Editorial: Estados Unidos, ¿el último imperio occidental?

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El excepcionalismo estadounidense requiere muestras constantes de credibilidad, presidencias muy activas y dosis altas de escenificación en el Congreso, todo ello envenenado por la existencia de cálculos políticos condicionados por elecciones de carácter bianual en un clima social cada vez más polarizado. En ese escenario, la estrategia racional para el resto del mundo parecería ser un alejamiento progresivo de esa dinámica tóxica. Los BRICS y lo que hasta ahora se denominaba “sur global” parecen dispuestos a ello. El liderazgo político de la UE, por el contrario, parece adicta a los desarrollos en ese país y le costará desengancharse. Mientras tanto, la dinámica del excepcionalismo sigue en marcha, aunque con una situación interna cada vez más deteriorada y que, según algunos, podría terminar en una guerra civil.

En La Casamata llevamos un tiempo trabajando sobre el planteamiento de que la rivalidad actual entre China y Estados Unidos se proyecta, fundamentalmente, en la existencia de dos modelos de globalización que en la actualidad se encuentran en competición. Aspectos como la cada vez más evidente rivalidad geopolítica o la existencia de una alternativa al sistema de pagos tradicional en el comercio internacional son reflejos de ese punto de partida. Esta aproximación al problema requiere una perspectiva teórica más compleja que las explicaciones desplegadas durante la Guerra Fría, una pugna de marcado carácter ideológico y militar que, en realidad, disfrazaba (de manera brutal, eso sí) la realidad de la hegemonía norteamericana. Las claves explicativas, en esta oportunidad, tienden a centrarse en la capacidad de desarrollo tecnológico. Y aquí, desde la propia China se lanza una señal de alarma contundente: Yan Xuetong, figura fundamental de las Relaciones Internacionales chinas, ha señalado recientemente que Estados Unidos ganará esta guerra porque tiene una capacidad de atracción del talento que las universidades chinas hace tiempo perdieron.

Estos planteamientos pueden terminar siendo, vistos desde el futuro, tan simplistas como los de la Guerra Fría, en la medida en que estos últimos no esperaban que una de las grandes potencias dejara, primero, de participar en la contienda y, posteriormente, se disolviera. Lo cierto es que planteamientos como el de Yan Xuetong, al igual que los estudios estratégicos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, parten del supuesto de que las grandes potencias están para quedarse y que, frente a ello, poco se puede hacer, mas que intentar evitar el auge del otro.

Sin embargo, la realidad interna norteamericana no puede ser simplemente obviada, o segmentada, para tomar en cuenta únicamente las variables que dirimirán directamente la contienda tecnológica actual entre las grandes potencias. De hecho, Estados Unidos experimenta una crisis interna que, con el tiempo, podría terminar de descomponer su complejo Estado-sociedad, llevándose por delante la ventaja de la atracción del talento a la que tanto teme Yan Xuetong. Esa descomposición se manifiesta en un deterioro de los indicadores socio-sanitarios de algunos segmentos sociales, solo comparable al de algunos países en desarrollo. Pero, con todo, esa no es una tendencia novedosa. Lo que sí resalta en el momento actual es el hecho de que la descomposición puede terminar en un estallido violento. Dentro del social-liberalismo vinculado al Partido Demócrata, el miedo a una nueva guerra civil en Estados Unidos ha pasado el umbral de la ficción (con series como ‘El Cuento de la Criada’ u obras literarias como American War) para instalarse en el ensayo. Aquí destacan los recientes libros de Barbara Walter, How Civil Wars Start (al que se refiere Mariano Aguirre en su artículo para este número), y Stephen Marche, The Next Civil War: Dispatches From the American Future. En ellos, las tendencias hacia el autoritarismo, el cambio climático, las desigualdades sociales y la ausencia de un propósito nacional común son fuerzas motrices de un conflicto armado que ya se está gestando.

Marche, ferviente creyente él mismo en la promesa del sueño americano, ve en la política exterior un reflejo del deterioro interno: “Cuando su política exterior cayó en el cinismo y la brutalidad, [Estados Unidos] empezó a funcionar como otros imperios y naciones”. Ese autor sugiere que el giro tuvo lugar con la guerra contra el terrorismo y, especialmente, con la invasión de Irak. Ciertamente, la política exterior norteamericana, más allá de sus formulaciones doctrinarias y de las variaciones sobre la “gran estrategia” desplegada tras la Segunda Guerra Mundial, tiene su fundamento en el excepcionalismo. Estados Unidos no se permite tratar como iguales a los demás, dada la originalidad de sus instituciones y su sistema de valores que se atribuye.

Sus compromisos, incluidos aquellos a los que pudieran llegar con sus aliados, estarán siempre supeditados a ese rol histórico. Tras el abandono definitivo del aislacionismo en la Segunda Guerra Mundial, el excepcionalismo pudo sintetizarse con el interés de actores políticos y sociales de todo el mundo que temían a la Unión Soviética. La hegemonía norteamericana en la Guerra Fría tuvo que ver no solo con su capacidad de despliegue militar y económico (muy superior a la soviética, una gran potencia militar asentada, sin embargo, sobre una estructura semiperiférica), sino con la oportunidad que brindó el esquema político bipolar para proyectar sus intereses con una apariencia de universalidad. Con la crisis de la Guerra Fría, que coincidió con el inicio de una larga fase de declive estructural (representado por la fase b, o de contracción, de la cuarta ola de Kondratieff), se empezaron a ver las costuras de aquel lienzo. Las intervenciones militares convivían con los estallidos sociales internos, muy a pesar de los esfuerzos de Reagan en el ámbito ideológico-cultural. Los primeros años de la Posguerra Fría barnizaron esa realidad gracias a las venias del Consejo de Seguridad a las intervenciones en el Golfo Pérsico, Bosnia y Somalia, pero para finales de la década esto ya no era necesario. Desde la intervención en Yugoslavia, la ley del más fuerte, que no había dejado de ser el conductor de la política internacional, se manifestó con toda su crudeza.

¿Qué ha cambiado a día de hoy? El auténtico cambio no tiene que ver con el “cinismo” apuntado por Marche. Como recuerda Wesley Clark (el general que condujo el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia en 1999), la invasión de Irak perseguía un objetivo, marcado por los neoconservadores, que tenía que ver con terminar el trabajo iniciado en 1991, transformar el mapa de Oriente Medio y limpiar cualquier rastro de los regímenes que, en su día, se habían apoyado en la URSS. No fue la aventura de unos estadistas enloquecidos. Por otro lado, es posible que, con el tiempo, el cambio sí esté relacionado con el abandono de la esperanza depositada en Estados Unidos por diversos sectores sociales y actores políticos alrededor del globo: hasta hace poco tiempo, en las élites y clases medias aspiracionales de todo el mundo existía la idea de que el presidente de Estados Unidos es el presidente de todos. Esta aproximación parece ya residual. Episodios como el fallido intento de cambio de régimen en Venezuela, ejecutado por una mezcla de personajes extravagantes, crimen organizado y celebridades pop venidas a menos, sin duda han contribuido a minar esa idea.

Sobre todo, el auténtico cambio tiene que ver con la existencia de limites claros a la capacidad de maniobra de Estados Unidos. Son límites que podemos verificar en la prensa cada día de este tiempo que nos ha tocado vivir, y que se observan en una llamada telefónica a Zelenski que nadie se atreve a banalizar, en la construcción de una iniciativa de paz a la cual se podría sumar algún aliado de la OTAN, en un acuerdo de normalización histórico entre Irán y Arabia Saudí que desmonta el armazón teórico del internacionalismo liberal, en el abandono progresivo del dólar en las relaciones comerciales entre países que tienen sus propias monedas de curso legal, lo cual desatasca la chaqueta de fuerza dorada neoliberal. La diferencia es que hoy existen límites, y que estos los está poniendo China.

El excepcionalismo americano ha vivido variaciones muy significativas a lo largo de la historia, hasta el punto de que ha servido para justificar actitudes tanto aislacionistas como intervencionistas. Unas u otras se eligieron en función de las necesidades internas, nunca de la aceptación de la realidad externa. Y en cualquier caso, con lo único con lo que no se había encontrado el potente artefacto ideológico del excepcionalismo es con la existencia de límites. Frente a ello, se abren al menos dos escenarios. Uno podría ser un repliegue táctico a corto plazo seguido de un despliegue estratégico prudente que tome en cuenta la nueva realidad del mundo multipolar. Pero el excepcionalismo no entiende de aceptación de realidades. Se mantienen expresiones como credibilidad o liderazgo, y se tiene auténtica aversión a las muestras de debilidad. Las reacciones internas a un escenario de esas características serían probablemente más brutales que las experimentadas tras la distensión. Y, a diferencia de entonces, no hay actores políticos (sí intelectuales, como demuestran algunas honrosas excepciones) dispuestos a desplegar una política prudente.

Descartado ese escenario, solo queda la provocación militar a corto plazo. Las posibilidades que se abren aquí son potencialmente más peligrosas que la dinámica de la guerra en Ucrania, un espacio que, en realidad, ha estado en disputa durante décadas. Todo hace pensar que los límites a la excepcionalidad serán puestos a prueba más adelante, pero siempre en relación con la dinámica política interna. China es el único punto en el que existe un acuerdo claro entre demócratas y republicanos, lo cual podría justificar una provocación en Taiwán. Pero allí se encontrarán con límites mucho más claros que en Europa del Este. Uno de ellos, evidente, será la afirmación de la integridad territorial china. El otro será interno. El excepcionalismo requiere muestras de credibilidad, presidencias muy activas y dosis altas de escenificación en el Congreso, todo ello envenenado por la existencia de cálculos políticos condicionados por elecciones de carácter bianual en un clima social cada vez más violento.

En tal escenario, la estrategia racional para el resto del mundo parecería ser un alejamiento progresivo de esa dinámica tóxica. Los BRICS y lo que hasta ahora se denominaba “sur global” parecen dispuestos a ello. El liderazgo político de la UE, por el contrario, parece adicta a los desarrollos en ese país y le costará desengancharse. En cualquier caso, Marche señala que todos ellos conocen de primera mano la situación y las opciones existentes:

Los servicios de inteligencia de otros países están preparando dossieres sobre las posibilidades de colapso de Estados Unidos. Los gobiernos extranjeros tienen que prepararse para una América posdemocrática, una superpotencia autoritaria y, por tanto, mucho menos estable. Tienen que prepararse para una América rota, con muchos centros de poder diferentes. Necesitan prepararse para una América perdida, tan consumida por sus crisis que no puede concebir, y mucho menos promulgar, políticas nacionales o exteriores.

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