde el neoconservadurismo al individualismo ultraliberal, propugnan una salvaguarda de la identidad occidental, con fuertes componentes xenófobos, y señalan a una élite globalista que está secuestrando la soberanía. Ocurre que la caracterización de esa élite tiene más de teoría de la conspiración que de señalamiento de la lógicas y redes del capital transnacional.

En España, estas opciones derechistas, hasta ahora cobijadas dentro del espacio sociológico unificado de un gran partido de derechas, han cristalizado como una relevante fuerza política merced a la confrontación con el nacionalismo catalán y el proceso soberanista. La idea de que el PP de Rajoy había actuado con tibieza y de que las izquierdas son cómplices de los nacionalistas en su intento de desarmar el país y oponerse a todo lo que se puede identificar con las esencias patrias, ha constituido el gran combustible para que un nacionalismo español excluyente haya podido emerger. Aunque sus proclamas soberanistas se restringen al plano exclusivamente interno, donde del rechazo a la pretensión de los nacionalistas periféricos de fragmentar la soberanía nacional para ejercer la pretendida autodeterminación, se pasa a una estigmatización enconada de la diversidad lingüística e ideológica de España. Por otro lado, y en línea con el trumpismo y otras fuerzas neoconservadoras, también se abonan al negacionismo del ecologismo, a la oposición al feminismo, o al cuestionamiento de la progresividad fiscal.

Es cierto que las izquierdas alternativas españolas parecen incapaces de confrontar con el nacionalismo catalán, más allá de reclamar una salida dialogada. Como si la no demonización de las opciones nacionalistas periféricas llevase aparejado transigir con la absurda idea de que la solidaridad interterritorial constituye un expolio de una región rica como Cataluña.

Volviendo al plano internacional, el discurso globalista sigue incidiendo en una suerte de visión tecnocrática que reclama retomar las políticas de austeridad, pretendiendo plantear que la pandemia ha sido un puro evento pasajero y que la recomposición geopolítica o los desafíos ecológicos y económicos pueden ser domeñados con más dosis de financiarización y desregulación económica. Frente a estas dos opciones, cabe quizás una defensa de las conquistas sociales representadas en el estado del bienestar y los mecanismos de redistribución de riqueza, así como la defensa del reforzamiento del sector público y de la intervención estatal en sectores estratégicos como el energético, al tiempo que se aboga por la progresividad fiscal. Pero esas medidas deben supeditarse al establecimiento de alianzas internacionales.

En lo que atañe a España, sería necesario actuar de manera coordinada con otras naciones mediterráneas para hacer valer nuestro peso en el marco de la UE y ante esta nueva circunstancia internacional. Deshacerse de mantras tecnocráticos periclitados y de la pánfila fascinación por un europeísmo acrítico. Aunque el gran problema es la imposibilidad de plantear ningún debate político serio en nuestro país, dado el nivel de crispación que los medios de comunicación se encargan de fomentar y que tanto favorece el populismo reaccionario.

Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de enseñanza secundaria en Corvera, un concejo próximo a la ciudad de Avilés.

Referencias

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