Al cumplirse diez años de las movilizaciones del 15M, casi se diría que parece una época remota. Vivimos tiempos frenéticos, coronados ahora por una pandemia mundial que ha acelerado cambios políticos y sociales que estaban ya en marcha desde la recesión de 2007.
El derrumbe del modelo de financiarización, con la crisis de las hipotecas subprime y sus efectos en la economía global, derivó en una estrategia de rescate del sector bancario. Tras pomposas declaraciones acerca de la necesidad de reformar el capitalismo, la respuesta en la Unión Europea fue una dura agenda de recortes para los países miembros, especialmente los países mediterráneos y para aquellos que tuvieron que acogerse a los fondos de rescate, con un memorándum de condiciones aparejado. Recayó sobre Portugal, España, Italia y Grecia el estigma de ser sociedades licenciosas, sin espíritu de trabajo ni rigor en la gestión pública; en contraposición a la sobriedad de Alemania y la Europa del norte. Obviamente, la división social del trabajo a escala europea y las estructuras económicas de sus respectivas economías eran más determinantes, a este respecto, que pretendidos “espíritus nacionales”.
En España, la burbuja de la construcción, pieza clave del modelo económico del país, fuertemente terciarizado tras las reconversiones industriales condicionadas por la incorporación al mercado común europeo y el cumplimiento de los criterios de convergencia de la UE, se gripó arrastrada por la crisis mundial. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que en 2004 había llegado a la Moncloa de la mano de movilizaciones que antecedieron al 15M, como las protestas contra el desastre del Prestige (Nunca Mais), contra la participación de España en la Guerra de Irak (No a la Guerra) y la reacción social al atentado yihadista del 11M, claudicó ante las imposiciones de la Comisión Europea y el BCE, acatando recortes sociales y pactando con el PP la reforma del artículo 135 de la Constitución Española.
Tal es el contexto en el que hay que situar las movilizaciones del 15M. Un tenso clima social en el que el desempleo superó en España el 20% y el paro juvenil llegó al 43%. Precisamente fueron los jóvenes de las capas medias, como ha subrayado Enmanuel Rodríguez, la juventud con cualificación, especialmente los universitarios, que vieron quebrarse los ascensores sociales vinculados a la formación y se vieron abocados a un horizonte de precarización y falta de expectativas, quienes constituyeron la base social fundamental de las protestas.
Las ideas detrás del lema: ¡Democracia Real, YA!
En lo que sigue trataremos de analizar, desde una perspectiva filosófica, el movimiento 15M. Tomaré como referencia la convocatoria promovida desde la plataforma ¡Democracia Real YA!
Las movilizaciones del 15M, que en lo inmediato tuvieron la inspiración de las protestas egipcias de la Plaza Tahrir y vinieron antecedidas por movilizaciones españolas, a las que he hecho mención más arriba, sintetizaron precedentes como las protestas del Foro de Davos, los movimientos altermundistas y críticos con la globalización, así como demandas del activismo medioambiental.
En conjunto, se trataba de un movimiento heterogéneo, en el que podían rastrearse, amalgamadas, corrientes ideológicas vinculadas tanto a la tradición libertaria, como al republicanismo o al liberalismo progresista. Sin embargo, el manifiesto de ¡Democracia Real YA!, entre las otras convocatorias que promovieron las protestas, enfatizaba su carácter apartidista, que no antipolítico, apelando al descrédito del sistema de representación.
La clave del éxito del 15M estuvo, probablemente, en ser una movilización de carácter ciudadanista. El criterio de adscripción no era tanto la clase social, la apelación a una identidad fraguada en el marco socioeconómico, aunque reclamaba la derogación de la reforma laboral introducida por Zapatero y, más adelante, de la reforma del PP. Las reivindicaciones se articulaban en el plano de los derechos ciudadanos. Derechos vinculados a la participación política ante el descrédito de los partidos como vertebradores de la pluralidad política; derechos sociales que estaban siendo mermados por la externalización de la gestión sanitaria y los recortes en el estado del bienestar. El derecho a la vivienda frente a la especulación inmobiliaria, el encarecimiento de los alquileres y el auge de los desahucios hipotecarios como efecto de la crisis económica. Los derechos del consumidor y el libre acceso al conocimiento a través de Internet. La defensa del medioambiente esgrimida como un derecho ligado a las condiciones básicas de vida y a la preservación de la propia sociedad.
La invocación de esos derechos se oponía a la mercantilización de la vida, en sus diferentes vertientes, por parte de un sistema financiero desbocado, que había provocado la crisis, que estaba siendo rescatado y que promovía, en conjunción con los grandes organismos económicos, la desregulación laboral, la rebaja de impuestos a las rentas altas y ahondar en la senda de precarización y privatización de los servicios públicos. Mercantilización que también sería operada por parte de una clase política ajena al control ciudadano, que se beneficia de puertas giratorias en las grandes corporaciones a cambio de legislar en su beneficio.
La defensa de los derechos ciudadanos, en su dimensión política, civil y social, se articuló a través de plataformas y movilizaciones específicas. Así, vendrían a conectarse con el 15M las mareas educativa y sanitaria, en que las reivindicaciones de los profesionales de los sectores se aunaban con las de los usuarios.
Pero volvamos sobre la propia fórmula ¡Democracia Real YA! A partir de lo dicho, puede concluirse que la pretendida democracia real se liga a la consolidación del cuerpo de derechos anteriormente mencionado y a su salvaguarda frente a la conversión en nichos de negocio o la anulación de los mecanismos de control ciudadano. Pero, ¿cuál es el parámetro desde el que puede hablarse de una democracia real? Apelar a un modelo ideal de sociedad es un elemento característico de cualquier movimiento de carácter emancipatorio o que aspire, simplemente, al cambio social. La tradición libertaria ligaba la democracia plena con la abolición del Estado, entendido como una estructura constitutivamente opresiva. El socialismo y el comunismo consideraban el Estado como una estructura al servicio de las clases dominantes; no podía ser abolido pero podría llegar a extinguirse, a perder su carácter coercitivo si se convertía en un Estado al servicio de las clases trabajadoras, que procediese a abolir las bases de la desigualdad mediante la socialización de los medios de producción y, con ello, la fuente de los conflictos sociales. En su génesis, la democracia ateniense se ligaba al principio de isonomía: la igualdad entre sí y ante la ley de cada uno de los ciudadanos, dotado de voz y voto en la asamblea y elegibles para cargo público. El principio de isonomía sería rescatado por las revoluciones liberales, frente al carácter estamental de las cámaras e instituciones del Antiguo Régimen. El imperio de la ley y la división de poderes serían los requisitos para impedir el abuso de poder y cimentar un tipo de Estado orientado a preservar unos derechos inherentes a los sujetos, estrechamente relacionados con la actividad económica y el derecho a disponer libremente de los frutos del propio esfuerzo. Por su parte, la tradición republicana vinculó la democracia con los mecanismos de participación que permiten el moldeamiento de la voluntad general. Esta voluntad, en la teorización roussoniana, no era un mero agregado de las voluntades individuales o una imposición de la mayoría sobre las minorías, sino la configuración de una voluntad colectiva enfocada a la consecución del bien común.
Durante el siglo XIX, la conjunción y los intercambios doctrinales entre el republicanismo, el feminismo, el abolicionismo y el movimiento obrero irían desplegando un activismo y una articulación de movimientos político-sociales que sería clave en la conquista y ampliación para las mayorías de los derechos civiles y sociales. El estado social y el estado del bienestar pueden verse, en buena medida, como una respuesta a la capacidad activista del movimiento obrero. Los derechos no serían, desde esta perspectiva, atributos inherentes a una naturaleza humana, sino el producto del conflicto social. Derechos como la limitación de jornadas laborales, el sistema educativo, la seguridad social o la extensión del sufragio, serían el resultado de una correlación de fuerzas que fragua una institucionalidad que asegura la cohesión social, por la vía de asentar unos niveles de bienestar material. La derivada de este planteamiento es, justamente, la propia reversibilidad de los derechos, la posibilidad, siempre latente, de su achicamiento cuando la correlación de fuerzas sea desfavorable para las mayorías sociales.
Cabe mencionar, en este punto, que autores como Weber y Schumpeter confrontaron la enunciación rousseauniana de la voluntad general y buena parte del trasfondo doctrinal de la democracia demoliberal. La democracia no podría caracterizarse realmente como “el poder en manos del pueblo” o la consecución del bien común. El pueblo o la nación, como conjunto de la ciudadanía, no tienen una voluntad coherente susceptible de ser expresada, sino que, al tiempo que está fragmentado en una diversidad de grupos sociales, se configuran corrientes de opinión e ideologías diversas en la esfera pública, moldeada por diferentes medios creadores de opinión. La democracia sería, en realidad un proceso de selección y renovación de la élite dirigente; el Estado genera una estructura burocrática, ligada a su tejido administrativo e institucional, y se inserta en un espacio transnacional, estructurado jerárquicamente por relaciones de interdependencia. Las instituciones representativas generan una dirigencia que tiende a segregarse del ciudadano peatón, aunque puedan aparecer nuevos partidos y estén sujetos a mecanismos de rendición de cuentas. La voluntad expresada en las urnas no es así una voluntad general, ni la plasmación de la búsqueda del bien común, por más que se tienda a enunciar como tal; sólo una mayoría de gobierno, cuando es posible constituirlo, y una correlación de fuerzas parlamentarias fuertemente condicionadas por la geopolítica, las presiones del poder económico y otros grupos de influencia.
Es en este punto donde el 15M pretendía explorar, no sin mediar una fuerte idealización, una vía para ampliar las dinámicas de participación ciudadana, suplir las carencias del sistema representativo, atenazado además por el vaciamiento de la soberanía de los Estados medianos en favor de estructuras transnacionales. Tal solución sería el desarrollo de la tecnología digital y de internet como base para construir nuevas vías de participación y de activismo, así como para generar una opinión pública crítica e informada, más allá de los filtros e imaginarios impuestos por los grandes medios.
Ya César Rendueles, en su obra Sociofobia, cuestionó las virtualidades de la Internet y las redes sociales como mecanismos para generar nuevas formas de participación política, rebajando las expectativas tecno-optimistas. Sostenía que los medios telemáticos, en vez de afianzar los vínculos sociales, tendían a fomentar un tipo de vínculo más inestable y a volvernos menos exigentes en nuestras interacciones públicas. Además, las redes sociales y las búsquedas están fuertemente condicionados por los navegadores y buscadores, por los algoritmos que regulan su funcionamiento. Escándalos como el Cambridge Analityca, cediendo datos personales de los usuarios para las campañas de Trump y Bolsonaro.
Tampoco están exentas las redes sociales de las dinámicas de polarización o de la utilización sistemática de falacias y bulos para crear un clima de opinión.
Final
Cabe preguntarse qué queda, diez años después del 15M, o cuáles son sus aportaciones históricas a la vida social y política española. Parecía que podría ser un hito en la participación política que determinase la politización de amplios sectores de la población, rebasando además las categorías izquierda/derecha para promover un programa de mínimos, basado en la recuperación de los derechos sociales y la regeneración democrática. Lo cierto es que sus efectos han sido magros en relación a la expectativa despertada; aunque quizás no quepa achacárselo a las limitaciones del 15M, sino al frenesí turbulento de la política española en los últimos años.
Es verdad que el 15M propició la ruptura del sistema bipartidista, pero la capacidad de las nuevas formaciones ha sido limitada. Lo más relevante es que, a pesar del gran respaldo social que concitó el 15M, la ulterior redefinición del sistema de partidos derivó en una reorganización dentro de los bloques ideológicos izquierda/derecha. La pretensión de desarrollar una fuerza transversal no cuajó. Por otro lado, la politización que generó frente a la desafección quedó sofocada por la vorágine de la cuestión nacionalista de los últimos años. Vivimos en un periodo de reflujo, con un nacionalismo españolista excluyente y con componentes xenófobos y ultraconservadores que ha crecido como reacción al nacionalismo catalán, y una situación política de gran crispación, convenientemente cebada por los medios de comunicación, donde el debate público se ha degradado por completo.
En todo caso, el 15M sí pasará a la posteridad como un hito en los movimientos sociales de nuestro país, que tuvo la capacidad de situar en el debate público la defensa de los derechos fundamentales y de lo colectivo, apuntando hacia la gigantesca ingeniería de expropiación social.
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Ovidio Rozada es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de enseñanza secundaria en Corvera, un concejo próximo a la ciudad de Avilés.
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Imagen: 2ª Asamblea Popular Alcobendas-San Sebastián de los Reyes, por ceronegativo.